El pan hueco del tío Anselmo

El pan hueco del tío Anselmo

Todo el mundo lo quería al tío Anselmo. Cómo no querer a un tipo alegre, amable, comprensivo y servicial que conquistaba los corazones de todos. Hábil contador de anécdotas, tanto propias como hurtadas o inventadas, el tío era siempre un centro de atención.

Solo le faltaba ser un poco más laborioso para ser un modelo de persona perfecta. Bueno, en realidad le faltaba mucho más que un poco: la verdad es que al tío Anselmo no le apetecía trabajar.

No duraba en ningún empleo: entre renuncias y despidos, siempre estaba cambiando de labores. Para el caso que nos ocupa, debo mencionar que, entre muchas otras tareas, había trabajado un tiempo en una panadería. Sin embargo, pronto comenzó a cansarse y a faltar bastante; es que no le gustaba madrugar y, además, juzgaba que ese trabajo era agotador y el horno y alrededores demasiado calurosos para su gusto.

A pesar de todo, esta experiencia le permitió familiarizarse con el producto. Así fue que le propuso al dueño de la panadería que estaba dispuesto a retirarse si este se comprometía a proveerle productos para instalar su propio negocio. El dueño, que no sabía cómo hacer para deshacerse de él, accedió de inmediato y, muy seguramente, esa noche lo celebró con champán.

En consecuencia, el tío Anselmo montó un pequeño local en la parte delantera de su casa e instaló un despacho de pan y bollería. Compraba la mercancía a su antiguo empleador y solo la vendía, sin involucrarse en la agotadora tarea de la fabricación.

Sus destacadas y reconocidas dotes de empatía le permitieron ganar rápidamente una clientela considerable. Sin embargo, el discreto margen de utilidad con el que podía vender su pan no le dejaba grandes ganancias, solo lo suficiente para sobrevivir dignamente él y su familia.

El tío Anselmo también era muy creativo (astuto, decían algunos; pillo, otros) y pronto descubrió que, para incrementar sus ingresos, podía ofrecer algo más que pan y bollería a su clientela. Se fue enterando de que la mayoría de sus clientes eran jugadores asiduos de loterías y quinielas y percibió una oportunidad de negocio. Empezó a investigar cómo funcionaba la cadena de apuestas y pronto conoció a un capitalista de quiniela, de esos que, con el respaldo financiero adecuado, tomaban apuestas de todos los giles y pagaban a los pocos ganadores, quedándose con la diferencia.

Este capitalista, que vivía en un barrio alejado, al conocer a mi tío no dudó en ofrecerle ser su intermediario, un «levantador de quiniela», a cambio de un porcentaje de las apuestas. Así, uno expandía su influencia y ganaba nuevos clientes en la zona de la panadería, mientras el otro veía crecer sus ingresos. Cerraron trato como caballeros que eran y, de esta manera, mi tío inició su emprendimiento paralelo, ciertamente ilegal.

La nueva actividad del tío Anselmo rápidamente se popularizó, haciendo que también creciera su clientela original de la panadería. Él tomaba las apuestas en una papeleta que hacía por duplicado registrando el número elegido por el jugador y su nombre. Firmaba el original para el jugador y conservaba la copia para él. Luego, volcaba los datos en una planilla y, alrededor de una hora antes del sorteo de la lotería local, un dependiente del capitalista pasaba a retirarla junto con el dinero recaudado, menos la comisión correspondiente.

Anselmo guardaba sus papeletas durante unos días, por si surgía algún reclamo, y luego las tiraba a la basura. Era un trabajo fácil y sin sobresaltos que le permitió aumentar sus ingresos sin demasiado esfuerzo adicional.

Bueno, sin sobresaltos no, porque el comisario del pueblo se enteró. Resulta que también él tenía su propio negocio paralelo… como capitalista de quiniela. El tipo ya disponía de su propia red de levantadores y no necesitaba nuevos colaboradores ni, mucho menos, competencia. Esa pequeña cuestión se le había escapado al tío Anselmo.

No tardó mucho el comisario en allanar el despacho de pan, acompañado de un par de vigilantes. Secuestró las papeletas del día, aunque no se atrevió a hacer lo mismo con el dinero, ya que aquellas no eran evidencia suficiente del delito. Sin embargo, con un torrente de improperios, amenazó al tío Anselmo con todo tipo de consecuencias, incluso con el infierno mismo, si persistía en esa actividad prohibida.

Además de las virtudes ya mencionadas, mi tío era valiente. No se arredró ante las amenazas del comisario. Todo lo que tenía que hacer era encontrar un lugar seguro para esconder las papeletas de manera que el comisario no pudiera encontrarlas. Sin cuerpo del delito, no hay crimen.

Como dije, era creativo, pronto encontró el escondite perfecto. Tomó un pan flauta, hizo un pequeño agujero en un extremo y, con la ayuda de un alambre, le quitó toda la miga posible. El pan ahuecado se convirtió en una alcancía perfecta para las papeletas de quiniela. Cada día preparaba uno distinto y, para no confundirse, lo guardaba debajo del mostrador junto con otros cuatro o cinco panes que servían para disimularlo. Esos panes nunca se vendían, a lo sumo quedaban para la familia.

El comisario volvió muchas veces con órdenes de allanamiento que él mismo emitía, facilitando la tarea a la Justicia ─según decía, socarronamente─, pero nunca pudo encontrar nada. Incluso llegó a creer que el tío Anselmo realmente se había retirado del negocio de las apuestas.

Hasta que llegó el infausto día de la diarrea. El tío Anselmo había estado todo el día con retorcijones de panza, pero, firme tras el mostrador, tuvo una jornada intensa levantando apuestas y vendiendo todo el pan de ese día; solo le quedaron tres panes flauta debajo del mostrador ─incluyendo el ahuecado─ y algo de bollería. En eso estaba cuando, de pronto, los retorcijones se volvieron insoportables y Anselmo tuvo que pedirle a su mujer que se encargara del local mientras él iba al baño.

Mi tía no era muy lista, e ignoraba el emprendimiento de su marido con la actividad lúdica; pocas veces había atendido el local y siempre por poco tiempo. En esta ocasión fueron menos de diez minutos, pero alcanzó para que el diablo metiera la cola. Mejor dicho, para que metiera a la mujer del comisario a comprar pan. «Tres flautitas, por favor», le dijo a mi tía. Esta, atolondrada ante la presencia de la importante clienta, buscó rápidamente con sus ojos, no había ninguna flauta en las estanterías y entonces tomó las únicas que encontró, debajo del mostrador. Las envolvió prolijamente, se las entregó y ni siquiera se las cobró: «Faltaba más, señora comisaria, cortesía de la casa», le dijo con una sonrisa complaciente.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS