Con la tierna edad de los seis años tuve que enfrentarme a mis miedos más profundos. No me mires así, Ricardo, que ya sé lo que estás pensando, que soy una dramática y que no sería para tanto. ¡Pues sí!
Había rumores por el colegio, los niños te hablaban en susurros sobre Fulanito o Menganita, niños normales que volvían al colegio, después de vivir esa experiencia traumática, con menos brillo en sus ojos. Un día me tocó a mí. Como si tal cosa, mientras desayunábamos, como ahora, mi padre me dijo “hija, esta tarde vamos al dentista”.
Casi se me atraganta la magdalena. Sabes que el desayuno me encanta, ¿no podría haber elegido otro momento para despertar en mi la, ahora bien conocida, ansiedad? Le miré con incredulidad, no podía ser que mi propio padre me traicionara de esta manera tan vil. Otros padres bueno.. ¿pero el mío? Desde entonces le vi con otros ojos.
Ricardo, como sigas con esa sonrisilla te quedas sin tortitas.
Como decía, aquel día no jugué en el patio. ¿Cómo podría? Intenté hablar con compañeros, pero muchos esquivaban el tema. Finalmente hicimos un corrillo, en el que se contaban teorías sobre este nuevo monstruo para nuestras pesadillas: “El Dentista”.
La tertulia se volvió escalofriante cuando un niño mayor, es decir, de un curso más, se acercó y abrió la boca. El horror. Una niña lloró, yo lloré, hubo un desmayo. Su inocente boca infantil había sido mancillada con una armadura metálica que parecía perforarle los dientes. ¿Podía El Dentista hacerme eso?
Ricardo te digo que llevaba aparato con siete u ocho años, si no me crees luego lo googleamos.
Yo era consciente de que no había forma de evitar mi destino, cuando un padre decía “dentista” “peluquería” “cortar uñas” o “baño”, podías quejarte, llorar, hacerle la vida imposible… pero iba a suceder.
¿Que cómo fue? Cariño, no entiendes nada de narrativa, ¿quieres que te diga cómo fue la visita al dentista así, a bocajarro?
Bueno, yo me resistí todo lo que pude, prometí a mi padre que no comería chuches en mi vida, que me lavaría los dientes, que incluso me enjuagaría con flúor. Recuerdo que esa época les dio fuerte con el flúor. Pero no sirvió de nada. Una mujer que podría ser la hermana gemela de la señorita Rottenmeier, nos abrió la puerta. Te digo una cosa, esa señora necesitaba una visita al dentista más que yo. En fin, me dio un caramelo mientras esperábamos, irónico ¿eh? Supongo que era una inversión a futuro. Yo lo disfruté como si fuera el último.
¿Quieres otra tortita? Venga pero la última que si no luego te sientan mal.
Luego vino un tipo en bata y nos hizo pasar. Miré a mi padre una última vez, como diciendo, “aún podemos escapar, papá, aún no está todo perdido” Él me miró igual que tú ahora. Pasamos a la consulta, fue incómodo pero debo reconocer que no fue para tanto.
Me pusieron unos empastes, eso no me encantó. Robé otro caramelo al salir. Esa noche cenamos pizza porque “me había portado tan bien”.
Debo reconocer que tengo un motivo oculto por el que te he contado esta historia. No, Ricardo, no me da miedo el dentista, qué simple eres amor. ¿Has tragado la tortita? No quiero que te atragantes que tengo una noticia. Seguro que tienes ganas de conocer a mi padre, ¿verdad? ¡Pues esta noche viene a conocerte!
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La portada incluye una pintura de Concepción Victoria Taboada Balado
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