Con nostalgia, observé por unos minutos a través de las ventanas del edificio imponente y apagado. Como si hubiesen sido ayer, lograba divisar las escenas de todas las memorias vividas en aquel lugar, o, al menos, desde aquel día en que la conocí a ella. Sus ojos brillantes de ilusión, su esencia cálida, su fácil sonrisa, todo a pesar de reflejar a la vez el mayor pesar del mundo. Al principio, no lo había comprendido. Así como tampoco comprendí mis propias emociones, no fui capaz de asimilar las de ella, todos los sentimientos que ocultaba detrás de aquella máscara tan convincente y realista, un antifaz de alegría inexistente.
Ese día, recordaba haber entrado al edifico con una prisa impresionante. No evocaba la razón de mi visita, pero tenía la certeza de haber llegado urgentemente y con gran de determinación. Después, sin embargo, recuerdo que mi petición (cual fuese), no fue aprobada, de modo que me retiré a la azotea del edificio, sin ninguna intención ulterior en realidad, pero con mi rostro tan desanimado que cualquiera podría haber malinterpretado su presencia allí.
Fue entonces cuando apareció ella.
Para aquel tiempo, había caído víctima de la angustia por mi fracaso personal que ni cuestioné cómo ella se unió a mi llanto silencioso sin siquiera conocerla. Superada mi pena, tomé la consideración de preguntarle a ella quién era y qué hacía ahí, a lo cual tan solo respondió con una mera negación de la cabeza. Luego, sonriendo afablemente, extendió una de sus manos hacia mí, sin moverse más.
Yo tampoco comprendí en ese entonces el significado de ese acto, el hecho de que, en lugar de preguntar algo o simplemente irse, como demente decidiera darme su mano. Ella debió de tener una empatía fascinante, pensé, porque, sin saber cómo, necesitaba que me ofrecieran una mano cálida y sencilla; no que me tomaran a la fuerza o se entregaran por compromiso. Simplemente, una ofrenda de presencia, y fue como un enlace que drenó temporalmente aquellas penas mías.
En ese momento, tampoco entendí hacia dónde habían sido destinadas aquellas penas, porque tan solo me había alegrado de haberlas hecho desaparecer de mí.
Más adelante, cruzamos palabras por primera vez, siendo ella quien inició la levísima conversación, más como un formalismo que como una cortesía. Cayendo en la cuenta de la locura que representaba la confianza con la cual trataba con ella, me ensimismé automáticamente, con pena por tomarla como sujeto de consuelo. Ella, calmada, solo me sonrió y me dirigió lejos del borde de la azotea.
Para entonces, tampoco llegué a divisar la tristeza que emanaba de aquella sonrisa la cual tanto le había llenado el alma, ni el vacío que colmaba a esos ojos tan resplandecientes.
Por insignificantes detalles como los anteriores, no percibí error alguno al definir, instintivamente, que ella era ahora parte fundamental de mi vida. Mis emociones, antes tímidas y deleznables, crecieron con júbilo a cada segundo que pasaba con aquel ser humano, tanto misterioso como próximo. Había olvidado todo sufrimiento pasado, toda frustración futura, pues ahora mi presente se concentraba en ella y todo lo que me ofrecía sin siquiera saberlo.
En aquellos instantes, tampoco planteé preguntarme qué podría haberle ofrecido a ella, o qué habría podido agradecer ella, porque la vida debía estar basada en entregas recíprocas, pero yo no había caído en la cuenta de estar participando en una.
Posteriormente a unos días, no volví a verla. Ni en el lugar en donde acordamos vernos todos los días, ni en el otro lugar en el caso de que el primero estuviese cerrado, ni en ninguna otra parte de los alrededores. Y pensé entonces que, para ella, nuestros encuentros habían sido míseros compromisos con una patética persona afligida, cuando para mí habían sido mi motivación de sonreír cada día. Y pensé que ella, seguramente, tendría mejores cosas que hacer, mejores personas con las cuales compartir.
En esos momentos, tampoco adiviné el trasfondo de la vida de ella, los motivos reales, las situaciones ininteligibles, las luchas internas.
Quizá, fue después de su muerte cuando empecé a comprenderlo todo. Cuando su ausencia se hizo eterna, cuando la dosis de sonrisas diarias fue restringida, cuando los días se tornaron fríos y grises, privados de un ser tan brillante como ella. Fue entonces cuando mi desdichada mente comprendió todo.
Comprendí las cadenas que la retenían a ella y producían la oscuridad distante en sus ojos. Comprendí las amenazas que la obligaban a vivir a base de sonrisas falsas, lo cual le había impedido esbozarlas ahora sin mostrar su verdadero dolor. Y al fin, comprendí por qué su simple presencia emanaba tanta calidez: porque ella, en su interior, tenía mucho frío.
Y si yo hubiese comprendido todo mucho antes, habría evitado su muerte.
Ahora lo entiendo, mientras mi reflejo es arrojado por las ventanas del edificio en donde la conocí a ella.
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