Capítulo 1

Me quedé esperando, sentado en un puf cubo de cuero ecológico verde. Hacía mucho tiempo que no entraba a la sala de niños; las paredes todavía conservaban las ilustraciones del abecedario completo que con tanto esfuerzo había pintado doce años atrás: la manzana para la “a”, el pajarito para la “b”, el gato para la “c”, y así. Mientras esperaba reconocí, en una de las esquinas, un puf de color amarillo. Con valor armé un trencito, aprovechando un puf de color azul, y trasladé la formación a la sala de al lado. La tarea no fue fácil: dando patadas al azul y tratando de no mirar, el amarillo acabo rebotando dos o tres veces contra el marco de la puerta antes de alcanzar la sala. Ya casi no tenía recuerdos de mi último brote, pero no quería arriesgarme; los dos globulitos diarios que el homeópata me había recetado gracias a Vera, no me terminaban de convencer.

Detrás de la puerta ventana, oculta entre los aromos del parque, ahora mucho más pequeño que en mis recuerdos, Nélida volcaba una bolsa de alimento balanceado en el estanque, supuse, para alimentar a las anguilas. Luego se acercó clavando los tacos altos en la tierra húmeda al compás de su bisutería, atravesó la puerta y se quedó inmóvil, estudiándome.

La conocí presidiendo el acto de entrega de diplomas de mi último año en el instituto. Me conmovió tanto la pasión que había puesto en cada palabra de su discurso que llegué a creer que estaba en el instituto más prestigioso del país. Años después acabé pidiéndole un empleo. Desde ese entonces me prometí no volver a cometer el mismo error. “¿Pará que me había llamado?”

—¿Para qué te había llamado? —preguntó Nélida, cubriéndose la frente con la mano rugosa, haciendo una visera, con un cigarrillo entre los dedos. Algunas cenizas encendidas cayeron sobre su mano, pero no pareció notarlo.

Estaba cambiada. Su mejor sonrisa era una torpe mueca que apenas lograba ocultar sus ojos angustiados. Todo ese arrebato infinito se había desvanecido en un suspiro, sin mencionar su piel tersa y sus dientes marrones. Podría tranquilamente pasar por mi abuela. Al menos se acordaba de que me había llamado.

—Ah sí, es que son tantas cosas en la cabeza. Salgamos al parque que acá hace mucho calor.

Salimos por la puerta ventana y caminamos hacia unos sillones de hierro forjado. El perfume de los aromos, además de llenarme los pulmones, me remontaba a mi niñez. Los días más felices, en mis primeros años en el instituto, eran aquellos en los que salíamos al parque con mis compañeros, en ocasiones especiales, siempre que hiciera buen clima, para cantar. Pero antes, teníamos una cita obligada con el estanque. No íbamos a ver a los peces, sino a las dos anguilas. No era fácil descubrirlas; permanecían ocultas en el fango del fondo del estanque, así que nos quedábamos quietos un buen rato hasta que alguna asomara un ojo. Decían que eran eléctricas, aunque yo mucho no lo creía. Decían también que Nélida había tenido un hijo con un hombre al que nunca llegamos a conocer, y que un día mientras discutía por teléfono con aquel hombre, el niño, que estaba jugando cerca del estanque, se cayó y murió electrocutado.

—Mirá, es así -dijo Nélida, mientras se acomodaba en uno de los sillones y me señalaba con el cigarrillo el otro para que me sentara. —Surgió una oportunidad para hacerse cargo de una de nuestras sucursales.

“¿Sucursales?”, pensé. Nélida, como toda buena emprendedora, exageraba hasta la risa todo aquello que tuviera algo que ver con el instituto. Era como si viviese en un universo alternativo cuyo centro fuera ella misma. En el fondo, se trataba de su negocio, y era razonable que lo defendiera así.

Me contó que se trataba de una posibilidad de crecimiento única. No era necesario que me mudara definitivamente, sería algo temporal, y que de cualquier modo la distancia no era tan grande ya que la sucursal quedaba en una localidad al sur de Santa Fe. Sin embargo, me extrañó que me dijera que el acceso no era simple y que ella se encargaría de todo el papeleo.

—Es en Hierbabuena —me dijo. Un pueblo chico de costumbres sofisticadas.

Antes de volver al departamento, aproveché a echar una mirada al estanque. Más allá de las montañas de pellets de alimento balanceado que se iban disolviendo en un charco de agua estancada, estaba completamente vacío.

Volví caminando. Preferí evitar el hacinamiento del subte de la hora pico y, de paso, aprovechar para tomar un poco de aire y analizar la propuesta. Me puse a armar una lista en mi cabeza de pros y contras. Pro: me pagaban casi siete veces más la hora. Contra: el valor era demasiado generoso para no ocultar un origen oscuro. Pro: sería una experiencia seguramente enriquecedora. Contra: era demasiado tiempo lejos de casa y de Vera. Sabía que ella haría lo imposible para convencerme de que no la dejara, me necesitaba a su lado tanto como yo a ella y en el fondo esto me alegraba, ya que podría continuar con mi rutina que tanto disfrutaba, sin sentirme culpable por haber rechazado una buena oferta, pero siendo consciente de estar para más.

Al llegar, me resultó extraño no escuchar el televisor encendido. Me imaginé que Vera estaría dándose una ducha, aunque habitualmente nos bañábamos antes de acostarnos y todavía no eran ni las ocho. Cuando intenté abrir la puerta, descubrí que estaba puesto el cerrojo; Vera no acostumbraba a llegar más allá de las cinco y media de su trabajo. Encendí la luz. El silencio era atroz. Encima de la mesita ratona, debajo de una bola de cerámica, había un pequeño sobre.

Tendido en el sofá, me quedé observando como las caprichosas figuras del díptico que cubría la pared del living hacían lo imposible para conectarse. En cada cuadro, los trazos multicolores se cruzaban hasta el cansancio. Sin embargo, al alcanzar el borde, parecían seguir rectos, invisibles a los ojos, a través de los tres o cuatro centímetros de espacio vacío que los separaban. Poco importaba esa distancia, a pesar de todo estaban unidos.

Orsini me observaba inmóvil con sus ojos rojos, detrás de los barrotes. Luego se cansó, se dio la vuelta y continuó con sus tareas.

Encima de la mesita ratona seguía el sobre sin abrir. De cualquier modo, ya adivinaba su contenido.

Sinopsis de la obra

Juan es un profesor de inglés que padece una extraña fobia. Luego de perder su empleo, descubre que su mujer ha desaparecido, dejando una nota sobre la mesa. Finalmente, acabará encerrado en un pueblo del interior del país donde conocerá seres tan disimiles como un hombre que se cree rey, una pareja de estafadores infructuosos y un héroe con cabeza de cuervo que pretende salvar a la humanidad.

Los grillos es una novela que trata sobre la subjetividad de nuestras decisiones, a través de la vida de múltiples personajes que se entrecruzan, perdidos en un lejano pueblo, en donde el tiempo parece dormido.

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