A Cecilia Strzyzowski

A Cecilia Strzyzowski 

De tu joven cuerpo resumido
en una opaca e inhabitable ceniza,
de tus huesos espolvoreados a la vera del río,
de la forma incierta de tu muerte,
es todo de lo que hablamos en silencio.
Todo lo que fuiste y lo que no,
cuando apenas reías y llorabas
y esperabas al alba esperanzada,
es ahora una ilusión fatal,
es la memoria errando sin destino
por una bruma densa, impenetrable.
Surge la pregunta primera,
la que la primera mujer
le hizo al primer hombre,
cuando alzó su mano para castigarla,
¿Por qué? Y no hubo respuesta.
La muerte llega sin aviso,
como el primer golpe, crispada la mirada,
apretados los puños. Es el amo,
tu propietario es quien decide
si tu corazón se detendrá para siempre,
si tu sangre se verterá como el agua,
si tu rostro se verá en un espejo
desfigurado e irreconocible.
A pesar del dolor, y entre lágrimas,
tu madre te rescatará de la greda;
hecha tu sombra un breve retal rosa,
recogerá la melancolía invisible
de tus tejidos muertos, y escuchará
en el Cristo del dije tu último suspiro.
Te verá hermosa aunque el fango
recubra tu minúscula osamenta devastada,
porque reconocerá en la mancha de tu muerte
tu primigenia hermosura inolvidable.
Una vez en sus manos, te ofrendará
al misterio de las oraciones, al arrebato
de los reclamos y perdurarás para siempre
en una foto a la luz de una pequeña vela,
en los modestos altares hogareños.

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