Mi nombre es Susana, o por lo menos así es como podría llamarme. Los nombres no son algo que deba considerar importante porque le advierto que aquí, no lo serán. Lo único que sabrá de mi es que estoy en Berlín. El resto es, vaya, el resto es lo que es.
Esta mañana, al caminar hacia el café de la esquina, el que da a la plaza Senefelder, sentí en mi cuerpo el silencio puro que acaricia el perfil de los edificios a lo largo del bulevar, bajos de altura todos ellos, con sus fachadas antiguas, portales amplios, en las cornisas parecen guardar secretos de un pasado que pocos se han detenido a explorar. A esta hora no se ven madres empujando carritos, niños gritando o pataleando que se cansan de repetir que no tienen frío, que la chaqueta está demás, pero su opinión cuenta poco. Me gusta venir a esta hora, cuando el viento murmura al oído y seca las córneas, es un alivio el parpadear, el sentirse viva en las calles. Son las seis cuarenta y es domingo; todavía es Octubre.
A mi padre nunca le gustó Berlín. Siempre se quejó de la dejadez de esos artistas bohemios, buenos para nada excepto para dormir y usar drogas, fornicar rápido y sin importar con quien, vidas llena de tedio, que viven del trabajo de personas honradas y productivas, demasiado ocupadas con el progreso de la nación para impedir el abuso de aquellos que nadan en ocio. Para él todo era Irlanda, siempre Irlanda, donde hay gente alegre, impuestos bajos, el mejor ambiente para hacer negocios, ser alguien en la vida. Pero eso vino después, cuando tuvimos que dejar México. Cuando decidimos dejar México, me corregiría, ya sé, pero como no puede, da igual.
¿Qué es lo que une a un padre a su hija? ¿Vanidad? No lo sé pero el tema me interesa. Quizás el deseo de proteger un reflejo femenino, débil de sí, el sentirse admirado, necesitado por una imagen más bella, menos imperfecta de un pasado inocente y sin malicia, de una infancia y juventud por siempre perdidas.
Escucho un tronar de bocas, un chasquear de lenguas. Vamos, díganlo. Los hombres me han de creer una ingrata, una mala hija, rencorosa y pedante. Tal vez. Pero no siempre fue así. ¿Me creerían si les dijera que un día soñé con crecer y casarme con él? Toda niña lo siente, algunas lo admiten, otras lo callan. También está el padre que abandona, que se desvanece en la noche como una mancha de pelo gris y se desliza entre las rejillas del desagüe, el lomo curvo y cargado de vergüenza. Pero de esos hombres ni hablo, no gasto energía más que para humillarlos, revelar su ignominia, y es que yo lo adoré, mi papá, tanto o más que a mamá. Eso nunca cambiará.
Entro al café y me atiende una jovencita de ojos verdes y labios carnosos.
Sí, eso por favorle digo, un cappuccino y un quarktasche.
Es muy servicial, educada, tan sólo escuchen la forma en que se dirige hacia mí – este es un lenguaje de modales, el alemán. Le agradezco y luego, por mal hábito, lo admito, me fijo en su ropa. Lleva unos pantalones rojos bien ceñidos al cuerpo, entallados a no poder más, y yo la entiendo, haría lo mismo, orgullosa de mi figura, mi juventud. Sé que camina mucho, limpiando las mesas, recogiendo tazas y platos vacíos, o tal vez sean las millas en bicicleta – aquí todo el mundo pedalea. Tal vez sea bailarina o fotógrafa o más bien actriz, sí, ahora lo recuerdo, me lo dijo el otro día. Y esa es una de las razones por las que estoy aquí, por el tipo de gente que uno encuentra por doquier, con sus tatuajes en el cuello y aretes en la lengua, sus ropas de colores intensos y telas de cortina, un desapego total al conformismo, y es que hay algo en el aire que incita a intentar un nuevo camino en la vida, a tomar riesgos que uno en el fondo siempre quiso y nunca osó, por presiones externas, por un falso e impuesto sentido del deber ser alguien que no somos, o que sí somos pero que nos define solo a medias. Dicen que mientras haya vida nunca es tarde. Por eso estoy aquí.
Encuentro una mesa en la esquina y la chica me trae el café, le doy las gracias y me sonríe, dice dos, tres palabras en castellano, ese es nuestro acuerdo. Sorbo un poco de café y miro alrededor; el lugar está repleto. Cuando la chica está de espalda los hombres la observan, estoy segura, admiran su figura. Se acercan la taza al rostro y fingen beber cuando ella está de frente. Pero un momento después se deleitan, la imaginan sin ropa y en poses casi imposibles cada vez que ella se inclina y menea las caderas, levanta el azucarero y limpia la mesa con un trapo húmedo.
A mí ya no me ven tanto el cuerpo, o no como antes, pero eso sí, aún me buscan la mirada. Su rostro es muy bello, me dijo el otro día un jovencito; no debía tener mucho más de veinte, tal vez veinticinco. A esa edad, ¿qué no me decían los hombres? Ojos de jade, cuerpo de ondina, diosa de Valhalla. En un avión, mientras su esposa vomitaba en el baño, un hombre con bigote muy fino, casi dibujado arriba del labio, se tomó la confianza, el rufián, me hundió las uñas en el brazo.
Perdoneme dijo en italiano.
Apenas viré la cabeza sentí el castigar de su aliento.
¿La incomodo?
La verdad es que no acostumbro, pero es que su cuello…
Lo observé de reojo, luego cogí una revista y la abrí, clavé la mirada en cualquier cosa.
Me desperté como cualquier día, con la boca seca y mucho calor, tuve que ir al baño a refrescarme la cara. Europa ya no es la misma, ahora los otoños son húmedos y bochornosos, sofocantes por las noches, tengo que encender el ventilador y aun así no puedo, me dan jaquecas o pesadillas, despierto encharcada en las sábanas. Hace algunos años, quince o veinte, no recuerdo, advertían del calentamiento global, de las consecuencias que podría traer el descuido, el afán de riqueza, de extraer hasta lo último, consumir sin medida. Pocas cosas cambian.
Bajé las escaleras y abrí las cortinas de la sala. Es una de las pocas cosas que disfruto, el vivir ahora en Grunewald y más en mi calle, donde casi no hay tránsito, los únicos niños que se escuchan son los nietos de la vecina a dos casas y eso muy de vez en cuando. Aquí no se acostumbra estar cerca de los padres, cada quien su vida y sus problemas. Hay que trabajar para merecer, es la lógica protestante.
En la cocina encontré todo limpio, en un orden perfecto, donde rara vez encuentro lo que busco. Vicky, la chica que me ayuda los martes y jueves se encarga de hacerme recordar que la paciencia es una virtud que se practica pero que nunca se alcanza, menos aún se domina. Vicky es de Rumania, ¿o acaso de Albania? Ahora no lo recuerdo, pero el caso es que nos hablamos en español, impecable la pronunciación, el vocabulario, para ellos es fácil, me ha dicho, un idioma que aprenden casi en paralelo con el italiano.
Lo primero que me preguntó fue:
¿Y su telenovela favorita?
Ya me he acostumbrado. Eso es lo que se conoce de México. Y lo otro, claro, pero eso está tan gastado que ni le pongo atención. Aquí también he visto droga, me la han ofrecido en fiestas o en algún club, hace tiempo, cuando todavía salía a bailar. En algunas ciudades como Paris o Bruselas, no es raro ver a chicos en la calle, incluso en el metro con el carrete de marihuana. No tienen ni dieciocho años.
La cocina es abierta, color mamey claro, con una barra donde a veces me siento a tomar café o a hojear el periódico. Por el ventanal que da al jardín entra una luz de otoño que acaricia los muros y muebles, baña mis muslos y pantorrillas cuando subo las piernas a la mesa del centro, me relajo y cierro los ojos, escucho un poco de música, Bill Evans o Toots Thielemans, y es en esos momentos que me doy cuenta de lo grato que es tener esta vida, el poder estar aquí y ocupar mis días con todo lo que el mundo tiene para ofrecer. Pero siento que lo merezco. No soy una mujer que gaste dinero en exceso, soy más bien austera, y además lo que tengo es el producto de inversiones, todas ellas con riesgos, no es de a gratis, como a muchas personas les gusta decir. Eso se lo aprendí a papá, el desdén por la indecisión. El mundo está dividido en dos, los que actúan y los que se quejan.
Ya sé lo que muchos piensan, casi puedo ver el negar de cabezas, la risotadas con sarcasmo y la pregunta que les hierve atrás de las muelas: ¿Y de dónde sacó el dinero para invertir? Pueden pensar lo que quieran, decir que es dinero robado al país, enriquecimiento a costa de un pueblo hambriento e indefenso. Díganlo, sí, díganlo diez veces más. Antes me dolía mucho, todo lo que decían de mi padre y mis tíos, las acusaciones con las venas del cuello saltadas y escupiendo saliva, siempre sus quejas sin fundamento, sin evidencia. Ahora ya no siento nada.
En la barra, junto a un florero de barro vi unas cartas. De seguro publicidad o recibos por pagar, casi todas con sobres blancos excepto una postal con una foto de Coconut Grove, en Miami, y antes de voltearla supe que era de mamá. Le gusta pasarse algunos meses allá, descansando bajo la sombra de un naranjo y conversando con el joven de Haiti que limpia la piscina, Aristide me parece que se llama, también en Houston o San Antonio, y aunque dice que extraña mucho a sus amigas del Pedregal, regresa a México solo un par de meses, más que todo por los nietos que son su gran felicidad. Todavía recuerdo lo que sufrió, las noches de lágrimas ahogadas en dos cojines japoneses, y es que le afectó mucho el divorcio, ver a papá enamorado de otra mujer. No lo esperaba tal vez, aunque a veces pienso que toda mujer, la mayoría en todo caso, puede percibir cuando un marido se queda por las razones equivocadas. Ambos se mienten y fingen en silencio noche tras noche. Aceptan una convivencia que es indolora y rutinaria. Temen perder lo que ya está perdido.
También encontré un sobre que me llamó la atención. Era de papel Manila y mi nombre estaba escrito en letras cursivas, con tinta color tabaco.
Caminé hacia la sala y me senté en el sofá junto a la ventana. Me daba curiosidad saber quién se había tomado la molestia de escribir una carta en estos días en que el correo apenas sobrevive. Era un papel doblado en tres, escrito con la misma tinta. Saqué mis gafas del estuche y leí.
Sinopsis:
1.Susana es una mujer de cincuenta y cinco años, hija de un ex-presidente de México, y vive en Berlín, 2024. No tiene hijos y se ha mudado a Alemania después de un divorcio. Lleva una buena relación con su padre, Pablo Encinas, pero prefiere vivir alejada del entorno político. Lleva una vida sosegada y placentera hasta que Efrén aparece en Berlín.
2.Efrén Pinto Sashida es hijo de padre mexicano, madre japonesa. Creció en México, y durante el sexenio presidencial de Pablo Encinas, su familia vive un apogeo económico. Luego viene la devaluación y Efrén no puede estudiar en Europa, su sueño. Su padre se ve con deudas astronómicas a la espalda, y el proyecto de viajar a Europa se hunde. La crisis le arrebata todo a la familia. Efrén estudia medicina pero nunca ejerce. Trabaja de todo y en muchos lugares, hasta que encuentra su vocación en la escritura.
En 2024 Se aproximan elecciones presidenciales en México y hay temor de que un candidato de izquierda populista, ascienda al poder. Encinas, quien se ha mantenido detrás del poder, tiene mucho que perder y postula a una sobrina como candidato de su partido. Una revista estadounidense le pide a Efrén que haga un reportaje acerca de la familia Encinas. Efrén viaja a Berlín para hablar con Susana. Es la segunda vez que sus vidas se cruzan, aunque Efrén lo recuerda y Susana no. Efrén no ha olvidado el primer encuentro.
La novela explora las relaciones familiares en distinto estratos sociales; la disonancia cognitiva, primero en Susana (ve a su padre como bondadoso e incorruptible), y en Efrén (lo que ocurrió en el sexenio de Encinas y lo que siente por Susana); el poder, cómo afecta a aquellos que lo ejercen.
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