Trece de abril a tres bandas

Trece de abril a tres bandas

Laura Bermejo

01/04/2018

1.

Ricardo a través de la ventana

Ricardo Eliécer Neftalí Reyes. Sí, ese es el verdadero nombre de Pablo Neruda. Yo también soy Ricardo y también Reyes. Mi padre, Francisco Reyes se casó con mi madre, Mercedes Ibarra, en tiempos inmemoriales y ella, que era maestra de escuela, celebró el apellido de su marido poniéndome el nombre de su poeta preferido.

Pero es que aparte de este juego onomástico, y esto es mucho más asombroso, nací el 23 de septiembre de 1973, el mismo día que falleció el premio nobel. Con estas coordenadas, es comprensible, tuve que escuchar durante toda mi infancia, de boca de mi madre, que yo era la “purita reencarnación del poeta chileno” y que había heredado el espíritu del mejor hombre de la tierra. Yo por entonces creía que el mejor hombre de la tierra era mi padre, pero por no contradecir las palabras maternas empecé a leer textos de aquél que se llamaba como yo para saber por qué lo amaba tanto. Y fue así como me convertí en un voraz lector y descubrí al poeta. Y claro, quedé marcado: por la poesía, por la literatura, por el amor.

Tengo treinta y ocho años y estoy sentado en una cafetería pensando y mordiéndome las uñas. El café se ha quedado frío porque no encuentro esa idea sobre la que escribir. Miro por la ventana y todo el mundo parece muy ocupado. Hay ventanas para mirar desde fuera. Ésta, en cambio es una ventana para mirar desde dentro. Afuera es abril y yo observo a todas las mujeres que van ligeras de ropa, y a los niños y a los ancianos. En primavera, aunque sea un tópico, todo es mucho más bonito, o por lo menos a mí me lo parece. Esta es una ventana para mirar desde dentro. Fuera nadie repara en la figura de un escritor barbudo de ojos lánguidos. Nadie se asoma curioso a ver qué hay detrás del cristal.

Los escritores tenemos una imaginación increíble. A veces fantaseo y veo a una chica que me descubre y acerca la boca al cristal para dejar allí la huella de sus labios pintados de rojo. Después saca un papel y escribe unas palabras amables, lo apoya en el cristal y sonríe. Luego se aleja dejando a su paso una estela de luces de colores…

Llevo tres meses sentándome aquí y eso nunca ha pasado, ni siquiera me ha mirado un niño, que siempre miran en todas partes. Eso es porque definitivamente ésta es una ventana para mirar desde dentro. Mi objetivo cuando me senté aquí por primera vez hace tres meses era encontrar una gran idea para una novela. Me decidí a observar el mundo para encontrar algo que contar. Después de todo este tiempo sólo he emborronado de mala manera unas hojas, me he tomado ciento cincuenta y seis cafés y he encontrado un inédito sentimiento de angustia, la sensación de estar viviendo dentro de una pecera.

Creo que por las mañanas, cuando vengo, no es la hora más literaria, pero es cuando más me gusta la vida de los demás. El sol ilumina sus pelos y sus ojos y parecen muy felices y atareados. Yo me dedico a ver sus vidas sin ser visto, como un consumidor insaciable de televisión, preguntándome si yo también soy feliz e intentando escribir unas palabras que hagan conmoverse a alguien. La pluma está adormilada y la mano es perezosa, pero sigo esperando a través de esta ventana.

El color de la vida

Hay gente que ve la vida de color negro. Siempre. Como el Paint in black de los Rolling Stones. Otros en cambio la ven en rosa, como Edith Piaf. Yo prefiero ver la vida en su tonalidad natural. Ser camarera me hacer ser bastante realista, no sé muy bien el porqué. Será porque trabajo muy cerca de la calle y porque todos los días vienen personas de carne y hueso con sus defectos y todo y me dicen: “Matilde, un cafetito con anticongelante” y yo ya sé que aunque son polis y están de servicio, en Madrid hace mucho frío y un chorrito de orujo pues viene muy bien. Bueno, eso es en invierno. Ahora la vida es mucho más ligera. En primavera vienen las señoras con sus chándals, de hacer la compra y se toman un café con sus amigas, hacen un pequeño descanso y ponen verdes a sus maridos. También viene Arturo, que nos trae los cupones… ¿de qué color verán a vida los invidentes?

Yo definitivamente veo la vida de muchos colores. En esta cafetería entra un arco iris de gente todos los días.

Cuando entré a trabajar aquí pensé que esta cafetería tenía un cierto parecido a esas cafeterías yanquis que llaman “diners”. Se llama Rafaell´s y aunque el nombre sugiera un puticlub en realidad sí que tiene ese aire peliculero de cafetería en la que los clientes piden un número dos con salchichas y les atiende Dolly Parton llamándoles a todos “cariño”. Pero todo se queda en la apariencia. Ni es un bar de carretera americano ni yo me parezco a alguien llamado Dolly, en todo caso a otra Dolly, la oveja clonada. Debo de reconocer que sí tengo un poco ese aire despistado bovino… mezclado con la feminidad de Siguorney Weaver en Alien.

A mí lo que me gusta es la psicología. Intento licenciarme en esta carrera por la UNED, porque la universidad a distancia me permite compaginarlo con mi trabajo, aunque en realidad no tengo mucho tiempo para estudiar. Prefiero el trabajo de campo. Sin que nadie me lo pida expresamente intento ayudar a las personas que entran a tomar algo. Creo, incluso, que algunos vienen sólo para verme. A veces la mejor terapia es ser escuchado y yo creo que les hago bien. A mi jefe Rafael le da igual que me entretenga, en realidad él también me ha contado su vida muchas veces. Es italiano. Yo siempre le digo que se parece a Pavarotti y se alegra porque a él le gusta mucho la ópera. A veces se pone pañuelos al cuello como lo hacía el tenor italiano, con la diferencia de que los de Rafael no son de Hermés, sino del mercadillo de los jueves. Una vez le regalé una pañoleta de mi madre y le hizo mucho ilusión.

Se vino a España después de que la mujer de su vida le dejara plantado. La cafetería no le importa mucho, creo, sólo es una manera de sobrevivir. Lo que le gusta es pasarse horas escuchando Aida y mirando las musarañas. Antes mi jefe veía la vida verde, roja y blanca y él mismo solía decir que su mujer era la mismísima bandera italiana en persona: Vestido blanco, ojos verdes, labios rojos. Ahora ya nunca habla de ella.

A mí me hubiera encantado que alguien me hubiera amado de esa manera, pero fuera de aquí no tengo mucha vida social. Trabajo muchas horas y cuando salgo, voy un rato a ver a mis abuelos. Mi abuela se maneja un poco mejor, pero mi abuelo apenas se mueve de un sillón de orejas que compró hace cincuenta años. Le gusta que le lea poesías, y aunque no lo hago muy bien, él me lo agradece. Mi abuelo es poeta y comunista. Él sólo ve la vida de color rojo.

Memoria de viejo

Maldita sea, Felisa, por qué me pones todo el rato esos cubos de colores sobre la mesa, qué quieres que haga con ellos. Felisa, por qué me miras con esa cara, Felisa, no llores… Miro por la ventana, por donde entra ese bonito sol de primavera y apenas reconozco lo que veo abajo en la calle. Ya no existe ni la sombra del Madrid de mi juventud. ¿Te acuerdas, mi amor? No digo que ahora no sea bonito, pero es todo tan ruidoso, da tanto miedo… El otro día cuando bajé a dar un paseo, sí Felisa, el día que bajé y tú te preocupaste tanto, no entiendo por qué… Es verdad que me despisté y no sabía volver, pero es que ya te digo que nada es como antes. Hubo un tiempo en el que Madrid era rojo, Felisa, como este maldito cubo con el que juego, rojo encendido. Nunca me he sentido tan vivo como entonces. Me gustaría volver a sentirme igual, pero todo ha cambiado mucho, ya ni siquiera puedo sentarme a escribir un poema sin que me tiemblen las manos. Antes me sentaba en mi escritorio. Allí, al lado de la ventana por la que miro ahora y las letras surgían sin parar. Estaba aquel amigo el editor, cómo se llamaba, Felisa, cómo se llamaba… era un gran tipo. Sí, hombre… también era miliciano y no soy capaz de recordar su nombre. Qué buenos momentos pasamos juntos, enseñando a leer a la gente. Y qué afán por aprender, Felisa. ¡Qué afán! Todos éramos tan jóvenes…

Felisa me acuerdo del día que te conocí, te regalé un poema… ¿Aún lo conservas? Cómo eran esos versos… Felisa, no me acuerdo. Mírame, a ver si en tus ojos veo aquellos versos. Felisa, no llores…

Maldita sea, voy a tirar estos estúpidos cubitos por la ventana, a ver si los ordenan los niños que juegan en la plaza de abajo, esa plaza que ya no se parece en nada a la que yo jugaba de niño. Una mañana me peleé con un chico del barrio, bastante mayor que yo, y aún noto el sabor a barro y a sangre en la boca, cuando el me tumbó delante de una jauría de niños que jaleaban y aplaudían. Los niños que veo ahora por la ventana son silenciosos, Felisa, y están como apagados. El otro día cuando bajé a dar un paseo, -sí, el día que me despisté- regañé a uno. No, Felisa, no me acuerdo por qué, ya sé que estoy muy gruñón últimamente… Le eché una reprimenda y él me miró, elevó los hombros y se dio media vuelta. Como nuestros hijos… ¿Cuántos años tiene ya Luisito? ¿Ha hecho ya la Comunión?

SINOPSIS

Trece de abril a tres bandas en la historia de tres personas: Ricardo, el escritor que no escribe; Matilde, la camarera que quiere ser psicóloga y se inventa amantes y José, un anciano comunista con alzheimer. Transcurre en un solo día de primavera y a modo de monólogo interior van repasando sus anhelos y frustraciones. Los tres encarnan aquellas cosas que nos preocupan a todos: la vocación profesional, la familia, el amor, el compromiso político… Cada uno relata su día de manera individual, saltando a veces al pasado o inventándose historias que nunca pasarán. Los tres viajan en paralelo, -Ricardo y Matilde desde la cafetería donde ella trabaja y José desde su casa-, pero a medida que pasan las horas sus historias se van tocando tangencialmente. Al final, todos se encuentran en un mismo lugar para comprobar que en un solo día, paradójicamente, todo cambia y al mismo tiempo sigue igual.

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