Londres 1665, afortunados los que son alguien, aquellos que, por herencia noble, por dinero o simplemente por la fortuna de conocer a las personas indicadas; pueden aislarse de la pestilencia, la suciedad, de la enfermedad, de la muerte. Ahora que lo pienso mejor, incluso las familias que sobreviven en medio de la inopia (al igual que nosotros) tienen algo que nosotras no, en especial yo. Algo que mi instinto de supervivencia o quizá el hambre lo inhibe: Humanidad. Ya aprenderás.
¿Sabes Virginia?, ¿puedo llamarte así?, nuca sabrás tu verdadero nombre, como todos los desgraciados huérfanos que vagamos en este lugar, las monjas no solo nos maltratan a garrotes, con trabajos apestosos e interminables y repetitivas plegarias. También nos quitan la poca identidad otorgándonos el peso muerto de un vulgar nombre. Me parece que me llamaba Amanda, o tal vez mi olvido anticipadamente escogió Amanda porque me gusta. Amanda suena bonito. Elizabeth, como me nombraron no es que suene feo, pero no soy yo.
Aborrezco Londres, su la niebla, su incansable invierno, las calles angostas que parecen ser construidas apropósito para suerte del escape del más desconocido criminal y de escenario cotidiano de las novelas detectivescas. Intransitables para los nobles, para nosotros los afortunados de la nada, siempre a la mano. A veces me gusta imaginar que la peste que se instaló en la ciudad, que la basura con sus ratas y su pestilencia son el castigo que yo ‘Amanda Elizabeth’ proporcioné a forma de venganza por haber nacido aquí y así. Sola, con mucho de nada y poco de esperanza.
No llores, es la verdad…
Además, el castigo es poco, si sumamos todas las almas de este orfanato, si fueran justos los dioses, la quemarían toda…
Cuando recién llegue, ya hace años, soñaba despierta que era una princesa que disfrazada quiso experimentar, en carne y hueso, la vida de los desposeídos. Pero ya no imagino eso… esa es mi realidad. Me resigno. También odio a la nobleza. ¿Preguntarán Ellos, alguna vez por nuestros huesos? ¿Imaginarán lo que vivimos, lo que hacemos que comemos, lo que hacemos para comer? ¿Llegará alguna vez el olor a muerte a sus respingadas narices, a sus hogares, a sus mesas? ¿Será que mueren?
Hablando de comida, si las monjas no han aparecido para obligarnos a trabajar, rezar y limpiar, menos aparecerán para alimentarnos… de hecho creo que ya solo somos las dos en este lugar…
¡Virginia! ¿escuchas el sonido de los cadáveres incinerándose a fuera?
Si no nos mató la peste no dejaremos que el hambre nos mate…
Ahora límpiate esas lagrimas que hoy no es tu día, alguien abandonó otro niño en la puerta… Este no está famélico del todo, pero sí triste. Muy triste. Que te limpies las lágrimas. No escuchaste que nos han servido la cena. No dejemos que el Londres la enfríe.
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