Tengo metida en la memoria un viaje que hice a una puna remota para realizar una inspección ocular con motivo del reconocimiento oficial de una Comunidad Campesina. Recuerdo que desde un pueblo colonial que aparece en el listado de las reducciones de indios que se hizo en tiempos del virrey Francisco de Toledo, allá por los años 70 del siglo XVI, como a las cinco de la mañana salí con el entusiasmo que me producen estos viajes a lugares desconocidos, pero para mí mala suerte, sin desayunarme.
“!Este es el mejor caballo señor!”. Y cuando vi al jamelgo, me imaginé a don Quijote frente a su Rocinante, porque si bien ese no era tan flaco, sin embargo, tenía un semblante triste y cansado que sin duda le marcó el esfuerzo de subir y bajar desde el valle templado a las gélidas punas. Pero igual salí montado en ese penco para decirles a mis anfitriones que yo también era un jinete. Subimos por una quebrada por donde bajaba un cristalino y bullicioso rio que remontaba inmensas piedras finamente pulidas por sus aguas, probablemente desde que comenzó a acomodarse esta cordillera cuando terminó de elevarse desde el fondo del océano.
Al comienzo del viaje nos tropezamos con amplias y bellas chacras con sus casitas de adobe recubiertas con arcilla y pintadas con ocres de colores de donde salía por los techos de paja el humo de los fogones. Con la panza vacía me puse a pensar. “Allí si se desayuna”. A medida que fuimos ascendiendo la quebrada se fue estrechando y el rio se hizo menos caudaloso y bullicioso, la vegetación más escasa y el aire más frio. Fue a partir de esa altura que el camino comenzó a angostarse, porque comenzamos a ascender al filo de unos barrancos y después de precipicios.
De repente mi rocín comenzó a inquietarse como si hubiera visto un puma, entonces le supliqué al que estaba a mi lado que sujetara al animal porque deseaba bajarme. “¡Péguele duro con el fuete señor! Se está mañoseando”, me aconsejó. “Por favor quiero bajarme, debo orinar” Le dije y recién me hizo caso. Cuando los demás vieron que me apeé del caballo se preocuparon de sobremanera, para calmarlos les dije. “Desde aquí voy a caminar, porque yo he venido a trabajar, no a matarme”. “¡Pero falta mucho señor!” Me advirtieron. “No se preocupen, voy a llegar”. Les dije y comencé a caminar.
Más adelante en una parte vi a lo lejos un cerro que tenía la forma del tocón de un gigantesco árbol, igual al Cerro Baúl de Moquegua. Cuando pregunté sobre esa extraña montaña me dijeron que se llamaba “Llaqtagentil”, y que ahí existía una antigua ciudad que fue destruida por Dios con una gigantesca bola de fuego que cayó de los cielos, porque sus habitantes eran unos idólatras muy pecadores. Yo me puse a pensar que seguramente en ese lugar existirían algunas ruinas incaicas o de un tiempo más remoto, con un adoratorio a los dioses ancestrales, un usno o una huaca que seguramente fue muy importante para los pobladores de aquellos tiempos. Y que durante la reducción de los indígenas en pueblos de traza romana (Plaza Mayor, cuadras, calles y solares) seguramente sacaron a la fuerza a los habitantes de esa “llacta” nativa para reducirlos en el pueblo colonial que dejamos atrás, y si se atrevían a volver los mataban.
Mientras iba caminando disfrutando del aire, la luz y del telúrico paisaje que ofrecía aquellas serranías, me vino a la memoria que poco después de las reducciones de indios, llegó la evangelización promovida por los reyes de España y la iglesia católica, para convertir al cristianismo a todas las poblaciones de los territorios conquistados en América con la participación de más de 5,000 curas doctrineros entre mercedarios, franciscanos, dominicos, jesuitas y agustinos que, con el fin de evitar conflictos entre ellos, se les tuvo que asignar un territorio para cada orden sacerdotal, donde contando con la mano de obra aborigen que desde antiguo eran buenos albañiles y picapedreros construyeron templos, iglesias y monasterios para ese fin.
Pues bien, durante la evangelización esos curas doctrineros estuvieron a cargo de que los indios fueran buenos vasallos del rey de España dentro de los pueblos reducidos, pero además de administrar los sacramentos, vigilaban las cofradías, juzgaban en primera o segunda instancia cuestiones pertinentes a la moral, al bien público y al orden social, así como auxiliaban a las demás autoridades. También tenían potestad sobre cada indígena que habitaba el pueblo de su doctrina, otorgándoles permiso para que pudieran salir del mismo.
Sin duda fue que durante la evangelización los curas doctrineros de ese lugar y de otras partes, inventaron ese y otros muchos cuentos como eso de la colosal bola de fuego que destruyó a los adoradores de Wiracocha, el sol, la luna, el rayo y las huacas, para que los indígenas de sus doctrinas no se atreviesen a volver a ese lugar y menos adorar lo que allí existía, sino Dios les arrojaría muchas más bolas de fuego que destruirían todos los pueblos de la comarca. Y tan efectivo fue ese temor infundido que duró muchos siglos y seguramente seguirá durando mientras perdure la fe en los nuevos ídolos y el credo que llegó con los conquistadores.
“Pero eso no era nada nuevo”, me refuté yo mismo, porque a lo largo de la historia humana así se ha procedido en todas las conquistas para lograr mantener los territorios ganados en uno y cien combates. Pero en estos tiempos que corren, ya no se trata de invadir países y someter con armas y credos religiosos a su población, sino que, a través de las ideologías políticas de izquierda o de derecha, como si fueran verdades infalibles y eternas, manipulan la mente de los incautos ciudadanos, para hacer casi lo mismo que los curas doctrineros del siglo XVI, pero esta vez para apropiarse del fruto de su trabajo, de sus territorios ancestrales y sus recursos naturales. “!Qué lejos aún estamos de la libertad!”, pensé suspirando, porque aún estamos en la época medieval de las doctrinas y los adoctrinamientos.
Como a medida que íbamos avanzando, el cerro ese se iba haciendo más y más grande, sospeché que del lugar donde estaba yendo, no estaría muy lejos y en realidad así era. Después de la Inspección Ocular que empezó cerca del mediodía y duró un par de horas y luego de la huatia con charqui de carne de alpaca asado en el fuego y chancado que, al menos para mí, es una delicia y un buen mote de maíz blanco con queso y un jarro de mate de muña sin azúcar que acabó a las dos de la tarde, pregunté. “¿En cuánto tiempo se puede llegar a Llaqtagentil?” Muchos de los comuneros me dijeron que a medianoche, otros que mañana, pero no faltó alguno más viejo que dijo que nunca, porque primero me moriría antes de llegar a ese lugar maldecido por Dios. Yo que veía el “Cerro Tocón” como empecé a llamarlo, tan cerca supe que por temor me estaban mintiendo.
De pronto se me acercó un muchacho de esos que son criados y hasta nacidos en Lima o alguna ciudad de la Costa, para decirme. “Bien caminadito se podría estar máximo en dos horas, porque tiene un camino inca bien clarito que hasta de noche se puede andar”. “¿Conoces el lugar?”. Le pregunté. “No, pero tengo ganas de conocerlo, porque yo no creo en las sonseras que piensa la gente”. “¿Qué gente?” “Toda la gente de estos pueblos”. Me respondió. “¿Entonces vamos?” Le pregunté. “¡Vamos!”. Y nos fuimos mientras que los más viejos nos hacían cruces por las espaldas, no adiviné si era para que nos fuera bien o para que nos muriéramos bendecidos.
Un poco más allá de las cuatro de la tarde llegamos al lugar, era una planicie circular y ligeramente hundida que te hacía sentir que estabas en un anfiteatro de más o menos diez hectáreas de extensión que albergaba los restos de una antigua ciudadela al parecer Wari, bastante bien conservada. Cuando vimos un sistema de riego nos preguntamos cómo y de dónde podría haber llegado el agua a ese lugar. Paseamos por sus estrechas calles y visitamos las habitaciones más grandes preguntándonos que podrían haber sido. En una de ellas sorprendimos a dos enormes tarucas que asustadas saltaron por encima nuestro. Por su ubicación central y visible adivinamos que algunas construcciones podían ser adoratorios levantados para que se expresara la fe de aquellos “abuelos”.
Nos movimos por aquí y por allá, mientras que yo en voz alta hacía mis conjeturas. “Esto debe ser un usnu, estas deben ser fuentes ceremoniales, aquella una colca”. Cuando no habíamos recorrido ni la mitad de esa ciudadela de repente se pasó la tarde y pronto sobre ésta y las demás interminables montañas, caería la noche con su inmenso y cercano manto de luminosas estrellas que en algo aclararían nuestro camino. En ese momento mi aventurero acompañante me dijo con un dejo de temor. “Mejor vámonos ya”. “¿Tienes miedo?” Le pregunté, como no me respondió le dije. “Yo voy a regresar a este lugar con mis amigos con carpas y comida suficiente para quedarnos todo lo que haga falta, hasta averiguar de dónde y cómo llegaba el agua y otras cosas más”. Y nos echamos a andar más ligerito que cuando vinimos y solo así, casi a medianoche llegamos a la Plaza de Armas del pueblo de donde había partido con la comitiva de los interesados en convertir en Comunidad Campesina aquellas tierras, incluido el “Cerro Tocón”.
Por mi acompañante me enteré que el Presidente gestor nos estaba esperando y cuando me vio, con tono de alivio me preguntó. “Buenas noches señor. ¿Cómo es ese sitio?” “¡Nada que ver!”. Le respondí de este modo porque la gente de esos lugares cree que en esas “llaqtas” precolombinas, como en las películas de Indiana Jones a simple vista uno se puede tropezar con keros, collares, pectorales, cinturones, orejeras y otras joyas de oro y que por ese motivo las almas de los malditos gentiles de ese lugar asumiendo la forma de sus familiares o amigos van a salir a vagar por los caminos y las aldeas matando a los niños, ancianos, mujeres embarazadas y perros en busca de sus tesoros robados.
En medio de esta conjetura, mi compañero de aventura me dijo. “¡Este huevón ha creído que no íbamos a volver o que saldríamos de ese lugar completamente locos al ver de qué modo cruel diosito les ha sacado la mierda a todos los pecadores de “Llaqtagentil”, y eso no le conviene porque si no, quién va ha resolver los trámites para el reconocimiento de la comunidad”
Me despedí de ambos y me fui al lugar donde debía alojarme. Mientras me estaba alejando el “limaquito” con tono cómplice y levantando hacia arriba el pulgar de su mano derecha me preguntó. “¿Na’ que ver, no?” “¡Exacto!” Le respondí con el mismo gesto y me fui a dormir muy cansado y hambriento.
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