CAPÍTULO 1

Alexander Leisser contaba con apenas once años cuando ya era un lector voraz de cómics y novelas fantásticas y de aventuras. Se adentraba apasionadamente en esos mundos ensoñadores que le motivaban los sentidos y agudizaban su conocimiento, alimentado por tantas horas de lectura. Incluso, siendo más pequeño, recordaba cómo su abuelo le contaba las hazañas de un tal Alonso Quijano cuando se enfrentaba contra unos gigantes que resultaban ser viejos molinos de viento. También decía sentirse más humano al evocar las enseñanzas de aquella niña tan especial que tenía el don de, solo con escuchar, lograr que los que estuviesen tristes se volvieran más contentos, que los enfadados llegasen a solucionar sus problemas y quien, por muchos hombres grises que intentaran convencer a todos de que ahorrar tiempo era la mejor solución, demostró, con la ayuda de la tortuga Casiopea y del Maestro Hora que hay que saber aprovechar cada segundo que tengamos de vida y sacarles partido a los valores espirituales, más que a los materiales. Cada vez que el joven Leisser cogía un libro, pasaba las páginas con tanta devoción que palpitaba en su estómago un látigo eléctrico donde volaban, alborotadas, las mariposas de la curiosidad. En sus ojos, se iluminaban las palabras hasta tal punto que su imaginación parecía aquel trenecito que, en cada estación donde parase, se iba llenando de ilusiones y magia por los escondrijos de aquellos interminables vagones.

El niño fue creciendo y no se conformaba, para seguir agrandando sus ansias de aprender, con solo leer lo que habían escrito los demás, sino que necesitaba que sus propias ideas encontraran un lugar donde perpetuarse y quedasen grabados, de por vida, los mensajes que pretendía mostrar al mundo; para que otros ojos fuesen los que disfrutaran de lo que él había engendrado con las manos y el corazón. Dicho de otra manera: ¡Quería escribir! ¡Soñaba con ser un gran autor de novelas! En su interior, esa vocecita que todo escritor escucha –aunque no sepan exactamente dónde– necesitaba sacarla hacia fuera y plasmarla en papel o en la pantalla.

Un buen día, Alexander daba vueltas a su cabeza sobre una idea que le rondaba desde hacía tiempo. Se trataba de terminar, por fin, su manuscrito sobre la historia de un hombre, Peter Wallace, a quien le encantaba viajar por el mundo, pero, debido a que se encontraba postrado y condenado a pasar el resto de su vida en una silla de ruedas, no podía cumplir su sueño con total normalidad. Entonces, para no dejarse arrastrar por la tristeza, comenzó a imaginarse que podía andar y se veía caminando por las calles de París, tomándose una taza de té verde en una de las cafeterías en cuyo horizonte se erguía, cual signo de exclamación gigantesco, la Torre Eiffel. Contemplaba, con una sonrisa en el pecho, la hermosura de las mujeres parisinas. En menos de un segundo, de la capital francesa volaba a New York. Deambulaba por la Gran Manzana, se quedaba extasiado con la Estatua de la Libertad y contemplaba cómo danzaban en el viento las hojas rojas de arce en Central Park. De la gran urbe, pasaba, en un instante, a estar bañándose en las aguas celestiales de las Islas Maldivas. Sentía el sol refugiándose entre los sedales de arena blanca…

Alexander se sentaba en el sofá del salón de su casa y, con el portátil, comenzaba a teclear de manera apasionada para darle forma a esa historia sobre Peter que tanto entusiasmo le producía. Sin embargo, después de llevar un largo tiempo escribiendo, reescribiendo, suprimiendo, añadiendo o quitando frases o una simple coma del texto, sentía una profunda frustración, porque no le satisfacía lo que llevaba avanzado. Por mucho que releyera o corrigiera y volviera a empezar, una rabia intensa le hacía desistir y no querer aceptar que, quizás, no valía para ser escritor, pero sí para saborear y vivir como nadie las ficciones de los clásicos maestros de la Literatura Universal. Así que, compungido y derrotado, luchaba contra sí mismo para no resignarse, ya que Alexander era un hombre positivo y no se rendía con facilidad. Marchó hacia la calle a dar un paseo nocturno para que la tormenta se desprendiera poco a poco de sus sentimientos. Hacía un frío tan intenso que, al respirar, el vaho que salía de su boca parecía un bocadillo de viñeta. El viento de poniente bajaba aún más la temperatura.

«¿Qué debo hacer para escribir sin dificultades ni impericias? ¿Acaso no llevo toda mi vida leyendo miles de libros y saboreándolos como nadie? ¿No es suficiente para dar rienda suelta a mi inquietud de querer ser un contador de historias? ¡Quiero ser escritor, maldita sea! ¡Es mi vida!», se reprochaba a sí mismo sin encontrar respuesta alguna.

—Joven, ¿qué es lo que quieres conseguir de la literatura? ¿Fama, dinero, mujeres? —le dijo una voz que provenía de una casapuerta.

Una figura de un hombre, con una botella de champán, se asomaba misteriosamente.

—¿Quién… quién es? ¿Quién me ha hablado? —contestó Alexander asustado y casi temblando, mientras miraba de un lado a otro hasta que vislumbró aquella aparición recóndita.

—Disculpa. No me he presentado. Soy Oscar Wilde. Y a ti te gustaría ser escritor, ¿no? ¿O acaso me equivoco?

«Creo que estoy soñando», pensó el joven Leisser. «¿Un fantasma va ayudarme a ser escritor? ¡Empezaré a carcajearme!»

―Antes de reírte ―dijo Wilde―, deberías de aprender a respetar a tus maestros. Bebe de mi botella de champán y, quizás, tendrás la habilidad de ser un gran escritor. Al fin y al cabo, no existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo.

Alexander hizo caso al autor de El Retrato de Dorian Gray y se llevó la botella hacia sus labios. Pero una especie de fuerza externa le impedía poder deglutir aquel licor burbujeante. Luchaba contra ese impulso invisible hasta tal punto que parecía que sus manos estuviesen tocando una trompeta y solo pudo beberse una diminuta cantidad. De repente, sus neuronas comenzaron a revolucionarse de forma extraña y sus pensamientos se tornaron nublos.


CAPÍTULO 2

—¡Qué gran personalidad tienes, Alexander! No parece que estés desesperado. Me ha costado la misma vida convencerte, ¿eh? —le insinuó Wilde.

—¿Yo…?, ¿yo?

—¡Calla, ignorante! ¡¿Acaso crees que me convertí en un artista de las palabras porque se me presentó el espíritu de Shakespeare y me invitó a un manjar suculento en su lujosa casa?! He conocido la miseria en mis últimos años por culpa de la bebida —recalcó Oscar con el lagrimal encendido—. Incluso —continuó— llegué a pasar hambre. Y ya sabéis de mis vicios… tanto mis contemporáneos como vosotros, mundanos venideros. ¡Este es el precio que hay que pagar por la inmortalidad! —sentenció el dramaturgo dublinés.

—A ver si logro entenderlo. ¿Me está diciendo que para llegar a ser grande debo llevar una mala vida? —preguntó Alexander con cara de estar bastante confuso.

—Interprétalo como quieras. Lo que pretendo hacerte ver es que los que hemos llegado hasta arriba y nos mantenemos por los siglos de los siglos, tuvimos que saborear la miel de los infiernos. No se trata de empezar desde abajo y alcanzar la meta, sino que una vez la hayas cruzado, para ser eterno, tus defectos siempre deben ser secundarios ante la majestuosidad del talento. Así es el juego. Cuando falleces, en la balanza de tu vida, si lo que has escrito tiene más peso que todos tus pecados juntos, entonces has ganado la partida. Da igual si el reconocimiento te viene durante tu paso terrenal o después, aunque seas acusado de sodomía y grave indecencia…

Tras esta pequeña lección de metafísica, Oscar Wilde se esfumó como el humo de un cigarrillo dispersándose en cuestión de segundos. Alexander quedó pensativo por todo lo que le había dicho el maestro irlandés. Ya le daba igual si lo que estaba viviendo era un sueño o era real. Siguió caminando por esa calle iluminada por farolas y repleta de naranjos jazmín que perfumaban la frialdad nocturna. Se replanteaba cómo afrontar, de una vez por todas, el manuscrito que tantos quebraderos de cabeza le producía.

CAPÍTULO 3

Nunca llegó a dominar a la perfección los signos de puntuación o la gramática en general. Herramientas fundamentales que todo buen escritor —e incluso un simple juntaletras— debería saber como el padrenuestro. Este defecto, que casi desembocó en complejo, le impedía avanzar notablemente en la obra que ya había comenzado alumbrar. Se detenía más en las formas que en el contenido. En las palabras que en el propio mensaje. «Las comas me están matando, así cómo los diálogos. Y me hago un lío con los tiempos verbales. Leer me ha ayudado mucho, pero no tanto como quisiera», rumiaba en su interior, a la vez que se mostraba deslustrado.

—Escribir correctamente no es lo más importante —comentó inesperadamente un caballero con bigote blanco y gafas de carey—. Lo que de verdad cuenta —prosiguió con su dulce acento— es la esencia de las ideas que pretendas transmitir al lector. Te pongo un ejemplo: Imagínate que estás al timón de un velero y apenas tienes conocimiento de navegación. Te encuentras atravesando un piélago inmenso, sin arrecifes, sin olas y con buen temporal. De repente, las marejadas comienzan a rebelarse. Alzan sus manos, levantándolas, como si quisieran atraparte entre sus garras. Y acompañan con sus rugidos de tambor a los silbidos del viento. Tienes la sensación de que vas a zozobrar. El miedo y la desconfianza inundan tus venas. Pero sigues agarrado al timón, sin soltarlo, procurando no chocar con las rocas o hundirte en lo más profundo del océano, agudizando el instinto de supervivencia. ¡El mar son las palabras, el timón la lingüística y la forma de gobernar el barco sería la resolución definitiva de tu original! Por cierto, me puedes llamar Gabo.

—Alentador su discurso, no le esperaba por aquí —respondió Alexander como si se tratase de un pariente lejano al que uno hace tiempo que no ve; al fin y al cabo, si había de visitarle algún fantasma, siempre era más agradable que fuera el de García Márquez—. En este preciso momento, recuerdo una célebre frase suya que se hizo memorable y que viene como anillo al dedo respecto al tema que estamos tratando: «Simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros» —citó el aprendiz de escritor con admiración, esbozando una sonrisa de complicidad.

—Pienso que sobre este asunto mejor encajaría aquello de: «El deber revolucionario de un escritor es escribir bien».

Cuando Alexander se dispuso a responder al padre de Cien años de soledad, aquel había desaparecido sin dejar rastro alguno… Acto seguido, se detuvo y echó un vistazo a su alrededor, por si aún estuviera cerca. Al percatarse de que debía haber vuelto al firmamento sideral como una estrella resplandeciente de la literatura universal de todos los tiempos, prosiguió deambulando. Metióse las manos en los bolsillos de la chaqueta. Un escalofrío le estremeció el corazón. Levantó la mirada hacia el cielo. Observó la luna llena, color amarillo pálido, mientras unas nubes oscuras cubrían aquella luz blanca de la noche cuales cortinas tapan el resplandor que se cuela a través de la ventana. El silencio era como el aullido de un lobo para despertar la soledad que siempre le acompañaba. Cientos de cuervos aparecieron en el horizonte acelerando el corazón de Alexander. A las primeras horas del alba, una especie de mendigo, cuya silueta espectral había sobresaltado a nuestro joven escritor, le hacía señas con la mano para que se acercase a donde se encontraba: sentado en el interior de un portal antiguo y con un hedor a alcohol que removió el estómago de Alexander.

—Supongo que ya sabes quién soy, ¿no?

—Sí, señor Poe. ¿Qué va a enseñarme usted con lo que no me hayan iluminado ya Wilde o Gabo?

CAPÍTULO 4

—Soy el hombre más desgraciado sobre la faz de la tierra. Tan escasa es mi autoestima que he llegado a atragantarme con la arena sucia del fracaso, experimentando una sensación deplorable por caer en el nivel más bajo como ser humano. ¿Relatar alivia el dolor? ¡Mentira! La literatura no debe de usarse para dar salida a las dolencias personales. Lo que uno escribe con devoción es obligatorio que vea la luz. Siempre he querido publicar todo lo que he plasmado en papel. Cuando termino una obra, necesito oír inmediatamente los aplausos o los silbidos del público, al igual que ocurre con la ópera, para determinar si el tiempo dedicado ha merecido o no la pena. Quizás sea ansiedad. Quizás impaciencia. No lo sé. Me encantaba leer en voz alta, cuando era invitado en la mansión de notables acaudalados, algunos de mis relatos y sentir cómo los allí presentes se emocionaban y vitoreaban mi nombre puestos todos en pie. Esos instantes, en que el cielo te coge de las manos y baila contigo al compás de la gloria, son los momentos que se guardan en lo profundo del alma y recordarlos, cuando la tormenta aceche nuestras vidas, es un escudo de luz para apaciguar los latigazos escalofriantes del destino.

»Miedo. He tenido mucho miedo durante toda mi existencia. Soy un borracho equilibrista andando sobre la frágil cuerda de mi desequilibrio mental. ¡Acércate, Alexander! Voy a contarte una historia que, quizás…, me haya pasado a mí:

»Había quedado con unos amigos en la Taberna del Escocés. ¿He dicho amigos? ¡Ja, ja, ja, ja¡ ¡La risa me puede! Lo siento, Alexander. No recordaba que la soledad era mi múltiple amiga. Estando en aquella taberna, bebiendo brandy para curarme del dolor producido por los golpetazos que me daba la vida, oí decir a unos individuos que se encontraban cerca de mi mesa, que la hermana soltera de uno de ellos había practicado espiritismo. Al parecer, un tío materno –un pudiente al que cuidó durante años– había fallecido sin dejar ni una ínfima parte de la herencia a su sobrina. La mujer enloqueció de rabia por haberse sentido despreciada por aquel anciano que tantos quebraderos de cabeza le había dado cuando convivían juntos. Repartió sus riquezas entre toda la familia menos a ella, que siempre había estado en los peores momentos. Así que decidió asistir a una de esas reuniones espiritistas que tan de moda estaban en aquella época. Necesitaba ponerse en contacto con su tío, fuese cual fuese el precio a pagar. Por culpa del ruido que había en aquella taberna no pude escuchar bien el desenlace de esta historia, pero no pude evitar enterarme de que la mujer, en plena sesión espiritista y siendo ella la receptora, la reputada espiritista Mary Nicholson comenzó hablar con voz de hombre y en una lengua no conocida por ninguno de los asistentes. Su actitud se volvió violenta y agresiva, asustando sobremanera a los allí reunidos. ¡Y qué decir de la interesada que hasta se desmayó ante tantas emociones sobrenaturales! Finalmente, la mujer no logró contactar con su tío. Según murmuraban aquellos hombres –logré descifrar parte de la conversación a pesar del alboroto–, la sobrina era una ladrona e incluso no descartaban la idea de que hubiese envenenado a su tío para quedarse con toda la fortuna. Cuentan que, cuando una persona actúa de forma maligna contra otra, tarde o temprano, un fantasma demoníaco aparece en su vida para hacerle pagar por los daños causados. Se supo que la voz misteriosa era de un brujo africano atormentado por el sufrimiento de «vivir» en la oscuridad del infierno.

»Decidí, de una vez por todas, acudir a una sesión de la señora Nicholson para ponerme en contacto con el espíritu de la mala suerte. Disculpa, una vez más, Alexander, si con mi aliento a aguardiente empiezo a dialogar en ruso…

»Era una noche de primavera, con el cielo salpicado de estrellas cuales magnolias florecidas de su retardo. La luna no me quitaba su ojo blanco de encima. Pasaban las doce de la noche cuando llamé a la puerta de la casona de la señora Nicholson. Entré apresurado, con el corazón a la defensiva. Éramos alrededor de seis personas, sin contar con la médium. Nos sentamos en una mesa redonda y grande con muy poca luz en la habitación. Nos cogimos de las manos unos a otros. Al rato de comenzar los contactos con el más allá, a la señora Nicholson se le pusieron los ojos negros. La tez del rostro se le había oscurecido al igual que la dentadura. Los cabellos se erizaron cual ejército medieval con las lanzas en alto. Daba golpetazos en la mesa a un ritmo lento, pero que iba aumentando progresivamente. Cada golpe era más sonoro, ¡insoportable! Le salían de la boca plumas obscuras. Unas tras otras. Cada vez más grandes. Hasta que vi a unos cuervos tan ennegrecidos como la peste. No pude evitar los vómitos.

SINOPSIS

Alexander Leisser, aspirante a escritor, se queda bloqueado ante el reto de su primera novela. Parece que no le basta con haber leído cientos de libros cuando se da por vencido y se siente incapaz de culminar su obra. Para su fortuna, antes de tirar la toalla, vive las apariciones, de manera semi-onírica y semi-realista, de los espíritus de escritores universalmente conocidos. Cada uno de ellos tendrá una charla con Alexander que le servirá de estímulo y aprendizaje a la vez que de guía para retomar su viejo manuscrito y darle vida. En cada encuentro con cada uno de los grandes escritores, además de hablar sobre el arte de escribir, Leisser debatirá sobre diferentes temas con grandes conversadores como Gabo, Wilde o Poe, entre otros. Alexander, mitad quijotesco y mitad kafkiano, gracias a estos sueños, conseguirá terminar su ópera prima. Aunque ninguna de las editoriales la tomará en serio en un principio, llegándose a reír del autor novato, la lectura del manuscrito —autopublicado en Amazon— llega a manos de la tataranieta de Víctor Hugo, que reconocerá en la escritura a su antepasado por los consejos que le había dado a Leisser. Tanto fue la emoción que decidió conocer al novelista principiante en persona.

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