Tengo que confesar que me habría gustado hacerle una lobotomía y ver qué tenía en la cabeza. Habría sido maravilloso poder estirarle los meandros de los sesos, como una cinta fílmica, ver cuadro a cuadro el crecimiento de esta Babel de historias y luego empezar mi crónica diciendo: “Esta es la verdadera y triste historia de Mario Arteaga. De los libros y líos en que se vio envuelto y de cómo no se desenvolvió”. Pero Arteaga ya no habla y él era la única persona que habría podido contarla desde el inicio, porque empezó en su cabeza. Por lo demás, he oído varias versiones de las personas que lo acompañaron y le fueron más cercanas durante los años que estuvo encerrado hablando, pero no sé por cuál decantarme. Cualquiera de esas versiones es igualmente probable porque lo que derivó es imposible.
Un par de antiguos compañeros de trabajo, de cuando tenía unos treintainueve años, poco más o menos, me dijeron que lo recordaban como un buen tipo. Alto, delgado y calvo, un poco ansioso pero en apariencia tranquilo, esas calmas que amenazan siempre con hacer agua. Nunca hablaba más de lo necesario y tampoco tenía el hábito de decir pendejadas. Sus amigos íntimos eran de otras partes, pero por norma general iba a las parrandas de los profesores. No bailaba si no estaba borracho, pero siempre se mostraba dispuesto a contribuir a tan noble causa. Supe que una vez habían llevado mezcal del que tiene un gusanito y compitieron por él contándose historias de despecho. Mario ganó; dicen que contó la historia de sus padres; una historia que por poco hace llorar al gusano mismo. Quedó fuera de combate hasta las 12 del día siguiente y amaneció en la misma silla donde se lo comió. Cuando renunció, al despedirse el último día, les confesó que la historia la había leído en un periódico antiguo, de 1950, y que su madre lo había criado sola porque su padre se había muerto de peritonitis cuando Mario tenía 6 años. “Malparido”, concluyó con una sonrisa el que me lo contó.
El detalle del periódico no es menor. Arteaga no conocía esa historia porque se hubiera encontrado el recorte en casa de su abuela ni guardado adentro de un libro en una librería de viejo. Arteaga era profesor de historia de Colombia y el tipo daba clase entregándole a sus estudiantes noticias de las épocas que estaban viendo. Según él, eso ayudaba a que sus estudiantes se imaginaran mejor el momento y se encariñaran con la materia. No solamente les llevaba recortes sobre masacres o las caídas del café en la bolsa, sino también notas que decían cosas como que, según una prestigiosa universidad estadounidense, para el año 2000 estaríamos cultivando trigo en la Luna.
Arteaga empezó a enseñar a los 23 años, recién graduado de la Javeriana, y durante los quince años que estuvo trabajando como profesor fue a la biblioteca a revisar archivos. La última novia que se le conoció, Natalia López, una saxofonista, me contó que cuando empezó su vida docente iba a la biblioteca todas las semanas, a veces incluso dos veces, una a mediados de semana y la otra el sábado. Cuando se conocieron, Mario ya llevaba seis años en esa tarea y no tenía afán por encontrar con qué alimentar a sus estudiantes, así que iba una vez cada quince días o una vez al mes si estaba en época de exámenes. Era un hombre de hábitos, juicioso, yo no habría sido capaz de sostener esa gracia durante tanto tiempo.
A Natalia le parecía encantador el asunto de los periódicos; fue suya la idea de grabar las historias que Arteaga le contaba. Cuando Natalia no tenía toque y podían verse en casa de alguno, se sentaban con una botella de vino y una grabadora de esas de casetes pequeños. Mario le contaba historias de los recortes que encontraba y jugaban a seguir desarrollando el cuento más allá de la nota periodística y eso también quedaba grabado.
Algunas de las historias con que jugaron, él las transcribió, editó y reescribió, y poco a poco fue empezando a publicar: dos amantes fingen su suicidio en el salto del Tequendama y escapan a Panamá; luego son encarcelados, acusados de poligamia. Un hombre muere corneado en un ascensor. Halan un edificio hasta mudarlo de cuadra. Candidato a la alcaldía de Bogotá propone enmarquesinar toda la ciudad (en su cuento lo logra, pero la marquesina sucumbe aplastada por una granizada de proporciones bíblicas).
De todos los cuentos que Arteaga escribió por esa época, su favorito era uno basado en la historia de la cerámica Alzate: a mediados del siglo XIX (por 1840), una familia paisa, los Alzate, decidió aprovechar el auge de la guaquería para producir sus propias cerámicas, que luego enterraban y desenterraban en compañía de turistas y coleccionistas, como si se tratase de auténticos hallazgos arqueológicos.
El negocio familiar prosperó durante dos generaciones y sus singulares cerámicas llegaron a decenas de colecciones privadas y museísticas, especialmente en Europa y Norteamérica, hasta que en 1912 llegó el desastre luego de que dos antropólogos de alto coturno, el doctor Sele y el profesor von Der Stein, denunciaran la falsedad de las piezas en el Primer Congreso Internacional de Etnología y Etnografía, celebrado en Neuchâtel, Suiza.
La ruina sobrevino en Pascual, Luis y Miguel Alzate, quienes habían heredado la técnica y sus secretos de don Julián, su padre. Luis se alcoholizó, Miguel pasó sus últimos días escondido, mantenido por la panadería casera que su esposa e hijas montaron para vadear los días de penurias y Pascual, que no soportaba la humillación ni el daño al buen nombre de su padre, se hundió en un mutismo del que no salió ya nunca más.
El cuento de Arteaga continúa en 1988, cuando Kenneth Johnson, un policía gringo de 34 años, recibió un correo de Heaven’s Gate, una secta que creía en alienígenas y por entonces se conocía como Human Individual Metamorphosis. Johnson llevaba los últimos tres años involucrado en una fraternidad New Age, pero recientemente se había fracturado su confianza en la nueva Era de Acuario, con sus promesas de paz, bienestar y armonía, en medio de un mundo agobiado por la amenaza comunista. A partir de ahí, Johnson empezó a leer la literatura cristiana y ufóloga que la secta recomendaba, para acabar uniéndose brevemente a ella seis meses después. No duró mucho, fundamentalmente porque al ingresar se enamoró de una muchacha que conoció allí y ambos decidieron que preferían posponer su ascenso al espacio sideral guiados por alienígenas superiores, que llevar el régimen ascético que imponían a sus seguidores.
El romance duró seis años; fueron novios durante cuatro años y medio y luego pensaron que sería buena idea irse a vivir juntos, formar familia, pero simplemente no se soportaron cobijados cada día bajo el mismo techo. Cuando todo acabó, Johnson volvió a sentirse perdido y retomó la lectura de textos cristianos, New Age y ufólogos. Retomó contacto con algunas de sus amistades New Age de seis años atrás, pero no quiso volver a las reuniones de la fraternidad. Sentía que algo le hacía falta y no era eso.
En 1996 recibió un mensaje de Heaven’s Gate en la puerta de su casa. Le informaban de la venida del cometa Hale-Boop, que usarían como nave para escapar de la Tierra y reencontrarse con Bonnie Nettles, la cofundadora de la secta, muerta de cáncer en un ojo once años atrás. Johnson no conoció a Nettles, de modo que el encuentro con ella no le atraía tanto, pese a que durante el tiempo que hizo parte de Human Individual Metamorphosis le hablaron tanto de ella que sentía que los unía una suerte de familiaridad. Y decidió no buscarlos, pero dejó el VHS al lado del televisor y lo veía con frecuencia por las noches en que no tenía turno, mientras cenaba solo. Cuatro meses después llegó un segundo video y aunque no quiso visitarlos, pese a que estaban viviendo a unas pocas horas por carretera, sí empezó a mandarles cartas. Johnson sentía, y se convenció cada vez más, que su problema, literalmente, no era de este mundo. Algo absurdo y estúpido había en esta forma de vida, donde cometemos las mismas tonterías una y otra vez, condenados a repetirlas eternamente, ora nosotros mismos, ora los otros. Unas veces por ignorancia, otras por accidente y torpeza, otras por maldad, la mayoría de las veces por franca imbecilidad.
Las cartas siguieron yendo y viniendo desde Rancho Santa Fe y cada vez con más urgencia le decían a Johnson que se apurara a acompañarlos, porque la proximidad del Hale-Boop era inminente y no había certeza de que hubiera otra oportunidad así. En octubre del 96 llegó el ultimátum: “Es ahora o nunca. Vamos a cerrar puertas definitivamente”, decía el comunicado. Johnson lo dejó cuidadosamente centrado en la mesita de la sala antes de salir esa noche a trabajar. Durante toda la semana siguiente sintió que la carta lo miraba inquisitivamente, pero no llegaba a sacar su maleta y empacar cosas, ni a responderla tan siquiera. Siete días después de la llegada de la carta participó en un allanamiento en una casa de crack y entre las nubes de los junkies, el polvo levantado y la penumbra de la clandestinidad, vio una figura que llamó su atención como si lo estuviera halando de la manzana de Adán. Toda de tierra negra, su cuerpo era como el de un hipopótamo sentado recto sobre los cuartos traseros, con las manos descansando sobre el vientre mientras estiraba su larguísimo cuello, del que sobresalía una aleta dorsal, para acercar la cara a él y mirarlo a los ojos. Johnson cumplió con sus tareas de policía con la única desviación de llevarse la pieza sin hablar del asunto a nadie. Al día siguiente renunció al trabajo y volvió a Heaven’s Gate.
Su hallazgo despertó toda clase de reacciones en la secta. Aunque algunos lo descartaron como un desacierto, especialmente Marshall Applewhite, el líder, hubo otros que también lo interpretaron como un llamado directo de los alienígenas superiores. Los demás no supieron qué decirle salvo que, de cualquier modo, se alegraban de que se hubiera decidido a abandonar la Tierra con ellos.
Desde entonces la entrega de Johnson a Heaven’s Gate fue absoluta y se dedicó en cuerpo y alma a preparar el suicidio de todos. En febrero de 1997 se dejó castrar, al igual que varios compañeros más, pues era uno de los últimos pasos que faltaba, y el 26 de marzo lo encontraron muerto, con 38 personas más, por una sobredosis de fenobarbital con jugo de manzana y vodka, abrazado a una cerámica Alzate.
Fue por esa época que Mario encontró la historia de los sordos. 1973, tres sordos fueron capturados por el asesinato de nueve taxistas. La historia obsesionó: uno de los sordos (el mayor) era el que los ahorcaba desde el asiento de atrás y siempre se llevaba un souvenir de cada asesinato. Lo hacía porque odiaba a los taxistas y por el placer que le procuraba matar. Los otros dos se quedaban con el producido del día del taxista muerto y lo hacían porque querían casarse y estaban ahorrando para la boda. Nunca llegaron a hacerlo: los capturaron la noche que salieron a robar el dinero para la luna de miel.
Arteaga barrió todos los periódicos de la época, investigó sobre la llegada de la lengua de señas a Colombia, por medio de algún contacto de un primo consiguió las declaraciones de ellos ante la Fiscalía y los resultados de las necropsias realizadas por Medicina Legal. Hizo que Natalia lo acompañara a un viaje de campo a Topaipí, de donde era oriundo el mayor de los sordos, que para comprender mejor quién era él. Buscó la casa en que vivieron, en lo que luego sería la Calle del Cartucho, y buscó registros gráficos de cómo eran las calles en que el novio trabajaba como embolador. Intentó encontrarlos en la cárcel para entrevistarlos, pero no lo logró. Se imaginó que ya habrían muerto.
Natalia escuchó y grabó religiosamente sus pesquisas sobre los sordos, pero poco a poco el tema la fue hartando y eventualmente se negó a continuar con el juego y de paso también con el noviazgo. Citó a Arteaga a La Florida, el mismo cafetín en que sus sordos se reunían a hacer planes, y sobre la mesa le dejó todas las cintas y la grabadora, eso fue todo. Sólo volvió a saber de él años más tarde, por los noticieros.
Arteaga pasó la tusa concentrándose en escribir lo que sería su primera novela. Al final la publicó la editorial de un amigo del pregrado, Eduardo Pinzón, cofinanciada entre los dos. El tiraje fue de cien ejemplares que distribuyeron ellos mismos, muchas veces caminando, como evangélicos predicando la Palabra.
Pero esto es todo lo que podría contar como crónica. Aquí se acaba el periodismo.
Y empieza la ficción.
Sinopsis
La lectura es un diálogo. Incluso un diálogo con los muertos, como dice un famoso poema de Quevedo quien nos cuenta que los escucha con los ojos y éstos “en músicos callados contrapuntos/ al sueño de la vida hablan despiertos”; ¿pero, qué pasaría si este diálogo también pudiera darse en la vía inversa?, ¿si los escritores, a través de sus libros, pudieran escuchar a sus lectores?
En esta novela, un escritor se da cuenta de que empieza a percibir las vidas de sus lectores a medida que éstos se involucran con el primer libro que publica. Al inicio piensa que se está enloqueciendo, lo que tal vez sea cierto, pero luego entiende que tiene a su alcance muchísimo material para escribir. Y eso hace. Empieza a desarrollar un sistema para trabajar simultáneamente en libros de diversos géneros, que piensa publicar con seudónimos (porque no es creíble que una misma persona escriba tantas cosas), pero pronto se ve desbordado y contrata un asistente que le ayude a revisar la coherencia y calidad de los textos. A medida que sus lectores aumentan, intenta escribir más, pero ya (físicamente) no puede seguir el ritmo de las visiones que tiene, así que contrata más personas que trabajen con él en lo que poco a poco empieza a tomar tintes de secta religiosa. Entre tanto, el autor (que no hace más que comer y hablar) engorda y alcanza proporciones mastodónticas, más de león marino u oruga gigante que de ser humano.
Así viven durante varios años, en una comunidad sólida, coordinada por el editor, hasta que suceden dos cosas que interrumpen su cotidianidad: una cena inoportuna y la infiltración de una periodista.
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