Ya tenía un tatuaje en el omoplato izquierdo cuando acudió al estudio de tatuaje. No tenía ningún significado especial, sólo era un dragón multicolor. Ahora quería un dibujo original, algo especial, en el antebrazo. La tatuadora era una joven menuda, con el pelo rojo y los ojos oscuros, de piel muy clara. Enseñó a Ismael una carpeta con distintos dibujos, sentados ambos ante una mesa y con un par de cafés de máquina. Él no se decidía por ninguno. Preguntó Ismael a la joven si tenía más dibujos. Ella se levantó de su silla, se alejó de la mesa donde tenía los álbumes desparramados, se acercó a un mueble con estantes y cajones. De un cajón cogió una llave y con esa llave abrió la puerta de un pequeño armario. Sacó un álbum de dibujos que mostró a Ismael. Él los miró asombrado mientras pasaba las hojas, eran dibujos densos e intrincados, apenas se distinguía lo qué representaban. Le gustaban. A él le parecieron muy buenos y ella le confesó que los había diseñado y dibujado ella. Ismael se quedó contemplando uno en concreto. Sólo veía un follaje tupido y ella preguntó: ¿Lo ves? Si lo ves te cobro la mitad por el tatuaje. Ismael contestó que sí; ¿que qué veía?, un hombre arrodillado con la cabeza entre las manos. Sonrió la joven, era una sonrisa inquietante, llena de presagios. Te haré este dibujo. Es mi ángel negro.

Él le preguntó por su significado y ella le respondió que no tenía ninguno. Ismael dijo convencido que aquello que no tenía explicación había que eliminarlo. Todo tenía una explicación lógica. Ella le miró con ironía y afirmó que a veces nos encontrábamos cara a cara con lo inexplicable y lo inasible, lo irreal podía estar tan presente como lo real. Ismael negó con la cabeza. Para él todo lo que no era real no existía y había que extirparlo de la mente, para qué gastar el tiempo en ideas inútiles. Entonces, ella intentó comprender lo que él estaba diciéndole y comentó que, si había que extirpar las ideas que no le gustasen por misteriosas o extrañas o inexplicables, de las palabras de Ismael se desprendía que esas ideas serían peligrosas porque contaminarían al resto de los pensamientos, y entonces, ella recordó esa frase de la biblia, ¿cómo era?, la de cortar la mano que ha de pecar, para que el resto del cuerpo no acabase en el infierno.

Ismael fue al estudio varias veces para tatuarse el brazo. Sentado frente a ella la contemplaba mientras trabajaba. Estaba concentrada, sin prestar atención a nada más. Apenas levantaba la vista del dibujo, parecía absorbida por las líneas que sabía de memoria; no utilizó ninguna referencia, ni volvió a mirar aquel álbum de dibujo. Él sentía el dolor, un dolor distinto, un dolor dulce. Cuando terminó el tatuaje, Ismael quiso que continuara en el otro antebrazo. Ella dijo que no, era suficiente.

Tenía el antebrazo tatuado, una especia de brazalete ancho, desde la muñeca hasta el codo. Un follaje enmarañado de ramas retorcidas y entrecruzadas y de hojas diminutas de distinta forma, dentadas y afiladas. Entre el ramaje, escondido un hombre de frente, desnudo, delgado y musculoso, arrodillado y con las manos en su cabeza rapada, inclinada sobre el pecho. También él retorcido y tenso. Reflejaba de alguna manera su propio dolor y su ira. El ángel negro.

El tatuaje causaba sensación. En el taller de motos, Ismael lo enseñaba a sus clientes. Gustaba a todos. Nadie lograba ver al hombre. Ismael insistía, ¿lo ves? Todos negaban. También lo enseñó al joven que trabajaba para él, Carlos, quien miró fijamente el brazo tatuado, ¿Lo ves?, volvió a preguntar. Carlos contestó que no, que lo sentía y que le parecía un dibujo extraño, raro, y que le parecía que las hojas se movían como en la realidad cuando hacía un poco de viento.

Ismael dejó de preguntar, no porque nadie distinguiera nada entre el follaje, sino porque su sangre se heló cuando comprobó que el hombre se movía. Levantó su cabeza rapada y miró al frente con ojos vacíos y profundos. Al principio temió que fuera una mala jugada de su imaginación. Miró rápido, vio mal. Había visto algo que no podía ser, se dijo. Volvió a mirar. El hombre seguía mirando.

No quería creer en lo que veían sus ojos. Acababa de levantarse e iba ponerse una camiseta y prepararse un café. Seguía de pie ante el armario, bajo la luz débil de la bombilla de la lámpara del techo. Decidió que no era nada nuevo, que ese era el dibujo original en el que antes no se había fijado bien. Dos días después al salir de la ducha, en el cuarto de baño, volvió a mirar. Estaba descalzo, la frialdad del suelo en los pies. Percibió que la figura tatuada había vuelto a cambiar de posición. Empezó a respirar más rápido y el corazón se le aceleró. Salió del baño y se acercó a la ventana del salón donde entraba la primera luz del sol para mirar con más detenimiento. Observó el rostro de rasgos difuminados; de él se desprendía algo que atemorizaba, una amenaza turbia que no conseguía explicar. Para él todo debía tener una explicación, lo terrorífico solo existía en las novelas y en las películas; todo parecía fruto de su imaginación, una mala pasada de la mente, que funcionaba bien excepto alguna vez que había fallado, y la duda de si podía fiarse de sus pensamientos insubordinados penetró en su cerebro, y si no podía fiarse de sí mismo, el mundo se acabaría, pues lo difícil de afrontar y lo inexplicable socavaban sus creencias firmes y herméticas. Quizá lo turbaba que todo el rostro era un vacío, los ojos eran huecos, la boca era un agujero, todo una oquedad, que invitaba a mirar dentro, a entrar en el interior a pesar de la intuición de que no podría encontrar la salida. Y a pesar de lo ambiguo del rostro sabía con total certeza que el hombre tatuado lo miraba fijamente. Necesitó aire y se sentó en el sofá. Se inclinó y se agarró con fuerza al cajón de madera que tenía enfrente; lo golpeó con fuerza; lo tocó para aferrarse a algo que se pudiera asir, que fuera real y concreto.

Empezó a ponerse camisetas de manga larga a pesar del calor de la primavera. Sentía un escozor en la piel al sentir la tela suave sobre la piel tatuada. Ismael sabía que era la protesta del hombre que necesitaba sentirse libre. La quemazón de la piel se hizo insoportable. Desde entonces volvió a llevar camisetas de manga corta. Cuando miró otra vez el hombre tenía la boca abierta en un grito mudo que ocupaba todo el rostro y deformaba la expresión inacabada. No soportaba la vista del brazo. Era algo ajeno a él. Una presencia extraña y amenazadora tatuada en su piel.

Volvió al estudio de tatuaje para hablar con la joven. Quería que interviniera de alguna forma; ella creó a esa criatura y tendría el poder de parar aquello. Podría dibujar algo que aniquilara o neutralizara el dominio que el ángel negro empezaba a tener sobre él. Aunque ya no se conformaba con que volviera a su estado inicial, quería que desapareciera de su cuerpo. La calle seguía igual. El estudio de tatuaje entre una papelería de barrio y una refresquería. Tenía bajada la puerta metálica. No había notas, ni avisos, nada. Preguntó a la señora que atendía en la papelería. Le dijo que llevaba una semana sin abrir. Preguntó si sabría cómo ponerse en contacto con ella. La señora de la papelería le dijo que nunca habló con la joven, sólo hola y adiós, la otra no quería conversación y no sabía nada de ella. Ismael se alejó desolado.

En el baño de su casa, frente al espejo, contempló su cara pálida y atormentada. Sentía curiosidad. No quería mirar. No quería saber. Deseaba saber. Cogió el brazo izquierdo con su mano derecha con cuidado. Contempló al ángel negro. El hombre tenía los ojos abiertos, la boca cerrada, los brazos a lo largo del cuerpo y sólo una rodilla en tierra. El ángel iniciaba su ascenso. E Ismael recordó las palabras de la Biblia.

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