Capítulo 1
Liutprando de Cremona, Octubre de 956
Liutprando estaba sentado en su mesa de trabajo, en un rincón apartado del viejo palacio donde residía en Francoforte, la actual Frankfurt am Main, en aquel entonces Ciudad Imperial Libre, o sea, una ciudad autónoma gobernada formalmente por el Emperador, en comparación con la mayoría de las ciudades en el Imperio que pertenecían a un Estado soberano integrante del Sacro Imperio y eran gobernadas por alguno de los muchos príncipes del Imperio, que ostentaban títulos de Reyes, Príncipes, Duques o Príncipes-Obispos. Por lo tanto, Francoforte estaba relativamente protegida de la lucha permanente entre los diferentes poderes que constituían el Sacro Imperio Romano Germánico a mediados del siglo X.
Aunque Liutprandio sabía perfectamente que Francoforte, la sede principal del Reino del Este o Germania, era el centro del poder imperial, cuando la comparaba con Pavía, su patria, le seguía pareciendo una ciudad provinciana, bárbara y primitiva, sin los refinamientos y la cultura de su ciudad, que ya desde principios del siglo VII había sido capital, primero de los Lombardos y posteriormente del denominado Reino de Italia.
Lo que más recordaba de su llegada a Francoforte era el frío de aquella habitación que le habían asignado, un frío que le calaba hasta los huesos. Aunque los servidores mantenían permanentemente encendida la enorme chimenea que ocupaba toda la esquina de la habitación, parecía como si el calor se escapara a través de los gruesos muros de piedra. El permanente ruido de la lluvia que rebotaba en los cristales de las pequeñas ventanas del Palacio favorecía todavía más la sensación de humedad y frío.
La primera conversación que tuvo con Otón tuvo lugar unos meses después de instalarse en Francoforte. Fue una conversación breve en la que Otón lo dijo todo y Liutprandio apenas pronunció algunas palabras. Nada más entrar por la puerta sin ser previamente anunciado y sin que le diera tiempo a Liutprandio a levantarse del sillón donde estaba recostado, Otón comenzó a hablar con su habitual gesto de segura autoridad y su característico latín bronco y duro:
– Estimado Monseñor Liutprandio; no te levantes. Han sido muchos los servicios que me has prestado hasta ahora en Italia y que me han permitido proclamarme Rey de los Francos y los Lombardos y luego emperador del Sacro Imperio, pese a la oposición del papa Juan X, pero ahora te pido un nuevo servicio que representa una necesidad imperiosa para mí y para el Imperio en estos momentos
– Decidme cuál Señor y, si está en mis capacidades, la haré con sumo gusto.
– Deseo que te dediques en cuerpo y alma a una tarea muy especial: vos tenéis fama de ser un gran cronista. Mi voluntad es que, mientras no podáis ocupar vuestra diócesis de Cremona, trabajéis en la redacción de una gran historia de Italia que deje bien claro lo que el Sacro Imperio ha hecho por ella en lo que va de siglo.
– Pero Señor, ese es un encargo muy complicado. Aunque yo conozco de primera mano muchos aspectos de lo que me pedís que relate, me faltan documentos que tendría que consultar sobre épocas que desconozco y de acontecimientos de los cuales solo tengo referencias sin confirmar. Sería imprescindible averiguar mucho más para que la crónica que escriba sea mínimamente fidedigna.
– ¿Y quien dice que esa historia tenga que ser fidedigna? El objetivo es restablecer la buena fama del Sacro Imperio y de sus actos en Italia y, en especial, la mía y la de mi esposa Adelaida, tan vilipendiada en muchos ambientes y por muchos personajes de Italia y de Roma. La estricta fidelidad a los hechos es puramente secundaria. De todas maneras le pediré a mis representantes en el Reino de Italia y en los territorios papales que os procuren todos los documentos que queráis de los archivos de Pavía de Roma o de la Lombardía. Y tal como entró, salió.
Liutprandio al principio no acogió dicho encargo con demasiado entusiasmo, y lo fue retrasando con la excusa de recopilar la información necesaria para hacerlo. En esa situación estaba cuando apareció por Francoforte Recemundo de Granada, Obispo Mozárabe de Elvira, diócesis situada en el territorio hispano dominado por el califato Omeya. Presidía una embajada enviada por Abderramán III, primer califa omeya de Córdoba, a la corte del Emperador, que pretendía entablar relaciones diplomáticas entre el califato Omeya y el Sacro Imperio. Recordaría para siempre su primer encuentro por la presencia y la actitud del prelado andalusí.
-Estimado Liutprandio. He oído hablar mucho de vos y siento un gran placer en conoceros personalmente – le dijo con una gran sonrisa y en un latín sonoro y cantarín, muy diferente del que hablaban en Germania y en Pavía, pero lleno de expresividad. Recemundo era un hombre alto, de mirada firme y directa y que destilaba autoridad y serenidad. Vestía una túnica talar larga de lino, sobre la que llevaba una aljuba más corta cuya tela de lana se adornaba con formas geométricas y con franjas en los puños, mangas y hombros.
– Estimado Rabí: soy yo el que se siente agradecido por poderos conocer. La fama de vuestra sabiduría se ha extendido por toda Europa, y es extraordinariamente apreciada la labor que hacéis para defender a los seguidores de Cristo en esa tierra de infieles en la que residís.
-Estimado hermano Liutprandio- le contestó. – En tierra de los Omeya tanto los cristianos como los judíos viven en completa libertad y pueden practicar su religión sin ninguna cortapisa. Es más, hasta el Califa Abd al-Rahman III, el Príncipe de los Creyentes, se siente protector de toda la Gente del Libro y tiene a muchos de ellos entre sus más cercanos colaboradores y consejeros. Yo soy un ejemplo de ello.
-Hermano Recemundo, me alegra oír eso porque hasta aquí llegan noticias de persecuciones a cristianos en Damasco y en sus dominios.
-Eso es así, y a muchos de nuestros hermanos musulmanes les duele sobremanera. Pero en Al-Andalus eso no ocurre. Todos apoyamos a los que sufren por llamarse cristianos. Muchos han sido maltratados, expulsados, torturados, y hasta martirizados por seguir a Nuestro Señor Jesús. Los musulmanes que han perpetrado estos crímenes contra Alá recibirán su castigo justo en el día final. Su única esperanza es arrepentirse de corazón. Dice el Sagrado Corán: Dios creó un mundo diverso y si hubiese querido que solo hubiera una religión, así habría sido. Y a todos nos dice Dios: “¡Rivalizad en buenas obras!”. Por lo tanto, una premisa básica dentro del Islam es que “en religión no cabe coacción”. Recuerda que el Sagrado Corán también nos considera a judíos y cristianos, la “gente del Libro” como receptores de la revelación y como descendientes de Abraham y todos compartimos la creencia en el Dios único y en una esperanza común: la recompensa eterna junto a Nuestro Señor. Los musulmanes, como antes judíos y cristianos, creemos que hemos sido elegidos para establecer una alianza especial con Dios, constituyendo una comunidad de creyentes mediante la implantación de un orden social justo.
-Así se entiende mejor, estimado Recemundo, vuestra misión de mediar ante el Emperador para que se entablen relaciones de amistad entre el Sacro Imperio y el Califato de Córdoba.
– Me alegro de que lo entendáis, porque creo que en Germania, en Francia, en España e incluso en Roma hay muchos nobles que se sienten amenazados por dicha alianza y todavía creen que no hay otra salida que acabar con el Islam por la fuerza. Y bien, estimado Liutprandio. Cambiando de tema me han llegado noticias de que el Emperador os ha encargado escribir una gran crónica de la Historia de Italia en el último siglo.
– Así es, pero no estoy muy entusiasmado con el encargo. He recogido muchos documentos en que basar de una forma fidedigna los hechos que se han de recoger en la crónica, pero no sé cómo empezar porque los distintos documentos refieren, en muchas ocasiones, el mismo hecho de una forma absolutamente contradictoria. Por lo tanto, parece que la verdad no existe y entonces no sé como narrarla.
– La verdad existe desde siempre y para siempre- dice el Eclesiastés -continuó Recemundo. – Lo que es más difícil es descubrirla enterrada entre las mentiras de los hombres. Estimado Liutprandio: tú eres un gran cronista, así que busca y hallarás, porque el que busca halla, como dijo Jesús y recogió el Evangelista Mateo. Y tú hallarás la verdad y tu obra quedará para la historia como fuente de conocimiento de lo ocurrido en Italia en estos últimos años.
Fueron muchas las conversaciones que Liutprandio tuvo con Recemundo en aquellos largos días que éste residió en el Palacio Imperial de Francoforte. En esos largos y diversos coloquios, Liutprandio descubrió que, además de Obispo Mozárabe, Recemundo era filósofo, astrónomo y matemático, y quedó impresionado por su amplio conocimiento de la sabiduría del mundo oriental, tan desconocida en occidente. En estos diálogos, Recemundo acabó de convencerle de que escribiera la crónica que Otón le había encargado.
De vez en cuando, en sus ratos de descanso, recordaba Liutprando cómo había acabado un lombardo como él en Francoforte. Era una historia compleja y con múltiples avatares: Lutprandio pertenecía a una importante familia noble originaria de Pavía, por entonces capital del denominado Reino de Italia. En aquel tiempo, alrededor del año 920, el reino de Italia era una parte del imperio post-carolingio que comprendía aproximadamente la mitad norte de Italia, con excepción de Venecia ( por entonces una ciudad-ducado autónomo gobernado por el Dux de Rialto con el apoyo de los emperadores de Bizancio) y parte de la llanura del Po (la Padania) teniendo incrustado en su territorio los Territorios Papales (Patrimonium Petri). Como típico hijo segundón de familia noble, se dedicó a la carrera eclesiástica y comenzó sus estudios en la escuela de la Catedral donde acabó siendo ordenado diácono. Poco después se había incorporado como uno de los secretarios reales en la corte del Rey Hugo de Arlés. El título de Rey de Italia ostentado por Hugo, era puramente honorario, ya que el verdadero poder era detentado por Berengario II, Marqués de Ivrea, un gran condado fronterizo en el noroeste de Italia. Además, el ambicioso Berengario intentó incrementar su poder casándose con Willa de Arlés, hija del poderoso Conde de Arlés y de Avignon y margrave de Toscana, y sobrina del rey Hugo de Arlés. Con ello. Berengario se colocaba directamente en la línea sucesoria. Hugo empezó a temer que Berengario estuviese preparando su ascensión al trono de Italia basándose en sus lazos matrimoniales con la familia real.
Como contrapeso de esa maniobra, Hugo de Arlés intentó afianzar su precario título de rey de Italia buscando el apoyo de la nobleza romana. Para ello planeo casarse en terceras nupcias con Marozia, una afamada cortesana romana, viuda y ya talludita, (rondaba los 40 años) pero con una amplísima influencia en Roma por su cercanía (y nunca mejor dicho) al Papado y a los poderes fácticos de la Ciudad. Pero había un problema que resolver: Hugo estaba casado con Alda y, por lo tanto, para conseguir su propósito, tendría que anular su actual matrimonio. Con el fin de negociar con Marozia y su familia algunos aspectos de la boda y para convencer al Papa Juan XI de que anulara su matrimonio, el Rey Hugo envió a Roma una embajada que incluía a Liutprandio. Y ahí comenzaron sus problemas.
En Roma los enviados del Rey de Italia se alojaron en el castillo de Sant’Angelo, una de las posesiones de Teofilacto I, padre de Marozia y verdadero señor de Roma como cabeza de la familia más importante de la ciudad, los Túsculo.
Nada más llegar al Castillo, tanto Liutprandio como su acompañante Alesio de Brescia, se sintieron impresionados por la sensación de poder que ofrecía y por la riqueza que acumulaba. Sus habitaciones de simples embajadores estaban mucho más ricamente decoradas que el dormitorio del Rey en el Palacio Real de Pavía. Tras asearse del polvo del camino, unos criados les trajeron unas bandejas rebosantes de carnes, aves asadas, frutas y dulces, además de varias jarras de un vino espléndido. Cuando vinieron a retirárselas les preguntaron muy respetuosamente si querían disfrutar de la compañía de unas damas muy acostumbradas a servir a los invitados en aquello que ellos quisieran. Tanto Liutprandio como Alesio contestaron, profundamente sorprendidos, que ellos pertenecían a la Iglesia. Los criados les miraron con extrañeza, parecieron entender que rechazaban el ofrecimiento, y se retiraron con presteza.
– Alesio, ¿Tú has entendido lo mismo que yo?
-Supongo que sí. No creo que nos ofrecieran a las damas para jugar una partida de ajedrez- dijo Alesio mirando a un espléndido juego de ajedrez tallado en marfil y obsidiana que reposaba sobre una esplendida mesa de taracea.
– Pero ¿estamos en la ciudad del Papa, el centro de la cristiandad?
– Pues recemos para prepararnos para lo que nos espera.
Y sí que necesitaban preparación. La espera para ser recibidos por Marozía y por el Papa Juan XI fue larga, lo que les dio sobradas ocasiones para establecer una buena relación con algunos de los servidores del palacio y con delegados tanto del Papa como de la Ciudad de Roma que vinieron a visitarlos y a enseñarles la Ciudad. La visita a Roma decepcionó profundamente a Liutprandio y a Alesio. Se sorprendieron de que en aquella ciudad apenas quedaran restos bien conservados de los monumentos del Imperio Romano. Las grandes familias que ostentaban el poder en Roma se iban adueñando de los monumento de la Roma antigua y un amplio espacio en su entorno y construían a su alrededor muros defensivos, creando unas especies de fortalezas-barrio cuyo centro era la casa-castillo de la familia. Las zonas de viviendas fueran de estas murallas ofrecían un aspecto miserable y sucio y por ella pululaban enjambres de personas con el mismo aspecto miserable y sucio de las viviendas.
-Pero ¿cómo es posible que la ciudad más importante del mundo civilizado y sus habitantes presenten este estado, teniendo en cuenta las riquezas que la Iglesia posee?
– Bueno, Maese Liutprandio. La situación de Roma en estos tiempos es muy especial. El poder efectivo en la ciudad no recae en la Curia Romana, sino en las familias más poderosas de la Urbe. Ya habéis visto como se han construido sus ricas mansiones incluso utilizando los materiales de templos, termas y palacios de la época imperial, desviando hacia sus posesiones los conductos de agua y utilizando para su uso exclusivo las cloacas que con tanto esfuerzo levantaron nuestros antepasados.
– Y ¿cómo es posible que el Papa lo permita?.
– ¿El Papa? Juan XI es un rehén de Teofilacto y su familia. Casi todos en Roma creen que Juan XI es hijo de Marozía, hija de Teofilacto, y del Papa Sergio III, aunque al nacer fue reconocido como hijo propio por el primer esposo de Marozía, Alberico I el Mayor, duque de Spoleto, con quien se casó con esta condición cuando ya estaba embarazada de la relación que mantenía con Sergio III.
– ¡Marozía!, a la que venimos a ofrecerle matrimonio con nuestro Rey, ¿amante de Sergio III y madre de Juan XI? ¡Es increíble!
No salían de su asombro y todavía se sorprendieron más cuando sus acompañantes, en especial aquellos que no eran partidarios de los Túsculo, les fueron contando más detalladamente cómo éstos habían anulado el poder del Papado desde hacía ya algunos años utilizando las influencias de todo tipo que, sobre los Papas y muchos cardenales, ejercían Teodora y Marozía, esposa e hija, respectivamente, del líder de la familia, Teofilacto I. Tal era el poder de dichas «damas» que muchos romanos se referían a aquellos tiempos en secreto como «el gobierno de las cortesanas «.
Aquella misma noche, Lutprandio y Alesio, teniendo en cuenta que su misión consistía en conseguir que Juan XI autorizara el divorcio de su Rey Hugo y negociar su posterior boda con Marozía, se propusieron descubrir durante su estancia en Roma si todo aquello que les habían contado coincidía con la realidad o era fundamentalmente un infundio de los enemigos de Teofilacto y los Túsculos.
SINOPSIS
La novela narra hechos, básicamente históricos, que transcurren en Italia en el siglo X. El núcleo central del relato son las peripecias -vitales y después de muerto- del Papa Formoso, muy querido por el pueblo pero detestado por la nobleza romana. Formoso, elegido Papa contra la opinión de dicha nobleza, fue exhumado nueve meses después de haber muerto por orden del Papa Esteban VI y sometido a juicio en un Concilio convocado para este fin. En él, el cadáver de Formoso fue revestido con las vestiduras papales, juzgado y declarado culpable. Se invalidó su nombramiento como Papa, se anularon todos sus decretos y ordenaciones y sus restos se arrojaron al rio Tiber. Muerto Esteban VI, los restos de Formoso aparecieron en las orillas del Tiber y fueron enterrados de nuevo en San Pedro. Al acceder al Papado, Sergio III emprendió un juicio similar y los restos de Formoso fueron nuevamente arrojados al Tiber pero, según la leyenda, se enredaron en las redes de un pescador que los escondió, volviendo a ser enterrados en San Pedro al morir Sergio III.
El trasfondo de esta truculenta historia son los enfrentamientos por el poder entre las más influyentes familias romanas y el Papado, y las luchas intestinas dentro del Sacro Imperio Romano Germánico. El relato tiene otros dos protagonistas principales, Liutptrandio de Cremona, historiador al servicio del emperador Otón I, quién nos ha transmitido estos hechos, y el Papa Sergio III, a quien Luitprandio atribuye el «Concilio del cadáver». Sergio III, es un representante prototípico de la época llamada «Pornocracia», en la que los asuntos civiles y religiosos de Roma los manejaban las amantes de los Papas como Teodora o Marozia. De hecho Marozia fue amante de Sergio III y de su relación nació quien luego sería el Papa Juan XI.
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