A mi madre.

Sentado a los pies de la cama, con su retrato en mi regazo, me enfrento a la soledad y a su recuerdo bajo las tinieblas del crepúsculo, que devoran la luz a su paso, reviviendo todos y cada uno de los instantes últimos de aquella tarde amarga una y otra vez.

Sucedió de repente, como cuando la luz de una vela se apaga. Sus manos cálidas y suaves, aquellas manos que sustentaban mi razón de ser, dejaron de presionarme contra su regazo. Lo recuerdo como si fuera ayer. Fue la primera vez que paladeé el sabor metálico y áspero de la amargura.

Yo vi a su espíritu, lo vi salir de su cuerpo, me miró fijamente durante un instante que me pareció eterno, y luego ascendió dando vueltas, gritando con un grito sordo y desgarrador que me sobrecogió y me atravesó el alma. Después se alejó, como un destello transparente y redondo que se encogiera hasta el infinito.

Su alma desapareció para siempre de éste mundo. Se fue y se llevó la vida de mi madre consigo.

Nunca antes de aquel momento, jamás en mi corta vida, había sentido yo la nausea; esa sensación agria y caliente que te corroe las entrañas y te quema por dentro. Fue aquel día cuando me invadió ese miedo por primera vez, al saber que ella ya nunca más estaría a mi lado para darme seguridad y cariño.

Desde entonces, cada vez que me asomo al abismo de la soledad, vuelvo a sentir cómo se apoderan de mí la amargura, la inseguridad y el miedo. La maldita náusea.


Capítulo I

Unos días antes de que comenzara la primavera de mil novecientos treinta y cuatro, murió mi dulce y querida Hadiya, mi madre musulmana y hermosa. Ella era una bendición del cielo, un regalo, que es lo que significa su nombre en árabe, una criatura exquisita y sutil que lo daba todo a cambio de nada y nos colmaba a todos de felicidad.

Mis padres se querían mucho. Se enamoraron perdidamente el uno del otro desde el primer momento en que se vieron. A sus dieciocho años de edad ella vendía té y azúcar en un puesto del mercado de abastos de la calle Alhucemas, en Melilla. Él tenía entonces veintiuno y estaba cumpliendo su servicio militar en Regulares, en la ciudad autónoma.

Después de jurar bandera fue destinado a intendencia, como ayudante del sargento mayor de cocina. Entre sus muchas obligaciones se encontraba la de ir cada día al mercado para adquirir los víveres necesarios para el aprovisionamiento del regimiento. Según nos contaba él, muerto de risa, el sargento Antón se quejaba continuamente por la inexplicable falta de cálculo de mi padre respecto de la provisión semanal de té y azúcar, al parecer siempre había gran excedente de esos dos productos en las despensas.

El mismo día que lo licenciaron pidió a los suegros la mano de su amada. Se casaron por el ritual musulmán. Un mes después cruzaron el Mediterráneo para venir a vivir al cortijo, con mis abuelos.

Ella era feliz con él viviendo en la Huerta Olivares; que así es como se llamaba y aún hoy se sigue llamando el lugar en donde nací. Vine al mundo en la misma cama en la que mi bisabuela había parido a mi abuela, y ésta, años más tarde, parió a mi padre, su único hijo.

En aquel caserón me dio a luz mi madre, con la ayuda de Doña Rosa, la comadrona. Fue un domingo de primavera y dicen que lloré por primera vez al compás de los tañidos de las campanas de la iglesia del pueblo, que llamaban a misa de nueve.

Nací en la habitación más grande de la planta alta de nuestro soleado y apacible cortijo. En una que tenía las paredes pintadas de blanco y crema, y un ventanuco redondo y pequeño, como los que tienen los camarotes de los grandes buques que surcan los mares, como los que se veían en el barco de las dos chimeneas de las fotos del viaje de mis padres, cuando abandonaron África para venir a esta piel de toro nuestra.

Me gustaba estar en aquella habitación. Recuerdo que allí jugaba a ser el capitán de un gran buque. Miraba a través del ventanuco redondo y daba órdenes a los marineros que faenaban en el patio. Pero mi barco no flotaba en el agua, si no en un extenso mar de tierra de color café con leche, atestado de islas verdes y plateadas, salpicadas de lunares negros.

Recuerdo la mañana oscura y ventosa en la que todos lloraron, porque mi abuela no quiso despertar. Todos estaban muy tristes. Le dije a mi madre que la tapase, porque sus manos estaban heladas, me respondió que la abuela no tendría frío más, porque se había quedado dormida para siempre y vendrían dos pajes para llevarla al cielo, donde una corte de ángeles guardaría su sueño.

Sólo unos días después, el abuelo murió también; seguramente a consecuencia de la profunda tristeza y la amarga desolación en la que se sumió cuando ella lo dejó.

Pero, como solía decir la yaya, las desgracias no vienen solas. La mala fortuna se había cebado en nuestra felicidad y una terrible maldición parecía haber caído sobre nuestra familia porque, a finales del verano de ese mismo año, el ángel negro nos visitó de nuevo, para dejarnos a mí sin mi madre y a mi padre sin sombra.

Nos quedamos los dos solos, hastiados de melancolía, perdidos dentro de aquel buque blanco y gris que zozobraba anclado en medio de un mar de olivos.

Todo quedó en silencio a partir de entonces. Yo pasaba las horas muertas, apostado tras el ojo de buey de mi camarote, vigilando impaciente, por si mi madre me enviaba una señal.

De noche viajaba soñando a las estrellas, para atrapar una fugaz y poderle un deseo. De día perseguía rayos de luz para domarlos y a veces conseguía subir a la grupa del que más brillaba y volaba sobre él en pos de las estrellas, en busca del arco iris que duerme en el ojo que todo lo ve. Pero nunca encontré su guarida.

Mi padre enmudeció y andaba cabizbajo por la casa, subía y bajaba, bajaba y subía, de la habitación a la sala, de la sala a la cocina, de la cocina al olivar, del olivar a la alcoba. Siempre de aquí para allá, sin rumbo fijo. Dejó de labrar la tierra y de recoger sus frutos. A los animales los atendía sólo lo imprescindible para que no acabaran muriendo de hambre o de sed. Ya ni siquiera arrancaba las malezas de los arriates, ni podaba la yedra que plantó mi abuelo, que crecía y crecía extendiéndose como una alimaña por las paredes del patio, adueñándose de ventanas y balcones y sumiendo poco a poco a nuestra casa en la más completa oscuridad. Ya no bajamos a la alberca para cazar ranas como antes. Ni nos llegábamos al arroyo a poner cepos para atrapar gorriones. Ni subíamos a las jaras del blanquizal de tío Constante, a revisar las trampas para conejos. Ya no hacíamos nada. Sólo nos mirábamos de reojo sentados al amor de la lumbre al anochecer.

Desde aquel día, él, lenta pero inexorablemente, se fue convirtiendo en un hombre irritable y adusto. Y comenzó a tener manías, y a comportarse de forma incomprensible con la gente. Cuando, de vez en cuando, algún parroquiano se acordaba de nosotros y le avisaba para echar unos jornales en el pueblo, acarreando leña en invierno o encalando alguna fachada en verano, al volver del tajo a nuestra casa y sin que viniera a cuento, me obligaba a abandonar el camino y a dar grandes rodeos campo a través, entre jaras, cardos y ortigas, con el único propósito de evitar pasar por delante de la puerta del domicilio de algún vecino que nos cogía de paso por el sendero de vuelta, sólo para evitar tener que saludarlo. Y sin embargo, otros días parecía que le daban cuerda y se ponía a cascar como un sacamuelas con aquel mismo paisano al que la víspera había evitado a toda costa. Le mudó tanto el carácter que, muchas veces, llegué a dudar si seguiría en sus cabales o si se le habría ido la chaveta.

Lo que si tenía yo claro, ya en aquellos días, es que el hombre responsable, sobrio, diligente y educado al que yo admiraba; el que años atrás había enamorado a mi madre encandilándola; aquel trabajador siempre incansable, siempre alegre y cordial, que lo daba todo por su familia y por sus amigos, había desaparecido para siempre y en su lugar porfiaba ahora aquella extraña criatura, insensata, déspota, huraña y cruel.

Se volvió tan arisco, tan obsesivamente parco y sucinto, que muchas veces entre una conversación nuestra y la siguiente llegaban a transcurrir dos o tres días. Ya no le gustaba hablar como antes. Ahora prefería contestar a las pocas preguntas que yo me atrevía a hacerle, utilizando su amplio repertorio de onomatopeyas, chasquidos, resoplidos y siseos. Y para darme instrucciones o reprenderme utilizaba también aquellas explícitas y elaboradas expresiones sonoras que producía con la garganta; una especie de extraño código, entre generador de morse, hombre orquesta y lenguaje de signos, mediante el cual, no obstante, ambos llegamos, con el tiempo, a entendernos perfectamente.

Así es que casi nunca hablábamos si no era absolutamente necesario. Especialmente debíamos guardar silencio cuando él conducía, porque tenía un miedo atroz a los coches. Aseguraba que no había que fiarse de ninguna de las malditas máquinas inventadas por el hombre. Y de entre todas ellas, en la que menos había que confiar, era precisamente el automóvil “porque cuando subes a uno de esos artefactos diabólicos, capaces de alcanzar velocidades vertiginosas rodando a ochenta, noventa, e incluso a ¡cien kilómetros por hora!, cualquier fallo mecánico puede costarte la vida” decía. Aseguraba que los motores de los automóviles iban sujetos al chasis con un par de endebles tornillos y existía una alta probabilidad de que estos se quebraran y se desprendieran de sus anclajes, con lo que el motor podría caer al suelo en cualquier momento, provocando un accidente mortal a sus ocupantes. Por eso él, desde el mismo instante en que metía la llave en el contacto, ponía literalmente los cinco sentidos en la conducción.

Y realmente era para verlo en aquel trance. Sus ojos, abiertos como platos, iban y venían incesantemente del cuadro de instrumentos a la carretera. Sus manos, agarrotadas y sudorosas, presionaban el volante como si fueran a estrangularlo, analizando exhaustivamente las posibles repercusiones catastróficas que podrían tener sobre las piezas mecánicas cada una de las vibraciones que sus brazos percibían. Agudizaba también extremadamente el sentido del oído, echaba las orejas hacia delante, a un lado y al otro, repetida y alternativamente, para poder percibir con la suficiente antelación cualquier ruido de rotura. Abría exageradamente las fosas nasales, aspirando el aire como un perro de caza en busca de peligrosos olores a goma quemada, a líquido de frenos, a gasolina, o a cualquier otra sustancia que advirtiera de peligro inminente. Y no dejaba nunca de emitir aquel desagradable chasquido al despegar la lengua del paladar, porque llevaba siempre la boca seca como un zapato por el extraordinario estrés que conducir le producía.

Pero, a pesar de su altísima concentración en la máquina y del indescriptible esfuerzo al que manejar el auto le obligaba, yo estaba seguro que, de vez en cuando, me miraba por el rabillo del ojo, para comprobar que yo no le dejaría tirado. Decía que no soportaba a la gente que se ponía a dormir en los coches. Argumentaba que no era plato de buen gusto conducir aquellos artilugios tan peligrosos, jugándose literalmente la vida, mientras los pasajeros dormían irrespetuosamente a pierna suelta. Y yo respetaba su exigencia, puede que para no traicionar su confianza, cabe esa posibilidad, aunque lo más probable realmente es que mis vigilias en el coche fueran más a causa del permanente y desmedido temor que siempre tuve a recibir un par, o incluso más, de sus fortuitos, ingratos, dolorosos e inexplicables bofetones, los cuales me propinaba cada vez que a él se le venía en gana o se le antojaba, sin avisar y sin que mediara palabra.

De cualquier forma, fuere por lo que fuere, por camaradería o por miedo, mientras duró el interminable y agotador trayecto de aquel día, hice lo que siempre hube de hacer en todos y cada uno de los continuos periplos que tuvieron lugar durante aquellos años baldíos de mi existencia: me esforcé sobremanera, haciendo lo imposible por mantener los ojos abiertos. Me mordía los labios, me hincaba las uñas en los muslos, dejaba de respirar incluso mientras contaba hasta cien; como cuando años atrás mi madre y yo hacíamos competiciones en la alberca grande del cortijo para ver quien aguantaba más sin respirar bajo el agua. Aunque verdaderamente todo aquel esfuerzo no me servía de nada. Por mucho que lo intentaba, no había forma de abandonar aquel estado de espeso sopor que me provocaba el cansino zumbido del motor de nuestro querido y vetusto “Torpedo”. Los lastimosos y rítmicos crujidos, que escapaban de sus chapas trémulas y sus muelles roñosos, se repetían insistentemente, como si fueran cargantes y falsos ayes de un anciano indolente que se quejara de vicio.

Además, para más inri, el aire, que entraba a chorros por las ventanillas, era espeso y sofocante, y un sol de justicia radiando en un cielo azulísimo e impoluto se reflejaba en los extensos y amarillentos trigales, provocando un intenso albedo molesto y agotador.

Y, para que no faltase ningún malvado aderezo en aquella desagradable odisea, los infinitos desniveles del estropeado y tercermundista camino comarcal, provocaban un eterno traqueteo, haciendo que el coche botara y se cimbreara continua e imprevisiblemente, como una peonza en un patio de adoquines. Mi cabeza iba y venía, de acá para allá, siaguiendo el compás de la ruidosa melodía. Interpretando aquella especie de coreografía desquiciante: izquierda, derecha, adelante, a atrás y vuelta a empezar. Como uno de aquellos tentetiesos que cada año, a principios de la primavera, fabricaba para mí mi omnisciente abuelo. En esas fechas se llegaba al Barranco de la Cañada, para extraer con mucho mimo varias calabazas vinateras que había enterrado a finales del verano anterior. De entre todas las que habían secado correctamente, elegía la más grande, le cortaba el rabo y con un tizón encendido la curaba haciendo un agujero central y quemando la pulpa y las pepitas. Luego introducía dentro del hueco unos guijarros, la llenaba de agua y la agitaba varias veces fuertemente. Durante una o dos veces al día renovaba el agua y la removía con ayuda de un palo. Así durante cuatro o cinco días. Hasta que por fin, la cáscara quedaba completamente hueca y limpia. A continuación introducía en su interior, a modo de contrapeso, un saquito de balas de plomo, que fijaba sólidamente al fondo con un pegamento hecho de miga de pan mascada, que endurecía al secarse. Por último tapaba la calabaza, la forraba con pellejos de conejo recién desollados y la dejaba un par de días al sol.

Aquellos cachivaches nunca acababan de volcar del todo. Por mucho que los empujases siempre volvían a enderezarse, dando tumbos, hasta quedar totalmente verticales.

En esos recuerdos estaba yo sumido. A punto de quedarme traspuesto. En ese lugar mágico de la mente en el que la consciencia y la subconsciencia se disputan el pensamiento, justo un segundo antes de que los sueños se apoderasen de mi ser, cuando un par de codazos me sacaron, a la fuerza, del irresistible duermevela. “¡Hemos llegado hijo!” gritó mi padre exultante, mientras reducía considerablemente la velocidad y sacaba el brazo por la ventanilla para señalar con su índice un letrero despintado y casi ilegible de madera negra agrietada “fíjate en ese indicador que hay junto a la próxima curva, ¿ves? pone Cortijo de Las Mimbreras… ¡Ahí es a donde vamos!”

Medio dormido aún, al verlo a lo lejos, con su cigarro humeante, sus muros encalados y su zocalito añil, sus empinados tejados de color granate y sus ventanitas cubiertas con persianas teñidas de verde, más que un cortijo me pareció que fuese un gigante barbudo, con boca de madera, ojos verdes y sombrero de pana.

Un instante después abandonamos la carretera comarcal, cruzamos al otro lado del río, sobre un puente de piedra antiquísimo, y enfilamos hacia la casa por una vereda llena de baches y socavones. Mi padre condujo el auto hasta el final de una pequeña explanada empedrada cubierta de tréboles y amapolas y lo situó bajo la fresca sombra de un algarrobo centenario. Quitó el contacto y dejé de escuchar, por fin, el fastidioso y somnoliento runrún del motor.

Debían de ser más de las dos de la tarde, puede que incluso ya hubieran dado las tres; lo suponía porque las sombras bajo los árboles comenzaban a estirarse hacia el levante, y también porque, desde hacía rato, la alarma de mi reloj biológico sacudía y estrujaba mis tripas, que gruñían como una gata en celo. Pero él no consintió en que nos apeásemos ni una sola vez durante todo el tiempo que duro aquel viaje que se me hizo eterno.



RESUMEN

Rufo es un chico muy inteligente, aunque poco agraciado, que, tras quedar huérfano de madre, es abandonado por su padre en un colegio de huérfanos regentado por una señora muy peculiar.

Rufo, con gran esfuerzo conseguirá poco a poco adaptarse al lugar y relacionarse con sus compañeros, e incluso vivirá con ellos algunas aventuras.

Pero un día, conocerá a un viejo asceta, que vive en una cueva secreta, cerca del colegio. El viejo, un sabio físico que abandonó el mundo civilizado años atrás, le enseñará a Rufo los principios de la física cuántica y le revelará algunos descubrimientos sorprendentes que acaba de hacer, los cuales llevarán a Rufo a construir un invento que cambiará el mundo.

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