Hardboiled
Veintiséis libras y media
Supo cuando llegó un mensaje a ese viejo celular que solo podía tratarse de una mala noticia. Así fue. Leyó con escepticismo. Las palabras escritas en el mensaje se atropellaban nerviosas. Cuando un mensajero no sabe controlar sus emociones, cuando teclea con torpeza, la noticia tiene que ser necesariamente mala. No le agradaba para nada el significado de las palabras escritas. En efecto, la noticia era realmente mala. Peor de lo que esperaba. Que se caiga una venta es una mala noticia; que se regatee el precio cuando ya se entregó la mercadería puede ocurrir y no es de los peores asuntos. Capturar un espécimen que no estaba indicado, era una mala noticia. Muy mala.
Cada par de años, por ese antiguo celular que estaba a nombre de un pobre infeliz, llegaban malas noticias, mensajes que lo informaban de los lamentos de un mensajero por un incidente. Estaba prohibido hablar por teléfono, nunca debía quedar grabada la voz de ningún integrante de la red. Violar la regla merecía el peor de los castigos. Solo mensajes de texto, además, breves.
En verdad, hacía tiempo que nada demasiado grave se le comunicaba. A veces los compradores se ponían pesados, compraron por diez y querían pagar por cinco. Entonces se escribía: “regateo al 50%”. Eso era todo. O se quejaban del producto, del color de cabello, los ojos, el tamaño. El mensaje decía, palabras más, palabras menos: “el cliente quiere cambio de set de maquillaje”. Si de la contextura física se trataba, se escribía, por ejemplo, “faltan cinco para el peso”, o “sobran cinco en el kilo”, o “no está a la altura de lo pedido”.
Eran asuntos desagradables, aunque no imposibles de resolver. ¿Podía él hacer una rebaja al precio acordado? No, esa no era su función y no tenía poder para ello. ¿Podía él cambiar el color del cabello, de los ojos, o alterar para más o para menos el tamaño de la víctima? No, nada de eso estaba a su alcance. Así que todo se resumía en saber negociar. Siempre, al final, se podía llegar a la solución correcta. Si contrataste por diez, pagás diez y no había más que hablar. No había rebajas, nada de regateo. Lo que compraste, pagás.
Si adquiriste 15, 20 o 25 kilos de carne humana, blanca, de cabellos rubios y ojos claros, es lo que recibirás. No podés cambiar la mercadería a tu antojo. El que es blanco no se volverá negro, ni el rojo amarillo. Es lo que pediste y eso se te ha provisto. No había más que conversar.
Los clientes suelen comprender su error más rápido de lo que ellos mismos suponen. Pero si el cliente se ponía demasiado pesado y no entra en razones, el asunto se resuelve fácilmente. La mercadería es descartada en el acto y luego procesada. No queda ni rastro. Quince, veinte o cuarenta kilos de carne desaparecen en un abrir y cerrar de ojos. Veinticinco, treinta o cien, da lo mismo. En ese caso, el volumen no altera el resultado. El descarte se resuelve en el tiempo que dura un suspiro. Puede que el fuego, el agua, el cemento, o la voracidad de un animal. La mejor solución la deciden los Limpiadores. Ellos aman a los cerdos. Animal formidable. Émulos del gran “Bill Bigs”, la voracidad de esos cerdos es estremecedora.
En cuanto al díscolo cliente, si no era un idiota (porque idiotas hay en todos lados), sabía que faltar a los protocolos era una infracción grave y no tendría un mejor destino que el de la mercadería. Esas mismas piaras de enormes cerdos hambrientos podían poner fin a la soberbia del más pintado con tanta velocidad como al engullir una abundante cantidad de carne fresca y huesos frágiles para tan poderosas mandíbulas.
No quedaba ni la menor prueba de aquellos descartes. Ni escarbando las toneladas de estiércol de los cerdos que se acumulaban en los chiqueros dispersos por todo el país, se encontraría siquiera una evidencia de la solución del entuerto. El apetito de esos cerdos era inigualable, o tal vez solo comparable a la estupidez de pocos díscolos clientes que amenazaban con patéticas delaciones.
Leyó casi con resignación la información que el mensajero escribió con una pésima ortografía y peor sintaxis. Que no se consiguió la mercadería vendida, tal como se había acordado, la del catálogo rosa, de tapa angelical y hojas papel biblia, cubriendo las fotos de los productos. Se la cambió por una que no figuraba en ninguno de los álbumes de la empresa. Se trataba de un producto desconocido que no había sido evaluado. No sabía nada de sus propiedades ni de su calidad. Todo se había salido de control. Se trataba de un niño pequeño, por ello escribió: “el paquete era insignificante”.
La desaparición del niño se supo en el pueblo casi de manera inmediata y encendió la alarma en todo el vecindario; todo el villorrio lo estaba buscando. Había desaparecido un niño como si se lo hubiese tragado la tierra o se hubiese evaporado, y ese era un verdadero acontecimiento. Y sin esperarlo, empezaron a llegar los periodistas, los malditos periodistas, a meter sus narices en la mierda. ¿Si uno revuelve mierda, qué espera oler?
Lidiar con los periodistas no es un problema mayor, puede resultar hasta entretenido. Pero con los dueños de esos medios, sí es un problema. Esos son unos “tremendos hijos de puta”, verdaderos “comemierdas”, como solía repetir en cada oportunidad que se daba la conversación sobre los dueños de los grandes multimedios. Así pensaba, porque a esos propietarios les conocía todos los vicios.
El alboroto escalaba a cada instante. Un niño desaparecido y cientos husmeando por todos lados. Perder el control en ese negocio resulta nefasto. Enderezar lo que está torcido no siempre es sencillo. Repetía: “el árbol que crece torcido no hay cómo enderezarlo”. Y ese era el caso. ¿Aparece el niño? No había ninguna posibilidad. ¿Espantar a los buscadores? Imposible. Todo lo que se intentase se volvería en contra.
Para lograr alguna solución había que empezar a tocar timbres y, cada timbre que se toca, es dinero, mucho dinero. ¿El encubrimiento de la policía? Un auto, una casa, la renta de un prostíbulo. ¿Del juez una sentencia favorable? Más costoso. No alcanza con autos, casas o prostíbulos. Las putas se ofertan solo a los pequeños y medianos magistrados. Los jueces importantes, ni hablar de los de la Corte Suprema de Injusticia, reclaman enigmáticos “los efectos conducentes de las causas eficientes para lograr los objetivos más satisfactorios”. Jamás entendió de qué le hablaban, pero sabía cuánto dinero se necesitaría para corresponder a esas palabras.
¿La protección de un ministro? Los ministros valen lo que valen sus acciones en la bolsa de Nueva York. Un presidente se cotiza en las pizarras clandestinas de los paraísos fiscales, en el lavado de dinero de espeluznantes negocios mediante criptomonedas, lavado de activos que era cada día más frecuente su uso por los delincuentes electos por el voto popular o no.
Una mala noticia, una venta caída, un niño desaparecido, una población excitada buscando al infante, y un tropel de periodistas pisoteando el pueblo hasta volverlo un entero lodazal. Para colmo de males, un largo viaje desde su reducto al villorrio, en ese día de calor insoportable. Casi treinta y ocho grados. Sofocante calor del verano. Todo era una mala noticia.
Contra su voluntad, le tocó hacerse cargo de ese asunto. Justo a él, que estaba por ir a dormir una reconfortante siesta luego de un día de mucho trabajo que había comenzado a temprana hora de la madrugada. ¿No tenía derecho a una siesta? Se preguntó con furia: ¿no tenía derecho a una siesta? Claro que no. De ninguna manera. ¿En qué lugar estaba escrito que podía tomarse una siesta cuando deseara? Ni se atrevió a sugerir esa posibilidad cuando recibió la orden de ocuparse del asunto. Era un componedor, uno de los mejores. Por su jerarquía resultaba difícil descansar, a veces hasta imposible, y ese día creyó, ingenuo, que hasta podría echarse a dormir una buena borrachera. ¿Por qué era tan injusta la vida con él? ¿Qué haría con tanto alcohol en sangre?
“Hacete cargo del quilombo”, fue todo lo que le ordenaron en nombre de El Mago de Oz. Lacónico mensaje. Pocas palabras bastan para dar una orden. “Hacete cargo”. Cuando hablaba La Ciudad Esmeralda, solo cabía obedecer.
Hacerse cargo de una captura no encomendada. De un niño desconocido. Y una venta frustrada. ¿Reponer la mercadería y resolver lo del niño? “¿Qué soy, Batman?” Se quejó. Justo a él que odia tanto a los niños como a los periodistas, un hombre sin corazón. No en vano fue apodado “El Hombre de Hojalata”. Odiaba a los niños, aunque más a los periodistas, porque esos no le redituaban ni un centavo; por el contrario, le producían pérdidas a la Red y a él interminables dolores de cabeza. Los periodistas eran sinónimo de migraña. Ellos obligaban a la entidad madre a malgastar mucho dinero para desmentir noticias falsas o exageradas de esos escribas que solo buscan producir una sensación escalofriante en sus lectores y regodearse con sus miedos. Era cosa sabida, no bien se publicaba una de esas noticias, para que comenzara la riestra de reclamos y los apuros por los sobornos para que todo quedara en nada.
Los sobornos muchas veces ni siquiera resultan provechosos. Sobornar es tedioso, hay que lidiar con ambiciosos, mezquinos, soberbios, tipos que no valen nada, pero que se cotizan caro, tipos que esperan que su soborno equivalga a una buena vida hasta el día de su muerte. Algunos ambiciosos no comprenden que la muerte está mucho más próxima de lo que creen. Para cuando lo comprenden suele ser demasiado tarde.
Aquel paraje quedaba en un lugar tan alejado que pocos conocían de su existencia hasta que se difundió la noticia de la desaparición del niño. No sabía cómo se produjo la filtración. Aunque lo hubiese preguntado al mensajero, este nunca se lo hubiera podido explicar, diría que no sabía nada y atribuiría a cualquier desgraciado la mala idea. Así que suponía que todo debía atribuirse a la estupidez o la malicia de un policía enganchado con un cronista, de esos que cambian por unos pesos, una noticia que puede resultar atractiva. O de esos paisanos que creen que ponerse delante de un micrófono les cambiará su miserable vida por una bien ganada fama. Imbéciles. Así los consideraba. Completos imbéciles los policías pueblerinos y aquellos gauchos de alpargatas.
Un verdadero ejército de periodistas de todos los medios había invadido aquella desolada aldea cuando se supo de la desaparición de un niño que no tenía nada de especial. No era el hijo de un millonario, ni de un funcionario de renombre. Solo era un niño pobre, hijo de un padre pobre, de una madre pobre, de una familia pobre. Para él, un ser insignificante, incluso menos que cualquiera de los parientes o vecinos del malogrado niño. Apenas quince kilos de carne, exagerando, veinte. Lo que un lechón. Y por esa minucia de carne y huesos pequeños, él no había podido dormir una reparadora siesta, debía emprender un interminable viaje y todo se había vuelto un escándalo nacional. Imperdonable.
Para los periodistas, aquel bochorno era como el becerro de oro. Intuyeron la noticia. Tal vez sospecharon lo que había detrás de la desaparición y por ello se comportaban como alimañas, entrometiéndose en todos los asuntos, revisando los escusados, oliendo las mugres de los sobacos de los pueblerinos, hurgando con sus cámaras fotográficas en la entrepierna de las muchachas que fueron desfloradas en la infancia por sus patrones, buscando algo de qué enterarse hasta en las resecas mucosas de las viejas sordas, mudas y ciegas.
Así resultaban interminables entrevistas a distraídos o idiotas, sin importar si quien hablaba entendía lo que realmente estaba ocurriendo. Es que algunas personas sin cerebro hablan muchísimo, ¿verdad? El Mago de Oz se lo advirtió. Personas sin cerebro hablan de más. Son parte de la legión de espantapájaros que no saben lo que es tener cerebro y, si lo tuvieran, no sabrían cómo usarlo. Un desperdicio.
Detestaba a esos periodistas. Los detestaba con verdadera pasión. Los consideraba arribistas y oportunistas, voraces personajes, más voraces que los afamados cerdos devoradores de carne humana, tratando de mejorar los pobres guarismos de audiencia que lucían sus noticiarios para ascender en las consideraciones de sus aburguesados directores. Sabía que, a ellos, tanto como a él, les importaba un bledo el niño. ¿Qué puede valer un niño pobre, de un padre pobre, de una madre pobre, de una familia pobre, para un inescrupuloso periodista de la gran ciudad? Nada. Esos alcahuetes sabían muy bien cuántas niñas y cuántos niños desaparecen por día. ¡Claro que lo sabían! Podían hacer crónicas interminables en donde se les ocurriese, al norte, al sur, al este o al oeste del país. En toda la geografía había decenas ¡o centenas! De niñas o niños desaparecidos. Donde buscaran, encontrarían. Pero no les interesaría saber de la suerte de esas niñas o niños, solo querían mejorar la audiencia, obtener primicias, alimentar el morbo, y ese caso les ofrecía esa posibilidad. Y tal vez mucho más. En definitiva —diría el hombre—, hunden la mano en un pozo lleno de la mierda porque saben que en el fondo encontrarán dinero. El dinero es la madre de todas las noticias y el padre de cualquier ascenso. En realidad, el dinero inventa la noticia y fabrica héroes a quienes luego erige estatuas.
Decepcionante. A los periodistas no les interesaban otros casos. Muchas madres llegaron hasta los camiones de exteriores para confesar sus penas. Pero a ellos solo les interesaba ese niño, ningún otro. Ese y no otro.
Si se les preguntara por qué no otros desaparecidos, responderían socarrones: “No toda noticia es valiosa”. ¿Y por qué esa sí lo era? ¿Por el niño pobre? ¿Por la familia pobre? Sabía que no era por sentimentalismos. ¿Acaso a alguno de ellos se le caería una lágrima, más no fuera una lágrima por el desaparecido? No. Ni una molécula de lágrima derramarían, ni aunque frotaran cebolla en los ojos. Consideraba a todos esos personajes como a unos absolutos hipócritas. Él, en cambio, no era un hipócrita, era un hombre sincero, sin sentimientos. Jamás lloraría por ningún asunto, lo mismo que los periodistas. Asumía que tal vez lloró por un negocio por el que perdió una buena comisión. No lloró, en realidad, solo se lamentó. Con seguridad sus lagrimales estaban atrofiados si es que alguna vez los tuvo.
Perder dinero es lamentable. Cuando la vida vale menos que un puñado de dólares, nadie llora por una niña o un niño desaparecido, solo llora lágrimas verdes.
Antes de emprender tan tedioso viaje, bebería hasta hartarse; sería su modo de alcanzar la calma espiritual y la claridad mental. Su revancha. El alcohol no le nublaba el razonamiento. Tal vez lo destilaba gota a gota, lo que le permitía despejar las dudas una a una, y concluir en qué era lo más conveniente.
Podía beber casi sin límite y mantenerse asombrosamente sobrio. Se mantenía sobrio a cambio de años de vida. Cada borrachera, especulaba, reducía su expectativa de vida. Si no equivocaba el cálculo, a esa altura debía haber consumido un tercio de lo que podría haber vivido. Años atrás, apenas fue interesado en ese negocio, decidió que así sería, sin límites, y empezó a beber copiosamente. Empezó a consumirse en alcohol. ¿No es que todos comenzamos a morir, apenas nacemos? ¿Entonces? Muramos con placer. Solo se trata de establecer los tiempos de la muerte, no llegar al último momento aburrido, tristes de haber malgastado los días, soñando el sueño de otro hombre que nos imagina cómo nunca fuimos. La vida hay que consumirla intensamente hasta que no quede ni una gota de humanidad. Así que llenó un vaso con whisky y lo bebió sin detenerse. Luego otro y otro, hasta que vació media botella del dorado néctar escocés. Llevaba con él, a todos lados, la botella de Glenfarclas 25 Años. A donde fuera iba provisto de un buen número de botellas del costoso elixir. En el baúl de su automóvil guardaba una docena de botellas. Nunca debía quedarse sin combustible. En su casa, en la despensa, almacenaba otras muchas. Le podía faltar el aire, hasta la asfixia, pero nunca el whisky Glenfarclas 25 años. Era su ambrosía. La cirrosis ya le pudría el hígado, pero no dejaría de beber jamás. A esa altura de su condición consideraba que la única amistad fiel con la que contaba era, precisamente, su cirrosis. Ella no lo abandonaba por nada. Juntos irían a la tumba. ¿Hay algo más fiel que una cirrosis?
A donde debía dirigirse era un pequeño pueblo tierras adentro cerca del río. A varios cientos de kilómetros del lugar más poblado. Dos rutas lo rodean. Una, nacional, que sigue en dirección al norte. Otra, provincial, que zigzaguea entre pueblitos tanto o más pobres que el que lo esperaba. Es un camino que no tiene destino. Nadie sabe a ciencia cierta dónde empieza y menos dónde termina.
Allí el cielo es azul. Un cielo limpio que se lo puede ver en todas direcciones. La vegetación es dominante. Árboles frutales, arbustos, grandes plantas, pocas flores. Si no fuera por los frutales que emergen en dirección al norte, a la derecha de unas treinta o cuarenta hectáreas de una especie de llanura, se podría ver hasta el horizonte más lejano. Unos frutales fueron sembrados describiendo un círculo de medianas dimensiones, tal vez quince metros de diámetro. Un sembrado ritual.
Nunca nadie quiso explicar por qué los antiguos pobladores los sembraron de ese modo, conformando un recinto de modestas dimensiones, al que se ingresa por un único lugar, una entrada de aproximadamente dos metros de ancho. Se trata de una formación compacta; los árboles hacen un muro que impide ver lo que ocurre en el interior del círculo. Las explicaciones de esa invención circular se multiplicaron, escondiendo su verdadero cometido. Para algunos, fue apenas un capricho de aquellos gringos que enloquecieron por el alcohol. Beber aguardiente barato o grapa más barata aún, era el único pasatiempo posible. Esas bebidas podían hacerle perder el quicio a cualquiera.
Para los más sinceros, era el lugar donde los patrones desfloraban a las niñas, una especie de santuario en el que ellas perdían de manera temprana y violenta la virginidad. La arboleda resultaba así testigo privilegiado del derecho de pernada, una costumbre que con otros ademanes perdura hasta estos días. Ese derecho feudal es aceptado, aún hoy, por la inmensa mayoría de los pobladores. Hasta las víctimas terminan por convencerse de que, después de todo, no es tan malo ser violada por el terrateniente. Ellos se bañan bastante seguido, y hasta suelen usar agradables perfumes. Los capataces, en cambio, son más brutales, y los peones, ni hablar.
Pero a él esas historias no le importaban en lo más mínimo. Las mujeres nacieron para ser desfloradas más temprano que tarde. La virginidad era un asunto ridículo a su entender. Algo religioso, como comulgar la hostia o beber la sangre de Cristo, quemar incienso, ayunar en sábado o mirar a la Meca.
Cuando las cosas eran como debían ser, cuando se tiraba manteca al techo y se viajaba a Europa con la vaca atada, se publicaban avisos en los diarios. “Vendo niña bastante blanca, casi virgen”, o “sirvienta para todo servicio recién traída del campo. Sana. Todos los dientes. Muy dócil. Se escuchan ofertas”. Era más simple las cosas por entonces. Quien tenía dinero, tenía la vida de esas chinitas en la punta de sus dedos. También de algunas famélicas polacas.
A la pregunta de que si los humanos son una especie en extinción por ser vanidosos y soberbios, incorregibles pecadores capitales (especie en extinción tanto como ciertas aves o mamíferos, que el hombre mismo ha diezmado), su respuesta era un rotundo: ¡no! Ocho mil millones de seres humanos, o tal vez más, pueblan la tierra en todas direcciones. Los hay por donde se mire. Y afirmaba sin ningún sustento científico que no se tardaría mucho en que en el mundo se produjera una explosión demográfica que había que evitar a como diera lugar. Proponía resetear a la humanidad, como si se tratara apenas del disco duro de una computadora o desinstalar uno de sus programas. Así desaparecerían dos o tres mil millones de personas. Algún día el escarmiento atómico pondría las cosas en su lugar.
Era un maltusiano intuitivo, dado que no tenía ni la menor idea de quién fue Thomas Malthus y sus teorías resumidas en el “Ensayo sobre el principio de la población”.
Pero en ese instante no se trataba de las grandes elucubraciones sobre el patético destino de la humanidad. Si no de un viaje largo y tedioso, a un modesto pueblo, donde una jauría de periodistas y patanes, escandalizaba a la nación por la desaparición de un niño pobre. Dudaba en cuál era el modo más conveniente de viajar para cumplir con su orden. No tenía la menor voluntad de manejar durante horas cientos de kilómetros. Detestaba los viajes en ómnibus y un vuelo no resolvía su destino. Decidió pedir a La Ciudad Esmeralda un chofer y un automóvil. Un chofer con experiencia y un auto moderno, pero nada de alta gama que solo sirve para alimentar la codicia de los lúmpenes que abundan en esos pueblos hambreados secularmente y, que apenas vieran un lujoso automóvil, empezarían a procurar robarlo para luego venderlo a los contrabandistas que mercadean bastante más al norte.
En La Ciudad Esmeralda nadie respondía a su pedido. Ocurre a veces que quienes reciben los mensajes los dejan dormir unas cuantas horas. Cajonear un aviso es parte de la dinámica de esa peculiar burocracia. Los máximos jefes estimulaban esos hábitos. Ni hablar de El Mago de Oz. Les gustaba jugar con la paciencia de los demandantes. Que esperen, que esperen. No hay prisa. Y siempre volvía la conocida frase “todo en su medida y armoniosamente”.
Él conocía esa costumbre. No perdería la calma por el tiempo que se lo hacía esperar. Sabía que tarde o temprano aprobarían su pedido. Un auto veloz, pero para nada lujoso, y un experto chofer que lo llevara a destino.
No contaba con mayor y nueva información de lo que estaba ocurriendo por el cambio de mercadería. Todo lo que sabía se reducía a lo que el informante le refirió por mensaje y lo que los periodistas repetían en los noticiarios. No consideró reclamar al mensajero por alguna novedad. Su experiencia le indicaba que no habría ninguna importante, y si la había, no podía ser significativa. El niño se había desvanecido; quienes lo buscaban no tenían ninguna pista sobre su paradero ni de quién podía haberlo secuestrado. Conocía la técnica. Es una maniobra que se ejecuta en cuestión de segundos. Entregadores, encubridores y captores. Los entregadores garantizan que la víctima esté disponible en un lugar previamente acordado; los encubridores se ocupan de distraer a cualquier posible testigo, los captores se mueven en jauría. Capturan a sus presas y una vez que cazan al espécimen, lo silencian y reducen. El desgraciado no tiene la menor oportunidad de salir de la trampa. Es como una mosca en la tela de una araña gigante. Si esta regla cumple para un adulto, ni hablar para un niño que pesa apenas no más de quince o veinte kilos. No hay competencia posible. El niño es apenas un frágil capullo, una crisálida de piel fresca asomándose a la vida, una anatomía fácil de manipular. Sabía que el terror que invadía a las víctimas las paralizaba por completo. Lo había visto. Supo de algunos casos en que esos niños resistieron lo que pudieron, el temor no los paralizó, por el contrario, fue el combustible que los estimuló a resistir. Pero esa voluntad de lucha duraba nada, lo que tardaba el captor en aplicar un certero golpe, o asfixiar sin matar para desmayar a la presa. Allí acababa todo. Luego era mordaza y ataduras.
Se acomodó en un sillón frente a un televisor para seguir las noticias que repetían en todos los informativos. Bebía su whisky. La abundancia de alcohol relajaba sus papilas. El sabor del Glenfarclas invadía su boca y luego ascendía hasta los húmedos tejidos de su nariz. La nasofaringe era una autopista del placer que espoleaba sus sentidos. Era misterioso el efecto que producía esa estimulación en su cerebro. Sus sentidos se afinaban y creía, estaba convencido, que ese estado de ánimo, esa tensión en los tejidos, especie de nirvana generada por el alcohol, le permitía captar los mensajes subyacentes que los periodistas enviaban a sus patrones a través de sus interminables e inútiles peroratas.
Todos los noticieros mostraban las mismas imágenes. Una multitud buscando al niño desaparecido. Todos se asumían como expertos rastreadores capaces de detectar hasta el más insignificante detalle del paradero del desaparecido. Absurdo. Ni lo movió a reírse. Sí, se interesó en la aparición de los políticos de turno. Infaltables comedidos en cualquier fiesta. A los políticos hay que prestarles oídos, como a los jueces. Cuando hablan, siempre envían mensajes cifrados a sus amos o a sus siervos.
Si se desea echar a perder una investigación, basta con traer al ruedo a los políticos que solo esperan sacar partido de la desgracia ajena. Sabía que no podían tardarse los políticos de aquella pequeña comunidad en aparecer para hablar hasta de bueyes perdidos y difundir falsedades para enturbiar la verdad hasta ocultarla definitivamente. Siguiendo la jerarquía, aparecerían los de la gobernación, secretarios y ministros, y, si era necesario, en algún momento, el gobernador. Todos repetirían frases hechas con las que no conformaban a nadie y solo contribuían a la confusión general. Políticos y periodistas de la gran ciudad, facilitaban su trabajo, se lo propusieran o no. Lo que todos sabían era que al niño no lo encontrarían jamás. Uno lo sabían por sus responsabilidades y otros por complicidad. El niño se volvería una estampita descolorida de fieles que rezarían por su alma día tras días, hasta que el olvido lo reduciría a un débil y borroso recuerdo.
Bien acomodado, especulando sobre las bondades de las buenas siestas y el mejor whisky, un mensaje entró al viejo celular. La jefatura mandó su aviso: “auto y chofer salen para el viaje”. No había más que agregar. Los amos de La Ciudad Esmeralda complacían su pedido. No esperaba otra cosa.
¿Quién sería su chofer? ¿Tenía, acaso, importancia? Por supuesto. Un buen chofer siempre es determinante para un largo viaje. Si es callado, si es charlatán, si ni disimula que es un alcahuete, todo tiene importancia. Algunos de los mejores choferes se habían retirado y otros habían muerto hacía algún tiempo. Una verdadera pérdida. Formar un buen chofer lleva años y cada día que pasa, para ellos, es una prueba difícil de superar. Solo los más hábiles y más decididos permanecen en sus puestos. Ellos son muy considerados por los jefes. Un buen chofer garantiza llegar al destino en tiempo y forma, pero, por sobre todo, volver a casa sano y salvo.
El aviso llegado a su celular solo confirmaba el viaje, no mencionaba otro detalle. Para los jefes, abundar en menciones era más que contrario a sus hábitos. Para los subordinados, cualquiera fuera su jerarquía, bastaba la información justa y necesaria, muchas veces mezquina. Quien menos sabe menos hablará de caer en desgracia. Tampoco tendrá muchas oportunidades de hablar demás.
Bebería hasta que llegara el transporte. En el viaje no lo haría. Beber durante el viaje resultaba poco prudente. Además, el chofer, con seguridad, iría a alcahuetearlo con los jefes. Era un mecanismo para protegerse de cualquier reclamo posterior. Se la pasó chupando whisky. Casi un alcohólico vicioso. Un borrachín incorregible. ¿Quién soy yo para decirle lo que tiene que hacer?, una justificación irrefutable
Sabía que los choferes son todos alcahuetes por necesidad o por conveniencia. Hombres de control interno. “Los de asuntos internos”, los llamaba, el peor mote que se les podía poner. No eran los únicos. Había que saber cuidarse de todos los correveidiles que superpoblaban la organización.
Pensó que era un buen momento para dedicarle atención a organizar sus ideas en una hoja de cálculo. Le habían hablado de esa posibilidad que rechazó con entusiasmo la primera vez que se lo mencionaron. Hombre apegado a viejas formas de trabajar, rehuía de la tecnología por la que sentía una enorme desconfianza.
La tecnología equivalía, a su entender, al espionaje sin límites. Te ven, te escuchan, auscultan. No necesitan ni siquiera seguirte. Basta que lleves tu celular encima para guiar a tus enemigos a todos lados. Una computadora resultaba en la propia condena. Pero en esas circunstancias, atento a este desaguisado del que debía hacerse cargo, consideró con seriedad por primera vez que necesitaba establecer orden sobre todas las cosas que odiaba, pero en especial sobre las que más odiaba. Para ello necesitaba una herramienta poderosa. Con ella, elaboraría una “tabla de odio” utilizando el hardware más moderno y el software más sofisticado como le recomendaban sus pares. Una maquinación inteligente que le sirviera para ordenar la magnitud de sus sentimientos de animadversión de mayor a menor. Primero lo más aborrecido, luego los que siguieran en intensidad decreciente. No tenía discusión sobre quiénes ocuparían los primeros lugares de la grilla. Los niños primero, siempre los niños primero.
Después los viejos. Detestaba a los viejos algo menos que a los niños. Viejos orinándose encima, babeando por sus malas prótesis dentales, balbuceando tonterías arrastradas por el Alzheimer o la demencia senil a un abismo de ignorancia y perturbaciones irremediables.
Y eso de que los únicos privilegiados son los niños y los ancianos, era pura propaganda. Demagogia populista. En ningún lugar del mundo eso era real.
Lo suyo era un sentimiento de odio en fase crítica, primero los niños, luego los viejos. Después los periodistas; en esa planilla de cálculo tendrían un sitio de privilegio todos los chismosos periodistas, empleados a sueldo de ricachones que pasaban sus días adulterando la verdad y abusando de sus cobardes empleados.
También los alcahuetes tendrían su sitio bien ganado. Una vez que resolviera el desastre de la mercadería fallada, a su regreso, de seguro, atendería la necesidad de asesorarse sobre la mejor computadora y la mejor herramienta informática para darle forma matemática a sus enconos.
Abandonó el cómodo sillón y apagó el televisor. En realidad, no estaba prestando atención a las noticias que llegaban del pequeño pueblo. Charlatanería barata sin ninguna información cierta. Mentiras a repetición. Bla, bla, bla. Malditos periodistas. Bla, bla, bla. Pequeños y grandes trebuqc a repetición mintiendo majules de ojos vacíos.
Al mismo celular llegó un mensaje del chofer avisando de su arribo. “Estoy afuera”. No había preparado nada para el viaje. Al menos debía llevar una o dos mudas de ropa. No sabía cuánto le llevaría a atender el asunto aquel. Si la estadía se prolongaba, compraría ropa en alguna ciudad cercana. Tenía crédito suficiente para ello, “la casa paga”, como corresponde.
Cargó en un bolso de mano dos mudas de ropa y todo lo que necesitaba para su higiene personal. Cuando confrontara al chofer, le ordenaría guardar en el baúl unas cinco cajas de whisky Glenfarclas 25 años. Y así lo hizo.
El chofer no era ni joven ni viejo, en la edad justa. La mejor edad para ser un buen chofer. Si joven, irresponsable, si viejo, falto de reflejos. Un chofer en la flor de la vida. De contextura robusta. No era un rompehuesos, pero bien podía quebrarla el cuello a cualquiera si se lo propusiera. Su rostro le resultó familiar.
—¿Lo conozco? —El hombre movió negativamente la cabeza. Pero él creía que alguna vez lo había visto en alguna entrega.
—¿Le molesta guardar mi ambrosía en el baúl del coche? —le dijo señalando las cinco cajas de whisky.
Apenas lo pidió, el chofer cumplió con el pedido.
—¿Eso es todo?
—Es todo.
—¿Partimos?
—Partamos.
No había más que decir.
Se acomodó en el asiento del acompañante. Obedeció la orden de ponerse el cinturón de seguridad. El chofer puso a marchar el automóvil y empezó a rodar rumbo a una autopista.
—¿Cuántas horas tenemos de viaje?
—Diez u once. Depende de la ruta. Depende de las veces que nos detengamos. Depende de varios factores.
—Depende-depende-dependejo. Dependejo siempre me emboló viajar. Dependejo, depende, dependejo. —No quiso ni mirar al chofer—. Ya le digo que habrá que hacer más de un alto.
—No hay problema, lo que usted mande. Yo solo manejo. Diga cuándo y yo me detengo.
—No importa tanto lo que yo considere, la que manda es mi próstata. Mi próstata es autónoma, ella decide sin consultarme cuando hay que detenerse. ¿Su próstata lo trata bien?
—Por ahora, sí.
—La mía no, ella manda. Es una déspota silenciosa. ¿Cuántas células cancerosas tendrá esta hija de puta?
—¿Cómo saberlo?
El Hombre de Hojalata suspiró resignado.
—Ella ya dirá cuándo detenernos. Pero no es la próstata la que me ocupa en mis sueños. Por ella me levanto tres o cuatro veces en la madrugada. Siempre duermo como el culo. Mi cirrosis es mi sueño placentero, con ella voy a todas partes. Iremos juntos a la tumba.
—No sabría cómo discutir con una cirrosis. Pero a la próstata la obedeceremos. Yo tengo la mía, usted la suya. Todos los hombres tienen una. No conviene llevarse mal con la próstata de nadie.
—También podemos parar para comer. Seguramente tendré hambre.
—Soy de comer bastante ligero cuando trabajo.
—Yo también —mintió—, pero esta vez en su honor haré una excepción.
—¿Lo podré acompañar o prefiere comer solo?
—Comeremos juntos. Disfrutaremos de nuestra compañía. ¿Sabe a dónde vamos?
—Me informaron, señor. Vamos dónde se cambió la mercadería.
—Así es. Pero no vamos al rescate, lo sabe.
—Lo sé. Vamos a arreglar el negocio, para eso estamos.
—¿Cuántos años hace que trabaja para La Ciudad Esmeralda?
—En La Ciudad Esmeralda no mucho, pero en el negocio unos veinte. Por eso me recomendaron a El Mago de Oz. La gente que lo tiene guardado me conoce de sobra.
—Veterano de estas lides.
—Así es, señor.
—En la flor de la edad.
—Siempre creí que los veinte años son la flor de la edad.
—Eso lo creen los jóvenes, ellos no tienen ni idea de la vida. Habrá visto muchas cosas, como yo.
—Sí, aunque no creo que las mismas que usted.
—Es probable. Todo este quilombo por un imbécil, o dos imbéciles. No sé todavía quiénes estaban a cargo de la venta. No sé por qué cambiaron la mercadería. Si es que se trata de un cambio. Está escrito en los protocolos. Vendés veinte quilos de carne, entregas veinte kilos de carne. Ni diecinueve ni veintiuno. Veinte, número exacto. Compraste un sexo, entregas ese sexo, nunca otro. El cliente quiere seguridad. Está en los protocolos. Compro esto, quiero esto. No me lo cambiés por nada del mundo. No se cambia la mercadería, no se improvisa. Lo que se improvisa siempre sale mal, siempre sale mal. Me remito a los hechos. Mire el quilombo que tenemos ahora.
—Lo que mal comienza, mal acaba.
—¿Le dieron un celular para comunicarme con el limpiador?
Sin quitar la vista del camino, el chofer señaló la guantera.
—Hay tres celulares —dijo—. Uno está dentro de una bolsa verde. Ese es el que debe usar para el Limpiador. El de la bolsa azul para comunicarse con el operador local o quien esté a cargo en el lugar, si es que no huyó hace rato. El que está en la bolsa roja es para la superioridad. El Mago de Oz espera novedades. Usted sabe, buenas novedades.
—Al operador local hay que untarlo, pasarle la pomadita.
—Lustre y cepillada.
—¿Quién lo va a cepillar?
—Yo.
—Lo suyo no era solo manejar.
—Flexibilización laboral. Son los tiempos que corren. Hay que saber adaptarse si uno quiere jubilarse.
—Por ahí, con suerte, llegamos a jubilarnos. El retiro nunca es voluntario. —Se llamó a silencio por unos minutos—. Si te dejan jubilar, claro. Nunca se está seguro del destino.
—Me quedan unos años de chofer, todavía. No pienso en mi retiro.
—Yo voy a morir antes de que puedan jubilarme, lo tengo decidido.
—¿Tiene todo arreglado?
—Tengo el mejor destino de todos. En el baúl de este auto llevo mi certificado de defunción en estado líquido. Unas pocas cajas, pero en otros lugares tengo muchas cajas más. Mi destino viene en envases de 946 ml.
—Cinco cajas de whisky escocés pueden ser un buen descanso para este trabajo.
—Eso espero. Detesto los problemas. Si todo va bien, lo voy a compartir con usted.
—Se agradece, señor, pero no bebo mientras trabajo; usted sabe que en La Ciudad Esmeralda eso no está bien visto.
—Sí, lo sé. Primero lo primero. Prioridad uno: limpiar la mercadería fallada. Prioridad dos: atender al operador local.
—Creo que va a ser al revés. Para la mercadería viene el Limpiador. Para el operador, estoy yo. El Limpiador embolsa al operador, recoge la mercadería y no dejamos cabos sueltos.
—Sin cabos sueltos. Servicio completo.
—Orden de la casa matriz. Usted arregla con el tipo, celular de la bolsa azul, después de que entregue el paquete al Limpiador, un encuentro a unos cuantos kilómetros de distancia del pueblucho, por la ciudad más próxima, en un apartado que tengo indicado. El fulano llega, se presenta, avisa que viene con el paquete, lo entrega al Limpiador y trata de explicar lo inexplicable. Entonces lo reduzco y lo cepillo ahí mismo. Nada de sangre. Es esa la condición. Un trabajo limpio. Si sangra, la cago. El gran jefe detesta la sangre. Usted lo sabe mejor que yo.
—Cierto. No es recomendable por esas cosas del ADN, ¿vio? La ciencia nos juega en contra. ¿Luego?
—Tengo una bolsa para cadáveres de primera calidad. Importada, hermética. Una joya de la tanatopraxia china. Muy sofisticada. La usan para el descarte de prostitutas que luego creman. Los chinos son tradicionalistas, matan a las prostitutas en sus orgías, las embolsan y luego las creman en una ceremonia rara. Compramos un lote de bolsas hace poco porque el dólar está barato. Gangas de la libertad de mercado. Made in China. No tenemos pruritos ideológicos. Si una bolsa para cadáveres es buena, no importa que diga que es comunista. Usted, al fulano, si me permite, le habla como para que el tipo se sienta seguro. Yo lo cepillo, lo embolso y se lo paso al Limpiador. Él lo va a dejar liso, sin arrugas. Planchadito, panchadito, planchadito. Cantaría Luca. Desaparece sin dejar rastros. Lo de siempre. Usted sabe.
—Perfecto. Dicho así hasta parece sencillo.
—Así es, señor, parece. Pero eso está por verse. Sabe que el refrán dice que lo que viene fácil se pone difícil. ¿Será así? Usted, que cree.
—Yo no creo en nada. Nunca creí en nada. Eso me pone a salvo de cualquier esperanza. Si te quito la esperanza, no tendrás nada por qué inquietarte. El que se esperanza vive angustiado, exaltado, esperando un suceso salvador. La solución a todos estos quilombos es matemática, kilo por kilo, mercadería por mercadería. Quirúrgico. Pura desesperanza matemática. Y algunos que quedan en el camino. En un mundo superpoblado, unas pocas bajas no alteran la suma.
La niña en los ojos consuela. Si le quita la mirada de encima a la nena que se contornea a su frente, le devolveré el poder de hurguetear en su entrepierna cuando pase el momento. No es necesario lloriquear y morder papel secante. Baste una nerviosa melancolía. Deje su ojo en blanco, cubierto de una membrana opaca que absorba el brillo de la vida. Piense en una melodía simple. Nada rebuscado. Parezca compungido. Simular siempre es importante. La muerte debe rondar la pupila. Eso es conveniente. En la córnea alguna vena hinchada, un molusco violáceo de aspecto de lombriz, que impresione a una infeliz vesícula. Es que el gobernador asume que aquello parece una fatalidad aunque no lo es. Porque las cosas muchas veces no son lo que parecen.
El gobernador espera su momento sentado en un sillón tapizado con telas que dicen tejió un arzobispo en la colonia cuando repartieron las tierras de acuerdo a la merced del rey o, tal vez, del papa. Es que la iglesia nunca hizo un favor a los más pobres a los que despojó de sus tierras. La iglesia se acuerda de los pobres cuando los pobres se ponen rebeldes.
A su lado, una sombra corre de este a oeste. La sombra es menuda, unípeda, inconsolable. No pesa más de quince quilos. Pero siendo tan poco su peso, aplasta como una verdadera tonelada.
Si deja los ojos en blanco, podrá parecer inocente. Pero si no puede e insiste con poner los ojos en los senos de aquella criatura que adelanta su cuerpo por accidente, nadie creerá en su inocencia. Parecer lo que no se es, es un arte. Pervertido. Su apariencia es pervertidora. El pueblo convocado en medio del llanto sabe que es un pervertido. Y la niña asume que para su satisfacción la llevaron. ¿Debe dar explicaciones a partir de ese momento? Ella no sabe nada del desaparecido, así como ignora tantísimas cosas. Está donde está por la gracia de un ministro. Aquí le traigo el regalo, le dijo al gobernador que no puede poner los ojos en blanco, y hacerse ciego y cauteloso. Lo perturba esa sombra que corre. Muérete, muérete, sombra y sal del escenario que perturbas el acto del buen gobernador. ¿Cómo ha de gozar si la sombra lo hostiga de ese modo? El gobernador especula: voy a ser reelecto, se lo ha juramentado. El congreso partidario se lo pide a expensas de la lisura de esos pechos adolescentes. O infantiles. ¿No es todavía una niña? Tiene la frustración de un cementerio. En el círculo de la iniciación de la pernada, en medio de aquella arboleda, dejó de ser una niña inocente. Para eso las hemos criado. Si no, hay que ahogarlas en un balde al nacer. ¿Cómo a las gatas? Será una travesura, no más que eso. ¿Quién cuestiona cuando se ahoga una gata? Nadie. La gente lo asume con naturalidad. Es preferible que te viole un terrateniente que un peón mugroso. Las jerarquías cuentan y cuánto. El ministro no escatima esfuerzos en ser complaciente con el gobernador. Sabe que pronto llegará El Hombre de Hojalata, porque se lo anunció su policía. ¿El Hombre de Hojalata? ¿Qué manera de violentar la metalurgia? ¿Habrá ebullición debajo de su piel? ¿O el infortunio de sus cartílagos lo volverá enclenque y repugnante? Ha de ser un hombre ridículo. No lo es, es temible como la inescrupulosa matemática de la muerte. Te hará una sepultura entre tus propias vísceras. Llegará en pocas horas. Con él vendrá un Limpiador. Testificaré su muerte al final del trabajo. Varios de la custodia del gobernador han establecido esto como un asunto prioritario. Hasta entonces, bostecemos como si nada nos preocupara. Como sobándole la guitarra a un músico sordo y cojo. ¿Esas presencias compondrán las cosas? Aunque ellos no lo intuyan, así será. Tal vez no como ellos suponen, como El Mago de Oz les propuso. Nada se pierde, todo se transforma. No hay cambio sin destrucción. Incluso la niña de los pequeños senos habrá mutado en un instante, de pie de frente al escenario al que está subido y desde donde no deja de observarle los pechos. Será una crisálida, su cáliz abierto en una pura aurora. Hay tantas niñas vírgenes en aquella provincia, hijas y gatas no dejarán nunca de reproducirse.
Cuando hable el gobernador, se hará un silencio inevitable. ¿Quién quiere escuchar a un gobernador mentir durante media hora sobre el futuro? Entonces será el ministro quien pondrá sus ojos en blanco, la pupila encantada, como un abrojo negro, inevitable. Un molusco bivalvo parloteando. Y el discurso sonará hueco y latoso. Bla, bla, bla… El gobernador mantendrá una piedra en una mano y en la otra la estampa de una Virgen protectora. Parecerá que reza porque siempre impresiona echarles unas palabras a los fantasmas. ¿Será la Virgen de Luján? Bajo la manga el puñal de San la Muerte. Mejor la Virgen de Caacupé. Dirá que todo lo que vendrá será mejor que lo pasado. Si no, te hará un ovillo y te arrojará al fondo del río con una roca atada al pescuezo. Gobernar no es cosa de blandos.
La arboleda sucumbió a la noche. El verde de los árboles estaba al morir al arrimarse al horizonte mientras se aplastaba una nube contra una línea roja del fondo del paisaje. Zurita, la nieta, le apretó las manos a la abuela Cándida. La abuela quemaba tabaco y escupía una pasta negra y pegajosa. Fumar en pipa era el vicio.
Ahí le prometió a la anciana atender al viejo muerto si pasaba de nuevo por frente a la choza. Que no había que pedirle nada, dijo la vieja. Da si quiere, si no quita. El Yasí hará de las suyas si no se respeta al muerto como el muerto quiere. ¿Niño o niña? Si fuera por su gusto, le entregaría, para serenarlo, a la niña, pues, repetiría, las niñas no sirven de mucho. Para reproducirse, lo demás viene solo. El varón trae la descendencia y el dinero, aunque poco, pero si no hay plata, puede cazar. ¿Qué puede cazar una niña? Nada que camine sobre la tierra. La mujer no trae más que palabras consigo y tal vez un vientre fértil. De ese útero saldrá el peón para ser explotado.
Pero si la muchacha oía arrastrar los huesos, la abuela le dijo que no le hiciera promesa alguna aunque el viejo se lo pidiera, porque no iba a poder cumplirla. El viejo siempre tenía algo que pedir. Hay que hacer como si no se lo viera y no se lo escucha. Y no se debe prometer en vano a un muerto cuando pasa frente a la casa. ¿Y si se detiene en la ventana? A la muchacha la desolaba la idea de tener al muerto mirando a través de la cuenca vacía de sus ojos por los vidrios rotos de la ventana. Hay que dejarlo, esa era la enseñanza. La curiosidad es como la esperanza, perdura a pesar de las personas hasta que se agota. Como el agua de la laguna cuando la sequía chupa hasta la humedad del barro. Que vaya donde quiera. Tal vez pase de lado la arboleda y entre en la pequeña llanura que dibuja una incipiente luna violeta para perderse esa noche y dejarles una cena serena. Mejor que se perdiera y entonces solo quedaría el vaho del sudor del cadáver mezclado entre las hierbas de la vegetación. Oler al muerto no es peor que oler a los cerdos en el chiquero, aunque un olor no es lo que el otro parece. La boñiga de cerdo tiñe la tierra hasta con sangre y de ahí extrae su olor; es el olor de la sangre y el barro podrido del fondo de la zanja. En cambio, el vaho del muerto se reparte en pedazos que entran por la nariz hasta los párpados.
—¿Viene la tía? —preguntó asustada la muchacha.
—Mire usté a través de la ventana. Se ve un rumbo por el que el muerto bien puede ir’acia un terrenal donde la luna acampa. Tal vez nos deje tranquilos.
—¿Pero la tía viene? Si viene, el muerto se alejará como siempre.
—Es concejala. Más le vale al viejo ponerse lejos. Si no, el Yasí se’ará respetar para acerse respetar. ¿Quién es un viejo muerto al lado de una concejala?
Dicho esto, tomó una vela en su mano marchita y la encendió con la llama de la cocina a leña. La vela encendida era una ofrenda a la tía. Pero la vieja sí cuidó muy mucho de nombrar al tío. El hombre es una cosa seria. No hay que mirarlo a los ojos, porque entra por las pupilas y ya no se va nunca de las tripas. Se aloja en las entrañas y te consume por dentro. Cuando el tío llega hasta el viejo muerto desaparece, borra sus huellas. Lo que pueden las charreteras.
La vieja, iluminado el rostro por la luz de la vela, mascó un tabaco y escupió al piso de barro.
—Ocúpese de la cena que en un rato llega la visita, no me’aga enojar que no estoy pa’ caprichos.
—¿Por qué invita a esa gente, abuela? Yo no le confío en nada.
—Yo le’ago el fideo y usté ponga el estofado. —La vieja hizo como que no escuchó a la muchacha.
—No bien llega, dice: ¿ya me preparó la comida? Y usté suspira porque la toma de sirvienta.
—¿Y yo qué soy? ¿Y usté, muchacha? Si apenas si sabe sumar. Yo no sé sumar. Sé de la plata de vieja porque me enseñó su madre que por lo meno aprendió a leer y escribir. Soy bruta. Usté es bruta, también. Las mujeres acemos esta vida de brutas, parir, cocinar, lavar la mugre y soportar golpes. Somos todas brutas. No sé de qué se queja siendo una niña. Busque uno que no le pegue. Con que no le pegue ya será bastante.
La muchacha se encogió de hombros. Preguntó:
—¿Ha comprado la garrafa pa’ la cocina?
La vieja arrastró los pies hasta una pila de leña. Sus juanetes relucían bajo la luz de la vela que mantuvo sujeta con firmeza.
—No, no tengo yo la plata todavía yo. —Dijo, mirando los troncos resecos—. Dicen que esta noche la tía me va’dar un dinero para comprar la garrafa. Viene con la Virgen a rezar un poco.
—Pero sí cada vez que reza lo único que nos llega son resignaciones.
—No me contradiga, mierda. Me va a dar una plata y tendremo garrafa.
—Si le da plata, algo le va a pedir a cambio.
—Algo le daremo.
—Ya sabe lo que le va a pedir.
—Algo le daremo.
—¿Y cómo vamo a cocinar si no hay garrafa?
La vieja señaló la pila de troncos.
—La leña. Ayer traje de por aquí, unas ramas del árbol seco que cayó por el viento. Por donde la mandarina, más leña’ay que trajo su padre. Leña sobra, no chiye.
—¿Y está seca la que trajo?
—Como yo. Más seca que yo, que estoy seca de adentro y afuera. Usté vaya a buscar los pollos. Dos. Están los colorados. Mátelos en el gallinero. Así las otras picotean la sangre y después empollan como un don del Dios divino.
—Yo no voy a andar de noche ahora a buscar esos pollos.
—¿Y qué vamo a comer? Ademá, todavía no e’ de noche.
—Va oscureciendo. No podré ver venir la sombra.
—Chica grande y tiene miedo. ¿Ve lo que digo? ¿Si no’ay hombre, quién mata un pollo en la noche?
—Usté sabe que hay cosa allá afuera. Siempre aparece cuando viene la tía.
—Déjese de estupidece. Vaya a buscar el pollo que yo lo descogoto aquí mismo.
—No quiero. Que vaya la Ladina, que se hace la santa. Ella no tiene miedo. Cree que no sabemo que vende droga. Ni el policía se le acomoda. Todos se alejan cuando ella llega, menos los enviciados.
La abuela Cándida se puso seria y volvió con un tronco grueso para alimentar el fuego de la económica.
—No repita ese asunto.
—Como usté quiera, pero sabe que no le miento.
—Vaya a buscar los colorados. —La abuela le ordenó—. En un rato llegan los tíos.
—Los pollos no saben lo que les espera.
—¿Acaso usté sí? Si el muerto pasa por el gallinero, los pollos van a quedar temblando. Va a ser má fácil agarrarlos. Los pollos entienden menos que la Ladina.
—Entonces vaya usté vieja, que ni el viejo ni el Yasí la van a querer a usted. Yo estoy joven y puedo dar cría.
—¡Todas igual! Y ahora con ese teléfono todo el día paveando. ¡Qué mira en ese aparato, m’hija! Parece idiota. ¡Qué Yasí ni Yasí! A usté la va a agarrar el Prudencio en un apartado, donde los árboles están en círculo. Le va a ser un’ijo y después otro y otro. No va a poder subirse la bombacha.
—No quiero hijos con el Prudencio.
—Y qué, ¿va a elegir? Acá no se elige, se agarra lo que se puede antes de que te agarren. Agarre lo que tiene a mano. Ya le dije: mientras no le pegue, no se queje.
—¿Y usted así agarró al abuelo?
—¿Quiere que le diga mentira?
—Prefiero me lleve el Yasí.
—¡Qué Yasí-Yateré ni Yasí-Yateré! La muerte, a mí me va venir a buscar la muerte un día de estos y voy a descansar lo que ustede no me dejan nunca. Seca me tienen ustede. Me’acen trabajar todo el día y’asta me dejan el chico ese que no respeta nada. Malcriado.
—Hasta que llegue otro.
—¿Otro? Esa mujer parece vaca de parición. Como las vacas, tiene cría pa’ dejarla después suelta por el campo a la buena de Dios. Ese vago del Poncio no piensa en otra cosa que acerle’ijos. Parece que vive de calentura en calentura. Vago e’mierda. Si trabajara má no andaría calenturiento.
—¿No dijo que quiere varones?
—No malcriados. A ese lo va a llevar el Yasí por las patas. Le dije a la madre que le dé unos rebencazos y que va a comportarse. Así les crie a todos y salieron derechos.
—Sí, claro, como la Ladina.
—Le dije que no’able del asunto si no quiere que le dé buena paliza con el cinto.
Mejor callar. Por el silencio, el viejo muerto se dejó llevar. Siguió de largo, para perderse. Pasó por el gallinero, los colorados se acovacharon detrás de las ponedoras. Pollos miedosos, la carne se pone dura del nervio.
La muchacha vio al muerto por la ventana desaparecer tras el árbol de dulces mandarinas. La noche acabó por derrumbarse sobre la llanura. Una bruma violeta corría a ras del pasto. En minutos llagarían los tíos. Qué podía hacer si no obedecer en silencio. Todavía llevaba las marcas de los últimos azotes. No había donde esconderse. Parecer buena niña podía resultar una salvación. Hasta entonces los señores no la buscaron para desvirgarla. Pero el Prudencio esperaba su oportunidad, agazapado. La quería para él, y si la tocaba un patrón, ya no la querría más. Pero a la muchacha el Prudencio le daba asco. Y vendrían los tíos, que no son tíos, sino agregados, porque la vieja los invita para obtener ventaja. Los tíos y esa Virgen con la que iban de pueblo en pueblo pa’ vichar las crías para ofertar. Por esos lados, la oferta nunca mermaba, había carne para elegir a gusto.
Si Dios lo ha querido, por algo será. Aunque se hubiese retorcido de dolor y gritado hasta acabar sus cuerdas vocales, la voluntad del padre no se desobedece. Le dijo de muy niño, y casi le suplicó: la tradición familiar no puede alterarse. No es que no se debe, no se puede. Y luego le palpó la cabeza para ver si aún sangraba por la herida que le provocó el mayor de los vástagos cuando lo atacó por sorpresa, con una vara larga y espinosa.
Él era el elegido, y aunque sus hermanos lo molieran a palos, el padre no cambiaría de opinión. Antes moriría. No podía alterar el orden sucesorio que lo establecía la muerte desde un panteón destruido en épocas de la guerra de la Triple Alianza, cuando los cadáveres flotaban por los ríos y se pudrían bajo el sol abrazador. Uno de ellos emergió de las aguas y se apropió del panteón. Desde entonces, vaga de rancho en rancho, señalando a las niñas y a los niños para el sacrificio. Ese era el mito, y en él creía firmemente. Si escuchaba el quejido del muerto, era el indicado. ¿Los otros lo habían escuchado? Ni un poco.
Fue él y no otro el que escuchó al muerto. Era el don. Por eso no durmió ni comió durante días y a pesar de que la madre lo zamarreaba para que se alimentara, cada vez que intentó llevar un bocado a la boca, el padre se lo impedía. Debía estar puro para el encuentro con los muertos. Los ritos no se alteran. Vacío de alma y cuerpo, limpio. La sal inglesa ayudaba a lavar la tripa. Y cuando se encogía retorciéndose por el dolor que le provocaba el hambre y la purga, su padre lo zarandeaba hasta obligarlo a ponerse bien derecho. “Me cae la diarrea por las piernas”. ¿Quieres el cielo? Gáneselo.
Fueron años de frustrante preparación. Descartar mercadería es una misión que se revuelve en una maraña de pensamientos. No debía quedar ni un gramo de esperanza. Entonces las oraciones a los santos se volvieron apenas un temblor entre los labios. Cenizas de la palabra entre los dientes.
Meses después preguntó cuál debía ser su elemento primordial. ¿El fuego? ¿El agua? ¿La tierra?
El padre le dijo que ya lo descubriría. Que por algo debía bañarse en agua bendita antes de hacer ese descubrimiento. Esa sería su salvación. Primero la diarrea cayendo por las piernas y metiéndose en los zapatos, y luego el agua bendita para aliviar la costra de excremento.
Siendo el padre un Limpiador avezado, no había alcanzado la perfección a la que aspiraba para su hijo. Y eso que lloró hasta en los rincones más oscuros, reclamando una señal del muerto para darse por satisfecho.
—Creí, padre, que usted me otorgaría el salvoconducto, que acabaría antes de que me volviera loco.
El precoz aprendiz no cabía de ansiedad en sus zapatos. El padre hizo como que no lo había escuchado.
—Limpiar a un adulto no es complicado. El problema son los niños. —No debió reír cuando lo dijo.
—Uno debe de estar seguro de la empresa.
—Hijo, será el muerto el que te dará esa seguridad.
—¿Entonces a quién debo agradecer mi don?
¿A quién podía importarle eso? Lo que valía era la eficacia. Años de atormentar al hijo para que, justamente, se volviera preciso y sin sentimientos. Un adicto a la muerte. A la mala muerte, porque las hay buenas, adorables, sin engaños.
Entrar a La Ciudad Esmeralda era como entrar a un cementerio. Y aunque los brillos encandilaban, la sangre opacaba todas las luminiscencias. Ya integraba el plantel de Limpiadores y gozaba de gran reputación en el sindicato cuando murió el padre. No recordaba el día que murió el padre. Sí que lo hizo entre muchos dolores. No rezó, estaba harto de Dios. Sospechó que ese era el momento que esperaba. Muerto el padre, la indiferencia debía abrir camino a la revelación, como una epifanía. Con la muerte del padre murieron sus terminaciones nerviosas. Ya no había dolor, no había nada. A partir de entonces, la analgesia fue un acto de remordimiento.
¿El Elemento que buscaba? Si no era el agua, si no era el fuego, si no era la tierra, lo inesperado sería su elemento primordial. Una relojería de los imprevistos haciendo lo que hay que hacer. Cuando el más viejo de los Limpiadores le dijo “el cerdo”, no pensó en el Tarot. El cerdo era un animal que no le inspiraba ningún sentimiento. Aprendería a trabajar duro y ser paciente. Hasta que no quede nada del difunto, el cerdo mastica sin detenerse. Sabe que son los pequeños detalles los que malogran una gran empresa, y por eso es angurriento, tan feroz como voraz. Abre su gran boca, hinca sus dientes en la semi oscuridad, traga sin paciencia, traga y un estómago centrífugo, disuelve las astillas de los huesos y no queda nada que esperar. El cerdo era la revelación. Lo demás, lo instrumental, era irrelevante. Las herramientas cambiaron con los años. Fueron hachas, cuchillas, sierras, amoladoras, sinfín, apenas medios. El fin justifica los medios y el cerdo era el fin. Trozar hasta que la carne y el hueso no fueron de un tamaño mayor al del ojo de la aguja, por donde nunca pasará un camello.
Cerdos y muertos. ¿Era el muerto de su infancia el mismo que pasaba por el rancho de la abuela señalando a la víctima? ¿Cómo saberlo? Los quejidos de los muertos son todos iguales. Estaba en ese pueblo miserable, esperando a El Hombre de Hojalata, arribado casi de manera involuntaria, cuestionándose sobre el muerto y la mercadería que debía descartar sin perder tiempo. Su experiencia contradecía la enseñanza de su padre. Los adultos son un problema a la hora de descartarlos. Un niño es cosa menuda. Un hacha modesta y de buen filo. Una docena de trozos. Nada de exageraciones. Pensó que tal vez sería mejor llevar los fragmentos a la naturaleza del río. ¿Alguien autorizaría cambiar la tradición? ¿No sería considerado un ignorante luego de tantos años de trabajo al pedir ese cambio? Se preguntó por las coordenadas del río. Pero no obtuvo respuesta. Entonces pensó en el alambre de enfardar. Un ovillo perfecto para la fauna del río.
Hay que ir de la vieja, dijo. Seguro habrá estofado de pollo y fideos. También dijo que en el último pueblo cayó una tempestad que rompió el hocico del perro, que adquirió la forma de una equis. No fue un trueno ni una granizada. Fue un misterio. El perro aulló de dolor cuando la sangre corrió por la dentadura. Debió violentarse y sacrificar al perro, pero la estampa de la Virgen la hizo reflexionar. Lamentarse por el perro la mostraría como a una madre a pesar de que no tenía hijos. Lo cuidaría en su casa y todos sabrían de su sosiego. La violencia no conduce a nada, no debía olvidar esa verdad a medias. Si tenía las llaves de todas las casas, podía llevarse a quien quisiera, sin violencia. Sonrisas, rezos. Como cuidar al perro del hocico roto.
Cargar la imagen de la Virgen para llevarla a todos lados era un fastidio, pero no era más que un trabajo al que no se le daba la espalda. No siempre la felicidad se alcanza con bulliciosas ilusiones, ni es un único desafío. Después de todo, era como llevar una joroba mal dispuesta, en vez de en la espalda, en el pecho. El esternón se abarquillaba hasta los tuétanos. Dibujaba en su pecho un arco asombroso.
¿Cuánto pesaba esa estatua de madera? El marido decía: “nada, no pesa nada”. Pero ella lo contradecía. “Si no pesa nada, llevala vos”. Y el hombre soltaba su carcajada. Yo planifico. Eso era todo.
Algún regalito inútil siempre había que llevar a donde se fuera. Ella lo decía a menudo, a esos pobres cualquier chuchería les viene bien. Se alegran por nada. Un rosario, una estampita, agua bendita. Agua. Luego te entregan las hijas como se pulsa la doncellez de una libélula. Las mujeres son una calamidad. ¿No lo dijo un coronel muchas veces? Los coroneles saben de qué hablan. Las mujeres son una calamidad. Calamidad, calamidades, desgracias del anverso y el reverso.
Más no pudo dejar de pensar en el perro con el hocico destrozado. Un aviso de que debían cuidarse ese día, la suerte no alcanza jamás para todo. Pero esperaba que con la niña sí tuvieran suerte. Y mucha. No es ambicioso desear la buena suerte. La niña aún no había menstruado. Debía ser algo blanca, no demasiado, y tener apenas unos botones por senos. Era la ideal. La elegida. La chica confiaba en ella o al menos eso parecía. ¡Tía! ¡Tía! La llamaba. Una tía pueblerina. Para así parecer, debió engordar unos cuantos quilos. Dejar la figura fina y el aspecto de vedete que había adquirido hacía un tiempo y lucía cuando su condición de secretaria de ministro. Ahora era una señora. Dejó de teñirse de rubio para parecer señora de pueblo y no de ministro. Antes se disfrazaba de joven, quería parecer la de las revistas, flacas, rubias, plásticas. Rubia botella calzón de lata. Eso parecía. Él se lo dijo varias veces. Rubia botella calzón de lata. Así no servís para nada. Poco útil para la cosecha. El pelo duro, el labio rígido de pintura gruesa, roja. Muy rojo todo. Había que perder el olor a sexo; la vieja Cándida, estaba seguro, podía olerlo a la distancia. Una fragancia arácnida, una acuarela rosada entre las piernas. Oler a tierra, a sudor, a hostias en el cáliz. Y sin palabras. Cállate. Cállate. Deja la lengua suculenta para las noches soberbias. ¿A qué tanto decir en esos pueblos muertos de hambre? El hombre, en cambio, era sobrio. Él no perseguía, planificaba. No le interesaban las mercaderías para su propio goce. Era un asceta. Nunca mezclar trabajo con goce. Mira la mercadería, pero no la percibe. Mira a la mercadería, pero no la desea. No atina sus volúmenes ni sus temblores. Es parco, y no ofrece triunfos, sino mortajas. Pequeñas, blancas, almidonadas. Tenía un mapa detallado de todos los pueblos, de sus caminos para ir y de los mejores para escapar. De donde fuera, una ruta a la ribera del río donde lo esperaban para entregar la mercadería. Simple como un remiendo en la ropa. Varias cuentas bancarias. Los paraísos fiscales rinden sus frutos. ¿Para qué existen los paraísos, sino para brindar las frutas mejores? Muchos celulares para hablar aquí y allá, con este y con aquel. Como una docena. Inobjetables. Paraísos fiscales, cuentas offshore, criptomonedas. Saber invertir no es fácil. Nada es gratis. Había mucho que repartir. Al policía, al ministro, al gobernador, a los pacíficos, a los violentos. Todos obtienen su parte. Es como cortar al niño o la niña en varios pedazos y repartirlos mientras la tía repite: “Este es el cuerpo, tomad y comed todos de él”. La comunión de esos órganos insomnes, llenos de promesas nupciales. La sangre era lo último, como el vino. En el corral de niños todavía había algunos sangrando, no se los podía vender. Por eso tuvieron que ir por la muchachita donde la vieja estaba a punto de decapitar los pollos colorados para hacer el estofado.
Nada de sangre hasta el momento justo. La sangre siempre alucina, es una fuerza centrípeta que comprime hasta deshilachar las tripas. El tío tenía todo listo. La tía dudaba aún por la visión del perro mutilado.
—¿Y? ¿Qué esperamos? —Ella no respondía—. Preparo el coche y nos vamos.
Ladina estaría llegando casi al mismo tiempo que ellos. No convenía perder el tiempo.
—¡Vamos! —gritó. Su voz sonó más militar que de costumbre. Ella llegó al automóvil seguida del hocico sangrante del perro. El perro daba lástima y se acostó a una sombra.
La tía lucía hasta policial. Zapatos abotinados, pantalón color marrón-tierra, blusa blanca, rostro sin maquillaje. Señora concejala. Así la quería el hombre. Ella preguntó por los papeles.
—¿Qué papeles? —El hombre estaba fastidiado.
—El contrato.
—¿Sos boluda? ¿Para qué voy a hacer un contrato?
—Por si pasa algo.
—Si pasa algo, vamos todos en cana, boluda. Qué contrato ni ocho cuartos. No confío en la vieja ni en la Ladina. Contrato una mierda…—. La mujer no podía ni abrir la boca.
—¿Y el Artemio?
—Menos, ese que en lo único que piensa es en chupar y coger. Más inútil no se consigue.
Subieron los dos al automóvil y emprendieron la marcha hacia la tapera de la anciana.
La tarde se deshacía deicida. Nerviosa herida, sanguínea. Ladina desconfiaba de ese clima. Temía a los claroscuros del cielo. El paisaje no prometía nada bueno. Algo le decía que no era buen negocio. Si siempre siguiera a sus pálpitos, las cosas andarían mucho mejor. Pero ya estaba hecho, y lo hecho, hecho está. Una cosa era vender la blanca, otra, carne fresca. El rollo aquel se había vuelto temerario. Nunca se sabe cuando una venta se sale de quicio. La carne habla o llora. Perturba. La droga nunca le dio complicaciones. Gramo a gramo, los viciosos respetan las reglas. Si no había efectivo, no había suerte. El vicio es al contado. Pero la carne siempre chilla, y si no chilla la carne misma, lo harán sus madres, sus abuelas, sus hermanas. Los varones no chillan nunca, solo se empedan. Ladina sabía que no hay modo de callar a una madre. Hasta el policía, maldito borracho de mierda, de vez en cuando y por pura demagogia, lagrimeaba junto a las mujeres. ¡Ay el Yasí, ay! Y cuánto más pensaba de este modo, más notaba el naufragio de la tarde hasta volverse perturbador. No soltaba el celular por nada del mundo. Lo aferraba su mano izquierda. Intentó un par de veces comunicarse con el policía. El hombre no respondía. No era excusa para distraerse. Llegaría la novedad en el momento exacto. Tampoco dejaba de mirar al cielo; no quitaba la vista de una nube que bajaba en procesión hasta el pequeño cementerio al fondo, donde alumbraba un espejismo denso, un espacio de tierra un poco mayor que un cadáver adulto. Dos metros por un metro. Allí se podía sepultar a quien se quisiera y nadie se tomaría el trabajo de hurguetear la tumba. Un metro de profundidad era suficiente. La carroña, las más de las veces, vaciaba la tumba en cuestión de horas. La gente muere y a veces sin aviso. La carne se pudre rápido, las alimañas no dan tiempo ni a sospechar la pudrición. La muerte en esos pueblos no es nada virtuosa, por cierto; las más de las veces de rodillas luego de un infarto, o un pedo con vino barato. O en la misma letrina, sobre un montón de excrementos.
Ordoño, el marido, no se apartaba de ella, pero se mantenía en silencio. Hacía unas semanas que andaba como ciego, a los tumbos, por las callejuelas. Ladina insistía que le había dado un tumor en el cerebro y que pronto moriría. Hombre inútil desde el día en que nació. ¿Cómo se había casado con ese inútil? La madre, la vieja comadrona Cándida, le dijo que el matrimonio con Ordoño era lo único a lo que podía aspirar ella. La comparaba con una vaca vieja. El útero seco, le reclamaba, por eso no le dio nietos.
¿Si no sirve pa’ reproducir, pa’ qué sirve? ¿Y si no servía para la parición, qué otro hombre más que Ordoño y la iba a matrimoniar? Era un matrimonio estéril.
Siempre la ofendió ese comentario, pero allí estaba, junto a ese hombre mediocre, esperando que el comisario le atendiera el llamado. Pero el buen hombre estaba de juerga, chupeteando en una fiesta de un pueblo cercano. Festejo de un santo, de los muchos que adornan las iglesias por esos lados. Luego se iría a la ciudad, a visitar a una chinita joven de un prostíbulo en el que era el cliente preferido.
Si el comisario no respondía y el aviso llegaba, iría ella por la presa. Ordoño, el marido, ni se atrevía a disentir; siempre una captura lo espantaba. Seguro que el policía se había perdido en algún festejo, porque siempre andaba atrás de los políticos tratando de sacar partido.
—Mala yunta, político y policía. Borrachos de mierda. —Ladina detestaba al policía, pero temía al político. Cada vez que debía nombrar al comisario, lo llamaba “borracho de mierda”. En cambio, se cuidaba muy mucho de hablar mal del político. Había aprendido bien aquello de que nunca hay que dar queja al que manda.
—¿Quién va a liberar la ruta? —Ordoño se tomó su tiempo para preguntar, respiraba agitado y sudaba, pero se animó a hablar. No podía disimular su miedo.
Ladina siempre se preguntaba si Ordoño era o se hacía. Tal vez fuera el tumor que lo volvía más idiota. Qué liberar ni liberar. La ruta interna no la transitaba casi nadie. Apenas pasaba el viento y algún paisano a caballo, de esos viejos mañeros que no sabían usar otro camino más que ese, que habían aprendido de niños. Además, los viejos mañeros nunca hablan. Que si no tenían lengua se la comieron ellos mismos. No había ni que abrir la boca si se quería ver el nuevo día. Y eso los viejos lo habían aprendido desde la época de los señores ingleses. No he visto nada. No he visto nada. Eso era todo. Desde que los narcos compraron esas tierras, no se sembraba nada. Eran de tránsito. Cuantos menos merodearan por ellas, mejor. Cuando el Yasí o el ánima perdida no convencían, dos escopetazos hacían entrar en razón a cualquiera. Al principio llegaba de vez en cuando alguna avioneta que aterrizaba al fondo del villorrio, pero por entonces ya no, todo iba por el río, cuesta abajo, en barco hacia la gran ciudad. Más barato y seguro.
Eran buenas tierras, los frutales crecían a voluntad. Las mandarinas más dulces eran de esos campos. Sus frutos eran los que los niños más deseaban. Por detrás de los mandarinos pasaba la ruta de tierra que se escabullía en todas direcciones. Por ella se podía sacar la mercadería sin que nadie estorbara. De ahí al río, donde siempre esperaba la barcaza que desaparecía luego de recibir la carga entre unas olas pequeñas, para nada apacibles.
La ruta nacional era otra cosa. De vez en cuando se aparecían los gendarmes y cobraban peaje. Pero una cosa era la pasta y otra la carne. La carne es pecado en estado puro, es cargar sobre los hombros los mismos cuernos del diablo. No hay coima que valga si el riesgo es tanto. Con la blanca es cuestión de pactar los porcentajes. Vamos tanto y tanto. ¿Pero cómo hacer eso con la carne? No hay manera.
Si el viejo muerto había hecho lo suyo como lo había hecho desde la conquista, nada debería salir mal. Así pensaba Ladina, pero no Ordoño. ¿Un cadáver a tiempo resuelve muchas dudas? Ordoño no lo creía. Él tenía mucho que perder, incluso la vida, o quedar idiota por ese tumor cerebral que Ladina le decía, le comía el cerebro, todos los días un poco. Pero un viejo muerto no tiene nada que perder. No puede echarse a perder porque ya está perdido. En cambio Ladina siempre confió en el viejo muerto. Desde el primer momento en que lo vio escondido dentro del círculo que describían los frutales donde los patrones desfloraban a las niñas. Ladina especulaba que por la ventana del rancho debería haberle echado la última mirada a la muchacha para asegurar la mercadería. Tal vez hasta repitió con esa voz nefasta su nombre: Zurita… Zurita… Cándida habrá hecho como que no vio ni escuchó nada mientras fumaba su pipa. La vieja sabía cómo disimular.
Fue el viejo muerto el que describió para sí la anatomía de Zurita. Busto pequeño, caderas suaves, muslos firmes. Ladina no tardó en ofrecerla, y menos tardó en venderla. ¿Quién no querría una mercadería como esa? ¿Virgen? Preguntaron. Por completo. Repitió: por completo, de cada lado, por si había alguna duda. Y además era hasta bonita. Una buena lavada y alguna ropita liviana y estaría lista para la ceremonia. La transacción sería luego de la cena. Los tíos eran garantes del pacto. Fácil como degollar a los pollos colorados. Fácil como hacer estofado de pollo y amasar fideos.
Ladina intentó un último llamado al comisario antes de salir para el rancho de Cándida. Nada. “Borracho de mierda”. Eso era todo. No había caso.
Ordoño manejaría la chata esa tarde-noche. A él no lo impresionaba el paisaje, tal vez porque no alcanzaba a comprenderlo.
El mensaje de los tíos llegó a tiempo. No podían fallar. Ladina lo leyó varias veces antes de borrarlo. Tal vez equivocaba su mal presentimiento y las cosas saldrían lo bien que se merecía. Porque ella se merecía el bien y no el mal. Por cumplidora. Debió estar donde decapitaron los pollos para ver en qué dirección corría la sangre. Se recriminó su poca dedicación a las cosas del destino. Si la sangre corría en dirección al camino viejo, le habría dado alguna tranquilidad.
Apenas Ordoño puso en marcha el motor, Ladina extrajo de una carterita negra que llevaba un bello rosario nacarado. Cristo en bronce, eslabones dorados. La redondez de las cuentas era magnífica. El rezar siempre es gratificante. A Dios se le puede pedir cualquier cosa y creer que nos la va a conceder a pesar de nuestros pecados. “Que no haya corrido la sangre en dirección a Zurita”, murmuró mientras corrían por las cuentas sus ásperos y gruesos dedos. Ordoño no alcanzó a escuchar lo que dijo su esposa. ¿Y si hubiese ocurrido de tal modo, una sangrecita confundiéndose epitelial con la piel de la muchacha, una roja señal espiritosa? Un déjà vu de la menarca. Algo que fue y se repite y repite bien hecho en una línea de humanidad hasta remota. Una señal de temprana madurez. Nada de qué preocuparse. Las niñas maduran antes que los hombres, que son algo idiotas hasta ya pasada la juventud. O más aún. La edad del pavo varonil es prolongada y a veces inacabable.
—¿Va de la madre? Ella no le invitó. No le aguarda. Sabe que no le gusta que le caiga sin aviso. —Glisoría no esperaba nada de Cándida. Si visitaba su rancho era por obligación.
—Voy del Prudencio a por un trabajo que tiene que hacer para el comisario o amigo del comisario. No sé bien. Quiere ayudante.
—Ajá.
Poncio miró por la ventana porque no se animaba a observar a Glisoría.
—El niño quiere acompañarme. ¿Lo deja?
—El niño anda atrás suyo como perro faldero. Que vaya, acá solo jode. Caprichosito.
—¿Dónde anda?
—No sé, potreando por algún campo. Salga al campo, seguro le verá corriendo. ¿Usté va de peón?
—Sí. El Prudencio me llamó esta mañana.
—¿Cómo que no le oí?
—Usté estaba en el baño.
—¿Y qué le dijo?
—Que le ando bien en el trabajo.
—Será. Usté sabe del trabajo. Pero ese Prudencio anda alzado con Zurita, usté también lo sabe, aunque se haga el desentendido. Yo lo vi manosearse cuando la tiene al frente. Le mira la entrepierna. Creo que le huele la sangre nueva porque la chica ya sangró. Está para reproducirse. No me gusta ese hombre. No quiero que se le acerque a la hija. Todavía es una nena para andar quedando embarazada.
Poncio se encogió de hombros. Todo hombre quiere mujer joven. La mujer joven es fértil, salvo que esté enferma, como Ladina. ¿Tiene algo de malo querer mujer joven? La suya lo era y ella no se había quejado nunca.
Que Zurita fuera no más que una niña, no significaba nada. Lo sabía Glisoría y los sabía Poncio. Ella se salvó del patrón porque se metió en la cama de Poncio y ahí nomás quedó preñada. Entonces el patrón ya no la quiso.
Si no era Prudencio, sería un patrón. Pero la hija nunca se casaría con un patrón. “Usté puede arrastrarse con un patrón, pero no le dará matrimonio. Ni civil, ni iglesia. Capaz le hace varios hijos, todos bastardos. Hijos sin padre. Aunque salgan igualitos al patrón, él dirá que no son de él. ¿A ver los documentos? ¡Pero si no son ni bautizos! Chinas de mierda, siempre quieren agarrarlo a uno por las pelotas. El patrón tiene esposa e hijos, tiene heredero. Se meten en la cama del patrón y luego van al cura a llorar que no menstrúan hace meses. Quieren plata, y si quieren plata, que se la ganen.” Poncio conocía de sobra el discurso.
En cambio, Prudencio era hombre bruto pero de trabajo, y muy requerido por los estancieros porque era trabajador y no andaba en el sindicato. Nunca se metía en política y votaba lo que le decían. Pero Poncio ya tenía decidido el destino de la niña. Y eso que sabía que el comisario también le había echado el ojo a Zurita. El comisario no era mal partido, pero no la quería para mujer. Tenía la suya en otro pueblo y de ella nunca hablaba. Además, Zurita no ocultaba su desprecio por el policía, aunque eso para el tipo no significaba nada. Ya lo había dicho una noche empedado, en el boliche, la encontraría vagando por ahí y la desvirgaría. ¿Quién podía impedírselo? ¿Poncio? ¡Por favor! ¡Si hasta le tiene miedo a la Glisoría! Ninguno de los paisanos se atrevía a contradecirlo, porque todos sabían que no podían impedírselo. Hasta por ahí le hacía un hijo que fuera tras de él como los perros. Después de eso, ningún hombre se fijaría en la muchacha para esposa. Nadie se casa con una desvirgada de la que todo el pueblo sabe que se la pasó el comisario. Menos sí quedó preñada.
Glisoría sabía que Poncio no era sincero. Tal vez fuera primero del Prudencio, pero seguro que iría de su madre, a la cena con los tipos, esos que Cándida llamaba “tíos”. No son los tíos de nadie, repetía Glisoría cada vez que Poncio le hablaba de ellos. En cambio, él insistía con llamarlos tíos.
El hombre esperaba hacer migas con la señora Ava y su marido Ramón. Eran de influencia. Todos comentaban lo bien que andaban con el gobierno. Ella era funcionaria, o algo así. Concejala, le decían. Él era militar. Cuando lo presentaban como militar, él decía “retirado”. Pero todo el pueblo sabía que eso no tenía importancia. Qué retirado ni retirado, un milico es siempre un milico. Hasta el gobernador lo hacía notar. “¡Póngase el uniforme, viejo! Así me luce en el palco”. Pero el uniforme solo era para alguna ocasión. El de gala solo era para actos autorizados. “Pero déjese de joder, hombre, quien no le va a dar autorización en este pueblo de mierda”.
Hablaba poco, pero lo hacía con seriedad. Era educado, y parecía leído. Si no lo escuchaba el gobernador porque estaba ocupado, lo escuchaba el ministro de gobierno, aunque el ministro siempre parecía escuchar, pero, en realidad, no escuchaba a nadie. Nunca le interesaba lo que las otras personas podían decirle.
Poncio quería arrimarse a esos porque esperaba sacar provecho. Lo tenía decido. Les daba la hija a cambio de un trabajo tranquilo. No pedía mucho. Un puestito del gobierno. Algo para comer todos los días y no salteado como era costumbre. Y además era una boca menos para llenar. Porque era seguro que después del niño vendrían otros hijos. Él tenía el esperma caliente. Andaba mucho como alzado. ¿Cuántos podía tener con la Glisoría? Ni lo pensaban. Montones, era la respuesta. Muchos. Y darles de comer a muchos siempre es una desgracia.
La hija ya se lo iba a agradecer. Las jóvenes no saben nada de la vida. Era eso o elegir entre el comisario y el Prudencio. Qué mejor que estar bajo el ala de la mujer y el marido milico, los amigos del gobernador. ¿Quién se iba a meter con la concejala y el milico? Nadie. Era mejor a que un día se la levantaran cuando venía de la escuela y la llevaran a alguno de los prostíbulos que regenteaban los mafiosos.
Ava y Ramón hacían lo posible para que se supiera la relación con el gobernador. Una vecina se acercaba a ellos, ni se animaba a mirar a sus ojos, y ellos la recibían como si la conocieran de toda la vida. ¡Cómo le va, doña! ¿Qué la trae por acá? ¿Quiere un televisor? Y cómo no se lo va a conseguir la Señora, hable con ella que siempre está dispuesta. Para todos, Ava era “la Señora”. A veces “la mujer del milico”, pero eso solo se decía en la intimidad de una charla entre paisanos. Las mujeres ni se animaban a nombrarla.
Ella haría todo lo que estuviera a su alcance para darle el gusto. ¿Por qué el gobernador le iba a negar un televisor a una vecina? El gobernador sabía de la necesidad porque él era hijo de padres pobres pero honrados. Muy honrados. Trabajaron duro para que él fuera abogado y llegara a político y a gobernador. Un televisor, una máquina de coser, no se le niega a nadie.
Glisoría les desconfiaba como le desconfiaba a todos los políticos. Por eso ella no iba a lo de Cándida. Además, Cándida no la quería y se lo hacía notar. Fumaba la pipa y le echaba el humo en la cara, para fastidiarla. Ella detestaba el tabaco tanto como a la vieja.
Además, por esa casa, siempre estaba el viejo, ese que merodeaba a las niñas y aparecía y desaparecía como un fantasma entre los ranchos pobres. Porque está muerto, le decía Poncio. Pero no tiene maldad, algo en lo que Glisoría no creía. ¿Un muerto que anda atrás de las nenas? ¿Cómo no va a tener maldad?
¿Cómo supo Poncio de la cena en lo de Cándida con los tíos? Por Zurita, que por esos días paraba donde la abuela. Le escribió al celular: “vienen los tíos, la avuela ará fideo y matará dos poyos colorados”.
¡Qué herejía! Matar esos pollos para la visita aquella, diría Glisoría si se enteraba. Las coloradas eran buenas ponedoras, y hacían pollos colorados y pendencieros. Lindos poyos coloridos. Había que cuidar las ponedoras porque no se podía andar comprando buenas ponedoras todos los días.
Glisoría era una mujer joven, alta, algo delgada, que parecía mayor de la edad que tenía. A pesar de eso, no lucía canas. El cabello castaño era pajizo. Agua dura la de la napa y, a lo sumo, el jabón blanco. El de la ropa. Sí, parecía muy triste. Lucía cansada. Muchos hijos, decía ella. Muchos. ¿Cuántos? Qué importaba. Muchos hijos arruinan a cualquier mujer. Ya ni dientes tenía. Todo el calcio se lo habían chupado los hijos meta teta y teta.
El último era un niño de crianza, de nombre Finn. Ni había empezado la primaria, gustaba de andar solo por el campo. Todos lo conocían. Era menudito pero ruidoso. Gritón y porfiado. Iba al jardín de infantes que el municipio había montado para los hijos de los paisanos. Todos los políticos se daban una vuelta por la escuelita, como se conocía ese jardín de niños, cuando llegaban las elecciones. El voto hace que el político salga de su comodidad y vea al pobre como un tributario.
Ava Mørk o Mork. Nombres que nadie comprendía, aunque al principio se los repetía con cierto entusiasmo. ¿Vio a la señora del milico? ¿Ava? Sí, Ava. Raro. Sí, me dijo “ola”. Le dije “ola”. Ava, nombre raro. Mork, ridículo. La gente de la ciudad es rara. Hablan raro. Visten raro. ¿Por qué no usarían nombres raros o incluso absurdos?
Rubia, flaca, alta, con toda su dentadura además blanca, labios gruesos y rojos. ¿El color de los ojos? Deberían ser celestes, aunque eran oscuros. Pero las pupilas de color oscuro no pueden estar en los ojos de una mujer teñida de rubio. Tornaron celestes en un instante, aunque nadie podía jurar que así fuera. Sus manos lucían dedos largos, finos y delicados. ¿Nacida en la provincia? Si era oriunda, lo disimulaba.
La primera amistad que trabó en el pueblo fue la de Cándida. De ella jamás más se separó. Cándida nunca creyó en ese nombre. El apellido lo ignoró por completo. Nunca lo pronunció. En el pueblo se es María, Pedro o Juana. El apellido es para los trámites o para los desconocidos. “Allá anda el Pérez ese”, así se dice, o “va Fernández para lo del Pérez”. Pero entre conocidos se llamaban por el nombre o por el apodo.
Muchos afirmaron que, por vieja y arrinconada en ese pequeño pueblo, Cándida no entendía el nombre Ava. En verdad, no era que no comprendiera ese nombre, decía que no existía. Mientras echaba humo por la pipa, murmuraba que Ava no era un nombre de Dios, ni siquiera era un nombre. Seguro se llamaba Eva. Ese era un bonito nombre.
Eva. Eva vida, Eva viviente. Eva. Alguien que regresa de todo aquello que Cándida creía perdido. Por ello era generosa. Traía regalitos a los pobres. Chucherías, y a veces cosas buenas. Comida. Ropa. Algún televisor. Promesas. Una Eva hace esas cosas.
Cándida miraba al perro que le devolvía la mirada sin mover su cola, parado junto a la olla esperando un milagro, y repetía al borde del fuego, ardiendo bajo la olla de hierro, que si no se llamaba Eva, tendría un nombre como ella, pueblerino. Franca o Zulema. Se decidió por esos nombres luego de repasar una larga lista. Si debía elegir uno, elegiría Zulema.
Cuando le preguntó al cura sobre el nombre de la mujer, él no supo qué decirle. Se quedó en silencio, tal vez pensando en por qué la vieja preguntaba por el nombre de la mujer del milico. Si el cura calla, es porque algo trae. Es como una bendición, pero adversa. El sacerdote prefirió no decir nada. Seguramente pensó: “Vieja, deja de preguntar lo que no te concierne”. Y eso debió decirle. Pero se sabe cómo son los curas con los pecadores que donan generosas limosnas, mejor ni mencionarlos. Después de todo, al cura no le importaba cómo se llamaba la mujer. Ava. Eva. Zulema. ¿Qué importancia tenía? Cosas de vieja.
Eva era un nombre bíblico. Eva es vida. La que da vida. En cambio, Ava no significaba nada. ¿Y si Ava en vez de dar vida, la quita? Era un problema todo aquello. Para más, su aspecto no sugería una mujer de la Biblia, y ese fue un asunto que hubo que corregir. Ni Sarah, ni Rebekah, ni Jochebed, ni María. Ramón, su marido, se lo recriminó varias veces. Desde antes de casarse. Que cuidaba demasiado su figura. Se quería modelando para los ricos de la provincia, a quienes les gustan las rubias, aunque no sean naturales. Rubia, de labios finos y pómulos delicados, uñas esculpidas, ropa de marca y calzado fino. Rubia botella calzón de lata. Así le decía Ramón para burlarse de ella y hacerla entrar en razón, y eso le alteraba el ánimo.
¿Rubia botella? ¿Calzón de lata? ¿Acaso su rubiez era tan barata como una botella amarilla? ¿Su cadera, sus glúteos sugerían una fría y pálida lata?
Es que una funcionaria política no puede ser un buen peinado, miligramos de perfume en todo el cuerpo, brillos prolijamente repartidos. Debe sudar bajo las tetas y entre las piernas. ¡Si hace un calor insoportable! Se pega la tierra en la piel. Una funcionaria huele a vecina, incluso a vecino. A ropa cepillada con jabón blanco. Si quiere tener el voto de los pobres, no debe parecer rica.
Tampoco puede ser atea. Hay que rezar y hay que ir a misa. Debe ser católica, apostólica, romana. Ni siquiera evangelista. Eso es para los sindicalistas (o los futbolistas), que no entienden nada de Dios y buscan una secta para lavar dinero. ¿Judía? No, una buena funcionaria debe ser católica. Los bancos de la iglesia son más seguros y menos vengativos. Católica, apostólica, romana. No era tan difícil entenderlo.
Ramón fue convincente. Sereno pero convincente. Al final Ava cambió de aspecto y de nombre. Adoptó el nombre de Eva, cuando supo que así la llamaba la vieja, aquella que fumaba en pipa.
Si la vieja lo decía, mejor prestarle atención. Cándida tuvo razón. Era Eva. La que da vida. Y a su lado, el buen hombre, Ramón. De uniforme blanco, hermoso, con cositas doradas, lleno de botones dibujados. Siempre peinado, afeitado al ras. Hombre alto, fornido, de tez morena. La vida militar lo había moldeado. Siempre con muchos celulares hablando todo el tiempo con alguien. Gente de la ciudad, seguro, porque Dios y el Comandante atienden en la gran ciudad.
“Sigo el olor de un muchacho impúber”. Una orden siempre es una orden. El mando es vertical. Que vayan con el cuento de la democracia a otro lado.
El cadáver miraba desde el guiño calcáreo de sus órbitas vacías los secretos de la diminuta anatomía. No era idea suya. No estaba para pensar, sí para obedecer. “Sigo el olor de un muchacho impúber”. Eran tres. Eran dos. Era uno. Es uno, elegido. Los otros podrían ser, pero él no decide. Niña por niño, lo que nadie supone. Habrá que esperar. En cambio, a ese lo ve ir y venir sin rumbo cierto, como todo niño. El rumbo no es lo que le preocupaba. El pueblo es pequeño y fácil de medir. Aquí o allá, da lo mismo. No hay manera que huya. No estaba en venta. La que le canta nanas por las noches, sí. Esa está en venta. Se la predice envuelta en una neurasténica y aterciopelada sábana para entregarla como corresponde. Entre telas mullidas, la sutil carne. Lo inesperado se vuelve sustantivo.
El niño es poca materia. Menudo apenas. Hay un mercado exquisito para esa mercadería, pero es otro asunto. Es lo que le ordenaron los dueños del feudo. Ella es la fruta esperada. Está intacta, tiene la sangre nueva. La vieja Cándida la olió primero. Echó el humo de su pipa como quien lanza una fumata gris dando el primer aviso. “Tomad y comed toda de ella porque ella es la carne que renueva”.
El muerto también sintió ese lívido perfume de promesa matriarcal. Dibujó en el aire su túnica mucosa y adventicia y recitó de la fértil lubricación la emocionante humedad adolescente. Pero le fue dicho de manera tajante: “Siga el olor de un muchacho impúber”.
Ladina, ignorante, solo sigue el rastro de la muchacha. También la huele pero de otro modo. Supone su menarca no más que una agüita colorada. Es la ambrosía para los compradores.
El viejo muerto, que divaga con un candado en el pecho para que no huya su esternón a un instante muriente, juzga si el ciclo perpetuo de la pernada no se verá alterado por cosas del azar. Que la niña no corrompa el dominio centenario de antiguos y nuevos señores feudales. Vigila sin dejar de echarle el ojo al frágil muchacho. Los que mandan de verdad, saben lo que hacen. La pederastia es el banquete en el que se explora el dolor voraz hasta el pellejo. El niño derrumbará castillos. ¿Esa pequeña porción de carne y huesos? Así parece.
Si el augurio es bueno, tiene que haber señales de crespones y una fila de sanguijuelas rojas amenazará la carne virgen para chupar el néctar de la primera vida. Irán por un camino ungido en lágrimas hostiles bajo la atenta guía del viejo cadáver. Hacia el río, a la barcaza, mientras el hombre de uniforme repetirá: a la niña, a la niña.
El muerto redoblará en un gesto terracota el viejo mandamiento, y el labio doblará la emoción en una mueca exhausta y cadavérica. Solo es cuestión de paciencia. Ladina cumplirá su parte. Ava/Eva y Ramón harán lo suyo. Glisoría no podrá impedirlo. Poncio ya había pactado. ¿Y Finn, el niño? Seguirá, si Dios quiere, desplumado, en un mundo de cicuta, sin destino, vistiendo andrajos, hasta una temprana y calmosa muerte. El niño no imagina que lo observan desde un nervioso allá, a algunos cientos de metros, por el corazón del cementerio. Que el viejo cadáver sigue su vaho que lo excita.
Las tardes se parecen mucho a esos niños. Van del cielo a las arboledas y de ellas a los campos florecidos; no permanecen quietas. Finn reina en las tardes. Glisoría desea que se quede a su lado, pero a él no le importa. La madre, entonces, gruñe por oficio, no porque sea necesario. Finn se refugia con Poncio que lo consciente siempre. “Así saldrá malcriado”. La queja de Glisoría es inútil. Poncio no le discute, él ha vagado por esos campos igual que lo hace su hijo. También lo hizo su padre, y hasta su abuelo.
Todas las mañanas, Finn va al jardín, a la escuelita; allí desayuna. Tomará su leche y comerá de un pan generoso y abundante. Esas horas pasan rápido, inadvertidas. Al terminar la jornada, va directo a la casa. Su rutina la saben de memoria los ojos que lo observan. De la casa a la escuela, de la escuela a la casa.
En el hogar comerá lo que sirvan, lo que Glisoría cocinó. No pide nada, se conforma con poco, nunca se queja. Solo desea ir a correr por los campos. Lo saben. Aunque no lo vieran, sabrían que apenas pasó el frugal almuerzo, dejará la casa rumbo a una de las arboledas. Tal vez al mandarino del círculo compacto, el que da los frutos más dulces. Comer mandarinas trepado al árbol es reconfortante. A veces Zurita lo acompaña. También disfruta del dulzor de las frutas. Para el viejo muerto, saberlos juntos es un fermento vivo, es un cementerio a sus anchas luego de orgía. La niña está a la venta, y le han echado el ojo a un muchacho; se ha echado una gran pupila negra sobre la pequeña carne de la infancia.
Salir de la capital les llevó mucho tiempo. La autopista estaba atiborrada de automóviles, cada uno pugnando por superar a otro. Las bocinas sonaban agregando un ruido insoportable a la tediosa lentitud con la que avanzaban. Junto a los bocinazos, los insultos se multiplicaban entre los automovilistas. El chofer se mostraba tranquilo, acostumbrado a viajes más tediosos; no hacía sonar su bocina ni insultaba a nadie. Era totalmente inútil aquello. Por más bocinas que se oyeran, por más insultos que se profirieran, los autos no avanzarían más rápido. Los insultos solo liberaban el enojo, pero no cambiaban el paisaje. El Hombre de Hojalata estaba molesto. No podía disimularlo. No solo por el viaje.
Día caluroso. El sol calentaba el automóvil. El aire que entraba por las ventanillas era caliente. Sin embargo, se negó a usar el aire acondicionado. Detestaba ese aire frío, resecando la mucosa de sus fosas nasales y la garganta. Milton, ese era el supuesto nombre del chofer, no tenía posibilidad de elección. Hubiera preferido poner el aire y encender la radio en una estación de música tranquila. Tal vez algo melódico. Pero “donde manda capitán…” dijo para sí. Él era solo un chofer y un ocasional sicario. No estaba en condiciones de imponer su criterio.
El Hombre de Hojalata no había reparado en el atuendo que lucía el chofer. Ropa de jean, remera negra con vivos rojos. Bien afeitado, oliendo a cierto perfume indeterminado, tenía el cabello teñido de un castaño pastoso y peinado al estilo James Dean. Hombre poco acostumbrado a cuidar su apariencia, no pudo evitar asociar al chofer con un vaquero de película clase “C”, algo mayor, muy lejos de la imagen que recordaba del actor muerto en plena juventud.
En cambio, él llevaba ropa sport barata. Pantalón jean, remera azul, algo despeinado y sin rasurarse. La ropa barata no se debía a ninguna obsesión por el ahorro. No era ahorrativo. Malgastaba mucho dinero en whisky. Siempre decía que no lo habían contratado para dar buena imagen, sino para resolver problemas con las mercaderías que traficaba El Mago de Oz. Además, ese capo mafia tenía el aspecto más miserable que se podía suponer. Desde la época en que invocaba a Los Miserables, por Víctor Hugo. Por lo tanto, no se sentía en falta por su desaliño.
Pero si había algo a lo que iba atento era a los ruidos del automóvil cuando aceleraba y frenaba de golpe. Le preocupaba que su preciado dorado néctar escocés se perdiera por la rotura de alguna de las botellas. Perder una sola de esas botellas de whisky sería para él un sacrilegio imperdonable.
Milton se sintió obligado a preguntar por qué el rostro del hombre demostraba preocupación.
—¿Le preocupa algo, señor?
—Si-señor-no-señor. ¿Si me preocupa algo? Todo. —Milton no creyó conveniente insistir con su pregunta—. He hecho este viaje muchas veces. No a ese pueblo de mierda, a otros. La mercadería está repartida por todo el país. Cada pueblucho tiene buenas ofertas. No conozco ese pueblo. Tampoco lo hubiera querido conocer. ¿Cuántos viven en ese rancherío? ¿Cien, doscientos vagos? ¿Tal vez trescientos?
—Leí que algo más de 2000.
—¿Dónde lo leyó, en el Billiken?
—¿Todavía sale Billiken?
—Yo que sé. Debe ser eterna como el agua y el aire.
—No, fue en Google.
—En Google… Bueno, vamos a creerle a Google que todo lo sabe. El oráculo contemporáneo. ¡Si Google lo dice! Así que dos mil vagos. Borrachos. Algunas putas feas y grasosas. Unas viejas ladinas que fuman cigarros de chala y chupan grapa barata. Si hay un puto, lo esconden porque en esos pueblos los putos dan mala imagen. No se toleran, aunque todos se los quieren trincar. Y está lleno de pendejos. Lleno de pendejos que en poco tiempo se transforman en borrachos o putas. Todos vagos. Por eso venden lo que les sobra, hijas. Cuanto más vírgenes, mejor pagas. Vendo niña-buena carne. Vendo, vendo. ¿Sabe las ofertas que nos llegan? Habría que volver a los avisos en los diarios como entonces. Ofertas de aquí, de allá, de tipos que son médicos, de tipos que son maestros, de parientes que odian a otros parientes. Y habiendo decenas de ofertas para satisfacer la demanda, como diría el loco, haciendo decenas de pueblos donde conseguir buena mercadería, me toca este porque parece que a un boludo se le ocurrió cambiar el paquete sin avisar y sin permiso. El tipo cambió el paquete y yo voy corriendo a arreglar la cagada. Ahora hay que limpiar la mercadería, hay que limpiar al intermediario, hay que conseguir un nuevo producto y saber quién fue el cliente que se quedó caliente. Encima voy en un auto que avanza a paso de hombre, a ese pueblo de morondanga, lleno de periodistas de mierda, y oigo mis botellas de whisky chocar unas con otras. Eso me pone muy nervioso.
Milton dibujó una sonrisa.
—¿Todo este quilombo y el ruido de las botellas?
—Las botellas golpeando una contra otra. Es como si me golpearan la cabeza con mis amadas botellas.
—No me parece que suene igual. A un botellazo de esos es difícil de sobrevivir. Si prefiere, paramos apenas se pueda y las acomodamos para que ya no tenga que sufrir con el ruidito de las botellas. Tengo bastante papel de diario como para separar a una de otra.
—No. Si alguna se rompe, se la descontaré de su paga.
—Como usted diga.
—Es un whisky muy caro. Mucho.
—Lo imagino.
El Hombre de Hojalata rio, pero no resultó gracioso.
—Quédese tranquilo, que no le voy a cobrar nada. Paga la casa. Mi whisky lo paga la casa. Algo así como un sobresueldo por este viaje extra. Ahora tengo un único deseo, llegar cuanto antes al maldito pueblo lleno de malditos periodistas.
—El viaje es largo. Todavía no abandonamos la ciudad.
No hacía falta decirlo. Lo sabía. El Hombre de Hojalata cerró los ojos. En su rostro se dibujó un rictus algo macabro. Cada tanto echaba una mirada al chofer. Cuando oyó el nombre Milton, tuvo que esforzarse para no echarse a reír. Pensó en lo poco ingeniosos que eran en La Ciudad Esmeralda. ¡Milton! ¡Qué nombre! Y a medida que pasaban los minutos y miraba una y otra vez al chofer, se convenció de que el tipo adquiría la apariencia de un actor de cuarta categoría. Trató de recordar a alguno, pero él no era aficionado al cine, no tenía presente ninguna película clase “C”, salvo aquella de la que le había quedado fijado su nombre por lo ridícula que le había resultado. “Robot monstruoso” o “El monstruoso robot”, no estaba seguro, pero algo así era su título.
Milton se concentró en el viaje. Su acompañante había cerrado los ojos; creyó que el hombre sin corazón se echaría una siesta para liberarse del fastidio de ese tramo del viaje. Estaba equivocado. Sin mediar razones, El Hombre de Hojalata volvió a hablarle.
—¿Sabe por qué es importante ir a ese pueblo de mierda y arreglar esta cagada?
Milton solo movió la cabeza negativamente.
—Porque está a algunas decenas de kilómetros del puerto de salida de la mercadería. No sé si cien exactamente. Pero como a cien kilómetros del pueblo está el muelle improvisado al que van pescadores que trabajan para La Ciudad Esmeralda, por lo general guardias costeros y algunos policías, donde un lanchón espera la mercadería. El que está siempre ahí es un paisano, que hace de campana y avisa cualquier novedad. El timonel del lanchón es muy baqueano. Conoce el río como nadie. Parece idiota, pero no lo es. Se viste como un pordiosero. Jamás nadie se fija en él. Vio que nadie repara en un pobre. Cuando los blanquitos vemos a un pobre, solo esperamos que desaparezca rápido de la vista. Y si llegamos a olerlo, corremos espantados. Así es el timonel, sucio y oloroso. Nadie lo tiene en cuenta, porque nadie se le arrima. ¿Qué más quiere?
El campana es del mismo tipo. No tan roñoso, no tan oloroso. Parece un mendigo, aunque en esos pueblos todos más que menos parecen mendigos. Todos los campesinos actúan como si fueran pordioseros aunque estén llenos de guita. Mañas del campo. Pero el tipo, que tiene sus buenos mangos, ya juntó una pequeña fortuna.
—Ahorrativo.
—De su época de policía, cuando le robaba a las putas y a los dealers miserables. Una rata. Una rata miserable. Lo exoneraron de la poli. Imaginate cómo debe ser el tipo para que lo echen de la poli.
Lo reclutaron para La Ciudad Esmeralda. Dicen que quiso violar a un preso y lo denunciaron. Pero yo no me lo creo. Le debe haber cagado la guita a un comisario y lo rajaron. A ningún policía se lo echa por violador, quedarían pocos. Por chorearle al comisario, sí.
El tipo conserva sus contactos en la policía, y avisa cuando liberaron la zona. Tiene un rebusque con los guardacostas. Entre bueyes no hay cornadas. Vamo-y-vamo. Tanto para vos, tanto para mí. Nadie se pisa el poncho. Si todo está tranquilo, se hace el embarque. La mercadería llega bien empaquetada y estibada. Acá, allá, más cerca, más lejos, solo tengo que controlar el envío del paquete; es de lo único que me tengo que ocupar. Que esté en condiciones, que embarquen lo que pagaron. Que no lo hayan violado, ni golpeado, que no tenga machucones, impecable. Que esté impecable para el cliente que pagó. Sencillo, ¿no? Hasta un tipo como yo lo puede hacer. Soy como el control de calidad. Eso es todo. Regreso en el día o a la mañana siguiente y estoy en pocas horas en casa, disfrutando mis Glenfarclas. Un orgasmo. La única clase de orgasmo, que puedo tener a esta altura de mi impotencia, y me tiene muy feliz. —Aspiró una buena bocanada de aire caliente y la retuvo unos segundos. Exhaló con fuerza—. En mi casa no quiero mujer ni nada que se le parezca. Cuando tengo que descargar, tengo mis rebusques. La pastilla azul me da alguna que otra oportunidad. Tampoco exagero, no lo necesito. No tengo ínfulas de macho alfa. No quiero problemas. De ninguna clase.
—¿Nunca un problema de trabajo? —Milton preguntó solo por seguir el relato del acompañante.
—A veces. Siempre hay un boludo disponible. Siempre. Aunque nunca un quilombo como este. Pero si hay un problema, se llama al justiciero y luego al Limpiador. Él arregla todo. Carga el paquete en su transporte mágico y luego limpia lo que haya que limpiar. Nunca más se sabe del asunto. Todo limpio, sin una mancha. Nada de meo, nada de caca, nada de saliva, nada de sangre. Nada de ADN y esas boludeces. Todo limpito por completo. Total, a nadie le calienta cuatro o cinco bultos despachados por el río. Como no flotan, no se ven, y ojos que no ven, corazón que no siente. Todo más o menos controlado, salvo que un boludo cambie la orden de compra y cien periodistas metan la cuchara para hacer un quilombo nacional.
—No puedo darle consuelo. Lo mío es llevarlo y traerlo, nada más. Ah, si hace falta, cepillar.
—No quiero consuelo, para eso tengo el Glenfarclas. Pero lo suyo no es solo manejar, no se haga el boludo.
—Cierto. Del que empezó este lío me ocupo yo. No lo olvidé. Pero ese es un laburo menor, una cosa menor. No mejora mi jubilación.
—¡Jubilación!
—Y entonces haremos lo que tenemos que hacer.
—Así es, entonces haremos lo que tenemos que hacer. Arreglaremos esta pendejada. ¿Quiere que le diga lo que pienso?
—Si usted quiere.
—Esto es una pendejada. Una completa pendejada. Y me mandan a mí a arreglar una pendejada. Casi treinta años de laburo y me mandan a arreglar una pendejada. Y cuando se trata de una pendejada, seguro va a haber quilombo. Ya lo dice el refrán, el que con chicos se acuesta, meado se levanta. Esto es cosa de pendejos. Y cuando es cosa de pendejos, es que me pregunto: ¿por qué a mí? ¿Por qué justo a mí me mandan a hacerme cargo de una pendejada, y encima escuchar cómo mis amorosas botellas de Glenfarclas chocan unas contra otras?
—¿Quiere que paremos para embalar mejor las botellas?
—¡No! Solo dígame por qué a mí…
—Porque le tienen confianza, saben que va a hacer bien su trabajo.
El Hombre de Hojalata no pudo contener la risa.
—¡No me jodás! ¿Confianza? ¡Soy viejo, pero no boludo!
—¡Cómo lo voy a tratar de boludo! Soy respetuoso.
—Claro, respetuoso. En este laburo lo que no hay jamás es confianza.
—Si lo mandan es porque saben que usted va a arreglar el asunto.
—Esto no tiene arreglo. Mirá, hagamos la cuenta. Vos, yo, el Limpiador, el intermediario, la mercadería, los que relevan, los que compran, los que venden, ¿sigo contando?
—Una multitud.
—Eso. Y tres son multitud. Y eso que no hablo de policías, políticos, jueces, periodistas, ministros, gobernadores, y sigo y sigo y sigo. Uno, dos, diez, treinta, cien. Desfilando por todos lados, hablando pavadas en un programa de televisión. Una procesión sin cura.
—No estaría tan seguro de que esta procesión no tiene cura.
—En este caso no está metido, al menos hasta ahora. Por ahí boquea, porque los curas siempre boquean con la Biblia en la mano. Es fácil. Si aparece, es de metido. ¿Quién quiere que un cura se meta en un quilombo como este? Va a empezar que Dios, que la Virgen, y que recemos, y que Dios sabrá por qué ocurren estas cosas. Y la gente se va cebando, empieza con una misa y termina con una manifestación. Cuando los curas le dan manija a la gente, todo se va a la mierda. Terminás como cuando se llevaron puesto a los saadicos.
—Esa fue una monjita.
—Peor, viejo; no hay nada peor que una monja rompiéndole los huevos a todo el mundo.
La comisaría, frente a la plaza, muestra una arquitectura bastante modesta. No luce ningún detalle interesante. La construcción es relativamente nueva. El gobernador la mandó construir para satisfacer el reclamo de la policía que hasta ese momento atendía en un edificio algo mejor que una tapera. Vista de frente, se aprecia una puerta de entrada de dos hojas y a cada lado una ventana de tamaño regular. Un guardia somnoliento custodia el ingreso. Parece en realidad una figura pintada con los dedos sobre un cartón corrugado. Inmóvil, los ojos cerrados, los labios apretados, confundía con su aspecto a los paisanos que iban por algún trámite o hacían una denuncia que, por lo general, no arrojaba ningún resultado.
Nadie hubiese dado nada por esa comisaría; no mucho más allá de los pueblos circundantes se sabía de ella y de su comisario, Artemio Rudecindo Linares, “a mucha honra”. Así se presentaba, por eso en el pueblo lo habían apodado “muchaonra”.
Artemio fue designado no hacía mucho tiempo; llegó corrido por unas denuncias que lo pusieron en aprietos. Nada que el ministro y el gobernador no pudieron hacer caer en el olvido de los jueces. Los jueces tienden a olvidar rápido algunas causas si el poder político se lo pide. Favor con favor se paga.
De mediana estatura y no muy robusto, Artemio demostraba buen estado físico. De cabeza pequeña (“como su inteligencia”, repetía el ministro cada vez que debía referirse a él), cabello crespo, negro, y cortado a la americana. Orejas y ojos pequeños armonizaban con el tamaño de la cabeza. Nariz mediana y boca demasiado pequeña, si hasta parecía que de ella no podrían salir las palabras. Hablaba de corrido, arrastraba las sílabas y por eso las más de las veces no se le entendía de qué hablaba. Su mayor defecto, decía él, era su afición a beber alcohol. Por culpa del alcohol, afirmaba, había cometido algunas faltas, según él, menores. El ministro no pensaba igual. Pero de todos modos le resultaba útil para lidiar con la paisanada de aquellos pueblos empobrecidos, siempre con gente dispuesta a reñir por cualquier asunto. Artemio no tenía escrúpulos, cualquier cosa que se le ordenara la cumpliría con diligencia.
Estaba casado, y su mujer vivía en una de las ciudades cercanas, muy lejos de aquel pueblo. Solía visitarla una vez al mes. Era sabido que solía hacerse de amantes en cada villorrio. Algo de austeridad y algunas pequeñas prebendas le facilitaban los favores. No disimulaba que quería “estrenar”, así decía, a Zurita. La seguía de cerca. La olía. No le quitaba el ojo de encima. El viejo muerto lo supo de inmediato, apenas percibió su mirada colgada de la entrepierna de la niña. No era preocupante. Sabía el muerto que Artemio, a pesar de sus fanfarronadas, no se atrevería a meterse con la mercadería. Si hasta allí había llegado protegido, gracias al ministro, bastaría un error que pusiera en peligro un negocio, para que el mismo ministro lo defenestre hasta el último día de su vida.
El ministro podía ser feroz si alguien se pasaba de la raya. Esto al gobernador lo complacía. Todos sabían de los mochos, tipos que se metieron con los negocios del poder a los que les habían aplastado los dedos de una mano para que aprendieran a no meterse con “los bienes ajenos”. El que quedaba mocho, quedaba marcado de por vida. Los caídos en desgracia, llevados por la vergüenza, abandonaban su pueblo y emigraban a localidades muy lejanas. Así hicieron todos, salvo uno, que optó por cortarse la mano usando la sinfín del carnicero, para que no quedara evidencia de su falta.
Las mañanas de Artemio comenzaban siempre de la misma manera. Se levantaba temprano, no necesitaba el llamado del reloj despertador. Los ruidos mañaneros en el pueblo lo despertaban, no importaba la hora en que se hubiese ido a dormir. Se duchaba, a veces, con agua fría para despabilarse, y luego bebía una taza de té negro al que le agregaba varias cucharadas de azúcar. Calzaba el uniforme y salía rumbo a la comisaría. Ahí lo esperaban con el mate amargo y los panes de grasa que todas las mañanas un ayudante pasaba a recoger de la panadería.
Ese día no fue distinto a otros. Tenía una invitación para conmemorar a un santo del que no recordaba el nombre. Al cabo que tampoco le importaba. Era creyente, pero no reparaba en el santoral, lo que inquietaba al cura del pueblo, quien le insistía que un buen comisario debe ser siempre un buen católico, y un buen católico siempre demuestra devoción por los santos.
Completó unos informes que debía a la superioridad, impartió a sus subalternos dos o tres órdenes intrascendentes, y ordenó que no lo molestaran durante la celebración del pueblo vecino.
Que no respondiera a los llamados de Ladina, justo ese día, no hubiera tenido trascendencia de no ocurrir lo del niño. Estaba en la fiesta patronal, en un pueblo a unos veinte kilómetros, disfrutando del buen vino y unos buenos lechones asados. Había echado el ojo a un par de muchachas que atendían la mesa y que no parecían mal dispuestas.
Los que compartieron el almuerzo ese día dirían que el comisario ya estaba en pedo cuando atendió por fin su celular. No se trataba de Ladina, era el cura del pueblo. Sonaba a todo volumen un chamamé por los altoparlantes dispuestos en las cuatro esquinas de la plaza, prácticamente no podía escuchar qué le reclamaba el sacerdote, que le hablaba muy exaltado.
—Cura de mierda, no come ni deja comer. —Un paisano que estaba a su lado, escuchó el comentario y se hizo el desentendido. Nunca había que meterse en los asuntos de la policía y la iglesia.
Artemio se alejó del ruido. Buscaba un lugar en el que pudiera escuchar. El cura parecía angustiado.
—¿Qué le pasa, hombre?
—Ladina lo estuvo llamando, comisario, lo estuvo llamando toda la mañana.
—Pa’ joder, la mujer esa es mandada pa’ joder. Tenía el teléfono apagado. ¿Ahora qué le pasa a la tipa esa?
—Es que hay un problema con un paquete. A Ladina se le perdió un paquete.
—¿Qué paquete, don? No sé de qué me habla. No me diga que me llamó, porque a la tipa esa se le perdió un paquete. Que lo busque, carajo. ¿O quiere que se lo busque yo?
—No puedo explicarme mejor, comisario. Por celular no puedo.
—Entonces no me explique.
—¿A qué hora está de regreso?
—Cuando termine la fiesta, padre. Cuando termine. Como a las cuatro o cinco de la tarde. Estamos venerando al santo.
—Hable con su ayudante, él le va a decir lo que está pasando. Él sabrá explicarle.
Allí terminó la conversación. Artemio quedó vacilante. El cura parecía nervioso y no resultaba creíble que esos nervios se deberían a que Ladina, la miserable transa del pueblo, haya perdido un paquete. Él no iba a quedar pegado con un asunto de droga. Que hiciera la vista gorda era por órdenes superiores. Pero no se prestaría a buscar un paquete de merca. Sin embargo, quedó intrigado por aquello de “hable con su ayudante”. No sabía si cumplir con el pedido del cura para saber algo más del asunto, o volver al bailongo. Le había echado el ojo a una muchacha que bailaba con gracia el chamamé. ¡Qué esperen! “Un paquete no va a ningún lado si no lo llevan”. Ladina, de pocas luces, seguro lo había olvidado sin recordar dónde podía haberlo dejado. Cuántas veces lo hicieron salir de raje para nada. Que se perdió esto, que no encuentro aquello. Ladina siempre olvidaba algo. El día es largo y la fiesta corta. Su ayudante había desaparecido de la fiesta. ¿Buscarlo? “Andá a saber dónde se metió este palurdo”. No había otra opción que bailar hasta sudar la gota gorda. Después de echarse unos bailes con la muchacha, llamaría a la comisaría. Tal vez para entonces todo se habría resuelto.
El viejo muerto pasó demasiado cerca del rancho. Mala señal. Estaba ansioso. Cándida lo vio por la puerta abierta. Conocía esa mirada. Los labios turbios del cadáver lucían lustrosos. Los empapaba con su pastosa saliva y de manera intermitente, los repasaba con su oscura lengua.
A Cándida la mirada del muerto no la inquietaba, pero esa lengua oscura, sí. Saboreaba la carne fresca. Y el olor de la menarca lo impulsaba tal un combustible poderoso. Alguna vez pensó que debió amputarle la lengua, pero eso no hubiera cambiado nada. Seguro le nacería otra.
Ella no tenía ya la fuerza ni para blandir la cuchilla para carnear, la que usaba para decapitar los pollos o para perforar la arteria de los lechoncitos. Lo que no le daba trabajo era llevar la pipa a todos lados. Casi siempre en la boca, y cuando se apagaba, en el bolsillo del delantal de cocina. Pero no se arranca una lengua muerta con una pipa. Arrancarle la lengua al viejo muerto no podía ser una empresa fácil, y de todos modos, a ella no era a la que buscaba ni por la que se babeaba, así que meterse en problemas por algo que no la implicaba, no tenía sentido.
Zurita no lo vio porque estaba en la cocina, que daba al fondo, no al frente por donde andaba el viejo echando su sombra como recordatorio del destino que merecía. Pero Cándida no estaba obligada a cumplir ninguna exigencia. Por eso estaba más que tranquila. Ella no había pactado, apenas dijo qué clase de mercadería entregar cuando los tíos le preguntaron. No dijo exactamente “esta”, sino “una como ésta”.
Ellos llegarían pronto, y también Ladina. Sabrían lo que había que hacer. Los tíos no le temían al viejo, sabían que era obediente, que se conformaba con ver la presa capturada y hacer lo que le mandasen. El rostro aterrado de la víctima era su droga. Era como masturbarse.
Cándida tomó una de las sillas que estaban bajo el alero y se sentó mirando al campo. Vio que el viejo se alejaba en dirección al árbol de mandarinas.
Cargó de tabaco la pipa y la encendió. El aroma al tabaco, quemándose, llegó hasta Zurita, quien salió de la cocina y se acercó a la entrada. La muchacha quedó de pie junto a la silla de la vieja.
—¿Quién amasa‘buela? –preguntó por compromiso. Sabía de antemano la respuesta.
—¿Pa’ qué está usté?
—Yo no soy sirvienta de su visita. Ya maté los poyos y le hice el estofado. ¿Qué má’ quiere?
—Qué amase, ¿pa’ qué la tengo? Su madre no me viene nunca a ayudar. Su padre sirve para cargar bultos, pero no es cosa de hombres amasar. Es cosa de mujer.
—Yo le hago los fideo y me voy a casa. Voy caminando por aquella huella. —Señaló en sentido contrario al mandarino.
—Usté se queda que no me va a dejar sola con la visita.
Zurita no se animaba a desobedecer.
—¿La harina en el aparador?
—Los uevos aí, con l’arina.
Cándida pitó varias veces, con fuerza. Reavivó la brasita en la pipa. Miró el paisaje.
—Chica, ¿usté no vio qué raro está el día? –Para Zurita los días eran casi siempre iguales. Hasta parecían repetirse, salvo cuando llovía, que no era habitual. Mañanas claras, tardes calurosas, noches frescas. El canto de las mismas aves todos los días. Y a la noche, el croar de sapos y ranas. ¿Qué podía tener de diferente ese día?
—¿Qué tiene raro el día, abuela?
—El olor y el color. ¿Usté no’uele ni ve lo que yo? —Zurita no sentía ningún aroma en especial. Hierbas, tierras, y según fuera la brisa, el dulzor de las mandarinas. Tampoco veía algo diferente en el paisaje.
—¿Qué le pasa a usté con el paisaje?
—Debe ser que pasó el viejo muerto.
—¿Pasó? ¿Por dónde?
—Cerca‘el rancho. Miró pa’ dentro pero no le vio a usté. Parece buscaba algo.
—¿A mi? Viejo e’mierda. Me falta el muerto. Bastante tengo con el Prudencio que me anda oliendo.
—No sé si a usté.
—Viejo e mierda.
—Prudencio mejor que Yasí… Ese la va a llevar y no la vamo a encontrar má. Ya sabe cómo es —Zurita no pudo ni hacer un gesto de disgusto—. Su padre no le ve mal al Prudencio. El hombre siempre mira qué le conviene a su cría. Zurita se alzó de hombros. “A mí que me importa”, debió decir, pero discutir con Cándida por Prudencio no llevaba a nada.
—¿Usté ya menstruó? —Zurita enrojeció de vergüenza.
—Voy a amasar. —Se metió para adentro sin más que decir.
Cándida se convenció de que el color turbio y el perfume menárquico de la tarde noche tenían explicación en Zurita. Y en la excitación del muerto que asomaba la mirada entre los matorrales. Creyó percibir una sonrisa en el muerto. Eran señales. “Ijo e’puta”, murmuró. Putear no servía de nada y ella lo sabía mejor que nadie.
Veía al viejo muerto desde la punta de su pipa. No Pyra-yara. No Pyra-yara. La carne no vuelve en piedra. Cuando joven: rosada y húmeda. Por un agujero en el cielo, vuelve la sombra del conquistador, yelmo y espada. Cruz tocada en sangre pura. El viejo celebra. Por las cuencas del muerto el conquistador repara en Zurita. Busca sus curvas para rozarlas con su lengua, saborearla hasta repetir la encomienda y hacer morir trabajando en infinitos hilos a las amancebadas con las que reúne su harem. Bebe la carne hasta los huesos como una espuma. Una muchacha, otra muchacha, otra muchacha. Luego que las penetra, las marca, como al ganado. Mía, mía, mía. En la nueva tierra se es polígamo a golpes, a espadazos. El esternón de las siervas roto en capítulos con una cruz quemada en el pecho.
El viejo gozaba. Su aspecto de a pedazos sudaba un suerito negro. El muerto entonces era blanco. Lo había sido. Ahora estaba mustio, oscuro. Tal vez llegó con Salazar; desde que robaron las primeras mujeres, deambula entre la vegetación. Luego bajó por los ríos hasta los pueblos de pobre muerte. Revisaba desde entonces los ranchos. Miraba desde una gota de sangre, oía desde una gota de sangre, olía desde una gota de sangre.
Ulrico pudo haberlo descrito. En un papel espeluznante. Lino, cáñamo, algodón, sangre. Una pluma de rodillas para escribir las ventas. Esas anotaciones se perdieron en la Guerra contra la Triple Alianza. Fueron quemadas en el incendio de Acosta Ñu, cuando los niños y las niñas, pintarrajeados los bigotes, fueron quemados vivos.
De ello Cándida no tenía noticia alguna. Juraba que no las robaban los blancos, sus dueños; decía que los padres, las ofertaban. Eran verdad las dos cosas. Las madres nada podían hacer. Llorar, tal vez. O hacer un pequeño cráter en los restos de piedra de una iglesia jesuítica a golpes de cabeza. Vender la niña como mujer. ¿No era ese el acuerdo? Poncio estuvo de acuerdo. O Prudencio u Artemio, ningún Taguató aliviaría el destino. No hubo más que decir: Poncio estuvo de acuerdo. Los tíos eran más influyentes. Ava/Eva que ni es madre. Ramón, de uniforme, que ni es héroe. ¿Quién no sacaría ventajas? Glisoría de haberlo sabido, al menos hubiera gritado. ¡Ay de sus piernas! ¡Ay de su vientre! ¡Ay de sus senos!
Ya no hay encomiendas. El hambre es un cortejo de perfecta jerarquía. Allí arriba, en lo más alto, a donde no llegan las manos. Quienquiera diría: tomad y comed todos de él, porque mi carne es carne de aquellas criaturas que vagan en puntillas. Un pedazo de pan es todo lo que le queda a Poncio después de jornalear todo el santo día. ¿Entonces? Después de Finn vendrán otros. Y otros. Y otros. Y no hay modo de saciar tanta hambre cuando no hay fortunas de ninguna naturaleza.
Así que el viejo centenario vuelve sobre la misma pernada una y otra vez y luego se esconde tras el árbol de las más dulces mandarinas. Espera su nueva oportunidad. Es un aguijón de espaldas, que hurga bajo las ropas de las impúberes hasta descifrar el talismán purpurado, sanguíneo. La menarca es el síntoma corrosivo. Cándida lo veía venir, pero no haría nada al respecto. ¿Qué podía haber hecho? Ella misma sirvió a un inglés medio tuerto moviéndose a la altura de su pelvis. Fumaría su pipa sentada en su silla de asiento de esterilla, mientras Zurita cocina por su orden para los invitados.
Cándida podía sentir la vibración del motor del auto en el que viajaban los tíos. Como los viejos rastreadores era el sonido que traía la tierra y entraba a su cuerpo por los pies, lo que la ponía en alerta.
—Están llegando. —No habló en voz alta, pero Zurita la oyó perfectamente.
—Recién empiezo la amasada.
—Nunca se llegan con las manos vacía.
El viejo muerto se apartó de la vista de Cándida. Todo marchaba de acuerdo a lo planeado. ¿No convenía que Zurita se duchase? Ya la lavarían, como a un trapo, como a un producto. El aseo no entraba en las consideraciones, porque el olor a cuerpito sudado es festejado. La joven entrepierna es un perfume que narcotiza.
Tal y como había predicho Cándida, la camioneta de los tíos Ava/Eva y Ramón llegaba del lado de la ruta nacional. Ramón hizo sonar dos veces la bocina anunciando la llegada. Estacionó a metros de la casa, cerca de la puerta de entrada al patio del rancho. La primera en descender fue Ava/Eva. Gritó.
—¡Abuela querida! ¡Qué gusto volver a verla! —Cándida no demostró alegría por la visitante.
—¿Trajo la Virgen? —La vieja trataba de ver si en la parte posterior de la camioneta estaba la imagen de la Virgen de Caacupé.
—Sí, por supuesto, abuela.
—¿Por qué no le veo, ñora?
Ava/Eva se volteó en dirección a la camioneta.
—Porque está en una caja, protegida.
Cándida no comprendía. La imagen de la Virgen, por la que ella preguntaba, superaba el metro de altura. Debería ver, aunque más no fuera, la parte superior de esa caja.
—Tampoco le veo la caja. Siempre la Virgen va a la vista en las procesiones.
—La grande, claro, pero esta es pequeña.
—¿Cómo e’ pequeña?
—Una que traje una para usted, bendecida por el obispo.
Mentira. El obispo no había bendecido a ninguna. Ava/Eva le ordenó a Ramón que le entregara la caja con la Virgen a Cándida. La vieja la tomó hasta con desconfianza. Dio varias pitadas a la pipa, el aire volvió a encender la brasa del tabaco. Echó humo por la boca. Entre las hebras de humo podía observar a lo lejos al viejo muerto, tratando de ver él también la imagen de esa virgen. ¡Cómo si le importara! Las vírgenes, las cruces, los monasterios, todo fue la maquinaria de la conquista feudal. Y el viejo, mejor que nadie lo sabía.
Ava/Eva, exagerando su cordialidad, preguntó:
—¿Dónde vamos a ponerla, Cándida? Un lugar donde podamos rezar cuando nos reunimos. Que la puedan ver todos los vecinos y pedirle porque la Virgencita le cumpla al pobre.
Cándida llamó a Zurita.
—¡Niña! ¡Niña! Venga a saludar a la visita. —Zurita escuchó el llamado de su abuela.
—Voy. —Respondió desde la cocina. Dejó de amasar. Limpió la harina de sus manos en un trapo. Salió al patio de la casa. Ramón la miró de arriba a abajo. Ava/Eva sonrió al verla. Le pareció que la niña había crecido. Su cuerpo había adquirido formas más sensuales. Sería una gran venta.
—¡Cómo le va a mi niña! —Ava/Eva gritó al tiempo que avanzó hacia la muchacha. La abrazó con fuerza y sintió ella misma las formas juveniles de ese cuerpo contra las suyas. Zurita no opuso resistencia, pero dejó sus brazos caídos para no devolver al abrazo. Su rostro no expresaba satisfacción y Ramón percibió el gesto poco amigable de la muchacha. “¿Tendremos problemas? Estas pendejas son taimadas”, dijo para sí, pero disimulando su preocupación. Hombre desconfiado, siempre esperaba lo peor de aquellas niñas.
Ava/Eva le indicó al marido que entregara la Virgen a Zurita. La muchacha la tomó en sus brazos con mucho cuidado.
—Llévela al bargueño —Cándida le ordenó a su nieta—; le dejaremos ayí asta que su padre me aga un altar bajo’elalero.
—¡Claro! Un bello altar aquí mismo, bajo este techito, mirando al campo. Si hasta desde el mandarino se podrá ver a la Virgencita. —Ava/Eva celebró la idea de la vieja. “Claro”, dijo, “desde el mandarino la virgencita se verá mejor”.
Zurita volvió al rancho llevando la caja con la imagen de la Virgen de Caacupé. No regresó. Luego de dejar la caja sobre el viejo bargueño, como le indicó Cándida, volvió a la cocina a seguir preparando la última cena.
“¿Para qué me preocupo en cuidar detalles?” Porque seguía la norma paterna, era su obligación hacerlo. Nunca incumplía el mandato paterno. “Haz lo que digo y lo que hago”. Sí, fue criado con el ejemplo. “En los detalles reside el diablo”, aunque esta frase lo movía a risa. ¿El diablo reside en los detalles? Está en los hombres, en ningún otro lugar. Es su corazón la morada, el verdadero lugar cavernoso. El Dante fue un genial embaucador. Inventó nueve círculos y consumió a sus lectores en el chasquido de un proyectil implacable.
Las horas que pasó escuchando a su padre leer La Divina Comedia lo convencieron de ello. Le hubiese gustado que su verdadero nombre fuera Cato de Útica. Hoy cualquier nombre es posible. ¿Quién se opondría? El guardián del purgatorio. Un Limpiador ungido como el guardián del sitio a donde los enviados serían purificados. Tierra, agua, aire y fuego. Los cuatro elementos purificadores. Sustancias abracadabras de la condición humana. Por último el cerdo, la anatomía perfecta. Que repitiera “estoy harto, estoy harto, estoy harto”, hasta hartarse él mismo de su gangosa voz, no servía de nada. Ni para disipar el enojo.
Debía cuidar los detalles. Debía hacerlo. ¿Acaso era un cancerbero? No, era el guardián del Purgatorio. Otra cosa si lo fuera. Pero él no se ocupaba de los prisioneros. Era un purificador.
Miraba a través de las rejas cómo se deshacía la doncellez. Un espectáculo. Sabía que tras los barrotes se apilaban las capturas. Diez, veinte, treinta. Cuando llegó a setenta le pareció poco prudente. ¿Setenta? Un verdadero corral. El amontonamiento nunca es recomendable. Él lo sabía como nadie. Nunca se apilaban los muertos, se los deshace de a uno. Trozo a trozo. Con método, con pulcritud. Setenta era un número inapropiado. Y no entraría en la polémica sobre el valor del número siete o el número cero. Esas definiciones no eran adecuadas.
A los oídos de El Mago de Oz llegó su opinión sobre el número de la manada, setenta en un corral es una extravagancia. Le hizo llegar un mensaje para advertirle que no pusiera en duda sus logros. Eran setenta las capturas y todos especímenes que hacían agua la boca. Ambrosía, almíbares de los muslos.
El número setenta había sido especialmente decidido. Equilibrio y armonía. Eso fue la meta y el logro. Advertencia: La Ciudad Esmeralda no necesita de escépticos. Él no lo era, se justificó. Era un purificador. ¿Está claro? Pero los descuidos le generaban cierto escepticismo, y setenta especímenes invitaban al descuido. ¿Acaso una negligencia no era lo que estaba convocando sus habilidades de Limpiador, esa abrumadora tarde llena de periodistas/demonios?
Descuido. Desatención. Desidia. Todas palabras que comienzan con la letra “D”. Como Dios, o Demonio. No lo podía dejar de considerar. ¿Cómo un encargado podía confundir blanco con negro? ¿Esto con aquello? ¿Lo uno con lo otro? Confusiones ha habido desde el inicio de los tiempos. Claro que las ha habido. Recordaba muchas confusiones. Pero no de quién estaba a cargo de una entrega. Nunca había ocurrido. Todos conocen los reglamentos. Los reglamentos están para ser respetados. Él nunca confundía las normas. Era estricto. Preciso como sus escarpelos, sus tenazas, sus fuegos, sus cerdos. Nunca dejaba lugar a dudas.
Ese no era un día para ser convocado. Era domingo, día de guardar. Para más, caluroso. Húmedo y caluroso. Había nervios en todos los rincones que se hurgara. Podía justificarse, podía negarse. Otro Limpiador haría el trabajo. Pero no faltaría aunque estaba en su derecho. Solo que sentía cierto disgusto por las circunstancias. Todo estaba en la televisión. Algo que abominaba. La televisión era un aparato diabólico, lleno de seres diabólicos. Aunque se lo negaran, la televisión hedía a carne podrida. Él conocía muy bien el olor de la carne en descomposición, y la televisión hedía como ningún cadáver podía hacerlo. Ni los excrementos de sus cerdos, luego de devorar un cuerpo de cien kilos de peso, olían como las transmisiones de la televisión.
En tanto los periodistas recitaban sus mentiras, la policía sonaba unas sirenas insoportables para que alguien creyera que estaban dedicados a resolver el asunto. La policía fue creada para encubrir los crímenes, los fiscales para explicarlos, los abogados para justificarlos, los jueces para absorberlos. Los jueces eran los sumos sacerdotes del crimen reglamentado. Eran semidioses. El Mago de Oz siempre hablaba de ellos con desprecio. Eran seres divinos de corazón detenido. Fríos. Fríos. Calculadores. Onerosos, demasiado. Así los describía El Mago de Oz. Pero útiles. La sabiduría popular había impuesto aquello de “hacete amigo del juez y no le des de qué quejarse”.
No iba a negarse al trabajo a pesar de lo que estaba viendo por la televisión. No se negaría por principios y por obligaciones. “Si no soy yo, ¿quién será?”, así se preguntaba cada vez que lo convocaban para un trabajo. Era una rutina o un exorcismo. Era él o un inútil. Y si no ese inútil, sería otro, que echaría a perder las cosas. Él pertenecía a una estirpe de Limpiadores. Cato de Útica y el pórtico del Purgatorio, abriéndose y cerrando a su figura.
Consideraba sobre los cuatro elementos con los que trabajaba. Tierra, agua, aire y fuego. Esperaba el peso y la medida justa para decidirse cuál mejor respondería a la purificación. Por lo poco que sabía, para la piara aquello no sería ni una pequeña ofrenda. Un sinsabor, seguramente. Ni un bocado apetecible. Apenas unas pulgadas de altura y algunas libras de peso. ¿Cuántas? Aún no lo sabía. Esperaba ansioso esos datos.
La piara lo tomaría por idiota si aparecía con esa minucia de carne y hueso. La orden de El Mago de Oz no dejaba lugar a dudas, exigía absoluta limpieza. Esa fue su última palabra. Limpieza completa. No debía quedar ni un micrón de tejido humano. En ese caso, los cerdos no eran garantía. Haría muy bien su trabajo. Los de la Científica no encontrarían nada, absolutamente nada. Tampoco había que maquillar la escena. La orden era sencilla: no debía quedar ni un rastro. “Aquí no ha pasado nada”. Pero hasta que llegasen las medidas exactas, no podía decidirse.
En su vieja casa familiar esperaría. Sentado en la penumbra del vestíbulo. La casona fue propiedad del abuelo paterno y de su padre. Él no la heredó, no fue necesario. Los hermanos se habían dispersado por el mundo y ni siquiera sabía cuántos tenía. Nunca hubo reclamo sobre la propiedad de parte de ningún otro heredero. Su padre, el otro gran Limpiador nunca rebeló qué cantidad de hijos había engendrado. Apenas recordaba que eran muchos. Se recordaba a sí mismo corriendo entre una multitud de niños, todos parecidos. Pero no recordaba sus rostros, solo su altura, sus sombras, sus maneras de girar en círculos, siempre en el sentido de las agujas del reloj.
Tampoco recordaba el rostro de su madre, ni el de ninguna de las otras mujeres que ocuparon por un tiempo cada una la cama paterna. Nunca preguntó cómo habían desaparecido esas mujeres. Hay sucesos sobre los que nunca se debe preguntar.
La casa era de dos plantas y dos subsuelos. Los subsuelos estaban casi vacíos, allí solo guardaba algunas chucherías. Si alguna vez la policía allanaba su casa por orden de un juez traicionero, no encontrarían nada de importancia en esos sótanos. Tal vez ratas, tal vez cucarachas, tal vez arañas.
En la planta baja estaba la sala de espera, un vestíbulo, algo oscuro, y de dimensiones regulares. Allí siempre hacía frío. La casa era una heladera. En ese recibidor, dos sillones y una mesa ratona eran todo el mobiliario. El amplio comedor daba a la que había sido la habitación paterna. La cama matrimonial estaba tendida tal como la dejó su padre el día que murió. Para no echar a perder el perfecto orden que mostraba la cama, la lisura de las sábanas, la redondez de la almohada matrimonial, la pulcritud del cubrecama, el padre optó por morir tirado en el piso. Él se echó a morir de esa manera.
En la lustrosa pinotea encerada, quedó la marca del muerto luego de yacer allí por casi cinco días completos en los que duró el rito funerario. Los fluidos corporales en descomposición imprimieron su silueta. Era una marca sagrada. No debió permitir que una sirvienta intentara borrar esa mancha gloriosa. Pero lo aceptó para demostrar que era indestructible. Y luego de tantos vanos intentos, prohibió que se volviese a rociar con solventes o cubrir con ceras oscuras la silueta mortal del cadáver del padre. Toda una inspiración la mancha que podía sugerir tanto un animal como un prodigio a punto de encenderse hasta llenar de fuego la modesta mansión.
A la habitación paterna le seguían dos habitaciones más, que estaban vacías y también daban al amplio patio. Las baldosas redefinían el dibujo de un arácnido que devoraba su presa succionando los jugos vitales a través de sus gigantescos colmillos.
Luego de las habitaciones, se encontraba el baño. Tal vez fuera lujoso cuando se construyó la casa, pero estaba semi derruido. De los azulejos que antaño cubrieron el revoque fino, quedaban apenas unas pocas hileras. Y los artefactos estaban manchados de óxidos, orines y excremento. El olor era insoportable. Para él, siempre un llamado de atención. “Si no te ocupas de tus asuntos, olerás a esa mierda”. Así se autocorregía cuando sentía que podía flaquear en sus trabajos.
En el patio, una larga escalera de cemento llevaba a las habitaciones superiores. Eran dos amplios cuartos y una letrina también muy sucia, que servía para orinar en las noches heladas y no tener que llegar hasta el baño de la planta baja.
Permaneció en el recibidor por horas. Casi sin moverse, respirando con lentitud pero con armonía. Relajado como quien va a hundirse en un sueño encantador, esperando el mensaje que le debía enviar La Ciudad Esmeralda. Muchas horas después de producida la desaparición, se encontró con un mensajero de su confianza. Viejo amigo de su padre, era uno de los pocos que podía comunicarse con él. El hombre lo saludó con reverencia. El tipo le tenía aprecio. Tenía mal aspecto. Estaba pálido. Su largo y huesudo cuello parecía enharinado. Y la piel de su carne, exangüe. Todo lo hacía un ser ajado. ¿En qué círculo recluiría el Dante a ese adefesio? No estaba para especulaciones. Esperaba el mensaje para poner en marcha la limpieza. No se despidieron. El mensajero se marchó apurado. Leyó el mensaje ahí mismo, con atención. La esquela decía “un metro, doce kilos”. Sintió un espanto indescriptible. Un metro. Doce kilos. Lo repitió una y otra vez. Un metro. Doce kilos. Si ese mensaje no destruía su fe, estaría a nada de lograrlo. Una emergencia, una inesperada intranquilidad y todo lo que le enviaban en un pedazo de papel insignificante: cuatro palabras manuscritas “un metro, doce kilos”.
El sistema métrico decimal le producía náuseas. Lo sabían hasta los más novatos. ¿Era tan difícil respetar sus exigencias? ¿Para qué provocarle ese desasosiego?
No había misterio en apreciar la belleza de tres granos de cebada secos y redondos dispuestos en cuidadosa fila. Hasta el más idiota podía ordenar tres granos de cebada secos y redondos en línea recta. Tres delicados granos de cebada, y otros tres y otros tres, repitiéndose las veces necesarias para alcanzar la medida de 39,7 pulgadas. Pulgadas, pies, yardas, millas, onzas, pintas, cuartos, galones, onzas, libras, toneladas. ¿No eran ni siquiera capaces de percibir la poesía que encerraban estos nombres, esta manera de definir extensiones, pesos y volúmenes en la vida real y en las alucinaciones?
En la garganta un remolino. Apenas 39,7 pulgadas (ni siquiera cuarenta). Tan solo 39,7 pulgadas y veintiséis y media libras. Eso era todo. Entonces sería el agua el elemento. En una madeja de alambre de enfardar ovillaría el cuerpo. Fardo pequeño. Escarmentado. Los peces más pequeños eran los más voraces. Los frágiles huesos se disolverían en días. Tal vez un par de semanas. Haría los cálculos exactos. En el río abundante, no quedaría el menor de los rastros. Así lo pidió El Mago de Oz. Todo lo que quedaba, era emprender el viaje.
Dejó de percibir el ruido de las botellas chocando unas con otras. Como si se hubieran acomodado por voluntad propia. El roce, ahora, era tan delicado, que, lejos de provocar angustia, invitaba al reposo.
Al chofer no le agradaba El Hombre de Hojalata, a pesar de que conocía por chismes su fama de gran administrador. Un verdadero componedor de malos negocios. Razonable, juicioso pero inflexible. Quizás fuera su aspecto, descuidado. Quizás fuera ese olor a alcohol que salía de todo su cuerpo. Aunque trabajar con ese jerarca era bueno para su foja de servicio. No cualquiera era enviado a servir al amo de los negocios, al corrector infalible, al hombre sin corazón. Siendo tan solo un chofer y ocasionalmente un sicario, que se supiese su buen comportamiento en aquel asunto, podía hasta resultarle beneficioso. Su misión final hasta podía catapultarlo a cargos de jerarquía media. ¿Por qué no? Los tiempos habían cambiado desde que ingresó a la asociación. Las dos décadas del nuevo siglo habían traído muchas renovaciones y adaptarse no resultó sencillo. Fue cuando tuvo que realizar las primeras ejecuciones, algo que no había figurado antes como una de sus obligaciones. Así lo dispuso El Mago de Oz y a nadie se le ocurría discutir la orden.
El Hombre de Hojalata sentía el estómago vacío. “No tengo corazón, pero sí estómago”, solía repetir cuando llegaba la hora de comer.
—¿Falta mucho? —La pregunta sacó al chofer de sus cavilaciones.
—Estamos a mitad camino.
—Busquemos un parador.
—¿Algo en especial?
—Carne. Necesito comer carne.
—De acuerdo.
No recorrieron muchos kilómetros que dieron con una parrilla que a la distancia parecía bien provista. Varios camiones estaban estacionados en las cercanías. Algunos choferes solían parar para comer o descansar antes de seguir su largo viaje hasta Brasil. Si bien en el lugar había varios comensales, unas cuantas mesas vacías bajo la sombra de varios eucaliptos sembrados describiendo varias líneas rectas, invitaban a acomodarse en las amplias sillas para disfrutar la comida y la suave brisa que corría en dirección al oeste. Estacionaron a unos cuantos metros de la fila de camiones. Los camioneros no suelen ser entrometidos, son hombres reservados que solo se preocupan por llegar a destino lo más rápido posible. Los retienen las prostitutas que merodean los paradores, aunque algunos prefieren tener más de una familia o más de una amante que los esperan y atienden con indiscutible cariño.
El Hombre de Hojalata no recordaba en los últimos tiempos de ningún caso de un camionero asesino. Sí de peleas familiares que acababan con las mujeres o amantes en los hospitales, llenas de moretones y cortaduras por una paliza. Había presenciado más de una de esas trifulcas. La más extraordinaria fue una que involucró al camionero y a dos mujeres que se autoproclamaban esposas del tipo. También recordaba a una prostituta que quiso extorsionar a un chofer, amenazándolo con referir a la esposa los hábitos sexuales del hombre, quien acabó por partirle una botella de vino en la cabeza, mandándola a un hospital inconsciente. Tal vez aquella mujer murió producto del ataque, pero no lo sabía, tampoco le importaba la suerte de una prostituta que se pasó de lista.
Nadie siguió con la mirada la caminata de esos dos hombres que se dirigieron a la mesa más apartada del parador. Esa indiferencia de los camioneros le provocaba una gran felicidad a El Hombre de Hojalata. Amaba esa discreción.
—¿Se dio cuenta?
—¿De qué?
—Pasamos por al lado de todas las mesas ocupadas y nadie nos dirigió ni una mirada. Es sublime. Los choferes de camiones nunca son testigos de nada. Nunca vieron u oyeron algo. Solo se trata de manejar y manejar para entregar la mercadería. Gente así necesitamos. Gente preocupada por llegar a término, al lugar correcto, sin involucrarse en cosas que al cabo no le sumarían ni una miserable moneda. Sabiduría. Pura sabiduría. Cumplir con la entrega, cobrar lo convenido, e irse a disfrutar lo bien ganado con el trabajo. Amo a esta gente.
—No se me hubiera ocurrido nunca que usted podría sentir amor por el chofer de un camión. Se me hacía un sentimiento más reservado a la familia, a la madre, a la esposa, a los hijos. ¿No se ama a la familia? Seguro a la madre que nunca nos abandona. Seguro a los hijos, aunque no así a la esposa. No es necesario amar a la esposa, basta con que atienda al marido como Dios manda. Que le lave la ropa, le haga la comida, y lo conforme en la cama.
Una mesera muy joven se acercó a la mesa de los dos recién llegados. Los saludó con estudiada cortesía. Les dejó, a cada uno, el menú de la casa.
El chofer no tardó en elegir su comida. Su acompañante leyó varias veces la lista de platos que ofrecía el menú. Los dos llamaron a la mesera. La muchacha acudió al instante.
—¿Qué se van a servir los señores?
Milton, el chofer, dijo: “vacío con ensalada mixta y un agua sin gas”.
El Hombre de Hojalata, sin quitar la vista de la carta, pidió para beber vino tinto de la casa y soda. Vino, un litro. Soda en botella, no, “uno de esos sifones como el que veo en aquella mesa”. Para comer, parrillada para uno. Vacío, costilla, chorizo, morcilla, chinchulín, riñón y tripa gorda. “¿Provoleta?”, preguntó inocente la muchacha. “¡Qué le parece! Dos, si me da el gusto”.
—Completa, entonces. —Se aseguró la moza.
—Completísima.
El chofer no supo explicar dónde metería tanta comida El Hombre de Hojalata, que si bien no era delgado, no era ni por asomo obeso.
Al fondo del parador se alzaba una hilera de frutales. Un tercio de los árboles eran ciruelos, otro tercio naranjos, y el último tercio parecían durazneros. Bastante más lejos, álamos dispersos que estiraban la sombra en dirección a un arroyo o un canal, de esos que se cavan para llevar agua a los cultivos.
—Me ha dejado pensando.
El chofer se mostró sorprendido. Exclamó: “¿Yo?”.
—Sí, usted.
—No sé por qué.
—Por eso del amor a la familia. A la madre, a los hijos, a la familia.
—Es lo normal en todas las personas.
—No en nosotros. —La afirmación de El Hombre de Hojalata sonó grave.
“No en nosotros”. Esas tres palabras no le dejaron dudas al chofer. En efecto, habrá dicho para sí. “Nosotros no amamos a las madres, a las mujeres, a los hijos, a las familias”. No podríamos estar en este negocio.
Luego de un silencio prolongado, el chofer se animó a preguntar.
—Lo dice por nuestro negocio.
El Hombre de Hojalata giró para observar a la mesera que se acercaba llevando en la bandeja las bebidas. No se preocupó de la presencia de la muchacha.
—Bueno, podría ser una interpretación. Los negocios no hacen buenas ni malas a las personas. ¿Usted qué opina, señorita?
—Que un negocio no hace buena a una persona. Se es buena persona o no se lo es. No depende del negocio al que uno le dedique sus esfuerzos.
—Lo que yo decía. Joven e inteligente. ¿Usted es una buena o mala persona?
La moza echó una sonrisa más estudiada que su saludo y, sin responder, se marchó en dirección al asador. El Hombre de Hojalata la siguió con la mirada.
—La familia es la madre de todas las hipocresías. No hay nada más perverso que los vínculos que establecen los lazos familiares. La célula madre de toda esa hipocresía es, justamente, la madre.
Yo creo que las madres odian a sus hijos. Porque después de unas noches de sexo, quedan preñadas, y cargan en su vientre durante nueve meses una bola de carne, que las patea, que no las deja respirar, comer, dormir. Al principio son puros vómitos. No soportan ni el olor de su propio cuerpo. Vomitan. Vomitan. Vomitan. Todo su cuerpo se deforma. Las caderas se ensanchan, les aparecen brutales estrías que no hay crema que evite, las tetas se les hinchan y rajan los pezones. Ni hablar si estornudan, porque se orinan, cuando no tienen que pasar el embarazo en la cama, padeciendo toda clase de dolores. Si el crío nace normal, es seguro que la mujer se caga encima por el esfuerzo de pujar, y mientras sale la enorme cabeza por ese pequeño agujero, le desgarra la vagina. Para evitar el desgarro, los obstetras les suelen hacer a la víctima, un tajo entre la vagina y el ano, si es que el tipo está atento al nacimiento y no está boludeando porque quiere encamarse con una enfermera a la que todos los médicos tildan de puta, pero que con él todavía no fue a la cama. Después un matambrero le hace una costura horrible, que le arruina la mitad de las terminales nerviosas de la vagina. Tener un orgasmo es más difícil que ir de rodillas a Luján. Desde entonces, la mujer va a estar a cargo de esa bola de carne hasta que muera, porque los hijos no sueltan a la madre hasta que la llevan a la tumba. ¿Usted tiene esposa, hijos, familia?
—No, señor. Y después de escucharlo a usted, no me decidiría a tenerla.
—Ahí viene nuestra moza, custodiada por un parrillero.
—El muchacho trae su parrillada.
—Me di cuenta, no soy tan idiota.
Cuando se acercó la mesera, El Hombre de Hojalata le preguntó: “¿Usted es madre?”
—No. Pero espero serlo más adelante. ¿Por qué?
—Porque mi amigo espera formar una hermosa familia. Es un buen hombre, trabajador, inteligente, atento.
—Lo felicito. ¿Está bien el pedido?
El Hombre de Hojalata respondió: “perfecto. Gracias”. La mesera y el parrillero se alejaron de la mesa.
—¿Eso fue una propuesta?
—No. Le iba a decir no sea idiota, no se case, no tenga hijos, no arruine su vida. Pero a qué gastar pólvora en chimangos. Que se joda.
—No hubieran sonado bien esas palabras.
—Claro que no. La verdad nunca suena bien. Mire, tengo muchos, pero muchos años en este negocio. He visto de todo. He vendido de todo. Desde bebes a adolescentes, de adolescentes a adultos. Incluso viejos. Usted no se puede imaginar cuán variada puede ser la perversión. Pero nunca escuché nada más hipócrita que las razones de unos padres para vender a sus hijos. Nunca. Ni las voy a escuchar de ninguna otra persona.
—No es la parte que a mí me toca.
—Tampoco los argumentos por los que los hijos se deshacen de sus padres, los arrojan a esos depósitos de viejos donde mueren llenos de orina y mierda, porque nadie los da bola, para luego matarse unos contra otros por una herencia de mierda. Cuanto más ricos, más hijos de puta. Y más pervertidos. El dinero es amo y señor de todo.
—Tampoco esa parte es la que me toca a mí.
—No cante victoria. Con la flexibilidad laboral todo puede pasar. ¿Conoce a El Mago de Oz?
—No. Ni creo que alguna vez lo conozca.
—Infiero que tampoco conoce La Ciudad Esmeralda.
— Tampoco.
—Si conociera La Ciudad Esmeralda y a El Mago de Oz, descubriría cuánta verdad llevan mis palabras. ¿Quiere conocerlos?
El chofer vaciló, luego de unos minutos de total silencio, respondió “no”. Masticó con lentitud en pedazo de carne. Bebió un trago de agua sin gas. Por primera vez miró a los ojos de su acompañante.
—Me conformo con ser un transportador, y, a veces, solo a veces, un sicario. Con eso tengo bastante.
—Con eso tengo bastante… Quién lo diría.
—Zapatero a tus zapatos.
—Dirá “carnicero a lo tuyo”. —El chofer sonrió por compromiso.
—No tengo más ambición que hacer bien lo mío.
—Muy sabio. Reconozco a un hombre sabio apenas lo oigo hablar. Comamos en paz.
—Comamos en paz.
La conversación no era un gesto de confianza. El Hombre de Hojalata hablaba por hablar. Decía mucho, pero no decía nada. Pero el chofer no pudo resistir la necesidad de preguntar. Preguntar es un modo de explicarse a sí mismo cuando algo no conforma. No es la necesidad de escuchar la respuesta, sino emboscar lo que se piensa en una pregunta.
—Entonces, señor, de familia ni hablar.
—¿Quiere saber si tengo familia? ¿Eso quiere saber?
—Siguiendo el hilo de la conversación. —Milton procuró parecer despreocupado.
—Tuve madre y tuve padre. Si eso le interesa. No nací de un repollo. No fui huérfano. No soy un resentido porque tuve una niñez horrible. Mi niñez fue como la de la inmensa mayoría. Jugar en la calle, ir al colegio, boludear en las tardes y ligarse cada tanto una paliza por romper algo que no debía romper. Mi padre era un tremendo idiota. Un rico frustrado. Siempre quiso hacer buenos negocios y lo único que obtuvo fueron fracasos. Luego se escapó con una mujer mucho más joven que él. La habrá disfrutado. No lo vimos más. Sé que murió de viejo, lo supe porque un primo se sintió obligado en avisarme de su muerte. Para entonces yo trabajaba en algunos negocios peculiares con la bonaerense. Esposa, no tengo. Hijos, tampoco. No engendré hijos en ningún vientre. Siempre usé forros. El Sida era cosa seria por entonces, y morir todo podrido, no era lo mío. Si le preocupa lo que dicen, no soy puto. No me gustan los hombres. Tengo lo mío, donde nadie imagina. Vacío los testículos y sigo con mi preciosa vida por el mundo. Soy un buen hombre. Es más, en esta empresa, soy de los mejores. No soy ventajero, cumplo mis obligaciones, no me meto donde no debo y acato lo que mandan mis superiores. Es cierto que a veces el peor enemigo no está en la vereda de enfrente, sino en los que nos mandan. Pero yo nací para obedecer, no para trepar en el escalafón de La Ciudad Esmeralda. Esto es así, desde la época de Víctor Hugo y Los miserables. La jerarquía de la Ciudad está llena de hijos de puta, pero no de cualquier clase de hijos de puta, sino de los peores. Tipos crueles, vividores, mezquinos, ambiciosos, traicioneros. La resaca del bajo mundo, el intestino grueso de la sociedad. ¿Quiere llegar a viejo? ¿Quiere llegar a la jubilación sin que antes lo limpie un tarambana? Entonces cumpla con eso que me dijo. No tenga más ambición que hacer bien lo suyo. Los de La Ciudad Esmeralda no son caritativos, pero no son boludos; saben reconocer si uno es un buen servidor. Lo demás, viene solo. Viajes, trabajitos más o menos complicados, plata y el mejor de los whiskys, Glenfarclas 25 años. El mejor de los mejores.
—¿Y este es un buen trabajito?
—No, una mierda. Pero a pesar de todo, lo vamos a resolver rápido. Mire, cuando lleguemos, ya va a estar el Limpiador en la zona. Lo llamamos por el celular, ese que me indicó. Lugo llamamos al tarado que arruinó el negocio, que nos va a traer el paquete fallado. Usted lo va a descartar, el Limpiador lo va a envasar, va a llevarse la mercadería y la va a hacer desaparecer. Si te he visto, no me acuerdo. Aquí no pasó nada. La policía hará lo suyo. La política también hará lo suyo. Que fue fulano, que fue mengano, que se perdió, que la mercadería se la tragó un caimán, que el Yasí-Yateré castigó al pueblo por un pecado. Más temprano que tarde, la monja se va a dejar de joder porque el obispo la va a mandar a llamar para que vaya a un retiro espiritual. Se acabarán las marchas y los hijos de puta de los periodistas, irán a hurgar mierda en otro pozo ciego. Alguien le va a sugerir a la jueza que apriete bien el culo, porque si no le espera su Sierra Chica. Si vos querés calmar las ansias investigadoras de una jueza, hablale de Sierra Chica. No sé si recuerda aquel asunto.
—Sí, por supuesto.
—El gobernador va a seguir con su campaña política y cada tanto se comerá una carne de ternera. Tierna, muy tierna. Tiene su proveedor. Competencia razonable. La administra su ministro de confianza. ¿Me comprende? Simple lógica, ciudad esmeralda y ministros; mago de oz y ministros.
El chofer asintió moviendo su cabeza. “Totalmente”, dijo, y bebió el último sorbo de agua sin gas.
—No va a pasar a mayores, como nunca pasa a mayores cuando la santísima institucionalidad está en el medio. El Limpiador volverá a sus pasatiempos, usted y yo volveremos, y yo compraré otra partida de Glenfarclas. Usted, no sé, hará lo suyo. El Mago de Oz quedará satisfecho y La Ciudad Esmeralda seguirá como si no hubiese ocurrido nada. Colorín colorado, este cuento habrá acabado. El chofer apenas cabeceó, como si aquellas palabras le conformaran.
—¿Pido la cuenta?
—Si es tan amable. Pida boleta porque, si no, no me cubren los gastos de representación.
La desaparición de ese niño no era una preocupación para el señor gobernador. Después de todo, los niños desaparecen todos los días. Él lo sabía perfectamente. El ministro se lo repitió en más de una oportunidad. Algunos regresan, la mayoría no. Sabía que gobernaba la provincia que era la puerta de salida del mercadeo de la carne humana. Tenía en la mira ese puerto clandestino que controlaban un par de vagos. Las desapariciones de niñas y niños eran moneda corriente. Nunca había ocurrido por ello una batahola semejante. ¿Era un riesgo que valía la pena correr? Los porteños la propagandizaron. Era esperable tanto como deseable. “Porteños de mierda”, fue lo primero que se le vino a la boca cuando vio la manada de periodistas invadir aquel ridículo villorrio. “El porteñaje nos ha invadido”. Hubiese preferido que se quedaran en la ciudad y no llegaran en manada al pueblo. Pero el ministro le dijo que era lo que mejor podía pasar. Un gran escándalo.
Lo que realmente le preocupaba era ese estado espiritual de total insensibilidad que lo había invadido los últimos días. Insensibilidad, no apatía. No porque hasta ese momento fuera un hombre emotivo. Nunca lo fue. Pero desde que desapareció ese niño, desde que se desató el escándalo del que aún no podía prever sus derivaciones, algo sustancial de su personalidad se había modificado. No era temor, era una especie de angustia fundada en la duda del éxito en la empresa en la que el ministro lo había comprometido.
Desde el incidente de la desaparición, él despertaba intranquilo de su sueño y, como Samsa, se pregunta: ¿qué me ha ocurrido? Temía que aquello que era solo un cuento, en él se hubiese transformado en una realidad. Aunque al mirarse, no apreciaba una metamorfosis como la de aquel. Si se hubiese transformado en un horroroso insecto, podría explicar ese estado de ánimo. ¿Quién se preocuparía de un insignificante niño desaparecido, si su cuerpo hubiera mutado al de un asqueroso y voluminoso insecto? Su esposa y sus hijos lo repudiarían. De eso no tenía dudas. Su gabinete ministerial lo abominaría y pediría al instante el juicio político para luego rociarlo con toda clase de tóxicos. No sería mejor su destino que el del pobre Gregorio.
Si no era descuartizado por sus correligionarios, sería desterrado a los esteros más recónditos, a merced de su salvaje fauna. Un suculento insecto. Nada más apetecible en los lánguidos esteros de la provincia.
De espaldas, en su cama, podía comprobar que no estaba echado sobre un duro caparazón, y que al alzar la vista su vientre no se veía convexo y oscuro, ni que sus piernas se habían adelgazado penosamente, transformándose en numerosas patas delgadas, espinosas y articuladas. Sus manos, las que observó con algo de preocupación, seguían siendo muy blancas y la piel de estas, suave. Las uñas de los dedos lucían perfectamente pulidas y brillosas. Justamente el día anterior, la manicura se había ocupado de darle forma y brillo para embellecer el aspecto de sus delicadas manos. Lucía, como siempre, en su dedo anular de la mano izquierda, el dorado y grueso anillo matrimonial de oro 24, que siempre concitaba el elogio morboso de las envidiosas esposas de sus funcionarios.
Entonces, convino en que su aspecto humano no había cambiado. Seguía siendo el mismo hombre bien parecido, el que siempre lucía sonriente y en forma en las fotos oficiales.
Asumió que lo que había cambiado fue su humanidad y que esta sí había mutado severamente. Eso explicaba su total indiferencia a las consecuencias del suceso y la manipulación política de la crisis. Mientras sus opositores esperaban sacar provecho del escándalo para perjudicarlo, él se mantenía firme en sus planes. Desconfiaba hasta de sus más fanáticos seguidores. ¿Cuántos de esos funcionarios infieles estarían esperando su caída para entronizarse ellos o sus amigos en la gobernación?
Pensar de manera fría y calculadora nunca le había resultado controversial; por el contrario, consideraba que ese era uno de sus mejores atributos. Pero desde hacía unos días, se convenció de que su manera de comprender los hechos, de apreciar la realidad que lo rodeaba, de sacar conclusiones, había cambiado por completo. Sus decisiones fueron cruciales para esas mutaciones.
Algo de Samsa lo estaba dominando.
No pudo evitar hacerse una pregunta elemental: ¿estaba ya razonando como lo haría Gregorio libre de todas sus vacilaciones kafkianas? ¿La evolución de Samsa tendría tal capacidad? Si así fuera, algo en lo que estaba empezando a creer, se preguntó cómo razonaría una tarántula, un escorpión, o la formidable reina de las mortales avispas africanas. Porque él no sería un piojo, una pulga o una repugnante garrapata, sería, sin lugar a dudas, una especie combativa y mortal, dispuesta a enfrentar el desafío que se le presentara.
Dedujo que la primera y principal preocupación de los insectos, de los más grandes a los más pequeños, era sobrevivir. Ser depredador y no presa. Sobrevivir y triunfar. Un destino manifiesto. Y eso era justamente lo que lo alimentaba desde que comenzó su peculiar metamorfosis. Sobrevivir y triunfar pasó a ser la gran meta en ese momento de su vida. No cabía otra preocupación más que avanzar en esa estrategia que le permitiría eludir la condena social y política, y alcanzar la reelección a la magistratura. Sobrevivir y triunfar se transformó en las primeras palabras que pronunciaba al despertarse y las últimas, al echarse a dormir, aunque siempre atento al entorno, tal como lo hacían los insectos para no ser sorprendidos por sus depredadores.
Tal vez esa condición no era tan novedosa como creyó al principio. ¿Por qué no asumir que, en realidad, durante años, el insecto en que se sentía transformado espiritualmente había vivido en estado larvario, probablemente desde su nacimiento, y los riesgos que imponía la desaparición del niño lo habían despertado de su letargo?
Sobrevivir y triunfar ya no sería una táctica, sería la verdadera estrategia que guiaría todas sus acciones. Con dos períodos como gobernador, acumularía una fortuna tan grande que podría, entonces, empezar a pensar en la carrera presidencial. La simbiosis entre humano e insecto resultaría en un primer mandatario casi indestructible. Si llegaron esos dos arribistas que pasaron a manejar a su antojo quinientos mil millones de pesos y rifar el erario público en las mesas de dinero, dos vendedores de humo austríaco, por qué no lo haría él, hombre cuidadoso, sin demasiados compromisos con el carry trade, de aspecto varonil, siempre dispuesto a sonreír, de ademanes suaves, hablando con voz pausada y cadenciosa, como el más amoroso de los chamamé. Reinventó aquel axioma de sus correligionarios. En vez de que se doble, pero que no se rompa, se guio por lo contrario. Que se rompa, pero que no se doble. Esa era su manera de ejercer el gobierno sin satisfacer a nadie, deshaciéndose de enemigos sin vacilar. Aspiraba a transformarse en el abanderado de un nuevo federalismo, uno a imagen y semejanza de las nuevas y viejas oligarquías provinciales.
Convocaría a una reunión de gabinete y esperaría ver la reacción de todos y cada uno de sus ministros. Los sabía hipócritas, incorregibles, pero hay ciertos tics, maneras de mirar, de moverse, de murmurar las palabras, que permitían deducir qué está elucubrando la otra persona.
No confiaba en sus ministros. Tampoco en quién parecía el más confiable. Un buen gobernador desconfía de todo y de todos. Mucho más, cuando ya no puede pensar como un humano corriente, porque su inteligencia se halla dominada por los temores y las seguridades propios de un insecto vulnerable a los caprichos de los hombres. No solo a los temibles insecticidas, sino incluso a las laceraciones que podía provocarle una pequeña, redonda y lustrosa manzana, arrojada con gran fuerza por un opositor, por un ministro traidor, o, sencillamente, por un energúmeno en busca de notoriedad.
Cuando la mucama llamó a la puerta de la habitación para avisarle que el ministro de gobierno lo esperaba en la sala de estar, se vio obligado a abandonar sus angustiosas cavilaciones. Buscó sus pantuflas, se envolvió en su robe de chambre y salió de la habitación, sintiendo ese estado de total indiferencia con el que había despertado. Caminó con seguridad unos pasos, y tuvo que reconocer que aquel cambio no era tan malo después de todo. Por el contrario, hasta podía animarse a afirmar que si bien no había por fuera un duro y oscuro caparazón, por dentro sí podía sentirlo. Una coraza potente que lo protegería de todo sentimiento humanitario. La mojigatez no estaba entre las cualidades del insecto que había despertado en él y eso podía resultar en una ventaja formidable frente a sus adversarios políticos.
Bajó las escaleras, cada vez más reconfortado. Apenas entró a la sala de estar donde lo esperaba el ministro, este pudo percibir un cambio drástico en el aspecto fatigado que hasta la noche anterior había visto de su jefe. No sabía qué podía haber ocurrido entre esa noche y esa mañana, pero la suficiencia con la que se comportaba el gobernador disipó todas las dudas que lo habían inquietado durante toda la madrugada y no lo habían dejado descansar.
—Buenos días, correligionario. —Su voz firme llenó la sala y predispuso de la mejor manera al ministro.
—Buenos días, gobernador. Veo que ha descansado, su expresión es relajada.
—Ilusos los que creen que pueden usar lo de ese pendejo para acabar con mi carrera. Será como una llave de yudo. Ellos no lo advierten. Usaré la fuerza de mis enemigos para volverla contra ellos. De todos mis enemigos, incluso de esos vividores del porteñaje. No solo sobreviviré, sino que triunfaré. Caerán en mis trampas sin siquiera sospecharlo. Es mi destino manifiesto.
—¡Excelente, gobernador! ¡Nada se logra sin algo de audacia! El triunfo está inspirado en las acciones más inesperadas.
—No solo voy a completar el período de gobierno que me otorga la constitución provincial, sino, como ella también me habilita, iré por la reelección. No soy un perdedor, nunca lo he sido. Si es necesario, en esta oportunidad, y como ha sido siempre mi forma de afrontar los desafíos que impone la función pública, si algo se tiene que romper, se rompa. Que todos sepan que nuestra voluntad no es una arcilla fácilmente maleable. Convoque a una reunión de todo mi gabinete. Y que también vengan los que presiden la legislatura y nuestro bloque. Definiremos nuestra estrategia. Piense, ministro, piense. Pero no piense como un simple humano, no se deje correr por el porteñaje que vocifera allá afuera, hágalo como si fuera una tarántula, un alacrán henchido del peor veneno. Piense como nuestra yarará, dispuesta siempre a hundir sus colmillos en la blanda carne, para matar a sus víctimas en cosa de minutos y luego satisfacerse con esa carne envenenada.
El ministro se sintió reconfortado al escuchar esas palabras. Años de humillación por parte de sus enemigos que lo comparaban con una víbora, arrastrándose por los pasillos del poder, agazapado en los rincones esperando la oportunidad de hundir sus enormes colmillos en la carne flácida de los políticos opositores, y en ese momento, su jefe político lo conminaba a comportarse como una mortal alimaña. Nada más reconfortante. Ese, sin duda, sería un gran día para todos.
Los ministros fueron llegando de a uno. Todos los funcionarios respondieron obedientes a la convocatoria. El gobernador fue el penúltimo en presentarse a la reunión. Lucía radiante, extrovertido. Saludó y dedicó unas palabras elogiosas a cada uno de los presentes, y todos respondieron adulándolo. Cuando el viejo cadáver entró en la sala, nadie se mostró sorprendido. Fue el último en hacerse presente. Caminó con lentitud y se dirigió a uno de los rincones, el más oscuro y alejado de la gran mesa a la que todos se sentaron para saber qué tenía para decirles el gobernador. El muerto asumía la empresa de una manera diferente. En el alma, los piojos de los convocados desfilaban sin freno, sonriendo como si nada. Quien tiene sus cuencas vacías y la membrana untuosa de las visiones, no sabe explicar que todo aquello no es más que una maniobra inesperada. Una audacia exquisita pero peligrosa.
El cráneo exacto, desde el fondo de la redonda calavera, podía razonar las entrañas de cada uno de los ministros recién llegados. Todos, el esternón sudado, morados como piedra dramática, mostraban el estado sustantivo de unos pulmones plomizos, más atrás del hueso. Respiraban metalúrgicos, y un vago ronquido convulsivo salía de sus bocas. Un síntoma sustantivo en las entrañas, salpicaba ese elixir corrosivo que solían defecar en los debates. ¿Pobres? ¡Pobres ha habido siempre! ¿Violaciones? ¡Violaciones ha habido siempre! Cuándo no se vendieron las chinitas para llenar las estancias, los patios, las iglesias, de infelices sodomizadas, agrietadas de arriba abajo, escondidas tras los cortinados, bajo las sotanas o las casullas de los arzobispos, hasta el cortejo para una tumba clandestina. Arrojadas a los zanjones, a las alcantarillas. ¿Quién pediría por ellas? ¿Quién rezaría? Y ahora todo ese escándalo. Un niño menos, apenas pocas moléculas de músculos y alguna tripa digna de ser comercializada. ¿Por eso tanto escándalo? Es lo que el ministro esperaba. Una convulsión para derribar ciudades.
¡Ese temblor en los párpados de los ministros! Siempre dudando. Humo. De buena gana, humo. Carnívoro. Pútrido aliento que no asume el futuro de la compra-venta de carne humana. Para qué estarán las cavidades de las niñas. Para qué los fluidos de los varoncitos. Quién necesita de misericordias. Es el mercado de hombres, es el mercado de mujeres. Hasta el tobillo desde la nuca la oferta y la demanda. ¿No era eso lo que deseábamos? ¿No era la compra-venta de niños? ¿No se lo dijo en noticieros, programas de desinformación, tertulias patéticas por las tardes?
Crucificados los que nacen sin haber muerto antes. Recemos aquello: “el Estado es un pedófilo en un jardín de infantes de niños encadenados y bañados en vaselina”. Amén. Y el viejo cadáver les hacía las cuentas a los honorables ministros. Lo hacía, a todos los honorables, desde los tiempos remotos de la conquista. Cruz, espada, cánticos. Sangre, salmos y oro. La Biblia que truena como el mejor látigo. Desde el púlpito de aspecto fálico gritaba ya muerto. “¡No sean hipócritas!” Disfrutan la emoción de las pequeñas hembras, las encías rabiosas de los niños sin dientes, los estertores de las madres que braman ante los lóbregos púlpitos indiferentes. Asuman las sepulturas como corresponde.
La amplia mesa, a la cabecera de la cual estaba el señor gobernador, se había atiborrado de excusas. En un rincón, el viejo cadáver movía la cabeza reprochando tanta mojigatez. Tal vez se preguntara cómo habían perdido tanto tiempo en tomar al toro por las astas. Escusas grandes. Escusas pequeñas. Escusas ridículas. Todo sonaba a la humareda de una cuerda plástica en el fuego, y el muerto abominaba de esos hombres. No comprendían la trampa tendida. Si así hubiese sido la conquista, los señores feudales hubieran perecido de hambre. Esos tomaron lo que quisieron, bebieron la sangre de sus víctimas, comieron su propia carne cuando no hubo más comida, y enterraron vivos a los rebeldes. Esos que escuchaba excusarse, eran escuálidos lugartenientes, balbuceando pequeñas palabras ahogadas en baba. Uno tras otro se justificaba. No el ministro y menos el gobernador quien sí diseñaba el futuro. Si había algo que no necesitaba en ese momento, eran escusas. Su gran insecto interior parecía brotarle por los poros. Saldría por sus ojos, por las orejas, por la boca, a más no poder, como astilla oscura, calcárea, del más allá. Espeluznante, deseaba abrir su boca para devorar a esos pequeños matarifes cobardes que buscaban atajos para eludir sus compromisos y clamar misericordia. En la carne muerta de sus timoratos servidores, depositaría sus ootecas para surgir de ellos un batallón de larvas capaz de resolver lo que aquellos hombres no se atrevían. Dejó de escucharlos. Su glándula de olor hedía tenebrosa y ese perfume le dio serenidad y narcotizó a su auditorio. Recuperó la compostura. Carraspeó para calmar algunas secreciones. Luego habló con pausa.
—No los convoqué para justificarnos. —Su voz sonó ronca y estridente—. No estamos aquí para escuchar escusas. ¿De qué nos servirían? Quiero escuchar propuestas, no lamentos.
El ministro de gobierno, asintió con un leve movimiento de su cabeza.
—De acuerdo, dejemos de lamentarnos. Basta de excusarnos. Busquemos propuestas novedosas. Todo este escándalo resultará en nuestro interés si sabemos aprovechar las circunstancias. No pediremos favores al porteñaje. No nos dejemos impresionar por esa manada de porteños que nos han invadido para demostrar que somos brutos, salvajes, degenerados. Como si ellos fueran todos castos devotos de la Virgen que no tienen ni la menor idea y ninguna responsabilidad de la trata, del tráfico de órganos, de las sustancias que consumen antes de presentarse en los noticieros, en sus bancas de legisladores, o cuando van a jugar al carry trade y hacen guita de la nada, esquilmando al Estado, como siempre. Pregunto: ¿De dónde sale la mercadería que ellos consumen?
“Todos lo sabemos”, recitaron a coro todos los ministros.
—Exacto, todos los sabemos. No es maná del cielo. Hay mucho trabajo para satisfacer los deseos de los encumbrados unitarios en su portentosa metrópoli.
El ministro de Finanzas lo interrumpió pidiendo permiso para intervenir. El gobernador lo autorizó con un simple movimiento de su cabeza.
—Esto perjudica la recaudación. Basta un problema, para que todos empiecen con sus reclamos. Lloran que la sequía, lloran que la inundación, lloran que los incendios queman sus cosechas, lloran que los bomberos ahogan sus cosechas. Lloran los grandes y los pequeños. Lloran y lloran y lloran. Todos lloran. Y ahora lloran que la mala imagen espanta a los inversores. Los inversores quieren seguridades. Si hay pedofilia, si hay tráfico de órganos, que sea con discreción.
El gobernador atinó a sonreír. El ministro respondió al jefe de Hacienda.
—A los inversores les importa un carajo este problema. A ellos no los corre la moralina de los lava culpas, solo les preocupan las ganancias. —El gobernador asintió reconfortado. “A los inversores solo les preocupan las ganancias”. ¿Y a quién no, señor ministro?
—Convengamos que esto no tiene nada que ver con el niño desaparecido. —El ministro de gobierno se decidió a argumentar tal como esperaba el señor gobernador—. Es una movida política. También es comercial, incluso financiera. No hay lugar en todo el país donde no desaparezcan niños todos los días y a nadie se le mueve un pelo. Como ha dicho el señor gobernador, frente a esto haremos como en el yudo, usaremos la fuerza de nuestros enemigos, contra ellos. Sobreviviremos y triunfaremos.
Salvo la monja, esa rompepelotas, nadie se calienta por eso. Podemos argumentar lo que deseemos. Que tal vez este niño se cayó en un zanjón o un riacho y se ahogó. A unos kilómetros el río está lleno de pirañas. Tal vez lo comieran las pirañas. O por ahí salió corriendo a la ruta y lo atropello un coche y el chofer decidió cargarlo para tirarlo por ahí. O se lo comió un caimán, o una piara de cerdos. Los cerdos de por aquí son voraces, más que los caimanes. Cerdos salvajes. Enormes. Quién lo sabe. Lo que ocurre es que nuestros adversarios pispearon la posibilidad de voltear al gobernador y llamar a elecciones adelantadas. Quieren la gobernación para volver a sus curros. Dirán: ¿de qué vamos a vivir si se apaga Balderrama? Pero Balderrama se va a apagar. La luz de Balderrama vendrá a nosotros. Seremos nosotros quienes brillaremos con sus alumbramientos. ¿No saben cuánto ha crecido el corral? Un feedlot de infantes. Como un jardín, pero de engorde y conservación. Ese feedlot nos pertenece, porque en él aportamos lo más significativo, el ganado. Eso es lo que quieren, el negocio, quedarse con los especímenes. Y, desde ya, la gobernación que es el gran negocio. Como dirían los oportunistas, “la caja”.
—No olvidemos los escaños legislativos —agregó histérico el jefe de la banca oficialista.
—Correcto. Las bancas, el banco de la provincia, y todo lo que aporte a la caja recaudatoria. Les calienta un pomo el niño. El niño no vale nada. Usemos lo del niño para imponernos. Quieren voltear al gobernador, no lo permitiremos. ¿Quieren quedarse con el negocio? No lo permitiremos.
“¡No lo permitiremos!”, gritaron a coro los ministros.
—¿No tenemos periodistas amigos? —El gobernador preguntó sin agregar algo a las afirmaciones del ministro.
—Claro. Muchos. Y muy caros. Insaciables. Piden sobres todo el tiempo. —El encargado de prensa habló con ira contra los periodistas a sueldo.
—Recordémosles para qué les pagamos. —El ministro dio letra sobre el asunto—. Tenemos los recibos firmados por cada uno. Usted tiene las carpetas de cada uno. Basta que una sola llegue a un “periodista honesto”, para acabar con la fama mucho de ellos. A todos esos los tenemos agarrados de las bolas.
El ministro de Justicia se atrevió a preguntar:
—¿Y esa vieja que fuma en pipa? ¿Cómo puede ser que cualquier porteño recién llegado la quiera entrevistar y nosotros estamos papando moscas? Póngale un micrófono delante. Denle minutos, ¡horas! El tiempo que haga falta. Que hable del Yasí y los duendes que ve por la ventana. Uno, cuando la escucha, no sabe si es supersticiosa, borracha o drogada. Da igual. ¿Para qué está la pauta? También habría que hacer hablar a la familia. Que digan lo que les viene en ganas. Nadie resiste una entrevista. El ministro de gobierno comenzaba a lucir una sonrisa de satisfacción.
—Vamos encontrando soluciones, entre todos. Trabajo en equipo, promisorio. No esperábamos menos.
El gobernador asintió, pero no se lo notaba satisfecho. Preguntó sin alzar la voz:
—El policía ese, que me recomendó, ¿qué se sabe de él?
—Lo trabaja el cura, lo sabe llevar. El tipo tiene aires de gran señor, pero es un putañero, un borrachito ventajero. Nadie mejor que el cura para transmitirle lo que esperamos de él. De esa forma nadie del gobierno queda pegado.
—¿Y qué esperamos de él? —Preguntó el gobernador.
—Que pongo la geta y espante a los mosquitos que joden todo el tiempo.
—¿Por ejemplo?
—Que le diga a esa mujer, la tía del nene que distribuye la felicidad, que invente algo. Hay micrófonos para todos. No sé, que diga que se cayó en un pozo, que lo atropelló un auto. Algo diferente. Cuantas más hipótesis haya, menos pistas van a encontrar.
—¿Y al policía que le ordenamos?
—Que evite las marchas. No queremos marchas, no queremos escraches, no queremos quilombo. A estas polillas de la campaña no hay que darles lugar. Apenas les das un tranco, los “indigentes” —esta palabra la dijo con total cinismo—, del campo y sus primos de la ciudad, baten el parche de la revuelta. A nosotros no nos van a hacer una pueblada.
El gran insecto interior del gobernador, por primera vez en ese día, se sintió reconfortado. Siguió preguntando.
—Y con el ilustre matrimonio, ¿qué hacemos?
El ministro tuvo que aspirar hondo el aire fétido del ambiente y tomarse su tiempo para responder a la pregunta del gobernador.
—Eso sí que es un problema. Pero no van a hablar, señor. Ella es frágil. Si se pone pesada, de última, a la cárcel común y allí que Dios la ayude. Sabe lo que le espera con las presas. Usted sabe que en la cárcel hay códigos. No saldría entera de la villa. Yo creo que ella se va a cuidar muy bien de decir algo inconveniente. Después de todo, el abogado que pusimos, sabe cómo explicarle lo delicado de su situación. Él, en cambio, es un pesado. Mucha medallita, muchos galones dorados. Ya llamaron de los altos mandos. A los de la cofradía nunca se los abandona. El tipo estaba en funciones. Usted comprende.
—¿Y la jueza? —El gobernador le habló directamente al ministro de Justicia, que respondió sin perder tiempo.
—No puede hacer nada. El paquete está tan atado por los que intervinieron antes, que no hay forma de desatar los nudos. Lo más que puede hacer es dejarlos a todos adentro, que es lo que ya le sugerí. La tipa no se va a exponer a que le quemen el juzgado.
—Y del premio nobel, ¿qué debemos esperar? Hoy me llamó para ofrecer ayuda. Dijo: “pidan lo que quieran”. Lo que necesitemos. Todo a disposición nuestra.
—Lo que queremos —dijo el ministro—, es que no se meta. Con los locos que tenemos acá, estamos sobrados. No necesitamos locos que hablan con perros muertos.
—Va a mandar al “sheriff” con toda la guardia pretoriana. Van a hacer circo, puro marketing, y después se van por donde vinieron. Por ahí viene con el tomógrafo para investigar los intestinos de los yacarés. Lo único que va a encontrar es mierda. —Los ministros al unísono carcajearon histéricos.
—¿Todos de acuerdo? —El ministro de gobierno señaló el consenso.
Todos. El gran insecto dentro del gobernador pujaba por abrirse camino, por eso el hombre se puso de pie, algo conforme con todo aquello. “Del dicho al hecho”, murmuró.
El viejo cadáver bendijo el acuerdo. Aunque su escepticismo era secular. Ver para creer. A través de las cuencas vacías, todas las cosas se aprecian muy diferentes. Cuando el tiempo pasase y todo encuentre su lugar, tal vez confiaría en esos hombres, aunque esperaba de ellos algún acto de heroísmo que le diera sentido a aquel entusiasmo. Hasta entonces, tomaría distancia de ese optimismo servil.
Todo lo que debía que hacer el cura era encontrar al policía. El ministro en persona se lo pidió. En la reunión con el gobernador había quedado establecido qué debía hacer el comisario frente al escándalo desatado por la desaparición del niño. No queremos marchas, no queremos escraches, no queremos quilombo. “¿Era un pedido desmedido?”, preguntó el ministro sin exagerar el reclamo. El cura reconoció que no. Era lo menos que el señor gobernador podía pedir. “Razonable”, dijo el cura. “Razonable”, asintió el ministro. ¿Entonces? No había nada que esperar. “Vaya ahora mismo, padre, antes de que las cosas se salgan de control. No queremos que nos hagan una pueblada”. El cura dijo que obedecería de inmediato. “La paz sea contigo”. Con estas palabras despidió al ministro, quien no las tomó en serio.
Pero el sacerdote no fue directamente a la fiesta donde el policía, luego de comer y beber copiosamente, perdía el tiempo persiguiendo muchachas. Fue donde el círculo de árboles, procurando dar con el viejo cadáver. Para él, el aspecto del viejo siempre resultaba revelador de lo que realmente estaba ocurriendo. No hubo oportunidad en que no fuera así. Tal vez su color, tal vez su olor, sus párpados ausentes, en los labios descolgándose esa lengua grotesca baba a baba, le indicaban qué hacer y a qué atenerse. Pero no encontró al muerto. Mal augurio. Pésimo. Por su cerebro flotaba una burbuja miserable y en ella cabían los crudísimos gritos de todas las niñas ultrajadas. Funestos recuerdos.
Del dulce mandarino brotaba una lágrima azulina, una gota baldía. La rama de la que pendía se doblaba hacia el suelo y dibujaba una sombra de anélido en la tierra. Reptaba hacia el cura que apartó sus pies de aquella sustancia nómada y patética. Debió palpar la gota, estuvo así de hacerlo, pero se retractó. Se alejó cuanto pudo, crispados los nervios. Aquella gota era una eucaristía adulterada. En ella había muchas sangres emboscadas. Dios no lo libraría de tanto pecado. Su misericordia estaba hecha andrajos, pequeños retazos de viejos rezos inútiles.
El viejo cadáver no aparecería por allí por casualidad. No necesitaba saber del sacerdote. La voluntad de Dios resultaba ya como una pedrada en su pecho. Apechugar. Blasfemar es sencillo cuando nadie te ve. Había capitulado la sotana hacía demasiado tiempo y todas sus confesiones no tenían Padrenuestro posible. Regurgitaba fatal el último crimen. Él sabía que el niño no volvería. ¡Inocente! Sabía que ya lo habían desayunado como una hostia negra, tendida la tumba con un mantel rojo. Aún no sabía quién en verdad estaba detrás de la maniobra, pero lo intuía. Eso más lo atemorizaba. ¡Dios mío, si tan solo hubiese sido un buen hombre! No reparó que quizás a no más de cien metros la vieja Cándida lo observaba a través del humo luctuoso de su vieja pipa.
No había más que esperar. La orden del gobernador era poner en regla al policía. A eso se abocaría sin esperar ningún milagro. Siguió el camino de la ruta provincial que unía los pueblos interiores. Eludió la nacional. Por ella sabía que debía posar de santurrón y su ánimo no estaba para ello.
Un viejo que oficiaba de sacristán lo esperó a algo más de doscientos metros del círculo de los árboles. En una vieja estanciera Ika Renault algo destartalada, lo llevaría a donde sabía que Artemio, el policía, perdía el tiempo en una festichola.
El viejo chofer tenía un aspecto hostil. Su piel de color bermejo estaba surcada por innumerables venas. Parecía que su nariz podía explotar en cualquier momento.
Cuando el cura llegó a la Estanciera, puso en marcha el motor. El sacerdote se acomodó en el asiento del acompañante. No se hablaron. Sabían a dónde se dirigían.
El chofer, de nombre Aurelio, tenía un viejo mapa de la provincia en el que había marcado todos los lugares por donde el cura solía deambular por sus negocios. Un círculo rojo, hecho con un gastado lápiz de carpintero, señalaba cada uno de esos lugares. Había uno que había sido remarcado varias veces. Eran varios círculos dibujados unos sobre otros. Ese era el destino. Producto de la casualidad, donde el cura tenía muchos de sus chanchullos, era donde justo ese día el policía se encontraba de juerga.
No les llevaría demasiado tiempo llegar, aunque eso no significaba que dieran con el policía de inmediato. Si no estaba en la fiesta, era porque se había escabullido con alguna mujer. De todos modos, el cura no tardaría mucho en dar con el tipo. No había posibilidad alguna de que nadie supiera dónde podía haberse metido. Sobraban alcahuetes de la iglesia, que a cambio de perdones y bendiciones, informaban al cura de todo lo que ocurría en ese pueblo. Sin embargo, no fue necesario hacer ninguna consulta. Apenas llegaron, lo vieron todavía disfrutando la comida. Es difícil decir si Artemio podía reaccionar al ver al cura y a su acompañante. Tal vez no estuviera en condiciones de hacerlo. Había bebido en abundancia, y el alcohol le adormecía los reflejos. Y, como para él, todo se reducía a los caprichos de Ladina, no creyó que fuera necesario salir al encuentro de los recién llegados. Su falta: no haber llamado al ayudante para que lo informara de lo que el cura le había transmitido por teléfono. Después de todo, su ayudante no era más que otro inútil envidioso quien, seguramente, habría exagerado los hechos para obligarlo a volver a la comisaría. “Un paquete de Ladina”, “un paquete de mierda de Ladina”, murmuraba viendo que trataban de acercarse a la mesa.
El sacerdote fue recibido con entusiasmo por los vecinos. No lo esperaban, y todos tomaron su presencia como un halago, una justa consideración al santo venerado. Saludos, bendiciones, la repetida invitación a comer y beber, hicieron que no fuera tan fácil acercarse al comisario, que observaba la escena sin atinar a nada. Cuando logró llegar a su lado, Artemio permaneció sentado, como si no le importara lo que el cura venía a decirle.
No oyó nada sobre un ridículo paquete perdido por Ladina. Lo que el cura le transmitió fueron las órdenes del gobernador y el ministro ante la desaparición de ese niño.
—Usted conoce bien, Artemio, de qué niño le hablo. ¿Me entiende?
Demudado, el policía solo respondió “por supuesto”. No se atrevió a preguntar ningún detalle sobre la desaparición de Finn.
—Lo que le estoy transmitiendo son órdenes sobre un paquete perdido que se ha convertido en un escándalo nacional. Hay periodistas por todos lados hablando cualquier cosa. Van a venir los federales a meterse en las cosas del gobernador, y el gobernador espera sacar provecho de este quilombo. ¿Me entiende?
El rostro amoratado de Artemio cambió de aspecto al instante. “Entiendo”, fue todo lo que pudo decir.
—El señor gobernador ha dicho que es su responsabilidad evitar las marchas. Ha reclamado con insistencia que no quiere marchas, ¿me entiende? No quiere escraches, no quiere quilombo. ¿Me entiende Artemio? ¡No quiere quilombo!
—¿Y el niño?
—El niño importa un carajo, comisario. Lo que importa es el orden público. ¿Me entiende o tengo que volver a explicárselo? —El hombre estaba confundido.
—¿Vuelve pa’el pueblo?
—Ahora mismo.
—¿Vuelvo con usté?
—No, pelotudo. Vuelva por su cuenta. Soy el cura, no el remís del policía que vive de joda. Agarre el patrullero y salga cinco minutos después que nosotros. ¿Me entiende o se lo pongo por escrito?
—Sí, sí, entiendo. Vaya. Salgo después. Dígale al ministro que ya mismo me ocupo.
—No soy tu mensajero. Al ministro no le digo un carajo. Llamalo, y hablale vos. Bastante que te vine a buscar para que el gobernador no nos rompa el culo a patadas. Hacete cargo en nombre del padre, el hijo, el espíritu santo y la reputa madre que te parió.
Poncio apura el paso. Va de la madre que no lo espera. No es bienvenido en ese rancho. A Zurita, Cándida la recibe porque le hace de sirvienta. Pero la chica es testaruda. No escucha los consejos de la vieja.
—Agarre lo que le que’aiga. Si no la van a agarrar y preñar. ¿Qué espera?
Zurita ni responde. Ni Prudencio ni Artemio. No quiere vivir amarrada como las vacas. La vieja no puede, por ese entonces, torcer la voluntad de la muchacha, las veces que se preguntó quién se cree esta pendeja. Es una mojarrita melancólica y se comporta como una esperanza. La vieja cree que la esperanza de Zurita no es legítima. Las mujeres no deben tener esperanzas.
Poncio le mintió a Glisoría. Suele hacerlo. Prudencio no lo espera por ningún trabajo. ¿Para qué querría un peón como Poncio? En el pueblo sobran los vagos y escasea el trabajo. Cuando abunda el trabajo pesado, lo conchaba a Poncio porque quiere que le entregue a Zurita, y como lo ve vacilar al hombre, le tiene paciencia aunque lo hace cargar como a un burro. Capaz de que un día afloja y se la lleva. Pero en ese momento no había trabajo para nadie.
Todo lo que Poncio lleva en el bolsillo eran quinientos pesos. Son livianos. Demasiado. Con quinientos pesos no come una familia. Tiene tal fastidio que de bronca camina cada vez más rápido. Da pasos largos, casi saltos, deja huellas profundas en la tierrita blanda.
Finn corre por detrás tratando de seguirle el paso. Imposible si no corre. Poncio es alto, piernas largas, y, para más, está enojado, lo que lo apura. Finn es pequeño, sus piernas son algo cortas y sus pies no alcanzan ni la mitad de la huella que dejan las pisadas el padre.
Poncio da zancadas y murmura. “¿Y esta vida para qué?” Y repite: “¿Y esta vida para qué?” Piensa en lo mal que hace Zurita en no escuchar los consejos de los mayores. Él se lo dijo. Cándida se lo dijo ¿qué tiene de malo, Prudencio?, le dijo más de una vez. Hombre trabajador y que sabe ganarse el peso. La pidió para mujer. Más de una vez, pero el tiempo pasa y las otras chinas crecen más rápido. Cualquier día de estos una se mete al Prudencio entre las piernas y se acabó la oportunidad.
No recuerda si Prudencio le dijo que la quería como esposa, pero eso ¿qué importancia tiene? “Pa’ que lo atienda, mi’jita. Pa’ que lo atienda”. Zurita no se resigna. Sabe que todo lo que le espera es una cocina a leña, porque la garrafa está muy cara, un fuentón para lavar la ropa, y exprimirle cada tanto los testículos al fulano.
El Artemio no pedía tanto, incluso menos. A él, con que le dejara descargar el abundante esperma una vez al mes, era suficiente. No muy seguido, porque tiene esposa a la que debe atender como Dios manda. Y alguna que otra amante por ahí. Hay que cumplir con todas.
Hasta donde él sabe, Artemio no tiene hijos. Si Zurita le daba un hijo, por ahí su suerte cambiaba. Ser el hijo de un comisario no era poca cosa. Aunque todos supieran que era bastardo. “Ve lo que hay que aguantar”, dijo entre dientes. Luego repitió: “lo que hay que aguantar”. Finn escuchó la queja, pero no comprendía de qué hablaba su padre. Justo a él, que no sabía cómo aguantar su hambre.
Avanzaron hacia lo de Cándida. La tarde estaba a ciegas. Se apoyaba sobre una polvareda oscura. A lo lejos, la noche empujaba desde un rincón en el que fluía un líquido lacrimoso en dirección al arroyo. A veces Poncio se confunde con el paisaje. No siempre. Solo cuando va a hacer una macana. Se vuelve oscuro. Finn contrasta con las formas y colores. Brilla. Poncio se vuelve invisible, y cuanto más se acerca a la casa de Cándida, más invisible se vuelve. En cambio, Finn, cuanto más se acercaba, más brilla.
Había un silencio impaciente en todas direcciones. Lo que se podía oír sin esfuerzo eran las quejas de los arrugados estómagos de Poncio y Finn. Los dos tenían hambre. Finn más que su padre. No había probado ni un mendrugo de pan desde la mañana.
Poncio se detuvo de golpe. Finn tuvo que imitarlo. Miró al niño desde su altura.
—No me va a hacer un papelón comiendo como un desgraciao ¿no? —Lo advirtió porque conocía el hambre del niño.
—Pero si tengo hambre. La abuela me deja comer.
—Después su abuela se va quejando a la madre porque usté le come todo. Así que se la aguanta, mi’jito. Cuando vuelva a la casa, le dice a la madre que le haga una tortafrita. Hay harina y grasa. ¿Entendió?
Por su puesto que entendió. Permaneció en silencio, pero el que no dejó de hablar fue su estómago.
Poncio retomó la marcha y apuró el paso. Esperaba llegar ante que Ladina y Oroño; estaba seguro de que los tíos ya estaban acomodados en lo de Cándida. “La Ladina” era la que había hecho el arreglo con los tíos. Oroño no servía más que para andar atrás de Ladina, así pensaba Poncio. Y con un tumor en la cabeza se había vuelto más pelotudo. Así que ese no tenía ni arte ni parte. ¿Cuándo le darían su parte? No lo había hablado con Ladina, o si lo había hablado no se acordaba.
—Pa’ usté ¿cuánto vale su hermana?
—La’ermana es de oro.
—¡Qué pelotudo! —A Finn no le gustó aquello. Para él, Zurita valía lo que el oro. La amaba como ama un niño a la hermana mayor que lo consiente, que lo acaricia, que le canta.
El aire cambiaba cuanto más se acercaban al rancho. Hasta Finn podía sentirlo. La humedad vegetal se condensaba. Un hilo de luz foránea entraba por la hojarasca. Les tocaba las espaldas. A Poncio no le importaba, su espalda estaba curtida, era una corteza en bruto. A Finn le daba cosquillas. Por eso cabeceaba de vez en cuando y sonreía mientras se esforzaba por seguir al padre.
—¿De qué ríe? —le preguntó molesto al niño.
—De nada. Tengo má’ hambre que antes.
Poncio dudó si debía alpargatearlo ahí mismo. “Va’comer como desgraciao”. Una buena paliza antes de llegar para ver si le acomodaba la obediencia. Pero de seguro iba a gritar igual que gritan los cerdos cuando los degüellan. Sabía que la aguda voz de Finn se podía escuchar a mucha distancia. Si Zurita escuchaba a Finn gritar y llorar, seguro le iba a hacer un escándalo. Incluso podía tomar al hermano y marcharse de la casa de la vieja solo por defenderlo del padre. Así que decidió ignorar al niño. Rumió: “cuando se vaya Zurita, le voy a sacar las gana e’joder”.
A unos cien metros del rancho, Poncio distinguió a Ramón y Ava/Eva, y a su lado, apenas separados por unos pasos, a Ladina y Oroño. Más atrás, sentada en su silla de mimbre, fumando su pipa, estaba su madre, Cándida. Los cinco miraban en dirección al círculo de árboles, donde lucía sus redondos y brillantes frutos, el mandarino solitario.
El viejo cadáver fulguraba su perfección mortuoria. Pero solo Cándida lo podía ver con claridad. También lo hubiera visto Zurita, pero ella se encontraba en la cocina del rancho, algo lejos de la ventana en la que solía detenerse el muerto para asustarla.
Delante del dulce mandarino, un humeante mechón de pasto seco envolvía al muerto con un sutil tejido de pequeños gusanos. Eran azufrados, una cáscara cuasi metálica los envolvía y, aunque se los pisara con fuerza, incluso con furia, no se lo podía matar.
Cándida sabía que eso solo ocurría cuando se acercaba un sacrificio. El ocaso de la tarde auguraba un lúbrico zarpazo. Y el olor de la memoria de la menarca de Zurita se hacía tan intenso, que no había forma de que la vieja pudiera evitar el escozor que fluctuaba debajo de la piel de todo su arrugado cuerpo.
Muy cerca de ella, Ramón gesticulaba. Poncio, aunque no podía de manera alguna escuchar de qué hablaba, imaginó que estaría relatando hazañas que nunca había protagonizado, pero que vendía como si fueran propias. ¡Lo había escuchado fanfarronear tantas veces! Era una adicción a la figuración. Hay quienes son adictos a las drogas, como Ladina, al alcohol, como Artemio, y hay quienes son adictos a la figuración, como Ramón. Ava/Eva era adicta al dinero que imaginaba con el tamaño y la consistencia de una fálica hostia de madera morada.
Siendo Poncio un hombre limitado, con casi nulos estudios (no pasó del cuarto grado de la escuela primaria), no necesitaba que nadie le explique que aquellos relatos del militar no podían ser verdaderos. Si alguna duda tuvo por un momento, la despejó en aquella oportunidad cuando le preguntó si había estado en alguna guerra y Ramón le respondió ¿qué guerra? Se convenció, entonces, de que el militar no era más que un charlatán.
Ava/Eva parecía escucharlo. No tenía otra posibilidad. ¿Lo escuchaba por respeto, por amor, porque le creía? ¿O sencillamente seguía la actuación así como él seguía la suya, cuando dejó de ser la concejala rubia botella calzón de lata y se transformó en una simple y amorosa funcionaria, católica, muy católica, devota de la Virgen de Caacupé, que recorría los pequeños y miserables pueblos llevando la imagen de la Virgen para consuelo de los pobres feligreses que esperaban hacía años un milagro que mejorara en algo sus vidas?
Ladina, en cambio, hablaba casi pegada al oído de su esposo. Cuanto más se acercaban Poncio y Finn, más teatral se volvía aquello. La única que permanecía quieta, sin participar de nada, fumando su pipa, era Cándida.
Quien primero los vio llegar fue Ramón. No le gustó que Poncio apareciera esa noche por el rancho. Sabía mejor que nadie que tres es multitud. Menos que viniera con el niño, que lo seguía como si no fuera más que un perro faldero. “Le falta ladrar”, dijo para sí Ramón, apenas lo vio correteando detrás del hombrón. Es que Finn solía entrometerse en todos los asuntos. No importaba de qué se tratara, pero él podía escuchar lo que hablaban los adultos a escondidas en voz apenas audible. Y luego repetía lo que había escuchado. En más de una oportunidad, eso le había resultado en una brutal paliza. Pero no aprendía, podía oír hasta las voces de los muertos.
Sobre el niño, Ramón solía decirle a Ava/Eva “muy caprichoso”, y “maleducado”. Maleducado-maleducado-maleduco. Y aseguraba que él lo pondría en regla en un par de semanas. “Déjenmelo a mí, y lo enderezo como Dios manda”. Un par de semanas de correctivos.
—Pero esto no es el cuartel, amor. Acá las cosas las enderezan los padres a rebencazos. —Así respondía ella a sus recriminaciones.
Ramón disimularía su incomodidad. Sabía cómo aparentar una actitud amable, aunque sus sentimientos fueran todo lo contrario. Miró hacia adentro y habló en voz alta para Zurita.
—¡Pero qué visita tenemos! El niño Finn y su padre para compartir la cena. Padre y hermano para que la chica no se sienta mal acompañada.
Zurita se asomó a la puerta y se alegró de ver a Finn. Pero no pudo evitar reconocer, a lo lejos, al muerto aquel que merodeaba los ranchos. Envuelto en humo tumefacto, enhebrado de pequeños gusanos, le hablaba por los chancros que bordaban sus labios. Parecía decirle: “no soy responsable”. Se le veía salir de la cuenca de un ojo hasta el esófago, un ronquido de asno, palpando lo que venía y por lo que estaba ahí, al alcance de la vista. “No fue ese el arreglo”, perecía confesar a la niña. Ella no podía entender de qué le hablaba, pero él ya lo sabía todo. Los imponderables cambian el curso de los acontecimientos. Es que las cosas no siempre salen como se las supone.
Ramón, Ava/Eva, Ladina, Oroño se echaban funestamente miradas unos a los otros, interrogándose sobre la oportunidad de la venta. Y el viejo muerto desde la arboleda observaba la entrepierna de Zurita y sabía ingratísima la ocasión esa noche.
Poncio llegó y detrás de él, Finn. Cándida no esperó para reprocharle la presencia.
—¿Lo invitamo? —dijo con el peor tono—. Glisoría se lo había advertido.
—El niño quería visitarla, porque la estraña.
Finn sabía que mentía, pero no se atrevería a desdecir a su padre.
—¿Ese malcriado estraña? —soltó una risa ácida—. Hay poyo y fideo —dijo—. El estofado lo’ice con los dos coloraos que llegaron con la ponedora. Pa’ la visita, no pa’ustede. ¿No vio lo que trajo? —señaló la Virgen sobre el bargueño—. Ustede nunca traen nada. Ni un poco de tabaco pa’ esta pobre vieja.
Poncio, al ver la imagen de la Virgen, se santiguó. Finn la observó casi con indiferencia, solo pensaba en comer. El aroma del estofado de pollo no le dejaba pensar en otra cosa.
Ava/Eva se acercó al bargueño donde había quedado depositada la imagen de la Virgen. La acarició varias veces mientras murmuraba lo que parecía un rezo.
—Vamos a hacer un altarcito afuera —le explicó a Poncio—, bajo el alero, para que todos los vecinos puedan venir a venerar a la Virgencita. En manos de Cándida, la Virgen va a lucir más hermosa que nunca. ¿No es así, abuela? ¿Quién mejor que usted para cuidar a la madre de Dios?
Cándida prefirió no responder, al cabo que ni le importaba la Virgen esa ni lo que la mujer le decía. Ella tenía más respeto por el Yasí que por la imagen de yeso de una Virgen. Además, en ese momento, no le preocupaba esa modesta escultura, solo pensaba en cómo mandar de vuelta al hijo y al nieto. No los quería ahí, compartiendo la mesa con los tíos. Mató a los colorados porque la visita lo merecía, no Poncio y Finn. Pero Ramón, que adivinó el propósito de la vieja, le dijo: “donde comen dos, comen cuatro”. Un niño y un pajuerano podían ser mejor coartada. Hábil, presentaba su generosidad como amor cristiano. Compartiendo una cena cristiana. Compartiendo el pan como las penas. Y aquello de “dejad que los niños vengan a mí”. Después de todo, ese era el asunto. “Dejad que las niñas vengan a mí”.
—Pongo la mesa, Cándida. —Ramón preguntó de dónde sacaba platos, cubiertos, vasos. Pasó por atento y comedido.
—Usté e’invitado. Quédese quieto. —La misma orden le dio a Ava/Eva—. La chica pone la mesa. Con un gesto le ordenó a Zurita ocuparse. La niña obedeció, adentro escapaba a la mirada del muerto que la noche ya envolvía en sus capítulos.
Todos los comensales se sentaron a la mesa. Por accidente, Zurita quedó frente a la ventana que daba a la pequeña llanura frente al rancho. A su derecha Poncio y a su izquierda Finn.
Por la ventana podía ver el mandarino. Verde, bajo la noche, sin luna, verde, que bajaba a ciegas por las ramas hasta la cáscara del tronco en línea recta, hasta la tierra negra, hasta la tierra, amargamente negra. Y un fruto nacía naranja, un incendio redondo, bajo la noche sin luna. Irradiaba, si no misericordia, calma, y la luz del fruto entraba por la ventana por la que miraba la niña, conteniendo el aire en los pulmones. No había visto nada semejante hasta ese momento.
Todos comían. No hablaban, nadie pronunciaba una palabra. ¿No había nada que decir? El silencio se hizo a un lado cuando la luz del fruto entró a la casa y devoró la de una lámpara que colgaba del techo como una astilla blanca y se apoyó sobre la mesa, entre los platos, las botellas, y todos adquirieron en el rostro la noción de ese color naranja.
Poncio estuvo así de hablar, pero prefirió seguir callado, como hasta entonces. Estaba iluminado, muchísimo, tal vez más que los otros. Miraba a Zurita como por accidente. Pensaba para sí: “¿cuándo acabará esto?” Tocó a Finn para saber si seguía a su lado. ¡Ni una palabra! ¡Ni una!
A Finn no le importaban las palabras, menos la luz del mandarino, solo la comida. Si tuviera un espejo a su frente, se palparía el estómago. Siguió comiendo tentando la carne desintegrada del pollo.
Ava/Eva se balanceaba hacia atrás y hacia adelante y casi ni probó bocado. Luego, sin aviso, se tomó la cabeza con ambas manos. Parecía así, tocada por la luz del fruto, más lacia pero menos humana. Ramón, en cambio, como estaba arrinconado, era la sombra extraña de un retrato absurdo, soportando él solo la densidad de su esqueleto.
Flanqueando a Cándida, Ladina y Poncio comían de un pan horrendo. Cándida encendió su pipa. Echó un humo elástico y ceniciento por la boca. Aunque no podía ver al viejo muerto, lo intuía, imperturbable, entre la luz del fruto del mandarino y el gusano que le pendía de la cuenca de un ojo, retorciéndose fatídico. Si el viejo tuviera su lengua entera, lo lamería.
Alguien dijo: “llegó la hora”. Nadie preguntó de qué hora se trataba. ¡Tijeretic! ¡Tijeretac! La metaloide aguja de un reloj sonaba urgida. ¡Tijeretic! ¡Tijeretac!
La luz naranja se hizo más inmensa y el silencio se encogió hasta ser del tamaño de un pequeño caracol que, insignificante, reptó por la mesa, dejando una baba blanca delgada como la cuerda de un violín, por señal. Entonces se oyeron las voces de muchos niños.
—¡A comer mandarinas! —gritaban—. ¡A comer mandarinas! De todo el villorrio llegaban niños dispuestos a ir por los frutos del mandarino más dulce de todos. ¡A comer mandarinas!
Poncio le ordenó a Zurita ir por aquel fruto enorme, el que los iluminó durante la cena. Zurita movía negativamente la cabeza. No, no, no. Pero no salían palabras de su boca. Se puso de pie para ver dónde esperaba el viejo, pero no estaba donde siempre, agazapado, esperando lúbrico la lágrima cerosa del gusano de la cuenca del ojo.
Poncio le ordenó a Zurita ir por el fruto. ¡Vaya, carajo! ¡Ya es mujer, es hora de que vaya! Ladina tragó el último pedazo de pan de mugre y eructó una orden que la niña ignoró. Cándida sonrió, y salió de su boca en un ronquido áspero.
—¡Vaya, m’hija! —gritó Poncio—. ¡No me-va-decir que le da miedo si ya es mujer!
No fue eso lo que obligó a Zurita a ponerse de pie y a encarar hacia la puerta. El mismo Poncio la tomó de un brazo y obligó a incorporarse. “¡Vaya, carajo!”, le gritó casi en la boca. Tal vez por eso, Finn gritó “¡Voy yo!” Y salió disparado a juntarse con la banda de niños que no dejaban de gritar “¡A comer mandarinas! ¡A comer mandarinas!”
La luz del árbol se fue apagando a medida que los niños llegaban hasta él, y, de repente, la noche sin luna se hizo patente. Oscuridad. Cielo cadavérico, untuoso. Una nube perjuraba su pureza. Había un olor oscuro, y el mandarino sacudía sus ramas como un relámpago. Algunos minutos después, los niños volvieron las bocas llenas del jugo y la pulpa dulce de las mandarinas.
El camino que cruza de este a oeste llevaba un mal de viento completamente triste. Era oscuro abajo, arriba, y sudaba a ciegas, lo que era inevitable. Sonaban dos ruidos distantes uno del otro, a cada lado. Uno era nervioso, insomne. El otro, llevaba la naturaleza roja de la sangre. Ruidos espontáneos que surgían de la mancha verde del círculo de árboles. El mandarino allí era un instante atroz de escalofrío.
Al final, donde se espesaba la gravedad del horizonte, un hombre oculto tocaba una musiquita fúnebre que se arrugaba en un lamento largo y poderoso. Se expandía impaciente en todas direcciones. ¿Dónde está Finn? ¿Dónde está Finn? Preguntaba. Nadie respondía. Nadie podía.
Del fondo del villorrio sonaban más voces; llegaban también de cada lado del camino, algunas eran de viejas, cada una con su lágrima ardiendo. ¿Dónde está Finn? ¿Dónde está Finn? Pregunta.
En cambio, el camino que cruza de norte a sur se había enloquecido. Dónde la pálida osamenta asomaba en la última pedrada de la noche. Rodaban dramáticos la piedra y el polvo, y el ruido era ronco, áspero. Nadie sabía dónde estaba Finn.
Los niños volvieron del más dulce mandarino de la breve llanura a la corrida, en estampida. El árbol solitario se apagó cuando partieron. Se hizo martirio.
Zurita quedó a la puerta del rancho, tenía la edad bajo la ropa húmeda, temblorosa, y apretaba con sus manos el vientre. ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres! A pesar de sus temores, no estaba el viejo observándola de lejos, mirándole siempre la entrepierna, lamiéndose la llaga de los labios, saboreando la despedida de la suavísima pulpa. Ella oyó a los niños correr en tropel entre las sombras. Y aunque creía ver a Finn volver, él no estaba.
Fue Zurita quien dio el aviso. Hizo la pregunta. ¿Dónde está Finn? Los niños se miraron entre ellos y todos miraron hacia el árbol. “No sé”, alguno respondió, pero no se supo quién. “¿Cómo no saben?” Balbuceó Zurita. Es que los niños ignoran muchas cosas.
Ladina y Oroño se enmudecieron. Los dos se asomaron por la ventana y temblaron incómodos. ¿Cómo que no ha vuelto Finn? La oscuridad lo envuelve todo. ¿Cómo saber si Finn está o no en medio de esa oscuridad? ¿Y por qué Finn?
Poncio salió a la puerta y a punto estuvo de apalear a la niña. Alzó el puño para golpearla. “¡Qué hiciste, ija’eputa!”, gritó enardecido. ¿Qué sabía ella de esa ausencia? Se tomó nerviosa las manos y repitió una y otra vez la misma pregunta: ¿Dónde está Finn? ¿Dónde está Finn? ¿Dónde está Finn?
Ava/Eva y Ramón permanecieron tranquilos, no dejaron sus asientos. Cándida sacó su pipa y encendió el tabaco.
—Abrá quedao jodiendo por allá —dijo la vieja y echó una larga chupada a la pipa—. Era que el Yasí ya estaba merodeando, le dije yo, pero no me quieren escuchar. No ay que buscar la cosa mala. Le dije a la madre, mira al niño. Mira al niño. ¿Pero quién le da boliya a una vieja como yo?
Ava/Eva consintió con un leve movimiento de su cabeza. “Cosa de chicos”, dijo y bebió de una agüita azul, indiferente.
—Don Poncio, ¿quiere que vaya a buscarlo? —Ramón trató de ser amable. Poncio no respondía. Ramón se puso de pie, saldría afuera a acompañar al padre a buscar al niño ausente. Era una obligación, ¿o para qué era milico? Pero Ava/Eva lo tomó de la camisa al tiempo que le decía: “¿A dónde vas, Ramón? Está muy oscuro. Mejor esperar.” Demasiado oscuro. Le faltó decir “no te metas, no es nuestro negocio”. Pero temió que todos la escucharan.
Ladina y Oroño no regresaron del temblor por mucho tiempo. Desde que se asomaron a la ventana no volvieron a hablar.
¿Dónde está Finn? ¿Dónde está Finn? ¿Dónde está Finn? La pregunta corrió en todas direcciones, golpeó todas las puertas y ventanas. El pueblo entero despertó de golpe.
—Catorce horas de viaje para llegar a este pueblo de mierda. ¿Pueblo? Ni siquiera es un pueblo.
El Hombre de Hojalata estaba enfurecido y no dejaba de repetir la palabra “mierda”.
—A qué calentarse, jefe, ya estamos aquí. Dos trámites, y nos volvemos. Una y dos cepilladas, y todo terminado.
—Encima no puedo tomar mi whisky. La abstinencia me pone loco, altera mis sentidos.
—Me imagino. Acabemos esto y después toma lo que le viene en ganas.
—¿Qué mierda de color era el teléfono de El Mago de Oz, de la Ciudad o de quién mierda sea?
—Bolsa roja.
—Bolsa roja… bolsa roja… ¿Qué digo?
—Supongo: “llegamos”.
—Antes voy a llamar al Limpiador y al boludo que armó este quilombo.
—Como usted diga.
—Si llamo al Mago para decir “llegamos”, me va a mandar a cortar las bolas.
—Entonces hable primero con los que nos esperan. Primero con el Limpiador, que es un tipo metódico y obsesivo. Ya debe de estar alterado esperando nuestro mensaje. Después el tipo que armó el quilombo. Ese debe estar deseando que nadie lo llame. Usted no va a quedar eunuco por este asunto, nada más sagrado que nuestros testículos.
El chofer le dio algo de tranquilidad a El Hombre de Hojalata. Qué más podía hacer que hablar con quien iba a limpiar aquellas mugres de la fallida venta y secuestro innecesario. Además, no iban de turismo. No había mucho que ver en el pueblo. En medio de aquel gentío venido de afuera, hasta pasaban por unos periodistas más y pasar desapercibidos era lo mejor para ellos.
El Hombre de Hojalata echó una mirada alrededor suyo. Todo aquel alboroto le parecía ridículo. Cuanto más observaba a los periodistas, más los aborrecía.
—Esto es una mierda, hay que irnos de acá. No se puede creer el quilombo que están haciendo estos periodistas de mierda. Hijos de puta. Ahora son los fiscales de la moral y todos son garpados por nuestros negocios. ¿A qué lugar cercano podemos irnos?
—A donde debemos ir. Mejor no andar dando vueltas al pedo. No falte que nos enganchen en una procesión con la monjita y terminemos en cana como unos giles. El lugar indicado por La Ciudad Esmeralda para resolver el asunto está a setenta kilómetros.
—¿Setenta kilómetros? ¿Pero a quién se le ocurrió?
El chofer se alzó de hombros. Dijo: “Donde manda Ciudad Esmeralda, no pregunta el chofer de turno”. Usted, mejor que nadie, sabe que para sobrevivir lo mejor es no preguntar y no contradecir. Lo mejor que yo sé hacer es mantener la boca bien cerrada.
—¡Qué carajos! Vamos. En viaje llamo a todos. Primero al Limpiador, después al arruinador, por último a El Mago de Oz.
—Es un asunto de poco tiempo. En una hora u hora y media estamos regresando. Limpiar es rápido. El asunto es la mercadería.
—¿Por qué?
—Y… —El chofer hizo el ademán de que se trataba de algo pequeño. El Hombre de Hojalata esbozó una cínica sonrisa.
—Cuanto más chico, más fácil. Así de simple. Menos bulto, menos peso, menos problema.
—Si usted lo dice, así debe de ser.
¡Tantas veces pronunciados los malos verbos! Cada vocablo era fuego sin amor, despilfarrando sepelios en cada hogar. Así la noche era una vasta ojera. Caía por la curvatura de un inmenso cuerno negro. Tocaba la tierra fermentando la muerte y volvía al cielo en una gota sucia. Desde lejos llegaba el sonido de la ausencia. ¿Dónde está Finn? Y ese sonido lúgubre se repetía chocando con toda la materia que encontraba a su paso. ¿Dónde está Finn? ¿Dónde está Finn? ¿Dónde está Finn? Tres golpes de un martillo del vicioso destino.
Glisoría lo presentía. Lo sabía desde que partieron padre e hijo. No debió permitir que el niño se alejara de ella. Iba sucio, moqueando, como era costumbre. No debió permitir que el niño se alejara de ella. Esperar fue solo tormento. Lágrimas. Atenta a cada ruido, aun sabiendo que esos no eran los pasos de su pequeño. Imaginaba al niño estirando su lengua para palpar el labio inocente, bermejo, y atrás las manos, sin saber por qué atrás las manos, juntas, en rezo invertido, a escondidas, moqueando de a ratos como era costumbre, temblando las delgadas piernas, golpeando las rodillas con ese ruido a cáscara de hueso. Y abajo los pies orinados untados en barro de la llanura.
¿Hasta cuándo esperaría el regreso de Poncio a decirle de la mala nueva? Minutos-minutos. Horas-horas. La sangre rotosa mendigando una herida por la que dejar salir al niño muerto. Otro parto pujando y pujando una cuchilla roja hasta mutilarse. Dejar salir al niño muerto de su infortunado útero. Muerto-ausente. Llorando a mares.
Oyó llegar a Poncio. Arrastraba los pies como salido del sepulcro, mal habitado, rascando la tierra con sus pezuñas. Fatal. Desencajado. Zurita corría tras él tal otra sombra, siempre tomándose el vientre para no perder por él la pulpa joven.
Poncio abrió la puerta que no tenía echada la llave y vio a Glisoría tirada sobre el piso de tierra del rancho. Zurita también la vio, temblando.
¿Hablar? ¿Qué decir? Poncio no podía articular palabra. ¿Qué diría? Finn desapareció donde el dulce y pródigo mandarino, allí donde los árboles crecen en círculos y se alzan a gusto en dirección al cielo. Donde el viejo cadáver exhibe sus inmundicias.
¿Desapareció? Un animal que dejaba oler sus costillas lo devoró y huyó en la madrugada hacia el pantano. O el Yasí-Yateré misterioso saboreó su columna vertebral y lo llevó consigo dentro de su misma entraña. Poncio no tenía explicaciones. Tal vez no las tendría nunca. Evitaba mirar a Zurita, quien, a su vez, no podía dejar de observar a su madre estampada en el piso de tierra.
Poncio balbuceó unas palabras. Lo intentó varias veces. Era un bodoque gutural, ininteligible. Pero fue su esposa la que gritó primero.
—¡Dónde está m’hijo!
¿Qué iba a decir Poncio? Algo salió mal, no fue lo esperado. Un forajido. Un ciego con el esqueleto al aire. Una mandrágora invertida, una sustancia que asierra el alma y violenta las tripas hasta desvanecerlas. No tenía cómo explicar la desaparición de Finn sin revelarse a sí mismo. Guardar silencio era lo único que le quedaba. Para sí, repetía pensando en Zurita: “si esta ija’e’puta hubiera ido a buscar la mandarina, el niño estaría aquí y yo con la plata en el bolsillo”. Pero de eso, no hablaría nunca.
Glisoría volvió a gritar. “¡Dónde está m’hijo!” Zurita se abrió paso a través de su padre, que a esa altura de la oscuridad era apenas una condensación casi inhumana. Cuando llegó con su madre, se arrodilló junto a ella. Y lloraron, abrazadas, desconsoladamente.
A lo lejos crecía el bullicio de un pueblo que despertaba antes del alba a la desaparición de Finn.
El ministro esperaba. La sala en la que aguardaba al gobernador parecía más grande que lo habitual. Hubiese jurado que así era. Se estiraba hacia una oscuridad de aspecto ferroso. Al fondo, el sufrimiento de un agujero sin fin. No sabía cómo interpretar esa visión, pero aun tratando de ser optimista, estaba convencido de que nada bueno presagiaba.
Para evitar esa visión funesta, podría mirar el paisaje por una gran ventana de la sala de reuniones, una que daba al este. El espectáculo era agradable. En el horizonte, se pintaban unos círculos corredizos, verdes, marrones, azules, rojos. Piruetas sueltas a colores vivos. Vibrando al girar desde la tierra al cielo, haciendo una escena memorable. Pero el ministro no quería verlas, o no podía. La mala espina le tocaba los nervios. Optó por cerrar los ojos. “¿Hay algo que mirar?” Se dijo. O tal vez pensó: “¿para qué mirar?”
Las nubes bien podrían definir un acertijo, como otras tantas veces habían hecho. ¿Y eso mejoraría la situación? Ni la respiración más leve, ni las palabras más fatales, mejorarían todo aquello. Podía cerrar los ojos, para imaginar su propio entorno. Uno sin fatalidades, apacible. Pero no podía dejar de escuchar los reclamos. Los pueblerinos corrían en todas direcciones gritando a viva voz “¿Dónde está Finn?” Y repetían incansables “¿Dónde está Finn?” Eso no era la peor que estaba ocurriendo. Lo peor era que la pregunta iba dirigida a él y al gobernador, una flecha precisa de sílabas entrecortadas que, al menos, a él, tocaba su cerebro con morbosidad. ¿Dónde está Finn, señor ministro? Se encogió de hombros, no lo sabía, no le interesaba. Era un riesgo a correr. Ninguna gran empresa se realiza sin riesgos.
Toda su atención estaba puesta en cómo responder a la inevitable maniobra política de sus adversarios y cómo sacarse de encima al porteñaje. Sus oponentes, no desperdiciarían la oportunidad de sacarlo del gobierno y con su caída, al partido gobernante. Eso era importante para el señor ministro. Burlar los planes de sus oponentes, vencer a los unitarios, mantener el negocio. Eso era lo que importaba en ese momento. La desaparición del niño debería inspirarle una aparente piedad y pena. Pero estaba demasiado ensimismado en sus planes como para fingir convincente algunos de esos sentimientos.
El pueblo se había vuelto un gran desbarajuste. El griterío, por momentos, iba en aumento. Podía con el dedo índice de cada mano tapar sus oídos. Y aunque no dejara de escuchar los gritos de los vecinos reclamando por el niño desaparecido, sí podía apocar esos alaridos y volverlos más tolerables. Se imponía un estado de paciencia total. No se dejaría llevar por el tumulto, los periodistas, las arremetidas opositoras, ni las lágrimas de una madre de la que ya le habían hablado, pero que él no estaba dispuesto en ese momento a confrontar.
Si al tiempo que tapaba sus oídos amortiguando el griterío, cerraba sus ojos para no ver espectros amenazantes, bien podría seguir confiando en su estrategia. Esa era su legítima función en el gobierno. Él debía sugerirle al señor gobernador las medidas necesarias para avanzar a un puerto seguro.
Si un ministro era pescado en un prostíbulo con una niña, él debía transformar el prostíbulo en un santuario, a la niña en un angelito, y al ministro en un devoto y fiel esposo y maravilloso protector de la infancia. Si otro era encontrado metiendo la mano en la lata, debía explicar que el dinero era un fondo de beneficencia y que el ministro solo buscaba acelerar la entrega de fondos para excelsas obras de caridad. Proteger al gabinete, era proteger al gobernador, pero, por sobre todo, a sí mismo. Tenía grandes proyectos para su futuro.
No ver, ni oír, es lo que todo ministro debe saber hacer. Y no hablar. Para nada. Nada de hablar, salvo que el gobernador se lo pidiera. Cerrar la boca era la consigna. Mantener la boca cerrada era algo que aprendió desde que empezó a incursionar en la política. El silencio es un gran salvoconducto. Dueño de lo que callas, esclavo de lo que dices. Ni ver, ni oír, ni hablar. Eso era lo necesario.
Pero en ese momento, en ese lugar, esperando al señor gobernador, lo diferente eran los perfumes. No había sentido esos olores con tanta intensidad en ninguna otra oportunidad anterior. Los había percibido, pero atenuados, sin ese raro vigor que hasta lo mortificaba. Es que los olores tienen su propia ingeniería. Las moléculas se combinan de manera extraordinaria y él carecía de toda capacidad para controlar esas aleaciones. No podía dejar de respirar por su nariz, y, por lo tanto, dejar de sentir ese particular perfume, porque aspirar el aire por la boca le provocaba una insoportable irritación en la garganta; luego, era toser y toser hasta quedar sin voz. No había llegado a la mansión del gobernador para permanecer sin hablar, necesitaba seguir los acontecimientos y transmitirle al mandatario sus opiniones sobre cómo avanzar con lo discutido en la reunión de gabinete.
Los olores, a medida que pasaban los minutos, iban adquiriendo una densidad de metaloides, de químicas funerarias, chocando sus elementos y hediendo a ronquidos de una boca podrida. Olor dulzón y desagradable. A frutas podridas. A aceite rancio. El calor y la humedad hacían más penetrantes esos olores. Y ese día, el clima era muy caluroso y la humedad muy alta.
No era esa la primera vez que descubría esa anomalía en el aire. En otras oportunidades, había mantenido eso en secreto. Al acercarse al señor gobernador es que creyó apreciar esos perfumes. De inmediato alejó de sus pensamientos esa idea. ¿Cómo considerar que el gobernador podía despedir ese olor nauseabundo? El gobernador usaba perfumes muy costosos, traídos de Francia (los magníficos maestros para ocultar los repulsivos olores de sus orines, de sus diarreas, de sus aristocráticos piojos bajo sus roñosas pelucas), y siempre llegaba a las reuniones bañado en ellos. Pero, aunque otros no lo notaran, el ministro siempre percibía, a veces más y otras menos, esos fétidos olores cada vez que el gobernador llegaba a reunirse con su gabinete. Saber disimular es una práctica propia de un ministro importante. Él lo era.
Fue la mucama del gobernador quien lo sacó de sus elucubraciones. No la oyó llegar, tal vez por el eco de los gritos de los pueblerinos. Ella se acercó con sigilo, conocía de sobra el mal humor de los funcionarios del gobierno y siempre andaba temerosa de ser víctima de reproches e insultos.
La mucama tocó con suavidad el hombro del ministro, quien sin alterarse giró para ver de quién se trataba.
—El gobernador vendrá en minutos. Acaba de despertar. Le pide que lo espere.
—¿Usted pudo apreciar cómo se veía?
—No entiendo, señor.
—Si pudo verlo, ver su aspecto. Si estaba nervioso, si no había dormido. ¿Me entiende?
—No puedo entrar a la habitación del gobernador. Solo golpeo a su puerta hasta que me responde.
—¿Su habitación está sobre esta sala?
—En la que duerme solo, sí. La que comparte con su esposa, no.
El ministro se tomó su tiempo para preguntar por aquellos olores.
—¿Usted no huele nada extraño?
La mujer enmudeció de golpe. Prefería no hablar de ello. El ministro notó su cambio de actitud y de aspecto.
—No, señor. No huelo nada extraño. Con su permiso, señor, voy a seguir con mis tareas. —La mucama hizo una especie de reverencia y abandonó la sala.
El gobernador apareció de repente. Curioso. El ministro no lo escuchó bajar por la escalera de madera que llevaba al piso superior. Sí, unos ¡clac! ¡clac!, golpecitos tenues sobre la madera, como si descendiera por ella un animal sigiloso. Tal fue su impresión. Esos delicados golpecitos le recordaron el andar de un cascarudo sobre una hoja de papel, algo habitual donde los cascarudos abundan y pasean por todos lados. ¡Clac! ¡Clac! Y luego una voz o un silbido que hizo que se volviera para ver qué había a sus espaldas.
Allí estaba el gobernador, los ojos rojos, desorbitados, la boca tiesa, lanzando al respirar un silbido que imitaba el ruido de la hoja de una sierra contra la madera seca.
El gobernador no saludó al ministro. Puso su omatídica mirada sobre la humanidad del ministro. Segundos después, preguntó lleno de bronca.
—¿Por qué tanto griterío? ¿Hay algo nuevo que justifique este quilombo? ¿No saben que tengo esposa, hijos, familia? ¿Usted para qué está? ¿Para mirar por la ventana?
Las palabras del gobernador sorprendieron al ministro, que no pudo disimular su sorpresa por la airada queja por el ruidoso reclamo popular.
—Vox populi.
—Vox populi las pelotas.
Notó que el gobernador estaba algo encorvado, más que en ocasiones anteriores. Su espalda parecía cubierta por un duro caparazón, y al pecho plano la seguía un vientre algo abombado. Hubiera jurado que bajo la robe de chambre, su vientre adquiría un color parduzco y se repartía en arcos duros que apenas alcanzaba a ocultar la refinada y costosa bata. Casi no reconocía la apariencia de su jefe. Gran hipócrita, no dejó que su rostro revelara sus sentimientos. Actuó como si no ocurriera nada extraordinario.
Trató de explicar al gobernador lo que estaba ocurriendo, aunque no demostraba entusiasmo sincero al hacerlo.
—Van varios días sin noticias de ese niño. La gente está excitada, y los periodistas la excitan más. Y todos esperan que digamos algo al respecto. La verdad no la podemos decir, pero podemos inventar algunos pretextos que den de hablar.
—¿Y por qué no escuchan las noticias en vez de venir a hacer quilombo a mi casa, a joder a mi esposa, a fastidiar a mis hijos? ¡Sáquelos cagando de mis propiedades!
—No podemos mandarle la policía para que los desalojen. Sería una imprudencia. Tal vez convenga que su familia se instale en la estancia.
—¡Claro! ¡Así después empiezan a decir que huimos porque tenemos algo que esconder! ¡Empiezan a hablar boludeces del tamaño de mis estancias! ¡Que si son quinientas hectáreas, que si son mil, dos mil! Qué cómo las compré, que cuántas hectáreas tengo, qué mierda cultivo en mis estancias, y dale y dale y dale con mis propiedades. ¡Un carajo voy a mandar a mi familia al campo! ¡Esta es nuestra casa! —gritó muy exaltado.
Del cuello de la bata pareció emerger un grueso y oscuro par de antenas, las que, al segundo, volvieron a refugiarse bajo la fina bata. El ministro hubiera jurado que las había visto, apelando a su ejercitada hipocresía, fingió que nada había sobresalido de la robe de chambre.
—No nos vamos a dejar llevar por las habladurías, gobernador. Han dicho tantas cosas de nosotros. Y dirán tantas otras…
El gobernador, al escuchar las palabras de su ministro, comenzó a dar vueltas sobre su propio eje. Era un movimiento circular, ritual. Y aunque pareciera imposible, por cada vuelta quedaban impresas las huellas de unas pisadas no humanas. Resultaban poco naturales las formas de esas marcas, y también ese comportamiento absurdo de dar vueltas y vueltas sobre un mismo punto. Pero en ese momento, nada parecía transcurrir de manera normal. Cualquiera, pensaba el ministro, que sabe que lo acusan de ser un pedófilo o consentir el negocio de la pedofilia, pierde la compostura y adquiere comportamientos extravagantes. Así como el gobernador comenzó a caminar en círculos, se detuvo y clavó su mirada en los ojos del funcionario.
—Ministro —dijo con ese silbido peculiar que había adquirido su voz en esos momentos—, pregunto sin ofender su competencia: ¿para qué mierda tenemos policía? ¿Para qué mantenemos una manga de vagos a sueldo que no pueden proteger la casa del que les da de comer?
El ministro inhaló con fuerza el aire, buscando no solo oxigenarse, sino encontrar paciencia para su respuesta. Pero sintió con más vigor ese olor pútrido que hedía el gobernador y que le costaba mucho disimular.
—Eso mismo se pregunta la gente, en especial la familia del niño.
—No me refiero a esa pregunta. Preguntaba por mi seguridad. Y la de mi familia.
—Hay que ser pacientes, gobernador. La gente está enojada, podemos tolerar ese enojo siempre y cuando no pase a mayores y podamos sacar provecho de todo esto. Démosle la oportunidad de manifestar su bronca. Eso no nos complica. Pero busquemos darles una explicación creíble. Que el niño escapó y se ahogó, que lo atropelló un automóvil, un paisano a caballo, que los responsables asustados se deshicieron del cadáver. Que se lo llevó el Yasí. Creo que hay que pensar en varias explicaciones. También en varias conferencias. Que hablen los fiscales, que hablemos los ministros, y que, al final, usted se preste a un reportaje.
—¿Un reportaje?
—Sí, previamente arreglado, como corresponde.
El gobernador se acercó al ministro, quien tuvo que contener el aliento. El olor nauseabundo se volvió tan intenso, que debió esforzarse seriamente para evitar vomitar a su jefe.
—¿No dijo la ministra que al chico se lo comió un yacaré? ¿No dijo eso?
—Sí, gobernador. Dijo eso y otras pavadas.
—Que les hagan radiografías a todos los bichos. Que les metan una cámara por la boca y otra por el culo a todos los bichos.
El ministro debió hacer un gran esfuerzo para contener la carcajada.
—La ministra dice cualquier boludez, gobernador, y usted lo sabe mejor que nadie.
—Vieja imbécil. Radiografiar yacarés. Imbécil. Hay que ser idiota. ¿Dónde estudió veterinaria la bestia esa? No sé para qué mierda se vino al pueblo.
—Vino a hacer política.
—¿Política? ¿A eso le llama la política?
El ministro hizo un gesto como quien disipa algo de polvo que flota en el aire.
—Algo así. Política. Politiquería. Proselitismo barato. Lo que guste, gobernador. No le vamos a pedir peras al olmo. Todavía somos aliados, gobernador. Nosotros le votamos lo que piden, ellos nos mantienen los porcentajes.
—Nunca cumplen con los porcentajes, siempre andan pichuleando.
—Porque así es la política. Nosotros hacemos lo mismo con nuestros municipios. Está la cadena de la infelicidad y la cadena de la felicidad. No voy a explicarle a usted, que sabe mejor que cualquiera de nosotros, cómo sacar provecho de cada una de esas cadenas. Los infelices piden presupuestos, los felices disfrutan los dispendios.
El gobernador dio tres o cuatro vueltas alrededor del ministro que hubiera jurado que una de esas oscuras antenas que alucinaba durante la conversación, tocó su cabeza, reconociendo la forma redonda de su cráneo, el volumen y olor de su cabello, y la intensidad de sus emociones.
—Eso de que somos aliados, va a durar lo que un perro en misa. Sé que me van a traicionar.
—Todos somos traidores. Lo importante es que el que último traiciona, traiciona mejor.
El gobernador estaba enfurecido. Contener al insecto que crecía en su interior ya no le resultaba tan sencillo a esa altura de los acontecimientos. El tumulto a las puertas de su mansión le provocaba un malestar hasta ese momento nunca conocido. Algo debía hacerse para alejar el maleficio del niño desaparecido y la caterva de perversos políticos y periodistas (“¡periodistas!”, estallaba furioso el gobernador cuando los mencionaban), que alimentaban el escándalo nacional agitando la triste suerte del pequeño, y que estimulaban al monstruo interior. No iba a devorar al ministro, un deseo que nació de las potentes enzimas de su estómago y alcanzó las dimensiones de la boca. La antropofagia, común entre los insectos, era una abominación que difícilmente se le podía presentar como una verdadera solución. No es que no lo había considerado, pero algo le sugería que su boca no tendría ni la fuerza ni los dientes adecuados para triturar una considerable masa de carne y huesos humanos. Fue en medio de esos devaneos que recordó algo de una tal Sofía, algo de lo que le habló entre lágrimas su esposa, perturbada por la desaparición de Finn.
—Ministro, qué es eso de una tal Sofía, o algo así, que estamos obligados a hacer. No recuerdo bien de qué se trata. Me habló mi esposa del tema.
—¿Se refiere a la alerta que lleva el nombre de la niña Sofía?
—No sé, dígame usted. No recuerdo de qué mierda me habló mi mujer, que no paraba de llorar todo el tiempo.
—Alerta Sofía, gobernador. Es un aviso, una alerta, como dice su nombre, que se debe dar cuando se sabe de la desaparición de un niño. Se llama Sofía, por la desaparición de una niña con ese nombre, en Tierra del Fuego. El ministro de seguridad está a minutos de imponer esa alerta. Deberíamos haberlo hecho antes, pero —agregó sin disimular su cinismo—, nunca es tarde cuando la dicha es buena.
—Alerta Sofía. No tenía ni idea. Cuándo vienen esas niñas a visitarnos, ¿también suena esa alerta?
—¿A visitarlo a usted? No es el caso. Son situaciones diferentes. No hay que mezclar el placer con el delito. Nunca.
—¿Servirá de algo imponer esa alerta?
—No, para nada. Ya pasaron muchas horas de la desaparición, pero… algo es algo. Servirá para que no digan que no lo hicimos. Cuando nos acusen de no haber dado el Alerta de manera rápida, le echaremos la culpa a los fiscales y a la policía. Para eso están, para pagar los platos rotos de la fiesta.
Además, gobernador, aquí nadie se puede hacer el inocente, porque nadie es inocente. Si cada vez que desaparece una nena o un nene se impusiera el Alerta Sofía, viviríamos corriendo como locos por toda la provincia y en todo el país. Si estos dicen que se pueden vender niñas y niños. Seamos mesurados y exijamos mesura. Las cosas en sus debidas proporciones.
El ministro no tenía escrúpulos. Su conciencia había sido hecha a medida para aquellas funciones. Su toc religioso era inverso. Mientras unos padecían preocupación excesiva por la moralidad, él carecía de toda preocupación. Fue él quien dilató la imposición de la Alerta Sofía. “Tiempo al tiempo”, dijo.
No permitiría, dijo, que una auténtica esquizofrenia delirante, de delirantes que corretearían de aquí para allá por toda la provincia gritando “¿Dónde está Finn?”, echara a perder a uno de los emprendimientos más redituables. El dinero no abundaba en ese momento, las partidas presupuestarias eran flacas, los fondos nacionales no llegaban, y sostener el andamiaje que había llevado al poder al gobernador y a él, su más fiel ladero, requería del fluido preciado del dinero. ¿Importaba su procedencia? El dinero no nació inmaculado. El presidente mismo lo ha repetido muchas veces, no me importa de dónde sale el dinero. El dinero es solo una forma de cautiverio, una ilusión de libertad. Desde que el mundo es mundo, pensaba el ministro, toda fortuna se forjó con la sangre de esclavos que, incluso, no pudieron nunca comprender las cadenas que los mantenían sujetos.
Fue él quien ordenó no cinco, sino diez líneas investigativas que se contradijeran unas a otras. Venganza, drogas, pedofilia, religiosidad, Yasí, yacarés, pumas, pozos, vientos, fuegos. Todo servía para no llegar a ninguna conclusión verdadera. Venganza narco, deuda de drogas, ritual satánico, superstición, animales salvajes al acecho de carne fácil, pozos misteriosos tragándose personitas sin dejar rastro alguno, vientos furiosos que todo lo arrasaban, fuegos abrazadores.
Niños y niñas desaparecerán siempre. Así pensaba el ministro. Ha ocurrido desde el principio de los tiempos. No tenía dudas sobre lo que para él era la naturaleza humana.
Algunos de sus cercanos colaboradores lo advirtieron que en todo aquello no debía descartarse un error de mercaderías. Los alcahuetes del gobernador repartidos en todos los pueblos, incluso en los más insignificantes, así lo decían en sus mensajes. Error. Error. Error. ¿Error? Sí. La mercancía vendida nunca se obtuvo. Error. Error. Error. Solo un error podía explicar aquella desgracia. No le venía nada mal al ministro esa versión en la que no había reparado. Bien, repitan también que fue un error.
Recordaba, mientras observaba al gobernador rasgar su bata con sus ridículas patas. Recordaba a la niña de los pequeños senos y se resignaba a que se habría perdido para siempre. La que estaba de pie de frente al escenario al que estaban subidos él y el gobernador, llenos sus rostros de morisquetas, y montados sobre la tarima a metro y medio del suelo, no dejaban de observarle los pechos a la niña muerta de miedo. Teme que no podrá volver a acariciar esos latentes pezones si alguien no pone fin a esa equivocación. Y no tendrá importancia que haya tantas niñas vírgenes en aquella provincia, porque hijas y gatas no dejarán nunca de parirse, pero el rumor de muerte tumbará las ilusiones de un poder sin límites, tal la guadaña precisa, que amputa al pueblo todos los días y libra por libra la carne de su cuerpo.
Fue el extraño silbido de la voz del gobernador que lo sacó de sus pensamientos.
—¿Y ese policía que mandó al pueblo hace un tiempo?
El ministro evitó mirar al gobernador.
—Con el cura.
—¿Va a hacer algo ese inútil?
—Le di órdenes precisas. Nada de marchas, nada de quilombos.
—Pero el quilombo lo tengo en la puerta de mi casa. No solo en la puerta. Mi mujer me llora todo el día. La inútil descubrió que en este país se roban los niños. Ni que fuera una novedad.
—Vendrán los fiscales a dar una conferencia de prensa. Y si no alcanza, vendrá algún juez. Pero no descarte que usted mismo deba decir algo al pueblo. Todos están esperando una declaración suya.
—¿Mía?
—Suya.
—Se la puedo dictar ya mismo.
Hombre conocedor de los estados de ánimo de su jefe, prefirió eludir la oferta.
—Por ahora no es necesario. Policía, cura, fiscales, juez, este humilde ministro. Si todos fracasamos, entonces usted será el recurso salvador.
El gobernador movió negativamente su cabeza. Ignoró por completo al ministro y subió a toda velocidad por la escalera hacia su habitación. Las palabras que dijo mientras subía ya no se podían entender. El silbido que salía de su boca era tan penetrante y latoso, que el ministro y la servidumbre debieron taparse los oídos aturdidos por el sonido.
Padre Nuestro. Madre Nuestra. Por mi pecado. Por tu pecado. Dios, todo ha muerto. Lo narraré de rodillas. Muerto. La horma de Dios, la sepultura. En el fondo, un animal retorcía su forma apuñalada. Su llanto se confundía con el canto de un ave que parecía atrapada en su garganta, como si el mismo dolor intentara alzarse al cielo. Entretanto, bajo el implacable sol del mediodía, la esperanza en cenizas, calcinada en su propia impotencia. Muy cerca, un rosario susurraba entre las manos secas de unas ancianas desdentadas, sombras de un fervor quebrado. Sus uñas, agrietadas y ásperas, parecían clamar su propia oración: las del Señor, esas, no son contigo. Viejas, llenas son de desgracias. Huyendo de sus babas como podían. Ya no podían llorar, sus lagrimales estaban abolidos, el nervio seco, difunto. Ciegas. Monocordes repetían: ¿dónde está Finn, dónde?
Una implacable membrana humana sonaba a sangre cuando el nombre de Finn era absorbido por la prensa banal. ¡Noticias! ¡Noticias! ¡Compren las últimas noticias! No había misterio. Todos sabían de qué se trataba, y mientras la procesión avanzaba por una callejuela, la cruz se alzaba a gusto por sobre las sombras.
“¿Dónde está Finn?” El periodista babeaba cruel la pregunta. Silencio. Zurita, que estaba a metros de distancia de la procesión, no podía quitar su vista del enorme crucifijo que encabezaba la marcha. Allí quedaba prendida de los clavos del Cristo y la piel de su rostro se acuarelaba cada vez más. Ojos llenos de noche, dolor sin fin, sin Finn, lágrima verídica en cada ojo, nerviosa.
El cura metía miedo. No rezaba como los rezadores ni repetía un fragmento de la Biblia para consuelo. Desde que había llegado al pueblo, su deseo era irse de allí sin ser visto, una noche, una tarde, sin explicaciones. No aspiraba a ser auxilio de esas pobres gentes. En esa tarde de marchas por el niño, su aspecto caía a plomo sobre las sombras en la tierra y su voz crujía de golpe cada palabra, como nunca antes. Repetía alzando la voz lo más que podía. ¡Oremos! ¡Oremos! Pecadores. Y de la multitud, el silencio. “¿Dónde está Finn?” La pregunta se repetía. Silencio. Silencio. Por eso la procesión que comandaba el cura caminaba hacia ningún lado. Ese era el propósito. Dar vueltas alrededor de un vacío cenagoso, gusaneando en el fondo sobre una carnecita púrpura una anélida criatura oscura. ¡El Señor es contigo y con todos sus invertebrados! ¡Coman de esta pudrición, comulguen la muerte y la mentira!
De reojo, el cura, que sudaba por la frente hasta el pómulo su hipocresía, espiaba a la maldita monjita que no lo dejaba disimular su mala actitud. Y tras la monja, otras viejas. Cada una con su muerto gruñendo a cuestas. Las viejas, todas ciegas, sabían mejor que nadie, que el cura las sermoneaba para nada. Ellas entendían el pecado mejor que los balbuceos de los muertos cada visita al pequeño cementerio, donde yacían incómodos en pequeñas trincheras cavadas hasta metro y medio de profundidad.
Glisoría llegó desde una arruga de la tarde noche. Su alma en pena la tiraba al piso una y otra vez. Pálida criatura. Zurita la buscó con la mirada. La vio caída sobre su propia pena. Llegó hasta ella. La abrazó. La monja y las viejas las rodearon y repetían: ¡Dios te salve, Madre! El cura se mantuvo a prudente distancia mientras se acentuaba el ocaso. Detrás de él, el policía se escondía a buen resguardo de las viejas que esparcían las plumas de unas aves a modo de conjuro. A cada lado de la procesión, los periodistas repetían sus rollos a pedido de sus patrones: párroco, tripas, gotas, llantos, monjas, y lentísimas fotografías cavilaban una pequeña muerte dentro de un ovillo negro de fatídico alambre de enfardar.
Aunque estaba del otro lado del llamado, podía imaginar la escena. El Hombre de Hojalata hurgando en una “maldita bolsa verde”, repitiendo insultos sin detenerse, rindiéndose a la necesidad de convocarlo para una nueva y perfecta limpieza. Tal vez lo acompañara otro servidor, con seguridad un chofer, dado el caso y por la lejanía, quien debió repetir en más de una oportunidad en qué bolsa estaba el celular para enviar el mensaje para reunirse.
Por alguna razón basada en la rutina, siempre, los celulares usados para enviar escuetos mensajes a los subordinados, eran guardados en bolsas verdes para los Limpiadores, azules, para los Operadores locales, y roja para informar a El Mago de Oz. Esto, muy a pesar suyo, que consideraba que la rutina abría las compuertas del fracaso sin que nadie lo notara.
El Hombre de Hojalata siempre se enfurecía por razones que él desconocía, en cada oportunidad que tenía que convocarlo a una limpieza. Sabía que esa no sería diferente. Más o menos libras de carne y hueso no eran pretexto para su enojo. Después de todo, era él quien debía calcular medidas y pesos en cada oportunidad. El Hombre de Hojalata no hacía más que componer y supervisar. El resto no dependía de él.
¿Qué le molestaba de su persona al componedor, cómo lo llamaba? No podía ni imaginarlo. Por otra parte, nunca le hubiera preguntado. ¿Temía su respuesta? Tal vez. El Hombre de Hojalata parecía un ser poco significativo, pero era engañosa esa suposición. Lo relevante era que a él no le importaba la opinión de sus convocantes. Qué pensarán de él unos y otros era insignificante en el universo de La Ciudad Esmeralda. Lo sabía muy bien. Allí todos los valores estaban subvertidos. Eran otros los méritos que se apreciaban en el submundo de esa ciudad de la perversión. Si haces bien tu trabajo, El Mago de Oz te apreciará y hasta protegerá. Si ordena eliminarte, es porque no tuvo alternativa. A veces ocurría. “Gajes del oficio”, le había advertido su padre. Si La Ciudad Esmeralda decidía eliminarte, se ocuparía de cuidar de la viuda e hijos, garantizando a la viuda una jugosa pensión hasta su muerte, y a los vástagos, una subvención que garantizara estudios y buena vida hasta la mayoría de edad.
Él no tenía esposa ni hijos. Era solo un trabajador. Un verdadero obrero de la limpieza. Y en el mundo que lo rodeaba y necesitaba, todo era nada más que trabajo, suciedad y limpieza. El trabajo era siempre saludable, la limpieza, su presentación más ordenada.
Para su trabajo no importaba el tamaño, el sexo, la edad. Todo era materia orgánica posible de ser reducida con diferentes métodos. El fuego, el agua, la tierra o los hermosos cerdos hambrientos. O unos cuantos metros de alambre de enfardar.
Tal vez el disgusto de El Hombre de Hojalata fuera una señal de su destino. O el indicio final de su fortuna póstuma. Los dioses del camino de la mano derecha no pudieron explicarle qué debía esperar con el paso del tiempo. Por eso los descartó a todos como guías espirituales. No sabía si ese fracaso se debió a la debilidad de esos dioses o a su duro espíritu formado de manera casi espartana. Frío, hambre, golpizas. Esto decía de cómo fue su educación. Todavía podía rascar los costurones en que se habían transformado las cicatrices que su hermano mayor y su propio padre le infligieron, aunque por motivos muy diferentes. Todo lo que aprendió lo aprendió de su padre. A leer. A escribir. A recordar. A pensar. Las golpizas de su hermano eran un asunto que no tuvo nada que ver con su formación. Lectura. Mucha lectura. Toda clase de libros. Todos los días. Hora tras hora. Tantas veces le leyó su padre La Divina Comedia, que recordaba poemas enteros de la obra de Dante. Al entrar en la adolescencia, su inteligencia cambió de una manera extraordinaria. Todas las religiones fueron puestas en duda, ningún dogma moral fue deificado. Se convenció de que en la vida terrenal no hay nada que daba ser considerado sagrado. Los ídolos de madera que pueblan los altares de todas las iglesias son obras de manos humanas, y pueden ser destruidas con facilidad. ¡Todo lo que el hombre ha hecho puede destruirlo!
Su padre, el gran Limpiador, se lo dijo en más de una oportunidad: “En este árido desierto de acero y piedra, elevo mi voz para que puedas oírla. Al Este y al Oeste hago una seña. Al Norte y al Sur muestro un signo que proclama: ¡Muerte a los débiles, salud para los fuertes!”
Muerte a los débiles. Esto no solo lo repetía su padre como una consigna salvadora. También su hermano lo decía mientras lo aporreaba. ¡Muerte a los débiles! Aunque aborrecía esas palizas, al crecer, empezó a reconsiderar los porqués de tales tundas, las razones verdaderas de ese comportamiento. Así, el abusador, lo había obligado a estar siempre en alerta. Sus cinco sentidos se agudizaron notablemente y se alejó por voluntad propia de las multitudes desorientadas que vagan por el mundo sin destino. De alguna manera supo de sí mismo más de lo que hubiera podido por caminos sin violencia. Puso en duda todas las cosas, y eso le dio la devoción necesaria para cumplir fielmente su tarea.
Un simple mensaje. Dos palabras: “nos vemos”. El lugar del encuentro ya lo conocía. La condición era que él debía llegar primero; sin embargo, sabía que El Hombre de Hojalata siempre se le adelantaba porque desconfiaba hasta de su sombra. Se preguntaba si sería el alcohol lo que lo volvía tan desconfiado. Podía no saber dónde estaría escondido observando su llegada, pero su extraordinario sentido del olfato le permitía reconocer el perfume del Glenfarclas 25 Años, a metros de distancia. Si El Hombre de Hojalata supiera que él lo reconocía por su peculiar olor, agregaría una razón más a la animadversión que mostraba por él.
Si él había recibido el llamado, también debió recibirlo el Operador local. Ese sí que tenía las horas contadas. No necesitaba que le revelaran quién sería su verdugo. El Hombre de Hojalata nunca se había ocupado de esos trabajos. Él solo ponía orden al desorden. No se manchaba con sangre. Solo arreglaba negocios. El Mago de Oz tenía una forma muy escueta de pedirle que arreglara cualquier inconveniente. “Hacete cargo del quilombo”. Eso era todo. Así que el sicario de ocasión debía ser necesariamente el acompañante, el chofer.
Tenía reservada la forma y el lugar para el descarte final del responsable de todo el escándalo. La forma la decidía él, era su responsabilidad. El lugar importaba porque una desaparición debía ser exitosa, que no quedara ni el menor rastro del descarte, y a todos eso les importaba. Pero su trabajo era de tal calidad, que a la larga todos, incluido El Mago de Oz, habían optado por no preguntar por detalles de su trabajo.
Ya había reservado un sitio para el descarte, uno inaccesible para el común de los mortales. Profundidad. Malezas. Alimañas. La forma y el lugar aseguraban que jamás nadie encontraría ni una célula del desdichado. Sería digerido por completo.
Nadie conocía sus decisiones. En cierto modo, esa costumbre de no ventilar sus propios recursos era un poco la manera que tenía que proteger sus medios y su propia vida. Tampoco nunca nadie sabía cómo llegaba al lugar que era convocado. No usaba automóviles, se movía en transporte público. Un poco en broma repetía “soy gente de transporte público”, así como “soy gente de ropa sencilla” (porque usaba ropa sencilla), o “soy gente de guisos” (porque amaba los guisos del tipo que fuera). Con respecto al transporte público, nadie le creía, pero no habían podido descubrirlo usando un automóvil. Había aprendido a moverse como una verdadera sombra.
¿Cómo haría para llegar a tiempo al lugar donde debía encontrarse con El Hombre de Hojalata? Nunca se sabría, pero allí estaría. Ni un minuto antes, ni un minuto después. Luego llegaría el Operador local. Ese era el orden verdadero. Primero El Hombre de Hojalata, luego el Limpiador, por último, el descarte. Si había algo que convenir antes de la ejecución, ese era el momento. La limpieza corría por su cuenta. Descartada la víctima y la mercadería, El Hombre de Hojalata se marcharía sin perder tiempo. Su abstinencia, a esa altura, lo ponía casi al borde de un ataque de furia. Él se iría como vino, pero con las cargas bien empaquetadas. Nadie sabía cómo trasladaba un muerto, pero el muerto desaparecía junto con el Limpiador. “Delicias del oficio”, decía su padre con total suficiencia.
Ver a la víctima con anticipación era algo determinante para sus decisiones. Tendría la oportunidad de apreciar sin errores su tamaño y su peso. Eso le daba las medidas necesarias para definir si el método elegido era el adecuado. Nunca le resultaba satisfactoria la descripción que le anticipaban de sus víctimas. Él debía apreciar por sí mismo la anatomía del descarte próximo. Lo que solía generar un debate sin fin era el asunto de las medidas. Mientras el común de las personas refería todas las medidas al sistema métrico decimal, él lo hacía usando el sistema anglosajón.
Pulgadas, pies, yardas, millas, onzas, pintas, cuartos, galones, onzas, libras, toneladas. “Hablen con propiedad”, era su exigencia. Las medidas inglesas eran la definición de la perfección. Repetía: “los anglosajones sí que saben hacer las cosas”. Nadie entendía el porqué de esa afirmación. En milímetros, centímetros, metros, gramos o kilos, la muerte no se diferencia en nada de pulgadas, pies, onzas o libras. Pero a su criterio, el sistema métrico decimal solo representaba la decadencia francesa que continuaba y aumentaba a la romana. Pueblos libertinos, bebedores de vino tinto, fornicadores desfachatados que debieron ser puestos en regla por la Contra Reforma católica en respuesta al adúltero de Lutero y otros herejes que habían hecho de la religión una farsa basada en la disputa al santísimo Vaticano por pura codicia por grandes latifundios feudales, con legiones enteras de siervos entregando la riqueza sin protestar para no ser arrojados a los fuegos eternos del infierno tan temido.
El decreto del 13 Brumario del año IX, fue, para él, el comienzo del degeneramiento aritmético de la forma de medir y pesar la condición humana. Esa compulsión de la Francia revolucionaria por presentarse a sí misma como gran innovadora de los logros de la humanidad toda, evolucionó hasta autoproclamarse creadora de un sistema universal de pesos y medidas. Si algo lo fastidiaba hasta hacerle perder la compostura, era la pretensión de presentarse como creadores de valores universales. ¿Era esa su universalidad? No, la suya era anglosajona. Se trataba de libras y pulgadas combinadas con la ley universal de la tanatopraxia, etapa inferior de la tanatocracia, el gobierno de la muerte luego del cuidado del difunto por parte del tanatopractor, una categoría entre humana y divina, semejante a las semi deidades griegas. Era una versión extraña de un tafefthís.
Pero el Limpiador consideraba, en ciertas oportunidades, que lo suyo era una forma misteriosa de la poesía. La muerte, en cualquiera de sus formas y en todas las latitudes, tenía un poema implícito en el acto mismo en que el corazón deja de latir. Puede que fuera solo una idea extraña. En más de una oportunidad, observando un paisaje, creía reconocer un rasgo oculto de los cientos de formas de morir, en una gota transparente de rocío, en el arco perfecto del lomo de una rata que huye del gato que espera devorarla, o el movimiento simétrico de una delgada rama de un viejo árbol. Si El Hombre de Hojalata supiera de estas divagaciones, haría que lo apartaran por siempre de La Ciudad Esmeralda. Faltaba un delirante que, al tiempo que reducía a una víctima en perfectas porciones medidas en libras, a las que chamuscaba en un fuego incesante o sumergía en tenebrosas pócimas de las que nadie tenía las fórmulas, pusiera palabras poéticas a lo que no era sino un crimen por encargo. Un Limpiador no debe aspirar a una estética superadora. Ser algo inconformista no estaba nada mal. No le sentaba para nada mal. Apreciaba esas variaciones en su estado de ánimo. Pero estas cavilaciones nunca las había compartido con nadie. Como sus técnicas. Como aquello que a garrotazos su padre le enseñó desde la más tierna edad.
Cuando divagaba de ese modo, es que vio acercarse a un automóvil en el que supuso que llegaba el proveedor local. El automóvil se detuvo a pocos metros. Descendió un hombre, relativamente joven. Luego otro. Se sorprendió y con razón. Los proveedores eran dos y no uno, como era lo habitual en la organización. Muy parecido uno al otro, como si en realidad uno fuera su propio reflejo en un imaginario espejo. La misma talla, los mismos cabellos y blanco del rostro. El mismo brillo opaco; su piel, un impuro polímero modificado caprichosamente. Estando a esa relativa distancia, pudo observar la idéntica mirada en ambos. Pupilas urentes, la nervadura a gris, disfóricas. Esos ojos eran una muy mala noticia, eran el aviso de que las cosas no se producirán como se las esperaba. Indican indiferencia al porvenir y desafío ente el presente que se anunciaba mortal. El futuro no era siquiera una sospecha. Ocurre con los que no tienen sentimiento alguno. Los sentimientos dan sentido al porvenir. No pensaba en sentimientos cristianos o caritativos, sino en alguna especie de sentimiento más no fuera de ira, de odio, al menos. Pero esos dos hombres parecían atravesados por la más completa indiferencia. No podía considerarlos unos peleles enviados a justificar tanto viaje y tanto trabajo. Dudaba de que no sospecharan de que sus vidas no valían nada, ni una risa, ni un insulto, que en breve no serían más que una amalgama rara de músculos, nervio y polvo de hueso.
Los hombres permanecieron juntos a su automóvil. No se dirigieron de inmediato al lugar de reunión. Esperaron sin dar muestra de inquietud. Inmóviles y casi apáticos, no transmitían nerviosismo. Se comportaban como si lo correcto y necesario fuera perder el tiempo en ese paraje inhóspito. ¿Y El Hombre de Hojalata? Andaría por ahí, esperando su momento. Era un hombre que había aprendido a ser paciente. En un lugar inesperado, detestable, esa tolerancia se volvía más que importante.
Como quien sale de un agujero negro, en pocos pasos, se dirigió a la propiedad donde debía encontrarse con el proveedor local y con el Limpiador. El chofer a su lado, circunspecto, cada uno dispuesto a cumplir con su obligación.
Se sorprendió al saber de que no era uno, sino dos los que habían frustrado el negocio. Tal vez La Ciudad Esmeralda había autorizado la intervención de dos proveedores en vez de uno, como era habitual. Sabía que, desde hace algún tiempo, se había presentado la idea de tercerizar ciertos trabajos, pero que no se había decidido nada aún. Él mismo, cuando fue consultado, se opuso vehementemente. ¡Cuentapropistas! El cuentapropismo en esas tareas no era para nada recomendable. ¡Tercerizar! Otra paparruchada.
Los años de experiencia le sugerían que lo que ahí ocurría no era normal. Algo no estaba para nada bien, como si el escándalo nacional fuera lo que se estaba buscando provocar. Policías, testigos, jueces, políticos, periodistas, todos eran parte de una puesta en escena extraordinaria. Escenografía dramática a nivel nacional.
El Hombre de Hojalata ingresó al lugar de reunión por la puerta trasera de la casa. Escribió un breve mensaje en el celular de la bolsa roja. “Los dos pescadores están listos”. Su mensaje era una formalidad, un procedimiento para ponerse a cubierto de cualquier reproche. Solo quería dejar establecido que ya tenía en sus manos a los responsables de todo ese escándalo. La respuesta que llegó desde La Ciudad Esmeralda lo confundió. “¿Dos?” Y luego de unos segundos, “La pesca de trucha con señuelo es solitaria.”. Comprendió de inmediato. La pregunta inevitable: si el proveedor de La Ciudad Esmeralda era una sola persona, ¿quiénes eran esos dos personajes que se presentaban como operadores locales?
Le ordenó a Milton que hiciera comparecer a los tipos. Bastó que el chofer les señalara en dirección a la vivienda donde los esperaba El Hombre de Hojalata, para que los tipos caminaran al mismo tiempo en la misma dirección. Detrás de ellos, el Limpiador.
Antes de que los desgraciados entraran a la casa, el chofer los palpó de armas; comprobó que estaban desarmados. Ninguno de los presentes debía portar un arma de fuego ni un arma blanca. Era una condición ineludible que El Mago de Oz había impuesto a todos sus secuaces. Siempre el “trabajo” debía ser “manual”. Una artesanía de la muerte.
El encuentro transcurrió en un salón amplio, largo, quizás demasiado, pero no muy ancho. El piso era de baldosas decoradas con el dibujo de siemprevivas. Un poco de cinismo en la elección de la decoración del piso. El techo, algo bajo, condensaba el aire que se respiraba. Había ya un olor inconfundible. Las ventanas estaban todas tapiadas y por dentro, sobre los vidrios, varias capas de papel de diario pegadas con una sustancia que bien podía haber sido algún tipo de engrudo.
Los dos supuestos operadores se detuvieron a poco más de dos metros de la puerta de entrada, para permitir que el Limpiador traspasara la puerta con comodidad y la cerrara detrás de él. Estaban serenos, para sorpresa de todos.
Al entrar, evitaron mirar de frente a El Hombre de Hojalata. No por temor, sí por desprecio. Su sombra, proyectada por una luz que provenía de un modesto agujero en la pared del fondo, los tocaba en el pecho.
El chofer se alejó con tranquilidad de El Hombre de Hojalata y avanzó hasta quedar detrás de los fulanos y al lado del Limpiador. A poca distancia de las víctimas, la suficiente para ejecutarlos si era necesario.
El Hombre de Hojalata preguntó sin rodeos:
—¿Quiénes son ustedes?
No obtuvo respuesta.
—Ustedes no son de La Ciudad Esmeralda. ¿Quiénes son?
Los desgraciados sonrieron, pero siguieron sin hablar. Desestabilizar al oponente era una forma de disfrutar el momento.
El Hombre de Hojalata alzó la voz sin disimular su enojo.
—Se los voy a preguntar una vez más y quiero respuesta. ¿Quiénes son ustedes?
Uno de los hombres, el que estaba a su izquierda, entonces habló.
—Qué carajo te importa quienes somos nosotros.
—¿Sos compadrito? Vamos a ver si en un rato seguís siendo un compadrito de bar. ¿Cómo se llaman?
—Juan y Pinchame.
—Dejá de hacerte el pelotudo y decime quiénes son ustedes.
—Qué te importa quiénes somos nosotros. Lo único que te tiene que importar es que vinimos a avisarte que te tomés el palo ante de que te rompamos la cabeza. Y estos dos boludos que te acompañan también mejor que se tomen el palo. Están todos muertos pero todavía no se avivaron.
—¿Ustedes me van a romper la cabeza, pelotudos? ¿Se volvieron locos?
—El que avisa no traiciona, viejo. Borrate antes de que te rompamos la cabeza. Tómense el palo, todos. Déjennos en paz.
—En paz te vamos a dejar en un rato. Después de que les arranquemos las pelotas van a vivir la paz de los muertos. Se les va a acabar las ganas de joder.
—A los que se les va a acabar las ganas de joder es a ustedes. Váyanse de nuestra provincia.
El Hombre de Hojalata estaba enfurecido.
—¿Dónde está nuestro verdadero proveedor?
—Muerto.
—¿Quién lo mató? ¿Ustedes dos?
—No.
—¿Quién lo mató?
—Ustedes lo mataron.
—No me tomés el pelo, boludo. No estoy para jodas.
—No entendés nada, hojalata. Te estoy avisando para que salvés el culo vos y estos dos. Y tus proveedores. Y tus alcahuetes. Y tus compradores. Váyanse de una buena vez. Déjennos en paz. Por hacerse los patrones, el proveedor de ustedes acabó cortado en pedazos. Ustedes eligen.
—¿Ustedes, pendejos de mierda, me van a matar a mí? ¿Se atreven a amenazarme?
Sonrieron. Sonrisa cínica.
—Ni te imaginás quién será su verdugo. Además de borracho sos ciego.
—Borracho tu padre, imbécil. ¿Vienen a amenazarme? ¿Se creen muy importantes?
—Nosotros no nos creemos nada. Solo vinimos a decirles que se tomen el palo ahora, que están a tiempo, que no vuelvan más.
—Decime cómo se llaman y quién los mandó a hacer este quilombo.
—Ya te dije, Juan y Pinchame.
—Para quién trabajan.
El que estaba a la derecha de El Hombre de Hojalata, dijo:
—Para El País de las Maravillas.
—¿El país de las maravillas? Dejate de joder, boludo. ¿Qué sos, el sombrero loco? Estás a punto de morir empalado y te hacés el gracioso. ¿Sabés cómo acaban los boludos como vos?
—No. Pero sé cómo mueren los borrachos como vos. No digan que no les avisamos. Se les acaba el tiempo, viejo. Rájense mientras puedan.
El Hombre de Hojalata humedeció los labios con su lengua. Los frotó varias veces mientras no le quitaba la vista a los desgraciados. Era señal de que estaba tratando de contener su ira. Se le presentó un dilema. Debía ejecutar a esos dos hombres (y era lo que deseaba), pero sabía que El Mago de Oz le exigiría respuestas. Necesitaba saber quién los había mandado a provocar el escándalo por la desaparición de un niño.
—¿Por qué se llevaron al pibe?
El que estaba a la izquierda miró a su compinche. Le susurró en voz tan baja unas palabras que ni el chofer ni el Limpiador pudieron oírlo. Luego dijo:
—A vos qué carajo te importa el pibe.
—Lo qué me importa no me lo vas a decir vos, pendejo. Te voy a sacar las ganas de hacerte el pelotudo. ¿Dónde está el pendejo que se llevaron?
—Lo desayunamos esta mañana.
—¿Lo tienen con ustedes?
Los dos hombres, al mismo tiempo, respondieron: “¿dónde la tendríamos, en nuestros bolsillos?
—Son graciosos… Se creen graciosos. ¿Suponen que pueden meterse con El Mago de Oz y que El Mago de Oz los va a dejar ir tranquilos?
—Tu mago está terminado, viejo. Ter-mi-na-do. Entendelo. —Respondió el de la derecha.
—Si, claro, porque vos lo decís. Los que están terminados son ustedes.
—No digan que no les avisamos.
En ese momento, la sensación que tuvo El Hombre de Hojalata era que los tipos no eran indiferentes, sino fanáticos.
—Díganme dónde está el pibe que se llevaron.
—Ya te dijimos que lo desayunamos esta mañana. Nos chupamos hasta los huesitos. Lo untamos con margarina y lo pusimos entre dos pancitos. Uno de atrás y otro de adelante.
—Díganme quién los mandó, entréguenme al pibe y me voy de este pueblo de mierda, me voy a casa a beber mi whisky sin que nada me importe un carajo.
—Andate ahora que todavía podés, después no vas a salir con vida de este pueblo. —Respondieron los hombres al unísono.
Sin alterar sus voces ni hacer ningún tipo de movimiento, siguieron hablándole a los tres enviados de La Ciudad Esmeralda, quienes los observaban sin atinar a decir y hacer nada.
—¿No entendés viejo? Es simple. Oferta y demanda, la ley del mercado —dijo el que estaba a la izquierda. El otro agregó:
—Ustedes deberían saberlo mejor que nadie. Estamos en la época de la libre competencia a la que nos han guiado ustedes mismos. No fuimos nosotros los que hablamos de comprar y vender niños. Fueron ustedes los que abrieron de par en par las puertas de este infierno. Agarren sus propios pibes y báñenlos con vaselina. Los de acá son nuestros para desayunarlos como se nos dé la gana.
La situación que enfrentaba El Hombre de Hojalata era realmente extraña. Se había topado con dos tipos que, sabiendo que iban a morir, hablaban como si fueran inmortales. Eso lo irritaba profundamente. Matones amenazándolo a esa altura de su vida resultaba insoportable.
Debía saber qué pasó con la mercadería, con el proveedor de la organización, porque de eso debería rendir cuentas a El Mago de Oz. Pero también debía eliminar a los dos tipos. Si los mataba a ambos, tal vez nunca supiera quién era su jefe, ni dónde estaba el niño desaparecido. No tendría modo de averiguar nada.
Ya no era un asunto de un negocio fallido, como se creyó al principio. Tantos años de experiencia le indicaban que la soberbia de los tipos no era un ardid para defenderse. El desafío era real. Al principio todo parecía un error, producto de una estupidez. Un estúpido cambia una mercadería sin permiso y sin razón aparente y hecha todo a perder. Esa conversación le demostró que esa no era la verdad. Nada es lo que parece. A veces nada es lo que debe ser. El Hombre de Hojalata meditaba esos minutos sin quitarle la mirada a esos tipos que desafiaban su lógica. No tomaría una decisión por cuenta propia. No es que no estaba dispuesto a correr riesgos, pero él suponía que aquello no era una simple rebeldía de un par de idiotas.
—¿Cuál era el celular de…?
—Bolsa roja —el chofer interrumpió la pregunta. No le pareció prudente nombrar al jefe máximo ante esos dos desconocidos.
El Hombre de Hojalata tomó el celular que estaba depositado en la bolsa de color rojo. Escribió un breve mensaje. Escribió: “esto no es un error”.
Si todo aquello no era el resultado de un error, la respuesta que llegaría sería: ¿entonces, de qué se trata? Y ese fue el mensaje que llegó al celular de la bolsa roja.
Escribió “libre competencia”. Libre competencia no eran dos palabras temidas, pero para él y para El Mago de Oz, adquirían, en ese momento, mayor trascendencia. La competencia es inescrupulosa. Todo ese escándalo parecía tener como verdadero propósito: arruinar los negocios de La Ciudad Esmeralda. La “libertad de mercado”, abría escenarios impensados hasta hacía poco. Un competidor es un enemigo al que hay que quitar del medio, de eso le hablaban esos dos desconocidos.
La respuesta de La Ciudad Esmeralda llegó al instante. “El libre mercado es un mito. Lo único que importa es la verdad.” El problema era obtener la verdad a como diera lugar. No había más que decir.
—Pendejos: el verso del libre mercado se los voy a meter por el culo. Los amigos detrás de ustedes le van a explicar a su manera que eso del libre mercado es solo una sanata. No hay libertad que valga. Lo único que aquí importa es la verdad. Ya saben: “la verdad os hará libre”. Así que, libérense antes de que les cortemos las bolas y se las hagamos tragar.
El Limpiador aspiró el aire del ambiente. Sintió ese olor peculiar que precede a la violencia. Los hombres parecían dispuestos a sufrir.
El que estaba a la izquierda de frente a El Hombre de Hojalata, puso su fría mirada en él. Desafiante. Nunca antes había sentido esa sensación. Era un insulto que salía desde esas pupilas indescifrables y tocaba hasta su nervio óptico.
Entonces, mientras era sujetado con alambre de enfardar a la altura de las muñecas y los tobillos, dijo:
—Todo esto no les servirá de nada.
—Veremos. Para llegar al cielo, primero hay que pasar por el purgatorio. —El Hombre de Hojalata habló sin el menor sentimiento en su voz. Sabía que el verdadero proveedor local estaba muerto. Esperaba que alguno de los dos tipos revelara con la tortura quiénes eran sus verdaderos jefes. Luego eliminaría a todos los que estaban comprometidos con el fracaso, no importaba si era una o decenas de personas.
A pesar de que el Limpiador había ajustado los alambres en tobillos y muñecas con mucha fuerza, los hombres no daban señales de dolor. Los dos, de rodillas, hechos un ovillo, no dejaron de hablar a dúo.
—Tomatela limpiador. Vos ni siquiera vivís de este negocio, solo limpias mierda. Tomátelas mientras puedas. Pronto hasta su Mago de Oz cantará para nosotros.
Uno de los dos sometidos, imposible saber cuál, dijo:
—A tu mago le echaremos nafta a todas sus fotos, a sus peliculitas, a sus componendas en la cárcel. Le prenderemos fuego, lo quemaremos vivo. Ya no estará a salvo. Arderá. Se acabó su tiempo. Nuestra muerte solo será la de ustedes.
—Veremos. —El Hombre de Hojalata creyó que no había nada más que decir ni que oír. —Necesito un whisky. Si Glenfarclas viniera en ayuda, sería una respuesta angelical. Así creería que Dios existe. Dio media vuelta y se dirigió al patio de tierra que daba al fondo. No necesitaba observar ese espectáculo. No le interesaba. Escribió otro breve mensaje en el celular de la bolsa roja. “Habrá tormenta”. Pero no obtuvo respuesta.
Mientras duraron las torturas, no se escuchó un solo grito. Ninguno de los desgraciados reveló alguna información, se mantuvieron en silencio, soportando los tormentos con extraordinario estoicismo. Peor aún, los torturadores se convencieron de que el dolor alimentaba la convicción de sus víctimas. El chofer y el Limpiador estaban confundidos. Nunca se habían topado con tipos como esos. Para mayor desencanto, producto de tan horribles tormentos, murieron al mismo tiempo.
El Limpiador se convenció de que esos seres eran entidades diferentes pero unidos de una manera inexplicable. Lamentaba no haber podido descifrar cómo operaban los mecanismos naturales de esos dos más que extraños simbiontes, qué era lo que los hacía tan semejantes y diferentes al mismo tiempo, cómo lograron compartir hasta su muerte.
El Limpiador llamó a El Hombre de Hojalata. Entró sabiendo que no habían obtenido ninguna confesión.
—¿Nada?
Ni el Limpiador ni el chofer se animaron a responder.
—Nada. Hijos de puta. Nada. Esto se va a poner espeso.
Los tres hombres observaron los cadáveres como quienes aprecian una inesperada pintura.
—Dejaron de respirar al mismo tiempo. —Explicó el Limpiador.
¿Tenía alguna importancia ese comentario? Ninguna. Pero algo había que decir para quebrar el silencio. El Hombre de Hojalata se encogió de hombros. Mirando las heridas de los torturados, con voz pausada, contenida, dijo:
—No eran más que dos enfermos mentales. Solo dos tarados se hacen matar de esta manera.
Respiró lentamente, buscando que el aire enviciado llegara a sus pulmones como un narcótico. Quería oler el perfume que unía mierda y sangre en una única fragancia—. ¿Tenemos una sola bolsa para fiambre o los vamos a llevar enlatados?
El Limpiador no pudo evitar una sonrisa cínica. El Hombre de Hojalata percibió el gesto, pero no tuvo intenciones de reprenderlo. De qué hubiera servido decirle “¿de qué mierda te reís?” Un comentario inútil. Después de todo, esa risa no agregaba soluciones, pero le quitaba dramatismo al momento.
—Soy precavido, siempre traigo repuesto. —Dijo el Limpiador casi con un tono pedagógico—. Cuando se anda limpiando nunca se sabe si la mugre será una, o dos, o tres. Hay mucha mugre en este mundo. ¡Hay tanto que limpiar!
El Hombre de Hojalata le dio la razón. Dijo:
—Así es. Mucha mugre, demasiada.
—Váyanse —dijo el Limpiador—, yo los empaqueto y me los llevo. En minutos estos dos tipos ni habrán pisado este suelo.
El chofer recordó que llevaba en el baúl de su auto una bolsa para cadáveres de alta calidad.
—Yo traje mi bolsa, una belleza Made in China. Uno de estos chabones puede ir empaquetado de lujo. No será Pierre Cardin pero maso-maso. Las Wuhan Youfu son de lo mejorcito del mercado. Dólar barato, bolsa barata.
—Ya lo creo. Los chinos no dan puntada sin hilo. Te venden la bolsa y el cadáver va de regalo. Saben hacer negocios. Con el verso de la ruta de la seda ni entierros nos van a dejar hacer. El mundo va a ser de ellos. Los yanquis están podridos, pura droga, mucho fentanilo, y la grasa de cerdo les tapona el cerebro.
—¿Quiere mi bolsa china? Yo no la voy a usar ahora. —El chofer insistió con la oferta.
—Guárdela para otra oportunidad. Oportunidades sobran. Uno nunca sabe cuándo lo van a convocar para una nueva limpieza. Uso las mías, por las dudas.
El Hombre de Hojalata ignoró la conversación. Tal vez pensó que también esos dos eran algo estúpidos, pero no hizo ningún comentario. De qué serviría. Revisó con la vista el salón.
—Al final quedó todo lleno de sangre, de mierda, de mocos. ¡Qué que cagada! ¡Qué gran cagada! Nada de esto debería haber pasado.
—A veces las cosas no salen como se piensa, señor.
—El señor está en el cielo. ¡Qué pedazos de hijos de puta fueron estos tipos! Lo único que me falta es que por culpa de estos dos hijos de puta me pasen a baraja como un boludo. Ya no tengo edad para hacer de boludo y que me manden a juntar mierda de nuevo. Junté mierda por veinte años.
El Limpiador y el chofer no se animaron a imaginar un futuro mejor.
“Veremos de qué se trata”, dijo el policía mientras esperaba que la multitud se fuera alejando por la calle en dirección a nada. “Veremos, veremos”. Pero ver era imposible. Él había vaciado sus ojos en la festichola. No veía más allá de su indecencia. Pupila muerta. Luz sin destino. Invocó un edicto contra las marchas, incluso una ley novísima contra los cortes en las calles. Pero fue inútil, nadie le prestó atención.
El cura, ensimismado, juntaba orines. Blasfemaba en voz baja. Repetía para sí que no se merecía aquello, y aquello, sabía, terminaría mal. Se mal dispuso cuando le llegó la noticia por el viejo que oficiaba de sacristán sobre dos cadáveres recién arrojados en un lugar prohibido. No conocía a los muertos. No conocía sus rostros ni sabía sus nombres. Intuía sus restos, sus deformaciones, las mutilaciones que tuvieron lugar antes de su muerte. Eso lo espantaba. Quien tanto tiempo habló sobre el destino de los pecadores, no podía lidiar con la idea de que aquellos dos desconocidos habían sido reducidos a escamas de humanidad, a fragmentos de capas de dermis y epidermis rostizadas con un pequeño soplete del tamaño de un martillo. ¿Y por qué él estaría a salvo de esos tormentos? Aquello era una calamidad. Ensayaba excusas. Imploraba perdones. ¡Soy inocente! ¡Soy inocente! Pero, ¿quién lo eximiría de tantos pecados?
La muerte había entrado al pueblo de la mano de un sicario de La Ciudad Esmeralda. Nada peor que eso. Y si bien nunca trató con uno de esos verdugos, sabía por los muchos comentarios que Artemio le había hecho, que eran hombres sin escrúpulos. El tiempo que corría para él, el policía y todos los implicados se acababa más rápido que lo imaginaron. El tiempo pasa de modos diferentes. Todas las personas lo pueden comprender. Si Dios está de tu lado, pasa dulcemente. Así lo creen los devotos de vírgenes y ángeles. Si no, se agita y convulsiona como un demonio. Se vuelve ríspido, amargo, insurgente. Entra en una vorágine destructiva. Se acelera y su fuerza centrípeta es tan poderosa que primero desgaja la piel de sus víctimas pedazo a pedazo, luego arranca los músculos fibra a fibra, hasta que llega al hueso y lo pulveriza. Es harina humana con la que se amasa el pan del exterminio.
Los sentimientos más tristes envolvían al cura en ese mismo momento. Lánguidamente, su sangre se espesaba y comprimía arterias y venas. Se agitaba, sentía su cuerpo estallar. Estaba a punto de convulsionar. Buscaba con la mirada al policía, pero el policía no atinaba nada más que a ver desde su ceguera pasar la llorosa multitud rezando con esa maldita monja en la primera fila, abrazada a la desconsolada madre. Al frente de todos, una rústica cruz abría el camino a los penitentes y el cura se alejaba de ella cada vez más. La cruz izaba como un barrote su excepción de madera; de mala gana alucinaba los clavos del Cristo que habían sido arrancados en medio de ayes de dolor humano.
Maldito idiota. Artemio, maldito idiota. Maldecía el cura al policía, sin que a este le importara algo de los que el cura murmuraba, igual que antes de dar el sacramento de la hostia a ese pueblo de ciegos. Las murmuraciones en ese momento, aunque vinieran del obispo o del gobernador, nada le importaban al comisario.
“Todos los días amanezco ciego”, todos los días. Artemio salía a la oscuridad gota a gota sin probar la luz ni por un rato. Y como todos estaban ciegos, las misas del viejo y corrupto sacerdote eran negras y las hostias sin causa podían ser del color que se quisiera. Podían ser blancas, o negras, o rosas, o rojas, qué importaba. Con ellas no se comía la carne de Cristo, sino de los niños sodomizados trescientos sesenta y cinco días del año. Así que, al final de cuentas, lo único que entraba en consideración era su sabor amargo. La sangre de los inocentes sabe a misterio y ese misterio leudaba las ostias que el cura repartía en el sacramento. Pero Zurita nunca se dejó engañar por ese falso sacramento del morboso cura. Como no se dejó engañar la tarde-noche en la que desapareció Finn, cuando sintió que un animal viscoso deseaba trepar por sus piernas para encontrar su vagina para penetrarla y plantar las pequeñas larvas que devorarían sus rosados tejidos hasta dejarle expuesto el hueso de su joven cadera.
Zurita seguía la marcha con su mirada, apartada unos metros de todos. Llevaba un vestido blanco que le llegaba por debajo de las rodillas. Vestido de tardes calzando alpargatas.
Vio detrás de la madre y la monja un séquito de viejas que apenas podían con sus osamentas. Todas estaban ciegas como todos en el pueblo. Cantaban un monótono salmo, zumbido de moscón que cae a la tierra y es chupado por la incertidumbre del polvo.
Los ojos de esas viejas se habían vaciado hacía mucho tiempo, y en las negras cuencas, en las cavidades orbitales, una pátina brillosa reflejaba la mortecina luz de la tarde que iba a caer justo sobre la espalda de la monja y la madre. Les dibujaba un acertijo a cada una a la altura de la cuarta vértebra torácica, que se movía de modo peculiar cada vez que ellas aspiraban o expiraban el aire.
Tal vez la lectura del acertijo por un nigromante hubiera podido revelar el secreto de la sombra en las espaldas, aquello que los hombres no podían explicar, pero que sospechaban se debería vincular a la desaparición del niño. Pero ¿por qué el acertijo respondería la pregunta que todos se hacían, de dónde estaba Finn?
Los muertos a manos de El Hombre de Hojalata lo dijeron. Nunca aparecerá. Nunca lo encontrarán. ¡Nunca aparecerá! ¡Váyanse de nuestra tierra! ¡Váyanse!
La carne del niño fue sacada temprano, aherrojados sus sentidos, bromurado el pellejo de a quien la sangre le brota desde la misma médula del hueso.
Lo dijeron: nunca lo encontrarán. No lo hará El Hombre de Hojalata, ni El Mago de Oz, ni el Limpiador, el chofer, la vieja, fumando su pipa sentada frente a la casa, mirando al mismo mandarino, sin quitar la vista de un punto que promete transformarse en una dulce fruta sabrosa.
El viejo cadáver, yendo y viniendo por el horizonte, inquieto, celebrará la nueva soberanía como antaño gozaron los antiguos conquistadores.
La multitud se repitió en su ir y venir muchas veces. Los que iban en las primeras filas, incluidas la monja y la madre, extendían los brazos hacia adelante, como si pudieran alcanzar algo que al momento se alejaba de ellas. Y esa persecución se repetía a lo largo de la marcha. Desde distintos lugares de la serpenteante marcha, surgían voces que reclamaban: ¿dónde está Finn? ¿Dónde está Finn? Pero no había respuesta.
Cuando llegó la jueza a la marcha, fue sorprendida por el griterío de las ciegas. ¿Qué podían reclamar? Llevaba consigo las órdenes de detención de varios conocidos del pueblo, todos ellos implicados, según su investigación, en la desaparición de Finn. Venía de reunirse con el señor ministro, quien habló en nombre del gobernador y le impartió órdenes muy precisas. Repetía de memoria la lista que le fue ordenada. Detenidos: Ava/Eva, Ramón el milico, Artemio, Ladina y Oroño. La vieja Cándida, echando ese apestoso humo por su pipa, se vería más adelante. No es buena propaganda meter presa a una vieja tal vez centenaria. Testigos: Zurita, Glisoría y Poncio. Siendo testigos, no podían mentir, o los metería también presos acusados de falso testimonio. Y si era necesario, haría declarar a todos los hermanos de Finn. Así debía quedar resuelto el escándalo. ¿Qué hacer con la monja? De eso se ocuparía el obispo por gestión del cura.
Esa mañana, tras un sueño tranquilo, porque la señora jueza siempre dormía profunda y tranquilamente, fue sacada de su cama por el ministro. Había ocurrido un doble homicidio. Un espanto, dijo, un verdadero espanto.
Ya no solo se trataba de la desaparición de Finn y “los berrinches de esa monja de mierda”, sino que unos informantes le habían transmitido una pésima noticia. Un forastero de quien no conocían el nombre, acababa de ejecutar a dos lugareños. Los dos fueron reducidos a una pasta imposible de identificar y luego arrojados a un pozo sin fin, en el que crecía una frondosa vegetación que, alimentada con restos humanos de otras ejecuciones, se había tornado más exuberante. En esa selvosa vegetación, convivía todo tipo de alimañas. Una tumba impenetrable. Esa novedad, para sorpresa de la jueza, había entusiasmado profundamente al gobernador. Ella no podía comprender esa alegría. El ministro no hizo ningún comentario sobre esos homicidios. Ella esperaba que él le brindara alguna información mas concluyente. Pero el ministro guardó silencio. Solo repitió ¡muere tanta gente inocente en este mundo! Compartía con el gobernador el entusiasmo sin poder disimularlo. Esa mañana no transcurrió sin sobresaltos para él. Concurrió apurado por el llamado de una criada, la que, con desesperación, le dijo que había entrado a la habitación del gobernador al escuchar ruidos extraños, unas especies de silbidos o chirridos que nunca antes había escuchado, pero que sonaban estremecedores. Lamentos de ultratumba.
Para su sorpresa y horror, cuando entró a los aposentos del gobernante, lo encontró echado de espaldas sobre un duro caparazón y vio su vientre convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades, sobre el cual casi no se aguantaba la colcha, que estaba a punto de escurrirse hasta el suelo. Numerosas patas, penosamente delgadas en comparación al grosor normal de sus piernas, se agitaban sin concierto. La mujer solo atinó a cerrar la puerta tras de sí, y huir despavorida para hacer ese llamado. Comprender de qué le hablaba la histérica mujer no le fue fácil al ministro, pero entre el parloteo neurasténico alcanzó a entender que una increíble metamorfosis del señor había sido revelada accidentalmente a su criada. Eso implicaba nuevas y urgentes complicaciones. La primera, dirigirse sin retraso a la mansión de su jefe político, la segunda, ordenar a los más obedientes de sus sicarios, dos mastodontes algo estúpidos, que se deshicieran de la pobre infeliz que, por comedida, había visto lo que no debía. En cuestión de horas, el ministro se había visto obligado a ordenar varias ejecuciones. Así como sentenció a la pobre mucama, le ordenó a la jueza organizar la muerte de todos los acusados del secuestro y desaparición de Finn. Ella desobedeció. Le pareció absurda esa orden que sólo la comprometería a ella. Se limitó a disponer la detención provisoria de los acusados. Después decidiría con que acusación y en qué condiciones quedaría detenido cada uno. Si finalmente se decidía deshacerse de ellos, no estaría involucrada en semejante desatino.
Poncio no llegó nunca a la manifestación. No hizo otra cosa que dar vueltas en círculo alrededor de una vasija que él suponía, contenía las cenizas de un desgraciado incinerado por sus pecados. Purificado por el fuego, sus despojos eran objeto de su veneración; asumía como propias las perversiones que lo habrían condenado. La vasija era roja, cocida en fuego funerario convocado por los patéticos jueces que ejecutaron la sentencia. Jueces de plomo. Jueces de hueso. Jueces decapitados. ¿Por qué debería esperar algo menor al castigo del desconocido reducido a una mugre grasosa en el fondo de la roja vasija?
Giraba y giraba alrededor de la mística vasija, descalzo y frenético, lastimando sus pies contra un ripio que rodeaba el cántaro de manera perfecta. Y ese ripio se hundía en la débil carne abriendo también minúsculas heridas que se gangrenarían en pocos días.
Glisoría no esperaba nada de él. Salió sola hacia la marcha. Caminaba sonámbula. Iba casi descarriada.
Sabía que su esposo no se animaría ni a arrimarse donde ella estaba reclamando por su hijo. Además, la monja, “la pequeña y maldita monja”, como la llamaba Poncio, estaba a su lado lista para recriminarle su dudoso comportamiento, aunque, hasta ese momento, la diminuta mujer no había sabido nada que hiciera pensar en alguna complicidad de su parte.
Él asumía que la vasija ejercía una poderosa fuerza centrípeta sobre su humanidad y no le permitía abandonar el círculo perfecto que la sangre de sus huellas dibujaba desde que empezó el ritual exculpatorio. Sentía que la vasija lo succionaba con una fuerza tal que, por momentos, le provocaba un dolor insoportable. Temía que le arrancara la piel y dejara expuestos sus fibrosos músculos para que luego, el viento del sur los lacerara con su roce quirúrgico, deshaciéndolos en delgadas hebras rojas y que al final asomaría la cruda osamenta esmerilada hasta la muerte.
Y aunque no había visto a ninguno de sus vecinos desde el anónimo día de su entrega, cuando recriminó aquella noche a Zurita su comportamiento, sentía el peso violento y acusatorio de cientos de ojos que, sobre sus espaldas, observaban su timorata actitud de imbécil y lo creían capaz de haber entregado su propia descendencia por un poco de dinero. Ojos de ciegas que en su última oscuridad rozaban la pulpa de sus nervios, atormentándolo con la punta de sus delgados dedos. Poncio no podía desafiar aquel dolor. Murmuraba toda clase de maldiciones, pero eso no perturbaba en nada a sus fantasmales perseguidores. Había pasado demasiado tiempo desde que Finn desapareció y él no podía comprender la ofuscación del cura por su comportamiento ni la liviandad del policía que solo se entretenía comiendo una carne negra tal vez salida de alguna de las víctimas, mientras observaba impávido desde su propia ceguera la manifestación que encabezaban Glisoría y la monja seguidas de todas las viejas ciegas del pueblo.
Y por ahí andaba el rumor de una hoguera donde quemar a todos los sospechados. Se olía la carne ardiendo de Ava/Eva, Ramón el milico, Artemio, Ladina y Oroño. Cada una olía de modo diferente. Perfumes de puro miedo bajo el intenso pavor de una incineración. La jueza sospechaba también de esa rebelión de los lugareños, y llegó apurada con la intención de apagar cualquier llama que amenazara con incendiar el pueblo. Cárcel no hogueras, nada de hogueras, o aquello acabaría en un pandemónium.
El fuego es un narcótico brutal. Emana sustancias increíbles que estremecen a las multitudes. Cuando hierve la grasa entre las estribaciones de la carne, cuando la sangre apenas es un vaho rosado, surgen evaporaciones venenosas que podían torcer el cuerpo hasta doblarlo para que quepa en una pequeña caja de muerte. Hubo multitudes que deliraron quemando mujeres siglos atrás, supuestas brujas, fuegos que dominaron legiones enteras con ese perfume único del cuerpo que se chamusca entre alaridos y convulsiones. Por eso convocó a los gendarmes, santo remedio, armas al hombro, y si había que matar, ellos lo harían sin el menor remordimiento. No era una jueza para tales tumultos. Después de todo ¿no se pierden niñas y niños todos los días? A qué tanto escándalo. Las madres van a seguir pariendo y los poderosos van a seguir consumiendo la carne humana. Ese era el convencimiento de la señora jueza. La pasión por esa mercancía es incorregible, como la ley de gravedad.
Poncio no sería un problema, ni él ni sus hijos. Los sobornaría tal como el ministro se lo sugirió, aunque no se lo dijo. Y con la vieja que fumaba ese perpetuo tabaco dentro de la pequeña pipa, le dejarían sentada frente a su casa hasta que muriera deshidratada o de inanición. Vieja malintencionada. Vieja maliciosa, degollando pequeños pollos rojos, siempre arrastrando tras de sí la sombra del viejo muerto oliendo que olía ansioso las entrepiernas de las impúberes, escondido tras el dulce mandarino. Allí acabaría todo.
El Limpiador y los enviados de El Mago de Oz ya se habían ido porque no había más nada que hacer. Finn no volvería jamás. Nunca se sabría su destino, los ajusticiados así lo dijeron antes de morir torturados. Glisoría enloquecería de ausencia y la monja sería enviada a un convento.
Los que desafiaron a El Mago de Oz habrían sido digeridos a esa altura de la desgracia, por la frondosa vegetación y las carnívoras alimañas. De ellos no quedaría más que un excremento pastoso.
El ministro seguiría su ascenso político y el gobernador podría mecerse en su duro cascarón y disfrutar las miasmas que pequeñas moscas depositarían en las cavidades del rugoso y anillado vientre para alimentarlo. La reelección estaba al alcance de sus filudas patas.
El cortejo de ciegas llegó en procesión hasta el rancho de Cándida. Caminaron hacia ese rancho como podían haberlo hecho en cualquier dirección. El clamor por el niño recorría todo el villorrio.
Ella salió al patio de tierra, la pipa en el bolsillo del delantal roñoso. Considerando el humo que salía del bolsillo, daba pena ese gris que merodeaba sin decidir un punto final. Las observó hasta con clemencia. El cielo había adquirido el aspecto de una bóveda nubosa.
Podía haber llovido. Las nubes se habían alejado sin rumbo cierto. Había algo de flores violentas en sus volutas que recordaban una pedrada negra contra un cristal rojo. Tras las astillas, una sal de nardos cayó tiñendo el pelo de las viejas de un color narciso. Pero no llovió, tal vez por comparecerse de las mujeres que arrastraban los pies por la tierra siguiendo la gran cruz de madera como pecadoras que avanzan sin importarles el destino en busca de su perdón.
Cándida sospechaba que el cortejo pronto exhumarían un muerto procurando que les revelara dónde estaba Finn. Como si el muerto pudiera salir de la derrota de su húmeda tumba y encontrar la verdad entre tanta mentira. El atavío de carne seca y lana rota sobre los huesos podridos del desenterrado, no daría señales del destino del desaparecido niño. Tal vez sí lo hiciera una lágrima negra donde el viento ladra hostil a la primera luna. Llorar. Llorar desplumado. Llorar de pena desde el camposanto. Llorar tan triste, perdón, no más que eso. Es todo lo que se podría hacer por Finn.
Cándida lo sabía. Lo habló con la jueza horas antes, no hay noticias de Finn. Ni una palabra. Así actúa el Yasí, dijo la vieja y la jueza le recriminó por levantar falsas acusaciones. El perjurio está condenado en el código. Cosa de hombres, de mujeres, no de demonios.
La jueza, que se llegó temprano, dejó dos gendarmes apostados cerca de la entrada del rancho de la abuela Cándida. Para que no molesten a la pobre mujer las que andan de procesión; pero la tropa nunca se aposta para la tranquilidad. La quería bien controlada. La vieja no le inspiraba ninguna confianza, con esos pollitos rojos siguiéndola a todas partes. Los soldados ni se preocupaban de lo que hiciera Cándida; mandarles vigilar a una pobre vieja no era cosa de hombres. Tampoco les importaba lo que hicieran las ciegas suplicantes. Les parecían tan insignificantes como esos pequeños pollos rojos que iban tras la anciana todo el tiempo, rogándoles los acogote de una buena vez.
Tal vez los gendarmes esperaran en realidad a Zurita, quien desde aquella noche no había vuelto a la casa de la abuela. Zurita, les dijo la jueza, podía ser testigo, incluso siendo menor. Al cabo, todo vale cuando la Justicia reclama. Los gendarmes no pensaron en Zurita como testigo. ¿Será virgen? No podían preguntar eso. ¿Cómo lo hubiera tomado la jueza? Rieron. Como todos los gendarmes ríen cuando hablan de mujeres. Tal vez estuviera bien dispuesta. Algunas muchachas ya se les habían ofrecido. ¿Por qué habría de ser ella la excepción?
Pocas horas después de la visita de la jueza al rancho de Cándida, Ava/Eva, Ramón el milico, Artemio, Ladina y Oroño eran detenidos por orden de esa mujer de roído traje que bien cumplía el mandato de sus superiores. Lo dijo el ministro, que habló por el gobernador, que luchaba por darse la vuelta sobre su cama.
A alguien había que echarle las culpas. Y ahí estaban, los cinco, en fila, respetando a la autoridad que es como corresponde. Ninguno clamó ¡justicia! Se habrían reído a más no poder. Ellos mismos lo hubieran tomado a la chacota. ¡Justicia! ¡Justicia! Absurdo. Fueron mansos, tanto como los pequeños pollos rojos que seguían a la vieja Cándida.
El cura los consoló a los cinco con un rezo no menos hipócrita que la solemnidad de la señora jueza. Les ofreció el sacramento de la confesión que rechazaron, cosa que no fue de extrañar. Cura alcahuete, pensaron los imputados, no en la religiosidad de un consuelo radicaba la oferta.
A Ava/Eva y a su esposo los encontraron tendidos en la cama. No estaban abrazados. Boca arriba, los ojos cerrados. Vestían sus ropas de calle. Solo querían que los dejasen dormir esa última siesta con comodidad. La jueza les hubiese concedido el deseo, pero el ministro no lo hubiera visto con buenos ojos. Déjate de joder y mételos presos antes de que se vaya todo a la mierda. Con seguridad, esto le habría dicho el ministro. Qué siesta ni siesta. Los gendarmes encontraron a Artemio apenas lo buscaron. No opuso ninguna resistencia. Estaba rígido, sumido en una especie de confusión, tal vez producto de la resaca de una borrachera. Escuchó la orden de detención, pero tardó en comprender el real significado de aquellas palabras; queda detenido por orden de la señora jueza federal. No hubo otras formalidades y Artemio, hombre habituado a las disciplinas del mando, acató la orden sin sentir la menor vergüenza por su ineptitud. Nunca se interesó por Finn. Tal vez sí por esa o por aquella muchacha, lujurioso, ansioso de sexo fácil. O por esa carne asada, esa entraña jugosa. Por beber copiosamente. Vino y cerveza, cerveza y vino, en ese orden, hasta empedarse a más no poder. Por bailar una música o dos. Un vals, una chacarera, un chamamé. Pero angustiarse por la desaparición de Finn, nunca. ¿Qué era Finn para él? Nada. Una pasta escuálida, un agujero. Un mocoso que jodía todo el día y orinaba en la calle a la vista de todos. Que salivaba por el agujero que dejaron dos dientes que perdió por meterse en un partido de fútbol de los mayores. Apenas veintiséis libras y media de carne y hueso, recitaría el Limpiador. Veintiséis libras y media, nada. Hay muchas maneras de deshacerse de apenas veintiséis libras y media de humanidad. Podía hablar de por lo menos seis o diez. O más, si se lo pedían. Conocía como nadie aquellos campos, cada agujero, cada madriguera, cada zanjón, donde nunca nadie encontraría lo que él escondiera. Por ahí deben haberlo tirado. Campo adentro o hacia el río, no hay manera de que te encuentren. Y por esa pequeña mierda, todo ese escándalo. El pueblo alborotado. Viejas ciegas marchando por todo el villorrio tras una enorme y rústica cruz de madera, las manos extendidas tratando de tocar con sus miserables dedos a la madre llorosa, para hurgar en sus lagrimales o palpar la rugosidad de su lengua reseca y sus labios rajados. Esa madre colgada de la odiosa monja de mierda, siempre metiéndose donde nadie la llama. Monja de mierda y madre desgarrada, un fatal espejismo en dirección a un funeral. Espectáculo triste para un pueblucho triste. Todo lo que deseaba, como buen policía, era volver a la normalidad. Y cuando él creía que podía lograrlo, la señora jueza lo mandó a detener.
En cambio, Ladina lloró desconsolada, a moco tendido. Se resistió solo por hacer algo. Aunque gritase a los cuatro vientos, ¡soy inocente! A nadie le importaría. Vieja drogona. ¿Cómo confiar en la palabra de una vieja drogona?
Oroño resultó indiferente, como si le hablaran de algo que no lo incumbía. Están detenidos, fue todo lo que la jueza les dijo y se marchó sin esperar que los gendarmes los esposaran para llevarlos a un calabozo pequeño donde apenas cabían los dos, uno abrazado al otro.
No fue mucho después de las cinco detenciones que El Hombre de Hojalata y Milton, el chofer, dejaron el pueblo. Vayámonos a la mierda, fue todo lo que dijo El Hombre de Hojalata. Fue suficiente. Para qué agregar palabras.
No hubo manera de arreglar aquel estropicio. Un completo fracaso. Ni todo el Glenfarclas 25 años podía disimular ese aborto. Esos dos malhechores fanfarroneando sobre la suerte de Finn y su nueva red de trata, sobre el fin de La Ciudad Esmeralda. Soportando todo el castigo hasta la muerte. Insolentes. Cuánto afectaría el fracaso a El Mago de Oz no lo podía calcular. De nada valía especular en ese momento.
Los hombres esperaron a que el Limpiador se marchara. No por desconfianza, por cortesía. No se desconfía de quien te libra de dos muertos.
Para el Limpiador nada fue lo que esperaba, no fue por lo que lo contrataron. No es lo mismo hacerse cargo de veintiséis libras y media, que del cuerpo de dos hombres adultos. Es otra tarifa. Aquello era apenas un bollo, alambre de enfardar hasta hacer el ovillo perfecto y un peso adicional para hundirlo en el río. De los cuatro elementos había escogido el agua. Los peces se encargarían de la leve carne y los delicados huesos. Su insistencia en saber el peso exacto en libras tenía su razón científica. El cálculo del peso suponía el tiempo de la desaparición total por la fauna del río. Matemática pura. Todo estaba bien planificado. Como es su costumbre. En cambio, los dos hombres, ¡los dos hombres!, pusieron a prueba su experticia. A no confundirse. De un bulto pequeño a cuatro brazos, cuatro piernas, cuatro pies, cuatro manos, dos torsos, dos cabezas, labios ojos narices orejas testículos.
Sin reparar en el desgaste de las herramientas. Los filos virtuosos, las sierras centelleantes. El material merece el mejor cuidado. No el mismo que merece una madre, pero sí una amante.
La muerte suele echar a perder los más nobles instrumentos. El hueso mella el acero, la sangre mancha roja y carcome y al cabo de un rato torna negra, acusadora. El acero alemán, inmejorable, es de muy alto costo. La libertad de mercado no mejoró la oferta ni la abarató. Tampoco la limpieza es igual para veintiséis libras y media a la de dos muertos adultos. Libra por libra no son comparables. Solo su obsesión le garantizó pensar en una solución y un lugar inexpugnable. Prever para tener. Una máxima aprendida a fuerza de bastonazos.
Trataría el asunto con los delegados de La Ciudad Esmeralda apenas llegue a la gran ciudad. Su padre siempre le recomendó esperar el momento correcto para hacer un reclamo. Ni se le ocurría pensar que El Mago de Oz no se haría cargo de los costos. Nunca había ocurrido algo semejante.
De todos modos, contaba con la palabra de El Hombre de Hojalata. Él no referiría una historia diferente a la suya. Aunque no tuviera corazón, no faltaría a la verdad. Pese a todo, estaba bastante conforme. Lo suyo había sido muy profesional. Como de costumbre. En ese agujero sin fin, la carne molida de los dos desfachatados nutrió la frondosa vegetación en poco tiempo. Savia roja. Proteínas extraídas del fondo de las células. Abono de blandas venas y arterias, materia gris, impalpable. ¿Qué planta no crecería hermosa con tan exótico nutriente?
La limpieza, impecable. Ni una célula. Ni un cabello. Nada que reprocharse. Aquellas palizas que le supo propinar su tiránico padre habían sido, a la larga, provechosas. La letra con sangre entra.
Hubo una admonición que la jueza no escuchó. O no quiso escuchar. Un juez puede ser ciego, pero ver, puede ser sordo, pero oír. Su comportamiento es una cuestión de voluntad. La voluntad de un juez siempre es voluble. Tal día es severo, otro, permisivo. Aplica las leyes sin piedad o deja pasar porque erraren humanun est y, después de todo, quién no se equivoca. Otras, está sujeto a lo que le ordenen, que es las más de las veces. Incrédulos los que creen en la división de poderes. Como la Santísima Trinidad, en la república de los señores de la tierra el poder son tres partes integrantes y un solo Dios verdadero. La ganancia es el santo grial. Puede con un gobernador, con un ministro y ¡con una jueza! El dinero puede comprar carne humana, aunque no sean más que veintiséis libras y media de humanidad, pura ternura. ¿Una menudencia? Apetecible para algunos.
Cándida lo dijo en más de una oportunidad durante la conversación. Pero la jueza no comprendió o simuló no entender. ¿Sabé vo’ si ojalata aguanta si le dan con fuerza? ¿Sabé vos? ¿Quién le dio a esta vieja tanta confianza para tutear a una jueza federal? ¡No distingue la jerarquía! ¡Qué insolencia y pregunta absurda! ¡A una jueza! Qué sabe un juez de hojalatas. ¿Acaso debería saber sobre metalurgia? Del Código Penal, procesal, de artículos e incisos. Pero de hojalata, nada.
¡Y qué sabrá esta vieja ridícula de latas! Una estupidez. Una vieja loca que fuma en pipa todo el día mientras contempla un mandarino que mece sus ramas de manera hipnótica.
La señora jueza no estaba interesada en la resistencia de la hojalata. Sí en saber de Poncio, el hijo de Cándida, el que hacía dos días desapareció de su casa dando vueltas a una vasija, y que, desde entonces, no daba señales de vida. Por eso fue a verla a su rancho. Le dijo que a Poncio no lo buscaba Grisolía, tampoco Zurita y menos los hijos varones inquietos por chismes que corren por todo el pueblo sobre su pequeño hermano Finn. Que nadie lo buscaba. ¿No era extraño?
Le dijo no está imputado, tal vez lo haga comparecer como testigo. Como imputado puede mentir, como testigo no. Pero, ¿por qué habría de mentir? Claro que no. No pensaba de ese modo. Solo quería hacerle unas preguntas. Lo mismo haría con la esposa, la hija y todos aquellos que la causa reclame. No imputados, por supuesto, solo testigos. A Cándida toda esa conversación no le interesaba. Miraba el mandarino mecer sus ramas de este a oeste y repetía aquello de la debilidad de la hojalata a los golpes poderosos.
Que las ramas del mandarino se mecieran en un sentido u otro era una señal que la jueza no podía comprender ni aunque se lo propusiera.
Cándida encendió el tabaco de su pipa. Echó por la boca un humo gris que ascendió en espiral y quedó suspenso por encima de la cabeza de la mujer. Dos, tres pitadas intensas. El humo por la nariz. Volvió a hablarle a la jueza de la hojalata, lo que hizo que desistiera de seguir la conversación. Es inútil. Se dijo. Vieja idiota. Falta que me hable del Yasí. Podría haber ordenado a los gendarmes llevar detenida a la vieja hasta que se avenga a decir dónde se había metido su hijo porque, si se esconde, sería porque tendría algo que esconder. Y el ministro, en nombre del gobernador, le dijo del policía para abajo, todos detenidos, si es necesario. Hay que impartir justicia. ¿Incluso la vieja, incluso la madre, incluso la niña? Y el ministro movió afirmativamente su cabeza. No dijo “si”. Movió la cabeza de abajo a arriba. Pero no dijo “sí”, porque, como repetía siempre, se es esclavo de las palabras que se pronuncian y dueño de las que se callan. Y luego, con su dedo índice, señaló en dirección al cielorraso de la habitación. Para arriba no hay nada que buscar. Eso aclaró todo. Arriba solo hay ángeles, arcángeles, santos, vírgenes, dioses. Nada de lo humano yace en esas inaccesibles alturas. Ahí no hay nada que buscar. Comprendido.
Quien hubiera interpretado la advertencia de la vieja era Milton, el chofer. Milton había dejado el pueblo conduciendo de regreso a la gran ciudad. No conoció a Cándida, no había razones para ello. No es función de un chofer conocer. Solo manejar y, de ser necesario, ejecutar a alguien si lo demanda la tarea. Conducir y obedecer, con eso es suficiente para estar bien considerado.
Con esas órdenes viajó hasta el villorrio. Llevó a El Hombre de Hojalata a ese pueblo de mala muerte a arreglar aquel entuerto. Nada salió como debía. Podría haberle dicho que todo aquello no resultó una pendejada, pero fue prudente y se mantuvo en total silencio.
Tras el fracaso, emprendieron la vuelta. El Hombre de Hojalata estaba muy deprimido. “Vayámonos a la mierda”, fue todo lo que dijo. Fue suficiente. Milton puso en marcha el motor del auto, esperó que el pasajero ajustara el cinturón de seguridad, y salió a baja velocidad del pueblo.
El Hombre de Hojalata especulaba con lo que vendría cuando informe. Ningún mensaje telefónico. A la mierda con la bolsita roja, la azul, la verde. No podía explicar en dos o tres palabras aquellos sucesos.
Paciencia. Mucha paciencia. Tantos gramos de paciencia por litro de whisky Glenfarclas 25 años.
Soportaría las rabietas de El Mago de Oz, estaba habituado a ellas. Pero eso de tener competidores donde nunca los hubo, lo amargaba sinceramente. También lo afligía y mucho que esos dos tipos soportaran semejante castigo sin pronunciar una palabra. Ni un grito, ni un quejido. Porque los mutilaron lenta y magistralmente. Pero ni así les sacaron una confesión. ¿Por qué alguien soporta una tortura tan brutal sin revelar un secreto? Él no haría eso. No se sacrificaría de tal manera. Sin embargo, ellos lo habían hecho. Deprimente.
Esta situación extraordinaria también merecía ser incluida en la hoja de Excel que se prometió cuando partió rumbo al pueblo. El orden de sus odios en una hoja, y otra dedicada al dolor. Cuánto odio y cuánto dolor podían contabilizarse. Y mientras especulaba con las posibilidades de software y hardware, una oscuridad densa lo envolvió de repente. Es que hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé. Golpes como el odio de Dios. Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. Milton nunca había leído a Vallejos, pero así diría si pudiera rescatarse en un poema. Eran los heraldos negros que les mandó la Muerte. La vieja Cándida lo dijo, la hojalata es débil a los golpes brutales, como el odio de Dios. Y El Hombre de Hojalata no sobrevivió al incidente.
La noticia se difundió en minutos. En un camino desolado que conducía a la ruta nacional, el automóvil en el que viajaban dos forasteros, casi destruido por completo, permaneció con los cuerpos dentro por tal vez un par de horas. Una tardanza significativa.
La noticia que se difundió en el villorrio decía que a Milton lo encontraron con vida, pero inconsciente. Tenía numerosas fracturas, sin lesiones en ningún órgano vital. Un verdadero milagro. En cambio, el acompañante había sido aplastado, desfigurado por completo. Innumerables fracturas. Fragmentos de hueso incrustados en el hígado, los pulmones. El cerebro había sido licuado por el golpe y desparramado por el camino. El pecho abierto. Un trozo del vidrio del parabrisas se había clavado justo en medio donde el esternón divide el pecho en dos. Una gran herida dejaba ver el interior de la cavidad torácica. ¿Y el corazón? Preguntó uno de los policías que llegaron al lugar del accidente. No está, fue la respuesta. Nadie pudo encontrar el corazón del desgraciado. De inmediato fue culpado un perro cimarrón que se aprovechó de la carne y lo llevó para saborearlo en su escondite. Un corazón todavía tibio debe ser un manjar para un carroñero. Casi seguro fue así. Sin corazón, concluyeron que se trató de una muerte instantánea. Ni se dio cuenta. Linda forma de morir, sin aviso. Me gustaría morir así, dijo un paisano. Otro dijo “nunca”. Y dejaron de comentar la muerte del infeliz.
En el informe a la jueza se escribió que el golpe que recibió el coche fue del lado del acompañante. El impacto fue tremendo. Cómo ocurrió, nadie podía asegurarlo. De ese lado del camino de tierra no hay ninguno que lo atraviese. A izquierda y derecha hay arboledas, salvo un pequeño atajo como a mitad de camino entre el pueblo y la ruta nacional, por el que puede andar un hombre a pie, tal vez dos sin son delgados. Pero no cabe un auto. Mucho menos un camión. El automóvil parecía haber sido embestido justamente por un camión, por uno poderoso, a gran velocidad, y nadie supo de alguno por esos días. Aquí casi no llegan camiones, confirmaron los pueblerinos. Nadie los espera. ¿Cómo te vas a enterar en estos pueblos de mala muerte si un camión se llevó por delante a un automóvil? Hasta se podía afirmar que enterarse de la desgracia solo dos horas después de ocurrido el accidente era algo extraordinario. Podían haber pasado días y en vez de un muerto, hubiera habido dos, y los cimarrones en vez de comer un corazón, hubieran devorado todas las tripas. Espantoso.
Sentir el golpe en la hojalata de manera de saber el sonido de la carne muerta no era milagroso. Tampoco el aleteo de un vidrio filoso que vuela hostil a su destino y troncha el esternón en dos porciones exactas.
De modo a veces confuso, la vieja entendía de cosas que pocos comprendían. No era avanzar a gatas por lo premonitorio. No se va a tientas por el devenir. Sabía que, por ejemplo, Zurita no volvería por esos días. Tal vez unas semanas. Pero ya regresaría bien rellena. Dijo rellena, pero con odio. De ahora en más, decapitaría los pollos con sus propias manos, era lo correcto. La artritis era un pecado concebido. La condición de la vejez no es agua bendita. La ingratitud de las arrugas impone su indignidad de máscara mortuoria, así que bebería la sangre de esos pollos, tal mosto fantástico que le devuelva la vitalidad necesaria.
La naturaleza encuentra formas diferentes de llegar a la sustancia de la vida y de hacerlas saber. En ocasiones con callar en suficiente. Otras, con hacer una simple pregunta. Mirar a lo lejos también es una señal. Callar, hablar, mirar; Cándida sabía esperar una despedida sin desesperar. También una ausencia, aunque fuera enorme. Y un regreso con la barriga llena.
La tragedia del mandarino ya no ofrecía la confraternidad de sus frutos. Un rumor funerario sonaba como el aria de una opereta en un campo en el que no había sonidos que no hubieran sonado con anterioridad. No había nada sorprendente. Todo en el villorrio ya ha ocurrido, solo era una repetición que describía una espiral insoportable. Partir, describir el círculo, llegar. Volver al punto de partida. Una y otra vez. Siglo tras siglo. Principio y final del mismo asunto. El viejo cadáver feudal recorriendo esa espiral una y otra vez.
Cándida estaba asomada por la puerta y comprendió el enigma. Un adiós de martirio. No había lirismo en su modalidad, pero tampoco ingratitud. Por algo las cosas debían ser de ese modo y no de otro. Lo esperaba.
Opaco y ungido en media luz, el mandarino hacía saber que su pendular movimiento adquiría el gesto de una guadaña sobre un cuello torcido por el peso del cuerpo. De este a oeste, como correspondía.
A un metro de distancia, bajo los pies colgando, una pequeña jauría ladraba. Salieron de atrás de unas vacas mustias que pastaban indiferentes. Venían de lamer las ubres.
A la izquierda del muerto un búho de dignidad clerical buscaba la esfinge de la Virgencita que Ava/Eva le regaló aquella tarde.
Poncio había buscado la rama más alta pero su peso la curvó en línea recta hacia la tierra. No había emoción en el paisaje, tampoco en el rostro de la vieja que observaba un coágulo en cada ojo, la boca torcida y el hilo de baba con ganas de caer hasta los perros para que la beban. El color morado en el rostro lucía casi como un remordimiento.
Sacó su pipa e imploró el tabaco, la brasa ardiendo cóncava en la madera y el ávido humo luego del fósforo impaciente salió con fuerza para gruñir por disgusto también al muerto.
Allí estaba Poncio, pendulando su muerte. Los tobillos desnudos, los brazos a cada lado, las manos fracasadas. Cándida no iba a llorar. No era remedio. No lo hizo cuando el finado de su marido, el que le hizo tantos hijos que perdió la cuenta. El último de ellos, colgado de la rama más alta del dulce mandarino. Ella sabía muy bien sus razones. Si no se hubiese suicidado, hubiese asesinado a Zurita, o Glisoría lo hubiera acuchillado en venganza por su amado hijo Finn.
Aprovechándose de la muerte ajena, el viejo cadáver celebraba y cuánto. Lo que pensó en ese instante, “ijo e puta” no lo dijo en voz alta. De nada hubiera servido.
Volvió sobre sus pasos, entró en el rancho y tras de sí, cerró la puerta.
La noticia del suicidio de Poncio llenó de temor a todo el pueblo. Nadie recordaba un suicidio. Los pueblerinos no estaban preparados para descubrir que esa muerte podía estar vinculada a la desaparición de Finn, el pequeño hijo del mismo Poncio. Pero esto fue lo que los alcahuetes hicieron correr, apenas supieron de la desgracia. Poncio no era un hombre muy bien apreciado, uno más entre muchos otros pobres del pueblo. Pero sospechar que pudo ser cómplice de tan espantoso crimen contra uno de sus hijos, nadie podía aceptarlo. En cambio los periodistas que aún permanecían en el pueblo lo daban como un hecho totalmente cierto y comprobado.
La multitud de periodistas corrió donde el mandarino. Una docena de cuadras separaba la plaza del pueblo del lugar del suicidio. Unos llegaron por una calle que rodeaba por izquierda la casa de Cándida y otros por una que lo hacía desde la derecha, aunque algo más alejada del rancho. Cándida no tuvo ningún temor de aquella turba. Observó a todos esos extraños por la ventana. Los vidrios sucios deformaban los rostros de los intrusos y el humo de su pipa deformaba aún más sus rasgos.
Los más atrevidos se animaron a golpear a su puerta, pero la vieja ignoró los llamados. Los dos gendarmes que la jueza dejó de consigna, habían desaparecido hacía rato. Ignoró a los curiosos. No tenía nada que decir. Otros, más prudentes, buscaron hacer desistir a quienes querían al menos una emoción de aquella vieja que no inspiraba ningún sentimiento de congoja.
Los fotógrafos sintieron una perfecta satisfacción cuando vieron que aún pendía del árbol el cadáver de Poncio. Su color morado, casi violeta, sus pies hinchados y negros como morcillas, las manos huesudas, pegadas al cuerpo, le daban un aspecto irreal, como si no se tratara de un ser humano, sino de un pelele exhibido para la ocasión. El aspecto del muerto contrastaba con el brillo exuberante de las mandarinas. Parecía un acontecimiento mágico. El día anterior el árbol lucía apenas una o dos mandarinas no muy vistosas. En cambio, esa mañana, tal vez cuatro o cinco horas de muerto el hombre, se había llenado de frutos de un color naranja furioso. Los cronistas desesperaban por relatar aquel suceso misterioso. Una foto del muerto. Magnífica foto. Otros, sin escrúpulos, propusieron una del rancho “de la desalmada madre la que ni una lágrima ofertó por el suicidio de su hijo”. Una crónica empezó a escribirse, una fascinante de cómo un hombre acosado por la culpa por la desaparición de su pequeño hijo, se había ahorcado en el mismo mandarino donde se vio por última vez al pequeño Finn. La noticia debía tener una repercusión extraordinaria en la capital, donde no faltan quienes gozan asomándose a la desgracia de otros, a quienes las más de las veces desprecian por su condición.
Al pie del árbol, cuatro gendarmes esperaban la llegada de un camión que debía traer una escalera con la que llegar hasta donde estaba colgado el cuerpo. No parecían impacientes, por el contrario. Bromeaban entre ellos, pero evitaban mirar al muerto. Es que, al romperse el cuello, la cabeza quedó en una posición en la que parecía mirar a los soldados, los ojos abiertos, desorbitados y rojos de la sangre de múltiples pequeñas hemorragias, inspiraban temor. Los esbirros podían ser valientes moliendo a palos a unos manifestantes, pero el muerto les producía una impresión para nada agradable. Uno de ellos dijo: “falta que lleguen esas viejas de mierda todas ciegas pa’ completar el circo”. Decirlo fue suficiente para que, a unos quinientos metros del mandarino donde pendía Poncio, se viera a la legión de viejas ciegas, al frente, la rústica cruz de madera, acercándose con los brazos extendidos, moviendo los dedos como si trataran de tocar al muerto desde esa lejanía. Pero no estaban entre las mujeres ni Glisoría, ni Zurita, ni la “pequeña y jodida monjita”. Por alguna razón que los gendarmes ignoraban, las viejas se detuvieron a prudente distancia y comenzaron a rezar el Rosario, haciendo un murmullo que se volvió realmente perturbador.
El día era diáfano y contrastaba con lo fúnebre de la escena. Ni una nube interrumpía el celeste intenso del cielo. La temperatura era muy agradable y, a diferencia de días anteriores, no había demasiada humedad. Casi un día perfecto para una noticia casi perfecta. Todo cambió cuando llegó un pelotón completo de gendarmes. El jefe, a viva voz, reclamó a los periodistas alejarse de la “escena del crimen”. Así que los periodistas fueron corridos casi hasta donde estaban las viejas ciegas. Del mismo modo que llegó el pelotón repentinamente, la señal de los todos los celulares se apagó. Todos quedaron incomunicados. Un estupor general invadió a la turba de periodistas. No podía ser un hecho casual. No había forma de que todos los celulares al mismo tiempo dejaran de tener señal. Ninguno tardó mucho en sospechar de la presencia del rudo pelotón de gendarmes con aquel acontecimiento. La mirada socarrona del jefe y su risa burlona alimentaban la sospecha de la maniobra para dejarlos a todos incomunicados. En ese momento fue justo preguntarse: ¿quién estaba más impedido, esas viejas rezadoras todas ciegas o los periodistas incapacitados de enviar información a su redacción? Ellas no podían ver, pero podían enviar a Dios sus rezos, al mismo muerto sus compasiones y sentir pena por él y rogar por su alma. Presentirlo allí, colgando como una ropa vieja, roída y sucia. Pero los periodistas no podían enviar a nadie sus impresiones, sus exageraciones, sus divagaciones. Y eso, para un cronista, es peor que estar mudo o ciego.
Con cierto alivio se consolaron entre ellos, diciéndose unos a otros, “por lo menos tenemos las fotos”. Pero eso duró apenas minutos. El jefe del pelotón ordenó entregar todo el material fotográfico. Gritó: “secreto de sumario. Orden de la jueza federal. El que no cumpla será penado. Nada de fotos del muerto, basta de hablar de este pueblo”. Ridículo. Pero así fue. Claro que los cronistas intentaron negarse a entregar sus máquinas fotográficas, algunos no solo hicieron escuchar sus quejas, sino que amenazaron con presentar denuncias contra los gendarmes por el atentado a la libertad de prensa. Alzarían muy alta la voz para que todo el mundo supiera de ese atropello.
La risotada de los soldados fue unánime. A mil kilómetros de la gran ciudad, desde ese pequeño pueblo perdido, ¿quién iba a escuchar esa denuncia? ¿Cuán alta había que alzar la voz para que, en la gran ciudad, alguien se conmoviera por el reclamo de los ensobrados?
El jefe de la unidad se mostró tranquilo pero seguro. Tenía sus órdenes y las iba a cumplir. Secreto de sumario-orden de la jueza-pedido del gobernador. Nada que agregar. No esperaba ninguna comprensión y, además, no la reclamaba. Fue directamente al grano: “Acá no pasó nada. Nada que ver, nada de qué informar”, dijo con voz enérgica. Agregó para que no quedaran dudas: “El pobre murió de pena, de desconsuelo. Perdió al hijo, seamos compasivos. Déjenlo en paz. Hace días que ustedes no dejan en paz a la gente. Dicen cualquier cosa, escriben cualquier cosa. El pueblo está muy convulsionado. Aquí nadie está acostumbrado a todo este alboroto. Ustedes, en un par de días, ni se van a acordar del nombre del pibe. Pero acá nadie se va a olvidar de ustedes. Quieren paz y yo la voy a garantizar. Hora de volver a casa, muchachos. Se acabó la fiesta. Dejen en paz al pueblo. No me provoquen problemas. Entreguen las fotos y váyanse con la música a otra parte.”. Eso fue todo.
El entierro de Poncio fue lamentable. Cándida se desentendió de esa muerte. Ni el viejo cadáver se presentó al enterramiento. Glisoría estaba encerrada en su casita y no quiso saber nada. Salvo el consuelo de Zurita y sus otros hijos, no permitía que nadie se le acercara. Repetía con cierta intermitencia “¿dónde está Finn?” Nadie respondía esa pregunta.
Los periodistas se habían marchado. La desaparición de Finn ya no era noticia. Después del incidente con la gendarmería, ninguno se animó a seguir en el pueblo. Se fueron como llegaron, en tropel.
Luego de saber de la partida del último periodista, el señor gobernador pudo conciliar un sueño profundo y reparador. Para su felicidad, no despertó de espaldas, sobre el duro y oscuro caparazón con el que cargó durante esas malditas semanas del escándalo que provocó la desaparición de Finn. ¿Estaba soñando con un bienestar que le parecía imposible? Pero no estaba soñando.
Estaba solo. A pesar de su inicial oposición, esposa e hijos habían sido enviados a una de las estancias que poseía en cierta zona de la provincia. El ministro lo convenció de la conveniencia de evitar a la familia el acoso brutal de los periodistas y la furia incontenible de los vecinos que reclamaban por la vida del niño. La esposa del gobernador fue la primera en aceptar la propuesta de abandonar la casa familiar. Los hijos acompañaron la decisión materna sin demasiada oposición, y eso serenó el ánimo de todos, que ya estaba bastante alterado por el escándalo Finn.
Desde la cama donde permanecía acostado, miró por la ventana de la habitación. El día era hermoso. El sol brillaba y reinaba el silencio. Podía ver a través de los vidrios de la ventana mecerse la vegetación por una suave brisa. Por el brillo de las hojas, sospechó que la humedad debía ser bastante moderada y eso, para él, era muy satisfactorio. Todos esos días, su duro caparazón, su anillado vientre, delgadas patas y longilíneas antenas, padecían el efecto de la alta humedad que multiplicaba una picazón insoportable para la que no había alivio alguno. El ministro le había suministrado todo tipo de ungüentos para calmar el ardor, pero salvo adecuadas dosis de fentanilo, nada lo mejoraba. Parecía que todos esos padecimientos, incluso la soledad a la que se vio reducido por su extraña metamorfosis, habían quedado en el pasado.
Ningún periodista fastidiaba en la puerta de la vivienda, ni un solo manifestante gritaba enfurecido contra su persona. Había calma. Ese silencio, qué extraño, le provocó hasta cierta melancolía de la que se libró pensando en lo bien que iría en adelante su campaña por la reelección. A excepción de una modorra realmente superflua después del reparador sueño, lo que sentía era mucha hambre.
La pobre mucama que lo había visto en su horrible metamorfosis había desaparecido. Dos matones de rostro arrepollado habían venido por ella. No preguntaría por su destino. Había decisiones de las cuales lo mejor era mantenerse al margen. No he visto, oído, ni supe nunca nada. El que nada sabe nunca se complica. El ministro le dijo que solucionaría ese inconveniente y daba por hecho que así había ocurrido.
Mientras reflexionaba sobre ese y otros asuntos ocurridos días atrás, sin poder decidirse a abandonar la cama producto de ese letargo que lo embargaba, oyó que llamaron cautelosamente a la puerta de la habitación, que estaba frente a su cama. Una voz desconocida, una voz de mujer, que hasta cierto punto le recordaba la de su madre, lo llamaba.
“Gobernador”, dijo la mujer. Luego repitió varias veces “gobernador”, mientras daba delicados golpecitos sobre la puerta.
—Gobernador, lo espera su ministro. Pronto tendrá una reunión de gabinete.
Pensó: ¡Qué voz tan dulce! No suena así la de mi esposa. ¡Qué bueno sería que cambiara esa voz amarga y ronca por una como la que suena detrás de mi puerta! Mientras se incorporaba de la cama sin dificultad, dijo:
—Sí, sí. He oído. Pronto bajaré a desayunar.
—¿Se encuentra usted bien?
—Totalmente. Gracias por su preocupación.
¡Cuánta amabilidad! De seguro se trataba de la nueva mucama. Si solo se pareciera a aquella mocosa, la última que pudo apreciar subido al palco en ese acto intrascendente, se sentiría reconfortado. Asumía que, en todos esos días o semanas, no tenía claridad sobre el tiempo que había transcurrido desde que comenzó todo el alboroto por el niño, no había disfrutado ni de una caricia ni de un beso. Las caricias de su esposa no eran las que extrañaba. Esas eran por compromiso, aunque de vez en cuando alcanzaba cierto placer con ella. Nada que envidiaría otro hombre.
Recordaba con precisión esos minúsculos pezones latentes, rosados, a los que imaginaba cálidos y jugosos, de la muchacha que el ministro le mostró en ese último acto proselitista. ¿Qué habrá sido de esa jovencita? No lo sabía. Tampoco preguntaría, era peligroso. Seguramente había sido vendida a un comprador de los muchos que se arrimaban por ese entonces a sus presentaciones para observar en persona las mercaderías que se traficaban.
Fuera de la cama, de pie, se encontró completamente desnudo. Le pareció algo completamente lógico. Mientras duró su mutación, no hubo forma de vestirse. No solo porque no había ninguna prenda que pudiera ponerse. La vanidad o la curiosidad, difícil es decirlo, lo impulsaron a buscar el gran espejo del vestidor, para apreciar su cuerpo. Lo inquietaba que hubiese quedado alguna marca, una cicatriz, alguna huella que revelara su condición de insecto. Estuvo largo rato mirando su rostro, su pecho, sus genitales, sus brazos y piernas. No encontró ninguna señal significativa del cambio que había padecido. Tal vez unos duros y pequeños pelos, al menos él consideró que se trataba de algún tipo de vellosidad que había quedado como recuerdo del cambio padecido. En realidad, y aunque él no lo supiera todavía, porque no había tenido oportunidad de reconocer las señales que esas protuberancias filiformes enviaban a su sistema nervioso, aquellas extrañas vellosidades no eran sino delgadas setas sensoriales que mejoraban su capacidad de percibir todo lo que ocurría en torno suyo. Una extraordinaria ventaja sobre cualquiera de sus posibles rivales o enemigos, quienes no estarían nunca en similares condiciones que él, para percibir los peligros que siempre rodean a un rico y poderoso político.
En el vestidor, de su placar, eligió la ropa interior que usaría para bajar a desayunar y luego se cubrió con una de las robe de chambre que solía usar cada mañana para salir de la cama. Cuando terminó de prepararse para bajar al salón comedor, fue que sintió por primera vez una sensación que resultó confusa, al principio, y luego muy estimulante. Se reconoció extremadamente adaptable, un ser vivo, capaz de sobrevivir en entornos hostiles, habituales en el mundillo de la política y los adinerados terratenientes de la provincia. Incluso reconoció que hasta podía vivir sin comer durante semanas, alimentándose con mendrugos, algo que le hubiera resultado insoportable en su anterior condición. No podía ponerle nombre a esa nueva y vital cualidad, porque no sabía absolutamente nada de anatomía, pero ocurría que su metabolismo se había vuelto demasiado eficiente. Su sangre enfriada de manera extraordinaria, le ahorraba energía, la que podía usar para alcanzar más y mejores metas y deshacerse de sus enemigos sin que estos atinaran a responder con acierto los desafíos que les opondría.
Se sentía renovado y bien dispuesto a lanzar su reelección. Pensó que la felicidad tiene maneras extrañas de presentarse. Las personas creen que la felicidad es inequívoca y que se reduce a una vaga continuidad de sensaciones que van de la piel al cerebro, que provocan lágrimas o satisfacciones intrínsecas. Supuso que algo semejante ocurre con las desgracias. Hay tan poca distancia entre la felicidad y el dolor que provoca una desgracia, que es fácil confundirlas. El mismo suceso que para unos puede ser una desgracia, para otros una felicidad. El caso de Finn así lo demostraba. Esos dos aspectos conformaban la unidad de dos sentimientos antagónicos, dolor y felicidad.
En su caso, la felicidad apareció como una nueva manera de metabolizar todo lo que le ocurría, y aquel cambio sustancial tal vez tuviera su sustento en cómo enfrentó lo que había ocurrido alrededor de la desaparición de Finn, incluidos los riesgos que corrió por ello. Una apuesta muy audaz frente a sus rivales en la política y en los negocios. Tendría de ahora en más muy en cuenta a quienes pretendieron aprovechar esos sucesos para perjudicarlo, incluso deponerlo.
Finn ya estaba en el pasado. Desde ese momento, ejercería el mayor celo sobre los negocios del feudo. El ojo del amo engorda al ganado, bien lo dice el refrán. Todos los personajes secundarios, los reclutadores y vendedores, estaban detenidos. Una buena temporada en la cárcel no les vendría para nada mal. No siempre en la vida las cosas son agradables, ¡bien lo podría decir él! Otros tendrían un final menos auspicioso. Si todos vamos a morir, no hay que dramatizar por ello.
Con seguridad, en la reunión de gabinete, el ministro informaría del estado de la causa. Solo restaba saber a quién pertenecía esa dulce voz que lo convocó golpeando delicadamente a su puerta.
El ministro no esperaba nada del gobernador. Lo conocía demasiado bien, como para no reconocer el halago mentiroso y la humildad falsificada. ¿Por qué habría de esperar otra cosa? Bien podría preguntarse qué hago aquí, en esta mansión, fingiendo siempre la misma sonrisa para apreciar la misma actitud de su jefe político. Creía firmemente que el gobernador le debía el éxito en el resultado exitoso de lo ocurrido en las semanas pasadas. Pero solo reconocerá cierta agitación en la respiración del jefe, una agitación sexual que él bien conocía, pero que no tenía nada que ver con el reconocimiento a su inteligente intervención. Nada que ver con agradecimiento. Cuando él explicara ante el gabinete el estado de la causa y lo que podía esperarse del proceso, sabía a ciencia cierta que el gobernador solo estaría decidiendo a qué muchacha llevar a su cama esa noche, aprovechando que la familia no regresaría por esos días a la casa.
Desde que se produjo la extraña mutación del gobernador, que para suerte de todos no era conocida más que por su fiel servidor, notó que se había vuelto más obsesivo en sus deseos de copular, y por ello debió insistir y a veces con suma vehemencia, en lo inconveniente que podía resultar llevar muchachas para aparearse exhibiendo su repugnante apariencia. Ocultar ese misterio resultaría imposible. Las mujeres huirían despavoridas por tan horrible monstruosidad y los alcahuetes periodistas, siempre a la pesca de una noticia fresca, harían de ello un escándalo muy superior al de la desaparición de Finn. Inimaginable, un gobernador que es en realidad un repugnante y satiriásico insecto ávido por satisfacer sus deseos sexuales, acusado de complicidad por el secuestro de un niño, adjudicado a una red de pedofilia. Todo era extremo.
Y mientras el gobernante solo se preocupaba de reclamar por unas cuantas hembras para inseminarlas, agitado por el mensaje de una ovogénesis misteriosa que de manera cifrada llegaba de las feromonas femeninas que percibía a increíble distancia y aun bajo encierro estricto, él debió negociar bajo presión con Milton, para obligarlo a acabar con la vida de El Hombre de Hojalata. El plan no podía sufrir retrasos ni abdicaciones.
Lo predijo la vieja Cándida, cuánto resiste la hojalata a un golpe certero. Los hechos demostraron la poca resistencia puede oponer a la fuerza bruta la débil anatomía humana. El supuesto fatal accidente ocurrido en dirección a la ruta nacional, fue caratulado como muerte accidental. ¡Ay, qué pena! ¡Qué-inimaginable-situación-conducía-alcoholizado! Eso fue todo. La misma jueza del caso Finn, determinó las causas del accidente y de la muerte del forastero.
Muerto el mediador, debía eliminar al traidor, porque esa era la ley no escrita. No tenía necesidad de inventar ningún pretexto. Era una cacería más. Algo inesperado, como un robo al azar o una muerte a manos de un desquiciado. A veces la mala suerte merodea alrededor de una misma persona. Un accidente terrible que acaba con la vida de uno de los pasajeros, pero no con la del otro. Y cuando parecía que el tipo disfrutaba de su ángel de la guarda, un incidente inesperado acabó con su vida. Ejecutar a Milton parecía un tema menor, pero no lo era. Solo cabía una ejecución rápida y silenciosa, que no levantara ninguna sospecha. No podía ocurrir ningún error. Era imposible que policías y fiscales no supieran a qué se dedicaba ese cincuentón al servicio de La Ciudad Esmeralda. Tantos años trabajando para la misma mafia no podían ocultarse tras unas costosas gafas negras y unos jeans de moda. El tipo no podía ser sorprendido por algún aspirante a famoso, por ejemplo un estúpido fiscal federal o un más estúpido policía, y que, por salvar el pellejo o por pura flojera, acabara ofreciendo una confesión a cambio de protección. Todo lo que podía revelar, de una u otra manera, perjudicaría el negocio. Si había algo que cuidar, era el negocio. Que se acabe Balderrama era el propósito, pero proteger el negocio era el verdadero objetivo. ¿Dónde iremos a parar si se apaga Balderrama? Al mercado que comandaba el gobernador, pero que él tan bien administraba. Un cabo suelto era el Limpiador. Ese sí que era un gran problema. Astuto entre astutos, nadie estaba en condiciones de informar dónde se lo podía emboscar para eliminarlo. Iba y venía como un fantasma. Y lo más preocupante era que el hombre bien se podía haber percatado de toda la maniobra, y estuviera bien guardado, en el mejor de los casos, si ya no había puesto de sobre aviso a sus jefes. No podía distraerse, debía actuar rápido.
Glisoría Madre. La muerte es nada ante tu sufrimiento. ¿Qué quedó de aquello de que tú eres bendita entre todas las benditas? Tu vientre es una quemadura, un nudo de borde a borde; la sangre dura en un momento enorme. Finn es lo que queda de un latido: la contorsión del útero. El pueblo, como tu vientre, se ha vaciado por completo. Los periodistas se han marchado como vinieron. La monja partió por órdenes superiores. La procesión de viejas ciegas va y viene, sin pensar en otra cosa que la muerte se les llega tan callada, cosiendo una membrana que las envolverá en poco tiempo hasta asfixiarlas. Y el niño no crecerá de ahora en más. Está suspendido en un tiempo lacio e indebido, en una foto, en un dibujo aproximado.
A Glisoría se le acabó la fe. Se golpeó tantas veces el pecho repitiendo tengo fe, tengo fe, bajo aquella rústica cruz de madera, que no quedó nada más que la sombra. La sombra de la cruz tan de rodillas escribió en la tierra las palabras que se repetían en voz baja en cada rincón del villorrio. Finn no volverá. No volverá. No hay regreso. Las palabras no palpan la esperanza. La mujer se ha quedado encerrada en su lagrimal. Amanece desde entonces, muda y ciega y no puede llamarlo porque no tiene voz, ni verlo porque no tiene ojos. Y Finn se ha escurrido aquel crepúsculo.
Cándida la llama, pero ella no responde. La vieja repite: “las dos perdimos al’ijo”. Inconsolable, la comparación la humilla. No quiere tener la vieja cerca, no quiere su humo, ni su ojo baldío, ni su lengua negra en la boca reseca. No quiere, eso es todo.
A metros del rancho de la vieja Cándida, mientras ella fuma su pipa, las piedras ovulan una arena roja alrededor del árbol en que se suicidó Poncio. Le gustaría que viera Glisoría ese modo de coágulo que repta en círculos dibujando una elipse y en el extremo de la elipse una marca del muerto, todavía. Aún cuelga algo de su muerte en el afán de una rama del magnífico mandarino. Oscila. Silencio. Una baba morada une la muerte con el polvo y la vieja observa la rama desde su humo. Se columpia incoloro el recuerdo del hijo muerto, pero ella ignora ese balanceo sepulcral porque está atenta al viejo cadáver que remolonea entre los altos pastizales, mordiéndose el labio del que supura un juguito negro. El viejo no sonríe para nada, perdió esa oportunidad de solazarse. Cándida tampoco sonríe, pero está tranquila. Fuma esa pesadilla con paciencia y espera que Zurita, de regreso de manera inesperada, acabe los arreglos para la cena.
Zurita teme a los magistrados de corazón rotoso. Ellos le han echado el ojo y no les vendría nada mal tenerla entre sus manos. Preguntan dónde pueden por ella. Preguntan: ¿Acaso no sabía nada del hermano y lo mandó a buscar mandarinas en vez de ir ella? El árbol es testigo. Sus frutos ahora son rojos, los jueces los ven rojos, coagulan entre las ramas mientras el muerto con su balanceo los mueve con una brisa extraña. El fiscal también acusa: ¿No tuvo tiempo de impedir que el niño se arrojara al agujero negro de la arboleda para no regresar más? Ella, ella, ella. Zurita suena a promesa rota. Los jueces quisieran palparle el cuerpo para dilucidar su libido. Seguro su olor la delata. El olor de la pubertad es delator. En ese aroma está la esencia de la culpa. Zurita culpable. Hasta los que han ido presos la acusan en sus declaraciones, ¡y ahora piensan en esa entrepierna tierna y jugosa que se les escapó por nada! No van a hablar los acusados de sus secretos, no deben, no pueden. Solo mencionan a Zurita, su carne fresca, su fragancia. Ella. Ella. Ella. Y vuelve esa carne fresca a presentarse como un salvoconducto para los prisioneros. Son seres temerosos que buscan un refugio entre los pliegues de la joven humanidad de la muchacha.
¿Qué destino le cupo a El Hombre de Hojalata? Era un intocable, un componedor experto, un alcohólico empedernido. Ahora un muerto. Su cabeza aplastada, sus sesos regados por la tierra seca. El chofer le seguirá en breve, aunque lo inviten a beber vinos y comer carne buena. Tampoco de él no quedará nada. Cuando el Limpiador se acerque, a él también lo envolverán artimañas de destripador y lo reducirán a unas pocas muecas. Llegará el momento en que se encargarán de todos y a todos se los arrojará de a uno a otro agujero sin fondo y allí se perderán para siempre. Nadie preguntará por ellos, serán un mal recuerdo. Nadie se compadecerá de ninguno; sepultarán sus iniquidades y echarán todos sus pecados a las profundidades de la tierra, donde unos feroces zánganos de fuego, observando desde las sombras, estarán listos para celebrar las muertes. Ellos, lo saben perfectamente, no pueden elegir el destino. Les han comentado los correveidiles de la mala fortuna, que el mismísimo ministro los condenó sin ruborizarse. Así que solo les queda el silencio, el refugio último. Y Zurita, ella, ella, ella, con su cuerpo joven a salvo por la escusa de los garabatos en la tierra de la sangre de un pequeño pollo rojo decapitado.
Zurita, que está al margen de tantos desconsuelos, tiene los propios. Está sola. Glisoría no la defenderá, no puede. Se ha extraviado. Podría gritar si pudiera. ¡Madre, por qué me has abandonado! Más ella no respondería al lamento.
Los hermanos husmean el dinero y solo esperan hacer fortuna con la ausencia de Finn. ¿Cuánto valió la desaparición del niño? Una moto, una ropa, una noche de juerga. Glisoría no les traerá más hermanos; sacar provecho del ausente se justifica. No habrá más descendencia, porque Poncio se ha quitado la vida y la madre está yerma; su útero ha muerto junto con la ausencia del pequeño Finn. Queda solo ese ademán de muerte del padre pendiendo de una rama gorda.
Zurita está sola y apenas asoma por la ventana en la casa de la abuela. Ve al Prudencio que se ofrece protegerla de lo que se presente. ¿Qué otra cosa le queda? Detesta a Prudencio, lo detesta, pero a metros del mandarino hurga sus llagas el cadáver viejo con la pernada lista en la punta de su miembro podrido para el ejercicio de la sagrada prostitución. La ofrece desnuda y aromada a los dueños de la tierra que se relamen; comed y bebed todos de ella, una niña húmeda y desnuda bajo un disco lunar que, sobre su redonda cabeza, ilumina la rosada redondez de sus senos hasta la yema de los pequeños y sucios dedos de los pies. Comed y bebed todos de ella. La cópula y la muerte, rito sacrificial sobre la tierra misma, hasta incubar el sueño en el que se une el hombre vulgar pero poderoso, y la virgen adolescente para ser tragados por la tierra misma hasta sus últimas consecuencias.
Prudencio le ha dicho a la vieja Cándida que es hora del matrimonio que ha esperado por demasiado tiempo. Su esperma arde. Entre la niñez y la preñez hay un tiempo demasiado breve. Él le hará muchos hijos que serán mano de obra cuando crezcan. Así aumentará la siembra y la cosecha. Jura que nunca le hará faltar nada. Lo jura cada vez que habla de ello con la abuela. “Lo juro, lo juro”. Repite. La vieja no puede prometer nada. No le preocupa el juramento. Los hombres van y vienen, no cuidan la casa, solo aliviar su calentura. Los hombres mienten siempre sobre sus sentimientos. Ella necesita respuestas verdaderas y esas no se las dará el Prudencio. ¡Justo el Prudencio al que el semen la arde la uretra! Espera que la sangre de un pollo rojo decapitado, le diga el destino de la muchacha. Le cortará el gañote al ave con una navaja que guarda entre sus ropas interiores, bajo una faja que le ciñe el vientre y arropa el prolapso. Un ritual, tal vez cuando la niña esté ausente. No la quiere cerca. “Que nisemeacerque”, ruega. Su presencia es demasiado potente y de seguro haría que la sangre del animal se perdiera atraída por el recuerdo aún fresco de la menarca pasada. Si la sangre dibujaba la forma correcta, le diría al Prudencio que se haga marido, aunque sea a la fuerza. No importará lo que él prometa, sí lo que la sangre dicte, y si la sangre aprueba, lo mejor será preñarla y así alejar a todos de la muchacha, incluso el viejo cadáver estará obligado a resignarse.
Algún tiempo después de muerto Poncio y enloquecida Glisoría, la vieja decapitó el pequeño pollo rojo. Apenas gorgoteó un tanto cuando el filo de la navaja penetró su carnecita. Su sangre no era tanto como se esperaba, tal vez era demasiado pequeño, pensó Cándida, pero eso ya no tenía remedio. Separó por el cogote la cabeza del cuerpo y, haciéndolo mecer en su mano, la sangre cayó como lluvia sobre el piso apisonado a golpe de pisón, duro como una costra antigua. Giró por propia voluntad la sangre en círculo, describiendo un dibujo inexplicable para cualquier otro, mientras la vieja observaba qué significaba ese garabato rojo que fluía de las pequeñas arterias seccionadas del cuerpo del animal decapitado. Al cabo de unos segundos no tuvo duda del significado del dibujo. Nunca la muchacha amaría a Prudencio y esa era una muy mala noticia. “Mala pendeja”, murmuró, “caprichosita”. ¿Qué tenía de malo, después de todo ese hombre? Así pensaba la vieja. Los hombres son todos más o menos iguales, poca los diferencia a unos de otros, esa era su verdad. Si se los hace trabajar duro todos los días, no joden en las noches. Prudencio era una bestia de trabajo. Era esperable un arrebato, antes de la cena, a la madrugada, pero no más que eso. Algo de segundos para acabar luego de un manoseo más o menos bruto. Como cualquier peón llegaría a la noche sin fuerzas y, aunque soñara con una orgía extraordinaria, no tardaría en dormirse como un animal que ha tirado del arado todo el santo día. “Muy caprichosita”, y eso enfurecía a Cándida, que, llevada por ese estado de ánimo, consumía el tabaco de la pipa en pocas pitadas.
Apenas comprendió el mensaje de la sangre, ya convencida de la mala noticia, se apresuró en dirigirse al mueble donde permanecía expectante, descansando la estatuilla de la Virgen de Caacupé que miraba hacia ningún lado, indiferente. Una virgen catatónica que no inspiraba piedad.
Abrió el cajón donde siempre se guardaban los grandes cuchillos que usaba para carnear los cerdos que se criaban para producir chorizos y fiambres. Los quitó a todos y los llevó a un lugar del que Zurita no tenía ni idea y los guardó con sumo cuidado. Después buscó las grandes tijeras de costurera que ya no usaba porque su artritis se lo impedía, pero que eran lo suficientemente grandes, puntiagudas y filosas como para matar a un hombre sin demasiado esfuerzo, introduciendo las tijeras en la garganta. También las escondió, pero en otro lugar secreto. Sin cuchillos ni tijeras, Zurita no tenía oportunidad de hacer desistir a Prudencio de un arrebato sexual; ni por asomo podía competir en fuerza bruta con el hombre. Cándida sabía que la niña sería fácilmente dominada y que, entonces, bastaría un mínimo esfuerzo para penetrarla e inundar de semen su joven vagina. No quedaba más trabajo que aleccionar a Prudencio, cuando se presentara la ocasión, de cómo debía sorprender a la muchacha. Pero nada de goce, nada de placer erótico, debía resultar en nada diferente a un día de trabajo, a lo bruto. Era cumplir al mandamiento: fructificad y multiplicaos, llenad la tierra y sojuzgadla. Solo se trataba de evitar que el viejo y podrido cadáver se le adelantara para ofrecer a la muchacha a los señores de la tierra para luego descartar, si no matarla, como se mata a una perra ciega. Siendo Prudencio tan joven y fuerte, Cándida descontaba que su semen ardiente, una vez derramado en la rosada vagina, viajaría a toda velocidad por el vientre de la nieta y la preñaría. Desde el momento en que en el villorrio apreciaran que Zurita estaba embarazada del Prudencio, nadie, ni el viejo cadáver, se interesaría ya más en la muchacha. Y los dueños de la tierra buscarían en otros lados la carne impúber de las niñas.
Al contradecir las señales de la sangre del pequeño pollo rojo, Zurita acabó por aceptar amancebarse con Prudencio. No hablaría de amor aquel encuentro. Amor es otra cosa. Aquello era sumirse para toda la vida.
Ella lo vio llegar donde la abuela, sudando como siempre, echando ese olor a animal de corral y tierra seca. Venía de la siembra, de arriar el ganado, de otro porque él era tan solo peón y a veces albañil si se presentaba la ocasión y la necesidad se imponía. Algo le dijo el hombre a la muchacha, cerca del pabellón de su oreja derecha. El aliento rancio, propio del que comió a la pasada una fruta amarga o un pedazo de raíz suculento, no hicieron que Zurita diera vuelta su rostro para eludir el olor. Ella no pareció inquietarse. Ni siquiera se la veía resignada. Tampoco se había lavado el cuerpo, eligió que su poderoso perfume pubescente excitara a Prudencio, a sabiendas de que el hombre no sabría cómo sustraerse a ese penetrante aroma juvenil. Tal vez Zurita leyó mejor que la vieja, el jeroglífico que la sangre del pollo dibujó en la costra de la tierra. Descifrar con acierto el mensaje de ese oráculo primitivo, esa una suerte de presagio ancestral, a veces resultaba extraño, incluso para una vieja como Cándida.
En contrario de lo que Cándida supuso, Zurita, luego de que Prudencio rozara su mejilla, no atinó a buscar ni la filosa cuchilla ni la tijera que usaba la vieja cuando supo coser alguna ropa. Dejó que el hombre le rozara con sus toscos dedos su cara. Lo consintió. Esa caricia fue mutua. Y a pesar de que ella no lo rechazó, que se dejó tocar como nunca antes lo había permitido, él vaciló temeroso de ser rechazado a empujones y a los gritos, como muchas otras veces había ocurrido con anterioridad. Luego de unos minutos ceremoniosos, él la abrazó contra su pecho. Ya no tuvo dudas de que Zurita había cedido a la oferta de matrimonio. No le importaba que solo fuera para huir de los amos de la tierra. Todos huyen como pueden de ese dominio ancestral. Menos posibilidades tenía él de liberarse, siendo apenas un peón sin más propiedad que su fuerza de trabajo. Esa misma noche durmieron juntos.
Por un tiempo vivieron donde Cándida, lo suficiente para asegurar que la muchacha se embarazara. Prudencio confiaba en los secretos dominios de aquella vieja indescifrable para su corta inteligencia. Ella le había asegurado que apenas la muchacha consintiera consumar el matrimonio, su vientre se llenaría de vida nueva. Y así fue. Tres meses sin menstruar confirmaron que Zurita estaba embarazada. La vieja, entonces, dejó de temer la proximidad del viejo cadáver, quien a pesar de su fracaso seguía merodeando el rancho, tal vez solo por fastidiarla. Es que los viejos muertos tienen sus propias medidas para todas las cosas. Para el servidor de los antiguos señores de la gleba, la preñez de la niña imponía un tiempo de espera hasta conocer el sexo de la criatura al nacer. Sí, varón, no había más que esperar que fuera peón y bruto como el padre. Si hembra, se presentaría la oportunidad de ofrendar la vida nueva a los viejos amos. Nueve lunas era una porción ínfima de tiempo para un muerto que no podía dejar de morir. Paciencia. Perseverancia. Atributos de quienes saben que los mejores frutos tardan en madurar.
Glisoría lloró desde sus huesos. Una lágrima excelsa, devota, la que rueda de un Cristo inanimado. Por sus ojos pasaban los niños muertos. Por sus labios los otros, los desaparecidos. No tiene forma de sepulcro su pena. Es acaso un momento de pecado entre la tarde muerta y la ingratitud de la noche. Llevaba en los ojos una pedrada azul que desde el cielo la cegó por completo, enorme, el párpado herido lloraba la arcilla blanca de su instinto de madre y quedó a la deriva de Dios, apocalíptico. Si hubiera podido beber veneno tierno, lo haría. No había vuelto a preguntar: ¿dónde está Finn? No lo había olvidado. No podía. Silencio. No había que decir más que unas pocas palabras escleróticas. Todo lo que tuvo ha sido desterrado. Había en ella un inmenso páramo rojo, erial exhausto de su maternidad perdida. Recitaba: ¡ven a mí, mi niño! Fulge ese guiño de su derrotada sombra. Esquivaba su lamento, turbio costado de la herida por la que bajaba una nebulosa rosa de su entraña. Era una herida que chilla como el tañido neurasténico de una odiosa cuerda de guitarra enferma.
¿Dónde está Finn? Salmodia y nadie le responde. La jueza calla, ¿qué podía decir? Pudre su corazón tanta mentira. ¿Dónde está Finn? Salmodia y nadie le responde. Un fragmento litúrgico repite en el crepúsculo, el canto roto de la madre loca.
El Limpiador, que había estado escuchando la versión de la muerte de El Hombre de Hojalata de boca de uno de sus colegas, no pudo evitar tomar en broma ese relato. Podía haber balbuceado “increíble”. Pero, hombre cuidadoso y medido, prefirió el silencio al comentario fácil. Desde que era pequeño y su padre lo garroteaba a la primera oportunidad en que decía algo que el hombrón consideraba inapropiado, había aprendido que no hablar de más era una virtud superior a la elocuencia. Al fin de cuentas, lo suyo no era hablar bonito ni hilar frases rimbombantes. Lo suyo era limpiar, limpiar con esmero. No dejar ni sangre, ni piel, ni pelos, ni dientes luego de un ajusticiamiento, y hacerlo de tal modo que nunca nadie, ni el mejor y más hábil de los sabuesos, pudiera hacerse de la menor prueba en contra de aquel que lo había contratado para encubrir para siempre su crimen.
Sabía perfectamente que nada de lo que se decía sobre la muerte de El Hombre de Hojalata podía haber ocurrido de tal modo en aquellos parajes casi desolados. Allí ningún camión transita las estrechas rutas de esa parte de la provincia, porque no hay nada que lo justifique. Las mandarinas son de consumo local, incluso las más sabrosas. Las del árbol en el que acabó con su vida Poncio ahorcándose, nunca estuvieron a la venta. Solo las consumen los pueblerinos.
Si tuviera que apostar, lo haría por un crimen organizado por un grupo rival de La Ciudad Esmeralda que bien podría haber aprovechado las circunstancias para eliminar a tan poderoso competidor y mandar una advertencia a El Mago de Oz. El amo de La Ciudad Esmeralda ya no las tenía todas consigo. El poder verdadero se digiere a sí mismo a cada instante. Muta, pero no cambia su esencia.
La propuesta de prestar servicios especiales que había recibido de parte de un mensajero del gobernador confirmaba sus sospechas. La oferta era simple. Debía volver al villorrio y esperar sus contactos en las inmediaciones del rancho de la vieja Cándida. Allí unos enviados lo recogerían. Debía esperar las decisiones que el Gobernador estaba tomando sobre distintos asuntos vinculados a la desaparición de Finn.
El Limpiador sospechaba que su contratación no era más que una demostración de poder por parte del señor feudal. “Puedo comprar a quien quiero”. Ese era el mensaje. Comprar al mejor Limpiador era una poderosa señal de dominio. Un Limpiador que, hasta entonces, solo servía a La Ciudad Esmeralda. Así que hacerlo viajar hasta ese pobre villorrio, abonarle una gran suma de dinero para pagar servicios no especificados, eran aviso de los reales deseos del mandamás. El manifiesto objetivo que perseguía el gobernador era hacerse cargo del negocio con mano propia. Estaba harto de compartir ganancias con el porteñaje soberbio e irrespetuoso. No podía olvidar que habían desfilado por el pueblo y toda la provincia cuanto medio periodístico quiso. Diarios, radios, televisión, todos los medios así lo hicieron. El Gobernador estaba decidido a terminar con ese ultraje y a alzarse con el poder absoluto. Lo deseaba intensamente, tanto como a aquellas niñas de las que sorbía sus rosados pezones.
De paso se resarciría de todas las jornadas en que fue vilipendiado por traidores de su partido y oportunistas de otras fuerzas políticas. Hasta podía especular con eliminar a los cinco detenidos por el caso Finn. Era una propuesta extravagante, pero él también lo era. Después de todo, ¿por qué no hacer que alguien pagara por todo aquello? ¿No sería un final extraordinario que perecieran todos los supuestos responsables de la desaparición del niño? De paso, podía vengarse del porteñaje invasor. El ministro sabelotodo le diría que una venganza contra esos cinco infelices no resarciría los escarnios sufridos, aunque tal vez aliviaría temporariamente los padecimientos que sufrió la familia todo ese tiempo. A pesar de que nadie ya se movilizaba hasta las inmediaciones de la mansión del gobernador, él solía despertar excitado, espantado por el griterío contra su persona, cuando unos cuantos cientos o tal vez un par de miles, a viva voz le gritaba: ¡mal bicho! ¡Pedófilo! ¡Chorro! Y otros insultos irrepetibles.
Cuando el gobernador divagaba sobre todas esas cuestiones, su vientre recuperaba la forma anillada y convexa y un fluido enérgico recorría el aparato digestivo, estimulando su deseo de devorar a alguno de esos desgraciados que tanto malestar le habían provocado. Degustar sus carnes, disolver con sus poderosos jugos gástricos los huesos, era una opción estimulante. Un lujurioso néctar digno de ser saboreado en las tardecitas calmas de la provincia.
Si hablaba de ello, volvían a erectarse amenazantes sus dos antenas que emergían por detrás del cuello de la costosa camisa, haciendo un espantoso ruido de piel desgarrada, emitiendo vibraciones casi imperceptibles de las cerdas sensoriales que envuelven las antenas, llenado el aire con un intenso olor metálico. Pero siempre su ministro lo inducía a la calma, a la prudencia. Hacía un gran esfuerzo dialéctico por disipar esos sentimientos criminales. Al menos, sugería, postergarlos por el momento. La venganza nunca tiene prisa. La repercusión de cualquier crimen en ese momento, sería enorme y no habría forma de convencer a la opinión pública de que el gobierno no habría tenido nada que ver con ello. Una cosa era eliminar a un tonto y engreído policía, a la drogona de Ladina y el pusilánime de su esposo. Simular un suicidio no era nada complicado. Otra muy distinta era deshacerse del uniformado, un oficial con rango que lo hacía notar en toda oportunidad. Su comportamiento no era el de un preso que andaba buscando un trato misericordioso, refugiándose en el pabellón de los evangelistas, quienes regenteaban mal vivientes de toda calaña para presentarlos como rescatados hijos de Dios. No era un pobre y pusilánime preso implorando por una mejora en la comida, en la cama o ser salvo de la depredación de los violadores presos. Se mostraba altivo, arrogante, y, hasta ese momento, quienes se habían interesado por él, por su bienestar y seguridad, eran todos personajes vinculados al poder. El poder tiene muchos rostros, más que Jano. El hombre prudente no mira nunca a los ojos de los poderosos. Los presos, a los que se les insinuó cometer una acción criminal contra Ramón, se negaron sin dudarlo, sabían con exactitud de quién se trataba y de qué eran capaces sus camaradas. Tampoco era atinado asesinar a su esposa. Nadie creería en un suicidio. Cuando de un preso se anuncia su suicidio, los primeros sospechados eran los policías o los carceleros.
La mujer había perdido los favores del gobernador, pero buena parte de la clase política seguía amparándola sugiriendo que tal vez ella fuera inocente, no así su esposo. La condición femenina se argumentaba como una barrera para ciertos delitos. “¡Pobre mujer, en lo que la han metido!” “Como no pudo engendrar hijos, trataba a todos los niños como si fueran propios. Nunca hubiera lastimado a Finn”. “Pobre mujer, cómo fue embaucada por el militar”. Y no había argumento que pudiera rebatir esa defensa.
Ava/Eva, desde que fue detenida, seguía sin decir que esta boca es mía, estaba en silencio y se negaba a hacer ni la menor declaración. Parecía un zombi, el rostro demacrado, había perdido mucho peso, los ojos rojos de quien no logró conciliar el sueño durante incontables noches, y una baba pastosa que caía con intermitencia de su labio inferior con un olor nauseabundo que lograba mantener a raya a todas las demás presas que nunca se propusieron abusar de ella advertidas de lo inconveniente que podía resultar para ellas o sus familias, el meterse con la esposa de un militar de alto rango.
Ese silencio caprichoso no se debió a una sugerencia de su abogado defensor, quien, por el contrario, le sugería hacer responsable a todos para excusarse ella. Debía parecer una tonta mujer engañada por su malévolo esposo y esos rufianes de poca monta con los que el marino se habría liado para obtener una buena suma de dinero por la venta de criaturas a algún pedófilo millonario. Pero Ava/Eva ignoró siempre esas recomendaciones y puso a prueba en más de una oportunidad la paciencia del abogado, quien consideró en varias oportunidades dejar de representar a esa obstinada mujer.
La convocatoria del gobernador llegó una noche. No la esperaba. Era muy sabido que llegar al Limpiador no era fácil. Se protegía con un complejo sistema de mensajes que comenzaba en La Ciudad Esmeralda, atravesaba varios filtros protectores y llegaba al destinatario por intermedio de personajes casi desconocidos. Capas y capas de seguridad organizadas a lo largo de muchos años por su padre y por él. Su sindicato era sumamente meticuloso en lo que a protección de sus miembros se refería.
El mensaje había sido varias veces encriptado, por lo que, si era interceptado por bandas enemigas, era muy difícil deducir de manera rápida su contenido. Tiempo suficiente para cambiar de planes. Siempre hay amenazas mortales en un ambiente en donde los enemigos pueden ser los que hasta momento antes fueron los más amistosos. Nunca se debe bajar la guardia. En esa oportunidad, el mensaje no lo enviaba El Mago de Oz, no se había originado en La Ciudad Esmeralda. Salió de aquella provincia en la que había realizado su último trabajo. Para recibir el mensaje, debió acudir al encuentro de su contacto, un viejo amigo de su padre, uno de los pocos que podía comunicarse con él.
Llegó al lugar del encuentro del mismo modo que siempre lo hacía, como si tuviera la rara cualidad de transportarse de manera secreta al lugar acordado. Llegó al mismo tiempo que el mensajero, casi pisándole los talones. Ni se saludaron.
—¿Querés el mensaje oral o te doy la transcripción? —Reconoció esa áspera voz de inmediato.
—No quiero papeles.
—Por ahí te viene bien para limpiarte el culo.
—¿Tan mala es la noticia?
—No sé si mala, pero el mensaje es raro y más raro el pedido.
—En este negocio todo es raro.
—Pero no te piden una limpieza como correspondería. Es otra cosa.
—¿Qué otra cosa?
—Tu presencia en ese pueblo perdido.
—¿De dónde viene?
—De donde hiciste la última limpieza.
—¿Algo del nene ese?
—No. Nada que ver. Al nene ya se lo deben haber digerido y defecado. Solo piden que vuelvas al pueblo.
—¿Para qué?
—Solo dicen que vayas. Esperés tus contactos frente al rancho de una vieja que dicen que fuma en pipa, que vos sabés de quién se trata. Luego te van a llevar con el ministro chupamedias, el alcahuete del gobernador. Nada más.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
El Limpiador dudó.
—Que busquen a otro. —Dijo.
—No quieren a otro. Parece que admiran tu pulcritud, tu discreción, tu manera de ir y venir sin que se sepa cómo. Solo te quieren a vos.
—No me jodás.
—Es lo que dicen.
—¿Vos qué creés?
—Mis amigos dicen que el gobernador tiene muchas ambiciones. Que a tu jefe lo van a limpiar.
—¿Y yo qué tengo que ver?
—Se llama cabo suelto. Hablamos de un tipo con poder que razona como un insecto. ¿Vos me preguntás cómo piensa un insecto? Yo qué sé cómo piensa un bicho con poder. Dicen que te quiere a vos porque sos eficiente, discreto. Bla, bla, bla. Sobadas de lomo. Por lo bien que limpiaste a dos pendejos que juraron tener en su poder la mercadería. Esos que se negaron bajo tortura a revelar el paradero del nene y el nombre de su jefe. La fosa que usaste para desaparecer los cadáveres resultó una tumba inexpugnable. Formidable elección. Fauna y vegetación devoradora. La carne humana es un gran abono. Está admirado.
—¿Vos les creés?
—Soy grande para comprar bolazos. Mienten y, encima, deben creer que somos boludos.
—Lo de los dos chabones esos fue rarísimo. Se bancaron toda la paliza sin chistar.
—Un amigo común me dice que un tal Milton te espera allá para laburar con vos. Milton, qué nombre de mierda. Hay que ser un mal tipo para ponerle a un hijo el nombre Milton. ¿Sabés quién es ese?
—El chofer de El hombre de Hojalata.
El viejo compinche soltó una carcajada.
—¡El Hombre de Hojalata! A ese le destrozaron la cabeza a golpes y le reventaron el coche con un camión.
—¿Seguro?
—Segurísimo. Me dicen los amigos, que saben de qué hablan, que lo reventaron como a un tomate.
—¿Y entonces? ¿Quieren un gil para tirarme el cadáver del negociador?
—No. No son tan boludos. ¿De qué les serviría cargarte el muerto? La causa de la muerte dice “accidente” y luego “alcoholizado”. Nada imposible de creer de un tipo que en vez de sangre tenía whisky en las venas.
—No sé qué pensar.
—Mirá. Yo creo que vos sos el único que sigue vivo y suelto y que estuvo metido en ese quilombo. El único, y, a veces, ser único es una gran cagada.
—¿El Mago de Oz sabe algo?
—No lo puedo afirmar, pero con seguridad sabe lo que está pasando. Me dicen algunos que conocen mucho el negocio que tu mago ya no las tiene todas consigo.
—¿Entonces?
—No puede ni va a hacer algo por vos. ¿Por qué lo haría? ¿Por un Limpiador? Dicen los que lo tienen encanutado que está angustiado por si se apaga Balderrama. Canta como la zamba, ¿a dónde iremos a parar si se apaga Balderrama? Apagar Balderrama es fácil. Si se apaga Balderrama, chau Mago de Oz. Vos sabés tan bien como yo que en la cárcel nadie está a salvo. Además, en este quilombo de La Ciudad Esmeralda están metidos los muchachos superpoderosos. Desde el norte traigo esta zamba. Si jodés mucho, te bombardeo. Sabés a quienes me refiero.
—Si, claro.
—Pesos pesados si los hay. Viste que los de gringolandia llaman por teléfono y acá todos se orinan encima. Y con estos chupamedias de los gringos que tenemos ahora, peor que peor. Si a estos los gringos les piden el orto se lo mandan en un estuche aterciopelado. Y si le piden uno, van a mandar dos. Como el Turco, que entregó hasta lo que no le pedían.
Lo que yo sé es que Balderrama está cagado. Tiene tomado el corral de niños. Todos saben que tienen setenta pendejos encanutados. Si los gringos lo ordenan, van a limpiar todo y armarán otra ciudad y otro Balderrama. En este mundo sobran los Víctor Hugo, miserables que se ofrecen por dos mangos. Si lo limpiaron a Epstein, mirá si se van a privar de pasarle la garlopa a Balderrama. Y vos no vas a ser la excepción. No tengo dudas de quién mandó a esos dos tipos a inmolarse. Y cumplieron. No sé por qué, pero cumplieron. Los reventaron pero no cantaron. Tipos fieles. No abundan.
El Limpiador aspiró con fuerza el aire de la madrugada.
—¿Qué te parece que haga?
—Amigo, no doy consejo.
—No me jodás, me conocés de pibe. Fuiste amigo de mi viejo.
—Te depositaron un montón de guita. Pero un montón, montón. Se ve que los tipos no son mezquinos.
—¿Ya pusieron la guita?
—Si. Entró al fondo del sindicato. Con tu código. Mucha guita. Pero mucha-mucha.
—Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía.
—Eso repetía tu viejo. ¿Qué pienso yo? Si vas, estás jodido; si no vas, también.
—Estoy jodido.
—Totalmente. Si aceptás ir, sabés lo que te puede esperar. La vieja esa de la pipa, el ministro, la cucaracha degenerada. ¿Cómo zafar de esos hijos de puta? ¡Qué te puedo decir! Si no aceptás, se van a ocupar de vos, vas a aparecer en todos los diarios de la provincia y ahí aparece esa jueza hija de puta que va a pedir tu orden de captura por homicidio calificado, por pedófilo, por esto, por aquello, por lo que se le cante la argolla.
—No tengo opción, parece.
—Así parece. Si decidís borrarte, te podemos aguantar un par de semanas.
—No voy a exponer a los amigos, mi viejo dejaría la tumba para azotarme por pelotudo.
—Yo te diría que te las tomes. Pero vos decidís.
—Si están los gringos en el medio, los voy a arrastrar a todos.
—Mirá, los que informaron de los setenta pibitos fueron ellos.
—Por eso. ¿Qué puedo hacer? Me queda ir y ver cómo zafo.
—Como vos digas. Pero acá estamos. Dos semanas, no más, pero no es poco para fugarse. Te sacamos del país y empezás una vida nueva. Te bancamos. Somos grandes y tenemos palenque donde rascarnos.
—¿Vida nueva?
—Es un decir, amigo. Nosotros no vivimos, solo duramos.
No tenía elección. Lo sabía. Emprendió el viaje esa misma noche. Nadie lo vio partir ni lo vería llegar al destino. La noche era oscura y la ausencia profunda. El viaje de regreso a la tierra de Finn, una incógnita bien manipulada, eso le daba cierta ventaja sobre cualquier situación. Al menos eso quería creer.
A pesar de su escepticismo natural, muchos temores lo asaltaron. Lidiaba con sus propios ángeles caídos. Una fístula unía en su interior la Sodoma y la Gomorra que todos llevamos dentro. De un almíbar hipnótico, sus fantasmas surgían clandestinos ante lo inesperado. A veces los veía y otras no, pero era incapaz de controlar esos espectros. Salían de un punto negro de cero dimensiones y pronunciaban malos augurios. Nunca una nueva buena. Tras los espantajos, la voz catarruna del padre volvía a sonar con advertencias repetidas hasta el hartazgo. Desconfiá. Desconfiá. Desconfiá. Nadie es tu amigo en esta profesión. Y aunque solía irritarse con esa monserga, seguía el consejo paterno, sabía que la memoria de su padre tenía razón. Aprendió a desconfiar de todo y todos. Tal vez por eso había sobrevivido, por lo menos, hasta ese momento crucial.
El mensaje que le transmitió el viejo camarada era preciso. Primero al villorrio. Allí acaba de llegar. La madrugada descubría una costra simbólica. El rocío caía en cámara lenta y el silencio sonaba como un moscardón antes de su muerte. Había voces ocultas hilando los cinco sentidos del Limpiador. Las voces entretejían la intriga y la devoción. Algo místico lo envolvía, aunque no estaba en condiciones de razonar aquello. Y por ello su intuición se convertía en sentimientos de una duda profunda. Su duda no lo aislaba del paisaje, lo vinculaba de manera extraordinaria. Múltiples vasos comunicantes unían al hombre con su entorno. Había algo poderoso en eso. Un afecto inquietante, hasta entonces desconocido, seductor.
Miró en todas direcciones. Al frente, el rancho de Cándida, a sus espaldas, el dulce mandarino donde se ahorcó Poncio, consciente de su presencia. La agitación del árbol nacía en su raíz y ascendía hasta un fruto gordo. De la redondez de ese único fruto salían más ángeles caídos y, al mismo tiempo que salían de ellos, volvían sobre sí mismos a un punto negro de cero dimensiones. El tiempo se comprimía hasta pulverizarse. El villorrio perdía su apariencia pueblerina y adquiría la fisonomía de una construcción en ruinas. Ante él surgía inesperada en toda su dimensión la arquitectura de una extraña Ciudad Esmeralda. En medio de los vicios de esas ruinas, un Mago de Oz que no sabía identificar, lo esperaba carente de conciencia verdadera. Era apenas un algoritmo de lo tenebroso. Llevaba su propia cabeza entre las manos. Un enorme insecto salía de la boca del muerto.
Le parecía indecente al Limpiador aquella metamorfosis. Se preguntó y con razón cómo era posible que ese gigantesco tugurio fuera una nueva ciudad esmeralda. Pero la nueva ciudad esmeralda era relevante por lo que representaba, no por sus apariencias. Su ruinoso aspecto servía mejor al propósito que si se hubiera tratado de una lujosa propiedad. La riqueza llama la atención hasta del más idiota. Habla de la corrupción moral de sus propietarios y habitantes, de infelices, conduciendo a sus congéneres a la ruina más profunda. Aquello debía disimularse del modo más astuto.
Obnubilado, creyó escuchar una voz lejana que llegaba a él desde un lugar imposible de precisar. Tal vez provenía del mismo punto negro del que surgían los ángeles vencidos. Pero no había voz, sino delirio. Un delirio algorítmico que crecía en su cerebro hasta tomar el dominio de los dos hemisferios. Un sistema al que no se le podían reconocer sus formas, sino su dominio. La voz no era humana, era un metálico enjambre de palabras fuertemente entrelazadas.
Estaba ante el espejismo de una bíblica ciudad sanguinaria, llena de mentiras, que nunca cesa en su saqueo. Justo en la pústula donde se reúnen su Sodoma y Gomorra, rodeado de los ángeles vencidos que le exigían claudicar de una buena vez, que no resistiera el destino. Escuchaba el chasquido de los látigos contra la carne leve de los secuestrados y el crujir de morteros que trituraban la humanidad. Haciendo un dibujo circular, carros tirados por famélicos cirujas sin rostro, requisaban la infancia en busca de placeres para ricos. Llevaban en esos carros mugre e infancia mezcladas en un barro feroz. Era la carga infeliz de los ignorados, los postergados. Veía flamear puñales, una multitud de heridos llorando sus úlceras con lágrimas. Multitudes de cadáveres que tropezaban con cadáveres. Todo por las muchas prostituciones de la lujuria, la encantadora lascivia, la maestra obscenidad de los hechizos, el erotismo que seduce a los poderosos con sus embrujos. Esa era la nueva ciudad esmeralda. La novedad que llegaba para satisfacer las pasiones de los poderosos encaramados en la cima del poder. La verdadera política de Estado engullendo la infancia ante los rostros lívidos de los estafados. La morada del nuevo mago mostrará a mujeres y hombres su propia desnudez y la vergüenza del comercio que practican y presentan como pequeños y perdonables excesos.
El nombre de Finn surgió de un arrebato. El algoritmo no dudó. Preguntó: “¿Finn? Nada es Finn”. Nada significaba ese pequeño nombre que las viejas ciegas repetían como una oración necesaria, mientras caminan arrastrando sus reumas. ¡Finn! ¡Finn! ¡Finn! Gritos. ¡Hipócritas! ¡Niñas! ¡Niños! Setenta niñas y niños en el feedlot donde se ceba la inmoralidad. Así se engorda el ganado humano apelando a la ceguera del alma, la más potente. ¡Niñas! ¡Niños! Es el porvenir. Una ovación surgirá entre los pliegues roñosos de sus vientres y sucederá que todo el que vea el espectáculo, pedirá más y clamará por la abundancia de todo lo despreciable. Setenta niñas y niños. ¿No es un buen número para un rebaño destinado al consumo? Balderrama lo hizo, ¡y bien que lo hizo! Pero ya es hora de que termine su trabajo. Es hora de que su estrella se apague. Es tan descartable como las niñas y los niños.
Él lo dijo ante el Juez: comprar y vender niñas y niños. Al oír su descargo, sus seguidores quedaron embriagados. A todos se les abrieron de par en par las puertas del mercado que ya no se cerraron. El dios mercado se hizo cargo de todo. Arrojó sus fuegos, devoró los cerrojos y cayeron los candados que fueron incrustados por falsos moralistas entre las piernas. Como el bíblico pulgón se sació en la carne de los condenados y bebió de sus jugos.
Los renovados mercaderes tomaron el timón de la nave rumbo al precipicio. Una legión ignorada surgió en cada horizonte. ¿Qué cuán grande es la legión? Como las estrellas del cielo. Son como el bíblico pulgón que despoja y vuela y se alimenta de nuestros desperdicios. Son también langostas, nubes de langostas de color violeta, langostas posadas sobre los cadáveres chocando con cadáveres. Y sobre las ruinas, un sol de sangre; y pulgones y langostas se calentarán bajo sus rayos, pero ya no sabrán dónde están, porque han saciado su hambre de carne humana hasta hartarse.
La madrugada perdió todo misterio. Se acabó el algoritmo que le hablaba. El Limpiador sudaba y un olor moribundo despedía su cuerpo. Cándida lo observaba a través del humo gris que echaba por la boca. Por detrás de la vieja, Zurita asomaba la cabeza. Prudencio, más alejado, no parecía preocupado por la presencia del forastero.
—Se’a venido. Lo esperaban. Al hojalata lo mató el que manejaba… pues si no sabía, sépalo. —Cándida puso la pipa en su boca, pitó varias veces y encendió la brasa que quemaba el tabaco reseco. Esperó la reacción del Limpiador por el comentario sobre esa muerte.
—Le reventó la cabeza a boteyaso. —Dijo Zurita. Prudencio movía afirmativamente la suya, quien agregó “montón de boteyazos”. Pero su voz casi no se oyó.
—¡Qué manera e’morir, don! —El humo gris envolvió la cabeza de Cándida—. Naide sabe cómo va a morir, cosa e’Dios. Hasta la hojalata ma’dura se aboya si se le sabe dar. ¿Sabe pa’qué lo mandaron venir?
—No. —Mintió a conciencia.
—¿No sabe?
—No.
—Pero ha cobrado buena platita. Ma’quisiera yo tanta platita.
Ignoró el comentario. Se mantuvo en silencio. La vieja podía haber dicho “me toma por boluda”, pero decidió no decir nada. Era preferible hablar poco y dejar que las cosas siguieran su curso.
Zurita se apartó de Cándida. La redondez insipiente de su vientre lo puso al tanto de que la muchacha estaba embarazada. Suponía que el hombre que la seguía como su sombra era su esposo. Los dos desaparecieron por un lado del rancho y no regresaron. El Limpiador quedó a solas con Cándida. Algunos metros hacia el mandarino, el viejo cadáver seguía con atención el encuentro. Más cerca, un grupo de pollos rojos picoteaba la tierra y se acercaba al Limpiador.
—Alguno que degoyar pa’ver lo que lespera. —Cándida señaló a uno pequeño que se apartaba del grupo de aves—. El chiquito promete. La sangre avisa, don, si uno sabe mirar pa’donde corre. A los que se apartan de la familia los lleva el Yasí.
¡Yasí-Yateré! El Limpiador no creía en esas leyendas. Los mitos, para él, eran solo pretextos para adjudicar a la magia lo que eran crímenes de los hombres. Nadie como él lo sabía. ¿Cuántos muertos había hecho desaparecer, todos asesinados sin encantamiento alguno? ¿Cuántos había hecho desaparecer sin ningún recurso misterioso? Tierra, agua, fuego, cerdos, nada de eso tiene ni un poco de magia. A diez metros de profundidad, un cadáver es reducido en poco tiempo. El agua todo lo descompone; el fuego lo quema; los cerdos hambrientos devoran un cuerpo de 80 kilos en cosa de minutos. Ningún sortilegio.
Buscó en su boca una sonrisa, aunque fuera incapaz de disimular la teatralidad del gesto. Serenó su voz para preguntar.
—¿Usted tiene alguna indicación para mí?
—¿Yo? —La vieja rio con fuerza. Zurita la imitó donde se escondía—. Espere, don. ¿Te apurao? No mente al diablo.
—Pensé que usted podría decirme…
—¿Usté’me ve? Soy una vieja que ni sabe la edá… que voy a saber yo…
Fue lo último que Cándida dijo antes de refugiarse en el rancho. Se la notaba fastidiada por la presencia del forastero. Nada de su aspecto le agradaba.
Minutos después un automóvil llegó y se detuvo a unos diez metros del Limpiador. En el automóvil llegaron dos hombres. Por la patente, se trataba de un auto oficial, de la gobernación. La zona había sido liberada. Nadie interrumpiría la visita de los matones. El que estaba al volante, permaneció dentro del auto, el otro descendió y lo encaró sin reticencias. Al del automóvil no lo podía reconocer. El hombre que lo encaró era alto y corpulento. Calculó pulgadas de alto y de ancho, y libras de peso.
El fulano llevaba el cabello teñido de un rubio berreta, un pastoso dorado de utilería. Los ojos, la nariz y la boca, se atraían unos a otros hacia el centro del rostro, casi chocando. Dos inmensas orejas adornaban la cabeza y largos vellos salían de ellas. Otros, tan largos como esos, de los orificios nasales. Tenía una expresión idiota que no podía disimular. Era probable que nunca se hubiera percatado de la forma de su cabeza, la horrible distribución de ojos, nariz y boca, y que sus gestos sugerían que se trataba de alguien con pocas luces, seguramente un sicario útil para trabajar en un paraje desolado, en un feudo como ese, donde matar y ser descubierto no tienen ninguna consecuencia. El amo feudal todo lo ordena, y con él reina la impunidad. El señor feudal oprime al siervo, manda al sicario, a la policía, y al juez que le responde sin chistar. Ese aire de suficiencia pueblerina que el matón exageraba sin pudor, no hacía más que acentuar la pobre impresión que le causaba el tipo, apenas se apersonó ante él.
—Puntual. —Dijo.
El Limpiador lo miró de arriba a abajo.
—Como corresponde.
Estuvo seguro de que el hombre diría: “a mí, qué carajo me importa tu puntualidad”, pero el matón se mantuvo en silencio por largos segundos. Al cabo dijo:
—Soy quien debo llevarlo a su destino. No estamos lejos, acá nada queda demasiado lejos. Pueblo chico, infierno grande. —Soltó una carcajada como un eructo.
—¿A dónde vamos? —No hubo respuesta.
A pesar de tener el don de oír la muerte pasar y pasar (mañas del oficio), no escuchaba al muerto a sus espaldas. Tampoco el hombre que lo observaba desde el amontonamiento de ojos, nariz y boca, hacía ningún sonido. Todo se había vuelto silencioso. Si hubiera tenido la capacidad de invocar al padre, lo hubiera hecho. O a su hermano dándole azotes con una elástica y jugosa rama de eucaliptos. Por alguna estúpida razón recordó los versos del Dante. No pudo evitar una sonrisa suave que le estiró los labios. No se preocupó de cómo interpretaría el mastodonte ese gesto burlón. Podía imaginar al tipo escarmentado en la séptima bolgia del octavo círculo atacado por serpientes. Y a pesar de sus manotazos brutales, sus gritos desgarradores, el ataque de las serpientes lo deformaba hasta fusionarlo con su propia anatomía. La grotesca mutación disolvía la identidad del tipo hasta volverlo irreconocible. Pero lo que tenía lugar en su fantasía, no sucedía en la realidad inmediata. El hombre lo seguía observando sin que él se encogiera como papel ardiendo. Finalmente, tal vez por aburrimiento, el matón habló sin necesidad de alzar su voz.
—Lo están esperando. ¿Sabe quién lo espera?
—No, ni sé a dónde vamos.
—¿No sabe quién lo espera?
—No.
—Qué raro. Me dijeron que sabía quién lo había hecho venir.
—Solo me indicaron que regresara a este pueblo y a este rancho. Nada más. Espero que el contratista me indique en qué lo puedo ser útil.
—¿Contratista?
—Sí, quién a requerido mis servicios, a quién, reitero, podría serle útil.
—¿Útil?
—Sí, útil.
—¿No le depositaron un fangote de guita?
El Limpiador prefirió no responder a esa pregunta. Se apresuró a decir “bueno, ¿vamos?”, como si ni hubiera escuchado la pregunta sobre la cuantiosa suma de dinero depositada en una cuenta especial.
—No entiendo eso de ser útil. No le pagaron para que fuera útil.
—Entonces, ¿para qué me pagaron?
El matón se encogió de hombros.
—No sé. Al patrón le gusta tirar la plata. Es su pasatiempo. Le sobra la guita, le cae como de regalo. A veces reparte y otras no te da un mango. Por eso es el patrón.
—Supongo que ustedes me llevarán a donde me esperan.
—Suponga lo que quiera. Es gratis. —Dejó de mirar al Limpiador y dirigió su mirada más allá del mandarino, a donde el viejo cadáver insinuaba sus deseos de acercarse para palpar al Limpiador. El pobre y viejo cadáver nunca antes había tenido la oportunidad de conocer, uno, menos uno tan reputado.
El matón luego preguntó:
—¿Usted limpió a los que los porteños torturaron y mataron? ¡Pobrecitos! Dios los tenga en su gloria.
—No conviene meter a Dios en este asunto.
—¿Usted los limpió?
—Limpié un trabajo, sí.
—¿Por qué le dice trabajo?
—Porque es mi trabajo.
El tipo se rascó la cabeza. Movió su cabeza negativamente. No aprobaba que se hablara de trabajo cuando solo se trataba de desaparecer un par de cadáveres.
—Trabajo es el del peón. Lo suyo no es trabajo. No se ofenda.
—No hay problema. Usted puede calificar lo que hago como desee. Yo lo llamo trabajo. Tal vez como el suyo.
—Lo mío no es un trabajo. ¿Cómo se dice?
—No sé qué quiere decirme.
—Es religioso. Lo mío es religioso.
El Limpiador no pudo evitar sonreír.
—Un apostolado.
—Eso. Se ve que usted es leído. Pero de todos modos yo creo que usted y yo no tenemos nada que ver. Lo mío es simple, hago lo que el patrón me ordena y yo lo obedezco. Simple. Además, soy más barato, mucho.
—Si usted lo dice, debe ser así.
El hombre ignoró su respuesta. Fue hasta el automóvil. Habló con el que estaba al volante y de inmediato regresó donde el Limpiador. El chofer descendió del auto y se acercó lentamente.
El Limpiador se sorprendió al ver que los hombres eran idénticos. El mismo porte, la misma cabeza con forma de sandía, el mismo arrebato en la cara. Calculó que esa cabezota debía pesar al menos unas catorce libras. Un recipiente más que aceptable para guardar algo de cerebro y una masa gelatinosa de tejidos, huesos, sangre y moco. Los tipos eran tan parecidos que resultaba difícil distinguir a uno del otro. Esa igualdad hubiera merecido un comentario, pero prefirió no hacer ninguno. Esa duplicidad le recordaba la de los torturados. Tal vez en ese pueblo perdido, una mitosis indescifrable multiplicaba las perversidades.
El primero de los hombres, al tiempo que lo señalaba, le dijo al chofer:
—Este es el que tiró a la fosa a los muchachos, como basura, allá donde la tierra se hunde y nadie ni se asoma.
—Pobrecitos. Dios los tenga en su gloria —dijo el chofer—. Valientes. Se la bancaron sin chistar. El porteñaje hace estas cosas jodidas. ¡Qué hijos de puta los tipos que los reventaron! ¡Las cosas que les hicieron! El patrón estaba para la mierda con ese asunto. Muy afligido. Así que le va a dar de comer a todos los parientes que tenían. Madre, padre, hermanos, lo parientes que fueran. Por eso le declaró la guerra al porteñaje. Dios los tenga en su santa gloria.
Siguió hablando como si no pudiera contenerse.
—Acá no se pueden hacer capturas como si la gente del pueblo fuera ganado. ¿Qué somos, vacas? Hay que respetar la propiedad privada. Cinco tipos vendieron a una pibita. Creyeron que, porque tenían amistades en la gran ciudad, podían hacer lo que querían. Traicionaron los acuerdos. Los acuerdos hay que respetarlos. No está bien traicionar. ¿No le parece, don? ¿A quién consultaron? A nadie. Vender a la pibita fue una macana. ¡Esa mujer! ¡Ese milico! Pero los peores, los parientes. ¡Qué gente mezquina!
El Limpiador no sabía de qué le hablaban los matones. Dijo:
—El quilombo no vino por la piba.
—Sí, y no. Acá no se vende nada si el patrón no autoriza, ¿vio?
—Pero el quilombo vino por el pibito.
—¡Ma’bien! Acá hay que respetar el orden. Las tradiciones. Tenemos códigos. Todas las pendejas están en exhibición. ¿Quiere esa? Se conversa. ¿Quiere esa otra? Se habla. No somos mezquinos. El patrón es gente de negocios. Hay mucha oferta, ¿sabe? Mucha. Como no se las pueda ahogar en un balde, algo hay que hacer. Los varoncitos son otra cosa. ¿Me entiende?
—La verdad es que no. Solo se trata de mercadería. ¿Quién se llevó al nene?
—¿Todavía no se dio cuenta? No entiende nada, usted. Parece que el borracho es usted y no el otro que se la pasaba chupando whisky.
El Limpiador y los dos hombres permanecieron mirándose por unos largos minutos. Trató de imaginar qué posibilidades tenía de escapar de la emboscada. Y aunque se esforzó mucho, no descubrió ninguna ruta de escape.
—Sabe, don —dijo el chofer—, Milton dijo que usted es una “buena mandarina”.
Los dos matones se echaron a reír a carcajadas. Exclamaron juntos “¡buena mandarina!”
—Pero un muerto trae a otro muerto, don. Vio cómo es esto, ningún cabo suelto. ¿Sabe cómo murió El Hombre de Hojalata?
El Limpiador hizo un esfuerzo por parecer sereno.
—No.
—Milton le aplastó la cabeza con esas botellas de whisky que el tipo cuidaba más que a su madre. Le reventó diez botellas. Primero le dio con una, y después otra, y otra, y otra. Diez botellas le reventó en la cabeza. A mí no me importó porque no tomo whisky, no puedo. El whisky me da diarrea. Prefiero un patero. Tranqui. Un vasito, dos vasitos, si no estoy trabajando. Si no me duermo y hago cagadas. Cuando trabajo, nada de chupi. Después inventaron lo del choque. Acá no puede chocar un auto con un camión porque los camiones no pasan por estas rutas. Camionetas, puede ser. Pero camiones, nunca. Le reventó la cabeza a botellazos, le desparramó los sesos por todo el camino. Y ahora hay que limpiar todo. Juntar los sesos, los pedazos de hueso, los ojos, la sangre, todo. El patrón quiere que todo quede bien limpito. Muy limpito. Por ahí lo limpian los municipales. Que no hacen un carajo en todo el día. No es laburo pa’usté. A usté lo tengo que llevar a donde me dijo el patrón. No me haga problemas, quiere. Vamos y de paso lo saluda al cura que también lo está esperando. Si quiere, se confiesa y él le perdona todo lo malo que hizo en su vida.
El Limpiador no tenía oportunidad de desobedecer. Su rara habilidad de aparecer y desaparecer sin que se supiera cómo, no funcionaba en ese lugar y momento. Estaba a merced de los dos mastodontes. No había nada de que extrañarse. Después de todo, sabía que aquellos hombres, él, los cinco detenidos, la obsecuente jueza, todos, no eran más que engranajes menores de una maquinaria clandestina que gobernaba el negocio de la trata. Una maquinaria que podía deshacerse de cualquiera de ellos y que su desaparición no mereciera ni unas pocas líneas de un periódico barrial. Así fue la suerte final de El Hombre de Hojalata, sus sesos rociados con costoso whisky y desparramados en el desolado camino de tierra. O el incierto destino de El Mago de Oz, pasando de una penitenciaría a otra, de un calabozo a otro. Él era insignificante en el universo inmoral de aquella trama. Su padre le hubiese recitado “Non ragioniam di lor, ma guarda e passa”. Apenas uno de tantos ignavi que tratan de aparecer no comprometidos con la empresa a la que sirven, sino como meros instrumentos de otros.
Los tres hombres subieron al automóvil. Cándida, por la ventanita del rancho, los observaba. Los tres repararon en esa mirada. Por los fondos, la cabeza de Zurita se asomaba, observando también a los tres forasteros. Más allá, el viejo cadáver los contemplaba y todos pudieron apreciar la cínica sonrisa del muerto. Pero lo que los hombres no podían ver, era el averío que había salido de algún escondite cercano y que observaban al automóvil detenido a metros de ellos.
Que Cándida los observara con esa mirada torva irritó a los matones. El que estaba al volante, descendió del auto y encaró a la vieja que permanecía impasible tras la ventanita.
—¿Pasa vieja, qué mierda mira? ¿Le debemos algo? —Cándida no respondió la pregunta. Luego señaló los pollos rojos. El hombre viró para observar a dónde Cándida apuntaba. Sonrió relajado. Para el tipo, esa bandada de aves no significaba nada. Pollos pequeños con mirada idiota. Nadie tenía en valor la inteligencia de un pollo, aunque esta no fuera inferior a la del pobre tipo. La vieja le hubiera advertido de su error, pero dudaba que cualquiera de los dos matones comprendiera la gravedad del mensaje. No así del Limpiador, de quien reconocía una capacidad natural para captar mensajes sutiles que la naturaleza de todas las cosas enviaba a cada instante.
—Doña, me llevo algunos pa’el estofado. —Cándida no dejó de mirar al hombre. Pitó con fuerza su pipa y reavivó la pequeña brasa que quemaba el tabaco.
Desde el automóvil, su compinche le gritó que volviera, que no perdiera más tiempo con aquella anciana. El hombre buscó con la mirada a los pequeños pollos rojos con la intención de llevarse un par, pero estos habían desaparecido sin hacer el menor ruido. Tal vez las aves no eran tan idiotas como él suponía. Por la ventana, algo que solo el Limpiador advirtió, Cándida adquirió un aspecto diferente. Un enigma imposible de descifrar. Lo tomó como un augurio. No pudo eludir cierto sentimiento de resignación.
Emprendieron el viaje en dirección al norte, virando hacia el oeste hasta una vieja construcción en medio de una especie de llanura. Los tipos estaban cumpliendo un periplo tal como se les había ordenado. Se detuvieron a metros de la casona. “Baje, lo espera el cura”, le ordenó el chofer. Obedeció. Aunque los tipos no pudieran apreciarlo, él los estaba estudiando. El comportamiento de ambos revelaba una autoestima inapropiada para alguien que oficia de matón. Era evidente que estaban muy confiados en su fuerza física. No hacían nada por disimular el desprecio que sentían por un hombre al que consideraban insignificante. No es que la situación no alimentara esa falsa apariencia. Considerando el punto de vista de los matones, el Limpiador era un hombre fuerte, pero no podía comparar su condición física con la de ellos. Podía asegurarse que resultaba ante ambos insignificante. Una araña negra hembra puede pesar apenas un gramo y no superar unos pocos milímetros de tamaño, pero su veneno es quince veces más letal que el de una víbora de cascabel. A los ojos de un ignorante, la viuda negra parece insignificante, pero resulta hasta letal si lograr inocular a un humano su potente veneno.
El desprecio de los matones por el Limpiador no se basaba en la apariencia de su cuerpo, en la suposición de una fuerza mucho menor a la de ellos. Consideraban que no era peligroso porque se trataba de un servidor que se dedicaba a limpiar los restos de un homicidio por encargo. Aunque se tratara de la limpieza de un crimen muy espantoso, un espectáculo que muchas personas no soportarían ver, no había comparación posible entre un verdugo y un limpiador. Una cosa es ejecutar a una persona y otra muy diferente deshacerse de un muerto. Estaban seguros de que, al final del recorrido que se les había ordenado, no deberían tener inconveniente alguno para retorcer el pescuezo del Limpiador hasta romper la glotis, incluso aplastar la médula y fracturar las vértebras cervicales. Esa era su orden: estrangulamiento, muerte por asfixia. Nada de balas, nada de navajas. Ahorque. Un asesinato fácil de cometer y que no deja demasiado fluidos en la escena del crimen. La víctima puede que se orine o incluso defeque al morir, porque su cerebro y su sistema nervioso dejaron de comandar las acciones voluntarias e involuntarias. Más nadie husmearía lo que ocurrió con el ajusticiado, ni buscaría evidencias donde el crimen. La buena jueza se ocuparía de todo.
El Limpiador podía parecer un ser humano algo débil, o, por lo menos, débil en relación con la fuerza bruta de ambos. Pero esa era una consideración equivocada, porque estaba basada en la más completa ignorancia. No conocía ninguno de los dos las habilidades de su supuesta víctima. Era muy probable que, a diferencia del Limpiador, los hombrones no hubieran tenido una infancia tan ruda como la de él. Podía mostrar cada una de las cicatrices que conservaba de aquellas lecciones impartidas a garrotazos por su severo padre. Eso sin considerar las incontables palizas que su hermano mayor le propinaba sin motivo alguno. Palos y más palos. Golpes por todo el cuerpo. Luego, hambre, frío por noches enteras, diarreas provocadas por esas purgas repugnantes que prepararon la purificación para transformarse en una especie de sacerdote que atiende los despojos de quienes fueron asesinados por razones que a él nunca debía interesarle. Tanto castigo corporal y espiritual lo había vuelto insensible. El Limpiador podía ser diagnosticado con analgesia en la carne y en el alma. Y esa era una extraordinaria ventaja sobre cualquier otro ser humano. La analgesia le daba la seguridad de que, ocurriese lo que ocurriese, el dolor no sería un condicionante en su comportamiento. Podían someterlo a cualquier tormento en el que él no manifestaría dolor alguno. No pediría piedad, porque no lo precisaría. Él sí podía ser un verdadero hombre de hojalata, sin corazón, sin terminaciones nerviosas que provocaran dolores tan intensos que lo podían hacer vacilar en sus tareas. No bebía whisky, a diferencia del muerto. No bebía alcohol ni una gota, no fumaba, no se drogaba, no ingería barbitúricos ni ninguna droga química. No tenía vanas ilusiones ni frustrantes expectativas. Así que todo para él se reducía a esperar el momento oportuno para escapar de una posible desgracia. Se trataba de algo tan sencillo y rápido como degollar a uno de esos pequeños pollos rojos que hurgaban la tierra donde Cándida. Bastaba un buen instrumento y una rápida acción con movimientos certeros. Perforando con alguna punzante las arterias del cuello para que los dos tipos se desangraran y fueran a dar al mismo pozo sin fin en el que arrojó a los dos aquellos dos personajes por los que los matones lloraban. La flora y la fauna de aquella fosa se nutrirían de muy grandes cantidades de proteínas humanas.
Entró a la casa seguido de los matones. El lugar no era una iglesia, pero estaba ornamentado de tal manera. Un crucifijo de regulares dimensiones estaba al fondo del amplio salón en el que una mesa cubierta con un mantel roñoso, simulaba un altar. Luego, solo sillas dispersas, sin ningún orden.
Supo del cura, pero no lo conocía en persona. Meras habladurías. No lo sorprendió el aspecto miserable del tipo. Su sotana estaba manchada, parecía sangre seca, y hedía como alguien que hacía días no se bañaba.
Junto al sacerdote, un hombre, mejor presentado. Ropa limpia, rostro despejado, afeitado al ras. Había un ruido latoso que llegaba de afuera. Era un ruido molesto. A metros de esa casona, una procesión de viejas ciegas tocaba unas campanas baratas que sonaban a lata. El Limpiador no podía verlas desde la habitación que simulaba una capilla humilde.
—Dios lo bendiga. ¡Qué bueno volver a verlo por estos pagos! —El cura le habló como si lo conociera desde tiempo atrás.
Había estado en ese villorrio solo para una limpieza. Salvo Milton y El Hombre de Hojalata, nadie lo había visto, nadie lo conocía. No recordaba al cura. Si en alguna oportunidad se hubieran tratado, no tenía dudas de que no habría olvidado esa cara. A su lado, el hombre bien acicalado, pero de aspecto vulgar, parecía abstraído del momento. Sus ojos miraban al techo, donde, por un tirante algo podrido, una rata iba y venía sin detenerse. El golpecito de sus uñas contra la madera podrida al corretear, hacían un sonido apagado que imitaba el tamborileo de un gnomo en un pequeño tamborcito.
—Si no me equivoco, no nos conocíamos.
—¿Quién lo sabe?—respondió el cura.
—¿Para qué me han traído aquí?
—Simple curiosidad. Más que mía, del amigo. —El cura señaló a Artemio, el comisario.
—¿Y ese quién? No lo conozco.
Sin dejar de seguir las corridas de la rata por el tirante en el techo, Artemio dijo: “Soy el comisario del pueblo. Yo sí lo tengo visto”.
Sabía que el tipo debería estar preso. Recordaba perfectamente los nombres de los cinco detenidos por la jueza. No se sorprendió al verlo junto al cura. Conocía de sobra los mecanismos que operan para simular la detención de un policía que, al cabo de unos pocos días, es confinado en un lugar seguro y muy alejado de un calabozo.
—Entonces, ¿qué quieren?
—Queríamos conocer en persona al que se deshizo de los cadáveres de los jóvenes que enfrentaron a El Hombre de Hojalata. —El sacerdote respondió sin alzar la voz.
—¿De qué les serviría conocerme?
Ni el cura ni el comisario respondieron a esa pregunta.
—¿Sabe por qué los torturaron y mataron? —preguntó Artemio.
—Por el asunto de ese niño que se habían llevado.
—¿Finn? ¿Por Finn?
—Sí, por su puesto. —afirmó el Limpiador.
Los tipos rieron a carcajadas. El ruido de sus risas se mezcló con el sonido latoso de las campanas baratas de las viejas ciegas que se acercaban a la casa con sus cantos lacrimosos.
—Nunca, a nadies le importó lo del pendejito. ¿Sabe cuántos de esos pendejitos van y vienen en estos pueblos? Pendejos, pendejas, varía el mercadeo. ¿Sabe cuántos se compran y se venden como baratijas? Valen menos que una latita e’cerveza. Una estampita de este cura es más importante que esos mocosos. Viene un tipo y dice: “deme esa”, y la lleva, como a una bolsa de papas.
—Mandarinas —le corrigió el cura.
Artemio siguió hablando de la desaparición de Finn.
—A Finn nadies lo busca ya, ni lo buscará. Se acabó el circo, ¿sabe? El porteñaje ya se marchó, hicieron su negocio y se fueron, che, como ratas por tirante. Igual que esta que va y viene porque se volvió loca, pobre rata. —Con total cinismo habló Artemio de la desaparición de Finn—. Las únicas que siguen con el asunto son estas viejas e’mierda que joden con sus rezos por el pendejito. ¡Pero si ni siquiera le conocieron la jeta, a ese! ¡Son todas ciegas! Joden porque no tienen ni mierda que hacer. En la casa no les quiere nadie, las echan pa’que no embromen. Están al pedo. ¡Qué quiere que hagan estas viejas ciegas más que joder tocando las campanitas de porquería y rezar y rezar! Y a la monja esa, hace rato la mandaron donde no joda.
—Uno de estos tipos que me trajeron dijo que con los varoncitos aquí nadie se mete.
—Habla de lo que no sabe. —dijo Artemio.
—O no quiere saber —acotó el cura.
—Puede ser, padre. De todos modos. ¿Qué quiere que digan esos dos mastodontes? Solo obedecen, no piensan.
—Lo del pibito lo planeó el ministro. —Explicó el sacerdote—. Yo me asusté mucho, Dios podía enojarse. La ira de Dios es de temer. Tratamos de que nada se note, de que nadie se entere. Todo fue difícil.
—¿El ministro qué?
—El ministro pensó todo esto. Un escándalo nacional. El ministro estaba seguro de que todo el porteñaje se vendría al humo. Dijo algo así que ustedes son como los carroñeros y ayudarían a limpiar la mugre.
—Comemierdas, dijo.
El cura se persignó varias veces.
—Algo así. Y que todos ustedes lo ayudarían a ganar la soberanía del negocio.
—¿Y el nene? —El Limpiador no pudo evitar preguntar por Finn.
—Y el nene, qué sé yo. ¿Usted no dijo que era una cagadita?
—Calculé el peso. No dije que era una cagadita.
—Si lo prefiere, está bien.
El Limpiador se sorprendió por el relato que estaba escuchando. “¿Y entonces?”, dijo solo por decir algo.
—Y entonces nada —le dijo el cura—. Usted merecía saber algo de todo esto.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Porque es el último. Después de usted no quedará cabo suelto. ¿Quiere confesarse? ¿Quiere comulgar?
El Limpiador tomó aquello como una broma.
—¿Y con El hombre de Hojalata qué pasó?
—Lo mató su chofer. No era nada personal. Trabajo. Las cosas de las que es capaz una persona si se le explica bien lo que tiene que hacer. Además, ¿quién rechaza un buen trabajo en esta época de crisis? Mensaje para El Mago de Oz. ¿Lo habrá entendido? Ve que no se puede confiar en ninguno de ustedes. El chofer de su mago mató al componedor de su mago. ¿Ve lo que le digo?
—¿Y yo cómo entro en este baile? —dijo el Limpiador.
El cura se persignó nuevamente. Luego dijo: “no cómo entra, porque ya entró, sino cómo sale”.
—¿Y cómo salgo, diga usted?
—Muerto. Dignamente, claro. Nos gusta la dignidad en la muerte.
—¿Ustedes me van a matar?
El cura se persignó repetidas veces. Artemio ni se mosqueó.
—No, hijo de Dios —dijo el sacerdote—. No somos homicidas. Defendemos la vida desde su concepción. Solo queríamos verlo, conocerlo. No siempre podemos ver a gente importante.
—Ya me han visto. ¿Qué debo esperar?
—Nosotros no disponemos. Ya se sabe, uno propone y Dios dispone. —Quien se persignó en esa oportunidad, fue Artemio. El cura abandonó el salón y Artemio lo siguió de cerca.
Para el Limpiador, el encuentro con el cura y Artemio no tuvo sentido. Tal vez nada tuviera sentido. Alguien que se lo puede exhibir como una rareza, una deformidad digna de ser apreciada antes de morir. Alguien que fue obligado a regresar a ese pobre villorrio, un residuo sin ninguna capacidad de rebeldía. Pero un Limpiador no es una curiosidad, ni un espécimen atractivo. No tiene historias increíbles que contar de cómo mató a un desgraciado. Solo limpia, se esmera en dejar todo impecable y eso no tiene nada de extraordinario.
El Limpiador era ya una anomalía, una rémora del pasado próximo. Si era cierto lo que el cura le dijo, El Mago de Oz estaba acabado, y la suerte de quienes a él sirvieron no tenía por qué ser muy diferente. Lo más que podía esperar era que esos dos matones de rostros abigarrados lo adoptaran como su mascota. Cadena y bozal para garantizar su sumisión. Destino amargo para un conocedor del Dante, permanecer entre propios orines y heces jugueteando con un fémur humano, esperando la muerte.
Se lo dijo el mastodonte: «sin cabos sueltos». Él y Milton estaban sentenciados. La suerte del chofer traidor no le importaba. Se la merecía. Él, en cambio, esperó siempre tener otro final.
Por primera vez sintió que no era más que una sustancia no mayor a veintiséis libras y media. Quien había calculado la dimensión exangüe de un niño que debía descartar, podía reconocer en su intimidad no sentirse más que esa modesta cantidad de carne, sangre, huesos y lágrimas.
¿Cuánto pesa la angustia? Veintiséis libras y media. ¿Cuánto pesa la desgracia? Veintiséis libras y media. ¿Cuánto pesa la locura? Veintiséis libras y media. ¿Cuánto pesa la muerte? Veintiséis libras y media. Lo que fue apenas una estadística escrita en una libreta de apuntes cuando lo convocaron para esa limpieza, adquirió una densidad brutal en ese instante. Las medidas sajonas revelaban un sistema ético que ya no se calculaba, se padecía. Comenzó así su resignación, a preparar el ánimo para el momento crucial de su homicidio.
El que oficiaba de chofer le dijo que también querían conocerlo el milico y su esposa. Lo exhibían como a un animal de circo. Con Ramón y Ava/Eva sería el próximo encuentro.
El energúmeno se cuidó muy bien de hablar de Ramón. No hizo ningún comentario sobre el militar. De Ava/Eva no ahorró palabrotas sobre su cuerpo. Las vulgaridades sobre la mujer le parecieron de muy mal gusto. Él no se interesaba en las formas de la vulva o el tamaño de los pezones de los cadáveres de las mujeres que debió desechar luego de la ejecución. No había nada erótico en aquello. Un descarte es solo eso, limpieza. Nadie ve en un cadáver la armonía de una escultura, la gracia de un óleo, el encantamiento del sexo. Ve sangre, carne cortada, huesos partidos. Nunca tuvo el menor interés en regodearse en la desnudez del cadáver de una mujer. La necrofilia le resultaba un hábito nauseabundo. Pero el tipo insistía con comentarios repugnantes sobre Ava/Eva. No era que la detestaba, ni siquiera que la deseaba. Repetía frases vulgares porque eso lo satisfacía. Su satisfacción estaba en su vulgaridad. Y cuando el tipo comparó una parte de la anatomía de la mujer con un círculo imperfecto, se le presentó la idea de que aquella recorrida a la que estaba siendo guiado por los matones, no era sino una forma de peregrinación por los círculos de su propio infierno, muy alejada de algo poético y espiritual. Era su propia selva oscura a la que nunca imaginó recorrer como lo estaba haciendo. Metáfora de su propia decadencia. Transitaba de un mundo a otro. Ese tránsito era una epifanía del absurdo. De las propias entrañas de La Ciudad Esmeralda, surgía El País de las Maravillas, donde todas las fantasías serían satisfechas. Un país donde lo que más iluminaba era la oscuridad completa.
Círculos de los pecados y los pecadores. Limbo, lujuria, gula, avaricia, ira, pereza, herejía, violencia, fraude y traición. Círculos que tenían inscriptos en sus frontispicios los nombres de Artemio, el cura, Cándida, Poncio, Ramón, Ava/Eva, Prudencio, Oroño, Ladina y el propio. En letras de molde «Limpiador». Capas de inmundicia, de maldad, que él estaba reconociendo en ese viaje. Capas a la que se fusionaba disolviendo su propia humanidad en un menjunje indecoroso.
Cada capa, cada círculo, revelaba más y más de la condición humana. Era una forma de la pedagogía del horror, una interpelación del infierno. Y en el último círculo, estaba seguro, lo esperaría el gobernador, acicalando sus largas antenas. El nuevo mago del país de las maravillas, envuelto en su dura coraza, exhibiendo su anillado vientre y agitando sus largas y espinosas patas.
Llegaron a un lugar no demasiado lejos de donde partieron. De aquel simulacro de iglesia a ese reducto, no habría más de dos o tres kilómetros que recorrieron en el automóvil casi a paso de hombre. La construcción no era muy diferente a la antesala de la comisaría del pueblo. Tal vez más chica y más oscura. Sucia. La puerta de entrada era algo pequeña. Los matones apenas pudieron atravesarla con esfuerzo. El Limpiador, que fue el primero en ingresar al tugurio, no tuvo que esforzarse para entrar. Tan pronto como ingresaron, a no más de tres o cuatro pasos, se encontraron con Ramón y Ava/Eva que llevaban máscaras. Ocultaban su rostro de los visitantes.
Uno de los matones no pudo contener la risa al verlos.
—Ni que fuera carnaval. —Dijo casi a los gritos. Esperó que Ramón y su mujer le recriminaran la burla. Pero ellos evitaron hacer algún comentario.
Uno de los matones dijo:
—Acá les traje al tipo que querían conocer. No me hagan perder el tiempo, quieren. Tengo que llevarlo donde el jefe.
El hombre y la mujer rodearon al Limpiador. Dieron varias vueltas a su alrededor, descubriendo sus formas, pero, sobre todo, su olor. ¿Cómo huele un Limpiador? ¿A muerte? ¿A sangre? ¿A podredumbre? Ese perfume singular que suponían debía tener quien hace desaparecer cadáveres, era lo que más los intrigaba en ese momento. El Limpiador se mantuvo inmóvil a pesar de lo incómodo que le resultaba ser auscultado de esa forma poco gentil. No comprendía las razones de ese encuentro con el matrimonio y las de esa especie de danza ritual a su alrededor.
—Usted era quien iba a limpiar las veintiséis libras y media. —Dijo Ramón sin alzar la voz, casi con dulzura.
—Es mi trabajo. No elijo, me eligen.
—En cambio nosotros elegimos para otros. Piden y concedemos.
Dio la espalda al Limpiador. Miró hacia el cielorraso. Esperó unos segundos para hacer esa pregunta que tanto lo inquietaba.
—¿Por qué alambre para enfardar?
Que el hombre mencionara lo del alambre de enfardar lo sorprendió. Nadie, salvo él, sabía de esa decisión. Se esforzó en recordar si había cometido alguna infidencia, que por una distracción hubiera revelado cuál sería el procedimiento para la limpieza. Estaba seguro de que tal cosa nunca había ocurrido. No solo era un hombre reservado, era muy cuidadoso de todo lo que tuviera que ver con su trabajo. Así que, comprendió, no había otra conclusión posible, que todo el tiempo había sido rigurosamente controlado. Un poderoso ojo del gran hermano sobre su cabeza todo el tiempo, y él tan creído.
Con seguridad siempre había sido así, aunque él, durante años, haya creído lo contrario. Se sintió más ridículo que en cualquier otra oportunidad. Creía vivir en una perfecta clandestinidad. Estaba sorprendido por el comentario sobre el alambre de ese hombre al que no conoció hasta ese momento. Respondió a la pregunta sin abundar en detalles. Una respuesta formal, solo para disimular su desencanto.
—Cada uno debe decidir cuál es el mejor instrumento, la mejor herramienta para hacer bien un trabajo correcto. Además, es un método barato. Unos cientos de gramos de alambre son suficientes.
Ramón no comprendía cómo unos cuantos gramos de alambre podían asegurarle un trabajo prolijo. Sabía del fuego, del fondo de los ríos, de los pozos profundos, de los cerdos. No solo lo sabía por comentarios, lo había visto y en más de una oportunidad había compartido esas tareas. Los grupos de tarea obligan a todos a participar de todas las acciones. Búsqueda, captura, tormentos, ejecución, limpieza. Sabía de qué hablaba. Pero no imaginó deshacerse de una mercadería ovillando veintiséis libras de carne con alambre para enfardar.
Los matones eran indiferentes a esa conversación. Los tres desgraciados le parecían patéticos hablando de cosas del pasado. Para ellos no eran más que unas marionetas grotescas que creían haber tomado decisiones en libertad. ¿Libertad? Nadie es libre en esa provincia. El libre albedrío era solo un eslogan que algunos cientos de crédulos repetían como palabra santa. Nada más alejado de la realidad. Para ellos, ese encuentro era un divertimento del patrón. Jugaba a ser generoso, a parecer piadoso antes de deshacerse de alguien. Esperaban que la charla acabara pronto, para seguir el viaje al último lugar al que debían dirigirse.
Ava/Eva no hablaba. Desde que el Limpiador llegó, se quedó a su lado, muy cerca. Rozaba su cuerpo con el de él. No era un roce erótico. Ni buscaba dar algún mensaje con ese contacto. Luego, de manera imprevista, empezó a tocar con la yema de sus dedos el rostro del Limpiador. Descubría las formas de sus ojos, su nariz, su boca. Como si fuera una ciega descifrando el aspecto del visitante.
—¿No tuvimos en cuenta cómo se iba a comportar la niña? —dijo Ramón—. ¿Fue nuestro error? —Siempre hay sorpresas en este negocio. —No iba a repetir lo que el cura le había revelado del ministro.
—Tal vez. No sé, tendré que pensarlo mejor. Nos distrajimos con chucherías. —Los matones no pudieron contener la risa. Pero no hicieron comentario alguno.— La Virgen, por ejemplo. No había ninguna razón para regalarle a esa vieja una Virgen.
El Limpiador no supo disimular su sorpresa por lo que había oído.
—¿Usted cree que estamos acá encerrados porque regalaron una virgen de yeso a una vieja?
—Por qué no, hombre de poca fe. Demagogia pueblerina. Si vas por los pueblos regalando vírgenes y cosas del santoral, te creen santo. ¿Me comprende, señor? —El Limpiador movía negativamente su cabeza en señal de desaprobación.
Usted no conoce estos pueblos. Gente bruta. Gente pobre. Supersticiosa. La religiosidad nos otorga mucha información. Nos hablan de sus hijos, de sus hijas, de sus carencias. Como en una vidriera vemos las mejores mercaderías y hasta podemos suponer un precio. Además, sepa, no faltan quienes ofrecen la mercadería de buena gana. Dinero. ¡El dinero! El dinero todo lo puede. La gran descubridora es ella. Conoce el mercado como nadie. Ahora no habla. Prefiere mantenerse en silencio. Es lógico. Vive deprimida, muy triste. Ni siquiera llora. Calla. Era una rubia esbelta y ahora es un bagallo. Demacrada. Morocha. Flácida, sin gracia. Pero era quien mejor ojo tenía. Sabía elegir las mercancías correctas. Tamaños, curvas, olores. Olores. No hay nada más sugerente que los olores de la mercadería. La transpiración, las humedades, incluso las suciedades. Nuestros clientes exigen más que aspectos sugerentes, bonitos cuerpos, deseables curvas, olores cautivantes. Son adictos a la dopamina. Es el reino de las feromonas.
—Miré, yo no sabré de vírgenes de yeso, pero sé de este negocio. Creo más bien que ustedes la cagaron con la venta. Vendieron una pendeja y no tenían arreglada la captura.
Ramón escuchó esas palabras con calma.
—Circunstancias del negocio. Subestimamos a la niña, a los caprichos del nene, a la delicia de las mandarinas. Además, Poncio fue un completo idiota.
—Todo mal. Mucho uniforme, muchos celulares, pero todo mal. —El Limpiador estaba realmente enojado.
Compartía con los matones el deseo de abandonar a los enmascarados. Los gigantones, por lo bajo, repetían “vayámonos de una vez”. Y hacían muecas graciosas, burlándose de Ramón y Ava/Eva, faltándoles el respeto sin disimulo.
El Limpiador hizo que la conversación terminara en ese momento. Ya no soportaba que la mujer le refregara su rostro, hurgando sus ojos, su nariz, su boca. “Es tiempo de irnos”, gritó. Los matones consintieron y, tomándolo de los brazos, emprendieron la retirada.
El Limpiador y los matones volvieron al auto. Cada uno tendría sus propias preocupaciones. Difícil saber qué pensaba cada uno de todo aquello. Una luz difusa iluminaba sus rostros que adquirían aspectos diferentes a cada momento. A los matones, el estropicio de nariz, boca, ojos y orejas, adquiría un volumen exagerado, tal vez producto de esa luminiscencia extraña. En cambio, el Limpiador conservaba un rostro apacible, demasiado para quien sabía a ciencia cierta que el último destino de ese viaje era su muerte a manos de alguno de aquellos dos adefesios.
El Limpiador, con seguridad, buscaba por donde escapar. Salvar el cuerpo era lo único que importaba en ese momento; el alma ya estaba perdida. Aunque en muchas oportunidades el hombre consideraba que Dios no podía ser demasiado severo con él. Después de todo, lo suyo hasta ese momento era solo limpiar lo que otros enchastraban. Nunca la sangre fue vertida por él, ni trozó vivo a un desgraciado, ni abusó de niños ni mujeres. No era un santo, nunca se lo preparó para ello, pero podía recitar pasajes enteros de la Divina Comedia que su padre le había obligado a memorizar. Eso debería ser tenido en cuenta el día en que fuera juzgado por los tribunales celestiales. ¿Cuántos hombres en este inmenso planeta son capaces de recordar los versos de La Divina Comedia? Pocos. Definitivamente pocos. Pocos son los que leen hoy al Dante y mucho menos quienes lo pueden recitar. Y a él no le preocupaba en lo más mínimo que alguien le gritara por la calle ¡ahí va el que recita para muertos y demonios! Porque, consuelo al fin, eso le indicaba que algún desconocido, por una razón inexplicable, compartía con él las angustias místicas de la divina comedia que a fuerza de garrotazos, había aprendido en su primera juventud.
Los matones parecían solo preocupados por cumplir con lo que se les había ordenado. No los delataba ningún comportamiento extraño. Eran autómatas, caminaban guiados por una fuerza oculta que los hacía ir y venir con la poca gracia de unos espantapájaros amorfos. Lo hacían sin prisa y no apuraban a su prisionero. Se mantuvieron en silencio. Apenas algunas señas entre ellos que el Limpiador no alcanzaba a comprender. Es que ese remolino de carne en sus caras, que adquiría más deformaciones bajo los efectos de esa pálida luz cenital, resultaba un morse incomprensible para quien, como el Limpiador, no había tenido ningún trato con los tipos hasta ese momento. De todos modos, no tenían mucho que decir. ¿De qué podían hablar esos dos matones que no fuera de las órdenes que habían recibido y de cómo cumplir su cometido? En ese instante, todo se reducía a llevar al forastero al destino que les indicó el ministro.
Ellos conocían de sobra al ministro, era de quien recibían las órdenes. Al gobernador nunca lo habían tratado en persona. Cuando eran convocados por la autoridad, se comportaban como verdaderos zánganos. Más no tenían nada en común con los sementales de la colmena, los desgarrados amantes de la abeja reina. ¿Ellos eran llamados a recolectar el néctar de las riquezas? No. Habían sido declarados inhábiles para ello. El néctar del poder estaba reservado al gobernador, su séquito, y algunos invitados muy selectos.
Tal como los zánganos, eran incapaces de cuidar las descendencias, que no era sino el capital humano que redituaba en riqueza. El ministro muchas veces comparaba a las niñas y niños con larvas y a ellos con los zánganos incapaces de cuidarlas. “Ustedes no están para esos servicios”, así los descalificaba cuando se trataba de buscar y trasladar la mercancía con la que calmaba su libido el señor gobernador y sus invitados.
Tal vez no debían ser comparados con zánganos, sino con moscones. Zumbando alrededor de algún funcionario público de menor jerarquía, alrededor de toda la inmundicia que abunda en los pliegues del poder.
Llegaron a destino. El viaje fue breve, aunque al Limpiador se le hizo extrañamente prolongado. Su viaje solo era medible en dudas, no en millas. A medida que sus dudas crecían, el tiempo se deformaba, describiendo una alegoría circular. El tiempo orbitaba alrededor de sus dudas. Así orbitaba Glisoría alrededor de su delirio. Esas órbitas se tocaban accidentalmente. Describían sus propias elipses. En medio, un agujero negro donde desaparecía el amor.
La arquitectura del edificio al que habían arribado era vulgar; sin embargo, le pareció una construcción poliédrica. La distorsión perceptiva del tiempo, el espacio y la arquitectura, podía resultar en el inicio de una forma ritual de prepararse para el encuentro definitivo con el gobernador, antesala de su muerte. El ministro era, a su parecer, apenas un mayordomo; tinta de barro el color de sus ojos, fermentando un sirviente bajo la ojerosa piel suicida. Era quien debía guiarlo ante el amo feudal de aquellas tierras a través de una fracción del tiempo, una fracción de esa anomalía singular que se aproximaba cada vez al punto negro del que surgían los ángeles vencidos.
A pesar de sus dudas, atravesó la magnífica puerta de entrada. Bajo el gran arco decorado con elementos de orden dórico, el portal invitaba a seguir unas huellas imperceptibles. Huellas de niñas, de niños, ánimas en la hostil tierra oscurecida. Huellas que aparecían y desaparecían mientras un bermejo gatillo se deshacía de ellas una por una bajo la atenta risotada de esos dos mastodontes que aparecieron de la nada, que conservaban ese rictus idiota que detectó apenas los conoció y el que nunca los abandonó.
Al final del túnel en penumbra, los sonidos de las liturgias de los pederastas clandestinos sonaban con idéntico ruido al de que aquellas campanas de latón que las viejas ciegas hacían sonar mientras caminaban en procesión hacia la nada. Y de algún lugar imposible de identificar, resonaba la misma pregunta que acosó el villorrio desde el inicio de la tragedia que enloqueció a Grisolía y por la que Poncio acabó con su vida al ahorcarse usando el dulce mandarino de cadalso: ¿dónde está Finn? ¿Dónde? Ya nadie busca al niño. El recuerdo lo devoró como la fauna y la flora del pozo devoró los cadáveres de los jóvenes que desafiaron a El Hombre de Hojalata. Finn ya no es la providencia de una letra, ni el trozo de una lágrima. No es nada. Todo lo que queda es el silencio enfermo de los cómplices.
Unos pasos al frente fueron suficientes para observar sobre un listón lleno de arabescos a los cinco detenidos que permanecían casi inmóviles, suspendidos en medio de una violácea bruma que los deformaba. Una voz implume se dirigió a ellos y dijo: “no valen nada”. El que llevaba uniforme militar, estaba algo apartado del resto. Descubrió a Ava/Eva tras una escafandra cerosa muerta su mariposa blanca. Muerta. El único que celebraba era un hombre que agitaba una botella de un tamaño descomunal. No podía ser otro más que Milton, y esas máculas bermejas que adornaban el botellón eran, con seguridad, lo último reconocible que quedaba de El Hombre de Hojalata.
Iba a intentar unas palabras, pero la voz lo interrumpió de manera enérgica.
—No está aquí para hablar. —No iba a desobedecer—. Las ruinas que ve al fondo de nuestra oscuridad son lo poco que queda de La Ciudad Esmeralda. El Mago de Oz está acabado. Yace en un calabozo de mala muerte tras los muros impenetrables de otra cárcel. Todo nace y muere en un instante. Somos un país de cosas efímeras. La gloria es pasajera, la victoria accidental; Balderrama se ha apagado.
Lo he traído hasta aquí, al reservorio de nuestros placeres, para que sea testigo del establecimiento de El País de las Maravillas. Aquí el placer brota como el agua de los manantiales. Todo lo que un hombre o una mujer desee, le será provisto a cambio de una modesta fortuna. El placer es la condena que aquí se celebra como nacimiento.
La voz no tenía rostro. Solo una delgada línea filiforme ondulaba suavemente a poca distancia de su cuerpo. Lo auscultaba, lo percibía, captaba sus emociones. Descubrió entre las sombras al ministro que acicalaba a otra sombra filiforme. Con pasmosa tranquilidad la acariciaba y daba lustre, echando unas pequeñas partículas de luz que se desvanecían a poco de elevarse. Cuando la oscuridad se fue desvaneciendo, y las ondulaciones filiformes se retiraron, surgió el humo de la pipa de la vieja Cándida que el ministro disipaba a manotazos. Y ya no había dos órbitas, sino tres. En una describía su elipse el humo de la pipa que se condensaba hasta volverse una pasta sinuosa y plomiza. El viejo cadáver, algo retirado, sonreía descubriendo su dentadura podrida, pero conservaba una prudente distancia de la vieja, temeroso de ser arrastrado por esa vigorosa elipse.
El Limpiador quiso preguntar por el nombre del niño, pero ya no pudo. ¿Él también lo había olvidado por completo? No fue que le preocupaba qué habían hecho con él, pero le interesaba conocer el final de esa historia. Se convenció de que olvidar era lo mejor. El olvido era la ofrenda al nacimiento del país de las maravillas, en el que comer carne humana, era una ley no escrita pero aplaudida. No supo si fue Cándida o el viejo cadáver quien habló. Al fin nada importaba. Que hablara uno u otro daba exactamente lo mismo. Detrás de la vieja, Zurita se asomaba con su vientre desnudo, enorme, como si estuviera a punto de reventar. El nacimiento prometía su propio amanecer. ¿Será varón? ¿Será niña? ¿Cómo saberlo? Había que esperar la parición. En El País de las Maravillas, aguardarían sin apuro el alumbramiento. Luego celebrarán. ¡Niña! ¡Niño! Y tasarían la carne más allá de su peso. Los condenados, incluido el traidor de Milton, serían consumidos por pequeñas larvas capitales, hasta que de ellos no quedara ningún jugo humano. Alimentarían con sus pecados todas las aberraciones en El País de las Maravillas.
El enorme insecto sabía que no acabaría como Samsa, seco, volcado sobre su rígido caparazón oscuro. No lo mataría una pequeña y lustrosa manzana roja arrojada con fuerza. Eso lo llenaba de satisfacción. Gobernaría por muchos años más. Primero lo haría él y luego su descendencia. Brillosas ootecas esperaban, arropadas en sombras y humedales, el momento de sus nacimientos. Su plástica esposa, sus melifluos hijos, se ocuparían de cuidar las crías hasta que sus fortunas fueran incalculables. Y estaba el fiel ministro, que lamería sus antenas para acicalarlo mientras le hablaría dulcemente de aquella niña, la de los pequeños senos, de pie ante el escenario al que estuvo subido, y desde donde no dejó nunca de observarle los delicados pechos.
Al final de la oscuridad, el letargo de Glisoría sonaba igual que aquellas latosas campanas de las viejas ciegas que nunca pudieron dejar de caminar hacia la nada, buscando lo que casi todos habían olvidado por completo y que ellas recordaban con sus repetidas disonancias. Todo estaba por acabar. Fue lo que prometieron cuando su partida. Con la cabeza vuelta hacia atrás, el Limpiador no podía sino mirar al pasado. Y en él, aunque nunca antes lo hubiese descifrado, estaba su futuro establecido en unas escrituras singulares que una de las viejas ciegas leía, para su asombro, sin detenerse. Era mucho más que lenguaje: era espacio, ritmo y moralidad encarnada. Un lenguaje que la ciega podía pronunciar y él sentir éticamente en su cuerpo.
La identificación como el último cabo suelto del que habló uno de los matones, podía considerarse una verdadera epifanía. Lo que fue ya no sería. Solo quedaba mirar al pasado desfilando ante él en una metáfora irreparable.
Los matones repetían monótonos, “sin cabos sueltos, sin cabos sueltos”. ¿Su sufrimiento fue minúsculo? ¿Cómo saberlo? En segundos, uno de los gigantones le aplastó la garganta y él dejó de respirar.
Víctor Hugo Balderrama, es un pedófilo detenido en una cárcel en Argentina. Fue condenado por reiterados abusos sexuales contra su propia hija. En una reciente redada contra una red de pedofilia internacional, se descubrió que, Balderrama desde la cárcel, dirigía esa red que tenía 70 niños secuestrados para venderlos.
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