John
Era una tarde fresca de septiembre cuando John entró apresuradamente en el pequeño hostal de una zona céntrica y tranquila de la ciudad. Éste conservaba intacta su arquitectura de los años cuarenta, evidencia de tiempos mejores. Los jardines exterior e interior le otorgaban a la casona un encanto familiar, acogedor y tranquilo; el refugio perfecto para aislarse de todo y de todos e ideal para John que no le bastaba con haber cruzado el océano.
Por otro lado le proporcionaba una sensación de inmunidad al mimetizarse con los huéspedes, jóvenes aventureros por Suramérica gracias a su aspecto juvenil. Tenía la piel lisa y morena de tipo gitano, alto, de contextura delgada y cabello negro ensortijado, peculiar para ser irlandés. Sus rasgos disimulaban muy bien 45 años vividos intensamente y solo evidentes en el ceño bien marcado que reflejaba su férreo carácter.
Ya habían pasado nueve meses desde su llegada pero a él le parecía un siglo desde la perspectiva de su pequeña habitación privada sin baño del primer piso pero con la única ventana que daba al jardín interior. Tenía rejas blancas con forma de tréboles pequeños y estaba cubierta con una cortina beige de tela algo rústica que no cerraba completamente y poco conveniente para John; una invitación para escudriñar desde ese pequeño espacio el mundo secreto de éste nuevo ermitaño.
Y sí que despertaba curiosidad. Por la pequeña abertura se podía relevar parte de su vida caótica: libros, revistas y periódicos, fotos, hojas a medio escribir dispersos sobre la cama, el escritorio y en el piso que junto a dos enormes maletas de viaje a medio cerrar, completaban el escenario imposible de un espía de la primera guerra mundial en tiempos modernos.
Pero John no era consciente que su presencia no pasaba desapercibida. Era difícil no notar al personaje que esquiva la mirada clavándola en el piso, más exactamente en sus zapatos y que nunca corresponde un saludo. Así se construía un muro que le hacía inaccesible pero que de cuando en cuando quitaba un par de ladrillos para reclamar lo irreclamable enfatizando con su voz grave y fuerte que en conspiración con sus ojos oscuros y penetrantes, resultaba en un monólogo intimidante y coactivo. Su inexistente interés en empatizar le hacía aburrirse rápidamente ante cualquier intento de conversación y con un gesto de desprecio y sin mediar palabra abandonaba abruptamente.
Cada mañana se levantaba a las 4:00 por el lado derecho de su cama y se duchaba por 20 minutos. A las 5:00 tomaba una taza de café muy negro sin azúcar a sorbos pequeños recorriendo el pasillo de la cocina tres veces para luego salir a las 5:30 con su cámara réflex y un paraguas, lloviera o no. Regresaba muy entrada la noche con el sigilo de un gato. Así durante nueve meses. De ahí que su arribo al hostal en plena tarde y con tanta prisa fuera toda una sorpresa. John abandonaba su rutina.
La mañana siguiente se levantó a las 6:30 y esta vez no se duchó. Fue al jardín que daba a su ventana, se sentó al borde de la pequeña fuente mirando al cielo y disfrutó por primera vez en mucho tiempo la brisa fresca de la mañana en su rostro. Disfrutó el aroma de su taza de café muy negro, y se sumergió en el suave e hipnotizador juego de tres mariposas blancas que parecía se turnaban para retar el toque de la luz del sol que se filtraba entre las ramas del viejo árbol de nogal. El tiempo se detuvo y escuchó correr su sangre por sus venas, se conectaba con su humanidad y con Dios en quién había dejado de creer hacía mucho tiempo. Ya eran más de las ocho.
Miró nuevamente al cielo suspirando y sintió una corriente que le recorrió el cuerpo, se le erizo la piel. Su corazón latía muy rápido invadiéndole una emoción que ya le era desconocida. Le sacó de su sopor la humedad de una lágrima que resbalaba sobre su mejilla; no era algo que quisiera y pudiera permitirse. Rápidamente con su dedo índice la secó apretando fuertemente los labios. Se enderezó encogiendo los hombros esperando recuperar la compostura rígida que se había convertido en habitual, en un esfuerzo por ignorar los sentimientos que comenzaban a brotar. Miró su reloj, ya era tiempo, debía marchar.
Laura
Mientras caminaba rumbo al consulado los recuerdos invadían su mente en ráfagas. Pasaba de la alegría al dolor y viceversa, en un instante. El inocente y silencioso juego de las mariposas en el jardín del hostal había despertado su mente anestesiada por el dolor y la ira, transportándolo a ese mágico momento de una tarde de otoño en Omagh, su natal Irlanda.
Como quien viaja por el tiempo, se encontró nuevamente en la mesita redonda caoba muy cerca de la puerta del pequeño y antiguo café situado en la esquina norte de la plaza principal. Esperaba a Laura. Le encantaba su natural desparpajo, su cabello castaño ondulado y suelto, su dulce y perfecta sonrisa y sus ojos castaños almendrados que siempre tenía bien abiertos, como si con ellos pudiera contener el mundo para obsequiárselo en una acción más de su generosidad infinita.
Recordó a Laura entrando al restaurante y sonrió con picardía. Vio con claridad esa sonrisa capaz de iluminar la noche más oscura y en la que se había perdido inevitablemente desde hacía un par de años.
—Qué llevo un siglo esperándote, — le dijo John socarronamente.
—No exageres, que yo te esperaría toda la vida —dijo Laura sonriendo como siempre y lanzándose a sus brazos para colgarse de su cuello.
John trastabilló y sonrió, le parecía siempre que era la primera vez que le abrazaba.
—A la abuela no le va a gustar que lleguemos tarde, que te ha preparado el guiso de ternera que tanto te gusta, — le replicó John
—Qué si te parecieras a tu abuela……— dijo dulcemente Laura
Dejó su bolso sobre la silla y se quitó el abrigo de lana verde oliva dejando al descubierto un broche con tres mariposas engastadas en plata y esmalte azul turquesa con circonitas de diferente tamaño que recubrían las alas, un pequeño espectáculo de destellos de luces de color.
John se lo había comprado en el mercadillo de Porta Portese en Roma el año anterior durante el verano. No pudo ignorar como brillaron sus ojos al verlo, amaba las mariposas y él la amaba a ella. Pensó que sería un buen obsequió de compromiso ya que no creía en el matrimonio, pero sabía que ella soñaba con ese día, así que pensó que para los efectos, al final valdría.
—Vamos, dame tu mano…cierra los ojos, — le susurró John
Laura cerró los ojos con la ingenuidad de una niña y abrió su mano como quien va recibir un caramelo mientras John ponía sobre su mano el broche, el cual apretó con su propia mano.
Ella abrió los ojos y miro el broche con sorpresa; era un tesoro escondido recién descubierto. Vio a John a los ojos con toda la dulzura que podía contener su alma y le dijo emocionada hasta las lágrimas: —Es precioso.
Era la primera vez que le daba un obsequio tan significativo, John no era precisamente el más cariñoso y detallista de los hombres, pero le amaba como era.
Le quedó claro que Laura había entendido el significado del obsequio, pero añadió: —Ya le contarás a los chicos cuando crezcan como resultó Roma, aún sin reconocer del todo esas palabras como suyas. Laura abrió con asombro sus hermosos ojos almendrados, por fin le hablaba de formar una familia.
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Ya sentada en el café, Laura quiso besarlo nuevamente, pero el broche cayó al piso. Él sintió que el corazón se le estrujaba con un mal presentimiento, así que se inclinó y lo recogió rápidamente. Laura no lo tomo en cuenta, solo pensaba en ordenar las palabras de las nuevas que le traía, otro obsequio que acrecentaría su felicidad que parecía no agotarse jamás pese a sus diferencias.
Que eran opuestos. Ella católica y él protestante. Ella adicta al optimismo y él como periodista no lograba nunca ver la luz al final del túnel sin antes pasar por una larga oscuridad. Pero juntos lograban el equilibrio donde solo existía un futuro, juntos. Su relación resultaba en un bálsamo para una sociedad sumida en un conflicto político de una Irlanda dividida que no parecía aclararse de momento.
Laura sin pensarlo más le lanzó la noticia de golpe: – Que seremos padres, — lo dijo con la naturalidad de quién anuncia la primavera.
John no atinaba a articular palabra. Solo le acariciaba el rostro y la besaba. Ella soltó una risotada diciéndole: —Y bueno, ¿qué te parece? John comenzaba a entender qué era eso de las lágrimas de felicidad.
De ese día ya habían pasado 2 años y las heridas no parecían cicatrizar.
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Sinopsis
Los sueños, la realidad y las casualidades se entretejen para construir un camino nuevo a partir de vorágines épicas dónde las víctimas invisibles se convierten en héroes cotidianos sin mayor resonancia política en una sociedad necesitada de esperanza. Es el caso de John quién de tener una vida aparentemente común, hace la transición en una vida oscura y vacía para convertirse en el héroe de su propia historia, de su pequeña sociedad.
El núcleo del conflicto surge en medio del proceso de paz con el IRA y que deja en evidencia que los resultados inmediatos solo benefician a las élites mientras las consecuencias del mismo las padece por largo tiempo el ciudadano medio sin ningún apoyo oficial.
John inicia el proceso de reconciliación consigo mismo en Suramérica a dónde debe huir por su propia seguridad y donde el escenario político y social es conflictivo y ambivalente y que permite que la impunidad acampe a sus anchas, pero que paradójicamente hace que se decida por la visión del vaso medio lleno, ofreciéndole una nueva perspectiva para liderar su propia causa en beneficio de la paz mental de su pequeña sociedad, anónima como él.
Una historia muy personal que da vida a la realidad de las victimas invisibles de los conflictos de todo el planeta y que son ignorados por el beneficio a las mayorías.
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