1.

Leipzig, Alemania. Diciembre 1942

21: 54 pm.

Las risas de los niños ya no recorrían las calles de la pintoresca ciudad de Leipzig, era cierto que había un antes y un después, hacía tiempo que había dejado de ser una ciudad tranquila para todos aquellos que llevaban visiblemente cosida una estrella en la manga de su brazo izquierdo, era tan descabellado para Max pensar ¿en qué momento aquel símbolo de fe se había transformado en una marca de deshonra?, así que ya no le importaba que en aquella noche cayera la primera helada prematura del invierno, ni siquiera que las risas de los niños ya no recorrieran afables las calles de su pintoresca ciudad porque eran silenciadas por los atronadores aviones que les sobrevolaban las cabezas. Eso ya no era relevante. Lo único que le importaba era saber cuando iba a acabar la maldita guerra que les había condenado a confinarse dentro de las cuatro paredes que formaban su «acogedor» hogar. Subió las escaleras que le llevaban desde la trastienda de su negocio hasta su casa particular, con toda su frustración por no haber vendido nada aquel día, entro abatido en su cuarto, se dirigió a una estantería y encendió la radio que se ocultaba tras los libros, con la esperanza de poder escuchar al fin tan anheladas palabras; y día tras día, desde hacia demasiado tiempo, mas del que deseaba, siempre ejecutaba el mismo patrón. Sin embrago, aquella noche era distinta a todas las demás. Aquella noche contenía demasiada carga emocional para Max y una mezcla de recuerdos se habían despertado de manera inconsciente en su agotada y perturbada mente mientras luchaba por no llorar delante de sus hijos que correteaban libremente por el espacio jugando al escondite, su juego favorito, ajenos a todo lo que les rodeaba; así que, una vez más apago el transistor y lo volvió a ocultar entre los polvorientos libros.

El reloj del abuelo que se encontraba en la planta baja dio las diez de la noche, Max tomo aire y entro en la habitación de sus hijos, la luz tenue proveniente de dos palmatorias situadas en cada una de las mesitas de noche, iluminaban la habitación de Isaac y Abraham, de tres y cinco años respectivamente. Se acerco a una fotografía familiar que había encima de la cómoda, y encendió una vela delante de ella.

– Feliz cumpleaños, le dijo Max a su hijo Isaac con voz suave y amable, (su aspecto hosco distaba mucho de su carácter, era un hombre especialmente tierno).

La tercera cama que ocupaba la habitación desentonaba ligeramente de las otras dos y empequeñecía el espacio; la culpable de esto había sido Sarah, la hija mayor de Max, una hermosa y vivaz jovencita de dieciséis años. Que a pesar de tener su propio cuarto había decidió trasladarse a la habitación de los pequeños, tras la muerte de su madre, para velar por ellos todas las noches. Debido a que su padre pasaba demasiado tiempo en el negocio familiar era de obligado cumplimiento que ella tuviera que cuidar de sus hermanos, lo cual, había generado un vinculo especial entre ellos y aunque su sueño no era desde luego tener que ejercer de medio madre, de alguna manera había tenido que hacer frente a ello y lo aceptaba porque era lo que «Dios le había mandado». En el fondo, creía que un pequeño esfuerzo traería consigo una enorme recompensa en el futuro, y era precisamente esa fe la que movía su enorme corazón. Y a pesar de todo lo que había tenido que pasar en la niñez, siempre estaba feliz, pues poseía una gran fuerza para hacer frente a las adversidades. Era una de las muchas cosas que había heredado de su madre junto a su tez blanca e inmaculada que resaltaba sus sonrosadas y pecosas mejillas.

A Sarah también le gusta jugar al escondite con sus hermanos. A pesar de la corta edad de Isaac es extremadamente inteligente y siempre se las está ingeniando para buscar nuevos sitios, lo que le hace a Sarah más difícil la búsqueda. Así que cuando Sarah deja de contar y acude en su búsqueda, aprovecha para practicar las cosas nuevas que aprende en sus clandestinas clases de danza. Esto ocasiona en Max un espectáculo digno de ver, porque como el mismo dice: No camina, se desliza. Sin embargo, el lugar preferido de Abraham para esconderse es el armario, es su pequeño bunker, no es que Abraham no sea inteligente, es que su cualidad es otra. Sarah siempre le descubre primero, la pequeña tabla suelta del suelo que oculta sus chocolatinas le delata, aunque la mayoría de las veces se hace la tonta para alargar un poco más el juego.

– ¡Nueve y diez!, grita Sarah desde la habitación, ¡Voy! Las risas de los niños sirven de banda sonora para los pasos de baile de Sarah, mientras, Max los observa sentado a los pies de la cama de Abraham.

Sarah baila sobre el parquet buscando a los diablitos; llega en releve al armario; hace un spagat para mirar debajo de la cama. Su imaginación se dispara mientras sigue su búsqueda, Tchaikovsky suena en su cabeza y su cuerpo danza sobre el escenario del Bolshòi. Su preciosa melena avellana acompasa el delicado movimiento de su torso.

Balanceo sutilmente su brazo, agarro la cortina de la bañera y la abrió súbitamente.

– ¡Te cogí!, grito Sarah a Isaac, que estaba escondido en la bañera, y le cogió en brazos. El pequeño comenzó a reir mientras batía sus tiernos brazos en el aire. Mientras Sarah se encaminaba al cuarto, una voz procedente del él la sobresalto.

-¡Salvado!, dijo Abraham casi atragantándose con la densa saliva que le había producido la ingesta de tanto chocolate; Sarah corrió por el pasillo con el bebe en brazos, y encontró a Abraham muerto de la risa y con los morros manchados. Dejo a Isaac en el suelo, y atuso el revuelto y oscuro pelo de Abraham (era la viva imagen de su padre).

Max, que era un hombre bastante corpulento, se acerco a ellos y mientras cogía en sus enormes brazos a sus hijos, susurro: _ A dormir, que ya es muy tarde _ . Metió en la misma cama a los dos pequeños, cogió un cuento y se dispuso a leer:

– Vamos a ver, dijo Max. ¿Por dónde nos habíamos quedado?

De un impulso Abraham le arrebato el cuento a su padre, comenzó a pasar las paginas rápidamente, arrugando y manchando todas las hojas que se encontraban con sus regordetes dedos y después se lo devolvió. Max se puso sus gafas y comenzó:

– «El faraón, temiendo que naciera el libertador del que tanto habían oído hablar los esclavos hebreos dio la orden de que todo niño varón hebreo que naciera, le quitaran la vida».

Isaac se estremeció, cogió fuertemente la manta y se tapo la cara hasta los ojos. Sarah, que observaba la escena desde la cama contigua, se levanto y se sentó a su lado:

– No temas Isaac, eso no os va pasar a vosotros. ¿Recuerdas? es solo un cuento.

El padre sonrió y continúo con la lectura:

«Entonces una hebrea llamada Josheved huyo con su hermoso hijo llamado Moises y lo puso en una cesta cubierto por una manta y le dejo flotando en el rio cerca del palacio del faraón. Y le pidió a su otra hija que vigilara la cesta. La hija del faraón vio de repente que había una cesta muy bonita flotando en el rio. Al ver que se movía y hacia ruido, decidió acercarse y fue entonces cuando descubrió al bebe. Moisés creció como hijo del faraón y…

Abraham comenzaba a bostezar e Isaac se había dormido hacia unos minutos.

– A dormir, dijo Max a Abraham mientras le cogía en sus brazos y le cambiaba de camita.

– No, porfa papa, sigue un poquito más; contesto entre bostezos el niño.

– Por hoy se acabo, mañana seguiré un poco mas-. Contesto Max, y con un leve soplido apago la palmatoria de la mesita de los niños.

Max se acerco a la cama de Sarah, cogió una cajita de música de su mesita, le acaricio el pelo y le beso en la frente.

– Te pareces tanto a tu madre, le susurro al oído. Estaría orgullosa de ti.

Sarah simplemente esbozo una leve y tímida sonrisa, nunca sabia que decir cuando le recordaban a su madre. Naturalmente que la echaba muchísimo de menos pero solo con que alguien se la mencionara se bloqueaba. Gretchen, además de ser su madre había sido también su mejor amiga, y seguir adelante sin ella se le hacía muy duro pero canalizaba esa pena en satisfacer a sus hermanos y a su padre, porque viéndoles felices a ellos le hacía feliz a ella.

Max se sobresalto un instante. – ¿Has oído eso?, pregunto a Sarah.

– ¿Oír, el que? respondio ella.

Max oculto su preocupación y prosiguió.

– Nada, nada. Volvió a asir entre sus manos la cajita de música y cuando se disponía a abrirla volvió a escuchar un ruido, ahora sí, muy fuerte y aun más cerca.

– ¡Rápido Sarah, escóndete en el armario!

– Pero… Papa

– ¡No me repliques!, contesto enfadado. La cogió fuerte del brazo, la levanto bruscamente de la cama y la metió en el armario. Después fue corriendo hacia las camas de los pequeños pero el grupo de las SS liderado por el teniente Herrmann ya habían entrado en la habitación. Max, intento socorrerles pero Herrmann le encañono y cayó de rodillas al suelo. Los tres SS que escoltaban a Herrmann capturaron a los niños que entre gritos y sollozos fueron introducidos a la fuerza en una camioneta.

– ¡Por favor, no les hagáis daño!, dijo Max llorando mientras el frio cañón de la Luger de Herrmann apoyaba en su entrecejo.

– Reza fuerte a tu dios, puto judío. A ver si puede oírte.

– ¡Por lo que más quieras!, son lo único que tengo. Volvió a dirigirse Max a aquel teniente que le encañonaba impasible.

Obersturmführer Herrmann se alzaba rígido delante de Max tenía ese porte que caracterizaba a los Nazis; frio, impasible. Clavo sus despiadados y vacios ojos en el. La pistola no le titubeaba y de repente soltó una maquiavélica carcajada que resonó en los oídos de Max, que aterrorizado, miro detenidamente el uniforme del Teniente observando los galones que este lucia orgulloso.

– ¡Esto va a resultar muy divertido! dijo el teniente; Veo que también sabéis suplicar. ¡Suplica judío!

– ¡Haced lo que queráis conmigo, pero no les hagáis daño a ellos por favor! ¡Somos alemanes! ¡No hemos hecho nada, somos alemanes!

Sin bajar la guardia, Herrmann volvió a reír, se dio la vuelta y comenzó a mirar la fotografía familiar que había en la cómoda.

– ¡Desnúdate!, grito el oficial sin apartar su mirada de la fotografía.

Max, todavía de rodillas y con los brazos apoyados en su cabeza, miro desconcertado a Herrmann.

– ¿El padre valiente no quiere seguir jugando? ¡Es una orden, desnúdate! Tiro la fotografía al suelo y la piso brutalmente. El cristal que la protegía se hizo añicos, desgarrando también el corazón de Max. ¿Esto es cuanto queréis los judíos a vuestros hijos?

Max, entre lágrimas, bajo lentamente las manos y comenzó a desabrocharse el batín.

– Avinu Malkenu, Chane-nu va-ane-nu, Avinu Malkenu, Chane-nu va-ane-nu, ky eyn banu maa-sim; rezaba Max.

– ¡Cállate!, vocifero el teniente. Pero Max seguía rezando.

– Ase i manu, Ase i manu, Ase i manu tsdara va chesed, v´ho shieee-nu.

– ¡He dicho que te calles, Maldito judío!

La oración de Max estaba desquiciando al teniente, pero Max no cesaba. Encolerizado, Herrmann golpeo con la culata de la Luger la cara de Max, le rompió al instante el tabique de la nariz y con la cara ensangrentada, cayó al suelo mareado por el dolor.

Max se giro como pudo, y retorciéndose alzo los brazos al cielo y comenzó a rezar mas fuerte: » ki eyn banu maa-sim, ase i manu, ase i manu, ase i manu tsdara chesed, v´ho shieee-nu». El teniente, miro con asombro a aquel hombre que no desistía en su deseo.

Max comenzó a reír a la par que lloraba y en la desesperación que le producía la situación de saber que aquello no terminaría bien, y abalanzándose contra el teniente dijo:

– ¡La risa se oye más que el llanto!

Con los ojos ensangrentados de ira, Herrmann le golpeo brutalmente, Max cayó al suelo de nuevo y Herrmann le volvió a encañonar y le pego un tiro a bocajarro en la frente. Su sangre salpico al teniente, que comenzó a patalear bruscamente el cuerpo inerte.

– ¡Putos judíos!, dijo mientras le escupía. Te advertí que te callaras. ¡Puto Mestizo! ¿Te has quedado tranquilo? Herrmann le gritaba como si pudiera oírle. ¡¿Te has quedado tranquilo?! volvió a decir. Guardo su pistola, se limpio las salpicaduras de sangre que habían llegado hasta su cara con la manga de su antebrazo, se recoloco la chaqueta, respiro profundamente dos veces y se dispuso a salir de la habitación.

Las duras y pausadas pisadas de Herrmann resonaban en el armario en el que Sarah, todavía permanecía escondida, congelada por el miedo, con los ojos desorbitados. Contenía la respiración, las lágrimas la ahogaban y el corazón le latía rápidamente. Estaba completamente aterrada, lo había visto todo desde la rendija que quedaba entre las dos puertas. Sarah se giro un poco para ver desaparecer a Herrmann por la puerta pero su cuerpo le traiciono y sonó un leve chasquido al pisar la madera mal colocada. Herrmann se detuvo, dudo un instante y tranquilamente se dio la vuelta, miro la fotografía del suelo, y descubrió algo que no le cuadraba. Alguien más quedaba en la habitación pero no quería que saliera huyendo. Si había algo le caracterizaba es que era discreto. Sádico pero discreto. Se acerco a hurtadillas y abrió de un golpe la puerta del armario. Sarah lanzo un breve gemido que rápidamente cortó Herrmann tapándole la boca.

– Vaya, vaya. ¡Mira lo que encontré!, dijo Herrmann sacándola de por los pelos de su escondite. ¡Una ramera judía! Parece que habrá que quemar todos los armarios de Alemania.

Herrmann llevaba ya algún tiempo en la caza de judíos, desde que se aplico la «Solución Final», y por experiencia sabia que los judíos se las apañaban muy bien para ocultarse en los lugares más recónditos de las casas.

Sarah intento forcejear para escaparse pero a lo único que le dio tiempo fue a coger la caja de música que todavía tenía su padre, ya cadáver, en la mano.

El teniente volvió a cogerla por los pelos y la arrastro por toda la casa, hasta que finalmente la metió en la misma camioneta que habían anteriormente metido a sus hermanos. Sarah se abrazo a ellos para intentar consolarles. Herrmann se dirigió a los SS que le acompañaban y les dijo que revisasen la casa por si quedaba alguien más. El furgón arranco mientras Sarah veía ante sus nublados ojos como desaparecía su casa entre llamas.

SINOPSIS

En mitad de la 2GM, dos mundos tan dispares como son el de la joven de origen judío Sarah y el SS Ehrlichmann, se cruzan en medio de un escenario tan hostil como lo es un campo de exterminio. Sarah, que acaba de perder a toda su familia, es reclutada para trabajar de criada en casa del Mayor, pero su intento de fuga le llevara a estar cinco meses secuestrada en un sotano.

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