Delante de él se extendía la ancha avenida llena de bullicio y remolinos sociales, invitando al caminante a sumergirse en su rica cultura e indagar en la evolución de su historia. Pero él no tenía tiempo para minorías, se decía a sí mismo mientras marcaba el paso apresurado hacia la cafetería Le Madame Rouge, pues tenía cosas más importantes en las cuales pensar.
Cinco o seis años atrás, quizá, hubiese reparado en las diminutas florecillas violeta que crecían entre la adversidad que el negro asfalto y la grisácea acera le ofrecían como hogar; en la pareja anciana de enamorados que compartía risas y cuchicheos como si los años no les pesasen en los hombros y llevasen en los labios la juventud de la vida; en los curiosos peluches de felpa con ojos brillantes que se lucían en el escaparate de una acogedora tienda de regalos; o, incluso, en el grupo de niños risueños, cuyas edades, estaturas y colores de piel eran tan variadas como las flores silvestres en un campo olvidado. En otros tiempos quizá, con menos desasosiego en el pecho y más gracia en la mente, hubiese notado todo aquello. Pero de aquélla alma ligera y juguetona no quedaba más que los vestigios moribundos de lo que una vez fue.
No, ahora era un funesto hombre de traje con un maletín que le pesaba como una montaña por más vacío que estuviese, cuya gracia de la vida se extinguía de sus ojos con perturbadora rapidez a medida que sus labios murmuraban problemas y su mano los traducía al papel con perfecta pulcritud. Irónicamente, según aumentaba la cifra, disminuía su contento. No era más que un cuerpo andante sin consciencia de su entorno, sin admiración por la belleza, con un número grabado en la frente que, aunque muy visible, pocos tendrían la capacidad de captar.
Le Madame Rouge gozaba de una privilegiada posición en la esquina de una de las avenidas más concurridas de Nueva York. Cientos de clientes frecuentaban cada día sus elegantes interiores, cuyas paredes estaban revestidas de madera clara barnizada, con retoques de oscuro metal, maceteros colgantes del mismo color y rebosantes rosas rojas colmando cada esquina del local. Luces cálidas se extendían por debajo del mostrador de oscura caoba, donde se exhibían suculentas delicias francesas, desde un reluciente croissant hasta un suave crème-brulée, así como los bocadillos envinados y los baguetes
cubiertos de glaseado y jalea de frambuesa. Para cualquier mortal, la cantidad exuberante de variadas preparaciones de café hubiese sido demasiado, pero para un amante del oscuro brebaje hubiese supuesto el paraíso. Los candelabros dorados con primas colgantes iluminaban el resto del espacio, dándole un aura sofisticada, como si el aire añejo de los siglos pasados hubiese sido transportado a aquel lugar con toda integridad. El curioso revestimiento del suelo, con cerámicas cuadradas a blanco y negro, intercaladas como si de un tablero de ajedrez se tratase, inspiraba una combinación etérea de las épocas doradas del rock con los tiempos de la revolución francesa.
El hombre del maletín vióse envuelto en aquélla atmosfera apenas cruzó las puertas de vidrio, embriagándose hasta los pulmones del delicioso aroma que amenazaba con adormecerle los sentidos. Era su momento de gloria, cuando todo lo demás desaparecía y únicamente se reducía a la dicha que le producía sumergirse en aquel ensueño. Solo entonces su versión antigua resurgía desde el fondo y se paseaba en su interior como un ave presa que de súbito se ve en libertad.
La animosa aglomeración de personas procreaban un exquisito bullicio a su alrededor mientras se dirigía al frente, donde una joven radiante de belleza le esperaba desde el otro lado del mostrador con su acostumbrada sonrisa y buen humor.
—¡Pero si es nuestro fiel hombre del maletín! —Lanzó la elegante dependienta con su rojiza melena meciéndose alrededor de su semblante—. ¿Es que nunca le deja usted en casa?
—Temo que hablamos de mi fiel amigo, señorita —repuso el hombre con aquella sonrisa que solo la pelirroja conseguía sacarle día tras día, durante el efímero instante de interacción—. No el mejor, tal vez, pero fiel y útil, al fin y al cabo. Recuerde, además, que siempre que voy de paso por aquí es para dirigirme al trabajo.
—Ya podría usted venir pasándose por aquí cada dos por tres, dejarse de prisas y disfrutar un poco de la vida, ¿no le parece?
—Siento tener que decirle que mis únicos días de asueto son, precisamente, los días que este sitio se encuentra cerrado.
Pensativa, la joven entrecerró los ojos cafés y le miró con suspicacia, tratando de resolver el inconveniente dilema.
—No me importaría hacer una excepción cada dos por tres si así consigo que deje de tener tan vacía la mirada —aseguró entonces la dependienta que, además de atender a los clientes, era dueña del mismísimo local—. No crea que no me he dado cuenta, ¿eh? Se le nota en los ojos, no son más que dos pozos vacíos de frío iceberg.
El hombre del maletín no estaba acostumbrado a que su dulce amiga se entrometiese en sus asuntos, por lo que consternado, no supo qué decir de aquello. Para salir del apuro, tuvo que recurrir a la vieja confiable. Cambiar de tema siempre supuso una fácil y efectiva estrategia.
—Lamento tener que interrumpirla, pero llevo algo de prisa.
—Claro, como siempre —aunque no lo deseaba, a la joven se le escapó un deje de ironía, que al instante compensó con una suave sonrisa de rojos labios—. No se preocupe, sabemos lo que le gusta. ¿Lo de siempre?
Aliviado por el curso de la conversación, el hombre del maletín correspondió a la sonrisa mientras asentía en confirmación.
—Lo mismo.
—Un frapucchino mediano con dos bollos enmielados corriendo en seguida.
Con otra sonrisa la joven se giró para hacer el pedido, cuestión que hizo perder al hombre su punto de atención, lo que le obligó a bajar la vista y dejar que ésta cayese en un producto de la vitrina que no había notado antes. Se trataba de un sencillo pan de bloque, exhibido sobre una bandeja de madera y papel encerado. La etiqueta con letra de gis rezaba “agua de rosas” con estilo y delicadeza.
Por crear algo de conversación en lo que esperaba, el hombre hizo una observación al respecto.
—¿Nueva receta?
Girándose en su dirección con elegancia, la joven sonrió, contenta porque lo hubiese notado.
—Veo que es usted observador.
—Solo cuando se lo merece.
—En ese caso debo haber hecho bastante mérito para merecer tan privilegiado puesto.
—Le aseguro, señorita Rouge, que podría usted hacer una cosa cualquiera y aun así sería merecedora de observar.
Las mejillas de la joven se tiñeron de rosado ante el alago, delatando su sensible naturaleza. Desvió su atención con la excusa de recoger el pedido, y el hombre del maletín, satisfecho por el resultado obtenido, sonrió a sus espaldas con suficiencia.
La joven le entregó su pedido, un envase cilíndrico por cuya tapadera humeaba el sabor de su interior, acompañado de una pequeña bolsa color café con los bollos dentro. El hombre sacó su billetera y pagó, algo entristecido por tener que marcharse tan pronto. Sin embargo, no había remedio, y una vez recibió el cambio y tomó su pedido, colisionó su mirada con la de aquella chica que le miraba con igual o más conmoción.
—Gracias —dijo él con cortesía—. Tenga buen día.
—Igualmente, un placer servirle —respondió la chica—. Y acuérdese de mi propuesta.
Le obsequió una última sonrisa y el hombre del maletín salió de ahí como siempre, con la misma orden en las manos de todos los días. O eso pensaba él, pues al llegar a su despacho descubrió que en la bolsa había una rebanada de un pan desconocido. No tuvo que hacer mucho esfuerzo para comprender de qué se trataba. Sonriendo, la probó, y la delicadeza del sabor, la suavidad de su textura y, tal vez, su exquisita cantidad de dulzura le convencieron.
Al domingo siguiente, estaba tocando el timbre del departamento que se hallaba sobre Le Madame Rouge, vestido con unos simples vaqueros de mezclilla y una camisa de color azul marino, que hacía resaltar el brillo de renacida viveza en sus ojos antes moribundos.
Se había dejado el maletín en casa.
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