Hace rato que la lluvia la había traído a mi memoria. Nunca buscaba pretextos para alivianar la nostalgia, así como no era tan masoquista como para herirme con su ausencia más de lo debido. Sin embargo, no tuve el control de lo que sucedió cuando escuché los maullidos en mi puerta. Abrirle fue un acto de profunda lástima. No sabía que sus patitas flacas y mojadas trajeran de su muerte al enamorado artista que alguna vez fui. Era muy viejo para los milagros, pero era real.

El pobre gato estaba empapado, herido por la mala vida. Tenía una mirada verdosa que me transportó a aquellos días primaverales, donde mi pincel aún tenía a su musa. En esos tiempos jure no encontrar a alguien con ese color de ojos. Esa indescriptible esencia que se desprendía de su mirada no podía ser compartida. Sin embargo, ahí estaba nuevamente.

Renació esa pasión, el deseo de congelar la imagen para siempre. Así que tome mi mejor pincel, los óleos viejos y un lienzo. Unté la punta con el óleo verde –el primero de una casi infinita tonalidad de verdes-, y tracé el fondo del ojo.

El gato sentado junto a la estufa me miraba fijamente.

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