Abrir los brazos y cerrar los ojos

Abrir los brazos y cerrar los ojos


Sabía que tarde o temprano lo iba a ser.

Técnicamente ya lo era… ¿o no?

Se preguntaba ¿cuándo algo, es algo? cuando potencialmente lo es o cuando lo es manifiestamente….

Otra vez el enredo del lenguaje.

Como si hubiese vivido miles de siglos, añoraba los tiempos en los que las palabras todavía no habían nacido. La representación del mundo sin conceptos. Éstos no hacían más que enturbiar y fragmentar.

Pero se decía a sí misma, que no podía pasarse la vida posponiendo la primavera.

Claro que asusta la limitante acción de definirse, pero aunque sólo sea temporalmente, es preciso manifestarse sea de la manera que sea.

¡Claro que la planta que está por ser, en la semilla, podría ser la más maravillosa del mundo…! pero no puede uno alargar eternamente el invierno, para en él poder ser de infinitas formas y colores potencialmente.

Así se sentía desde hacía tiempo, una semilla con miedo a la primavera.

Imaginábase como una planta delicada, ligera y temblorosa y al siguiente instante elegía soñarse una planta elegante y sofisticada…luego con soberbias flores y poderosas espinas y más tarde una sencilla e inocente brizna de hierba. Todas y cada una de estas formas tenían su encanto. Mientras fuese semilla podría ser cualquiera de ellas.

Sin embargo una necesidad acuciante de conocer su verdadera forma andaba molestándola últimamente, hasta el punto, de casi darle el coraje necesario para decir sí. Pero el freno de la decepción y de la irremediabilidad de ser, por ejemplo, uno de esos matorrales que parecen estar en el monte sólo para rellenarlo, latía bajo el hollejo con mayor estruendo que la tímida ilusión de alcanzar la posibilidad de ser una planta maravillosa.

El enemigo en casa otra vez.

Sólo quedaba entonces la inmolación, se dijo; así este también caería, era la única forma que veía para acabar con él. Y estaba decidida. Porque en esta sangría lenta del invierno alargado, no hacía más que engordar al miedo y podar así, hojas, tallos, flores y tiempo de lo que un día sería en la lejana primavera. Estaba ya tan harta de este suicidio lento que de nada servía, pues en él, ni morirá ni vivía, que prefería si bien lo pensaba, el ser cardo, yerbajo o matojo seco y desgarbado.

Así que, en un acto beligerante, abriendo seriamente el cuaderno en blanco, con el honor del samurai dispuesto a hacerse el haraquiri; empuñó el bolígrafo, tomó aliento, y escribió decididamente una tras otra, las palabras que, sedientas de papel, acudían libremente. Las ideas se movían como agujas expertas y una prenda de palabras aparecía de forma espontánea, sin patrón delimitado, sin manos que lo confeccionasen, sin punto aprendido. Al comienzo, no sabía si era gorro o bufanda……. sólo podía seguir tejiendo o más bien, seguir siendo tejida:

«No tenía pareja, no tenía hijos, no tenía trabajo, tampoco tenía perro y vivía sola en la ciudad.

No llevaba una vida mucho más infeliz que el resto de los mortales, aquellos que ocupaban sus vidas con todas estas cosas.

Sólo era una forma de vivir, distinta, sin barandillas. Sus amistades, infinitamente más ocupadas que ella, las podía contar con los dedos de una mano. Entre ésto y su creciente escrupulosidad a la hora de elegir las compañías, pasaba la mayor parte de su tiempo a solas.

Vivía en un tercer y último piso de unos veinticinco metros cuadrados. La mitad del salón estaba ocupada por la espera de un gran piano a ser tocado, una docena de plantas y un árbol. Un sofá de dos plazas de terciopelo gris, un escritorio de sus abuelos y una silla giratoria, eran el resto del mobiliario.

Enfrente del sofá la observaban, al sentarse, sus queridos libros sobre baldas de madera de pino, encajadas en un hueco de la pared en el que antaño se encontraba la chimenea.

La casa había pertenecido a la abuela Quequeta, al menos eso ponía en el buzón cuando llegó. Por lo visto había vivido allí sola durante muchos años hasta que ya no pudo valerse por sí misma más tiempo y acabó sus días en una residencia.

Ésta era una casa para vivir en soledad, daba igual sí se tenían ochenta y tantos o treinta y tantos, era para mujeres que estaban solas.

Aunque ahora comenzaba a saborear la soledad no siempre fue así. Desde que nació hasta hacía bien poco, había sido una banda sonora de ritmo vertiginoso y atronador, un público mordaz, indiferente, imposible de cautivar. Un escenario polvoriento de tablones viejos y rancios que chillaban acusadoramente ante cualquier movimiento de aquél que osase subirse a representar la patética función de su vida.

Era un espejo cruel y mezquino, embarcado por decenas de dedos que señalaban la imperfección y los errores. Espejo de mango ardiente que al ser asido, convertía el rostro en lastimosas muecas, haciendo difícil el sostenerlo por mucho tiempo».

Inmersa en esta inmolación de lo indefinido, de lo latente, alargó el brazo sin levantar la vista del papel, buscando su taza. Al topar su mano ciega con el repentino recipiente, el líquido, en un acto de rebeldía contra la forma, se des-sirvió ágilmente dejando de ser taza para ser pie. Mas no lo consiguió, pues un zapato melancólico que añoraba ser taza, para ser besado como antaño eran besados los zapatos, se interpuso entre en el líquido y la piel, y no le quedó más remedio a la manzanilla, que ser suelo de aquella cafetería-librería que había encontrado por casualidad.

Había llegado tarde a la sesión de las 20:00 y decidió esperar a la siguiente para ver la película que echaban en el cine de enfrente. Ya había oído hablar antes de este lugar, su antiguo compañero de piso a trabajaba allí por las mañanas.

El Ocho y medio se llamaba, por lo visto un lugar de referencia en la escena literaria de Madrid, al que acudían escritores, editores, actores, periodistas, amigas que se reunían para charlar sobre el traslado laboral de una de ellas, o para elegir la película que irían a ver. Parejas que posponían con cafés, palabras y miradas presagiosas, el momento ansiado en el que, en la intimidad de algún lugar, el aire que separaba sus pieles, fuese extinguido por los cuerpos en llamas.


Algo tiraba de mi barbilla hacia arriba para que despegase los ojos del papel. Y ante la insistencia de ese tirón que amenazaba con levantarme directamente de la butaca, elevé la mirada. Vi un gesto de gravedad en un rostro decidido sobre un cuerpo, que se dirigía hacia la mesa de enfrente. ¡Dios mío! Esa muchacha iba a hacer algo terrible, sus ojos la delataban….y ¡allí mismo!. Tomó asiento como quien por fin llega a la silla eléctrica, tras haber pasado media vida en el corredor de la muerte, casi ya aliviado. No, media vida no, más bien como quien ha nacido de una madre presa y sólo por el mero hecho de haber nacido, hubiese sido condenado a muerte para toda su vida ya, y el corredor de la muerte hubiese sido su único mundo y una constante espera, cuyo único fin hubiese sido el llegar a esta silla, para realizar su destino.

Así se sentó ella.

Entonces sacó de su pecho un cuaderno y estocó un bolígrafo sobre él. La sangre azul comenzó a derramarse formando letras, palabras, frases….. y así viéndola desangrarse …. Lo supe: ”Es ella”…Si, ella es el valiente personaje que necesito para que me ayude a salir del entuerto, nunca mejor dicho, en el que se había metido con aquella endemoniada novela, ¡que en qué hora! …¡Sí!, ella me va a salvar, pues en sus ojos no se esconde el miedo a la muerte. Salí de mis reflexiones y estudié la situación. Desde mi mesa alcanzaba a ver su infusión todavía humeante. Esto me aseguraba, por lo menos quince minutos o veinte, para poder estudiarla y leer en sus ojos. Y pensar en algún plan.

Además de teñirme el pelo de blanco, el tiempo me había enseñado a esperar. Esperar el momento adecuado para actuar.

Como si ella se supiese observada, su mirada se iba tornando más compleja, más hermética….y ésto iba calando de curioso interés mis huesos; como lo hacían las gotas grises que brillaban los fríos adoquines del otro lado del cristal.


Aún en esta etapa, todavía se revolvía tratando de zafarse de este apretón de manos con la vida. Se le olvidaba el pacto para con su mente, que trataba de cubrirla torpemente, como un desgarbado y frágil paraguas en medio de un furioso temporal, para evitar que la vida le mojase.

Se le olvidaba el acuerdo de ser libre.

De ser libre para quedarse quieta cuando la costumbre o el miedo la arrastraban a empujones.

De escuchar el profundo ruido del antiguo mundo y así dejarlo libre.

Se olvidaba de la promesa de no colgarse de las figuras que formaban las nubes, cuando se vestía de triste soledad su mirada.

Se olvidaba de abrir los brazos y cerrar los ojos.

Y como un pequeño ratón asustado a veces iba de lado a lado royendo rancias ideas en trampas construidas por ella misma desde un lejano pasado.

Ahora una llamada, ahora un quehacer, un pensamiento, un movimiento…todos en vano…y es que en realidad, no se creía a sí misma. Y menos mal…… Sólo que, a veces, se le olvidaba.

Pero como se estrella el agua y estalla contra el suelo cuando es lluvia; la verdad le explotaba en la cara cuando trataba de distraerse.

¡Distraerse!…. que palabra, se nos dice de pequeños “tienes que aprender a distraerte tu sola, ahora no te puedo atender”

¡Maldito lenguaje siervo de la ignorancia!

Fijaos que enseñanza…desde que somos tiernos infantes se nos invita a “des-traernos”; a dejar de traernos hacia nosotros mismos. O a “entre-tenernos”; a colocar algo, un juguete o un pasatiempo entre medias de uno y uno mismo.

En vez de ayudarnos a tenernos aquí y ahora; a traernos a nosotros mismo al único momento que existe y no estar ausentes a la vida comiendo queso rancio.

Pero…¿ cómo podría enseñar el que no sabe?. Padres, padres de padres y así hasta el huevo y la gallina.

Por tanto ¿de qué sirve buscar culpables? eso es de ruines, una pérdida de tiempo….. sólo abrir los brazos y cerrar los ojos.

Importa lo que se haga ahora ¿qué más da lo que nos enseñaron?. Basta de justificar de poner cortavientos autocomplacientes para que no se nos vuele el ego.

Basta ya de poner escaleras para alcanzar los sitios a los que ya llegamos.

Abrir los brazos y cerrar los ojos.

Dejó el bolígrafo sobre la mesa y miró hacia la calle, nevaba silenciosa y plácidamente.

Como caían suavemente los copos, así lo hacían los músculos de su espalda y mandíbulas.

Nevaba en su cuerpo y en su alma contemplantes. La respiración también nevaba…. La mente congelada. El tiempo lo cubrió la nieve.

Y volvió a cumplir la promesa: abrir los brazos y cerrar los ojos.

Abrazó la calma y se desnudó de palabras.

Se levantó y se acercó a la ventana. Los pájaros negros sobre el gris invierno surcaban el cielo.

Sintió que no tenía nada más que decir, nada más que escribir, entonces sintió miedo.

– ¿Y ahora qué?

– Nada.

El suave arrullo de su segundo cerebro, el vaivén en las fosas nasales……. Se sentía apaciguada de un blanco nieve…

Otra vez la pregunta:

– ¿Y ahora qué?

Valiente:

– Nada.

Apareció la preocupación de que algo le sacase de aquel espacioso estado pacífico. Ya conocía esa trampa……. brazos abiertos, ojos cerrados…… Abrazaría lo que viniese.

Volvió a contemplar el otro lado del cristal, solo vio un copo ya, pequeño mecido por el viento limpio. No sabía exactamente por qué, pero sabía que ver ésto era muy importante. El hecho de que cayese ya él sólo, le trasmitió una sensación de que en ese preciso instante, todo estaba bien. Sonrió.

Apoyada en el marco de la ventana, respiraba invierno y contemplaba el caminar de las nubes blancas…la vida caminaba.

De pronto un sol tímido, dio a luz sombras y luego se acercó y le acarició dulcemente la cara. Este gesto despertó en ella un intenso deseo de corresponderle. Sin pensarlo, con un repentino movimiento cogió sus cosas y dejó el dinero de la infusión inacabada.

En el camino hacia fuera, tropezó con una súplica azulmente melancólica enmarcada por unos ojos desconocidos y alarmados, que parecían gritarle “¡aún no!” bajo un pelo de nieve. Tuvo que zafarse de éstos, sin comprender nada, atendiendo a su urgencia de salir al jardín del patio interior al encuentro con el sol.

Se sentó. Cerró los ojos y se fundió en un abrazo de calidez que le erizó la espalda. El calor callante, en medio del recién blanco, fue dando lugar al silencio. A pesar del murmullo de las voces que provenían del interior de la cafetería, y del rumor de puntillas de la fuente que sonreía justo enfrente, el silencio le habitaba.

Un silencio eterno. Intocable. Que poderoso todo lo penetraba y aun así, pacientemente, permitía que el ruido juguetease con los durmientes a ser verdad, sin reclamar nada.

Un silencio que tan basto se sabía, que ni siquiera necesitaba espacio, ni lleno ni vacío, para expresar su inconmensurable amplitud.

Un lienzo respirante cuya textura sostenía a cada pincelada, a cada individuo, aunque éstos lo ignorasen y creyesen ser sólo pinturas oleosas, hijos de mano y pincel.

Un silencio sin principio ni fin que hacía uno el dos. Que desnacía a los conceptos dejando así al mundo desnudo de jardines, de flores, de cielo, de sol, de cafeterías, de voces, de abrazos,… hasta desmundar completamente al mundo.

PRÓLOGO

La soledad es un buen jardín para pasear y reconocer los distintos aromas que emanan nuestras emociones, las clases de semillas sembradas de nuestras creencias y la luz que pasa a través de las copas de nuestras reflexiones que ilumina lo que escapa a los sentidos. Ser jardineros de nuestro jardín interior es una cuestión de amor. Pero para llegar a ello, son precisas la confianza y la aceptación de la vida más allá de la propia voluntad. Estas dos alas, son las que elevan a la protagonista de esta novela, hacia un vuelo de altura desde el que sobrevolar este jardín interior, en el que su salto al vacío sería apostar por su gran sueño: convertirse en escritora. Sin embargó lo que empieza siendo un jugueteo con la fantasía de hacerlo realidad al presentar a un concurso literario un par de primeros capítulos autobiográficos; supondrá un punto de inflexión en su vida al ganarlo accidentalmente. Además sin sospecharlo, se convertirá en un personaje de la novela de otro escritor que se ocultará bajo el protagonista de su propia novela.

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