Cuando era pequeña todos me decían que era especial. Me decían con ilusión que era muy lista, que sacaba muy buenas notas. Creían que sería capaz de hacer cualquier cosa que quisiera, que tenía talento. Yo también lo creía. En el colegio, el instituto y especialmente el Bachillerato, me lo creí más aún. Estudiaba incansablemente, sacaba buenas notas, los profes y mis compañeros me tenían cariño sin yo proponérmelo.

Un día, uno de los últimos días del Bachiller, en clase de Literatura Universal, jugamos a una especie de juego en el que teníamos que hablar y responder preguntas sobre los libros del temario y sobre nuestros compañeros. Una de las pruebas era describir a cada uno de tus compañeros en una palabra. Esta le toco a una chica que se llamaba Laura. No teníamos mucha relación, pero yo la admiraba un poco. Se la veía muy libre y era tremendamente creativa. Sus comentarios de texto eran ingeniosos y divertidos. Debería admitir que le tenía un poco de envidia. Cuando llegó el turno de adjudicarme una palabra, ni se lo pensó: «Brillantez», dijo con la sonrisa orgullosa que proporciona el saber que tienes una certeza absoluta. Mis compañeros, que eran solo 6, y la profesora asintieron sorprendidos. Como quien descubre una verdad tremendamente obvia, que ha estado delante de sus narices todo el tiempo y no han sido capaces de ver. 

Por mi parte, me avergüenza un poco reconocer que lo primero que se me paso por la cabeza fue «¿Esa palabra de verdad existe?». Luego simplemente lo di por sentado. Laura verdaderamente tenía un don con las palabras. Si no existía, ella la creo para mi. Y con eso me vale. 

Más tarde me sentí halagada, halagadísima. Mi cabeza no podía estar mas alta ese día. Esto me duró solo unos días claro. La selectividad venía pronto y yo estaba demasiado ocupada teniendo una crisis existencial. No tarde demasiado en descubrir que yo carecía de «brillantez». 

No solo eso, sino que cuando entré en la universidad me di cuenta que no era tan lista, ni la mejor estudiante, ni la mejor en literatura, ni siquiera hice muchos amigos. Y a día de hoy creo que ningún profesor supiera cómo me llamo. Entonces comprendí cuál era mi virtud, que se había disfrazado de capacidades y talentos que no tenían nada que ver. Mi virtud era puramente biológica: La adaptación. 

Yo no soy lista, ni culta, ni siquiera tengo la motivación ni la fuerza. Yo me adapto: Me adapto a los propósitos de una asignatura, me adapto a la idea de alumno ejemplar de cada profesor, me adapto a la clase, me adapto a la gente, me adapto a la vida. Me adapto a los roles que se me han ido dando. Como un camaleón pero menos chulo, y mucho, mucho más triste. 

Lo pero es que con el trascurso de mis años universitarios perdí esta mi única virtud. Al menos la única notable. Tuve una revelación. Lo mío ni siquiera natural o innato, era una versión un poco mierda del instinto de supervivencia. Yo no era nada especial. 

A Laura le gustaba cómo sonaba la palabra «sangriento». La pronunciaba como masticando. A mi no se me ocurre ninguna palabra que me guste en especial. Supongo que ahí esta la diferencia. 

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