En las fauces del diablo.

En las fauces del diablo.

Ricardo Ruiz.

01/04/2018

La santera escupía el brebaje en el cuerpo desnudo de Flora con rabia, sin miramientos; en una mano sostenía la botella que llevaba a su boca para inundarla de un pantanoso líquido negruzco, que más parecía una sopa de alquitrán, que el mítico e infalible remedio de amores de la renombrada bruja Yamile; y en la otra, empuñaba un racimo de ruda, boldo y anamú, con el que golpeaba el delicado cuerpo de la quinceañera; cuerpo de muñequita en porcelana, de piel pálida como hielo seco.

Solo se escuchaba el estribillo incesante de la bruja…«Onyá, Elekuá, Babalao» después de cada golpe y escupitajo. El antro se llenó de un olor nauseabundo, a leche rancia, a podrido.

Flora mataba sus arcadas vomitivas apretando sus manos al banquito de madera donde permanecía sentada y distrayendo el revoltijo de su estómago repasando con sus felinos ojos verdes los objetos regados en la mesa, las paredes y el suelo. Partes de animales envasadas en vidrio, puñadosde tierra de diversos colores, canastillas con insectos, figuras de tela y madera con apariencia de humanos deformes. Era el tercer día del ritual. Ingenua, recorría el laberinto de un ocultismo peligroso; estaba envuelta en una orgía de lo macabro.

La joven tuvo que tapar la boca con su mano logrando así evitar el vómito, mientras Yamile repitió por última vez «Onyá, Elekuá, Babalao» para luego agregar…

―Párese muchacha y séquese con este trapo. ―Al tiempo que le entregaba un toallón.

―¿Ya me puedo vestir? ―preguntó tímidamente Flora.

―Primero úntese estas gotas de quereme en la vagina y las axilas. ―dijo autoritaria, mandona, con voz profunda y rasposa en acento cubano la santera, alcanzándole el cuentagotas.

La bruja Yamile era una negra baja y gruesa, de caderas inmensas y pechos abundantes, ya pasaba los cincuenta; había llegado de la Habana veintiocho años atrás, huyendo de la inminente victoria de los barbados en la isla. Siempre vestía punto en blanco, con camisones y polleras largas que apenas dejaban ver sus pies descalzos. Era tan burda y agria como el olor de sus potajes.

Flora se vistió con prisa el uniforme de la escuela, meneando su cabello negro y ensortijado que casi llegaba a la cintura, respiró profundo, colmada de un halo de certidumbre. «Lo que sea por amor» pensó.

―Con esto Héctor será mío ¿verdad? ―inquirió la quinceañera con su vocecita de niñata.

―¡Claro que no muchacha!―contestó la bruja haciendo una mueca fastidiosa y casi gritando―. Ya le dije que la atadura la cierro esta noche con la foto; ¡y me trae los pesos que faltan o no respondo por el trabajo, a mí nadie me queda debiendo!

―Mañana le traigo el resto doña Yamile ―repuso nerviosamente Flora ya saliendo del cuarto.

Su amiga Laura después de recomendarla con la bruja, la esperaba ansiosa en el salón contiguo. Salieron procurando no ser observadas, aferradas del brazo en medio de risitas picaronas por la puerta trasera que daba a un patio diminuto y polvoroso, encerrado por latones oxidados que hacían las veces de cerco; no era conveniente que las lenguas venenosas del barrio llegaran con sus cotilleos ulcerantes a oídos de Hortensia, la madre de Flora.

A paso presuroso bajaron por «la loma», la calle central, aún arenosa, de la comuna; una barriada humilde que hace veinte años, en el sesenta y cinco, contaba con doce caseríos y hoy supera los cien. Los desplazados, los pobres, los olvidados se tomaron la ladera de esa montaña bogotana con sangre, formando el ahora conocido barrio la pintada. Una simple junta de casitas maquilladas en tonos alegres, que a lo lejos parecen sobrepuestas cual castillo de naipes gigantes y tornasolados desparramados desde la cima en un collage multicolor; «ejemplo que la pobreza también es vanidosa».

―Esta bruja, ¿si será efectiva? ―susurro Flora.

―Si te digo que es buena, es buena ¡pendeja! ―dijo Laura, su incondicional desde los seis años; una morena baja, delgada, de pelo corto y gafas rojas que no escondían sus muchas pecas amarillas, dueña de un carácter lleno de altanería, osadía y descaro.

―Mi tía me contó ―continuó Laura en su desparpajo y verborrea habitual― que hace unos días luego de estar muy enferma, fue a consultar a la bruja Yamile y después del rito, le dio a beber un líquido oscuro, baboso, que olía a orines, en unos minutos tuvo que vomitar en un tinaco. ¡De adentro le salieron dos sapos tan grandes como estos dedos! ―mostrándole la mano―, a mi tía le hicieron un maleficio y debe hacer unas limpias. ¡Esta bruja es de verdad, verdad!

―Entonces Héctor se va a enamorar de mí como un loco ―repuso Flora esperanzada mientras seguían caminando.

―En tres días lo tienes a tus pies.

Se despidieron frente a la casa de Flora, ubicada en la parte baja de la montaña. Fue una de las primeras casas del barrio, de ladrillo descubierto, tres pequeñas alcobas, cocina y un baño, ventanales maltratados por el agua de un rojo encendido al igual que la puerta.

Entró despacio, en silencio, su madre enfurecía si era despertada. Dormía las mañanas y tardes enteras, trabajaba en las noches envuelta en lentejuelas, minifalda y tacón, desfilando en la calle octava del centro de la ciudad su figura firme, aún deseable a pesar de pisar los cuarenta. Hacía once años que Gabriel, el padre de sus dos hijos, había partido a Muzo (Boyacá) en medio de la fiebre esmeraldífera buscando una veta milagrosa que le permitiera bañarse de embrujo verde; ya eran más de mil ochocientos días desde la última carta con dinero. Nunca supo más de él. Parecía que a Gabriel, se lo hubiese tragado una mina.

Flora se enclaustró en su alcoba a hurtadillas velando que su madre no escuchara una mosca; se derrumbó sobre la cama para ensoñar despierta, para nadar entre suspiros de amor juvenil. Héctor fue enfermedad, una astilla enquistada en el pecho, amor erótico, de deseo; febril sudor de pasión y desenfreno que la contagió para no soltarla. Recreaba fotogramas de sus manos, alargadas y blancas como las suyas, de sus ojos oscuros cobijados por unas pobladas cejas tan azabaches como su cabello corto y su barba de tres días.

Hasta su encuentro unas semanas atrás, jamás había sentido las hormigas en la panza, el calor y la humedad en su sexo, el brioso despertar de sus pezones, el ardor lujurioso de las venas exudándole la piel.

Flora lo vio por primera vez en la misa del domingo, para su madre era infaltable que ella y Andrés, su hermano; la acompañaran devotamente a la iglesia, «porque a diferencia del cuerpo, a el alma no se le quita la mugre con agua y jabón», les repetía en cantaleta.

Héctor limpiaba los ciriales y al verlo, Flora no supo de sermón o de liturgia; solo le interesó escuchar a doña Magola, «la chismosa del barrio» comentar a sus cercanos que aquél joven era el sobrino del párroco y su nuevo sacristán.

No pudo esconder el fuego en sus mejillas cuando estuvieron cerca; sus muslos temblaron ante la mirada tímida y fugaz de Héctor después que sus manos se rozaron en la complicidad de las limosnas.

Así cayó víctima en la agonía de tenerle, se descubrió animal, hija de la lujuria, capaz de vender el alma al diablo para que fuera suyo.

La oscuridad fue aplastando las horas; Flora dejó de viajar por su mundo de imaginación pasional y se preparó a dormir, sabía que la bruja Yamile haría el amarre esa noche y se sintió aliviada. Salió de su alcoba escabulléndose en las sombras para robar unos cuantos pesos del bolso de su madre antes que fuera a trabajar.

Al regresar a su cuarto se enfundó en la cama como gata retozona esperando soñar como en los últimos días, con la humedad de aquella boca recorriendo cada atajo, embargando su piel y adueñándose de una virginidad que ya empezaba a estorbarle.

Un aire gélido se apoderó de la alcoba cuando el reloj marcó las tres de la madrugada, el cortante frio agujereo sus huesos arrancándola poco a poco del ensueño. Una sensación extraña le impidió abrir los ojos bajo las delgadas cobijas obligándola a no despertar del todo. Era miedo, del más puro, del feroz, ese miedo que clava sus dientes para marcar. Era la certeza de saberse observada; había una presencia en la alcoba.

El frio continuó su doloroso recorrido de los talones a la nuca erizándole la piel, paralizando sus músculos. Sintió un peso enorme posarse sobre la cama junto a sus pies y allí el ritmo frenético del corazón explotó en sus oídos buscando escapar del terror y de la angustia. Luego, muy despacio, el roce sutil en los tobillos de lo que le pareció una mano yerta, huesuda, la empujó a gritar hasta casi desgarrar la garganta pero su lengua hinchada ahogaba sus clamores de auxilio, permitiéndole únicamente emitir de su boca unos quejidos lacerantes, como sonidos agónicos deanimal herido que la empujaban aún más al paroxismo del horror.

Su cuerpo colapsaba, el aire escapaba a sus pulmones. Flora boqueaba víctima del pánico cuando el destello de la luz del cuarto atravesó sus parpados liberándola del calvario, dejándole brincar de la cama bañada en un llanto tan incontrolable y desolador como el temblor de su cuerpo.

Sus lamentos suplicantes habían despertado a su hermano y este encendió la bombilla al irrumpir en la alcoba. Flora se lanzó a sus brazos.

―¡¿Qué carajos pasó?!―preguntó Andrés.

―¡¡Algo se apareció en el cuarto!!…¡¡Fue una mierda horrible!!…¡Me asustaron Andrés!…¡Fue horrible!…¡Horrible! ― Repetía sollozante.

―Solo fue una pesadilla… ¡Respira!, por favor, ¡respira!

La calma retorno en la casa de los Castro, cuando Andrés permitió a Flora dormir en su alcoba por el resto de la noche.

Al despertar con la cálida visita del sol, no encontró junto a ella a su hermano. Andrés era un joven extraño para su edad, cuatro años mayor que Flora, callado, insociable, hermético, solitario. Trabajaba desde chico en un taller de lutier a las afueras del barrio; era la adoración de Hortensia, el niño de sus ojos.

La soledad de la casa la golpeó de repente, los tenebrosos recuerdos de la noche aparecieron para inquietarla; una psicosis incipiente floreció en su cabeza llevándola a mirar sobre sus hombros cada tanto. Apresurada vistió el uniforme escolar, tomó su mochila rosada y escapó de aquel silencio buscando en el bullicio de la calle un refugio que la alejara del miedo.

Como cada mañana se juntó con Laura en la pared posterior de la escuela para fumar un cigarrillo; era un muro medianamente alto de un blanco casi imperceptible, convertido en lienzo de enamorados, humoristas obscenos y aspirantes a artistas que lo llenaban de grafitis sin piedad, «otorgándole cierto aire de belleza».

―Pasé una noche perros, ¡inmunda!, amiga ―dijo Flora como saludo para luego narrar con lujo de detalles su terror nocturno.

Laura, extrañamente escondió sus pensamientos; se limitó a fumar y decir un simple:

―¡No hables más de eso, que me da escalofrío!

La escuela terminó al mediodía; las amigas se dirigieron a la casona de Yamile. Flora comía ansias para saber del amarre; deseaba oír de un destino fijado, de un camino pasional sin retorno; que aquel joven era suyo, solo suyo. Necesitaba que los labios de la santera calmaran los calores de mujer hambrienta de amor con un, «todo está sellado», «no hay vuelta de hoja», «será amor correspondido».

Esperaron que la «loma» estuviera desierta para colarse en el patio trasero de la casa. Flora tragó saliva al pensar en la paliza que su madre le propinaría con la mera sospecha de creerla próxima a la hechicería, a los quehaceres del diablo.

Al acercarse se escucharon quedos los conjuros de la bruja; quien al oír los golpes en la puerta dijo en un grito seco.

―¡¡Estoy con un cliente!!

Flora y Laura temblaron ante el tono de la negra. La puerta se abrió unos minutos después, en el rostro de Yamile se leía que era un mal día. El aroma; el de siempre, añoso, casi putrefacto, parecía alojarse en la tráquea.

―Vengo a preguntarle por mi encargo doña Yamile ―dijo timorata Flora.

―El entierro ya quedó, hasta le hice doble amarre, espere unos días niña y sabrá como soy de efectiva, ―respondió de manera más amable la santera mientras buscaba una silla.

―¡Muchas gracias doña Yamile! ¿Entonces no es necesario nada más?

―Faltan las protecciones, pero pronto las tengo listas; ¿me trajo mi plata cierto?

Flora le mostró unos billetes agregando casi a media lengua.

―Le conseguí la mitad… en unos días traigo el resto… ¿si doña…?

La furia de la bruja retumbó en las paredes; los improperios que vociferaba no eran tan terribles como sus ojos negros que lanzaban candela.

―¡¡Mocosa hija de… cree que trabajo por limosnas!! ―profería mientras le arrebataba los billetes― ¡Se larga y por aquí no vuelva! ¡Si sabe lo que le conviene!

Tan pálidas y nerviosas huyeron de la casa que no se percataron de doña Magola, quien atenta por los gritos, las vio salir del patio despavoridas.

Reposaron el cuerpo mientras cumplían con la rutina que habían adquirido hacía un mes. Bajaron por la «loma» y llegaron a sentarse frente a una de las tres mesitas exteriores de la panadería «el trigal», una modesta cafetería que impregnaba el aroma de pan recién horneado en las cercanías. Estaba ubicada unos cuantos metros arriba de la iglesia y desde allí; las amigas observaban a diario el ensayo del grupo musical que Héctor formaba con un puñado de niños del barrio. Hace poco Flora dejo de conformarse con contemplarlo a la distancia y decidió fotografiarle, no le fue suficiente mirarlo por unas horas, ni aquellos encuentros lejanos envueltos en la muchedumbre de la misa de domingo. Unas imágenes le bastaron para sentirlo cerca.

Los minutos pasaron en la tertulia vigilante y en un descuido, en un parpadeo; sintió el corazón salir del pecho al verlo caminar hacia ella. Cuando Héctor entró al cafetín, Flora clavo la mirada al suelo pretendiendo ocultar el rubor de su rostro; los segundos le parecieron eternos, recordó que a diferencia de sus sueños jamás cruzaron palabra alguna, imaginó que quizá ni recordaría haberla visto en la iglesia, había planeado un primer encuentro muy distinto, pero ahora estaba allí; ¡a pasos contados!

El alivio se asomó por un instante mientras Héctor se alejaba…

―¡Disculpa!―dijo Laura intempestiva y risueña― ¿tú eres el nuevo sacristán?

―Si… soy yo―contestó dándose la vuelta.

―Lamento molestarte; es que queremos darte la bienvenida al barrio, me llamo Laura, ¿nos aceptas un café?

Flora le lanzo una mirada a su amiga preguntándole con los ojos, « ¿qué diablos estaba haciendo?».

SINOPSIS: Presa de un primer amor casi enfermizo, la joven Flora se adentra en el peligroso mundo de la magia negra, sin calcular el doloroso camino que deberá transitar por aquella decisión. Ambientada en un barrio humilde de la Bogotá de los ochenta; la historia pretende ser una telaraña tenebrosa donde se cruzan amor, familia y ocultismo.

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