Oí hablar una vez de un famoso titiritero del siglo XX, cuyo acto dejaba perplejo hasta el más escéptico. De sus escasas posesiones, la reina hada del bosque era su preferida y lo enorgullecía. Se decía incluso que poseía vida y era inmortal. Había sido creada a imagen y semejanza de la difunta esposa de un innombrable artesano con los restos de un cerezo que, en pacto de amor, plantaron juntos a su llegada de una isla lejana a la comarca, buscando la vida deseada.
Desgraciadamente la fortuna de su lado no estaba, pues, de la noche a la mañana la guerra con ariete a sus puertas llamaba. Con premura que empezaba a borrar su eterna sonrisa, el titiritero a todo el elenco con mimos guardó en cajas individuales con los más ricos telares, prometiendo su regreso antes del invierno. Probablemente lo hubiera hecho de no ser por el calendario que marcaba 1914.
La primera baja entre las filas se presentó justo después de ser hallados bajo los escombros de su antigua casa por una familia de campesinos, Amelia se llamaba la pequeña líder de tan azarosa hazaña. Más que encontrarla, la marioneta de la tierna ovejera la escogió a ella pues en los que eran todos transportados en carros de batallones la ovejera se sacudió el polvo dejando ver su humilde esplendor, logrando un puesto de honor a lado de la pequeña.
La reina hada pensaba que era un suceso inusitado, pero dudaba que se volviera a repetir, al fin y al cabo, el titiritero los estaría buscando. Mas temo decir que su majestad estaba muy equivocada.
Pasaron guerras y desastres naturales, asesinos, ladrones, mercenarios, usureros, mercaderes, refugiados, artesanos… En fin, pasó la vida y con ella la partida de su familia. En cada momento que se pronunció un adiós, la reina hada contemplaba en los otros una chispa que en momentos se volvía en voraz llama, pero no sabía catalogar su significado ni origen. Mientras, ella era consumida por el tiempo, aguardando. De tal suerte que su caja terminó resguardada en un ático de una casa por demás bulliciosa, mi casa. No diré el año pues me sentiría viejo, pero diré que nuestro encuentro fue, sin lugar a duda, designio divino.
Todas las tardes, me sentaba junto al fuego del hogar a tocar el violín ya que mi mayor sueño era convertirme en primer violín de prestigiosa orquesta. En una de aquellas tantas tardes, mientras practicaba una nueva melodía, escuché un golpe seco que ha intervalos se repetía rítmicamente cuando yo intentaba reanudar mi práctica. Cual Sherlock Holmes, me dispuse a buscar su origen, tocaba acordes que eran completados por los golpes guiándome al ático. Pero una vez puse el píe ahí, el golpeteo cesó.
Entre tanto cachivaches y cacharros se erguía, aún sin hilos, imponente la reina hada. Mi melodía fue el detonante para salir del eterno letargo, y pensándolo bien, no me sorprendió. Después de todo era una oda a su majestad, Morgana.
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