Le llamaban Dulce, aunque su nombre completo era Dulce María Auxiliadora.
Migrante dominicana, trabajaba en un restaurante de comida rápida del centro de Madrid.
Aunque más que trabajar era explotada: sirviendo mesas, aguantando clientes babosos, limpiando, cocinando, fregando, quitándose de encima al encargado excesivamente cariñoso con ella, todas las horas desde la apertura hasta el cierre, y cobrando cuatro, con todo perdido y poco por ganar. Una vida nada dulce y mucho menos auxiliada.
Salió de República Dominicana huyendo de un maltratador, a Madrid, la gran esperanza, ciudad dónde vivía su hermana. Pero ella encontró otro trabajo en una ciudad del sur, y Dulce se quedó aun más sola en la capital.
Se quedó porque al menos tenía aquel trabajo de mierda. Ahora comparte piso con desconocidos, con los que apenas cruza palabra. Otros perdedores a los que la vida arrastra por caminos más que difíciles…
Estaba claro, esa mañana lo haría. Bajó al metro, y como siempre, atestado de gente. El corazón le latía a mil, estaba a punto de explotar según se acercaba el tren y ella daba un paso más hacia al borde del andén. Y de repente, otra mujer agarró el brazo de Dulce y la echó hacia atrás, y con ese impulso la mujer se arrojó a las vías.
La visión fue horrible, gritos histéricos, algunos desmayos. Todo el mundo aturdido, alguna persona llamando al 112, confusión, alboroto.
Y ella. Ella con los ojos desorbitados y el corazón ahora casi sin pulso. Dulce se dio media vuelta, con la cara blanca, el rostro desencajado.
Llegó a su casa, se metió en su habitación y desfallecida, como si hubiera tenido que transportar una inmensa carga a lo alto de una montaña, se dejó caer en la cama.
Se despertó desorientada, pero en seguida vino a su mente la imagen de la mujer arrojándose al tren. Corrió al baño y vomitó. Y con el vómito salió una materia negra, apestosa, espesa, enorme.
Fue una liberación. Se sintió increíblemente ligera, satisfecha.
Y decidida.
Luego abrió la ventana.
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