Los girasoles de Américo

Los girasoles de Américo

Pilar Ferreyra

28/01/2024

En el centro de mesa las flores secas de michay se perdían detrás del dibujo que Américo había hecho para la clase de Naturales. Estaba obsesionado con los campos de girasoles. Los había visto desde la camioneta familiar durante un viaje a Ranqueles, aquella vez en que una fiebre muy alta había conducido a sus padres hasta lo de Eufemia, la curandera del pueblo.

     Después de bajarle la fiebre, la temperatura de Américo se normalizó y el pequeño sobrevivió a una angina aguda que se había complicado a causa de los vientos fríos y secos. Los ranqueles dijeron que Eufemia lo había sanado pero que también le había agrandado la mirada interior de sus ojos grises.

     Nadie pudo comprobar si fue la chamana o los quince días de fiebre. La agitación desmedida que había soportado el pequeño corazón de Américo o el alejamiento de su comunidad. Pero lo que sus parientes y vecinos aseguraron fue que después de la enfermedad, Américo había contraído una fijación desmedida por los girasoles.

     Los dibujaba una y otra vez como si quisiera decir algo que no estaba preparado para poner en palabras. Los coloreaba con lápices de madera, con palitos que apretaba sobre los eriales áridos de Ranqueles.

     ━M’ hijo, debes olvidarte de los girasoles… ¡por más preciosos! Aquí nunca podrás verlos                  crecer. Mucho menos sembrarlos. Aquí solo aguantan los matorrales secos ━le decía una y otra          vez su madre.

     Pero ni la aridez de los suelos, ni los fríos de las noches estivales. Tampoco la nieve de los inviernos crudos. O acaso la ferocidad de los vientos de su tierra, habían convencido a Américo de abandonar el sueño de ver crecer girasoles patagónicos.

     Tanto atormentó con el tema a la familia, que sus padres le hicieron traer semillas de la Pampa Húmeda, que Américo dispersó en toallas de papel humedecidas, guardó en una bolsa de plástico y esperó a que brotaran.

     Nadie en la familia habría podido anticiparse a los dolores de la Tierra. Pero lo cierto fue que cuando las germinaciones alcanzaron los tres centímetros y estuvieron listas para su insólita siembra en la Patagonia, las erupciones de las cenizas volcánicas del Puyehue ocultarían los días de Ranqueles debajo de una sábana de polvo creciente e irrespirable.

     La erupción obligó a los más chicos de las familias a permanecer adentro de las casas. A los mayores a usar barbijos y antiparras cada vez que salieran a cambiar el agua de las ovejas o de las avestruces. Pero nadie podría podría realizar los quehaceres rutinarios del campo, hasta que la boca del volcán dejara de echar ese humo espeso.

     Entre el encierro, las pérdidas de las hierbas de pastoreo y el hecho de que la lana de las ovejas se estaba echando a perder, sin querer una mañana los mayores perdieron de vista al único pequeño de la casa, que, en cuanto encontró una oportunidad, salió con la bolsita con las germinaciones en el bolsillo del pantalón, dispuesto a cumplir su cometido.

     Media hora después, los equipos de rescate recibieron el pedido de auxilio. Aunque debieron esperar a que el volcán se calmara antes de iniciar la búsqueda. Era imposible visualizar siquiera un metro adelante de la vista. El lugar estaba atrapado por una tormenta de gases y polvo.

     Los días pasaban y los padres de Américo no podían dejar de llorar. A pesar de las indicaciones de las autoridades sanitarias y de los rescatistas, habían salido a buscarlo en muchas oportunidades debiendo retroceder, una y otra vez. No sólo porque no podían ver nada, sino porque el polvo se les metía en las narices y en la garganta, produciéndoles una tos áspera y seca que no los dejaba avanzar.

     La abuela de Américo rezaba el Padrenuestro con el rosario en la mano y recostada en su cama, pues la desaparición de su nieto le había provocado un dolor en los huesos que no le permitía estar parada. Ni cocinar como lo hacía todos los días, menos tejer o bordar.

     Recién tres días más tarde pudieron soltar a los perros de búsqueda. Tras varias horas de rastreo, los perros de la gendarmería empezaron a ladrar desesperados en la entrada de una cueva adonde los dejaron entrar,  cuando llegaron los padres de Américo.

Apenas ingresaron a la caverna advirtieron unas extrañas refulgencias naranjas y amarillentas. En el fondo, acurrucado, protegido por tallos largos, hojas anchas, y una decena de girasoles, el cuerpo de Américo. Al alzarlo, abrió los ojos grises, y de su bolsillo cayó una bolsa de plástico vacía con el único brote que no había alcanzado a sembrar.

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