A la sueca no le suponía ningún problema pagar los diez euros que costaba la carga en la lavadora de veinte kilos con una colada que no llenaba siquiera una de las de diez.
Le sobrará el dinero a la guiri, pensaba Domingo intentando concentrarse en el párrafo que llevaba cinco minutos leyendo una y otra vez sentado frente a la fila de secadoras.
La sueca era rubia, de estatura media y canija, sin muchas curvas ni mucho de lo que normalmente le llamaba la atención a él. Su cara, más allá de los ojos de un azul intenso, no tenía ningún rasgo peculiar. Sin embargo, había algo en la joven extranjera que hacía que Domingo no pudiera dejar de mirarla.
Quizás el calor. Quizás la hora. Quizás el libro que estaba leyendo no era tan interesante como había creído hasta entonces. Quizás el hecho de que ella era la única otra persona además del encargado que estaba en la lavandería a esa hora. Quizás que cuando sus miradas coincidieron por casualidad, unos momentos antes, ella le había dedicado una sonrisa educada, tímida, breve. Quizás fue la forma en que su melena de un rubio claro se había partido en la nuca cuando la joven se agachó para llenar el tambor de la lavadora, creando dos cortinas de pelo paralelas, simétricamente perfectas, a ambos lados de la cara.
Eran las cuatro de la tarde de un bochornoso martes de finales de junio y el sol se reflejaba intensamente sobre el muro blanco del edificio frente a la lavandería, rebotando el brillo con agresividad a través de los ventanales del local.
La sueca debía tener unos veinte o veintidós años, pero su cuerpo poco desarrollado y sus facciones suaves de niña no la hacían aparentar más de quince. Domingo, que acababa de cumplir veintisiete y al que nadie hubiese echado menos de treinta, se preguntó qué pensaría la gente si lo vieran con una muchacha así por la calle.
Desde luego llamaría la atención, reconoció Domingo cerrando el libro y soltándolo en la silla de plástico vacía junto a él contra frustración. Sabía que cuando algo se le metía en la cabeza no era capaz de concentrarse en otra cosa.
La sueca leía atenta las instrucciones pegadas sobre la puerta de la lavadora mientras que Domingo la estudiaba a ella con detenimiento, perdido en sus pensamientos.
La gente en Cádiz es muy cotilla y yo llevo en esta ciudad toda mi vida, pensaba. Cualquiera que me viese por ahí, ya está, se enteraría hasta mi madre en menos de una hora. La idea de ser la comidilla del algún cotilleo le provocó una pequeña náusea. Llamar la atención, ser visto y reconocido, que se hablara de él a sus espaldas. Domingo había estado pensando mucho sobre esto últimamente.
Sabía que la joven era sueca porque había escuchado una conversación entre ella y el encargado de la lavandería un poco antes, cuando había entrado con cara de despistada en el local cargando un macuto sobre un hombro y arrastrando una botella gigante de detergente que claramente le costaba trabajo levantar con sus delgados brazos.
—Niña, tú no ere de aquí, ¿no? —había soltado el hombre sin pensárselo cuando la chica le preguntó si la máquina de cambio de monedas aceptaba tarjetas extranjeras.
—No, yo soy de Suecia —apenas un rastro de acento, un español hablado suave, con el cuidado de quererse hacer entender a la primera.
—Ah, ¡qué lejos! Tendrás que estar asándote de calor, ¿no?
Una de las cosas que más odiaba de su ciudad era lo difícil que suponía pasar desapercibido allá donde fuera. Casi imposible salir a la calle y no encontrarse con alguien remotamente conocido. Ni siquiera alguien con quien podrías pararte a charlar, si no gente de su pasado cuyo nombre apenas recordaba, gente que a lo mejor ni conocía pero en quienes era capaz de apreciar ese brillo de reconocimiento en los ojos que tanto miedo le daba. Te veo. Sé quién eres. Sé quiénes son tus amigos, o tus padres, dónde estudiaste, dónde vives, por dónde sales cuando sales, si sales, a tomarte una cerveza.
Toda su vida le había perseguido una incómoda sensación de vivir bajo constante vigilancia. Los ojos de una ciudad donde no existe lo anónimo esforzándose en deshacer cualquier posible coraza de personalidad adoptada con los años, capaces siempre de encontrar el origen, de escarbar con uñas desesperadas en alguien familiar hasta dar con el verdadero núcleo de lo que lleva uno en la cara, de la historia que arrastra.
—¿Está ocupado el asiento?
Domingo salió de su ensimismamiento para encontrarse a la sueca mirándolo directamente a los ojos con una media sonrisa en su cara de niña. La joven señalaba con una mano una silla de plástico dos asientos más allá de dónde él estaba sentado.
—No, no —se apresuró a contestar, a enderezar su postura, a recoger el libro que había dejado a su lado y abrirlo de nuevo sobre su regazo, lleno de letras que eran ya imposible de entender.
La sueca llevaba unos pantalones cortos muy cortos que le cortaban la pierna en lo alto de un muslo que Domingo notó bronceado; queriendo no mirar, no pudiendo no mirar. Una película fina de vellos rubios, brillantes. Esta lleva aquí tiempo, se dijo. Guiri curtida que empieza a conocer los ritmos de la ciudad. Las piernas morenas entrelazadas en los tobillos, los pies en chanclas; los dedos gordos oscurecidos por abajo como se ponen cuando andas en chanclas durante mucho tiempo por la ciudad.
Domingo podía olerla. Entre el detergente estancado, perenne, y las toallitas suavizantes, Domingo sentía la presencia de la sueca en el aire frígido que ahora empujaba un perfume nuevo y raro. Una mezcla de sudor dulce y ropa desconocida.
—Todo el mundo me pregunta si tengo calor —dijo la sueca.
—¿Cómo?
—Aquí todo el mundo me pregunta si tengo calor. ¿Tengo cara de tener mucho calor?
Domingo la miró detenidamente por primera vez. Tenía la excusa de la pregunta. Los ojos azules, demasiado grandes, pecas sobre la nariz, la frente ancha, muy alta, la barbilla chata, labios finos, secos, vellos rubios brillantes en la nariz, en los pómulos, sobre su labio superior.
—Cosa típica de Cádiz —terminó diciendo Domingo, su voz era tranquila y afable. Habló con cuidado de no sonar como esos que confunden a los extranjeros con los difíciles de oído—. Somos muy de asumir que todo el que no es del sur de España no ha pasado calor en su vida.
Llamaría demasiado la atención, se repetía una y otra vez. ¿Quién no se acordaría si te viera con ella? Ahora mismo, aquí charlando. Domingo miró hacia donde el encargado solía pasar las horas doblando ropa u ordenando materiales y lo encontró quieto con toda su atención puesta en ellos. Cuando la mirada de Domingo y la de el encargado se encontraron, este le guiñó un ojo, levantó las cejas y le enseñó los dientes con una sonrisa digna de una hiena. Asumiendo, invitando, aprobando.
La sueca le contó que llevaba cinco meses en Cádiz y que estaba enamorada de la ciudad. Le contó que había empezado a ir a la playa en marzo, que vivía por allí cerca, junto a la Plaza Asdrúbal. Le dijo que su familia de acogida tenía un husky siberiano y que el pobre perro sí que se tenía que estar “asando de calor”. Le dijo que estudiaba Filología Española y que solía pasar algunas tardes en la biblioteca de Simón Bolívar, donde el aire acondicionado estaba siempre a la temperatura perfecta. Le dijo que ella y algunas de sus amigas a veces cenaban en la Plaza San Francisco. Le dijo que no le gustaba que los camareros siempre intentaran invitarlas a bebidas que ellas no habían pedido. Domingo bromeó diciendo que él no se quejaría si algo así le pasara de vez en cuando. La sueca se rió y lo miró en silencio, como a punto de decir algo más pero no atreviéndose del todo.
Domingo notó que su colada estaba lista, musitó una frase poco clara sobre cómo había sido un placer hablar con ella y luego fue hacia las secadoras. Mientras metía apresuradamente toda la ropa seca y perfumada en una mochila, Domingo notó su corazón acelerarse, consciente de que la sueca tenía que estar observándolo, quizás contrariada, quizás sintiéndose ridícula por haber sido tan obvia. Cuando se giró para salir de la lavandería, echó un último vistazo hacia donde se sentaba la joven. Su intención era despedirse, pero quizás también forzar un momento en el que terminaría diciendo algo más, algo que no debía y que en realidad no quería. La sueca tenía toda su atención puesta ya en su teléfono móvil y no vio a Domingo salir.
Mudarse de casa de sus padres fue una forma de dar el paso decisivo en su búsqueda de la absoluta autonomía y de encontrar algo cercano al anonimato. Nadie lo conocía en el barrio, nadie sabía dónde había estudiado ni si era originario de Cádiz. Domingo no hablaba con sus vecinos más allá del saludo cordial en la escalera. En su buzón solo aparecía su apellido.
Le encantaba llegar a una casa en absoluto silencio. Entró, cerró rápido tras él y echó el cerrojo. En la cocina se bebió dos vasos de agua de un trago cada uno y luego recorrió el pasillo hasta la puerta de su dormitorio. Antes de abrir y entrar tomó aire y contuvo la respiración. Dentro, las persianas estaban echadas hasta abajo del todo. Domingo necesitó unos momentos para que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Poco a poco fue soltando el aire.
El bulto en la cama seguía tal y como lo había dejado. Dos ventiladores funcionaban en paralelo en extremos opuestos de la habitación y un deshumidificador zumbaba a los pies de la cama. Aún podía notar ese pequeño rastro del olor que se había ido haciendo más y más notable desde el fin de semana. Domingo recordó el olor de la sueca y algo se le agitó en el estómago, una anticipación que le hizo ver luces danzar delante de él.
Domingo se quitó la mochila, la abrió y empezó a sacar la ropa. Eligió unas bragas negras, las separó del montón y las dejó sobre los pies del bulto. No pudo evitar pensar en el dedo gordo de la sueca, oscurecido por abajo. Rebuscó entre la ropa, los ojos entornados. No quería encender la luz. No quería ver directamente. Por la puerta entreabierta de la habitación entraba algo de la claridad de la tarde y un tono azulado se cernía por la pared donde descansaba el cabezal de la cama. Encontró la falda verde y la dejó sobre las piernas del bulto, los muslos pálidos. Domingo recordó los muslos bronceados de la sueca, el vello rubio brillante. Sacó un sujetador negro del montón y se lo echó sobre el hombro, luego escogió una camisa blanca de tirantes con un rebuscado dibujo en el centro.
Las piernas pesadas, las articulaciones duras, poco colaborativas. Cuando tiró de los brazos para levantar el torso, la cabeza cayó hacia delante, el cabello negro sobre el rostro, moviendo una ola de ese olor que empezaba a ser difícil de ignorar. Domingo se colocó detrás del bulto y pasó los tirantes del sujetador por los brazos inertes, cerró el broche en la espalda con dificultad, pensando que no debería haber metido el sujetador en la secadora.
Sin perder la posición, alargó una mano intentando alcanzar la camisa de tirantes y el bulto se deslizó entre sus piernas hacia un lado con una determinación que asustó a Domingo. Perdido el punto de apoyo, todo el peso muerto se inclinó hacia el mismo lado y el cuerpo cayó fuera de la cama, golpeando el ventilador, empujándolo contra la ventana y provocando un sonoro chasquido del cristal.
Sentado en la cama, mirando con frustración el cuerpo sin vida a medio vestir tirado en el suelo junto a la cama como una marioneta olvidada, Domingo pensó lo fácil que sería hacer todo esto con la sueca. Tan frágil, tan pequeña en comparación. Mucho más manipulable. El riesgo era mayor, sin duda, la sueca llamaría mucho más la atención, pero aún así le pareció una idea digna de contemplar. Algo que podría estudiar con cuidado.
Mientras devolvía el bulto a la cama y terminaba de vestirlo, Domingo empezó a reproducir en su cabeza el encuentro de aquella tarde en la lavandería. Si cerraba los ojos casi podía verla aún, casi olerla, casi oír su acento mientras decía que vivía cerca de la Plaza Asdrúbal, que solía pasar algunas tardes en la biblioteca de Simón Bolívar porque el aire acondicionado estaba siempre a una temperatura perfecta, que ella y sus amigas cenaban a veces en la Plaza San Francisco.
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