La casa de las palmeras

La casa de las palmeras

María Ortiz

21/01/2024

Las ventanas de la casa de las palmeras estaban abiertas, las mallorquinas contra la pared. Daniela pensaba que estaba deshabitada y que no tenía dueños ya que, desde que llegó al pueblo, siempre había estado cerrada. Era una casa antigua de dos plantas, con dinteles curvados y un mirador con cristaleras de colores en una esquina. Y dos palmeras, como dos soldados de guardia, en el camino que llevaba a la puerta de entrada. El terreno que rodeaba la casa era de tierra y no crecían plantas. Un muro bajo lo rodeaba y no era obstáculo para entrar y llegar hasta el edificio. Cuando regresó al bar, preguntó a Salvador por la casa. La casa de las palmeras era de un matrimonio que vivía en la capital. De tarde en tarde venían al pueblo y traían alguna vez invitados. Se quedaban unos días y volvían a desaparecer. Los Marciales eran los guardeses de la casa. La limpiaban y la mantenían preparada para cuando vinieran los dueños sin avisar.

Daniela y Salvador abrían el bar los fines de semana, cuando llegaban los turistas atraídos por el paraje natural que rodeaba la Ermita. Entre semana, Salvador servía cafés o cervezas a los vecinos del pequeño pueblo que se congregaban a primera hora de la mañana o a última hora de la tarde para hablar o hacerse compañía. Vivían los dos en el piso de arriba. Ella permanecía a veces en el bar con los vecinos porque no le gustaba estar sola, pero no se sentía uno de ellos y notaba que no la trataban como a una más. Pensaba que ir a vivir al pueblo de Salvador sería un cambio de vida y lo era, pero se aburría los días de diario, y los fines de semana trabajaba como una mula. En la ciudad también trabajaba los fines de semana en un parque de animales, en el pabellón de los reptiles. Su única distracción en el pueblo entre semana era los paseos diarios por las mañanas. Del pueblo al monte y del monte al pueblo. Los vecinos del pueblo eran muy mayores y ella los consideraba un poco locos. La desconcertaban las historias que ella no acababa de entender y le mortificaban los silencios cuando ella entraba en el bar. La consideraban todavía una extranjera, aunque fuera la pareja de Salvador. Echaba de menos la ciudad, sus distracciones, el movimiento, el ruido, la gente…

Durante los días siguientes, cuando pasaba delante de la casa de las palmeras, si no veía a nadie, que era lo habitual, saltaba el muro y se asomaba a las ventanas de la planta baja. La casa era grande; tenía unos coloridos suelos hidráulicos, techos altos con vigas de madera y unos pocos muebles antiguos y bien cuidados. Le hubiera gustado tanto entrar y verla a sus anchas. Parecía una casa cómoda y lujosa a pesar de que solo vivieran en ella cortas temporadas. ¡Cómo le gustaría vivir en un lugar así!; o, por lo menos, cómo le gustaría que la invitaran para pasar una temporada. A la vuelta al bar se encontraba con los tres o cinco viejos de siempre sentados en los mismos sitios en la barra o en la misma mesa. Callaban cuando ella llegaba. Se estaba acostumbrando y fingía que no le importaba. Comprendía que, para ellos, ella era la extraña como, para ella, ellos eran los raros. Sin embargo, Salvador siempre negaba que la trataran de distinta manera que a él; le mencionaba el silencio y él decía que no tendrían nada de que hablar, siempre contaban las mismas historias. Con el tiempo se acostumbrarían los unos a la otra.

Salvador se fue del pueblo con veintipocos años. Y volvió igual que como se fue, solo que con casi veinte años más y acompañado de una mujer con la que no estaba casado. Una vez Daniela escuchó a una mujer decir a otras, que esperaban su turno al lado de la furgoneta que llegaba al pueblo con alimentos y productos de limpieza dos veces por semana, que Salvador tenía que aceptar la ceremonia si querían que lo perdonasen. Las mujeres que la escuchaban y la que hablaba no se habían dado cuenta de que Daniela se acercaba; cuando repararon en ella, se intercambiaron miradas y cerraron los labios con fuerza. Preguntó a Salvador a qué se referían y él le contestó que eran figuraciones suyas, que lo habría malinterpretado. Es verdad que el padre de Salvador se enfadó cuando se fue y abandonó las labores de la tierra, su vínculo con la familia, sus lazos con el pueblo, pero una prueba de que todo se olvidaba era que habían pasado muchos años y que su tío le había dejado el bar cuando se retiró para que Salvador se ocupara de él. Una tarde Daniela bajó a por el bolso que se había olvidado en el bar y sorprendió al tío de Salvador que le decía a su sobrino: «Se acerca el momento. Sabías al marcharte que, si un día regresabas, tendrías que cumplir la condena y la penitencia». Y después Salvador, en un intento de explicar las palabras, le dijo a ella que a lo mejor seguían algo enfadados, pero se limitaban a echárselo en cara. Lo cierto es que hablaban diferentes idiomas y tenían distintas mentalidades, Daniela y los del pueblo; ella no les entendía; sería cuestión de tiempo. Ellos le daban importancia a cosas que para ella eran triviales y las cosas importantes para ella eran banales para los del pueblo. Acataban normas diferentes a las normas que ella conocía. Estaba hartándose de esos malentendidos y diferencias, pero no tenía a donde volver y, al fin y al cabo, quería a Salvador.

La llegada de los dueños a la casa de las palmeras era inminente. Esa mañana Daniela bajó al bar para decir a Salvador que el termo no funcionaba antes del paseo diario hacia el monte. Salvador estaba muy serio y no la miró a la cara. Le causó desazón, como si hubieran desavenencias entre ellos de las que ella todavía no estaba enterada. Los viejos estaban hablando en ese momento sobre la historia de la Ermita, construida en el XVII, en mitad de un bosque del que quedaban algunos vestigios entre los campos de labranza, por un eremita que se había retirado a esa selva para purgar sus pecados y que salvó al pueblo de algún mal, según la tradición local. «¿De qué mal habláis?», preguntó Daniela. «De la bestia», le contestaron. «¿Cómo libró al pueblo de esa bestia?», se interesó ella. «Sacrificaron a su sierva, una mujer que yacía con un hombre que no era su marido y tenía tratos con la bestia: por las noches bailaba con ella una danza salvaje», fue la respuesta. «Bueno», dijo Daniela, «entonces era una adúltera, y débil ante las tentaciones; quién se relaciona con demonios…» «Ya han llegado los dueños de la Casa de la ceremonia», informó uno de los viejos. «¿Qué casa?», preguntó Daniela. «La casa grande del pueblo». «Y esa casa…, ¿qué tiene que ver con la historia?» «Allí se juzgó y se condenó a la mujer de la bestia». Daniela pensó que nunca hubiera asociado la casa de las palmeras con un episodio de esa naturaleza y se arrepintió de haber hablado así de esa mujer: ¡qué sabía ella…!

Cuando se acercaba a la casa de las palmeras observó que había gente en la puerta y, al aproximarse, distinguió a los guardeses, a una pareja de desconocidos y al tío de Salvador. El tío le hizo una seña. Ella se detuvo. El tío le hizo un gesto con el brazo para que se reuniera con ellos. Daniela cruzó por el hueco que en otro tiempo ocupara la verja. Se alegró porque los desconocidos debían ser los dueños y quizá podría visitar la casa por dentro. Sin embargo, cuando cruzó la línea invisible trazada entre las palmeras guardianas en el camino, la densidad del aire cambió, como un presagio, y las piernas comenzaron a pesarle como plomos, y la opresión en el pecho la alarmó. Ya llegaba junto a los cinco personajes y el tío dijo: «Ella es la que duerme con el que se fue y la que tuvo tratos con bestias». «Entra querida», dijo la desconocida, «eres nuestra invitada. Tú eres la invitada».

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