Cuando llegó, el cuerpo pendía de una cuerda de esparto atada a una viga. Una pequeña muchedumbre, a prudente distancia, observaba atónita el balanceo del cadáver que, como un macabro péndulo, era movido por el viento que, a ráfagas, atravesaba silbando el enrejado de la Lonja.

— ¡Cobardes, malditos seáis! —gritó con ira a los allí presentes. Sus rostros mutaron del pánico a la vergüenza que esas palabras les producían y, poco a poco, cabizbajos, fueron abandonando la Lonja.

Muchos de ellos habían faenado en los barcos de su padre, compartido mesa y bebido a su lado en la taberna. Habían sido amigos pero, ahora, el temor que les infundía todo aquello que guardase relación con los traficantes de retal, los había acobardado; se sentían aterrorizados porque ellos mismos o sus familias podrían terminar igual que el padre de Antón.

Él solo descendió a su padre y lo colocó sobre una de las carretillas que se usaban para transportar mercancía. Cubrió el cuerpo con su abrigo y comenzó a empujarlo hacia el exterior.

Durante el trayecto que hubo de recorrer hasta su casa, los habitantes de la ribera, al igual que se hace los días de entierro al paso del cortejo fúnebre, fueron recogiéndose en sus casas y, furtivos, tras las puertas y ventanas entreabiertas, observaron el paso del cadáver. Los pocos negocios que quedaban bajo los soportales cerraron sus puertas, y el vulgar griterío que salía de las tabernas se trasformó en intrigante murmullo.

El padre de Antón había muerto por resistirse, por negarse a que sus embarcaciones y su pequeño almacén fuesen utilizados para las descargas del retal. Había sufrido por ello multitud de represalias, que se materializaban en sabotajes a su pequeña flota y alguna paliza a miembros de su tripulación, por lo que últimamente resultaba muy difícil que sus barcos saliesen a faenar.

Lágrimas de rabia y dolor inundaban los ojos de Antón, se lamentaba por todas las veces que había discutido con su padre, pero no entendía cómo su orgullo y testarudez podían hacer que su familia pasase necesidades y estrecheces, que se habrían evitado arrendando un viejo almacén en desuso y dejando sus barcos para realizar alguna que otra descarga, por la que le pagarían más de lo que ganaba en tres meses de faena.

Lo que para Antón era orgullo y tozudez, para su padre era dignidad y coherencia, y todo ello pasaba por no traicionar sus principios. Esos barcos eran su modo de vida, que le había sido transmitido por su padre y, a su vez, a éste por el suyo, así durante varias generaciones.

Ceder a las demandas de los retaleros hubiese supuesto renunciar a ese modo de vida, y eso su padre jamás lo permitiría.

Honor, dignidad… sí, pero a qué precio, merecía la pena morir por todo ello, se preguntaba Antón, mientras empujaba el cuerpo inerte de su padre.

Ante el portón de la casa, su madre, acompañada por la criada y dos marineros de la tripulación, aguardaba; tenía el rostro serio, sin una lágrima. En estos últimos años se había estado preparando para esto, lo sabía, sabía que, más tarde o más temprano, una desgracia sacudiría con fuerza su corazón.

Se acercó a él, le acarició la cara y con gesto de dulzura, le dijo:

—Anda, abrígate y ve a buscar a tu hermano antes de que se entere por otros de lo sucedido.

Sebastián contaba por aquel entonces treinta y un años y, aunque era cinco años mayor que Antón, nunca había querido asumir las responsabilidades que una familia tradicional de armadores tenía reservadas al primogénito. No es que no sirviese para el trabajo, al contrario, era un buen navegante, metido en faena cumplía diligentemente con sus labores, era además querido y respetado por la tripulación, pero todo eso solía durar más bien poco, hasta la primera visita a la taberna.

A Sebastián parecía dolerle la vida; cualquier éxito o fracaso, por pequeños que estos fuesen, eran excusa, según el caso, para evadirse o celebrar. Una buena captura, el cumpleaños de alguien de la tripulación, una discusión o cualquier contratiempo, eran motivos más que suficientes para emborracharse en la taberna, borracheras que él prolongaba hasta el punto de no volver a embarcar por varias jornadas. Reprendido con dureza por su padre, Sebastián le contestaba: «Padre, no comprendo por qué se empeña usted que siga siendo patrón del «Buenanueva«, es algo que requiere de constancia y disciplina, virtudes que no suelen acompañarme».

A su padre no le enfadaban esas muestras de sinceridad en las que su hijo reconocía sus flaquezas, lo que en verdad le enfurecía era la resignación e indolencia con la que lo hacía.

Antón se acercó hasta la taberna de La Linterna. Tras comprobar que su hermano no estaba allí, enfiló por una de las calles que ascienden desde la ribera hasta perderse en el laberíntico entramado de oscuras callejuelas. Dobló la esquina del antiguo hospital de marinos, cruzó la pequeña plaza de la Leña, y continuó luego por un estrecho y umbrío callejón, hasta encontrarse ante una gran puerta de castaño con remaches metálicos. Martilleó con insistencia el llamador de bronce con forma de mano agarrando una manzana y, segundos después, la puerta fue abierta por un enorme mulato con librea.

—¿En qué puedo ayudarle, caballero?—preguntó con ese profundo y marcado acento colonial que tienen los negros educados en las lenguas de los blancos.

—Estoy buscando a Sebastián Galerna.

El sirviente le hizo una indicación para que lo siguiese y lo condujo a través de un larguísimo pasillo iluminado con candelabros, cuya vacilante luz proyectaba estiradas y fantasmales sombras. Antón se sobresaltó al observar su propia cara reflejada en uno de los espejos que colgaban de las paredes del pasillo. Se sorprendió al ver su rostro en alerta, con los ojos muy abiertos, como infantiles, que capturaban cada detalle de lo que veía a medida que se internaba en la antigua casa de baños.

Al final del pasillo el sirviente se detuvo ante dos pesados cortinones de damasco, apartó uno de ellos y, con un gesto, le invitó a pasar al otro lado.

La enorme estancia estaba iluminada por la tenue luz anaranjada de farolillos orientales de papel. El humo de las velas y de los quemadores de incienso ascendía oscilante formando hilillos plateados que se disipaban justo antes de tocar el techo. En su parte central se abría una humeante piscina de agua caliente construida en mármol blanco, a la que se accedía por unos amplios escalones, en los que se recostaban grupos de bañistas con túnicas blancas de algodón. A cada poco, con parsimoniosos movimientos, alguno descendía por ellos para humedecer los retales y, tras colocárselos sobre los ojos o la frente, volvían a recostarse y aguardaban a que el narcótico hiciese sus efectos a través de la epidermis.

Quienes lo han probado dicen que comienza a notarse a los pocos minutos, su duración es escasa, pero los efectos son tan intensos y placenteros, que enseguida tu cuerpo te pedirá más y más, hasta el día en que, ya demasiado tarde, descubres que te resultó más fácil adquirir el hábito que librarte de él.

Lo que muy pocos sabían, era que la antigua casa de baños había sido, en origen, un monasterio que, tras ser desamortizado, caería en el más absoluto abandono, para ir pasando de mano en mano por distintos propietarios, hasta convertirse, con la llegada del retal, en la actual casa de baños, lo que no dejaba de resultar paradójico, pues los muros que un día habían acogido una vida de austeridad y ascetismo, eran ahora el templo del vicio y el desenfreno.

El antiguo claustro se había cubierto y en su parte central, en el lugar que antes ocupaba una monumental fuente, se había construido la piscina de mármol blanco.

Entre las columnas de las cuatro galerías porticadas, se habían colocado biombos de caña decorados con escenas orientales, formando pequeños reservados en los que los clientes, recostados en divanes, eran asistidos por bellas señoritas vestidas a la oriental, que procuraban que no les faltase de nada; tinajas de agua caliente en las que humedecer el retal, vino o licor en sus copas, y otros servicios más sutiles.

Nada hacía pensar que, desde ese callejón, tras esa vieja puerta, se pudiese acceder a un mundo en el que la vaporosa y cálida atmósfera, perfumada de láudano e incienso, te sumía en un embriagador estado de ensoñación en el que, mientras unos sentidos podían verse reducidos o anulados, otros aumentaban hasta la alucinación. En ese primer estado, parecía encontrarse Sebastián cuando Antón lo halló tumbado en uno de lo divanes.

Se aproximó a él y, mediante unas sonoras palmadas en su cara, intentó sin éxito despertarlo de su duermevela. Viendo que sus intentos resultaban poco efectivos, tomó del suelo la tinaja de agua tibia, y se la echó encima a su hermano. Éste, sobresaltado, se incorporó y le dijo:

—Pero, ¡diablos! ¡Te has vuelto loco! ¿Por qué has hecho eso? —Sebastián, confuso y con los sentidos embotados. Hizo el amago de volver a tumbarse sobre el empapado diván, pero Antón se lo impidió. Cogiéndolo por los hombros, intentando llamar su atención, le repetía:

—Sebastián, Sebastián… mírame.

Sebastián levantó la mirada y Antón, intuyendo un atisbo de lucidez reflejado en sus vidriosos ojos azules, le dijo:

—Nuestro padre ha muerto, lo han asesinado.

Las palabras de su hermano resonaron con fuerza en su cabeza, como mil látigos restallando en su conciencia, despertando uno a uno todos sus sentidos.

—Muerto, asesinado… —repetía Sebastián con la cabeza apoyada sobre las manos, mientras su mente, en rápidas sucesiones, proyectaba recuerdos sobre su padre.

—¿Cómo ha sido? —preguntó con rabia a su hermano.

—Lo han colgado de una viga de la Lonja —respondió Antón expectante, sabedor de la ira con la que reaccionaría su hermano.

La furia de Sebastián se desató al oír las palabras de su hermano. Fuera de sí, comenzó a destrozar todo lo que encontraba a su paso, los ligeros biombos volaban como el papel, estrellándose contra las paredes y las columnas, mientras los bañistas huían despavoridos.

En vano intentaron detenerlo. Sólo el resonante estruendo de dos disparos, dirigidos sobre la piscina, libre ahora de bañistas, consiguió persuadir a Sebastián.

Un personaje de silueta delgada, difuminada por el humo de los disparos, se asomó a la barandilla del corredor que, situado en un piso superior, se abría y circundaba la zona de baño. Desde allí, apoyado sobre la barandilla, con la tranquilidad y seguridad propias de los que se saben dueños de la situación, con molesta voz aflautada y amanerados gestos, se dirigió a Sebastián:

—Desconozco el motivo de semejante ataque de furia, pero dudo mucho que destrozar mi delicado mobiliario te vaya a servir de algo, aparte de aumentar la cuantiosa cuenta que tienes pendiente de abonarme.

—¡Miserable bañero! Tú eres tan culpable de la muerte de mi padre como los que le pusieron la soga al cuello. Tú y todos los que os lucráis con el retal.

No fue la ira con la que se dirigió a él lo que turbó la arrogante serenidad del dueño de la casa de baños, sino el desprecio con el que lo había hecho Sebastián. En el fondo Fidel, que así se llamaba, sabía que tras esas palabras subyacía la arrogancia de quien cree tener la convicción de ser moralmente superior. No en vano, Sebastián y Antón, sin ser ricos, provenían de esa antigua aristocracia mercantil, a la que el tiempo había envuelto de esa indefinible pátina, de la que Fidel, por mucha riqueza y poder que pudiese llegar a acumular, nunca se podría cubrir. Le dolían esas palabras, pues Fidel amaba a Sebastián.

—Vienes a mi casa, destrozas mis muebles, me insultas, y aún te crees con autoridad para sermonearme y darme lecciones de honradez. Yo no hago otra cosa que mirar por mi negocio, tú y tu hermano sabéis que, si dejase de comprar retal, mañana aparecería igual que tu padre, peor aún, me hundirían con una piedra en la bahía.

Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Fidel. Abajo, en el patio, sólo quedaban los dos hermanos y el sirviente mulato, que aguardaba a que el patrón le ordenase qué hacer.

Sacó un pañuelo del bolsillo de su batín de raso, se secó el rostro y, ya más sereno, continuó su alocución:

—Culpa también a los consumidores, entre los que tú te encuentras, si no lo consumieseis, nosotros no tendríamos a quién vendérselo y todo solucionado, pero no, amigo, sabes mejor que yo que la solución tampoco sería esa.

Sebastián, abatido, se había sentado sobre uno de los bancos de mármol que rodean la piscina.

El sirviente, expectante, levantó la mirada hacía su patrón y éste, con gesto inequívoco, le indicó que los dejase marchar.

Antón tomó a su hermano por el brazo, le ayudó a incorporarse y ambos, apesadumbrados, ante la mirada de Fidel y su sirviente, se dirigieron a la salida trasera de la casa de baños.

Fuera, la noche había caído ya y la niebla, puntual como cada tarde, había ascendido desde el mar hasta envolver la rivera en una fría y espesa bruma.

La parpadeante luz de un farol, apenas alcanzaba a iluminar el oscuro callejón en el que desembocaba la puerta de atrás.

Reinaba el silencio y el olor a fresquío era repugnante. Casi a tientas, se dirigieron a hasta la boca del callejón. A medida que sus pupilas se iban acostumbrando a la oscuridad, comenzaron a percibir las siluetas de varias personas, que se agolpaban ante un pequeño ventanuco del que salía una luz amarillenta. Eran vagabundos, indigentes… parias que hacían cola para adquirir los retales de segunda, que allí mismo, con el agua sucia que, todavía caliente, salía de los desagües de la casa de baños, humedecían y colocaban sobre la piel.

La falta de higiene, la humedad y la inmundicia entre la que se movían por ese callejón, les provocaba la aparición de llagas y erupciones cutáneas, confiriendo a todo el conjunto aspecto de lazareto por el que vagaban como leprosos o apestados, despojados de toda esperanza, y sin más motivación que procurarse cada día el engañoso y efímero placer que les producía el retal. Para ellos era ya tarde, pues en realidad estaban ya muertos en vida.

Doblaron la esquina del callejón, y se vieron sorprendidos por el sirviente mulato que allí los esperaba. Sus ojos, de un verde turquesa, centelleaban a la luz de la linterna con la que se iluminaba.

No era extraño encontrarse negros y mulatos de ojos claros o de rasgos caucásicos. La mayoría de ellos eran del barrio de los Morenos, que se extendía a lo largo de una interminable playa; una franja de arena fuera del abrigo de la bahía, de miserables casas de planta baja que, hacinadas, se habían ido construyendo a medida que su población aumentaba, sin más planificación que la de seguir la línea de una costa desprotegida, que era azotada en invierno por los temporales y castigada en verano por el sol abrasador.

En ese lugar se habían establecido los esclavos provenientes de un buque negrero atracado en la ribera, que allá por los años de la abolición del esclavismo, cuando la demanda de mano de obra para las plantaciones coloniales de café y caña caía a sus cotas más bajas, con una «carga» devaluada que no alcanzaba ni a cubrir los costes de la travesía, fueron desembarcados y abandonados a su suerte en la metrópoli. Dónde formarían una pequeña colonia de negros, en la que sus hombres se empleaban como pescadores, marineros a sueldo, estibadores, o a andar al raque por las desabrigadas playas. Las mujeres, por lo general, servían en las casas de la aristocracia. Muchos de esos mulatos de ojos claros y rasgos afilados habían sido fruto de secretas o forzadas relaciones entre las sirvientas negras y sus libertinos amos blancos. Cuando no de la prostitución, a la que que algunas se vieron abocadas por causa de la miseria y el hambre.

—El patrón me ordena que les transmita sus disculpas, y me pide que les entregue esto.—Del interior de su levita sacó algo envuelto en un paño de gamuza. Su inequívoca silueta revelaba que era una pistola, la misma pistola que había sido disparada sobre la piscina.

El sirviente les deseó buenas noches, dio media vuelta y se adentró en la oscuridad del callejón.

Que Fidel hubiese regalado su pistola era una muestra de que sus disculpas eran sinceras, y es que un arma de fuego era una posesión muy preciada y escasa, por la que se podía llegar a pagar una verdadera fortuna en el mercado clandestino. Esto era así porque la Asamblea de la ribera, para evitar las numerosas matanzas y ajustes de cuentas que se produjeron en los primeros tiempos del retal, había dictado una Ley que prohibía la tenencia de armas de fuego entre los civiles, por lo que sólo la Guardia y la Armada podían llevarlas.

El frío y la humedad de la niebla calaban hasta los huesos, aceleraron el paso y atravesaron la plaza de la Leña, para perderse en el entramado de calles que descienden hasta las casas con soportales de la ribera.

SINOPSIS:

Esta novela cuenta la historia de una pequeña ciudad portuaria durante la época colonial.

Con el hilo conductor de una droga, se va desarrollando una trama en la que tienen cabida temas universales, aderezados con las más bajas pasiones inherentes a la condición humana, que se irán manifestando a medida que los acontecimientos se precipiten.

Esta novela puede parecer, y lo es, una historia de familias, de personas que, hartas de su destino, deciden rebelarse contra el orden establecido. Es ésta, por tanto, una historia particular, pero que son al fin los pueblos, sino la suma y sucesión de sus historias particulares.

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