Sinopsis

Entre la vida de mi madre, sus ires y venires por el mundo, la taza de café, el pan de dulce, nuestras penas y alegrías, las hijas, los nietos y los bisnietos, la Combi amarilla, las cenas de Navidad y Año Viejo, todo esto sucedió en la casa de Petén.

Los viajes por avión, en tren y por carretera, las vacaciones en la playa, las visitas a las zonas arqueológicas, el conocer a la familia, escuchar los relatos interminables, conocer en fotografía a los ya no están, dejando flores sobre las tumbas de los que allí fueron enterrados, el preguntar por las de los que nunca sabremos dónde están.

Leer libros y más libros y circularlos entre los demás, de los viajes llevar recuerdos a la familia.

Cocinar platillos que he comido en diferentes lugares, algunos han quedado muy sabrosos y otros no tanto, pero como dice el dicho «echando a perder se aprende».

El café turco lo aprendí a preparar en Estambul, viendo como el barista golpeaba la cafetera de cobre tres veces antes de servirlo.

La infusión de menta, típico de los países árabes, que se sirve y se regresa a la tetera y hasta la tercera vez se ofrece en lindos vasos de cristal.

El chai de la India aromático y bien caliente, con semillas de cardamomo y leche.

Esta historia se trata de vivencias, recuerdos, fotos, brindis, festejos, lágrimas, risas, sabores y aromas, en fin, Pedazos de Vidas

Capítulo 1.

Era menuda, rubia y con aquellos ojos verdes, verdes como el trigo verde, verdes como la albahaca; verdes pero no serenos porque brillaban como chispas de fuego y se veían profundos como un lago celta, celta sin duda era su procedencia, con la gaita, la muñeira, el follado, el vaso de Orujo, el horreo y el hablar gallego.

La gaita que con sus sonidos transmite alegría y llanto. Es toda una experiencia ir caminando hacia la Plaza del Obradoiro y de abajo de uno de los puentes escuchar la gaita y seguir paseando bajo la lluvia eterna de Galicia.

El padre de Cholita fue un mal hombre, a mi madre la arrancó de sus raíces; la sacó del colegio y con engaños la llevó a Vigo.

¡Si tan sólo la hubiese dejado despedirse de los abuelos que estaban en el campo, de los amigos, de las flores, de las mariposas y del verdor de sus campos!

Pero no, la separó también de la tumba de su madre y de todo aquello que la vio nacer.

Su paso por la aldea fue breve pero dejó huella, más de medio siglo después aún perdura en la memoria de los ahora viejos que se reúnen en la Misa del domingo.

Son los niños con los que iba a la escuela, corría por los campos verdes y húmedos, se escondían entre las piedras y los campos crecidos de trigo, todos eran cómplices en las travesuras.

Se convirtió en una leyenda.

Corría por entonces el año 1936 siendo los tiempos difíciles del comienzo de la guerra civil en España y aunque los víveres eran escasos, seguían unidos alrededor de la ladera encendida para así darse calor y ánimo abuelos, padres, hijos y nietos.

Vino con el padre a bordo de un barco carguero que zarpó de Vigo y tras varias semanas de navegación, desembarcaron en el puerto de Tampico.

En tanto que el barco atracaba José le decía a la niña:

– “Mira Cholita, aquella mujer alta del sombrero negro que nos saluda, es Josefina, tu madre”.

– “Eso no puede ser, mi madre se llama Soledad y está muerta, yo nunca llamaré madre a nadie más”.

– “Más vale que seas amable con ella, si no…..”

Para Cholita este sería la primera de tantas penas que sufriría en su vida.

– “Sabes José, no entiendo a esta niña, en principio no comprendo su idioma, me habla tan rápido….”

– “Mujer, dale tiempo, que ya está aprendiendo español a la escuela”.

Su padre le compro trajes de niña rica y de ciudad, y quedó en esta tierra que acabó por ser suya, de pronto entonaba canciones en su lengua materna que nunca olvidó con aquella voz suya tan linda y entonada.

Conoció nuevos sabores, los frijoles y tortillas y hasta aprendió a comer chile en salsas molidas en el molcajete. Del zapote negro y el mamey, los mangos y las tunas, frutas que no conocía, también sus sabores la cautivaron.

Y así pasaron los años: Cholita aprendió español y Josefina la enseño a bordar y a cocinar, hasta que Cholita se casó con mi papá.

La imagen que yo, la hija mayor de Cholita, guardo de Josefina es la de una mujer parapléjica muy hermosa, que no hablaba y sonreía muy amable cuando yo le platicaba, sentada en una silla de ruedas de madera y mimbre junto a la ventana tomando el sol.

Cholita nos preparaba exquisitas tortillas de papas, humeante follado con tocino y cebolla y claro no podía faltar el caldo gallego que hacía de cualquier comida un banquete excepcional.

Al final de sus días fue a decir adiós a los que allá quedaban, quiso hacer el viaje de la misma manera que cuando se fue: en barco, ahora sí en un camarote y no hacinada en aquellos espacios con literas donde el calor era sofocante y no se podía dormir, era un barco de lujo, zarpó de Tampico y en pocos días desembarcó en Vigo.

Y dijo adiós a los amaneceres cubiertos de niebla que no te deja ver, a los cielos nublados de todo el día, a la lluvia también de casi todo el día, a los campos siempre verdes, al horno de piedra que todavía seguía de pie, a las piedras a las gallinas y los pollos en el corral, a los sembradíos de papas, a los emparrados con sus enormes racimos cargados de dulces uvas moradas, a los campos crecidos de enormes espigas doradas que brillan al sol y se mecen bailando al son de la hermosa melodía que canta el viento amable y acogedor. Y también dijo adiós a su tierra querida que la vio nacer, a las noches con la luna de siempre y el brillo de las estrellas también de siempre.

La vida le alcanzó para regresar a su casa y disfrutar de su familia mexicana. Aquí volvió a entonar sus canciones preferidas: “Cielito Lindo”, “México lindo y querido” y “La Barca de Oro”.

Ninguna de sus hijas heredaron sus lindos ojos verdes, sólo su nieta Paulina y su bisnieta Constanza, que también es rubia y menuda como su otra, otra mamá.

Y al poco tiempo se despidió de su otra tierra, la de los volcanes con la nieve entonces perpetua, con sus nubes que engalanan su hermosura, cielos azules y de pronto grises, de esos cielos que parecen reír y reír tan fuerte que las nubes se contagian y comienzan a llover, cielos que arden con los cielos de un incendio forestal, cielos que se funden en el horizonte con el mar, como los cielos que se lucen al anochecer una vez que el sol se esconde llevándose consigo las últimas pinceladas de color y un manto de oscuro terciopelo cubre el firmamento y así brilla la luna, la misma luna de su aldea y las mismas estrellas también de allá. De los fríos amaneceres, días calurosos, de los meses de lluvias torrenciales y otros de sequía total.

Y aquí quedó su descendencia, Isabel también se fue y las demás seguimos con nuestra descendencia.

Y sí, mi madre, la otra mamá, la que vino de allende el mar, es una leyenda.

Capítulo 2.

Mi madre tenía un gusto especial por el café.

Cerca de la casa de Petén se encuentra la Cafetería del Parque, ella iba por las tardes con sus amigas y entre sorbos de café y humo de los cigarrillos seguramente que de chismes y chistes habrán platicado.

Los martes por la tarde las amigas iban a jugar cartas a la casa de Petén y preparaba una cafetera de aromático café disfrutando de ricas galletas recién horneadas.

Por la mañana desayunábamos una taza de café con leche y exquisitos bolillos partidos a la mitad con mantequilla y azúcar calentados sobre el comal.

Todos hemos heredado el gusto por el café. Un café bien cargado para despertar por la mañana y otro al final de la comida.

En México los estados de Chiapas y Oaxaca son productores de café: el café de Chiapas tiene un aroma acaramelado y dulzón, mientras que el de Oaxaca es amargo y con cierto tinte de variedad arábiga, gran cuerpo, sabor intenso y de fuerte acidez.

Capítulo 3.

Mi padre mejor conocido entre los nietos como el otro papá, era todo un personaje. Quería mucho a sus nietos y nietas, pero la verdad es que Pelitos era su adoración.

Tenía una memoria fatal para recordar los nombres de las personas, por lo que al saludar a una dama le decía -mi estimada señora y a un caballero -mi querido viejito.

Siempre vistió con gran elegancia, el color del traje debía combinar con el color de la corbata, sus camisas debían tener cuellos y puños almidonados.

Era banquero de profesión y padre y abuelo de vocación. A cada una de sus hijas le puso un sobrenombre y desde entonces yo soy Kenya, ya ni me acuerdo que me llamo María Eugenia.

Todos los días que leía el periódico Novedades, recortaba fotos y caricaturas y les escribía el nombre al que iba dirigido, era siempre acertado en sus comentarios.

Cuando se jubiló disfrutaba enormemente de hacer cuánta cosa se le ocurría en la casa de Petén: hizo libreros, cambiaba focos, ponía nuevos cordones a las persianas; tomaba nota de lo que hacía falta e iba al centro a comprarlo.

Jugaba tenis, nadaba, nos contaba cuentos en los que los personajes eran sus hijas y escuchaba con nosotras por la radio el programa de Cri-Cri.

Los domingos prendía la radio a todo volumen con el fin de despertarnos, seguramente nos habíamos ido de antro y no nos queríamos levantar.

Mi abuela, la tía Lupe y Licho comían con nosotros en la casa de Peten. A las cuatro de la tarde en punto comenzaba la corrida de toros y la tía Lupe sentada junto a la radio la escuchaba; en ese momento se hacía silencio sepulcral, como ella era sorda no podíamos hablar fuerte, ni pelearnos. El comentarista de la época se llamaba Paco Malgesto quien conforme iba pasando la tarde de seguro tomaba tanta cerveza llegando el momento en que ya no se le entendía lo que decía.

A las seis de la tarde comenzaban los preparativos para irnos a casa de la abuela a ver en la televisión el programa de Cachirulo presentado por el trenecito del Chocolate Express, qué alegre y presuroso iba por las vías haciendo Chu-cu Chu-cu Express.

Como todos los caballeros de antaño usaba un pañuelo de lino bordado con sus iniciales J.V.L.G . Otro guardado en la bolsa del pantalón y lo mismo nos limpiaba la sangre de un raspón que los mocos y las lágrimas de cocodrilo.

Le gustaba viajar, siempre nos acompañaba en las vacaciones y lo mismo disfrutaba un campamento como llegar a hotel. Viajo por Europa, Asia y Norteamérica y nos traía regalos de cada ciudad que visitaba.

Tenía ese don maravilloso de dar y lo disfrutaba de verdad.

El día en que murió, todos reunidos alrededor de sus cenizas, entre flores y lágrimas, escuchamos a Bebeto, el Pelitos de su adoración, que leyó un poema que le escribió a su otro papá.

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