Raíces de vida

Raíces de vida

Biron Norori

06/04/2024

El alarido de dolor viajó más allá de la vastedad, a varios kilómetros de espesa jungla. Bandadas de pájaros se fundieron con la oscuridad del cielo, y fragmentaron la luz que la luna diluía entre pasos tímidos de nubes trémulas. Gatos y perros, cuyos tamaños eran directamente proporcionales a su peligrosidad, temerosos ante la idea de una nueva especie depredadora o de una decisión unánime del hombre por exterminarlos de manera definitiva, se valieron de todas sus energías para huir a zonas que consideraban seguras, aunque hacía mucho tiempo que ninguna lo era.

La mujer, con el cabello y la piel manchados por el polvo y el sudor caliente que resbalaba por su cuerpo, respiraba agitadamente; cada inhalación y exhalación se sucedían con rapidez, señal inequívoca del esfuerzo inhumano al que estaba siendo sometida, aun cuando una labor de parto fuese lo más humano. Tras un nuevo grito, el bebé emergió al mundo, envuelto en una viscosa gelatina amarillenta. La madre, con un gesto instintivo, rompió la membrana, liberando un aroma químico que picaba ligeramente en las fosas nasales.

Harapos manchados por la tierra recorrida y reclamada, humedecidos por lluvias compasivas hacia los desfavorecidos, acogieron al inocente cuya primera expresión fue una risa. La mujer, con el dolor propio del parto aún latente, cargó al niño y se sumergió en el río que fluía ante ellos. El agua, descendiente de cumbres vírgenes y santuario aún no profanado por la avaricia, los envolvió con su fría caricia, liberando sus cuerpos y almas de las cargas que pudieron conducirlos a futuras preocupaciones, al olvido de la fuente que les brindaba satisfacción en un mundo abrumado por prisa y demandas.

Purificados, la madre depositó al infante sobre la tierra cercana. Con un puñado de ella en sus palmas, y en dialecto de guerreros y amantes, impartió su bendición a aquellos que honran su hogar, pues no hay ultraje mayor que despreciar el refugio que nos guarda de injusticias y vilezas. Bendijo incluso al transgresor, al que ya había pecado, olvidando el “ojo por ojo”, y rogó a los árboles que purgaran el rencor de sus raíces, guardándolo en un cofre diminuto, donde también estaban las traiciones ancestrales y los fallos perpetuos. Hecho esto, untó la tierra sobre la frente del niño, sus cachetes y su vientre.

En un instante fugaz, el bebé fue reclamado por la tierra abrazándolo con maternal ternura. Donde antes reposaba el niño, brotó una hoja solitaria, seguida por otra, y en cuestión de minutos, un millar de hojas adornaban un tronco majestuoso que se alzaba imponente como un dios absoluto que buscaba proteger a sus fieles blasfemados.

Y así, la naturaleza se permitió respirar, y les regaló a sus ingratos hijos del mundo la oportunidad de amanecer un día más.

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