Entre medio de una botellita transparente llena de tierra santa y otra aforada con agua del mar muerto, el carbunclo era exhibido como una cosa de belleza sin deslindes, ya por su anatomía extraña, ya por su capacidad de brindar suerte a quien lo posee. Lo cierto es que tal exhibición en la gran casa del cerro La Cruz, por el litoral, convocó en un momento a cientos, si no miles de personas, pero ahora los visitantes lo pasaban por alto pensando que se trataba de una concha vacía. Al carbunclo poco le importaba. Lo que sí esperaba con ansias era la noche, porque aparecía un frasco con sangre en la mesa que estaba frente al piano, que a su vez se hallaba frente a la ventana y ésta se trataba de un radio perfecto que con sus trozos cilíndricos y convexos de madera de alerce dispuestos en forma de espiral cumplían, según expertos en espirales, con la secuencia de Fibonacci. No contento con eso, el autor de la ventana singular compuso su obra de tal manera que el paisaje fuera de ella se insertara como en pequeños cuadros que en su unión eran dibujados igual que un vitral, muchas veces apreciado por nuestro animal. Ahora, el carbunclo estiraba sus tentáculos y sentía la humedad de la noche quinterana, según ella calculaba la hora. Desenredaba los ojos luminosos y hábilmente descendía hasta el piso, con el caparazón variopinto empujaba la puerta que, muy amablemente, el humano de turno dejaba sin cerrar. Se trataba de un trecho más o menos grande, aunque gracias a la multitud de tentáculos llegaba en un santiamén. Siempre se percató de que los turistas impregnaban de un aroma distinto el suelo. Claro que él no podía distinguir con claridad a qué olían ayer ni a qué huelen hoy, es una simple reparación que meditaba cada noche. También, y esto le resultaba entretenido, se ayudaba de las luciérnagas que tenía como ojos y notaba cuál camino tomó ayer para así no hacer la misma ruta. Su piel dejaba huellas que solo él podía ver, conocimiento que adquirió con los años detrás de vitrinas oyendo las conversaciones de esos entes tan supersticiosos. Se le pasaba por la mente, a parte de un centenar de cosas, que la gente era la extraña. No cabía lógica en la suya misma que visitasen trozos de lugares lejanos e incluso de lugares ya enterrados. Algunos mentaban que era un ejercicio espiritual, otros que así se impregnaban de historicidad, y otros, más aventurados, decían que la galería de la gran casa de La Cruz brindaba la experiencia de viajar por el tiempo. De tiempo él no sabía mucho, pues pasaba de mano en mano y de repisa en repisa con tanta frecuencia y rapidez que los rostros se disolvían en la memoria. Las vidas de ellos que miraban le resultaban más cortas que su viaje a la mesa donde reposaba su comida.

La luz de la luna se reflejaba generosa en la superficie del mar repleto de buques, entonces rebotaba y atravesaba la ventana en forma de radio cayendo en el piso de pino. Cuando el carbunclo hubo subido y ya estaba frente al frasco de sangre, contempló cómo llovía el color azul por doquier. Bebió un poco, le gustaba tomarse tiempo dentro del silencio, tiempo que le era fútil, razonando que las cosas fútiles son insignificantes y, por ello, perder el tiempo no estaba en su vocabulario, la longeva vida de un carbunclo es tan extensa que parece derramarse, cubriendo la tierra y todo en ella.

Si bien es cierto que su memoria en cuanto a los humanos no es del todo eficaz, la inteligencia y capacidad de almacenamiento de información de este pequeño animal es infinitamente compleja. Allí, rodeado del tenue y, aún, brillante azul, desempolvó de sus recuerdos uno muy bonito, al que le tenía especial cariño y, sin embargo, no visitaba muy a menudo porque para su especie, que comprendía la noción del individuo a pesar de tener una conciencia colectiva, vivir en los recuerdos es el morir de lo presente y lo presente es lo que ocurre constantemente, ininterrumpidamente, feroz para los humanos. El presente se devora sus vidas como el alicanto mata en un instante a quien se atreva a robar sus huevos y hacerse rico a costa suya. Precisamente, aquella ave confundida con el fénix, de plumas doradas y de tremenda envergadura, vivía en la misma cueva que él. Cueva de brujos que habían hecho un pacto con el alicanto para usarla. El alicanto les dijo que sí con la condición de que “Cualquier hombre, cualquier mujer, cualquier ladrón, cualquiera que esté en busca de esta cueva ha de ser desviado por ustedes, de fallar, ustedes brujos perderán toda magia, pues esta cueva se hará con ella, y más, no serán capaces de ver nunca figura mía o de mis pares, y más, no serán capaces de ver criatura del mundo, ni raíz que con él haya nacido”. Por supuesto que los brujos se tomaron muy en serio las palabras del alicanto, hubo quien lo confundió con un dragón, porque se cree que hablan y en verdad solo recitan viejas canciones de lenguas ya enterradas. El carbunclo vivió muchas eras con el alicanto y muchos brujos heredaron el pacto. Era preciosa esa cueva, no solo por su comodidad y sus rocas que iluminaban cuales diamantes, también albergaba magia, como otras emanan gas. El alicanto le contó al carbunclo que su nacimiento fue a partir de un rubí que se desprendió de las paredes y al tocar la tierra esta le brindó el espiral en su caparazón, símbolo de infinidad, de divergencia. Siendo especies distintas un alicanto de un carbunclo, no fue impedimento para forjar un vínculo inquebrantable, más que ninguna roca, y no más que la vida misma.

Ambas criaturas solitarias, como todas de las que el humano cree a medias, y es que se forjan de maneras que ciertas conciencias individuales no pueden entender. Ahí, bebiendo la sangre del humano que cuidaba la gran casa de La Cruz, vio al alicanto dándole de su propia sangre para que su centro de rubí se mantuviera siempre vivo. Allá, donde los brujos cantaban, la lluvia era perpetua, o eso pensó, después la perpetuidad se fue empequeñeciendo. Acá, las nubes tenían otras formas, el sol salía con otro semblante, y el mar, bello y todo, era triste y solitario.

El alicanto murió por su belleza. ¿No muere todo así? Sin sangre que beber, asolado por la pena, escondiéndose de los brujos, el carbunclo quedó como un fósil, mimetizándose con el gris de la cueva. Nunca jamás cayó otro rubí como él, no de esa cueva. De recordar un rostro humano, es el del viejo que lo trajo de vuelta a la vida y lo llevó a su cabaña entremedio de los bosques que antes sobrevolaba el alicanto buscando personas perdidas para así guiarlas a sus hogares. Con él llevaba un huevo de oro, huevo que los brujos dejaron ahí para mantener las propiedades del lugar. Poco después, le oyó decir al viejo, que la cueva colapsó. Todos los días le hablaba al carbunclo, de forma ridícula. Se arrodillaba, cruzaba las manos, y le pedía suerte y consejos que este nunca pudo brindarle. Lo escondía celosamente de sus visitantes, hasta que uno un día y sin querer lo halló dentro de un estante. Forcejearon ambos humanos y la vida del viejo se extinguió. El humano siguiente atribuyó la muerte del viejo a la suerte dada por el carbunclo. En realidad, lo único que sabían todos sus portadores sobre él era la necesidad de sangre, pero lo veían como un sacrificio. Pasó de mano en mano, de ojo en ojo, de tienda en tienda, enroscado dentro de su caparazón. A veces se fosilizaba, sobre todo cuando las peleas por él desembocaban en la muerte de las dos partes. En esa casa, la de La Cruz, pasó un tiempo mayor que en otros, se trataba de un asunto familiar. De padre a hijo, de hijo a hijo. Ya hacía tiempo dejaron de interesarse en él. No miraban sus ojos luciérnagas, su caparazón que contiene todos los colores, ya nadie se sentaba a verlo comer. Hasta esa noche.

Un sonido agudo seguido de otro más agudo seguido de una música bellísima. Un anciano tocaba el piano. Lo miró con ternura. Las notas rebotaban junto a la luz de la luna y el carbunclo notó que el piano estaba en otro sitio, que las vitrinas fueron desmanteladas. Eran él y el viejo.

—Supongo que has admirado la ventana divergente, así le digo. Su espiral, verás, encerró el paisaje de la ciudad Ventanas en proporciones perfectas, solo hacía falta situarse en tal lugar para mirarlo. Esa pintura se ha degradado, los colores van del blanco al negro en una escala de grises asfixiante. Pero en este piano puedo tocar los números precisos de los que se compone la ventana divergente. Me otorgó infinitud, ¿de qué? No tengo noción. Plantarme frente a ella como quien descubre un grabado dentro de alguna caverna me causaba la emoción abismal. Infinitud que pude ver en todos los que alcanzaron a contemplar sus cuadros dentro de otros cuadros. Hubo un tiempo en que a ti te observaban con tal admiración y miedo. Un tiempo antes que el mío. Supongo que tú no te sientes abrumado. No lo supongo, lo presiento—continuó tocando con dedos rápidos, presionando los pedales del instrumento con destreza—. Cómo quise conocerte, pero me daba miedo. Me contaban, así como las cosas se cuentan, ¿no? Van a través del tiempo y deben mutar, que hubo gente, imagínate, que creía que eras una manifestación del demonio, y otros querían llevarte colgado. Me contaban que eres un dios y un simple molusco. Yo llevo tiempo mirándote, y creo que eres un paisaje de esos que nadie debería pisar. Singular. Divergente. ¿O converges? No importa. Ya no tienes que estar acá, la casa va a ser demolida, y no sé qué hacer contigo. Lo demás va en un camión de mudanza. Necesitas sangre, eso sé. Soy viejo, mi sangre no ha de ser muy rica.

El carbunclo lo miraba con atención.

—Me voy a ir, dios molusco, lejos de esta ciudad intoxicada. Supongo que oíste a todos los enfermos rezándole a ese poco de tierra. Me voy a ir porque acá no queda nadie. Era tan bonito acá, tantas historias, tantos mitos. Y yo te miro y pienso que los mitos no existen. Me voy a ir al sur y quería preguntarte si quieres que nos extingamos juntos.

Iluminó con sus ojos, abrazó el vacío. Bajó la mesa, el trayecto hasta el anciano era menor que el anterior. A los pies del hombre se metió en su pequeña cueva. Desde afuera parecía una roca, la más bella, y dentro, lo que hacía el carbunclo, era mirar su rubí, la red que el humano llamó divergente. Allí donde se pernoctan las conciencias de otros como él. Allí donde sus sueños son conversaciones perennes con el cautiverio, la libertad. Voces que articulan una palabra nueva para su especie. Una palabra humana. Una palabra finita.

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