En aquel inhóspito lunes de diciembre, mientras el tren se iba alejando de mi Madrid natal, intuí que emigrar era algo más que un verbo de la primera conjugación. Tiempos de escasez, pero plenos de afecto. Tías entrañables que lograban, con la magia del cariño, transformar en manjar la humilde merienda del pan con aceite y azúcar. A veces, cuando la nostalgia hace mella y las ausencias se escriben con mayúscula, necesitaría como entonces un pedazo de pan con aceite y azúcar que entibie el bajón existencial.
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