El bar era largo y estrecho como el cañón de una escopeta. Limitaba al norte con una calle cualquiera y al sur, con una encrucijada: el aseo, la cocina y una escalera. En la entrada, dos máquinas tragaperras llamaban la atención de los más flojos con ruidos de feria. Tres ventiladores, que colgaban del techo, jugaban a ser cámaras de seguridad y barrían el local sin descanso. Y en las paredes, los banderines del Hércules y del Real Madrid marcaban el territorio como la meada de un león (1).

En la última mesa, cuatro muchachos limpiaban sus cubiertos con la servilleta bajo el mantel. Esa costumbre, poco más que una broma al principio, se había convertido en una operación que se ejecutaba con disimulo. Siempre eran los últimos en llegar. Parecían, por el azul marino y el gris marengo, conductores de autobús o porteros de fincas de gente bien, pero habían echado la mañana en la cárcel y se les esperaba por la noche. Tres de ellos estaban en prácticas, no hacía muchos meses que habían superado, por los pelos, la oposición que les habilitaba para abrir y cerrar puertas. El cuarto quedaba más abajo aún en el escalafón, era interino, y tampoco soltaba la llave. A los cuatro se les notaba en la cara esa soñarrera pegajosa que deja el trabajo por turnos. En el centro de su mesa, humeaba un plato de almejas.

M era el más joven. Se había pasado la mañana llevando y trayendo cacos a los locutorios. Sobre todo etarras y gitanos. Gitanos contentos de ver a sus niños, tristes por no poderlos tocar y celosos de sus mujeres a las que solo brindaban mala cara, órdenes y desconfianza. Con el paso de los años, y empujado por el alcohol, M acabaría convirtiéndose en la atracción de todas las cenas de grupo al proclamar siempre, sin fallar ni una sola vez, que Dios había creado a los gitanos para llenar las cárceles. «Viendo Dios nuestro Señor», decía poniéndose en pie cuando ya iba muy cocido, «que no era bueno que en los establecimientos penitenciarios no hubiera un alma, dio en pensar que necesitaba una criatura idónea para ellos. De esta manera, y a partir del barrote de una celda, modeló al primer gitano». Y entonces M volvía a sentarse entre los aplausos de sus compañeros, que a partir de ese momento sabían que podía pasar cualquier cosa (2).

M no había dormido bien. Sus tripas pronto empezarían a pagar el peaje de tener que enfundarse guantes de plástico a cada momento, de tragarse el olor de las celdas por la mañana, de mal dormir en los turnos de noche y de esos interminables domingos en el portón de cocina que daban ganas hasta de doctorarse por la UNED. Pero M había dormido mal por otra razón: esa tarde, cuando el bar se despejara, cuando se pudiera oír el zumbido de los ventiladores y la telenovela, iba a cargarse su virginidad. De un plumazo y previo pago, como debe ser. No podía retrasarlo más. Su cara en la foto del carné profesional le recordaba las estampitas de santos. Estaba convencido de que todo el mundo sabía de su inocencia, y ese convencimiento le hacía andar por la vida como si se hubiese cagado encima. Necesitaba follar de una vez.

Follar es importante, le había dicho el dueño del bar. No hace falta follar mucho ni bien, pero tienes que follar. El día que oyó estas palabras, M estaba solo. Las vacaciones, la compensación de festivos y un cambio de turno le dejaron la última mesa toda para él. Después de servirle las natillas con una galleta maría, el dueño del bar se quedó parado frente a él. ¿Ves a esa?, le señaló la barra. M se giró. ¿Te gusta? Si te la quieres tirar, dímelo. Viendo que a M no se le pasaba el sofoco, se echó el paño al hombro y se sentó con él. Follar es importante, le dijo como si le explicara las condiciones de un depósito bancario, no hace falta follar mucho ni bien, eso a las mujeres les da igual, pero tienes que follar.

Las almejas fueron cayendo poco a poco. Con los labios se llevaban la carne y, antes de amontonar la concha, recogían un poco de salsa con ella y la sorbían. Las burbujas de la cerveza empezaban a despejarles. Ese día tocaba macarrones con chorizo. El dueño del bar se los sirvió mientras la cocinera, su hermana, miraba por el ventanuco de la cocina. Era una mujer robusta y nudosa que parecía asomada a una viñeta de Mortadelo y Filemón. El plato más colmado fue para M. El dueño le guiñó el ojo. Al hacerlo levantó el labio como si fuera una falda y le enseñó su sonrisa de serrucho (3).

M llevó luego a sus compañeros a casa. Siempre iban en su coche. En el portal, le ofrecieron subir, pero no fue un ofrecimiento sincero. Los tres preferían echarse una de esas siestas de media tarde que al despertar te confunden el anochecer con la madrugada. M dijo que tenía cosas que hacer. Pero no se fue, como solía, a oír música y gastar gasolina por ahí. Se encerró en su cuarto de baño, se duchó dos veces y a punto estuvo de hacerlo una tercera. Tampoco supo cuánto desodorante necesitaba ni qué ropa llevar. Husmeó sus calzoncillos como un chucho policía en un aeropuerto. Jamás había dudado entre dos calzoncillos. En el cajero, se equivocó con la pantalla táctil y tuvo que sacar el dinero en francés. No tenía ni idea de francés. Al arrancar el coche vio en el reloj que se retrasaba como una novia. Y al apartar la cortina de la puerta del bar se preguntó por qué no estaba contento, por qué no estaba excitado. Que el dueño del bar dijera que se había puesto muy guapo tampoco le ayudó.

La mujer que había de quedar tatuada para siempre en su memoria, la que sin saberlo él determinaría sus preferencias en adelante, le pasó inadvertida en la barra. Cuando se la presentaron, M tendió la mano. El dueño del bar casi lo empujó hacía ella, que se echó a reír, le dio un besito en los labios y le quitó los restos de carmín con los pulgares como si fuera su madre. No era muy joven ni llamativa, pero tenía algo acogedor, algo como de cama cuando vienes de hacer noche. Llevaba una rebequita muy cristiana, aunque el vestido estampado, debajo, la apretaba de forma mucho más laica. De la mano se lo llevó escaleras arriba, y como no eran muy anchas, M subía detrás de su culo, que se movía como la grupa de un caballo. Pasaron, buscando una puerta al fondo, junto a una pila de sillas y una mesa de póquer con los bordes acolchados. Esa mesa le recordó el Scalextric que le había comprado a su hermano para Reyes. Desde que tenía nómina, le gustaba ser el hermano mayor. La puerta se cerró tras él. En la habitación, para su gusto, sobraba el color rosa.

La primera vez tuvo para M algo de niño en una juguetería y algo también de examen de conducir. Aquella mujer gastaba unas tetas enormes. Tumbada en la cama, le caían en cascada por los costados. La marca del bañador separaba las partes de su cuerpo que cualquiera podía ver de las que tenían el acceso restringido. Eso, la marca de los bañadores, le gustaría ya para siempre. Como también los culos grandes, blancos y llenos de cráteres, culos que le recordaran la Luna, y los coños peludos, de pelos muy largos, y que le pidieran que tirase de ellos con fuerza, con fuerza, ¡con más fuerza, joder!

No lo pasó mal aquella tarde. Al volver al trabajo por la noche temía que todos notaran lo que había hecho. Por eso entró con el bolígrafo en la mano haciendo clic clic y, sin soltar la mochila, firmó el libro de servicios y salió disparado para el módulo como si llegara tarde. Sentado luego en la oficina, sin ganas de registrar la correspondencia, se preguntaba si no habría sufrido una alucinación. ¿Habían caminado sus manos astronautas por ese culo lunar? ¿Olía a farmacia el coño que había tenido clavado en la cara como una máscara de oxígeno? ¿Y cuánto tiempo estuvo de rodillas detrás de ella? ¿Eso era todo? Sentía que no había hecho nada de lo que él quería hacer, de lo que él pensaba que se debía hacer. Necesitaba repetir. Y alguna vez repitió, aunque no muchas. Es muy puta y le gusta la variedad, le dijo el dueño del bar una tarde, no quiere verte más. Pero yo te busco otra, ¡será por putas! Entonces un ruido le despertó. El jefe de servicios llamaba con los nudillos en la ventana. M pulsó el botón de la puerta y se recompuso sobre la silla en espera de algún reproche, ya se había llevado más de uno, pero el jefe, sonriente, aburrido, con ganas de andar y de hablar, le dio una palmada fuerte en la espalda. Qué te cuentas, chaval, le dijo. Y por primera vez desde que empezara a trabajar mantuvo una conversación con él. Y cuando se fue, M logró dormir. De mala manera, porque todavía no le gustaba tirarse en el colchón de la planta de arriba, pero durmió (4).

SINOPSIS

El funcionario de prisiones, torturador accidental, no tiene su novela todavía. Recuento fue concebida con ese fin. Su protagonista, M, es un muchacho que deja las faldas de su madre para entrar, por oposición, en la cárcel. Pero Recuento es un texto que nace enfermo. Mejor dicho, que nace deforme y bicéfalo, inútil para la vida, como esos terneros que se ven de cuando en cuando en las noticias.

Mala suerte. Otra vez será.

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