El día en que aprendí a sentir vergüenza

El día en que aprendí a sentir vergüenza

Nana B.

30/07/2024

El día en que aprendí a sentir vergüenza

Tenía 6 años, estaba en primer grado, no recuerdo muy bien a mi profesora de esa época, ni siquiera recuerdo como se llamaba, lo que si recuerdo muy bien es que de vez en cuando ella agradecía a alguno de los niños del salón de clase por haberla invitado a comer a su casa.

Recuerdo sentir que aquella chica o chico de turno era muy afortunada (o) e importante y yo también quería sentirme así. No creo haber querido especialmente a mi profesora, o de haber sentido admiración por ella, pero la simple idea de recibir el agradecimiento delante el salón de clase me inspiró para tomar la decisión de invitarla a mi turno a comer en mi casa.

La invitación se hizo y llegué ese día a mi casa muy contenta a decirle a mis padres que mi profesora vendría a almorzar a nuestra casa, pero la respuesta de mi madre hizo que mi entusiasmo se convirtiera en un sentimiento de culpa por haber hecho algo horriblemente mal.

La respuesta de mi madre, muy alterada fue: “pero como se te ocurrió invitar a tu profesora a esta casa tan fea, que vergüenza; nos pusiste en una situación muy desagradable”. La sensación fue la de haber venido corriendo y haberme chocado directamente contra un muro, un muro que no vi porque no sabía que estaba ahí, un muro que hasta ese momento no había existido.

Mi profesora, obviamente, había aceptado la invitación. No recuerdo si la invitación tuvo lugar durante la misma semana o cuándo, solo recuerdo esa sensación extraña y desagradable que no había sentido nunca antes, durante los días antes de que ella viniera a nuestra casa.

El día de la invitación llegó y mi profesora fue a comer a mi casa al medio día. No recuerdo como fue el almuerzo, ni las conversaciones, ni mucho más, pero si recuerdo lo que sucedió al día siguiente en el salón de clase.

Mi profesora debía recibir varias invitaciones de alumnos y padres de familia, al menos de eso me enteré al día siguiente cuando, supuestamente, había llegado el momento de “agradecerme” en público, el momento en el que yo iba a sentir aquello que se suponía sintieron los demás niños después de que la profesora hubiera ido a comer a sus casas, solo que aquel momento nunca llegó, al menos para mí.

Ese día me enteré de que la profesora había sido invitada a comer a la casa de otra niña de la clase y los agradecimientos fueron todos exclusivamente dedicados a esta compañerita. La profesora no tuvo reparo en elogios para esta chica, dijo que había pasado un momento muy agradable, que sus padres eran muy atentos y especiales, que la comida era muy rica y al final la felicitó porque vivía en una casa muy bonita. Cuando terminó tuve la esperanza de que me agradeciera a mi también, aunque yo ya sabía en ese momento que mi casa no era bonita.

El agradecimiento nunca llegó, la profesora ni siquiera mencionó que había ido también a mi casa. Yo seguí esperando durante el resto del día, tal vez de la semana, pero la alusión a la visita a mi casa nunca se hizo, y aquel momento tan deseado, aquella sensación de “importancia” que tanto quise sentir se transformó en un sentimiento de incomprensión que luego se transformó en una sensación de vergüenza que me acompañó durante muchos años de mi vida.

Hoy, en mi adultez, sigo combatiendo este sentimiento que toma diferentes formas dependiendo de las circunstancias. He aprendido a identificarlo, incluso a aceptarlo y he ganado algunas batallas contra él. Mi esperanza es hacerle perder fuerza hasta que desaparezca por completo o que sea tan minúsculo que se vuelvo casi imperceptible.

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