NORA

De un tirón a la sábana, el cadáver desnudo quedó al descubierto. Los visitantes, hombres curtidos, no pudieron evitar un sobresalto; cubierto de sangre, dos días antes, les había impresionado menos. Ahora se veía con claridad que tenía seccionados párpados, orejas y labios.

—Mujer blanca, de veintiocho a treinta años, uno setenta de estatura, cincuenta y cinco kilos, sin cicatrices ni marcas, fallecida hace unas cuarenta y ocho horas; cuando llegó aquí llevaba seis o siete muerta —el forense desgranaba con voz monótona y profesional los pormenores—. Estuvo su último día o día y medio sin comer. Causa de la muerte: colapso cardiorrespiratorio por la pérdida de sangre que sufrió durante horas debida a innumerables cortes en el cuerpo. —Se permitió una leve inflexión emocional en su voz al susurrar—: La torturaron sin piedad.

—¿Qué más puede decirnos? —preguntó el mayor de aquellos dos hombres, intentado recuperar el control de sí mismo.

—Poco, comisario. Ninguna lesión o dolencia importante; todavía falta el resultado de los tests para determinar la presencia de drogas u otras substancias en el organismo. Ojos azules, pelo negro teñido de rubio; aquí se ve bien la raíz, por crecimiento post mortem. Manos y pies muy cuidados; manicura y pedicura de lujo. Medidas prácticamente perfectas: noventa-sesenta-noventa. Busto natural… Esto es interesante: la dentadura está impecable excepto por la ausencia del segundo y tercer molares de abajo a la derecha. Se los sustituyeron por implantes de gran calidad, muy caros.

—¿Hay forma de conocer su origen? —volvió a preguntar el comisario.

—Todo implante debe contener información suficiente para identificar al autor y el lugar de la operación —respondió el forense—. Nuestro informador en un importante proveedor de implantes afirma que no se realizó en el país.

—¿Dónde, entonces?

—Parece que en Israel. Eso presupone un problema, comisario.

—¿Un problema? ¿Por qué?

—En Israel es habitual realizar todo tipo de operaciones con una cláusula de privacidad. Pagas un poco más y la información queda protegida frente a investigaciones informales; consultas de policía a policía, ya me entiende. Se necesita una rogatoria judicial.

—Eso llevará meses. ¿Por qué se hace así?

—Israel es un centro de trasplantes de órganos adquiridos en el mercado negro.

—¿De niños secuestrados?

—No tanto. Su legislación, sin embargo, es particularmente permisiva —continuó el forense—. Admite la donación inter vivos incluso cuando cabe presumir que se ha pagado por el riñón o el órgano trasplantado, lo que en la mayoría de los países es delito. En estos casos, la cláusula de privacidad protege a receptores y donantes, pero las clínicas de allí la ofrecen a todos sus clientes extranjeros sea cual fuere el objeto de la operación, para obtener ingresos adicionales. Es posible que nuestra amiga no se acogiera a ella. Incluso si se acogió, al tratarse de un caso de homicidio… Pero no sería optimista. La cláusula de privacidad en las operaciones es a Israel lo que el secreto bancario a Suiza.

—Llevará meses —repitió el comisario, ensimismado. Y luego, recuperándose, añadió vivaz—: De todos modos, daré orden de iniciar los trámites inmediatamente. Pudo llevar alambres correctores para tener una dentadura tan perfecta como usted dice, doctor. Y alguien con pasta visitaría con frecuencia el dentista para limpiezas y cosas así. Tome radiografías de esa boca para difundirlas entre las clínicas dentales de aquí.

—Se hará como dispone, comisario.

—¿Algo más, doctor?

El aludido vaciló, como si tratara de recordar algo.

—Creo que no. —De pronto cayó en la cuenta, giró sobre sí mismo y tomó algo de una repisa—. Bueno, sí: esto.

Los otros dos miraron con interés el objeto, un anillo de oro dentro de una pequeña bolsa de plástico trasparente. Era una alianza corriente, con una inscripción visible en la cara interior: «13-7-12».

—Dudo que encontremos huellas ahí—dijo el comisario. De pronto, su rostro se iluminó—. Nos lo quedamos. Gracias, doctor. Tome usted fotos del rostro y de cuerpo entero con su móvil, subinspector.

Salieron de la morgue y regresaron a jefatura en el automóvil del comisario.

—No lo ha hecho usted mal hasta ahora —dijo este—. En un tiempo record averiguó que no está fichada ni por nosotros ni por la Interpol y que nadie ha denunciado su desaparición. Si la dentadura tampoco nos dice nada, tardaremos semanas en saber quién era y sus asesinos tendrán fácil borrar otras pistas y escapar. Está claro que son profesionales. ¿Se percata usted, Peluco? —El aludido permanecía en silencio—. Esta maldita autopsia lo cambia todo. Encuentras un cuerpo desollado en un contenedor, y tienes a la prensa encima. Pero si la víctima es rica, como parece, el problema se agrava. Le encargo a usted el caso —añadió mirando fijamente a Peluco en un semáforo—. No crea, sin embargo, que me desentiendo de él. Estaré sobre usted todo el tiempo. Tendrá que informarme de cualquier novedad sin dilación, ¿entendido?

—Entendido —respondió lacónicamente el subinspector.

El comisario seguía hablando.

—Peluco, sale usted de una suspensión de empleo y sueldo de sesenta días. Lo aprecio, aconsejé quince días o un mes, pero los jefes estaban rabiosos; sobre todo una jefa que usted conoce bien. Y solo es un aviso.

Habían llegado a la jefatura y subieron al despacho del comisario. Allí, se sentaron y este prosiguió con su reconvención:

—Los tiempos han cambiado. No volverán los de los policías acostumbrados a trabajar cómodamente entre putas. Muchos, y sobre todo muchas, creen que hay que prohibir la prostitución con medidas contra los clientes, como en Estados Unidos. —Peluco hizo ademán de replicar, pero el comisario lo cortó en seco—. No, Peluco; no me cuente la historia de que las putas son sus mejores informadoras. Todos estamos al cabo de la calle de esa teoría. En cualquier caso, no justifica que pase media vida en prostíbulos, como Asuntos Internos detectó a través de su móvil gracias al GPS; el ministerio del Interior le paga para otra cosa. Si le encargo este asunto es precisamente porque, dado el perfil económico de la víctima, es seguro que jamás pisó un burdel. Así que no quiero que los pise usted tampoco. ¿He hablado claro?

El subinspector asintió.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó.

El comisario le ofreció el anillo en su bolsa.

—Tenga, se le da bien buscar. Recorra las joyerías de la ciudad, y las del resto del país si hace falta, pero no regrese sin saber en cuál se confeccionó esta alianza. Y ahora salga de mi oficina como alma que lleva el diablo.

Peluco obedeció. Salió a la calle, necesitaba aire fresco para aclarar ideas. De inmediato pensó en un perista amigo suyo, un tipo que compraba mercancía robada bajo la mirada tolerante de la policía a cambio de información. Llegó tras un agradable paseo durante el que se persuadió de que el caso no era tan difícil como lo pintaba el comisario. Resolverlo lo rehabilitaría.

Entró en la joyería. El dueño lo miró con desconfianza. Peluco habló sin preámbulos.

—¿Quién hizo este anillo? —preguntó, mostrándoselo.

El perista lo tomó y, sin extraerlo de su envoltorio, lo examinó atentamente.

—No hay forma de saberlo —respondió al cabo de medio minuto.

—¿Cómo que no?

—Fíjate bien: no tiene contraste.

—¿Y qué?

—Todas las joyas confeccionadas con metales preciosos llevan un contraste de joyero, una especie de sello que identifica a su autor. ¿Ves? —dijo mostrándole una alianza de su propio stock—. El contraste es esa pequeña marca, que hago con este punzón cuando el metal aún no ha solidificado. El anillo que traes no lo tiene.

Peluco comparó la alianza de la bolsa y la de su amigo, hasta convencerse de que este tenía razón.

—¿Entonces…?

—No sabremos la procedencia.

—¿Ni siquiera por la aleación?

—No. Todos los joyeros compramos oro de joyas antiguas y las fundimos para hacer otras. Mira —dijo señalando al exterior de la tienducha—, ahí tienes a mi hombre-sándwich de reclamo. —Peluco asintió; sí, le había llamado la atención un tipo desastrado que se paseaba frente a la joyería con sendos carteles delante y detrás de su torso que anunciaban «COMPRO ORO. Pago más que nadie»—. Fundimos las joyas sin preocuparnos de su composición exacta, que suponemos (salvo sospecha en contrario) que es de dieciocho quilates. Olvídate, no hay forma de conocer de dónde viene ese anillo.

—¿Y quién haría un trabajo así?

El perista se encogió de hombros.

—Cualquiera; yo mismo —respondió—. Aunque es obligatorio por ley estampar el contraste, se omite si el cliente ofrece lo suficiente. La impunidad está prácticamente asegurada.

El subinspector abandonó la joyería de su amigo en el mayor desencanto. O sea que sí, el caso era verdaderamente arduo. Últimamente no estaba acostumbrado a tanta dificultad en su trabajo; no tenía ni idea de qué hacer. «No vuelva sin saber la procedencia», había dicho el comisario. Era como si esa mujer se hubiera estado escondiendo. Necesitaba una pista, solo una… y quizá todo volvería a ser como en los viejos tiempos.

Peluco debía mantenerse sobrio estando de servicio; acostumbraba a beber, pero tras el castigo quería rectificar. En vez de a un bar optó por ir al Café Universal, que estaba cerca y donde solía entrevistarse con sus confidentes. Sus compañeros lo hacían en locales de juego, bares de alterne y otros antros infectos. Él prefería un lugar elegante, para variar. Los camareros sabían de su condición policial, pues una vez tuvo que mostrar la placa para calmar a unos borrachos a la una de la madrugada. Pero eran profesionales, lo atendían cordialmente y no se metían en sus asuntos. Le gustaba ese aire de familiaridad sin excesivas confianzas; mucho mejor que la falsa complicidad de los locales de mala muerte. A esa hora el café estaba abarrotado de mujeres maduras tomando el aperitivo en grupos.

—Tiempo sin verlo —comentó con aire casual el camarero—. ¿Un brandy, como de costumbre?

Él no supo negarse. Quería pedir un café, pero estaba visto que resulta difícil romper con el pasado. Se hallaba en un buen aprieto. Seguro que el cabronazo del comisario era consciente de la falta de contraste del anillo, y se lo había endilgado tendiéndole una trampa. La verdad es que él se había pasado últimamente. No sólo descuidaba sus deberes; también estaba perdiendo su olfato de sabueso. Aunque quizá fuese al revés: la pérdida de olfato lo había empujado a la vida muelle entre putas y alcohol, como evasión. Bien había sabido el comisario pasarle la mano por el lomo: «Sabe usted buscar», le dijo. Buscar no es lo mismo que encontrar, y no había encontrado lo primero que se le pedía. En los dos meses de sanción tuvo tiempo de reflexionar, y su situación no podía estar más clara: al borde de un precipicio, a punto de perder la placa y sin otro oficio ni beneficio. ¿A qué podía dedicarse? ¿A detective privado, como tantos otros rebotados del cuerpo? La idea se le antojaba espantosa.

Llevaba dos meses sin probar ni alcohol ni drogas, haciendo un verdadero esfuerzo por desintoxicarse. Ahora acababa de meterse un copazo de brandy; si pedía otro se deslizaría irremisiblemente por la pendiente. Se dio cuenta de que tenía que salir del agujero antes de que le resultara imposible. Pidió la cuenta, pagó y abandonó el café.

¿Dónde ir? Sólo había dos sitios que le inspiraran confianza: su casa y uno de los prostíbulos que frecuentaba. Se decidió por el «1001», un burdel emplazado en un chalé adosado de las afueras. Podía ir en transporte público, que lo dejaba prácticamente en la puerta, y ese fue el medio elegido: de repente ansiaba ahorrar en previsión de perder su empleo. En la puerta del adosado, llamó al timbre con el soniquete que lo identificaba.

—Te abro, cielo —respondió una voz cálida.

Sonó la chicharra del portero automático. Empujó la cancela y entró en el jardín. La puerta del edificio estaba entornada. Pasó al interior y se vio en el chabacano ambiente oriental del local, cuyo nombre aludía a las Mil y Una Noches pero que los clientes, poco sutiles, identificaban con un número pintado en el muro frontal del chalé. Esperándole estaba Marla, la favorita entre sus favoritas, la persona a quien venía buscando. Con una sonrisa que era todo dulzura, ella lo cogió la mano, dijo «Cuánto tiempo sin verte» y tiró suavemente de él hacia una habitación. Una vez allí, sin quitarse un minúsculo top y unos vaqueros bajos que dejaban su magnífico vientre al descubierto, se tendió en la cama cuan larga era.

—¿Qué pasa, cielo? —preguntó con rostro de preocupación—. Traes mala cara.

—Estoy desesperado, nena —respondió él, y al hacerlo se dio cuenta de que no exageraba un ápice—. He caído en desgracia. Sospecho que me han dado un caso difícil para acabar con mi carrera, y no sé por dónde empezar.

—Cuéntamelo todo —dijo Marla, tomando un espejito con polvo blanco que había sobre la mesilla.

—No, nada de coca —cortó él, seco.

—Como quieras, cielo —dijo ella con el rostro más serio que le había visto Peluco, y la conocía hacía tres años—. Nunca me habías despreciado una rayita.

—Necesito toda mi lucidez… —pensó él, en voz alta—. Si vieras cómo la han dejado…

—¿A quién?

—A la mujer de la morgue. —Se volvió hacia Marla—. Tengo fotos, pero nunca te las enseñaría.

Peluco se maldijo: si no quería enseñárselas, ¿por qué le había hablado de ellas? Marla guardaba silencio, a la vez tentada y temerosa de ver algo desazonador. La curiosidad pudo más.

—Muéstramelas.

De mala gana, Peluco sacó su móvil, buscó la galería de fotos y seleccionó el rostro captado en el depósito. Le dio el aparato a la chica. Esta contempló los rasgos, primero con horror; luego con suma atención, cerrando poco a poco los párpados para mejor escudriñar la pantalla. De pronto, sus preciosos ojos verdes se abrieron de par en par. Peluco se percató de que ella había reconocido a la persona de la foto.

—¡Es Nora! —exclamó, con voz crispada.

—¿La conoces? —preguntó el policía—. ¿La has visto alguna vez por aquí?

—Claro que la he visto. Viene poco, pero viene desde hace tiempo.

—¿Estás segura de que es la misma?

—Completamente. La han… destrozado, pero ese lunar de la barbilla es inconfundible, y los pómulos son suyos —respondió la joven con el susto pintado en sus facciones—. ¿Está muerta?

Peluco asintió sin palabras.

—¿Cuánto hace que la conoces? —preguntó.

—Dos años… quizá tres.

—El tiempo que yo vengo a esta casa —dijo él ensimismado. Y luego mirándola fijamente—: ¿Cómo es que nunca la he visto por aquí?

—Yo qué sé… Tampoco vienes tanto. —Había un levísimo tono de reproche en sus palabras, que sorprendió a Peluco. Ella corrigió el efecto de inmediato—: Supongo que tienes muchas casas que… vigilar.

—Cuéntame lo que sepas de ella.

—Es… era muy misteriosa —dijo la joven—. Venía de improviso, atendía un servicio, cogía el dinero y se largaba. No cruzaba apenas palabra con nosotras. Suponíamos que estaba casada. Llevaba alianza.

—¿Como esta? —preguntó él enseñándole la envuelta en plástico.

Ella la tocó a través del plástico.

—Quizá. También es posible que la llevara porque bastantes clientes muestran especial interés por las casadas. Les da morbo, supongo.

—Parece que era rica —dijo él—. ¿Cómo te explicas que viniera por aquí a cobrar cuarenta euros el polvo?

—No sé lo que cobraba; creemos que más que nosotras. Para más detalles habla con Arelis.

Arelis era la matrona, una esbelta mulata cubana ya más cerca de los cincuenta que de los cuarenta. Peluco indicó a Marla que la llamara. La cubana apareció un par de minutos después.

—¿Qué sabes de una tal Nora, que por lo visto viene por aquí? Dice Marla que sus apariciones son ocasionales.

Arelis inspiró profundamente, consciente de la importancia de la pregunta. El local gozaba de protección policial, pero no gratis.

—Sí —corroboró—. Viene poco, pero está muy solicitada.

—¿Qué quieres decir?

—Que muchos clientes preguntan por ella; en realidad, casi todos apenas la ven pasearse por aquí. Pero ella no quiere saber nada. Tiene un par de clientes fijos y viene solo cuando uno se presenta en la casa.

—¿Conviene las visitas por adelantado?

Arelis se encogió de hombros.

—Me figuro. No sé, es muy reservada y no le pregunto.

—¿Y cómo viene por aquí, habiendo hoteles decentes?

—¡Oye, polizonte, que este lugar es muy decente! ­—protestó Arelis. Más calmada, aclaró—: Yo le cobro cien euros por servicio, que ella paga sin rechistar. Supón que saca quinientos o mil. Y aquí puede sentirse más protegida que en un hotel. —Y añadió con una sonrisa encantadora—: Estás tú, y las Mil y Una es un lugar acogedor, ¿no te parece?

Claro que se lo parecía: antes de la suspensión pasaba media vida allí, como dijo el comisario. Iba a despedir a Arelis cuando sonó su móvil. Peluco atendió la llamada.

—¿Qué ha averiguado sobre el anillo, Peluco?

—Nada, jefe.

—¿Cómo que nada? —bramó el comisario.

—El anillo no tiene contraste, y sin él es imposible descubrir la procedencia.

—No me venga con excusas. Empezaba a sospecharlo pero ahora estoy seguro: es usted un inepto.

—Espere, jefe. La difunta se prostituía.

—¿Ah, sí? No me diga… Déjeme adivinar. Está usted ahora mismo en uno de esos burdeles que tanto le gustan. —Y ante el silencio de su subordinado, sentenció cortante—: Ha desobedecido mis órdenes. Vuelva a la jefatura al instante. Queda apartado del caso.

SINOPSIS

Un icono bizantino que acompañó a Juan de Austria en la batalla de Lepanto ha sido robado del Vaticano. El cadáver mutilado de una mujer y un poderoso gánster ruso acribillado en un ajuste de cuentas entre bandas, completan el rompecabezas que ha de resolver el peor investigador de la brigada criminal. Si lo consigue, el subinspector Carlos G. Peluco quizá evite ser expulsado de la policía.

Muchos quieren el icono. La investigación dará giros inesperados y pondrá a prueba el compromiso del protagonista con la Verdad, su lealtad a la Ley y su sentido de la Justicia.

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