Opino que los abismales dichos sobre el final humano no pueden concebirse de manera más errónea. Insisto: he visto a los querubines descender en el vasto fuego, y sus plumas se han inclinado hacia los confines rocosos del infierno. Dichosas están sus alas, sueltas y sublimes, sometidas a la llama última del deseo.
También he observado, con eficacia y magnitud, a los seres rojizos, esclavos de las nubes, atarse de pies y manos al paraíso de los cielos. Malditos estaban, sus cuerpos bordados por cadenas, mientras los ángeles gozaban del ardor; otra arpa emitía el sonido del flagelo para toda una legión demoníaca.
Las estructuras se habían quebrantado, y me repetía en la conciencia: ¿acaso no es esa la verdadera voluntad de las cosas? ¿No aprenderá el ángel mediante la consecuencia de absorber el sabor de la labia maldita que se bifurca en los rincones del calor? ¿No comprenderá, por mano propia, el verdadero peso de los clavos de su redentor y la resonancia de los inauditos gritos mundanos?
Pero, ¿se encontrará acaso con un escenario bíblico, o descubrirá entonces que el infierno no es más que un escenario construido por el terror? Pero no cualquier terror, sino el horror de la culpa y la gratificación de indagar en un lugar donde ardan los huesos cuando simplemente salga a la luz la condición humana más común y grandilocuente: el error, tan importante de cometer como lo es transmutarlo.
Sin embargo, ¿Qué sabrá también el demonio de otros colores y texturas que no sean su rincón neblinoso, percibido en su totalidad por nuestro lente como algo absolutamente opaco? Pero a ojos del verdadero habitante, el infierno es un lugar como tantos, donde se aprende, siendo un escenario para nada absoluto, simplemente variable según quien lo contemple.
El diablo, por sabio, aprenderá que todo cielo, con sus artilugios de calma y abrigo, es también un lugar multifacético e indefinible. No puede mencionar la paz y la finitud del paraíso si nunca estuvo sentado a la derecha de Dios, si su pensamiento está ocupado por un aforismo: el de pensar que será bruscamente hostigado. ¿Y qué sabrá entonces sobre el creador universal si no reposa cercanamente en su mesa, si no se entrelaza en la óptica de sus ideas, si al alba no osa preguntar sobre aquel castigo eterno?
Nada me parece tan absoluto como para llamarlo bueno o malo, trascendente o insuficiente. El otro siempre es un personaje idealizado en un extremo, celestial o profano, pero nunca la suma posible de ambos.
Pero hoy, ahora, todo espacio y concepto depende inevitablemente de la conciencia de quien lea, y de aquello en lo que optamos por creer para calmarla. Si quiere morir llanamente seguro en su lecho, sin el más mínimo replanteamiento de posibles culpas, con la esperanza de una presunta venganza kármica hacia otro, más le vale creer entonces en el final místico de las cosas.
Sin embargo, si va a obrar conforme a su visión, no olvide que realizar tareas banales por el bien externo no garantiza la ausencia de un infierno interno. Nada lo convierte en un aliado absoluto y determinante del bando contrario.
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