Corro con desesperación y mis pies no tocan el suelo. El pasillo se hace más y más largo, pero no me importa, porque sé que en unos segundos llegaré a la enorme puerta de madera que no se abre hasta que dejo de pedirlo. Siento que me falta el aire en los pulmones, y que mis brazos y piernas no obedecen mis órdenes de quedarse quietos. Me resisto con todas mis fuerzas, y aun así termino por cruzar el imponente umbral una vez más. El tiempo se ha parado y el reloj de la pared del gran salón de piedra marca las doce de la noche. O del medio día. Nunca lo sé, porque todo lo que rodea la torre es blanco. No hay sol ni luna, y eso me inquieta. Pero me ayuda a recordar que esto no está pasando.
La sala está vacía y no hay nadie allí. Estoy sola y cuando observo a mi alrededor solo veo las paredes de piedra, tan altas que no terminan nunca. Parece un salón antiguo, pero sus dueños lo han abandonado hace tiempo. No siento miedo pero no quiero estar aquí. No es mi lugar y hay algo que no está bien en cómo me miran los cuadros de las paredes. Oh, hay cuadros. No estaban hace un segundo. ¿O era yo que no miraba bien?
La fatiga me invade, he corrido durante mucho tiempo. Quiero descansar, y en cuanto lo pienso veo el sillón de color rojo delante de mí. Es verdad, siempre me siento. Me acerco a él y cuando miro veo que ya hay alguien allí. Está sentada cómodamente y observa la taza de té entre sus manos. Es mi abuela. No, no lo es. Pero se le parece. Una cascada plateada de pelo resbala por sus hombros y va vestida con una túnica blanca. Mi abuela vestía diferente. La anciana levanta un rostro surcado por arrugas y clava sus ojos en los míos. Mi abuela me miraba diferente, supongo que con más cariño, esta mirada era fría. La expresión de la mujer sentada en el sillón rojo raya la indiferencia, pero solo al principio.
—Has vuelto —su voz se clava en mis oídos. Habla demasiado alto.
—¿Quién es usted?
Siento un leve mareo y me duele la cabeza.
—Ya sabes quién soy— me dice, calmada. Me quedo quieta mientras miro a mi alrededor y luego la vuelvo a mirar a ella. No me gusta esa mujer, y me pregunto si debo correr y salir de allí—. ¿Qué buscas?
—No te conozco, no busco nada. Quiero salir —mi voz suena mucho más débil que la suya. No parece querer ayudarme. Solo me mira con fijeza y veo que sus iris son de color verde intenso.
—¿Cuál es tu nombre? —inquiere.
—Yara—respondo. Pero no comprendo por qué la obedezco. No quiero hablar con ella.
Veo en sus ojos una expresión de sorpresa. La taza se le cae al suelo y se rompe en mil pedazos de porcelana irregulares. El estruendo rebota por las paredes. Qué alto suena todo. Me doy cuenta de que algo ha cambiado en mí cuando he dicho mi nombre en voz alta. Una sensación de tranquilidad me invade y la mujer ya no me asusta. Cuando presto atención de nuevo, la taza vuelve a estar entre sus dedos largos y arrugados, y no hay rastro del té que hacía un segundo se había esparcido por el suelo.
—Demuéstralo— susurra. Sin pensarlo un segundo llevo mi mano derecha al pecho, justo encima del corazón. El calor me invade el cuerpo y cuando le muestro la palma de la mano ella abre los ojos de forma desmesurada. Su expresión calmada se llena de crispación y los ojos se le vuelven amarillos. Me doy cuenta de que en la palma de mi mano hay algo, un objeto que no logro distinguir. Es grande, y pesa. La mujer alarga sus delgadas y huesudas manos hasta mí, pero yo me aparto y doy la vuelta, buscando la salida. No hay puerta. Las paredes de piedra me envuelven y se hacen estrechas. Siento que ella se acerca y el miedo me vuelve a invadir. Me llevo el objeto que tengo en la mano al pecho. Ella se acerca como una sombra, está a un paso de mí cuando intenta alcanzarme con la mano…
—Disculpa, ¿vas a querer más café?
Yara abrió de forma abrupta los ojos, y dio un respingo que casi la tira al suelo. Se incorporó un poco del cómodo sillón en el que había pasado las últimas dos horas. Un tirón en el cuello la avisó de que se había vuelto a quedar dormida mientras leía. Y en mala postura. Genial, pensó. Se dio cuenta en ese momento de que el camarero con el que había estado intentado ligar aquella tarde la miraba ahora con una mezcla de pena y compasión. Bueno, es normal. Mejor no saber que caras me ha visto poner este chico a lo largo de la tarde, se dijo avergonzada. De nada había servido hacerse la interesante para luego terminar durmiéndose mientras un hilillo de baba le resbalaba por la comisura de la boca de forma ridícula.
Las luces de la cafetería Oeillet eran tenues, y la estancia pequeña. Había pocas mesas y todas ellas estaban rodeadas de estanterías repletas de libros. Sin embargo, el ambiente era relajado y encantador. Había enredaderas por allá donde las estrechas ventanas que ocupaban todo el alto de la pared dejaban entrar el sol. Otro elemento que contribuía a la placentera atmósfera que allí se respiraba era el delicioso aroma a café que se extendía por todos los rincones e invitaba a abrir cualquier libro que el señor Mason hubiese tenido la ocurrencia de colocar en una de sus estanterías.
Cada rincón parecía retener la inspiración que tan difícil es de encontrar en otra parte. Se decía que grandes novelistas habían empezado aventuras de papel allí. Claro que el dueño del lugar nunca lo había confirmado, eso aumentaba aún más el misterio y respeto que aquel lugar infundaba. Aunque a decir verdad pocos curiosos llegaban a aquel santuario de las letras. Los cuchicheos y el escándalo estaban fuera de lugar, y cualquiera que levantase un poco la voz se sentía amedrentado por su propio eco.
Yara se encontraba allí en su medio. Harta de tener que intercambiar palabras todo el día sobre temas que realmente no le importaban, todos los jueves acudía a Oeillet con la esperanza de encontrar alguna historia interesante a la que hincarle el diente. A veces incluso con la esperanza de olvidarse a sí misma durante rato y preocuparse de cómo el protagonista sobreviviría a un dilema existencial o de cómo un romance imposible acabaría venciendo contra todo pronóstico.
—No, gracias. La cuenta cuando puedas, por favor— respondió ella, intentando no perder la poca dignidad que le quedaba. Bueno, no pasa nada, no era tan guapo, pensó, mientras observaba su grácil caminar. Claro que sí era tan guapo. Yara no entendía cómo se había podido dormir allí.
El chico volvió con una pequeña caja de madera exquisitamente tallada y la tendió encima de la mesa. Ella sacó del bolsillo unas monedas y dejó un par más de propina. Seguramente había tenido que soportar sus sonoros ronquidos durante más tiempo del que su sueldo compensara. Se levantó y caminó con paso ágil hasta la salida.
—¡Espera! — escuchó la voz del camarero y se detuvo justo cuando estaba a punto de cerrar la puerta. Bueno, después de todo tal vez sí que le hubiese causado buena impresión y había reconsiderado charlar con ella un poco más.
—El libro— dijo él.
—¿Qué? — preguntó Yara, sin saber muy bien a qué se refería.
—Que te llevas el libro. Tienes que devolverlo— le espetó, señalando con cara de pocos amigos hacia la novela que ella llevaba en la mano. Ella siguió su mirada. Efectivamente, el libro de cuero rojo desvencijado con el que se había quedado dormida, seguía con ella. Se lo extendió mientras murmuraba una disculpa, pero él le cerró la puerta en las narices antes de que pudiese terminar la palabra. Decidido, un desastre de misión.
Jamás se había quedado dormida de esa forma. Durante el último mes, a penas había conseguido dormir más de tres horas seguidas. La pesadilla del pasillo y el salón de piedra la atormentaba noche tras noche desde hacía semanas. Se repetía una y otra vez, pero ella era incapaz de descubrir qué demonios significaba. Aunque, pensándolo bien, aquel día había sido diferente. Todas las noches llegaba el punto en que la tenebrosa anciana le pedía que demostrase quien era, pero normalmente Yara huía de allí sin más. Lo de la mano en el pecho era nuevo. Nunca antes había hecho algo así, y la reacción del personaje de sus sueños intentando atraparla todavía le ponía los vellos de punta. Qué realista resultaba. Su madre siempre había dicho que Yara tenía mucha imaginación y el sueño lo confirmaba.
Decidió que era mejor dejar la mente en blanco e ignorarlo, como hacía todas las mañanas. Le suscitaba cierto interés el cambio del final, pero dado que no le encontraba mucho sentido, lo dejó para luego. Seguramente esta noche me volveré a ver las caras con la anciana loca, pensó. Se puso la capucha y echó a andar por las calles oscuras de la ciudad. Hacía un frío que calaba en los huesos, así que la joven intentó andar más rápido. No deberían ser más de las diez. No contaba con pasar tantas horas en Oeillet, así que su madre debía de estar preocupada. Era mejor coger la ruta rápida, aunque algo más peligrosa. Bajó por el puente de la autovía y atravesó un par de manzanas saltando las verjas por las que estaba prohibido el acceso a peatones. Normalmente no iba por ahí cuando ya era de noche. Pandilleros y delincuentes de poca monta rondaban las esquinas, pero Yara sabía dónde estaban cada uno de ellos y evitó las calles más conflictivas.
Su madre y ella no vivían en uno de los mejores barrios, pero desde luego no era el peor. Llegó antes de lo que había previsto y se coló por la parte trasera de la casa. Atravesó el jardín y se coló por la puerta. Sabía que su madre la estaría esperando con una mueca de desaprobación en la entrada, así que pensó en sorprenderla en la cocina. Abrió la puerta con cuidado y vio que no estaba en la cocina. Se dio cuenta de que había algo raro. La cena no estaba preparada, y tampoco olía a comida, pero todas las estanterías estaban abiertas. Otra vez se le habría olvidado dónde guardaba la llave del trastero.
Yara avanzó hacia el salón pero a penas había llegado a la puerta se paró en seco. Todo estaba desordenado y cuando miró a la izquierda vio que la puerta principal estaba entreabierta. Se asomó un poco y vio la televisión encendida y los sofás rotos. Alguien había vaciado con rabia todos los cajones de las cómodas y la mesita de cristal estaba completamente destrozada. Los cristales esparcidos por el suelo y cuando la joven agudizó la vista distinguió una sustancia roja que cubría la moqueta. Sangre. Se quedó congelada ahí, sin poder mover un solo músculo. Pero entonces recordó que su madre debía de estar en casa. Algo se activó y entró en el salón con cuidado. De pronto escuchó un sonido de motor en la calle, un coche justo delante de la casa encendió las luces. Ella se agachó al instante y se asomó por la ventana, apartando cuidadosamente la cortina blanca. El coche negro se puso en marcha y salió disparado hacia el final de la calle. Yara tragó saliva y volvió a mirar a su alrededor. Algo le oprimía el pecho, pero se levantó con cuidado. Salió del salón y en silencio, se puso a buscar a su madre por toda la casa. Lo habían roto todo. Todas las habitaciones estaban registradas a conciencia, las almohadas y colchones deshechos en mil pedazos, las estanterías abiertas y todo aquello que pudiese esconder dinero o objetos valiosos estaba hecho añicos. Subió las escaleras con cuidado y buscó en todos lados. Temblaba de arriba a abajo, pero cuando abrió la puerta de su habitación y a alguien tumbado en el suelo, pensó que se desmallaba. El corazón le paró de latir durante unos segundos y su cuerpo no respondió. En ese instante comprendió que no se trataba de su madre. Era un hombre joven, inconsciente boca arriba. Tenía varios cortes en el cuerpo y Yara pensó que estaba muerto. Se acercó un poco a él, tapándose la boca para sofocar un grito. El pecho del hombre se movió casi imperceptible y ella se dio cuenta de que estaba inconsciente. Todo le daba vueltas y por unos instantes se preguntó si tal vez estaba soñando. Quién había entrado a su casa, por qué se habían llevado a su madre y qué hacía un hombre, al que habían abandonado, tendido en el suelo de su habitación.
SINOPSIS
Yara siempre se ha sentido fuera de lugar en un mundo donde todo está exquisitamente colocado. Las piezas no encajan porque desde el principio faltaba un jugador y huir de la partida no sirve de nada si el asiento ya lleva tu nombre. Distinguir entre amigos y enemigos es difícil cuando tienes el poder de decidir sobre sus vidas.
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