-Gloria, tienes que venir.
Gloria se separó el teléfono del oído y miró la pantalla. No tenía registrado el número móvil en la agenda de contactos, pero sí tenía registrada esa voz en su memoria. No importaban los años ni la distancia recorrida. Su pasado seguía ahí, anclado y presente.
Notó cómo se le agitaba la respiración y, como le pasaba siempre en esas situaciones, tuvo miedo de cualquiera de sus respuestas.
-¿Ya ha pasado? —Respondió en un tono de voz infantil en el que no se reconoció.
-Aún no. Queda poco tiempo y te corresponde estar aquí. Matilde no puede irse sin verte, irse con esa espina… –Gloria colgó el teléfono.
Amelia sabía cómo decir las cosas. Y Gloria sabía que este momento iba a llegar, era cuestión de tiempo. Pero no había previsto estar al lado de Matilde al final. Su fondo cobarde le invitaba a olvidar aquella llamada y bajar a tomar una caña en el bar que tenía debajo de casa.
Matilde era su abuela. Gloria no la veía desde que se marchó de casa hacía casi quince años. Los mismos que llevaba en Madrid. Todavía no le había perdonado. Cumplía así con lo último que le dijo antes de marcharse, encendida por la exaltación de la adolescencia tardía y la rabia: “No te lo voy a perdonar nunca, Matilde”.
Matilde la había criado desde que su madre murió, cuando ella no llegaba a los cuatro años. Nunca la consideró una abuela. Para Gloria ella era Matilde y una abuela, otra cosa. Las abuelas eran bajitas. Llevaban vestidos y medias negras. Delantales azules. Imperdibles con medallas de la Virgen prendidos a un lado del pecho. Cantaban al hablar y te apretaban la cara con las manos. Matilde era de esas mujeres que llevaban pantalones anchos y grandes collares de plata. Su voz era imperativa. Sus piernas, dos grandes columnas. Sólo se acercaba a aquel concepto de abuela por las canas que le aparecían entre el pelo negro que se negaba a teñir, según ella, aunque la edad lo mandara.
Dejó el teléfono sobre el escritorio. Se levantó al escuchar unos golpes en puerta de la habitación. Era Víctor, su compañero de piso. Apareció tras la puerta de madera blanca con las gafas de sol puestas. Se metía el móvil en el bolsillo de atrás de los pantalones vaqueros y, sujeto entre los labios, llevaba un cigarro sin encender.
-¿Bajas? Tomamos una caña y picamos algo en el 2D. –Gloria le miró en silencio.
-¿Qué te pasa? –Víctor siempre le pillaba cuando algo no iba bien. Le acompañó hasta la cama y se sentaron.
-Nunca te he hablado de Matilde, ¿verdad? –dijo Gloria, mientras la espalda se le encorvaba y la voz se le afinaba como a una niña. –Se está muriendo. Me han llamado porque quiere verme antes de irse. Y no sé qué me da más miedo. Si verla muerta o verla viva. -Víctor se quitó las gafas y le pasó un brazo por los hombros.
-Anda, bajamos, que te invito -Le dijo acariciándole la barbilla
Por suerte, la mesa que daba a la plaza -y que estaba más fuera que dentro del bar- estaba libre. A esa hora de la tarde no quedaba nadie tomando café y muy pocos aún se habían animado a salir. Se sentaron frente a frente. El chico que estaba detrás de la barra se acercó hasta ellos. Pidieron dos cañas. Gloria rectificó y cambió la caña por una copa de vino tinto. -Tengo el cuerpo cortado- le dijo a Víctor. El camarero no se inmutó. Tachó y escribió en su libreta y se volvió a la barra.
-¿Quieres hablar? -Le preguntó Víctor al tiempo que sacaba el móvil y un mechero que dejaba sobre la mesa.
Matilde era su abuela y se había hecho cargo de ella cuando se quedó huérfana. Era una mujer alta, de las que miran al frente cuando caminan. De las que dicen lo que piensan pase lo que pase. Gloria recordaba cómo le daba vergüenza estar junto a su abuela cuando ésta se inmolaba en público, en aras de la sinceridad. Los que la querían -y entre sus amigos más fieles se encontraba Amelia, la mujer que la había llamado- tenían que quererla como era. Y ajo-y-agua si les hacía daño con sus comentarios. Lo importante para Matilde era la –su— verdad. Quizás por eso, Gloria no la había querido lo suficiente. Por eso y, también por lo otro. Por lo que le había hecho. Lo imperdonable. Y a ver, ahora, quién se sentaba a su lado a escuchar aquello que le tuviera que decir. Y a ver, ahora, quién tenía la fuerza suficiente para mantener el “no te perdono” en acto, palabra y pensamiento. A Gloria sólo se le daba bien mantenerse en lo tercero. Y seguro que, de eso, Víctor ya se había dado cuenta.
Sobre la mesa estaba el paquete de Marlboro Light. Se giró en el banco para mirar hacia la plaza dando la espalda al bar, a su barra de azulejos antiguos, a sus finas columnas grises y al camarero de bigote y tatuaje en el brazo, serio, que secaba vasos con un trapo. Sacó un cigarro y lo encendió. Encendió también el de Víctor. Éste le preguntó cómo estaba, pero Gloria no le supo responder. No podía decirse que no sintiera nada porque, si hubiese sido así, no le sudarían las manos. Tampoco podía decir que estuviera triste, porque no era verdad. No sabía cómo estaba. Tenía el deber de ir, pero no quería hacerlo. Dio la última calada al cigarro y sostuvo el humo un momento, como había hecho con su primer cigarro, el que encendió delante de Matilde. El que lo encendió todo.
Fue el día que había acabado secundaria. Empezaba el verano y, por fin, se había despedido de las Carmelitas, donde Matilde la había internado para acabar bachillerato. Como solía hacer cada primer día de verano, dejó la maleta en el dormitorio, se puso unos vaqueros y salió hacia “Villa El Jaral”, su otra casa. Una vivienda pequeña en medio de alcornoques y encinas, a las afueras del pueblo. Allí había vivido con su madre hasta que ésta enfermó. Pero eso lo sabía porque se lo había contado Matilde, ella casi no recordaba nada. El Jaral estaba como su madre la había dejado -eso también se lo había contado Matilde- y Gloria solía sentarse en el sofá de cuero viejo que estaba en el salón e imaginar a su madre colocando libros en los estantes que había encima de la chimenea, o tumbada en ese mismo sofá leyendo descalza con la ventana abierta. Se la imaginaba cosiendo –Matilde le había contado que sabía coser- y chupándose el dedo al pincharse con una aguja. Y con eso ya le bastaba. Con eso, y con el bolso de viaje que había encontrado en el armario. Su abuela no lo sabía, pero Gloria había encontrado una bolsa de lona estampada que tenía ropa dentro. Unas braguitas blancas de algodón. Un pantalón de campana vaquero y una camisa azul. Algunas veces, Gloria vaciaba el bolso y se llevaba la camisa a la nariz tratando de buscar algún olor de su madre, a pesar de que el olor no era otro sino el del tiempo. Nunca se había atrevido a probarse nada de aquella ropa, pero no había día que no sacase las prendas pensando en hacerlo. Y en la bolsa, el sofá y los libros, sobre todo en los libros, pensaba Gloria mientras se dirigía aquel día a El Jaral.
Un coche todoterreno la adelantó cuando subía por el camino sin asfaltar que llevaba a la urbanización donde estaba la casa. Levantó mucha polvareda. Gloria se apartó un momento del camino para continuar después jugando a pisar las huellas de las ruedas delineadas en la arena. Cuando llegó a lo que debía ser la verja de entrada a la pequeña finca, encontró una puerta cerrada de metal y un murete de pizarra bordeado por setos que no dejaban ver lo que había detrás. Al principio pensó que se había despistado. El coche que la había adelantado estaba allí mismo, aparcado justo a la entrada. Confundida, se asomó por el hueco que habían dejado a los laterales de la puerta. Un pastor alemán corría de un lado a otro, limitado por la longitud de una cadena frente al porche de su casa. La casa lucía reformada. La habían pintado, se habían cambiado las tejas del tejado. Gloria había estado allí en otoño, Matilde no le había dicho nada de cambios, ¿qué estaba pasando?.
Apretó el botón de un timbre que había junto a la puerta de entrada. El perro ladró. Unos segundos más tarde alguien abrió la puerta. Se trataba de un hombre que no debía llegar a los sesenta. Vestía como los cazadores, aunque con un cierto aire inglés. El hombre le preguntó si quería algo. Su voz sonaba metálica y grave. Gloria trató de parecer amable y le respondió que no, que se había equivocado de casa. Que lo sentía. El hombre levantó la mano en un gesto como de quitarle importancia y cerró. Gloria, que al principio se había quedado bloqueada, se giró y caminó sobre sus pasos, con las pulsaciones vibrándole en la garganta.
Como ahora vibraba el teléfono móvil sobre el mármol blanco. La luz de la pantalla se encendía y apagaba.
-¿No lo coges? -le preguntó Víctor
-No -respondió ella.
Después de la llamada de Amelia se preguntaba si tendría que aguantar a las demás fieles de Matilde, recordándole cuál era su deber y diciendo esas cosas que dicen las vecinas. La luz del teléfono se apagó. Gloria le dio la vuelta y lo dejó boca abajo. Dio un sorbo a la copa de vino. Eran casi las ocho y la plaza se había tostado con la luz de la tarde. El aire olía a aceite caliente. Encendió otro cigarro. Retuvo el humo. Contó los segundos que podía aguantar sin echar el aire. El día que empezó a fumar llegó hasta diez, el mismo tiempo que tardó su abuela en hacer caer el cigarro al suelo de una bofetada.
Aquel primer día de verano Gloria había regresado de El Jaral llorando. Antes de llegar a su casa, decidió pasar por el estanco de Amelia y comprarle un paquete de tabaco. Le había atendido su sobrino, por lo que esa parte de su plan había fallado. Llegó a casa a sabiendas de que Matilde aún no habría regresado del Ayuntamiento. Se dirigió a la cocina. Buscó las cerillas en el cajón de los cubiertos. Las encontró después de que varias cucharas cayeran al suelo haciendo mucho ruido. Después, tiritando aún por la tensión, fue hasta el comedor y se sentó a esperar en una de las sillas que rodeaban la mesa. Anochecía y todo se estaba quedando en penumbra. Gloria sacó un cigarro que se pasaba de una mano a otra para no estropearlo. Le dolía el estómago y le sudaban las manos. Nunca había fumado en el internado pese a que algunas de sus compañeras sí lo hacían -a escondidas de las monjas-. No sabía muy bien por qué, había improvisado aquel plan mientras regresaba de El Jaral. Ahora, allí sentada, no había marcha atrás. Enseguida escuchó el sonido de la llave abriendo la puerta de la calle. Enderezó los hombros, carraspeó y esperó a que los pasos de su abuela sonasen lo suficientemente cerca, en el pasillo. Sin pensarlo demasiado, se llevó el cigarro a la boca y lo encendió aspirando fuerte. El humo le picaba en la garganta. Lo soltó y todo se cubrió a su alrededor. Volvió a aspirar antes de que su abuela abriera la puerta. Cuando lo hizo, Matilde la encontró allí, entre el sofá y la mesa con una brasa en la boca.
-¿Qué estás haciendo ahí a oscuras? -Matilde encendió la luz. En pocos pasos llegó hasta su nieta. Gloria se levantó de la silla y miró a su abuela a los ojos.
-Me hago mayor -Le dijo. Matilde le dio una bofetada que hizo arder su mejilla.
-¿Eso es lo que has aprendido este año?
-No, eso no. He ido a casa de mamá, ¿Qué has hecho?
Matilde no respondió. Levantó las cejas. Tenía la boca medio abierta. Se le había revuelto el pelo entreverado de canas. Toda ella era una mueca.
Ahora, mientras fumaba en aquella mesa al aire libre junto a Víctor, recordaba que, entonces, todavía no sabía nada. La luz de su teléfono volvía a brillar contra el mármol de la mesa. En esta ocasión, lo cogió y descolgó.
-Gloria, a tu abuela no le queda mucho tiempo. Deberías estar aquí ya. —Le hablaba una voz masculina, madura, metálica y grave.
-¿Quién eres?
-Un amigo de la familia
-¿De qué familia?
-Te estamos esperando
SINOPSIS
Una llamada, un amigo y un secreto de familia.
Gloria ya ha pasado de los treinta. Trabaja en comunicación y marketing enlazando contratos temporales desde que acabó la carrera. En su mundo personal pocos amigos y una vida inestable y flemática: los libros, el cine, el tabaco y la cerveza llenan su tiempo libre.
Una tarde recibe una llamada y con ella la certeza de que su vida, a partir de entonces, ya solo depende de ella.
Cuando Matilde, su abuela, la mujer que la había criado en un pueblo de Extremadura, muere, Gloria descubre la versión escondida de su vida. La historia de un padre que no está muerto. De verdades que no eran tales.
Acompañada en este viaje por Víctor, su compañero de piso, Gloria descubrirá como en un Cluedo quienes son los verdaderos protagonistas de su vida.
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