Primera carta

Lo que escribí en una hoja con manchas rosadas.

Una fresa. Una fresa congelada tengo yo entre mis dedos. La estoy saboreando, dándole pequeños mordiscos.
Poco a poco se va descongelando, y en mi descuido, ya cayó en esta misma hoja. Me ha gustado la mancha rosada como acuarela en este papel, y ha caído por segunda, tercera y cuarta vez, ahora intencionalmente.
Todavía no termino de comerme el fruto, lo he dejado apoyado sobre la portada de un libro que hace rato estaba leyendo.
En mi cama, acostada boca abajo, no sé porqué… comienza a excitarme el ver cómo el jugo rosado de esta fruta se escurre por mi libro, pensando que lo que veo es este mismo líquido rosado, pero deslizándose por la piel de tu cuello y tus piernas. Tu pecho. Por los dedos de tu mano derecha, cerca del lunar que tienes encima del anular, que es mi favorito. Por cada rincón de tu bello cuerpo.
La perla entre mis piernas sabor a mar — que tú conoces bien— comienza a palpitar. Tomo nuevamente la fresa y la meto a mi boca, está vez acostada boca arriba, con la cabeza en la orilla de mi cama. Me la como. Lamo mis dedos mientras cierro los ojos y disfruto la sensación de mi lengua sobre la yema de mis dedos.
Observo lo que acabo de escribir y las manchas rosadas. Qué preciosa es la imperfección… cuánto deseo que estés aquí.

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