— ¿A dónde me llevas, Steff? —preguntó finalmente la chica en el asiento del copiloto, luego de haber excavado en el Cementerio de Malas Ideas y enterrado bajo veinte kilos de resignación su ambiciosa curiosidad, sin obtener mucho éxito.
Los rizos chocolate de la chica creaban remolinos salvajes alrededor de su cara al son de la brisa italiana, interponiéndose entre su mirada y la carretera desierta que se extendía hasta donde le alcanzaba la vista. No importaba cuántas veces se deshiciera el moño en lo alto de su cabeza y lo volviera a hacer, tarde o temprano el viento terminaba por jugarle la misma pasada y ella solo podía resignarse ante lo inevitable. O bien cerrar la ventana del coche, pero ella no estaba hecha para sentirse bella antes que libre.
El joven a su lado, consciente de lo de lo mucho que el silencio había perdurado, le dedicó una mirada fugaz y divertida antes de volver a posarla sobre la carretera.
— Al final del camino—respondió luego con una sonrisa de medio lado.
La chica torció el gesto y desvió la mirada hacia ningún punto en específico. Sabía mejor que el straniero dónde encallaba la carretera, y por lo improvisado del viaje, supuso que Steff hablaba con algún truco metafórico para evitar una respuesta reveladora. Pero tampoco se iba a conformar con tan escuetas palabras.
— ¿Qué tan lejos queda eso?
—No mucho. Venga, ponte esto en los ojos.
El joven le entregó una pañoleta roja con bordados blancos de seda a lo largo de las cuatro orillas. Dudosa, la chica analizó la pañoleta entre sus manos, pero decidió que confiaba lo suficiente en su acompañante para arriesgarse a tanto. Sacudiendo sus pensamientos, tapó sus ojos con la pañoleta y la ató detrás de su cabeza.
Cuando el coche se detuvo quince minutos después, Steff la ayudó a salir y ponerse de pie. La guío con sus manos apresando sus codos desde atrás, las piedras y la tierra bajo sus pies crujían con cada paso, hasta que se detuvieron. La pañoleta desapareció antes de que pudiera decir nada y fue cegada por el inesperado fulgor dorado que la abrazó aquél instante.
Frente a sus ojos, el sol del ocaso quemaba una interminable alfombra de rosas amarillas. Giallo. Había amarillo por todas partes.
—Feliz cumpleaños, chica sol.
F I N
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