I

Mientras observo cómo el cielo se difumina en tonos cada vez más grises, y mientras la claridad del mar se desvanece conforme mi descenso se precipita, no puedo dejar de pensar en lo ridículo que resulta que los retazos de mi existencia terminen así, confinados en una maleta que flota a la deriva por el Golfo de México.

Los cuerpos a mi alrededor, cuya vida antes palpable hace ya tiempo que los abandonó, se sumergen con una lentitud que me resulta asfixiante. El frío se ha ido, y con él la incertidumbre y las ganas de seguir manoteando para escapar de la garganta del mar que me devora. Entiendo al fin que mi masa corporal no tiene ya significado ni propósito, y que entre yo y las rocas que rodean a los corales no hay verdadera diferencia pues todos somos parte del mismo ciclo que nace y muere a cada parpadeo del sol. Y lo que soy —o mejor dicho, lo que fui— se habrá pronto quedado grabado en el tiempo como una fotografía inmóvil e impotente que sólo se añora a sí misma.

Y pensar que todo comenzó cuando compré esa maldita maleta en aquel bazar de San Miguel… Pero es que me fue imposible no sentirme atraído por su costura, por sus detalles rectangulares y sus motivos que asemejaban a un mapa desplegado. Había querido viajar desde hacía tiempo, aprovechar mi repentina libertad y la perspectiva renovada de la que tanto presumí desde el divorcio. Y dado que en mi ingenuo optimismo no pude atinar peor pensamiento que el de creer que lo único que necesitaba era un incentivo, por pequeño que este fuese, al tener de frente esa preciosa maleta y sentir cómo de alguna manera me miraba incitándome, no pude sino dejarme llevar por el momento. « Este será el pretexto » me dije, « ya sólo tendré que fijar una fecha y un lugar ». Mas ahora que esa valija me ha superado en ímpetu —puesto que ella aún flota mientras que yo me sigo hundiendo— me resulta por demás irónico recordar aquellos días en que juraba que todo estaría bien, siempre y cuando me concentrara en ir hacia delante y no en permanecer quieto en un solo lugar… Y heme aquí ahora, despojado de todo control y a la merced de un abismo que se siente cada vez más propio; mientras que allá arriba, guiada por la marea y bajo el cobijo del otoño y los vientos meridianos, la maleta en que se ha arraigado mi vida —o lo que quedó de ella— se empapa de un futuro que de pronto me resulta ajeno.

Traten de ponerse en mi lugar; o más aún, traten siquiera de imaginar lo siguiente:

En alguna parte de México nace un animal sin conciencia de su propósito, que luego vive indiferente a su destino y que eventualmente muere sacrificado sin enterarse de cosa alguna. Y entonces su piel, extraída de tajo y curtida minuciosamente, se traslada hasta los talleres de algún artesano chiapaneco que la manipula a placer para forjar una maleta que será considerada como objeto de lujo. Y esa misma piel confeccionada, luego de recorrer cuánta distancia le fue posible, pasando de mano en mano y de estación en estación, es abandonada o regalada y va a parar al escaparate de un bazar guanajuatense, en donde una mañana cualquiera un hombre en plena crisis de los cuarenta la compra, la llena de retratos, cartas, de un par de libros y algunas alhajas familiares, y la monta en el portaequipajes de una embarcación que sale de Veracruz con destino a las Bahamas —y que dolorosamente fue bautizada como “El Paraíso”—. Y ahora, cinco días después, esa misma piel desgarrada y refinada por capricho y vanidad humana, observa el horizonte con la indiferencia propia de su inanimada condición, mientras que su último dueño lleva horas negando la muerte en un soliloquio por demás inútil y absurdo.

Esa maleta no se maravilla —porque no puede— con la brisa que deja la madrugada tras su paso, y que se rocía por el alba taciturna; no suspira cuando el sol se asoma ni cuando el cielo alcanza el punto máximo de su esplendor; no sueña con los destellos peregrinos que besan las olas, ni añora la belleza poética del vaivén del mar cuando despunta el día… Sólo flota, sólo existe, mientras yo me sumerjo por mi marítimo sepulcro sabiendo que al final no fui ni remotamente tan importante —o acaso tan inútil— como el cuero de aquel desafortunado animal que no se enteró de cosa alguna.

Mi cuerpo quizás no lo aparente, pero en lo más profundo de mi ser me ha nacido el impulso de una histérica carcajada.

II

La ciudad amaneció cubierta de un tenue sopor que rodeaba los callejones con su rumor de lluvia. Las campanas de la Catedral anunciaron la misa de ocho, espantando a las parvadas de palomas que se alzaban cubriendo el insípido cielo matutino. Los encinos que rodeaban el Palacio Municipal se despertaron con el Huapango de Moncayo que sonaban en los altavoces de la plaza, mientras que un eco de sirenas desveladas recorrió las avenidas de un extremo al otro. Las rutas del transporte urbano habían subido el pasaje y el descontento se dejó sentir desde temprano. Y a la par, el ferrocarril que cruzaba el estado con dirección a Jalisco detuvo el tráfico, retrasando al cuerpo de bomberos encargado de sofocar el incendio que unas horas antes se había iniciado en un terreno baldío cerca del Encino.

Así fue la mañana en que Octavio Hinojosa llegó a Aguascalientes dispuesto a quitarse la vida.

Tenía sólo treinta años, pero estaba cansado. Sus ojos lánguidos le pesaban cada día más, al punto de llegar a sentirlos como algo ajeno a su cuerpo. Dormía poco y lloraba mucho, y sólo comía cuando el vacío del estómago se volvía insoportable. Las horas las sentía eternas y asfixiantes —sobre todo durante el invierno—, y la noción de un futuro tangible le resultaba por demás borrosa. Llevaba soportando desde muy pequeño un vacío anímico que ni él mismo se podía explicar, y para empeorar las cosas en alguna parte de su cerebro había estado creciendo un tumor durante años, mismo que no había sido detectado sino hasta hace unos meses atrás. El diagnóstico no fue terminal, pero tampoco concluyente. Se precisaron más exámenes; no obstante Octavio se rehusó a continuar con las pruebas o siquiera iniciar el tratamiento preventivo. Parecía extrañamente satisfecho con saber lo que tenía, sin con ello pretender evitar o prolongar nada, pues había encontrado al fin la justificación clínica para los desfases mentales que había tenido desde adolescente. Pensó que después de todo era posible que su inestabilidad emocional pudiera tener una explicación neurológica, y eso le bastó para no sentirse más culpable por los errores que había cometido en el pasado.

Y fue así que sintiéndose al fin libre de ofensa, una madrugada escapó de casa sin decir palabra alguna.

Llegó a la terminal de autobuses y tomó un taxi que lo llevó hasta un hotel cercano al centro. En el camino evitó la plática que el chofer trató de iniciar, y en cambio se concentró en escuchar el reporte policiaco de la radio. Llegó a las nueve y una vez en su habitación tomó una ducha que no se preocupó por apresurar, dejando que cada gota lo recorriera sin pausa hasta verlas estrellarse en los azulejos turquesa de aquel baño. El cuarto le pareció acogedor, pero melancólico; había un dejo de tristeza que se sentía palpable en cada rincón del mismo. Pensó en cuántas historias, cuántos desamores o cuántas promesas se habían ahogado allí, bajo esa incierta noción que da el anonimato. Miró las paredes sin más alternativa, evitando encender la televisión y sumergiéndose en el tosco silencio de su soledad; y lo hizo con tanto afán que su mente se perdió en más de una ocasión tratando de discernir figuras inexistentes en el papel tapiz de los muros.

Por la tarde salió del hotel y caminó un tiempo, dejándose guiar por las coloridas fachadas que adornaban la calle Madero hasta Carranza. Se paseó por las callejuelas y los jardines, meditabundo y ausente como una hoja que se mueve por mero azar y consecuencia del viento. Entró luego a una vinatería y compró una cajetilla de cigarros sin filtro y una botella de whiskey, de esas que calzan fácilmente en el bolsillo interior del saco y de la cual bebió varios sorbos antes de regresar a la calle. Sin embargo, al pasar justo al lado de un oficial de policía que vigilaba la zona, no fue el alcohol lo que se apresuró a disimular, sino el revólver calibre 38 que llevaba a la altura del abdomen.

El cielo seguía nublado, y los volátiles vientos hidrocálidos llenaron el ambiente de un aroma a ratos insípido y a ratos nostálgico. Y poco antes del anochecer, con los primeros roces de la lluvia que se avecinaban humedeciendo el aire, Octavio se detuvo debajo de un letrero con la leyenda Café de Herrán que colgaba a la mitad de un andador.

Entró y de inmediato quedó atrapado por el decorado rústico del lugar, en cuyo jardín se erigía un enorme roble del cual colgaban varias figurillas de tela. Las mesas estaban hechas de troncos desiguales y las sillas parecían talladas a mano. Del techo que circundaba el patio se suspendían algunas lámparas de gas envueltas en cristales y celofán, y en las paredes se exhibían obras de pintores locales distribuidas de manera uniforme —así como una réplica al óleo de Nuestros Dioses de Saturnino Herrán—. Y al fondo, en la muralla detrás de la barra, se podía ver la figura en aerosol de la Catrina de Guadalupe Posada con su sonrisa turbia y su sombrero floreado. Octavio suspiró, pensando que no había mejor lugar para tomar su última taza de café.

Se sentó y comenzó a fumar, fijando su mirada en una de las tantas obras que adornaban los muros, y que había llamado su atención por encima de las demás. Se titulaba Ironía, y presentaba a una suerte de pez sideral que en medio de ondas sonoras pretendía atravesar un espejo multicolor que flotaba por el cosmos. La técnica y el uso de colores le parecieron soberbios, y se le fue por lo menos media hora en contemplar dicha pintura. Y al cabo de un rato notó que a tan sólo unas mesas de distancia alguien lo observaba detenidamente, como queriendo reconocerlo. Era un hombre de unos sesenta o setenta años, que al espiarlo viéndolo le hizo el ademán de que se acercara, pero Octavio apartó la mirada en el acto volviéndola al cuadro en la pared. Siguió la noche entre música de trova y la palabrería de los comensales, mas no tardó en sentir cómo aquel sujeto lo seguía observando. Y a una nueva invitación de éste, se levantó de donde estaba y caminó hasta allá.

— Una disculpa señor —se apresuró a decir apenas llegado a la mesa—, pero creo que me ha confundido con alguien más.

— ¿No eres tú quien ha estado mirando esa pintura sin parpadear? —preguntó el hombre señalando el cuadro con el dedo índice.

— Bueno, sí —respondió titubeante.

— Entonces no te he confundido con nadie. Anda, siéntate a tomar algo.

Octavio agradeció el gesto pero se negó a acompañarlo, a lo que el anciano persistió con tal terquedad que logró persuadirlo.

— Y dime, ¿de verdad te gustó el cuadro? —le preguntó el viejo.

— Sí, bastante.

— Ya veo. ¿Y qué crees tú que el artista haya querido expresar con eso del “pez espacial”?

— No lo sé —contestó Octavio—; ¿un sueño, quizás?

— ¿Conque un sueño, eh?… Bueno, se podría decir que sí.

— ¿Es usted quien lo pintó?

— Efectivamente —respondió—. Mi nombre es Héctor Betancur, y llevo más de cuarenta años componiendo y trazando “sueños” como ese.

— Vaya. ¿Y qué significa entonces el pez?

— No estoy seguro, la verdad; o al menos no lo recuerdo. No sé, quizás no signifique nada.

— Pues es muy bueno.

— Y se ha vendido esta mañana —presumió el viejo—. De hecho estoy celebrando pues éste es ya el cuadro cuarenta y nueve que vendo de esta serie. Ya sólo me queda uno.

— ¿Y cuál es? —preguntó intrigado Octavio mientras recorría la galería con la vista.

— No está en exhibición aún —respondió el viejo—; saldrá hasta el sábado. ¿Vendrás a verlo? Estoy seguro de que te va a encantar.

— La verdad no lo creo —respondió casi susurrando—; no estaré aquí para entonces.

— ¿Saldrás de viaje?

— No precisamente—respondió, y luego hizo una pausa—. Bueno, tal vez sí… No lo sé en realidad.

— ¿Cómo es que no lo sabes? —insistió el viejo, pero no recibió respuesta.

Octavio quedó en silencio. El hombre se inclinó de pronto para admirarlo con detalle, hasta que su vista se cruzó con la del joven que parecía evadirlo. Algo en esos ojos lo cautivó casi al punto de las lágrimas. Más que las ventanas del alma —como seguido se dice que son los ojos— lo que miró en ellos fue un par de cristales empañados y llenos de grietas; temerosos y con ansias de ver su reflejo apagado. Se recordó a sí mismo treinta años atrás, al borde de una depresión que parecía perpetua. Se reconoció pues en la basta soledad de su interlocutor, y fue entonces que su expresión se transformó en un ceño melancólico y fraternal, para luego volverse solemne.

— ¿Cuánto dinero tienes contigo muchacho? —le preguntó.

— No lo sé, no mucho… ¿Por qué?

— Mete tu mano en el bolsillo y saca lo que tengas suelto—ordenó el viejo—; y no te preocupes que yo pagaré lo que has bebido.

Octavio titubeó un momento hasta que finalmente lo hizo, sucumbiendo ante la presión y sin siquiera intentar ocultar su escepticismo. Puso en la mesa un par de billetes y unas cuantas monedas, que sumaban acaso ciento cincuenta pesos, y se volvió hacia el pintor que había encendido un cigarro y comenzaba a recoger el dinero.

— Ya está —dijo al fin—; con esto has comprado mi última obra. Mi lienzo número cincuenta es ahora tuyo, y vendrás mañana mismo a mi casa por él.

— ¿Perdón? —preguntó Octavio claramente confundido, pero el hombre no contestó. Y añadió con voz entrecortada:

— No, lo siento… Pero la verdad no creo poder hacerlo…

— Claro que podrás —aseveró el pintor—; te lo entregaré a primera hora y luego te llevaré a comer algo, ¿de acuerdo?

— Perdón, pero de verdad no es necesario–

— ¡Tonterías! —lo interrumpió— Mañana vendré por ti y no se dirá más, ¿vale?

Octavio se quedó sin palabras y sin comprender lo que sucedía. El hombre se retiró no sin antes hacerle prometer que se verían al día siguiente. Y cuando estuvo sólo otra vez, regresó a contemplar la Ironía de Héctor Betancur; y casi dejó caer la taza de expreso que tomaba cuando se dio cuenta de que la pintura había cambiado (el pez ya había atravesado medio cuerpo al otro lado del espejo).

El Café de Herrán cerró sus puertas a la media noche. Octavio volvió a las calles que ahora lucían desiertas, bajo el amparo de la ciudad y los faros nocturnos. Del cielo caía una lluvia que apenas si pudo sentir, y de no haber sido por el patrón de colores que reconoció de las fondas y las cantinas, seguramente no habría podido encontrar el camino de regreso al hotel. Tomó otra ducha que prolongó durante casi una hora, guardó el revólver en su maleta y se desplomó sobre el colchón como una roca. Bebió hasta terminar la botella de whiskey con un par de tragos certeros, encendió el último cigarrillo que le quedaba y comenzó a murmurar un dialogo imaginado con el recuerdo de su madre. La habitación se ensombreció lentamente, difuminando su visión como si sus retinas fuesen un par de vidrios bajo la lluvia, hasta que al fin se enredó desnudo entre las sábanas color púrpura de la cama.

SINOPSIS

Octavio es un joven de treinta años que llega a la ciudad de Aguascalientes con la intención de cometer suicidio. El doloroso yugo de su pasado, así como un tumor cerebral que le deteriora paulatinamente la lucidez, han vuelto su existencia insoportable. Sin embargo una seria de eventos (que se suceden balanceándose entre lo real y lo fantástico/absurdo) lo llevan no sólo a cuestionar su decisión, sino incluso a preguntarse si en realidad sigue vivo. Mientras que de forma paralela se desarrolla una segunda historia: La de un naufragio en el que noventa personas mueren y cuyos cuerpos se hunden en el mar dejando que algunas maletas queden flotando a la deriva, llevando consigo las historias fragmentadas de sus dueños (las cuales conoceremos en la voz de uno de ellos, narrada a manera de monólogo post mortem). Y conforme ambos argumentos se desarrollan, conoceremos la inusual serie de casualidades que terminarán por unir la vida de Octavio con la de algunos de los caídos de la embarcación “El Paraíso”.

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