Un día Belén decidió que no comería más pan. Lo curioso del caso es que es muy inusual encontrar a un niño al que no le guste el pan. Y más curioso todavía cuando tu nombre significa ‘Casa del Pan’, como le ocurría a ella. ¿Se han encontrado alguna vez un pastelero al que no le guste el chocolate? ¿Un payaso triste? ¿Un escritor que no lee? Su padre trató de explicárselo por activa y por pasiva, pero no había forma. Él que sí y Belén que no. Así que decidió pasar a la acción. Convencerla contándole cada día un cuento sobre pan. Cada día, uno mejor.

El primer día le contó ‘Pulgarcito’, un cuento con mucha miga. Las migas que este niño tan pequeño como el dedo gordo tiró para no perderse en el bosque y encontrar fácilmente el camino de regreso a casa. Con lo que no contaba es que los pájaros se las fueran a comer y borrar su rastro. Y ahí empezaron sus tribulaciones y las de sus seis hermanos. Belén escuchó con ojos bien abiertos el relato de su papá: como los siete chiquillos se libraron del malvado ogro, como el pequeño Pulgarcito se las ingenió para robarle las botas de Siete Leguas y como engañó a su esposa para que le diera una bolsa llena de monedas de oro. Así salvó a su familia de la miseria en la que vivía. Belén siguió muy atenta el relato… y también siguió en sus trece.

Llegó el segundo día. Tocaba ‘Hansel y Gretel’. Estos dos hermanos debían conocer la historia de Pulgarcito, pensó Belén, porque hicieron algo parecido. Como su familia era muy pobre, los dos quisieron ayudar y se adentraron en el bosque en busca de comida. Con las migas de un mendrugo de pan seco, que era todo lo que tenían para alimentarse, Hansel marcó el camino de regreso a casa. Los pájaros lo ‘borraron’, los niños se perdieron y ahí empezó el lío. Un embrollo de narices con una bruja que tenía una casa riquísima, de chocolate, turrón, caramelo, pan, hojaldre… a la que ellos no pudieron resistirse. La que siguió resistiéndose fue Belén, que palpitó con esta historia tan emocionante, pero sin llevarse un bocado de pan a la boca.

Así que, al tercer día, su papá trató de enternecerla. Y como dicen que la música amansa a las fieras y él cantaba muy bien -como todos los papás y mamás del mundo-, le cantó ‘Migas de Pan’. Esta canción de la película ‘Mary Poppins’ cuenta la historia de una pobre mujer que, a la sombra de un templo, vendía migas de pan a los viandantes para que dieran de comer a los “polluelos hambrientos”. “Otra vez los pájaros, ¡qué pesados!”, es lo que espetó Belén a un papá al borde de la emoción… ¡y de la desesperación!

“¡Esta chica se me va a quedar en nada!”, pensaba para sus adentros. Se le empezaban a acabar los recursos… y los cuentos. Y ya iban por el cuarto día. Decidió llevar a su hija por tierras exóticas, a ver si evadiéndola, la convencía. Y le relató ‘El árbol del pan’, que cuenta la historia de un anciano que vivía en una choza con su hijo, su criado y su perro. Sólo tenía cuatro hogazas de pan para alimentarse durante la temporada de las lluvias torrenciales. Una noche de tormenta, llamó a su puerta un mendigo. El anciano, que tenía un corazón de oro, le dio su pan. “Está más necesitado que yo”, argumentó. El pobre volvió a los pocos días y entonces el anciano le dio la hogaza de su criado. Regresó y le dio la de su hijo. Y, por último, le entregó la de su perro. Entonces, sucedió el milagro. Sus sucios ropajes cayeron y el mendigo se envolvió en luz. Era el dios Brahma, que le entregó al criado una semilla para que la sembrase su amo. El anciano subió a una colina, la plantó y de la semilla brotó un tronco fuerte. Y entre las ramas aparecieron cuatro grandes frutos que parecían cuatro grandes panes. Como un don de Brahma, nació en la India el primer árbol del Pan. “Tengo hambre” fue todo lo que dijo Belén, que se dio media vuelta en la cama y empezó a dormir. Y quizá a pensar en el caritativo gesto del anciano. Y su papá empezó a ver la luz, como si también a él se le hubiera aparecido Brahma.

Y llegó el quinto día. Y el quinto cuento, ‘El panadero de las montañas’, que elaboraba un pan delicioso, pero muy caro. Tanto, que un día llamó a su puerta una mujer con su niña hambrienta y ella tuvo que decirle que no, muy a su pesar, porque no podía pagarlo. Finalmente, conmovido, le regaló una pequeña hogaza quemada, que la niña comió con tal sonrisa de satisfacción que al panadero se le quedó grabada para siempre en sus recuerdos. Pasados muchos años, la niña volvió convertida en una jovencita acompañada por dos niños huérfanos a los que quería dar a probar aquel pan tan rico, el mejor pan del mundo. Llevaba todo el dinero que había ahorrado en agradecimiento a su gesto, pero el panadero no lo aceptó y esta vez le regaló una hogaza recién salida del horno. Los tres la recibieron con una enorme sonrisa, la más hermosa que había visto en su vida. Y desde ese día, el panadero vendió el pan a un precio asequible y abrió su tienda a todo el mundo. Sólo pidió a cambio que compartiesen con él los sentimientos que les transmitía el primer mordisco que daban.

-Yo también quiero –dijo Belén-.

-¿Qué, hija? ¿Comer pan? –respondió su padre, esperanzado-.

-No. No sólo eso. Hacer el mejor pan del mundo. Hagamos pan los dos juntos.

-De acuerdo. Pero luego lo comerás y compartirás conmigo los sentimientos que te transmite ese primer bocado.

Y su padre sonrió, y Belén sonrió y el resto de la historia se la pueden imaginar. Belén se hizo mayor y sus manos amasan hoy los panes que despiertan las sonrisas.

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