No es como que yo hubiese querido apegarme.
Si fuera mi decisión, controlable y evadible, me aseguraría de no depositar una porción tan grande de mi alma en ellos y confiaría en que mi corazón, tan débil y firme como puede ser, resistiría a su partida. Porque, lo admitiré, las despedidas son naturales a lo largo de la vida; son recurrentes, son incontables y, en ocasiones, podrán ser tediosas y fatigantes. Lo que no debería ser natural, eso sí, es que estas lleguen a tornarse y percibirse como abandono.
Pero me esfuerzo por comprender que realmente no es abandono, solo fue simplemente una apertura a otros, una entrega de alma a otra alma que no era la mía, una transición. Es más, yo era el momento transitorio. Yo era el instante pasajero. Yo era la primera exhalación y también sería la última. Yo era la forja para sus espadas, el camastro para sus cuerpos fatigados, el agua para sus bocas sedientas, el manto para las noches frías. Yo habría sido todo para ellos, hasta que dejé de serlo.
No sé en qué momento empecé a recibir aprendices. Criaturas pequeñas, de vidas pequeñas, inocentes e ingenuas, aún no sucumbidas por los terrores de la existencia, provistas en su lugar de curiosidad y fervor por el nuevo mundo. ¿Qué estaba pensando en recibir aprendices como ellos así? No habrá diferencia alguna, me dije. Convivo con los humanos diariamente, no habría diferencia. No debería sentir ninguna diferencia.
Me equivoqué.
Me había adiestrado cientos de eones en las profundidades del vasto universo, privándome a propósito de contacto humano, con tal de emerger dominante de las artes, ¿cuáles artes? Las artes, pienso, de recitar el corazón, de dibujar el alma, de esculpir la mente. De ver todo sin los ojos y sentir únicamente a través de mi entorno. Tras cierto tiempo, creí haber alcanzado esas artes y pensé que exponerme al mundo humano no sería problema para mí.
No me percaté de la ridiculez de mi pensamiento, de lo exhortado que estaba mi corazón a autodenominarse fuerte e indestructible, de lo inicuo de mis expectativas hacia mi propia fortaleza. Ahora, con mi corazón cada vez más fragmentado, apenas lo sostengo entre mis manos, porque nadie más lo hará. Lo único que gané fue expandir su tamaño para que fuese más rápido romperlo.
Qué avaricia.
Qué ironía.
Al principio, llegó solo un humano a mis puertas. Dos, tres, no más de seis. Aumentaban, pero de manera lenta, nunca exponencial, y no mostraban mucho de su presencia en mi día a día. Sus pisadas por mi hogar eran sigilosas, casi imperceptibles, y en ocasiones llegué a pensar que en realidad nunca habían entrado a mi casa. Puede que sí, puede que no. Lo cierto es que, aun si no puedo aseverar sus visitas, sí me pesa su ausencia.
Entraban sin el mayor ánimo a entrar, realmente. Entraban porque a veces olvidé dejar la cerradura puesta en la puerta, o porque golpetearon la aldaba toda una noche hasta que yo decidí abrir, o porque me encontraron afuera en mis vueltas matutinas y se habían pegado a mí, como quien dice, sombra y piel. Pero es posible que comenzaran a llegar más desde el momento en que coloqué ese cartel de bienvenida. ¿Por qué les daba la bienvenida? Porque dudaba que llegarían, ciertamente. Qué más daba.
Qué más daba.
Y sí llegaron. Algunos se sentaban en la alfombra quietamente y esperaban mi reacción. Otros tenían la audacia suficiente para ir directamente a mi alacena y tomar de mi comida. Varios hablaban mucho, varios hablaban poco. Muchos se quedaban por numerosas horas, regresaban cada día y utilizaban al máximo las lecciones; otros quizá llegaban una vez al mes.
Pero volvían. Siempre volvían. Y, antes de haberlo notado, esperé sus regresos; más bien, esperaba que dejaran de haber regresos, pues no quería que se fueran. Cada uno era el reflejo vivo de una criatura independiente, diferente e innovadora, con sueños, con esperanzas, con temores y con fortalezas particulares. Eran una muestra de humanidad, a su manera, que podía extraer de mí los más ocultos sentimientos que intenté plasmar en las artes, ¿cuáles artes? Esas artes.
Fue muy tarde para mí.
Así con sus diversas personalidades y sueños, con sus metas y pasiones, cada pequeño aprendiz se encaminó por su propia senda, coronados por la madurez del pasar de los años, por la ambición del pasado y las promesas del futuro. Crecieron y así lo hicieron también sus expectativas, sus conocimientos y sus propósitos.
Habiéndoles enseñado todo lo que podía, llegado a ese punto, dejé de serles útil. Dejé de ser la puerta a la que recurrían cuando temían en las noches, dejé de ser las carcajadas que soltaban cuando buscaban aliviar sus penas, dejé de ser el oído que recibía sus lamentos día tras día, dejé de ser los ojos que lograban distinguir el dolor a través de la felicidad. Y sé que lo dejé de ser, porque ellos habían aprendido a ser eso por su propia cuenta.
En fin, aprendieron de mí.
No quise decirles abiertamente que se quedaran. Claro, los invité a una taza de té, por los viejos tiempos, dije yo, insistí yo, pero rápidamente los liberé y les deseé las mejores suertes. ¿Cuáles suertes? Esas que no necesitarán. Arrugué mi nariz a propósito, enrojecí mis ojos a propósito, hice temblar mi voz a propósito, para naturalizar mi reacción y no alzar en ellos sospechas. Que no piensen que no me duele, reflexioné. Que vean que estoy triste, al menos.
Pero en realidad por dentro estaba desfalleciéndome. Detrás de la fachada, de esa angustia sencilla, superficial y canónica, estaba carcomiéndome la agonía de aquella pérdida, tragándome vertiginosamente un abismo, expirando mi antigua estabilidad, mi antigua comodidad de la compañía. Me ahogaba en la soledad que antes me había hecho de amiga por tanto tiempo, lloraba por el silencio que antaño recé por extender interminablemente, sufría en la penalidad a la que me sentencié al abrir mis puertas. ¿Por qué abrí las puertas? Porque creí que no habría diferencia.
Maldición.
Sí había diferencias, tantas que ni siquiera puedo concebir qué bizarra idea se apoderó de mi raciocinio como para ser capaz de derrumbarlo. De derrumbarme.
Todavía puedo ver sus siluetas recortándose en el horizonte, cada vez más pequeñas, tan pequeñas como la primera vez que llegaron a mi casa. Pero ya no se acercan, sino que se alejan, más, más, pintadas por el Sol, iluminadas por la luna. Quién sabe cuándo dejaré de verlas, pero aún siguen ahí, persisten entre mis pensamientos y es lo único que puedo hacer ahora: cerciorarme de que estén ahí, ante mis ojos, millas y millas de distancia, pero ahí, en una caminata que figura ser interminable, en un intento por desaparecer.
Si por alguna razón deciden darse la vuelta y regresar, correré desquiciadamente para esta vez tener la certeza de que la puerta sigue abierta. Desde que se fueron, sigue abierta. ¿No llegó nadie más desde que se fueron? Sí, por supuesto, pero también se fueron ellos. ¿Y después? Llegaron otros más, que asimismo emprendieron viaje. ¿Cómo es posible? Muy simple: no volví a dejar la puerta cerrada.
Porque, después de que llegan una vez, no quiero evitar que regresen.
Que regresen a mí, al menos por una taza de té, y seguiremos hablando de cómo ha ido la travesía.
Al fin de cuentas, yo soy consciente de que, cuando se acercan, siempre se terminarán alejando.
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