El Colgante de Tanit

El Colgante de Tanit

Dafne Thaus

02/04/2018

Prólogo

Me sentía aterrada. A mi alrededor la multitud sonreía, gritaba y vitoreaba. Disfrazados de labriegos, nobles y soldados, se arremolinaban en torno a mí, pero también en torno a él. Todos querían sentirse parte de la celebración. Pisaban sin querer el borde antes blanco, ahora marrón de mi vestido, y algunos aprovechaban para llamar a la suerte tocando mechones sueltos de mi pelo, recogido a media altura por broches de oro, los mismos que mi antecesora llevaba puestos el día de su muerte…de su asesinato.

Nuestras miradas se cruzaron. Ambos sabíamos que esto no iba a acabar bien para ninguno de los dos. Sus ojos reflejaban comprensión, la certeza de quien sabe su destino y no puede evitar lo que sucederá.

Un recuerdo me vino a la mente. No era mío, yo jamás había estado en esta sala del palacio. Sin embargo, podía verlos a todos, el rey, los nobles, implacables en sus sillones tallados en madera, murmurando entre ellos mientras se lo llevaban los soldados. Él se debatía, pero ellos lo superaban en número. Lo habían torturado. Hasta la muerte.

Y, sin embargo, la historia se repetía. Sujeto por ambos brazos por dos hombres disfrazados de soldado, esta vez mi amado no forcejeaba, pero una expresión de absoluto terror oscurecía su rostro. Desde 1423 era tradición que una vez cada 50 años se rememorase en el pueblo aquel terrible suceso. Todos los habitantes del lugar acudían al palacio, a la Sala de la Justicia. Emocionados, asistían a una representación del juicio en el que condenaron a Anne-Lisse de Beauvoir y a su amante, Guillaume de Rodoir a muerte por brujería. De entre las doncellas se elegía a alguna que fuese rubia para representar el papel de Anne-Lisse, y los jóvenes peleaban entre sí por decidir quién sería el protagonista masculino actuando como Guillaume. Todo era una pantomima. Siglo tras siglo, la pareja afortunada que representaba estos papeles recibía, tras una falsa ejecución en la hoguera, las aclamaciones del pueblo y la bendición del obispo por ayudar a recordar cómo los herejes deben ser ajusticiados. Sin embargo, en esta ocasión, las cosas no iban a ser tan sencillas. Entre la algarabía y las risas, sólo él y yo sabíamos lo que estaba ocurriendo. Sólo nosotros sentíamos el pavor ante lo que se avecinaba. La ingenuidad de aquellos que nos rodeaban lo hacía aún más difícil. ¿Cómo puede alguien sentirse tan débil, indefenso y aislado en medio de tanta gente?

Las personas más cercanas a mí me sonreían con admiración, asintiendo y aprobando lo bien que estaba realizando mi papel.

Los escalofríos me recorrían la espalda. ¡No quería morir!¡No así, quemada en la hoguera, no tan joven!… Pero la suerte estaba echada. Una vez más tendría que sufrir el calor de las llamas sobre mi cuerpo, la asfixia provocada por el humo, el escozor de mis ojos, la agonía de sentir mi carne abrasándose lentamente y ese olor nauseabundo…Qué ironía, pensar que podía recordar una muerte que ni siquiera había sufrido y que iba a experimentar de nuevo. Y esta vez quizá sería para siempre. Ni siquiera los recuerdos pueden vivir eternamente.

Me desperté sobresaltada y al principio no reconocía la habitación. Las lágrimas me resbalaban por las mejillas y no pude contener un sollozo. ¡Había sido tan real! Aún sentía el terror de esa mujer rubia, mi terror, atenazando mi garganta, y el agridulce consuelo de la profunda y triste mirada de ese hombre al que amaba tanto en mi sueño. Me dolía el pecho de pensar que iban a matarlo sin siquiera saber lo que estaban haciendo, que iba a perderlo para siempre… Otra lágrima escapó de mi ojo derecho. Me la limpié con la mano, tratando de calmar mi respiración entrecortada.

Giré la cabeza hacia la ventana y pude ver una cordillera nevada dibujarse contra el limpio cielo azul. Aquello no era Cantabria. Poco a poco me vino a la memoria qué hacía yo en esa habitación extraña que no acababa de ubicar. Estaba de visita con mis padres en casa de mis tíos, en Granada. El día anterior había sido mi decimotercer cumpleaños y, para celebrarlo, habíamos hecho un viaje familiar al Sur, ya que este año coincidía con Semana Santa. Habíamos ido a cenar a la parte más antigua de Granada. Eché la culpa de la vívida pesadilla al exceso de cena, sumado a la magia de las callejuelas de trazado imposible y de la majestuosa Alhambra, que claramente habían hecho mella en mi desatada imaginación.

Miré el reloj de la mesita: las 10. Ya se oía jaleo de tazas, cubiertos y voces en la cocina. Me pareció buena hora para levantarme, ducharme y bajar a desayunar con los demás. Mientras me enjabonaba el pelo, se me escapó un grito de exclamación cuando el agua de la ducha se puso gélida de repente. Inmediatamente después, dejé de sentir el agua o el frío. Entreabrí los ojos, curiosa, y vi que el agua ya no caía vertical. Me evitaba girando en espiral en torno a mí, como si mi cuerpo la repeliera… En ese momento sentí un dolor agudo y tuve que cerrar fuertemente los ojos, ¡me estaba entrando champú en ellos! El agua volvió a caer de nuevo normalmente sobre mi cara y mi cuerpo, ahora a una temperatura aceptable. Terminé de ducharme, y mientras mis ojos verde-grisáceos, enrojecidos por el champú, me devolvían la mirada en el espejo, me convencí a mí misma de que aquello había sido culpa de mi imaginación hiperactiva.

Esa fue la primera noche que soñé con una de mis antepasadas, y la primera vez que fui consciente de mi poder para controlar el agua.

*

Mi natural curiosidad por todo lo antiguo se vio espoleada por aquellos sueños que comencé a tener cada vez con más frecuencia. Desde pequeña ya me encantaba pasear por las ruinas de las ciudades que visitábamos durante nuestros viajes familiares e imaginar cómo vivía la gente en otras épocas. Por eso cuando llegó el momento, decidí abandonar mi pueblo natal en Cantabria e ir a la universidad en Madrid para estudiar historia y especializarme en arqueología.

Fue una época de grandes cambios para mí. Pasé de vivir en Comillas, un pequeño pueblo cerca del mar, a una gran ciudad lejos de él, de la familiaridad de reconocer a cada persona en cada esquina a cruzarme con millones de caras desconocidas cada día. Y a pesar de todas las vivencias y experiencias que disfruté o sufrí en esa etapa de mi vida, lo que ha permanecido conmigo es el mar o, más concretamente, la falta de él.

En mi pueblo el mar estaba presente en cada olor, en cada paso, siempre en el horizonte. En cambio, al llegar a Madrid, la ausencia del mar era casi física, y la sequedad del ambiente me afectaba mucho. Mis sueños sobre mujeres desconocidas de otra época se transformaban siempre en escenarios de playa, de acantilados de vértigo y de olas furiosas. Era consciente de que, desde aquella experiencia en Granada al cumplir los trece años, había desarrollado una afinidad especial con el agua cuando estaba cerca de ella. Era demasiada coincidencia que cada vez que me enfadaba con mis padres lloviera a cántaros. Si alguien me rompía el corazón, se desataba tormenta y durante días los barcos no podían salir a faenar. Aquellas tardes de verano en las que me subía a la barca de mi amigo Juan y nos íbamos a dar un paseo, la mar estaba tan tranquila que casi parecía un espejo. Llegué a convencerme de que yo tenía algún tipo de don mágico relacionado con el agua, pero nunca se lo comenté a nadie, sabiendo que se reirían de mí. Sin embargo, si realmente tenía poder sobre el agua, parecía incapaz de controlarlo a voluntad. Durante la carrera, mi aprendizaje general sobre historia y arqueología celta me llevaron a pensar que mi «poder» podría estar de alguna forma relacionado con la veneración que los celtas sentían por la naturaleza. En secreto deseaba aprender a controlar mis interacciones con el agua y las excavaciones arqueológicas me daban la excusa perfecta para ir con bajo presupuesto a otros lugares en los que aún había unas fuertes raíces celtas. Empecé por Irlanda.

*

La excavación era un lodazal. Acostumbrada a excavar en verano en yacimientos celtíberos en España, en lugares como Segovia o Teruel, donde el polvo se pega a la garganta y el sol quema con o sin justicia, excavar en Irlanda era un mundo nuevo para mí. Teníamos que ir tan abrigados como si fuera pleno invierno, con ropa impermeable y botas de agua. El suelo estaba siempre encharcado y en algunas zonas podía ser incluso peligroso, pues la vegetación musgosa creaba una falsa sensación de suelo, pero debajo podía haber varios metros de agua estancada. Así es como se habían preservado las momias que nuestro equipo arqueológico estaba sacando a la superficie para su estudio. Los cadáveres, en lugar de pudrirse, se habían conservado bastante bien en las aguas poco oxigenadas de las turberas.

Aunque en aquella época, como estudiante de arqueología en Madrid, yo estaba más acostumbrada a tratar con restos de cerámica, madera y algún que otro hueso humano, aquello me resultaba fascinante. Las momias que estábamos sacando de la ciénaga eran personas que en su mayoría caían por accidente al agua, en una zona demasiado profunda para poder salir, y se habían ahogado. No es igual que cuando se excavan enterramientos. En las tumbas hay unos rituales que se han seguido, un protocolo. La ropa, los adornos, los objetos que se encuentran, todos han sido cuidadosamente elegidos para descansar con la persona que muere. Y normalmente el cadáver se descompone en un cierto tiempo y queda solamente el esqueleto. Sin embargo, esto era lo equivalente a sacar una fotografía instantánea con una cámara Polaroid de un momento de la historia al que ya no podemos volver a acceder de otra forma.

Alguien dio un grito para avisarnos a todos. Habían encontrado otra. La estaban sacando entre varias personas, con mucho cuidado para que no se estropease. Era una mujer. Aún conservaba parte de su ropa, y su grisácea piel apergaminada contrastaba con las briznas cobrizas de cabello que se podían ver en las zonas en que el barro lo permitía. Llevaba al cuello un colgante muy sencillo, una pieza triangular de sílex blanco anudada con un cordel de cuero. Depositaron la momia con mucha delicadeza sobre el geotextil, y sin ser consciente del cómo, de repente me encontré agachada junto a ella con mi mano extendida tocando el colgante. Sentí una sacudida y todo se volvió negro. Al abrir los ojos, estaba en un lugar que no reconocía. Era de noche. Me hallaba en la cima de una colina desde la que se veía el mar y había una serie de monolitos dispuestos en un círculo a mi alrededor. Tenía en mis manos el colgante de sílex blanco, que emitía un extraño fulgor azulado, tan fuerte que tuve que cerrar los ojos, deslumbrada. Al abrirlos de nuevo volvía a estar en las excavaciones. Tumbada en el suelo, un grupo de gente me miraba desde arriba, con expresiones que iban desde divertidas (mis compañeros de excavación) hasta muy preocupadas (la directora de las excavaciones). Me levanté despacio con ayuda de una compañera y me contaron que me había desmayado y había pasado varios segundos inconsciente. Una vez incorporada, les convencí de que no había nada por lo que preocuparse, que posiblemente era falta de descanso y de azúcar, que me había ocurrido otras veces.

Algo más tranquilos, me dejaron sentada en una silla plegable y todos volvieron a su trabajo. Pero había mentido. Nunca antes me había desmayado por falta de azúcar, y lo que había visto esta vez no era un sueño. Estaba segura de que algo ocurrido en mi pasado me conectaba con aquel colgante. Sabía que siendo una estudiante que estaba participando en unas excavaciones, no tenía ninguna posibilidad real de volverme a acercar al colgante o a la momia que lo llevaba puesto. Sin embargo, esa experiencia decidió mi futuro. Fue lo que hizo que, al terminar la carrera en Madrid, pidiera una beca para hacer la tesis en Irlanda.

Después de mi tesis en Dublín pasé dos años en Inglaterra, en el Instituto de Arqueología del University College en Londres, durante los cuales aprendí mucho sobre técnicas instrumentales de estudio y datación de muestras. Gracias a mi trayectoria y a los contactos que había hecho, me estaba convirtiendo en una persona reconocida en mi campo, y acababa de conseguir una plaza permanente de profesora de arqueología en la Universidad de Edimburgo. Ya hacía tiempo que había decidido dejar de lado la obsesión por aquel colgante que habían desenterrado en Irlanda.

Capítulo 1

Edimburgo, 2015

Curiosamente, era un día soleado. Estaba sentada en una pequeña cafetería leyendo emails de trabajo en mi portátil mientras terminaba un café latte. De vez en cuando levantaba la vista para admirar el famoso castillo, que se recortaba altivo sobre las escarpadas rocas volcánicos que tantos años lo habían protegido de sus numerosos atacantes. Sólo llevaba tres días en la ciudad, pero me sentía cómoda allí. Edimburgo tenía un atractivo diferente, un sitio donde no se vivía el sueño universitario británico de edificios antiguos y alumnos con toga, pero se respiraban la literatura, el arte y la música.

Me levanté a pedir otro café y de camino a la barra, mientras pasaba entre dos mesas, se me enganchó el pie en un bolso que había en el suelo y trastabillé. Cuando una mano me sujetó por el brazo para evitar que cayera y me golpeara con una silla cercana, vinieron de repente a mi mente una serie de imágenes, muchas totalmente desconocidas, pero otras que recordaba vagamente, como si las hubiera soñado alguna vez. Al girarme para mirar a mi salvador y darle las gracias, me quedé paralizada por unos segundos. Lo reconocía, era alguien con quien había coincidido en dos o tres excavaciones en Irlanda, pero nunca habíamos llegado a cruzar ni una palabra.

− ¿Te encuentras bien? ¿Te has hecho daño? − preguntó en inglés el chico, con expresión preocupada. Tenía un marcado acento que identifiqué inmediatamente como irlandés.

− Sí, sí, estoy bien, muchas gracias − contesté también en inglés, sonriendo nerviosamente con el corazón aún desbocado tras el susto de la casi caída.

− Tengo la sensación de que nos conocemos, pero no recuerdo de qué − dijo él con expresión de estar intentando hacer memoria.

− ¡Sí, yo estuve en Irlanda excavando en los mismos yacimientos que tú! Pero hace mucho tiempo, seguramente no recuerdas mi nombre. Me llamo Nerea − respondí tendiéndole mi mano derecha, que él apretó suavemente. Me sentí al mismo tiempo aliviada y decepcionada de que no hubiera vuelto a sentir nada extraño cuando nos tocamos por segunda vez.

− ¡Es verdad, ya te recuerdo! Tú eras la chica española que estaba haciendo la tesis en… ¿Dublín? Yo soy Mark, por si tampoco tú recuerdas mi nombre − me dijo él con una sonrisa cómplice. − ¿Y a qué te dedicas ahora, Nerea?

Mientras Mark hablaba, aproveché para estudiarlo con más atención. Llevaba una chaqueta de cuero negro, camiseta negra de Pink Floyd y vaqueros. No había cambiado mucho desde la última vez que nos habíamos visto, aunque yo lo recordaba algo más joven, claro. Aún llevaba el oscuro pelo largo, recogido en una coleta.

SINOPSIS

Nerea es cántabra, profesora de universidad de arqueología, y una bruja. Su secreto mejor guardado es que tiene poder para controlar el agua, pero no sabe utilizarlo, ni conoce la existencia de otras brujas. En Edimburgo se reencuentra con Mark, un antiguo conocido con el que ahora surge una conexión que va más allá de la atracción. Sin que ellos lo sepan, una maldición que ha ido pasando de generación en generación los une. Mientras su relación se va fortaleciendo, aparece Brigitte, una bruja del fuego que se esconde de la Sociedad, una organización secreta que persigue la exterminación de las brujas desde tiempos prerromanos. Brigitte ayuda a Nerea a desarrollar y controlar su magia y le revela la presencia de otras brujas en el mundo. Juntas descubren que el Colgante de Tanit es la clave para aumentar su poder y destruir a la Sociedad, pero en las manos equivocadas puede ser letal para ellas. Ignorante de las consecuencias, Mark habla del colgante con su amigo Louis, que resulta ser un alto cargo en la Sociedad, lo que desencadena una carrera a contrarreloj entre las brujas y la Sociedad para hacerse con el mismo. Cuando Mark descubre los poderes de Nerea, su miedo es más fuerte que sus sentimientos por ella, y termina por convertirse en espía para la Sociedad. Gracias a él, la Sociedad obtiene el colgante y apresa a las brujas. Louis, que se ha enamorado de Brigitte, ayuda a las brujas a escapar con el colgante. Nerea usa sus nuevos poderes para destruir su conexión mágica con Mark, quien instantáneamente pierde todos sus recuerdos de ella, y vuelve a Edimburgo sola, decidida a acabar con la Sociedad.

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