Hoy me he puesto mala con la regla. Se puede decir de varias maneras: me ha venido la regla, el periodo, estoy en esos días del mes…Pero yo lo digo así: me he puesto mala con la regla. Porque realmente me pongo mala. Días antes: el horrible dolor de piernas y de caderas, la hinchazón de las tetas y el estómago, la tristeza. Durante los primeros días: dolores brutales, insomnio, mala digestión, náuseas, la tristeza. Sin embargo, siempre me ha gustado estar con la regla, odio los síntomas y las molestias. Pero me gusta por mi madre. 

Tengo 26 años y vivo con mis padres. Ambos me quieren y me cuidan. Y me ayudan y me comprenden. Tengo mucha suerte. Pero tengo especial suerte por tener a mi madre durante mis reglas. Me cuida y yo me dejo cuidar, sin remordimientos. No exige nada de mi, solo quiere que esté bien, que no me duela. A su vez, yo me doy licencia para no exigir nada de mi misma durante esos pocos días. Qué ideal, qué perfecto. El botón de pausa biológico. Siempre lo ha sido. Antes incluso de que mis años de introspección y terapias me llevaran a saber más sobre mi autoexigencia. 

A pesar de los dolores, las inyecciones, los vómitos y las noches sin dormir, me encantan esos días. Adoro pasarlos con mi madre. Las dos estamos muy unidas, de siempre. Nos hacemos reír, nos levantamos el ánimo la una a la otra (ella siempre más a mi), nos hacemos compañía. Pero estos días nos unen aún mas. Ella ya tiene la menopausia, pero ha tenido toda una vida de ponerse mala con la regla, dos partos y tres hermanas. Y ha estado conmigo a cada paso de este viaje hormonal hacia la madurez y la fertilidad. 

Ni ella ni yo nos acordamos del día que me vino la regla por primera vez. No sé donde fue, no me acuerdo de mi estado de ánimo ni el de mi madre. Ella seguramente se reiría, como siempre. Solo recuerdo encontrar algo extraño en mis bragas, que estaba en 2º de la ESO, que todas mis amigas ya la tenían y que a mí me daba envidia, y que en el momento de ver esa mancha rojiza en mi ropa interior, llamé a mi madre a gritos. Ella estuvo ahí, no me acuerdo pero lo sé. 

Desde entonces, y sobre todo desde que mis dolores se volvieron más fuertes, hemos creado una especie de ritual solo para nosotras. Desde el «¿Llevas avío?» (refiriéndose a compresas, tampones y provisiones varias), hasta el trauma de ponerme mi primer tampón (que me costó años por cierto), cosa que mi madre siempre se ofrecía a hacer por mi. Incluyendo los viajes a urgencias, el «¿Te ayudo a montarte en el coche?», por lo que me dolía el culo del pinchazo, la variedad de remedios alternativos que me ofrecía: un chupito de ginebra (que me salió por la nariz una vez y desde entonces ya nunca más), la manita eléctrica en la barriga, las diferentes pastillas que he ido probando hasta dar con una que más o menos me funcione, la anticonceptiva, mi rechazo absoluto a la anticonceptiva. 

Este ritual también parece tener su propio intercambio de frases que me recuerdan al Credo, al Padre Nuestro, al Ave María, a darse La Paz y al cuatro esquinas tiene mi cama. Cuando me nota más triste de la cuenta un día cualquiera: «Eso es que te vas a poner mala ya. Te toca. Menos mal, así no estás mala para (inserte aquí festividad, evento o vacaciones que estén próximas). Cuando ya me viene, los constantes «¿Hay dolor?», «¿Cuándo te toca otra vez la pastilla?», «¿Quieres el chupito?», «Espera que te pongo la mantita», «Si te encuentras mal por la noche avísame eh». También está el clásico: «Ay, a tu tía Esperanci le pasaba igual, ¿¿¿quieres el chupito???». 

A todo esto respondo y me dejo mimar y cuidar por ella, sin remordimientos. Nos une, nos hace bien a las dos. Yo necesito esos cuidados y a ella le gusta dármelos. Como una madre loba con su cría. Simplemente, no me paro a pensar que tengo 26 años y que dependo de los cuidados de mi madre. 

Pero lo que sí estoy pensando hoy es, ¿cuántas veces más tendremos nuestro ritual?. Cuando no vivamos juntas no será lo mismo. Aunque me rodee de gente que me cuide también, no será lo mismo. No me mirarán igual, no me darán ese calor, no me contarán lo de mi tía Esperanci, ni me ofrecerán un chupito de ginebra. No habrá una unión así, no puede haberla. Dos mujeres tratando de esta manera tan íntima, tan cotidiana, tan espontánea y a la vez tan metódica este asunto. La marca del pecado original. La herencia de Eva. 

No seremos más dos lobas bajo la luna. Qué triste. Pero siempre miraré a la luna y aullaré para mis adentros, y mi madre se reirá, como siempre. 

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