Où est passée Paris la rouge?
La Commune des sans-souliers?
S’est perdue vers Aubervilliers
Ou vers Nanterre l’embourbée,
Paris la rouge
(Serge Reggiani. « Paris, ma rose »)
Cuando leais esto, seguro que pensáis que he sido alguien que ha tenido el privilegio de vivir unos momentos históricos. Unos hechos que cambiaron el mundo del siglo XX. Y tenéis razón, fue una vorágine de sucesos, de sobresaltos, de emociones de todo tipo, un torbellino de ideas nuevas, algo que ha marcado los últimos años del siglo pasado, como la comuna de París de 1871 marcó todo el fin del siglo XIX. Pero, entonces, los que estábamos allí, no éramos sino una panda de jóvenes decididos a casi todo y digo “casi”, porque a pesar de todos lo que os voy a contar, no hubo más que una víctima mortal, en un suceso que tuvo lugar en las fábricas de Renault, cuando los trabajadores se unieron a la rebelión de los jóvenes.
Yo estaba en París estudiando, con una beca de posgrado. Estudiaba lo que podía (tampoco voy a exagerar, que había muchas otras cosas que hacer, que leer, que aprender, que vivir). No me esperaba todo lo que pasó, ni en lo personal, ni en lo comunitario. Todo fue una sorpresa, para un joven de veinte años, que todo lo que había hecho, aparte de estudiar ingeniería en la España franquista, había sido pasar un verano en Londres con una de las famosas becas de la IAESTE y hacer un viaje de fin de carrera a Oriente Medio en un barco acompañado por todos los amigotes de la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid. El relato que sigue, centrado en los meses de la “revolución” de 1968, no es sino un desbarajuste desordenado de todo lo que se me agolpa en la mollera cuando me pongo a evocar aquello, oscurecido muchas veces por las nieblas del tiempo que ha pasado. Por eso, amigos, no me hagáis mucho caso. Algunas cosas serán verdad, otras se las habrá inventado mi cerebro sin mi permiso consciente y otras, pues oye, puede que sean adornos poéticos, qué diablos.
1
Enero en París. El tiempo era suave, nublado, sin lluvia , tras uno de los otoños e inviernos más húmedos y lluviosos que se recordaban. Los castaños del Boulevard St Michel todavía no tenían hojas. El barrio latino en aquellos años, todavía no era la telaraña de restaurantes para turistas, bancos, boutiques de moda a bajo precio y tiendas de “souvenirs” que es ahora; todavía era un barrio de estudiantes. Varios cines de arte y ensayo, la “Joie de lire” -la librería de François Maspero-, las tiendas de Jean-Gibert y Gibert le jeune y unos café-tabac, donde todavía podía pedirse un “Viandox” y un huevo duro para acompañar al balón de rouge eran la salsa del barrio. No me acuerdo si aquel día olía a tilo, o es un recuerdo falso, porque, para empezar, no estoy seguro que hubiera tilos en el barrio latino. Lo que sí es seguro es que apestaba el humazo que lanzaban por el tubo de escape los autobuses públicos “Chausson”, aquellos que tenían sus pescantes traseros abiertos y que, como tantas cosas, han desaparecido de París.
Mi amigote Juan y yo habíamos visto “La Chinoise” de Jean-Luc Godard en el Estudio de la Harpe y caminábamos discutiendo sobre el asunto. Juan se consideraba a sí mismo un entendido en cine.
- -Vamos, no me fastidies, te pones a criticar así sin más la mejor película de Godard. No me digas que te has aburrido.
Me miraba con gesto cómico de falsa indignación, mientras tras subirse el cuello de la gabardina, gesticulaba con las manos levantándolas sobre su cabeza como pidiendo ayuda a los dioses.
La verdad, a mí la película me había parecido bastante peñazo aunque desde un punto de vista político era interesante como análisis de lo que se llevaba entonces: Marxismo-Leninismo contra revisionismo, etc. Después se ha dicho que todo Mayo del 68 estaba prefigurado en la película y que Godard era casi un profeta. He vuelto a ver la película años después -no hablo de memoria-y, la verdad pienso que el cine de “la Chinoise”, con todo su golpe de “Cahiers du cinema”, nueva ola y todo eso, ha envejecido bastante,
pero, en fin, en aquellos años ese era el espíritu de los tiempos que corrían, aunque a mí me siga gustando más el Godard de “A bout de souffle”.
Además, qué rayos, he decidido desde hace unos años romper con los pijos de “Cahiers”. Les he leído durante casi treinta años, (ahora, en el siglo XXI, eso se llamaría “postureo”) y, cierto que gracias a ellos he visto cosas interesantes, pero desde que no les gustó “Babel” de González Iñárritu, decidí que, encima, no tenían ni puta idea de cine)
Bueno, que me distraigo, vuelvo a 1968. La discusión seguía de los más animada: Juan y yo nos conocíamos desde los tiempos del colegio, habíamos estudiado ingeniería industrial en la escuela de Madrid, habíamos hecho juntos el viaje fin de carrera y nos habíamos vuelto a encontrar en París por casualidad. Nos llevábamos muy bien, a pesar de esas diferencias de criterios cinematográficos. Llevábamos unos siete meses en París, estudiando con becas del Gobierno Francés. Todos los universitarios de la época se desfondaban por conseguir una beca Fullbright para ir a Estados Unidos, así es que los que sabíamos francés, que éramos una minoría, teníamos el horizonte bastante despejado para obtener una beca francesa. Ventajas de haber estudiado francés en el bachillerato, ¡con lo que odiábamos a nuestro profesor de francés, conocido en el cole como “el chepa”, por su leve parecido con Quasimodo!. Nos forzó a aprendernos todos los verbos irregulares de memoria. Si no eras capaz de conjugar sin faltas todos y cada uno de los tiempos verbales de cada uno de los verbos, te quedabas castigado sin salir. Terrible. No sé si vosotros, amigos, conocéis en profundidad la lengua de Molière, pero conjugar, por ejemplo, el verbo “boullir”, es algo que ni la mitad de los franceses son capaces de hacer. Lo odiábamos, pero si no aprendes todo eso con doce años, no lo aprendes en la vida.
Gracias “Chepa”, te lo digo desde Bruselas, muchos años después. Por cierto, amigotes: ¿sois capaces de conjugar el presente de indicativo de “boullir”? Ya sé, ya sé, lo estáis intentando recordar. Hablaremos después.
Aquel inolvidable curso de 1967-68, yo estudiaba en el Centro de Estudios Nucleares de Saclay y Juan, ni me acuerdo qué estudiaba. Aunque, de hecho, creo que nunca lo supe a ciencia cierta. Tras alojarnos en hoteles baratos del distrito XIV, acabamos los dos en el Colegio de España, en la Cité Universitaire. Al Colegio de España, – una residencia para posgraduados españoles-con su pesada fachada y sus cuatro torres cuadradas le llamaban “el escorialito”. Tenía una zona de habitaciones para elementos del sexo masculino y otra para las chicas. El director había dicho que al que se le pillara por la noche en las habitaciones del sexo contrario corría el riesgo de ser expulsado. Cosas de la época. Eso sí, podíamos ver la televisión juntos, e incluso reunirnos en la biblioteca o en la cava. La “cava” era un espacio que habíamos arreglado los residentes en el semisótano del edificio, con unas cuantas sillas baratas, un tocadiscos antediluviano, un armario lleno de vino barato y un par de mesas. Casi siempre había alguien , dándole a la húmeda, discutiendo, oyendo discos rayados, bebiendo vino y fumando “Gitanes” hasta que se te salían los pulmones por la boca. No había nevera, así es que era inútil llevar cervezas. La biblioteca, en cambio, era como mucho más seria, había una televisión y bastantes asientos cómodos. La verdad, para qué os voy a decir otra cosa: no me acuerdo si estaban tapizados de cuero o no, pero eran cómodos, claro que a los veintipocos años cualquier asiento, incluído el palo de un gallinero, te podía resultar cómodo. En la biblioteca, de todas maneras no había muchos libros y en la tele había dos cadenas a cada cual más plomo. De Gaulle dando discursos o alguna pieza de teatro mayormente soporífera cubrían la programación del día. La marsellesa a medianoche, y a la cama, franceses y francesas. A producir francesitos para mayor “grandeur” de la France.
Lo habitual, después de haber ido al cine era entrar en uno de los cafés del barrio y pedir un par de “Calvados”, que te servían con un terroncito de azúcar al lado. El Calvados, como todos vosotros sabéis, es un licor de manzana, que se hace destilando sidra. Es típico de Normandía, en concreto del departamento de Calvados, faltaría más. En aquel entonces, estaba muy de moda y, para unos estómagos como los nuestros, estragados por eso que llamaban en España “coñac”: Veterano, Soberano, y otros matarratas de esa índole, fue como si se te apareciera San Pablo en el camino de Damasco. Era suave, era delicado, tenía un aroma a manzana extraordinario y, no era dulce. Nos hicimos adictos sin dudarlo.
Para cenar, visto que solía ser tarde y los restaurantes universitarios de la cité cerraban pronto, lo suyo era meterse en el estómago antes del cine unos crêpes al Grand Marnier en un carrito que solía ponerse en la esquina del boulevard con el Quai Saint Michel -no había dinero para ir a cenar convenientemente en alguna “brasserie”- y volver a la Cité, que estaba relativamente cerca del Barrio Latino. Había que coger el metro en St. Michel hasta Danfert-Rochereau y allí, cambiar a la “ligne de Sceaux”. Una estación hasta la cité, y un pequeño paseo por el Boulevard Jourdan hasta el Colegio de España. Hoy día, el RER va directo entre las dos estaciones, pero en 1968, a nadie se le había ocurrido pensar que una línea exprés iba a atravesar París de cabo a rabo.
- ¿Vamos a ver si hay alguien en la cava?
- No, no, que es tarde y mañana hay que levantarse pronto.
- Vale. Hasta mañana.
Realmente, el que tenía que madrugar era yo. No tengo ni idea de a qué hora se levantaba Juan, pero yo tenía que ir a Saclay, que estaba bastante lejos de París. Los autobuses se iban a las 8.30 de la Puerta de Gentilly. Si perdías el autobús tenías que coger la ligne de Sceaux hasta Massy-Palaisseau y, de allí salía cada hora en punto un minibús que llevaba a Saclay, con lo cual, te perdías una o dos horas de curso. La consecuencia es que yo no desayunaba más que una o dos veces por semana. El resto de los días me precipitaba a coger el autobús con los ojos llenos de legañas y sin haberme duchado. Había tres duchas por pasillo y en cada pasillo había como veinte residentes que, cosas que pasan, todos querían ducharse a la misma hora, así que lo más sabio era dejarlo para luego y salir, pies en polvorosa a coger el autobús. La jornada se acababa a las cinco de la tarde. Tiempo de coger el autobús de vuelta, ir al Colegio, pegarse una ducha, y preparase para ir a cenar en el restaurante de la cité. Con la tarjeta de estudiante costaba 1,30 francos. No era bueno, pero era barato.
Algunas tardes bajábamos al barrio latino a ver una película o a tomarnos unas cervezas en St. Germain des Près, y casi todas las noches bajábamos un rato a la cava a ver lo que se cocía por allí. En la cava nos juntábamos todos. Unos contaban sus hazañas, otros cantaban, otros discutían de política. Lo que es una vida comunitaria. Las chicas del ala “femenina” también participaban de forma activa y, como era de prever, ya se habían formado algunas parejas, aunque luego tuvieran que hacer los mil malabarismos para burlar la regla de no mezclarse por las noches en los cuartos: la única comunicación entre la zona de los dormitorios de las chicas y los de los tíos era una puerta que estaba en la planta baja, justo enfrente de la cabina del guardián de noche, cuyo único trabajo al parecer, era ése: que no hubiera tráfico entre ambas áreas. Vaya un elemento, el guardián de noche, con una chaqueta de cuero negro y un sombrero, también de cuero, del que no se desprendía ni en el interior de su cuchitril. Si a eso le sumas su mirada feroz, como si los residentes fuéramos todos hijos de Satanás, ya tenéis una imagen clara del, iba a llamarle “hombre”, pero vaya, lo dejaré en “semi-hombre”.
No se puede decir que fuera una vida de bohemio en París. Era una vida de estudiantes con el dinero de la beca justo para ir tirando, pero visto desde la distancia, esos recuerdos son como un bálsamo de fierabrás que me puede ayudar a sobreponerme de cualquier pena, aunque es verdad que había momentos en los que me aburría y en los que estaba hasta más allá de los glomérulos de Malpigio, el balance era positivo: estaba en París con una beca. Ya era un hombre de mundo.
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