Colores en las alturas

Colores en las alturas

Carlawings

24/06/2024

Cerros, en todo el alcance de su mirada. Los mismos que a veces habían parecido comenzar a acercarse y querer aplastarla. A más de mil kilómetros de casa, luego de haber tomado un avión sola, como no creía ser capaz de hacerlo, y de haber conducido por la carretera para llegar al aeropuerto sin conocer la ruta. Todo iba marchando muy bien: llegó al hotel sin contratiempos, dio un paseo por el pueblo, trató de ir guardando todo lo que veía en su memoria, en su cámara, en sus pensamientos.

Caminó por aquellas calles, la temperatura cada vez más alta, se sentía libre, observante, solitaria y al mismo tiempo en calma. Vuelve a mirar en distintas direcciones, no es temor, hasta ese momento, es una nueva sensación. Observa las casas, son extrañamente bajas, planas, de adobe, antiguas, tranquilas. Imagina que adentro hay gente mayor, están cocinando, limpiando, ordenando, conversando. Llegan algunos recuerdos de la niñez. La visita a la casa de la tía Ofelia, un verano cuando tenía 10 u 11 años. La tía rondaba los ochenta, vivía sola, tenía una piel de zorro sobre su cama, el pelo largo, blanco, recogido en un moño. No había televisión, solo radio. La cama tenía mosquitero, los adornos recordaban un pasado mejor y un presente digno, de pueblo, con un carácter estricto que las restricciones del siglo anterior habían forjado en la anciana. Abre los ojos, cierra el recuerdo. Entra a mirar las artesanías, aún tiene tiempo. En dos horas será su primera actividad en el desierto.

Un almuerzo agradable, un par de cervezas y retorna a la habitación del lodge. Cierra la puerta y la sensación cambia un poco, pero no deja que la paralice. Dispone sus elementos en el armario. Clasifica la ropa, decide vestir deportiva, el trekking nocturno suena a cierto esfuerzo y a la necesidad de movimientos seguros. Piensa en sus hijos, en amigos, en su vida anterior. Siente un poco de presión en el pecho. Si se pone más complejo habrá que aplicar el plan SOS. No quiere que eso pase. Abre su mochila: celular, batería externa, polerón, billetera, sombrero recién comprado, agua, eso falta.

Vuelve a salir, está lejos, no habrá forma de volver a casa hasta dentro de tres días. Recuerda que mencionaron unas llamas detrás del hotel, quiere verlas, fotografiarlas. Se acerca, comienza a grabar, antes le habían dicho que ese fruto se llamaba chañar y que a las llamas les encanta. Se encuentra con gallinas, gallos, pollos, caminan, cacarean, comen, tienen su propia fiesta. Mira hacia la izquierda: maiz. Las matas tienen variados colores, amarillos encendidos, dorados, anaranjados e incluso algunos rojos. Se ven peculiares y muy bellos en las varas verdes, delgadas y firmes, en hileras, ordenadas, listas para ser alimento. Escucha un ruido, no son las llamas, es la van que llega para comenzar la visita a la Cordillera de la Sal en esa caminata que promete ser la primera aventura de su viaje al desierto de Atacama.

Agua, no tiene su botella de agua. Pide al conductor detenerse en algún local para comprar y sentir que todo saldrá bien, parece creer que sí tiene todo lo que se pidió la excursión será un éxito. Recorren varias paradas para recoger a otros turistas que conformarán el grupo. Entra a un almacén y sin inconveniente consigue esa agua que ahora pareciera tan importante. Listo, el viaje al lugar continua, finalmente son 9 personas. Cuatro parejas y ella. Eso la hace sentir un poco incómoda, le pone otra vez enfrente que ahora solo se tiene a sí misma, siempre ha sido así, pero se confunde, piensa que la vida sería mejor si él estuviera con ella. Un él que ni siquiera existe.

Desde que se bajó del avión le parece que en esta zona todas las distancias son muy largas. El sol poco a poco se comienza a ocultar, los celulares pierden su conexión. Cerros o montañas, depende de cómo quieran llamarles. Al bajar del vehículo, los dos hombres a cargo comienzan a sacar equipo especial para cada uno de los participantes: bastones, cascos, linternas. Lo que más le llama la atención es el casco.

Caminar en esta actividad significa subir. El guía va explicando que todo lo que ven es sal. El sol va cayendo, la luz es distinta, mira el piso y los gránulos tienen distintos tonos blancos, hay mucho rosado, violetas, un verde en las rocas, que no es el vegetal, es milenario, es reflejo del atardecer, las milenarias rocas, las sombras. Se queda imaginando que estos cerros son como dibujos, esos que se hacen con lápices pastel, con esas tonalidades, con esas formas, como cuadros. Prefiere pensar así, ni recordar que alguna vez ha creído que la encierran, que se mueven.

Cada pareja conversa, comenta, se toma de la mano, se ayudan porque se va poniendo más complejo el terreno. Está sorprendida por el viento, nunca lo había escuchado en el desierto. Es música, podría decir que es una zampoña o una quena, una flauta, una ocarina. Le gusta el sonido, pero no tanto el polvo, la arena y las piedrecillas que comienzan a volar y a chocar con sus brazos y su cara. Casi no queda luz, está alerta, ninguno del grupo sabía que esta excursión incluía escalar a 1800 mt de altura, de noche, con viento y cada vez más bajas temperaturas. Ahora entiende por qué el casco, los bastones, la linterna.

Están arriba, nadie habla mucho porque el viento hace casi imposible escucharse, deben caminar con paso firme porque a ratos se desestabilizan, ahora sabe que lo crucial no era el agua sino el coraje. De pronto, ve unas piedras de color escarlata, quiere alcanzarlas, no sabe si es prohibido llevarse algo así de este lugar protegido, pero su forma y color pareciera ser lo único que guía sus pasos. Sale del sendero para alcanzarlas, el viento forma una especie de tormenta de arena, están en la parte alta de la ruta, queda un par de kilómetros para comenzar a descender. La luz es mínima, ha comenzado a anochecer. El guía habló fuerte y claro: “vamos todos juntos, concentrados, apoyándonos del bastón y en fila”. Las piedras escarlatas, las quiere para llevar un trozo de esta energía, de este tiempo geológico, de esto que le parece una dimensión nueva. Escucha los gritos, la sensación de ir cayendo y que su piel se rasguña con las puntas de rocas por la que su cuerpo pasa. Las piedras ya no están, solo sabe que debe volver a casa. Deja caer todo y se afirma como puede. Este no será su fin, es solo una caída como tantas otras. Mira hacia arriba, el guía le lanza un bastón, sigue sus instrucciones con dificultad porque el viento no deja escuchar, la arena y las piedrecillas que vuelan siguen golpeando fuerte. Sube, escala, solo sabe que volver al grupo. Llega arriba. Está a salvo. Respira, tiene sólo pequeñas heridas. La luna ilumina y ahora los tonos pastel de los cerros son plateados. Se pone de pie, para bajar hay una duna de arena. Esta experiencia la va a disfrutar al máximo. Algo comentan las parejas del grupo, ella no escucha, recuerda que un brindis los espera en la van de retorno. Decide que así terminará este primer día con una copa entre desconocidos, en el desierto, con la luna, con ese color escarlata en sus recuerdos y corre. Baja la duna corriendo, sintiendo el viento en su rostro, el pelo alborotado, libre, la piel herida y algo sangrante, los músculos al máximo, la llevan, la estiran, se siente grande, fuerte, ella, la cordillera, el viento, el tono plateado de la van a lo lejos.

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