Délicatesse 4 (Hardboiled)

Délicatesse 4 (Hardboiled)

El inesperado regreso de 

Melquíades Ezequiel Odamxur

I. La reaparición de Melquíades Ezequiel Odamxur y las fuerzas del cielo

La avenida parecía no tener fin. Si se la miraba desde el Congreso, había perdido su fisonomía habitual. Era una alfombra resecada que se desenrollaba de oeste a este, ardiendo bajo un sol abrasador. Los pocos árboles que sobrevivieron a las incontables modificaciones de ese paisaje urbano, lucían sus copas ralas de un verde pálido y sediento. El cielo se filtraba entre las ramas, y sugería una pálida acuarela celeste.
La avenida, libre de automóviles que habían sido retirados horas antes, parecía más ancha. Desde la avenida 9 de Julio, la Casa de Gobierno parecía un juguete liliputiense bajo la intensa luz del sol del mediodía que achicharraba todo lo que sus rayos tocaban.
M estaba listo para recorrer el trayecto que separa al Congreso de la Casa de Gobierno. Estaba deslumbrado. Melquíades podía apreciar, desde su lugar, el gesto distendido del nuevo presidente, admirador de su foie gras. Suponía con cierta lógica que a partir del encumbramiento de M, este dispondría de todos los recursos para intentar dar con el creador de la exquisitez francesa y ponerlo a trabajar a su servicio. Especulaba que, incluso, reclamaría dar con el niño portador del mágico brebaje, aquella noche del mitin proselitista. ¿Por qué también el niño que no tenía ninguna responsabilidad en la elaboración del exquisito foie gras y solo había sido un mensajero elegido al azar? Simples deseos. Caprichos. Ungido en la máxima magistratura de la Nación, exigiría que se cumplieran todos sus antojos. De ello estaba seguro Melquíades. Él así hubiera procedido. Las personas obsesivas y compulsivas, cuando alcanzan una posición de verdadero poder, reclaman que todo lo que ordenan se cumpla sin cuestionamientos y sin dilaciones y no se ven conminados a dar explicaciones.
Pronto comenzaría la caza del misterioso gourmet y del angelical mensajero del foie gras. Una vez capturado, el gourmet produciría a destajo para el presidente, esa singular ambrosía que transportaba a M a un estado inusitado. El niño añadiría a su alucinación, la pureza impoluta de lo angelical. Las Fuerzas del Cielo, con seguridad, entenderían que era un inmejorable comienzo acompañarse a los pocos días de asumir con un gourmet extraordinario y un niño bello, los dos encargados de hacerle saborear la alucinante pócima producida con un joven hígado humano cuidadosamente seleccionado.
Pero Melquíades sabía que no había ningún sistema de pesquisa que pudiera dar con él. ¿Acaso Miguel Rosana o Aureliano B. podían pasar por expertos rastreadores? De ningún modo. Ramón Sigale, un verdadero asesino inescrupuloso y experto en capturas, se había fugado, escondiéndose en algún lugar remoto para evitar ser asesinado. El eficaz asesino no estaría entre los perseguidores, sus recursos y métodos hubieran sido de gran utilidad para esa empresa. Pero Sigale estaba fugado y por nada del mundo aparecería para ofrecer sus servicios al nuevo presidente. Nunca fue muy devoto de M y aquellas ideas sobre el libre comercio de carne humana, habían quedado en eso, solo ideas. Él estaba completamente apartado del negocio. Sobrevivir era lo único que podía interesarle.
Otros sicarios, capaces rastreadores y perseguidores, tanto o más peligrosos que Sigale, estaban muertos hacía tiempo. Por eso Melquíades se sabía a buen resguardo.
Ni C, el perro momificado por avezados taxidermistas y duplicado por clonadores expertos (al que el Jefe y M le atribuían la fantástica capacidad de comunicarse desde el más allá), ni las Fuerzas del Cielo, podrían descubrir su verdadero aspecto ni su refugio. Su metamorfosis había sido un suceso extraordinario e indescifrable. Él mismo estaba asombrado del resultado. Siendo quien era, se había transformado en otro ser, alguien de quien jamás se sospecharía de sus actividades clandestinas. Era un enigma mayor que Gregorio Samsa.
Tal vez dieran con el niño, aunque dudaba sinceramente del éxito de esa búsqueda. Con seguridad, ni la División Fetichista, la que capturaba y reservaba especímenes de características peculiares para su comercialización a ricos y poderosos pervertidos, lograría capturar al impúber para satisfacer el pedido del ahora primer magistrado.
M ascendió al descapotable luego de lo que lo hiciera el Jefe. El Volkswagen Touareg, con motor diésel 3.0 V6 Tdi Premium y caja automática Tiptronic de 8 velocidades, era deslumbrante. Al paso del automóvil llevando a su destino a la pareja presidencial, sus fanáticos seguidores vitoreaban a los hermanos. Ese paseo en el descapotable fue como tocar el cielo con las manos. Dos años atrás ni siquiera lo hubieran podido imaginar.
Fue el Jefe quien concitó de inmediato la atención de fanáticos y periodistas. Alta, más blanca que de costumbre, algo exangüe, de aspecto extravagante, suponiéndose una verdadera Emperatriz con sus atributos extraordinarios, su larga cabellera teñida de un rubio dorado se agitaba al tiempo que saludaba con su mano a los aduladores de turno. Disfrutando de esa admiración pasajera, volvió la mirada a M, quien parecía flotar en un evento mágico, y lo asoció al pasaje bíblico en el que un ángel del Señor le habló a Felipe y le indicó que fuera al desierto, donde se encontró con un eunuco etíope que leía al profeta Isaías. Descontaba que M sería el Señor que envía al Ángel a una misión y que el Ángel era ella. Un ángel protector valiéndose del Tarot como guía espiritual. La simbiosis entre ellos era muy poderosa, y muchos morbosos le atribuían cierto compromiso incestuoso.
Felipe era uno de los siete diáconos elegidos por los apóstoles para servir a la iglesia. Un jefe de Gabinete daba conformidad al personaje de acuerdo a como ella lo imaginaba. El eunuco etíope, según la Biblia, era un alto funcionario de la corte de Candace, probablemente de la reina Amanirenas, reina de Etiopía, encargado de todos sus tesoros. El ministro de Economía daba el personaje del eunuco etíope, quien debía cuidar de los tesoros de la Corte. Ese ministro parecía algo estúpido, sin embargo, era un vivillo que aprovecha cualquier oportunidad para alzarse con una fortuna producto de la especulación financiera.
Al principio, esa imagen fantástica de M la cohibió y se sintió algo desconcertada. Fue en ese momento que reparó en lo peculiar de su situación. ¿Debía ella estar en ese lugar, en ese momento, recibiendo los vítores de unos cuantos cientos de seguidores? ¿No estaba disfrutando de un acontecimiento irrepetible que debía haber gozado una de las dos intrusas? Fue cuando escuchó a C hablarle suavemente para tranquilizarla. Su egregia voz llegó justo a tiempo hasta su hipocampo de manera subrepticia, y un impulso eléctrico de las neuronas coaguló inexplicable en un recuerdo del futuro. Aquello que no ha ocurrido y, sin embargo, puede ser apreciado de manera tangible en la singularidad del presente.
C solo sabía y podía manifestarse a través de ella, por lo menos era lo que ella afirmaba y M creía. En ese momento de cierta vacilación, C le dijo que si ahí estaban hermanados en la empresa, era porque las Fuerzas del Cielo así lo habían decidido. La cita del Libro de los Macabeos “En una batalla, la victoria no depende del número de soldados, sino del poder que viene del cielo”, resultaba oportuna. Ellos eran apenas dos, pero una fuerza superior los impulsaba. El atributo divino que M y el Jefe le adjudicaban a su próximo gobierno, los colocaba por fuera del mundo terrenal y enfrentados al Maligno que vive en Roma, ese ser despreciable que se opone al verdadero Dios, y busca tentar, engañar y destruir a los seres humanos.
Los hermanos presidenciales estaban convencidos de que el poder real viene del cielo y que las Fuerzas del Cielo lo deciden todo. Nada es improvisado, nada queda sujeto al libre albedrío. Ella y M compartían este pensamiento, y el mismo M le hubiera dado la razón a las palabras de C, de no encontrarse en ese instante tan embelesado con su paseo triunfal, nada menos que después de augurar padecimientos a la población para los próximos dos años. Así y todo, sus fanatizados seguidores lo vitoreaban como a un general triunfador.

Melquíades Ezequiel Odamxur no estaba impresionado por el desfile. Mucho menos por el discurso de M ante un puñado de extranjeros mal avenidos. Reyes de poca monta, tránsfugas de diversas latitudes, fascistas insoportables (algo torpes y algo estúpidos), todos ellos exhibiendo impúdicos sus intenciones de seguir sacando provecho de una nación a la que esquilman desde hace muchas décadas. Para Melquíades, el encumbramiento de M era un suceso menor, una anécdota un tanto insoportable en el rodar cuesta abajo de toda una sociedad en dirección a un abismo insondable. Hasta habría apreciado con entusiasmo que M volviera a cantar “O sole mío”, entreteniendo a la multitud como solía hacerlo en anteriores ocasiones.
Melquíades, en realidad, se interesaba sinceramente por hombres jóvenes, de aspecto saludable. Estaba allí para una cosecha.
En esos cuerpos viriles bien formados y que lucían sanos, se concentraba toda su atención. Especulaba con la dimensión del hígado, su color, su particular aroma, su virtuoso sabor.
A lo largo de muchos años, había aprendido a descubrir los mejores ejemplares, aquellos que le sugerían la esperanza cierta de un producto de excelente calidad. Era una tarea ardua que exigía mucha paciencia. Capturar el espécimen seleccionado luego de un complejo y prolongado proceso, le daba una inmensa satisfacción. Después de la captura, la que lograba mediante diversos ardides, sobrevenía el cuidado prodigioso de la víctima hasta su sacrificio. Se trataba de mantenerlo en un cautiverio adecuado, sin sufrimientos, evitando el estrés propio de un aislamiento prolongado de alguien que no puede saber con exactitud el destino que la espera, pero lo intuye; sobrealimentarlo con sabrosos hongos y champaña de calidad para preparar adecuadamente el hígado para la preparación; arroparlo con esmero, en cierta forma hasta amarlo de manera perversa y retorcida. Estas y no otras eran las verdaderas razones de su presencia en ese desmesurado festejo.
Aun con diferencias, así fue la última de sus capturas, la que había descrito hasta en sus más mínimos detalles en la carta que le envió al forense asesinado por su traicionero ayudante. Melquíades no sentía curiosidad por saber si el forense había llegado a leer su extensa misiva antes de morir o esta había quedado ignorada entre las pertenencias del finado a la espera de que alguien diera con ella y la leyera. Por una extraña razón, sintió la necesidad de sincerarse con aquel científico, a sabiendas de que sería asesinado por sus corrompidos camaradas.
Melquíades Ezequiel siguió el festejo sin dejar de observar a los cientos de hombres jóvenes que se desparramaban por la plaza. Se esforzaba para dar con uno, el indicado.
Escuchó a M desde el balcón de la Casa de Gobierno. La escena le pareció circense. Un hombre prometiendo hambre y un puñado de fanáticos celebrando. Los jóvenes eran los más exaltados y eso facilitaba su búsqueda.
Fue de los últimos en retirarse. De todos los varones que observó durante ese día, seleccionó a uno joven y hermoso, quien permaneció junto a él, seguramente sin sospechar el peligro que lo acechaba.
Ya había comenzado la fase áurea y su química fundamental empezaba a alterarse. Aunque no se lo propusiera, se agitaba previendo la fase de pesca. Soportar aquel panegírico presidencial al fin no había resultado solo algo tedioso e inútil, sino que le dio la oportunidad de detectar a su próxima víctima. ¿M le había traído suerte? ¿O tal vez esa buenaventura se la debiera al Jefe? ¿Importaba?
Hacía semanas que había abandonado la fase depresiva de su último crimen. Todavía en la histórica plaza, repasaba aquellos sucesos como si el tiempo transcurrido no hubiera sido más que un instante, un momento breve, pero apocalíptico, que valía la pena repasar. Cuando su joven presa encaró en dirección oeste dispuesto a abandonar la plaza, Melquíades se decidió a seguirlo con total discreción.
Todo volvía a comenzar. El ciclo se reiniciaba en esa sucesión entre la vida y la muerte imposible de interrumpir de manera voluntaria. Solo la muerte o una vejez atroz, pondría fin a su pasión por capturar y asesinar a jóvenes a quienes les sustraía el hígado para producir foie gras.
En ese nuevo comienzo, recordar a MA (o FG N.º 1 como ridículamente lo denominó Ramón Sigale), desde la fantasía al homicidio, era un potente estímulo, un narcótico excitante y concluyente que resultaba el combustible indispensable para cumplir con lo que él consideraba su destino manifiesto.

Memoria de la segunda etapa homicida


II. El asesinato 

La fase áurea 

Un servidor. Así se considera. Lo diría a viva voz, he vuelto para restaurar la noche, el impulso instintivo al estado inicial, el renacimiento. Es el momento áureo. Líder y servidor, ambos extremos en una conjunción perfecta. Se recluye en sí mismo. Siente el horror de sus reflejos. Hurga en la deliciosa oscuridad del alma y busca las patéticas patrias en las que se ha criado. Es una sustancia extraña, un fragmento de fango, un reproche de sangre que, en el fuego sagrado que incinera a su padre, devora el cuerpo forastero de un pecador sin arrepentimiento.
¿Es esa su renacida fantasía? ¿Amanceba en su corazón una intensa pesadilla humana? No descifró aún su sueño. Esa es la verdad. Pero al menos sabe que es sueño y no un error en su mente. Ve al hombre atravesar la cicatriz atroz de lado a lado, por el anverso y el reverso de la sangre, que vuelve pálida rosa el coágulo primero.
Ahí esta seguro. No teme, no hay rigor que lo oprima. Es un animal libre que ejerce su impiedad sin ataduras. Y más allá la presa. El hombre sin su dicha (tal vez la haya perdido hace demasiado tiempo), que deambula entre unas hojas manuscritas y una sentencia a muerte esculpida en el adoquín monstruoso de una calle infinita.
La víctima se aproxima. Él va a su encuentro. No la interroga, no es necesario, le mentirá como lo haría cualquiera. Preguntaría ¿quién eres? La verdad de la presa es paradójica, es una falacia de la rosada lengua. Sabe que lo invitará a su sexo o aguardará el suyo. Inevitable eclipse de una piel en la otra. Él saciará su sed con un soneto o un obstinado pentagrama y posará su lengua donde menos lo espere. Ese será el primer misterio, así se gesta la exigente fatalidad. No tiene apuro, pero no tiene tiempo.

Es un buen gourmet, pero no dibujante. BTK abocetaba los prolegómenos de la muerte. En cambio su ambición se reduce a elaborar un sabroso plato que tal vez hubiese disfrutado el propio Rader.
¿Degustaría el exquisito foie gras Bill Thomas Killman? (BTK también se hacía llamar con esos nombres).
Duda que la cocina francesa fuera del paladar americano. Bistec, hot dog, comida chatarra. En cuanto al modo de alimentarse, los caminos se bifurcan. BTK, carne de cerdo, él, carne humana.
Aunque no compartiera el gusto, BTK reconocería su maestría culinaria, y él que sus dibujos dan vergüenza. ¡Apenas monigotes de principiante!
Se esforzará por imitarlo. Dejará atrás la producción de foie gras. O la reducirá a una mínima expresión. Solo el espécimen mejor será perpetuado en un ungüento. Uno o dos frascos, ¿para qué más? Un hígado será suficiente. Para su propio placer o compartir con alguien que aprecie su arte. No tiene amigos. Es difícil para un antropófago hacer amigos, duran apenas meses. 

III. Investigación 

Nunca se supo dónde vivió Melquíades Ezequiel. Se podrá especular sobre la impericia o la complicidad policial, pero su verdadero domicilio era un misterio.
Ya no estaba “El Interrogador” para descubrir la guarida del asesino. ¿Qué fue del cadáver del sicario? Ramón Sigale no reveló ese dato. Taga también estaba muerta y reducida a cenizas.
El gobierno de “La Fuente” en “El Sindicato”, trató de dejar en el olvido el asunto de Melquíades Ezequiel Odamxur. El negocio marchaba sin tropiezos, la historia del caníbal podía resultar contraria a sus intereses. Dividió la administración de la trata de personas en varias áreas. Copiando los nombres de las distintas fases del proceso criminal, bautizó una sección como “Pesca” y otra “Captura”. La denominación “Asesinato” de la tercera fase homicida, no fue aceptada. Se la cambió por “Distribución”, y estaba dedicada a seleccionar las presas para sus tres diferentes destinos, esclavitud laboral, esclavitud sexual y trasplantes.
Mantuvo el nombre de “Fetichista” de la anteúltima fase homicida, para una división muy especializada, la que conservaba algunos “especímenes” para fines extraordinarios. Eran hombres y mujeres que poseían características inusuales. No se trataba de fenómenos de circo, sino que eran “perfectos”, que poseían las proporciones ideales de acuerdo al esquema de Vitruvio además de rostros hermosos y singulares. Rara condición de la que gozan solo algunos seres humanos. Su destino era un verdadero enigma. 

IV. Esa dependencia estaba bajo la supervisión directa de Ramón Sigale. 

¿Cuándo se supo de la aparición de Melquíades Ezequiel Odamxur? Cuando se produjo el descubrimiento de un cadáver al que se le había sustraído el hígado. Se trató de un hombre de mediana edad, entre treinta y cinco y cuarenta años, de buena contextura física, saludable, cuya desaparición fue denunciada por un amigo seis meses atrás. Un solitario. Vivía solo con su pequeño caniche toy de pelaje blanco, que murió en la casa a la que su dueño no regresó jamás.
Se sospecha que fue Melquíades quien encerró al perro en una reducida caja de madera donde murió por asfixia al cabo de un breve tiempo. El pequeño sarcófago sellado de manera hermética, impidió que los dramáticos chillidos se pudieran escuchar, y luego, que el olor nauseabundo de la carne podrida se esparciera por la casa y se lo detectara fuera de ella.
Fue la primera vez que el antropófago gourmet se atrevió a dejar evidencia de su acción dentro de la vivienda de una víctima.
Ese comportamiento dejó en claro que si se trataba del mismo asesino serial u otro que ocupaba su lugar, recurría a un modus operandi diferente, volviéndose más audaz y provocativo. Desafiaba con su inteligencia y destreza a la policía. Pero el principal destinatario de la jactancia era “La Fuente”. Sigale comprendió de inmediato que la provocación estaba dirigida hacia su persona. 

V. Feed lot de higos y champaña 

El cadáver del hombre sin su hígado hallado por la policía fue denominado FG N.º 1. Su identidad fue confirmada en poco tiempo. Las huellas digitales coincidían con las de un hombre desaparecido hacía meses. El denunciante de la desaparición, quien había mantenido una relación íntima con la víctima, confió a los investigadores muchos detalles de la vida personal de FG N.º 1. Esos datos y la quirúrgica ablación de su hígado, convencieron a algunos de los detectives que el antropófago gourmet o un calificado imitador era el responsable del homicidio.
Al cadáver se lo depositó en un lugar donde no funcionaban las cámaras de vigilancia de la ciudad. Sin dudas el asesino conocía ese dato. Trasladar el cadáver de un hombre de alrededor de ochenta kilos de peso, no es tarea fácil. No solo se requiere fuerza, sino habilidad para mover al muerto.
El asesino eligió un terreno baldío para abandonar el cuerpo. Unos diez metros dentro del baldío, se apreciaba un promontorio, un rectángulo de cemento que se elevaba de la tierra unos quince centímetros. Podía inferirse que esa elección no fue al azar.
El sitio y el modo en que se halló a la víctima, sugerían que quien actuó lo hizo sin apuro, cuidando los detalles, procurando dotar de cierta religiosidad la aparición.
El cuerpo de FG N.º 1 presentaba un aspecto cuidado. Bien vestido, con ropa limpia, lavado y perfumado. Su rostro tenía un gesto apacible, no transmitía horror sino serenidad. Los brazos cruzados sobre el pecho y en cada mano un narciso de color amarillo.
Cuando el forense realizó la autopsia, descubrió en el lado derecho de la cavidad abdominal, por donde se extrajo el hígado, una elegante sutura. No se trataba de una costura hecha a la ligera. El asesino utilizó una aguja curva, dedujo el experto, y varios hilos cátgut obtenidos del intestino de ovinos, todos de diferentes colores. Una verdadera extravagancia. Los prolijos puntos de sutura, uno al lado del otro, conservaban una distancia exacta entre ellos.
El tratamiento del cadáver decía mucho de la personalidad de su asesino. Lo mostraba audaz, provocativo, inteligente y refinado. Una inspiración para cualquier detective.

¿Era Melquíades Ezequiel Odamxur el asesino de FG N.º 1? Sigale no lo creía. Aseguraba que esa teatral reaparición era un verdadero fraude.
Conocía la historia del sofisticado antropófago. Su aspecto era el de un hombre común, un atento compañero de trabajo, de mediana talla, cabello castaño, ojos claros, nariz recta, labios sugerentes, buen mozo (todas las mujeres así lo afirmaron), muy educado y excelente trabajador. Alguien que parecía inofensivo.
Ese perfil lo dejaba en la vereda de enfrente de un osado asesino que se atreve a abandonar con ceremonia un cadáver en un terreno baldío al que todos los vecinos de la zona podían acceder sin el menor esfuerzo. Nunca se encontró ninguno de los cuerpos de sus supuestas víctimas y las razones por las que no hubo hallazgo quedaron envueltas en explicaciones poco convincentes.
Tampoco se pudo corroborar que el foie gras que produjo lo hizo con hígados humanos. El último frasco que se mencionó con ese contenido, desapareció con la detective el mismo día en que se la vio por última vez comprando un Réserve Mount Cadet, en una selecta bodega. Toda la fábula era tan irreal como incomprobable.
Ahora había en la morgue un cadáver al que le faltaba el hígado. Un muerto al que dejaron a la vista de cualquiera, acomodado con esmero, luciendo en ambas manos un narciso de color amarillo.
Esas flores le indicaban a Sigale que el autor del crimen, conocía detalles del caso que nunca se habían dado a publicidad. 

VI. La variante Van Sion 

La flor del narciso de color amarillo intenso, era un símbolo inconfundible usado para señalar en la dark web un sitio donde se comerciaba con trasplantes de órganos. Ese dato nunca fue hecho público. Solo alguien de “El Sindicato” pudo colocar la peculiar flor del narciso en las manos del muerto, para enviar un mensaje cuyo significado no dejaba lugar a duda alguna.
¿Qué debía aguardar Sigale? Otro muerto al que le extirparon el hígado. Esperaba que el tiempo entre un homicidio y otro no fuera breve. Nada peor para un alto jefe de Homicidios tener que lidiar con un asesino serial dispuesto a poner en ridículo a la policía atacando sin respiro. Una sucesión de asesinatos escabrosos que se atribuyan a un caníbal resultaría una noticia espectacular que no habría multimedio que se negara a ignorar. 

VII. La estación áurea 

Con esta versión de Melquíades aparecieron dibujos que describían los procedimientos de ablación del hígado. Eran dibujos de calidad mediocre, algo infantiles pero ilustrativos. Algunos investigadores recordaron el caso de BTK, famosos asesino serial de Estados Unidos, quien planificaba sus crímenes bocetando en dibujo los tormentos a los que sometería a sus futuras víctimas. La posible imitación de BTK era una novedad inesperada.
Hasta entonces solo se había reparado en lo que luego se denominó el factor M. En la supuesta biografía criminal de Melquíades la letra M tenía un protagonismo especial. Madre, marido, muerte, Melquíades, Maura, Marciano, Muna Morrison. M, su admirado devorador de foie gras. MM, balbuceando idioteces. M y sus plantaciones de marihuana. La letra M escondía un significado que los investigadores no podían descifrar. Para otros, solo era una burla que el homicida elaboró para que los investigadores siguieran pistas inútiles.
El regreso de Melquíades Ezequiel Odamxur lo mostraba como un asesino superado. Por primera vez ofrecía un cadáver para investigar, algo que hasta entonces no había ocurrido. El hallazgo se produjo al mismo tiempo que la policía investigaba el asesinato de una joven mujer que fue desmembrada, y sus restos entregados a la voracidad de una piara de cerdos. Tratando de razonar como el gourmet antropófago, aquello era una vulgaridad insoportable. Lo suyo era arte. La misión de un antropófago debía ser artística. Desde el momento áureo al último estadio.
¿Qué tiene de artístico trozar un cuerpo para entregarlo a una piara de cerdos hambrientos? Resultaba repugnante imaginar esas bestias devorando trozos de carne y hueso en segundos. Luego de la frenética ingesta, sus ácidos estomacales disolverían hasta los tejidos más resistentes y defecarían unos pocos restos en el estercolero en el que viven. Nada más alejado del arte que Melquíades Ezequiel se imponía para sus crímenes. 

VIII. La conjetura 

En el cadáver hallado, en el bolsillo derecho de su pantalón, había una nota impresa cuyo título era “La conjetura de Collatz/Ulam”. Sigale debió recurrir a unos matemáticos del Departamento de Policía para comprender de qué se trataba esa conjetura.
No fue fácil para esos profesores interpretar la mención de la conjetura con el crimen.
Una conjetura es una proposición que se cree verdadera pero que todavía no ha sido demostrada. Melquíades era una conjetura. Se creía que era un refinado antropófago, pero no había evidencia alguna que lo demostrara. Quien trató de capturarlo, la detective de nombre Taga, estaba desaparecida y con ella toda pista que hubiera obtenido. La aparición de ese cadáver no servía para demostrar nada sobre el supuesto criminal.
La conjetura fue enunciada por el matemático alemán Collatz. Para enunciarla, los matemáticos debieron explicar la secuencia de Collatz de un número. Tomaron un número natural cualquiera, podía ser el 2, el 64, el 47, o el que se desease. Si dicho número es par, se lo divide entre dos, y si es impar se lo multiplica por 3 y se le suma 1. La representación sería la siguiente; n sobre dos, si n es par, tres n+uno, si n es impar.
Al reiterar ese proceso se obtiene la secuencia de Collantz del número natural elegido. Luego, los matemáticos, eligieron un número cualquier y en una pizarra, demostraron en la práctica el resultado de la Conjetura.
Para el ejemplo, los matemáticos eligieron un secuencia sencilla, la del número 5. Como se trata de un número impar, se lo multiplica por 3 y se la adiciona 1. El resultado es 3 x 5 + 1 = 16, que dividido por 2 resulta 8, que dividido por 2 resulta 4, que dividido por 2 resulta 2, que dividido por 2, resulta 1.
Para el número natural que se elija, para cualquiera, su secuencia de Collantz termina siempre llegando a 1.
¿Cómo se podía vincular esto a los crímenes de Melquíades Ezequiel Odamxur? Los matemáticos dedujeron que lo que el homicida deseaba explicar, era que él había intentado todos otros caminos para no ser quien era, un asesino y antropófago, pero que intentara lo que intentara, por su naturaleza, volvía a matar y devorar el hígado de su víctima, elaborando con él un delicado foie gras. Una extravagancia del caníbal, o una burla contra los investigadores. Para los matemáticos, el caníbal usaba la Conjetura de Collantz/Ulam mofarse de la policía. Y eso era lo más probable, atentos a la psicología del supuesto criminal y lo poco ilustrado de los investigadores.
La nota fue catalogada como “Fragmento N.º 12, siguiendo a las once anteriores, supuestamente escritas por Melquíades.

“Puede resultar extraño, pero no supe de la conjetura de Collatz/Ulam hasta adulto. No me sedujo la matemática, aunque siento admiración por los matemáticos. Me sedujo la cadencia de 3n+1. Hay cierta musicalidad en la fórmula. Cuando supe de ella no la asocié de inmediato a mí propia realidad. Solo reparé en su musicalidad.
Descubrí la relación luego del último homicidio. O el primero, o cualquiera, no lo sé con precisión. Decídanlo ustedes. Me dije “no está demostrado quién soy. Por ahora soy solo una hipótesis no demostrada. Soy una conjetura”. Y ese aserto me unió a la conjetura matemática.
La asociación entre la conjetura matemática y mi vida se produjo al retirar el hígado de un donante. Aseguro que no fue antes. Mis manos algo ensangrentadas fueron la clave. La sangre se escurría entre mis dedos. Eso fue determinante. La sangre describió el fenómeno con su zigzagueante manera de escurrirse. Como colocara mis manos, la sangre caía del mismo modo. Cruzaba las palmas de las manos, rodeaba los mismos dedos, caían en el mismo lugar. Del modo que dispusiera las manos, la sangre corría del mismo modo. Esa secuencia era resultado de otra anterior. Yo, extrayendo el precioso órgano, y la víctima entregándolo y con él, su vida. No había escapatoria ni para mi, ni para la víctima. Hiciésemos lo que fuere, el resultado sería siempre el mismo.
Durante meses, no recuerdo cuántos, estuve en un estado casi catatónico, observando lánguidamente cómo mí hombre disfrutaba de la ingesta de champaña e higos. Me pregunté, ¿puede haber placer ante un manifiesto destino de muerte? Me respondí: “Mi deleite empieza en la fantasía, sigue en la búsqueda, crece en la captura. Pero no llega al éxtasis en la propia muerte, la muerte solo abre camino a la gratificación del arrebato. Se manifiesta en la cuidadosa elaboración del foie gras. Luego decrece con lentitud. Parece extinguirse y retoma su impulso. Vuelve la fantasía y gobierna el deseo. Todo es placer, morboso y petulante, placeres clandestinos hasta la atrocidad”. ¿Y cuál sería el placer de mí hombre sabiendo que iba a morir? Bello misterio, revelarlo hubiera sido frustrante.” 


IX. Abstinencia 

No tuvo sexo con él. “La privación del goce es expresión de espiritualidad”. Su abstinencia le trajo cierta tranquilidad. La víctima se mantenía sereno, y su serenidad alimentó la suya. Se convenció de que la compostura de su presa se debía a que no lo consideraba un verdugo, sino su salvador.
El hombre nunca gritó, ni lo intentó. Habló siempre con voz calma y de manera pausada. En castellano y también en francés, y eso lo conmovió. Melquíades amaba el francés, y le respondía en el mismo idioma. Eso lo excitaba con fuerza.
No le cupo la menor duda de que fue un suceso furtivo que ese hombre que iba a ser devorado por otro hablara la lengua que más amaba, incluso más que la materna.
La muerte no espanta a todos por igual. Hay quienes creen que su tranquilidad ante el último momento vital les da cierto derecho a hablar con la Muerte de igual a igual. La Muerte no busca dialogar, es bueno comprenderlo antes del último suspiro. Melquíades se lo dijo en las dos lengua, pero el hombre no estuvo de acuerdo. Repitió varias veces que en su diálogo con la Muerte, ella insistió que era el tránsito inevitable y necesario a otra vida. La Muerte no era el fin, sino el comienzo del gran viaje espiritual que lo conduciría a Dios y así mismo. Estaba ahí porque era necesario para su propia metamorfosis.
Ambos habían leído la “La Divina Comedia”, muchas veces. Muchos hablan de ella, pero pocos la han leído. Melquíades conocía en detalle los pasajes dedicados a describir el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Ignoró las palabras de la víctima porque atraer al Dante a la catacumba, que era su círculo infernal, le pareció una osadía imperdonable.
Recitó; “Que la Muerte, cerniéndose como sol renovado, / logrará, al fin, que estallen las flores de su mente”. El condenado sonrió, y respondió: “Combien faut-il de fois secouer mes grelots
Et baiser ton front bas, morne caricature?” Aunque esa no sería la muerte de un artista. Un error perdonable producto del efecto lento pero seguro de la burbujeante champaña. La mano del artista llevaría la muerte hasta sus entrañas y eso sería lo más cerca que estarían del arte verdadero. Melquíades sostuvo: “Yo soy el artista y vos mi creación”. 


X. La pesca

Una noche de principios de marzo reconoció a su víctima. Lo había soñado, aunque en el sueño nunca pudo descifrar el enigma de su rostro. Es posible que luego de la muerte de FG N.º 1, aún tuviera ese mismo sueño. Era un espasmo recurrente de su memoria que a veces lo complacía y en otras atormentaba.
Al principio, el hombre no pudo distinguir su figura de entre las sombras, pero sí su presencia. Cuando fue abordado por Melquíades, lo creyó un hecho casual, una maravillosa coincidencia que había esperado por mucho tiempo. No dudó que ese extraño era el hombre que soñó repetidas veces. Melquíades no pudo eludir el suave temblor que lo recorrió. Algo le decía que ese hombre era su sueño.
La oscuridad fue un escenario premeditado. Los altos plátanos contribuían con sus frondosas copas a hacerla muy intensa y fue el manto que ocultó al cazador en cada oportunidad. La luna, por noches enteras, era apenas una insinuación entre las hojas y más allá de las arboledas, era una mezquina chispa plateada. Durante la larga sequía no hubo humedad que alimentara a alguna sutil neblina.
La oscuridad es una permanente emboscada; el hombre común no advierte la flor del mal, va sin remordimiento hacia una cautivante criatura de aspecto inofensivo y observa el rostro de la muerte como quien mira a un recién nacido.
Pasaron meses antes del hallazgo y muchos otros más hasta que Melquíades Ezequiel Odamxur tuvo la certeza de que esa era la víctima correcta, su ensoñación noche tras noche.
El encuentro entre los hombres llegó meses después del hallazgo. El antropófago no podía actuar como en anteriores oportunidades, antes de que Sigale acabara con la vida de la detective, El Interrogador y El Auditor. La prudencia no fue ya solo una propuesta, sino una exigencia. Matar llevaría tiempo y ese tiempo debía dar testimonio de su extraordinaria preparación, su elaborada estrategia que lo conduciría al crimen final, a la gran victoria, la muerte del propio Sigale, tal vez su última misión auto impuesta.
Cada una de esas noches de observación, alimentaron sus fantasías hasta alcanzar la forma de una epifanía, una íntima revelación. Fue cuando ya no le cupo duda de que esa era la presa.
El hallazgo no le fue fácil. Melquíades merodeó distintos lugares de la geografía ciudadana. Logró hacerse de un mapa bastante completo de la distribución de cámaras de seguridad públicas y privadas por toda la ciudad. Fue deduciendo cuáles funcionaban. Hay barrios de gente acomodada que ignora que sus sistemas de seguridad son controlados por quienes tienen la capacidad de desconectarlos en el momento que lo deseen. Un robo importante, un crimen por encargo, una infidelidad convenientemente ignorada, o la inversa, justificaban que los hackers de distintos grupos operen a distancia esas cámaras de vigilancia para encubrir sus crímenes.
Melquíades Ezequiel Odamxur limitó el reconocimiento a zonas que le aseguraban anonimato. Donde vivía FG N.º 1 era una de ellas. No fue la primera que relevó, tal vez fue la tercera o cuarta. La búsqueda fue metódica y sistemática.
Sobre un mapa que el mismo dibujo, trazó una cuadrícula de medidas exactas. No abarcaba a la ciudad, se limitaba a una zona más o menos extensa, de mil a mil quinientos metros por lado. Pero la mayoría de las veces se reducía a solo doscientos o trescientos. FG N.º 1 vivía en una especie de isla. Un paraje algo más elevado que el resto de las zonas aledañas.
Salía de su departamento siempre a la misma hora, siguiendo la misma ruta, entre dos pequeñas y paquetas plazas, FG N.º 1 paseaba su caniche toy qué apuraba histérico su paso en búsqueda de olores inquietantes. La rutina de la víctima le permitió a Melquíades organizar la captura sin inconvenientes.
El pequeño perro llevaba a su amo siguiendo una senda de perfumes que solo él podía apreciar. Así fue hasta que el animal detectó al caníbal.
Melquíades también tenía la capacidad de sentir olores que para otros humanos pasaban siempre inadvertidos. Cada noche de la observación, antes de producirse el primer encuentro, pudo sentir el peculiar olor del cuerpo de FG N.º 1. Cuando lo contactó, ese perfume se volvió irresistible. Fue un impulso lascivo. La fantasía se materializó en una fragancia, mezcla exacta de secreciones en mínimas proporciones, reveladora de deseos y necesidades de la presa. Eso lo cautivó. Luego, la observación de toda la anatomía de la víctima, resultó en un impulso decisivo. La dimensión del tórax y el abdomen, sugirieron con perfección el volumen del hígado que acabaría condensado en artesanales envases de foie gras. 

XI. Aromas 

Nadie puede sustraerse a un aroma que los regresa a situaciones extraordinarias de su vida. Cuando eso ocurre, todos vuelven a ese momento del pasado, pero como si en verdad estuviera sucediendo en el preciso instante que se percibe ese olor.
El perfume de aquel hombre fue la clave de su muerte. Melquíades era sensible al poder de una fragancia, capaz de producir el efecto de un narcótico, un afrodisíaco, un psicotrópico. Del embelesamiento y el deseo amoroso, a una honda perturbación criminal.
Sigale estaba convencido de que cualquier persona que hubiese quemado vivo a un hombre, crimen que se autoadjudicaba Melquíades, jamás habría resistido la tentación de sentir el crucial perfume de la carne humana ardiendo. Él sugirió otra escena, de aquella que se comentaba del incidente que acabó con la vivienda y la vida del supuesto violador de la madre del antropófago.
De acuerdo al relato del jefe policial, Melquíades, en su venganza, se aprovechó de la inconsciencia del abusador, lo ató a la mecedora y lo roció con nafta. La versión que circuló por mucho tiempo, que nunca pudo ser demostrada, fue que el niño asesino, luego de empapar a su víctima con nafta, dibujó un camino con el combustible hasta la puerta de entrada y allí provocó el incendio. Esa maniobra le habría dado el tiempo para huir de la escena del crimen. De seguro, a cierta distancia, debió ver cómo las llamas empezaban a invadir la propiedad. Lejos de su vista porque ya se habría alejado lo suficiente, todo se redujo a cenizas. El cuerpo del hombre quedó consumido y los pocos restos que de él se obtuvieron no permitieron a la policía científica afirmar que pertenecían a quien los vecinos aseguraban.
Sin embargo, Sigale creía que aquella fábula, de haber ocurrido, debió ser diferente. El niño esperó la llegada del hombre escondido en algún recoveco, donde el violador no podía verlo. Tal vez esperó por poco tiempo que el fulano se entregara al sueño profundo llevado por el consumo de drogas y alcohol. Pero era también posible que esperó un buen tiempo. Hombre habituado a sus vicios, debía haber adquirido la capacidad de mantenerse relativamente despierto a pesar de ser un gran vicioso.
En algún momento de esa madrugada, el hombre, el supuesto padre de Melquíades, se acomodó en la mecedora para descansar. Fue cuando drogas y alcohol vencieron toda capacidad de resistencia. El niño, seguro de que no sería sorprendido por alguien que podría matarlo de un solo golpe o tomarlo del cuello para estrangularlo (sus manos debieron ser enormes), salió de su escondite. Tal vez ya tuviera consigo el bidón de nafta, tal vez fue en su búsqueda.
Luego de cerciorarse que su padre estaba profundamente dormido, comenzó a sujetarlo. El amarre para Sigale, es la manifestación del dominio sobre el otro, y debe haberle dado al muchachito un gran placer.
Atar las piernas para que la víctima no pueda huir, las manos para que no pueda defenderse, sellar la boca para que no pueda gritar, cegarlo para que no pueda ver a su homicida. Algo tan placentero para un asesino que bajo ninguna circunstancia se privaría de ello. El don es el dominio, así en Melquíades como en el violador. El motor del acto criminal en el violador y en el homicida, es la capacidad de apropiarse de la víctima, de transformarla en un objeto que se puede manipular a su antojo, alguien a quien se puede sodomizar o asesinar por el solo acto del disfrute.
Ver dominado al violador de su madre, debe de haber sido un momento único, extraordinario. Por fin, aquel perverso sufriría su merecido castigo, ya no habría protección de políticos lascivos, jueces corruptos y policías coimeros. Estaba inerme, indefenso, abandonado a sus propias capacidades, atado, cegado, enmudecido, orinándose en sus propias ropas. Sus crímenes llegarían a su fin y, aunque no lo supieran porque no había posibilidad de hacerles saber, sus víctimas serían vengadas. Un maravilloso acto de justicia.
Sigale creía que luego de asegurarse el dominio del hombre, el niño lo empapó con nafta. ¿Pudo la víctima, al sentir el olor penetrante del combustible, su sabor repugnante, el ardor sobre la piel, abandonar su sopor y tratar de liberarse? Es muy probable, pero el vigor de los amarres, la confusión en que droga y alcohol lo habían sumergido en un sueño profundo, la intoxicación que provoca la nafta al penetrar por los poros de la piel, y el seguro terror al comprender que estaba a un instante de ser prendido fuego, debieron disminuir su capacidad de lucha. El detective podía imaginar tanto la expresión de satisfacción en el rostro del muchacho, como la de terror en el del hombre. Algo propio del Dante, un círculo de dolor creado por un niño quien había cultivado día tras día un odio inigualable hacia aquel adulto al que se le endilgaba la violación de una inocente muchacha quien, al cabo de nueve meses, parió a ese, que estaba por asesinar a su indeseable padre.
Luego un fósforo, apenas una cerilla, suficiente fuego para iniciar el holocausto. Las llamas envolvieron al hombre en segundos y ocurre lo esperado. El desgraciado se sacude, se retuerce inútilmente. Es probable que en ese momento intentara gritar con desesperación, pero su boca, sellada, no dejaba escapar sus alaridos.
A poca distancia, un metro o metro y medio, Melquíades contemplaba su venganza. El olor de la carne humana quemándose, debió impregnarse en todo su cuerpo. De ese perfume siniestro nadie se desprende. No hay otro, ni el más exquisito que limpie el hedor de esa muerte que se adosa al homicida en un vaho que jamás se disipará. Permanecerá para siempre en la boca, en la piel, en la nariz. Lo podrá saborear, sentir su caricia y percibir su tránsito llevado por los nervios olfativos al cerebro, para acomodarse en la memoria del goce y el placer. Allí permanecerá y se recreará cada vez que el muchacho, ya hombre, necesite revivir aquella extraordinaria experiencia.
El fuego en la vivienda fue posterior y de seguro accidental. Fue cuando el niño huyó desesperado, temiendo morir él también en el voraz incendio.
Por esas circunstancias extraordinarias, Melquíades debió haber adquirido la peculiar capacidad de interpretar la esencia de cualquier fragancia. La del odio, la del amor, la del sexo, la humedad dulce de la sangre goteando rítmicamente luego de abrir en el vientre de su presa, del centro a la derecha, un enorme tajo que deja al descubierto el preciado hígado de la víctima. Lo demás era la consumación erótica del sabor, el erógeno arte del gourmet en su peculiar elaboración de una exquisitez conocida desde tiempos remotos. 

XII. Bermeja caricia 

Cada noche, FG N.º 1 dejaba su departamento y llevaba el caniche toy a pasear. Era observado. Él ya lo sabe. Reconocía todas las formas de esa calle única, las luces, las sombras, el movimiento ondulante que el suave viento imprime a las altas arboledas. También los perfumes, en especial los aromas propios del lugar y mucho más los extraños.
Lo que le daba ese conocimiento exacto de su entorno, era su angustia, su soledad. La espera de algo extraordinario, ni bueno ni malo, solo irrepetible, único. ¿El amor? Bien podría, aunque a su edad había desistido de esperar un romance sincero. Eso duró lo que la adolescencia. Tampoco era el sexo, el que podía disfrutar por algún tiempo con un compañero casual para luego despedirlo sin mediar explicaciones.
Cuando se convenció de que era observado, no sintió temor, sí curiosidad. No haría nada que espantara a aquella silueta que se emboscaba entre las sombras para verlo pasar. Por ello se aseguró de respetar una rutina estricta. Nada que alterara la novedad.
Desde ese momento, nunca hizo algo diferente cada noche. Dejaba el departamento a las 22 horas y caminaba en la misma dirección, de una plaza a la otra. No sabía quién era el hombre que lo espiaba, pero lo intuía.
Recién bañado y perfumado, vestía ropa elegante para nada suntuosa. Su andar no era sigiloso, tampoco revelaba algo de él. Solo caminaba, entre las dos plazas, con lentitud, no demostrando que se sabía observado. En cambio, el perro, desde que percibió a Melquíades, recelaba del paseo, se mostraba remiso a seguir a su amo y en más de una oportunidad, FG N.°1 debió obligarlo a retomar la marcha. Su actitud se reveló el primer día en que Melquíades comenzó la fase de pesca. El antropófago comprobó como el perrito, cada noche, se detenía en el mismo lugar, lo observaba con atención y emitía unos ladridos casi inaudibles. Cuando el perro se detenía para mirar en dirección al escondite de Melquíades, FG N.º 1 elegía alzar la vista al cielo, o en sentido a la plaza más próxima, nunca donde el refugio, no deseaba molestar a aquella sombra.
De inmediato, FG N.º 1 sintió atracción por la misteriosa silueta. Era una sombra densa. Esa densidad resultaba en una magnitud intensiva. La intensidad de aquel espectro actuaba como una poderosa fuerza gravitatoria. Y su aroma resultó cautivante. ¿A qué huele un antropófago?
Tal vez fuera ese particular olor el que inquietaba al caniche y no su brumosa silueta emboscada en la oscuridad lo que provocaba su renuencia. Miles de veces más sensible que el humano, el olfato del perro descubría segundas intenciones, aunque no pudiera expresarlas salvo con su reticencia a seguir andando.
¿Las fragancias que emanaban de Melquíades se mantenían inalterables a lo largo de las siete fases por las que atravesaba el caníbal? ¿A qué huele un homicida en la fase de pesca?
Para Ramón Sigale la realidad era inversa. Y aunque descreía de todo lo que se le atribuía a Melquíades Ezequiel Odamxur, quien escribió en su nombre, insistió con la importancia que tiene el olfato del homicida en el proceso criminal. En el libelo auto incriminatorio del antropófago se lee: “El mío no es un mundo, es un universo. Sobrepuesto a la fuerza gravitatoria que me aprisiona, vuelvo a la luz en algún momento. No puedo precisar cuándo ni cómo. Pero ocurre. Dejo atrás mi estado de inconsciencia, aunque aún me es difícil considerar la ecuación tiempo y espacio en el que fluyo. En ese universo transcurre mi realidad. Soy yo mismo una nebulosa, soy mi propio Orión y brillo intenso. Ruedo en mi propio bucle de Barnard y toco la Cabeza de Caballo ante la esquiva mirada De Marian. Vuelo. Es sublime mi vuelo. Si debiera describir el éxtasis, este vuelo lo haría a la perfección. Soy el ave portadora de la verdad póstuma, pero ya no reposo en una densa oscuridad de la que nada escapa. Comienzo mi búsqueda de todos los cielos en el más cercano. Es un cielo púrpura, agónico. El cielo gris de las primeras convulsiones tornaba a ese rojo sangre íntimo y caliente. En mi vuelo veo a la criatura. Suma de ébano y metal la distingo no solo por sus formas sino por su olor humano. Lo que me decide es justamente el intenso olor a materia reciente. Este es mi primer gran atributo, el sentido del olfato que surgió la noche de la venganza. Puedo percibir los perfumes más exóticos a la distancia que fuere. No hay nada más potente que el olor humano. Es indescriptible. En cada persona es una invisible huella única, irreproducible, inimitable. Ese olor humano me dice casi con precisión meridiana, talla, sexo, aptitudes, también alegrías y, sin dudas, sus pesares. Es lo más estimulante que puedo sentir hasta el último roce, el último tacto, la bermeja caricia.”
“La bermeja caricia”, es una expresión llena de cinismo e hipocresía. Se trata del momento en que Melquíades destripa a su víctima. 

XIII. Un cadáver perfumado 

El escepticismo gobernaba los pensamientos de Ramón Sigale. El supuesto regreso del caníbal, alteraba sus planes y encendía alarmas para el negocio de la trata de personas y el tráfico de órganos. Necesitaba encontrar alguna pista que le permitiera descubrir a los verdaderos autores del asesinato de FG N.º 1.
Estaba convencido de que la reaparición de Melquíades Ezequiel Odamxur era una puesta en escena para mortificarlo y perjudicar al gobierno de la “La Fuente” en “El Sindicato”; la observación del cadáver, en busca de evidencia segura, se volvió en él una obsesión.
No había otros cadáveres con los que comparar al de FG N.º 1. Había nombres, anteojos, relojes, celulares, llaves, peines, pero no cuerpos con los que establecer similitudes y diferencias en la ablación del hígado. De los numerosos crímenes atribuidos a Melquíades, jamás se encontró ni una uña de sus víctimas. Se habían esfumado y jamás se encontró sus sepulturas, más no fuera, un puñado de cenizas, unas hebras de tejido visceral.
Solo cabía fijar la atención en el muerto aparecido en un terreno baldío, y que este le proporcionara a través de su muerte la información que lo llevara en dirección a los verdugos.
Apenas supo del hallazgo, se dirigió al lugar donde yacía el cuerpo. Los narcisos amarillos en las manos del cadáver fue una señal imposible de pasar por alto. Los policías que llegaron al lugar, advertidos por los vecinos, podían no comprender el significado de ese ornamento, pero Sigale sabía que ese mensaje estaba dirigido a él. Por ello ordenó a sus subordinados que no modificaran para nada la escena. Llegó pocos minutos después de recibir el aviso del hallazgo.
Descendió del patrullero y fue directo donde el muerto. Se paró a su lado, de espaldas a la calle, por lo que los policías que custodiaban el sitio y espantaban a los vecinos, no podían apreciar el rostro de su jefe. Sigale no lograba controlar los espasmos que ascendían desde sus piernas y, cuando alcanzaban el rostro, lo distorsionaban. Un rictus contrajo sus labios, descubrió apenas su dentadura y dibujó una sonrisa ridícula.
El cuerpo estaba depositado sobre un rectángulo de cemento de dos metros de largo por uno de ancho, que se elevaba unos quince centímetros del suelo y ubicado diez metros dentro del baldío. Era fácil de ver desde la vereda.
Sigale sospechó que esa prominencia, que bien podía imitar un altar, fue construida para depositar el cadáver. Ordenó buscar testigos del trabajo, pero todos los vecinos interrogados negaron haber visto a alguien en el terreno. Varios de ellos, ni se percataron de la pequeña construcción.
Minutos después de su llegada, arribó a la escena el forense, al que todos llamaban Ricardo “El Pastor”. El hombre saludó a Sigale sin entusiasmo, quien respondió el saludo con el mismo desdén.
—¿Le dejaron un regalito, jefe? –El Pastor soltó una hiénica carcajada.
—¿Te desayunaste con mierda? –Sigale respondió la voz cargada de bronca.
—No más que otros días. Vivo entre la mierda humana. Pedazos de gente tirados a la cloaca, niños violados hasta destruirles el ano o la insignificante vagina. Esa es mi mierda diaria. A este por lo menos lo dejaron adornado.
—Algún hijo de puta quiere ponernos a prueba.
El forense dio vueltas alrededor del promontorio donde estaba el cadáver observando la posición del cuerpo y la flor amarilla en cada mano. Se detuvo del lado de los pies del muerto, observando su rostro.
—El tipo tiene cara de felicidad. Capaz que murió después de echarse un polvo y la trola que lo ordeñó lo tiró acá para que se lo morfen las ratas.
—Dudo mucho que fuera una mina. –El forense miró con asombro a Sigale.
—¿Te lo comiste antes?
—Dejá de hablar boludeces y decime que ves a simple vista.
—Un muerto feliz.
—Qué más.
“El Pastor” se agachó hasta quedar a centímetros del cadáver. Pero él no podía oler nada, su olfato estaba más muerto que el cadáver de ese fulano abandonado en una baldío. Convocó a uno de los asistentes. Era un hombre joven, de rostro alegre. Se acercó como si en realidad estuviera disfrutando de un paseo. Le indicó que oliera al cadáver.
Olfateó varias veces al muerto. Luego se puso de pie.
—Está perfumado –dijo sin abandonar su sonrisa–. Lavaron el cuerpo. Tiene olor a lavanda.
“El Pastor” agradeció devolviéndole la sonrisa.
—No vamos a encontrar nada de ADN del asesino. Le deben haber cepillado hasta el ojete.
—Es probable. –Sigale respondió sin quitar la vista del muerto
—Si vos lo decís, no te voy a contradecir.
—¿Alguna cosa que te llame la atención?
—¿Me está jodiendo? Todo es raro.
—Lo que te parezca más raro.
—¡La flor que tiene en cada mano!
—Son narcisos.
—¿Narcisos?
—Si.
—¿Desde cuándo saliste florista? –El forense se burló de Sigale.
—Desde que dejaste de ser pendejo. —El hombre es encogió de hombros.
—Mi abuela le ponía calas a los muertos, mi vieja gladiolos, y yo ni una hoja de parra. Pero a este lo adornaron con una flor exótica que justito vos sabés cuál es. Después me preguntás si me desayuno con mierda.
—¿Algo más?
—Todo. Todo muy extraño. Parece un mensaje.
—Parece.
—¡Un rito satánico! –el forense gritó para que los policías escucharan y luego repitieran como loros en todos lados.
—Que boludo que sos. Ahora todos estos tarados van a andar diciendo que se trató de satanismo.
—Me encanta que repitan boludeces. Los entrenaste para eso, no para que piensen.
Sigale llamó a uno de los policías.
—Traiga la bolsa y que se lo lleven.
—Antes que le saquen buenas fotos para el álbum de los recuerdos. –El fotógrafo policial se acercó al instante y comenzó a tomar fotografías–. En la morgue nos vemos, muchachos. Trátenlo con amor que está hecho una pinturita.
—Cuando lo vas a abrir me llamás. No hagas nada si yo no estoy ¿entendiste?
—Como quiera Don, soy algo boludo pero entiendo un pedido. Te lo preparo desinfectado. ¿A media luz? Por ahí garcharse un muerto está joya.
—No sé por qué mierda te soporto.
El forense lanzó una carcajada.
—Porque soy el mejor y el único que acepta trabajar con vos. Los demás peritos renunciaron todos. Nadie te quiere, Sigale, todos te odian.
Sigale se marchó farfullando insultos.

XIV. Palabras y dibujos

No se podía asegurar que la nota encontrada en el bolsillo derecho del pantalón de la víctima fuera escrita por Melquíades Ezequiel Odamxur. Tampoco se demostró que el libelo que llegó a un pueblo en el norte, había sido escrito por el antropófago. Eran conjeturas.
Para algunos investigadores, el pasquín era auténtico, para otros, falso de la primera a la última palabra. Un divertimento.
La burocracia policial, como la judicial, posee el mágico don de transformar cualquier evento a investigar en un sainete. Basta que una repartición policial interesada en desviar la investigación, –fuera porque lo conviene o solo para embromar a sus pares–, para que abunden testigos falsos, pruebas apócrifas, testimonios encontrados. El objetivo no es para nada sofisticado, se trata de obligar a los detectives a abrir muchas líneas de investigación, tantas que, al cabo de poco andar, todo quede envuelto en una maraña de datos dudosos e imposibles de comprobar. Atrapadas en esa verdadera tela de araña, las víctimas entran al limbo de la impunidad, y sus causas pasan a engrosar la larga lista de casos no resueltos y acaban en el olvido institucional para siempre.
La Justicia no es más sofisticada que la policía, se envuelve hasta con el Código de Hammurabi con tal de entorpecer la investigación y llevarla a un punto muerto. El recurso de citar a decenas de sesudos jurisconsultos y atiborrar de alegatos el expediente, actúa como el más poderoso somnífero, el que puede vencer la voluntad hasta del más corrupto de los abogados. Estos, aves de pico encorvado, responderán con otra tanda de citas y antecedentes que solo servirán para engordar el expediente hasta hacer de él el banquete más adorable y sabroso de los cientos de ratones de ojitos rojos que pueblan los archivos del Palacio de Justicia y sus numerosas y dispersas dependencias, y devoran todo aquel papeleo con un entusiasmo inigualable. Los expedientes quedan reducidos a unas pequeñas y redondas bolitas de excremento, que se amontonan en las estanterías.
Pero las maniobras de los tribunalicios para hacer que una causa caiga en el olvido, al que los jueces llaman “prescripción”, pueden ser más simples. Basta que el secretario o secretaria del juez o la jueza, cada vez que el expediente queda por encima de las muchas otras causas que deben atender, la devuelvan al último lugar. Así, una y otra vez, tantas como fuera necesario para que el tiempo pase, venzan los plazos procesales y las causas queden prescriptas. La impunidad es un capital de la burocracia, un arte practicado desde el comienzo de la organización estatal y la división de tareas de gobierno.
No volvieron a conocerse escritos sobre los histéricos arrebatos liberales de M y su desesperada búsqueda del exquisito foie gras, las bobaliconas chácharas de MM y su afán de reducir a Netflix todos los eventos importantes, ni la dudosa moral de M y sus extensas plantaciones de marihuana. Todo es patrimonio de las versiones orales que circulan por las dependencias policiales. Muchas de ellas, se cree, difundidas por el propio Ramón Sigale, experto en hacer que nada se investigue si a él le interesaba que así fuera.
Muy avanzado los hechos fue que aparecieron dibujos imitando el método de planificación de BTK para perpetrar sus atrocidades. Sigale los distribuyó entre su equipo y hasta el famoso forense Ricardo “El Pastor” los tuvo en sus manos y los observó con total escepticismo. Fueron muchos dibujos que pretendían ilustrar igual cantidad de crímenes, pero hasta ese momento solo había un cadáver, el de FG N.º 1, y ningún otro.
Ricardo “El Pastor” hurgó en los expedientes y supo que en la primera investigación, en la que participó la detective que estaba desaparecida y por quien nadie daba explicaciones, se hablaba de decenas de homicidios. Pero no se halló ningún cadáver, ni en todo el expediente se mencionaba la búsqueda del lugar o los lugares adonde se habrían cometido los asesinatos y donde descartado los cadáveres. Para Ricardo “El Pastor”, un absurdo que ofendía su método científico de pensamiento. 

XV. Una muerte inoportuna 

Ramón Sigale consideró que devolverle a M algún protagonismo luego de la aparición del cadáver denominado FG N.º 1, era más que necesario. El inconveniente que se le presentaba, y que no era menor, era que él no tenía manera de influir sobre el ambicioso fanático. La posibilidad de usarlo para sus planes, se reducía a ofrecerle a M un frasco del tan famoso foie gras, al menos una mágica porción que calmara el delirio antropofágico del histriónico personaje. ¿Podía engañar a M proveyéndolo de un producto que no fuera producido con un hígado humano? Era una pregunta imposible de responder.
Obtener el hígado sano de un hombre de edad mediana, podía resultar una complicación innecesaria. No lo inquietaba matar a un pobre infeliz para arrancarle el hígado. Pero para embaucar a M, y manipularlo para sus fines, el mayor de todos los retos era acertar con el peculiar sabor del producto. ¿Cómo saber cuál es el sabor del hígado humano?
De solo pensar en ello, de pensar que alguien podía disfrutar consumiendo el hígado de un desgraciado, le provocaba una repugnancia como nunca antes había sufrido y lo alejaba de ese misterio a enorme distancia. Además, salvo Muna Morrison (Taga) de acuerdo al incomprobable relato que circulaba de su última cena con foie gras, queso gruyere y fino vino blanco, y el delirante M, no sabía de nadie que reconociera haber probado el producto y que pudiera describirle su sabor, su consistencia.
En busca de una respuesta volvió al legajo inicial, el de la primera denuncia, recordó que en él se había dejado constancia de la convocatoria a un gourmet para que explicara ese raro asunto del foie gras, algo que ignoraba todo el cuerpo policial.

El experto, –relataba el informe–, atendió con total diligencia el pedido. La explicación se dio en la oficina más grande con la que contaban los detectives.
Se remontó al antiguo Egipto del que, dijo, subsiste hasta nuestro tiempo un grabado que muestra a una mujer dándole de comer higos a una oca. De Egipto pasó a Roma. Ilustró sobre el hígado de los higos, ese platillo que se sirvió por primera vez en alguna mesa romana allá por el siglo I antes de Cristo. Explicó que luego se consumió en muchas partes del Imperio Romano hasta que llegó a la Galia y los galorromanos se volvieron expertos en la preparación del hígado de los higos.
Sobrealimentar patos o gansos se volvió una empresa reconocida. El maíz oriundo de América se convirtió en el sobrealimento por excelencia junto a los higos. En Francia se desarrolló como verdadera industria.
El exquisito gourmet señaló que un hígado humano pesa alrededor de 1500 gramos, mientras uno de pato o ganso entre 300 o 400 gramos. Aun sintiendo una profunda repugnancia, especuló que el hombre debería usar apenas un tercio del hígado de la víctima para respetar las proporciones de la preparación de acuerdo a las mejores recetas de los mejores productores. Como él nunca había probado el sabor del hígado humano y no lo haría, no podía comprender cuan sabroso resultaría el foie gras producido de tal manera. Pero si hasta el día en que los detectives tomaron conocimiento de la horrible práctica nadie se había quejado y, por lo relatado por los policías, hacía ya largo tiempo que el hombre ejercía esta práctica, podía asegurar que el producto debía ser de muchísima calidad. Lamentaba que nunca un gourmet haya tenido la posibilidad de degustarlo porque lo hubiera comentado con entusiasmo y ese sería un dato inmejorable para la investigación.
Les recomendó no cerrar sus mentes a los nuevos sabores, disfrutar de la buena cocina, y se despidió de ellos exclamando en perfecto francés ¡au revoir mes chers détectives!

Estas referencias convencieron a Sigale que debía convocar de nuevo al experto. Como en aquella oportunidad, apenas lo contactó la policía, el buen hombre se avino a colaborar sin oponer reparos.
El jefe policial recibió al gourmet en su despacho. Trató de crear un clima agradable, de intimidad y no de intimidación, que el hombre se sintiera a gusto y protegido, no expuesto a alguna amenaza.
En todo ese tiempo transcurrido desde su primera convocatoria, el gourmet había envejecido, se lo notaba demacrado y fatigado. Había bajado bastante de peso y un leve temblor sacudía sus manos de manera constante.
Luego de los saludos de cortesía, aceptó de buen gusto el cómodo sillón que Sigale le ofreció para sentarse, pero no el café que le convidó. Al oler su aroma supo que estaba recalentado, algo inaceptable.
Quien comenzó la conversación fue el gourmet.
—Y ahora, ¿en qué puedo ayudarlos con ese asunto del foie gras?
—Mi querido señor, primero le agradezco en nombre de mi dependencia su concurrencia. Noto que sigue dispuesto a colaborar con nuestra investigación.
—Es poco lo que yo puedo ayudar.
—Tal vez.
—¿Encontraron al antropófago?
—No es por ello que lo convoqué. Si fuera así, no lo hubiésemos molestado.
—No encontrar a un criminal debe ser tan difícil para ustedes como para mí fallar en una cocción. Nadie sabe el espanto que siento cuando un plato no resulta como lo esperaba. ¡Mi Dios! ¡Qué horrible sensación me recorre el cuerpo! De los pelos de la cabeza, pocos como verá, hasta las uñas de los pies. Tremendo. Angustiante. Enfermante.
Sigale no le quitaba la vista de encima al hombre. No era que al gourmet le molestara la persistente observación que el policía hacía de su persona, pero hubiera preferido que mirara en otra dirección, no directo a sus ojos.
—Aquí lo sufrimos de un modo algo distinto –con total cinismo acotó Sigale–. Nos angustian que los crímenes queden impunes.
—La impunidad es un mal de la época.
—Justo por ello volvimos a convocarlo, para ver si usted nos puede ayudar a impedir que este siniestro criminal siga impune cometiendo crímenes aberrantes.
—¿Cometió otro crimen? ¡Qué horror! ¡Qué horror! No puedo creer que todavía no haya sido capturado. Lamento esta exclamación, no les reprocho nada porque entiendo que un tipo que es capaz de secuestrar a un hombre, mantenerlo cautivo, asesinarlo para extraerle su hígado y luego con ese hígado producir un foie gras, debe ser un ser muy peligroso. Pero muy peligroso. Seguramente inteligente. Dicen que los asesinos seriales suelen ser muy, pero muy inteligentes.
Sigale casi no pudo contener su risa. Se esforzó por mantener una actitud ceremoniosa, recatada. Dio unos pasos para acercarse al gourmet y luego se inclinó para quedar casi cara a cara con el pobre hombre, quien no pudo ocultar su incomodidad por la proximidad del policía que le echaba su aliento.
—¿Cómo debería saber un foie gras de la mejor calidad? –Sigale se incorporó y se apartó unos pasos del interrogado. El hombre meditó unos minutos su respuesta.
—Puedo reconocer qué sabor tiene el foie gras producido con hígados de ganso hipertrofiados. Pero no uno elaborado con hígado humano. No soy caníbal, no pertenezco al club de los antropófagos. Imposible saber qué usa para hipertrofiar el hígado de sus víctimas.
—Higos y champaña –Sigale le informó si perder un instante.
—Pero ¿qué higos? ¿Qué champaña? ¿Qué cantidades? –El policía balbuceó “qué, qué, qué”.
—Entiendo. Podríamos hacer una simulación.
—No lo entiendo.
—Supongamos que le proveo una cantidad de hígado de gansos alimentados con los mejores higos y la mejor champaña. Claro que usted nos sabrá indicar cuáles. No importa el costo. Tenemos partidas para gastos reservados, casos como este, que requieren de grandes esfuerzos y presupuestos más abultados.
—Pero no sabemos si el sabor del hígado de los gansos siquiera se aproxima al de los humanos.
—¡Es cierto! Pero obviemos eso, no nos preocupemos de ello. Solo queremos aproximar su producción para saber con qué tratamos, con extraño encantamiento ese criminal subyuga a sus víctimas. ¿Me comprende?
El gourmet bajó la mirada a dirección a sus zapatos. Pareció afligido, y así se sentía.
—La verdad que no lo comprendo.
Sigale pareció resignado, pero solo fue un gesto para inquietar el pobre hombre, quien empezaba a sentirse en malas condiciones.
—Lo entiendo, algo lo atemoriza. El miedo no es zonzo.
El gourmet no sentía miedo, sentía que estaba por vomitar. Su cabeza daba vueltas y una intensa puntada salió de su dedo gordo del pie derecho y se estrelló en el hemisferio cerebral izquierdo. Sus ojos se vaciaron, su boca dibujó un rictus espantoso, y un poco de baba comenzó a caer por su mentón.
Sigale no comprendió de inmediato qué estaba ocurriendo. Cuando el hombre se desplomó de su silla y cayó pesadamente al suelo, no dudó ni por un instante que el gourmet estaba sufriendo un ataque severo. Pidió auxilio a los gritos. En segundos, dos subalternos concurrieron en su ayuda.
No había otro médico más que Ricardo “El Pastor”, el forense, quien no hacía muchos minutos que había llegado a la dependencia. Él se dirigió al despacho de Sigale, llevado por los gritos del policía. Se quedó al lado del cuerpo del gourmet, mientras bebía su café quemado. Lo observó sin entusiasmo. Dio un largo sorbo, secó sus labios con la palma de la otra mano y miró a Sigale directo a los ojos.
—Lo mataste.
—No seas pelotudo. Revisalo, querés.
—Está más muerto que el tipo al que le acabo de hacer la autopsia.
—¡Revisalo por favor!
—Es un derrame cerebral. Se nota a simple vista.
—¡Dejame de joder y revisalo!
—Bueno, bueno, non calentarum, qué tanto. Vos lo matás y yo tengo que exculparte.
El forense se inclinó hasta el gourmet, le tomó el pulso.
—No hay pulso. Il ragazzo è morto… –Se incorporó y, mirando a los policías, les indicó que cargaran el cadáver y lo llevaran al subsuelo de la morgue.
Sigale se salía de sus cabales.
—¿Es todo lo que podés hacer, carajo?
—Qué querés que haga, no soy Jesús que dijo levántate y anda. No sé por qué te enojás conmigo, yo no lo maté, lo mataste vos.
Sigale no se pudo contener.
—Por qué no te vas a la reputa madre que te parió. –Salió del despacho enfurecido.
Ricardo “El Pastor” se encogió de hombros. Exclamó “la vieja hizo lo que pudo”. Los dos policías prefirieron mirar al muerto antes que al forense y ninguno de los dos se atrevió a decir una palabra.
—Carguen, muchachos. A pulso hasta la morgue. 


XVI. Voluptas 

Ricardo “El Pastor”, más que nadie, sabe que matar es fácil. Los seres humanos somos frágiles individualmente. Como especie, no. Por ello somos la especie dominante, la única que no se subordina a la naturaleza, sino que la moldea a su gusto y para su beneficio.
Pero el homicida no arremete contra la especie, no satisface su ego en el holocausto, como sí hacen los poderosos, capaces de aniquilar una nación si eso responde a sus intereses.
El homicida sorprende a la víctima que está desprevenida. La embosca en la noche, la asalta cuando duerme, la seduce para asesinarla. Brutalidad y encantamiento con el mismo objetivo, matar.
Hay crímenes burdos, salvajes, que al común de los seres les provoca espanto. Él, en cambio, cada muerto que llega a su mesada, es un objeto de observación científica. Ha visto muchos cadáveres, cientos. De niños, de adultos, de ancianos; de hombres y mujeres. Asesinados de las más diversas formas. Apuñalados, baleados, estrangulados, torturados o quemados. Y de otras muchas maneras.
El cadáver catalogado como FG N.º 1 era una rareza. Llegó a su mesa quirúrgica luego de ser retirado del terreno baldío donde se lo encontró. El forense, desde el mismo momento que lo observó en el lugar del hallazgo, presumió que el cuerpo había sido lavado y por ello hizo que su ayudante lo oliera. Estaba perfumado con una suave fragancia que él asoció a los narcisos amarillos que sujetaba en cada mano. Acicalar el cadáver es una práctica poco habitual en homicidas comunes, no en aquellos que ejecutan a sus víctimas de manera sofisticada. Aunque lo rebuscado no excluye la brutalidad. Pero no era el caso que debía estudiar. Había un halo de refinamiento, de provocativo cuidado en el tratamiento del muerto, que dejaba intuir un sentimiento tan poético como siniestro.
Depositado el cuerpo en la mesa de autopsia, los ayudantes de Roberto “El Pastor” procedieron a desvestirlo. El trabajo lo comandó el joven ayudante del forense, quien no dejaba de sonreír bajo ninguna circunstancia. Les reclamó que lo hicieran con mucho cuidado, sin romper las prendas. Desnudar el cuerpo respondiendo al mandato de “El Pastor”, llevó a los asistentes un buen tiempo. El forense no tenía apuro alguno. El caso demandaba la mayor atención y el mejor cuidado.
La ropa era de calidad y era seguro que había sido comprada para el rito. La talla era la correcta y, yaciendo sobre el meta de la mesa de autopsia, hasta los colores elegidos parecían ser los adecuados al aspecto del hombre. La ropa no mostraba manchas de sangre. El forense se convenció de que quien ejecutó a FG N.º 1, puso gran cuidado en el tratamiento del cadáver. En ese esmerado trato había un mensaje que no se podía obviar. La simple observación dejaba evidente dos señales extraordinarias, los narcisos en cada mano y el esmero en la vestimenta del muerto.
Cuando un homicida procede con tanta escrupulosidad, es porque aprecia su obra a la que eleva al pedestal de arte, y quiere que así sea percibida por los investigadores. Ricardo no pudo no remitirse a Thomas De Quincey y su “Del asesinato considerado como una de las bellas artes”.
Daba por seguro que al asesino no lo encontraría disertando en una Sociedad de Fomento para el Vicio, en el Club del Fuego Infernal, ni en una Sociedad de Supresión de la Virtud. Tampoco en una Sociedad para el Incentivo del asesinato. Aunque él sí podría pertenecer a una Sociedad de Entendidos en Asesinatos, sus conocimientos se habían nutrido de la observación juiciosa de los cuerpos de quienes fueron víctimas de homicidio.
Examinando el cadáver recordó que De Quincey en su ensayo se refirió a “distintas formas del derramamiento de sangre”. Él estaba ante una variante extraordinaria del crimen. Una forma de consumo de carne humana, de un órgano noble del cuerpo de un hombre que se usaba para producir foie gras. Como el de un pato, o el de un ganso, eviscerado para atender una mesa funesta y repugnante. Aún no podía asegurar el modo en que se había sobrealimentado a la víctima, lo supo mucho tiempo después, cuando llegaron los estudios patológicos de los restos encontrados en su estómago. Algo del excesivo consumo de la fruta de los filósofos, como se conoce a los higos, reconoció en las pruebas de los tejidos estomacales, aunque no fue lo único que se halló en la submucosa y la mucosa estomacal. El remanente de ese ungüento alimenticio, regado de jugos gástricos, le dieron la pauta de la presencia de componentes propios del jamón crudo. Lo de la champaña lo dedujo por sí mismo, no habría madiraje superior a la combinación de higos y jamón crudos que el de la champaña. Era lo que él hubiera aconsejado.
Al concluir cómo la víctima había sido alimentada, con el cuidadoso esmero de suministrarle los más sabrosos higos, jamón crudo y exquisita champaña, no le quedó dudas que esa muerte había sido ejecutada pensando en alguien muy especial. Alguien que sería la única persona que podría comprender cabalmente aquellas señales.
Esa creencia se consolidó cuando apreció la sutura con la que se había cerrado el gran tajo en el abdomen por donde se extirpó el hígado. Una verdadera obra de arte. Como Mr. Howship, él no tenía ningún prurito en hablar de la hermosura de esa sutura. La hizo fotografiar de todos los ángulos posibles, reclamó a sus ayudantes apreciaran el orfébrico trabajo del homicida.
El asesino utilizó una aguja curva e hilos cátgut de diferentes colores, obtenidos del intestino de ovejas. Una aberración exquisita. No debería resultar difícil encontrar quién produce esos hilos. Los prolijos puntos de sutura, uno al lado del otro, conservaban una distancia exacta entre ellos, tal vez dos milímetros. “Magnífico”, pensó sobre la sutura. Y se sintió algo menoscabado, dado que él solía dar largas y toscas puntadas para coser los estropicios que debía hacer en cada examen cadavérico. Sintió pena y dolor de tener que destruir tan refinado trabajo.
Cuando acabó de retirar la artística sutura, los asistentes introdujeron separadores para dilatar al máximo la abertura y dejar al descubierto la cavidad abdominal. La ablación del hígado revelaba la acción de un experto. Aquella cirugía resultaba artística, tanto o más que la asombrosa sutura externa. Era arte dentro del arte.
No tuvo dudas que quien retiró el hígado de la víctima era un experto y no cualquiera. Pocos cirujanos podían tener tales habilidades sobre la compleja anatomía del hígado y sus múltiples ligazones venosas, arteriales y nerviosas con el resto del aparato digestivo.
Y a pesar de que ese hombre había sido prisionero durante meses, los que permaneció vaya a saberse dónde hasta su muerte, el rostro de FG N.º 1 mostraba un estado de satisfacción que contradecía al horrible cautiverio al que fue sometido. El semblante de la víctima expresaba placer, auténtico deleite. Otra vez Quincey le dio la definición precisa, “voluptas”. Placer voluptuoso, satisfacción de los sentidos, encanto sensual, gozo sexual. Eso le sugería el apacible gesto en el rostro del muerto. Nunca sospechó que podía ser testigo de un hallazgo tan sorprendente.

XVII. Encuentro 

Otoño tibio. Invierno suave. El del encuentro entre FG N.º 1 y Melquíades lo fue aún más. Otoño de sentimientos, invierno de aproximaciones. Extraños sucesos en el espíritu de FG N.º 1 lo exigían en direcciones opuestas. ¿Huir? ¿Aceptar? El tiempo devoraba su vida y un oscuro enemigo roía su corazón. ¿Qué podía perder de aquel encuentro? Era un hermoso día. La noche lucía una negrura irreparable. Pequeñas luces fatigaban sus brillos.
No fue él quien detuvo la marcha, fue el pequeño caniche. Su mirada directo al refugio del extraño. Esa sería la última vez que obligaría el perro a seguir la marcha. También se detuvo y miró en la misma dirección. No podía ver a su acosador, pero él y Melquíades sintieron el estremecimiento de la aproximación. Melquíades disfrutó el aroma de la víctima elegida. Brutal mezcla de narcótico, afrodisíaco y psicotrópico. Una eléctrica excitación conmovió todo su cuerpo. Era el elegido, no tuvo dudas. Nunca había disfrutado de ese estado casi místico. Tal vez esa futura muerte tuviera la misma fuerza atractiva.
Como ocurría siempre al inicio del ciclo, en el momento prístino de la primera fase, su cerebro se contrajo hasta reducirse a una sugerencia de materia viscosa y por un orificio entre los hemisferios cerebrales, todos sus pensamientos, sus recuerdos, sus sensaciones, sus sentimientos, resbalaron por la médula ósea y cayeron en un agujero negro que no permitía escapar nada de él. Allí quedó aprisionado en su propia singularidad, en su propio espacio-tiempo. Era él en estado puro y nada de lo que lo rodeaba podía sustraerse a ese poder, ni siquiera la víctima seleccionada.
Nunca supo cuánto tiempo ocupó ese suceso inicial, pero supo que tocaba a su fin cuando toda su humanidad fue devorada por la fuerza gravitatoria de su introspección.
¿Percibió FG N.º 1 ese fenómeno sustancial? ¿Sospechó que aquella sensación única, esencial, era como hundirse en las oscuras tinieblas? ¿Eso rescató de su memoria los versos caóticos de las flores del mal?
FG N.º 1 jamás hubiera podido explicar por qué recitó aquellos versos, al tiempo que mantuvo la vista en aquella sospecha que expulsaba protones vivos que conmovían la intimidad de la sustancia humana que lo manifestaba.
—Tu mano se desliza en vano sobre mi pecho que se pasma, lo que ella busca, amigo, es un lugar saqueado por la garra y el diente feroz del hombre. No busques mi corazón; las bestias lo han devorado.
Un corazón devorado por las bestias, era un maldiciente anunció de una fatalidad en ciernes.
Melquíades, entonces, dejó oír su voz desde el refugio.
—Mon cœur est un palais flétri par la cohue; On s’y soûle, on s’y tue, on s’y prend aux cheveux! Un parfum nage autour de votre gorge nue! Ô Beauté, dur fléau des âmes, tu le veux! Avec tes yeux de feu, brillants comme des fêtes, Calcine ces lambeaux qu’ont épargnés les bêtes! (1)  Melquíades salió de su escondite, se reveló tal cual era. FG N.º 1 se embriagó con su imagen. Era una insinuación extravagante. Se sintió realmente feliz, aunque no pudo deshacerse del vigor sepulcral que emanaba de ese perturbado espíritu. Vivir o morir ya no era un dilema verdadero. 

XVIII. Haute cuisine 

Antonin Carême podía ser la solución. Los asesores de los mandos de “La Fuente”, hurgaron en la historia de la alta cocina, haute cuisine para los entendidos, y llegaron a Carême en quien creyeron encontrar una solución a las exigencias planteadas por Sigale sobre cómo inducir a M a retomar su delirio por el manjar francés. El histrionismo de M opacaría el hallazgo del cadáver despanzurrado y de cualquier otro que apareciera de manera repentina. Pero convencer a Sigale de que ese era la mejor opción, no era tarea fácil.
¿Carême? ¿Quién era ese fulano que promovían los asesores como la panacea al desafío que le proponía el hallazgo del cadáver de FG N.º 1?
Por primera vez, Sigale, dudó sobre la conveniencia de haber asesinado a Dixi, en vez de reclutarlo o recluirlo para sacarle provecho. Si hubiera podido reclutarlo, los favores de Dixi habrían sido generosamente recompensados. Si se negaba, unas largas sesiones de tortura lo hubieran convencido sobre la conveniencia de evitar horrores. Los verdugos de “El Sindicato” eran de los más crueles.
Dixi era un sabio, “El Oráculo”, como se lo llamaba. Su cerebro solo se podía comparar con el mejor software y el mejor hardware. Una máquina preciosa compuesta de billones de neuronas, todas activas y vigorosas. A través de él, Apolo, Atenea, Coeus, Hermes, Metis, Peitho, los dioses del Olimpo, hablaban. Incomparable. Pero los muertos no vuelven a la vida. Resignación.
¿Esos rufianes a sus órdenes que navegaban por horas en Google buscando la solución a su ignorancia podían ser confiables? El jefe policial era un escéptico por naturaleza y si había en algo que no creía, era en sus subordinados. Los consideraba alcahuetes, oportunistas, listos a traicionar apenas se les presentara la primera oportunidad.
Ellos le aseguraban que Carême, el rey de chefs y chef de los reyes, elaboraba un exquisito foie gras que formaba parte del legado gastronómico de la cultura francesa. Volver a aquella receta del siglo XIX, para hacerla degustar por M, podía ser la fórmula necesaria para poner a salvo el negocio del tráfico de órganos. ¿Dónde encontrarían la receta? En algunos de los cinco volúmenes de “L’art de la cuisine française”, cuyos ejemplares estaban en la biblioteca de Dixi, que había sido rescatada y puesta a buen resguardo por ellos.
“La Fuente” podía recrear hasta en sus menores detalles el encuentro de M con el frasco que contenía el sabroso foie gras.
Recordaba la historia, que leyó en el libelo que figuraba en el expediente de Taga. “Un niño pequeño que estaba muy cerca de Melquíades, olvidado por su padre, aceptó llevar la ofrenda hasta una mesa donde una señorita recibía mensajes y obsequios y un grupo de matones la rodeaba espantando a los fanáticos. El niño se acercó con tanta timidez, pero con tal candidez que sorprendió a la muchachita. Tal vez el rostro angelical del niño sosteniendo un bellísimo frasco de aproximadamente unos 500 gramos de peso, conteniendo un producto único, de un color inigualable, la conmovió realmente.
El niño extendió sus bracitos y dejó en manos de la joven el obsequio. Él le sonrió y ella le devolvió la sonrisa.
La muchacha observó con atención el frasco y cuando estaba a punto de descartarlo, tal vez considerando fuera peligroso, el propio M desde el escenario, mientras entonaba “O sole mío”, le reclamó con una seña de su mano izquierda el frasco, quizá atraído por los colores de la novedosa etiqueta, tal vez por la singular luminiscencia del foie gras que brillaba iridiscente. Uno de los matones subió al escenario y dejó en las manos de M el frasco. Al terminar la canción dejó el micrófono sobre el atril que estaba a un lado del escenario, abrió el frasco con ansiedad, hundió sus dedos índice y mayor hasta casi la mitad de la preparación, y llevó una buena cantidad a su boca. Su rostro se iluminó. Se pudo apreciar cuánto la saboreó, lentamente, demostrando que sus histéricas representaciones emboscaban un hombre que sabía apreciar y disfrutar de la buena cocina. Tragó el enorme bocado que había puesto en su boca. Un leve estertor recorrió su cuerpo y luego soltó una exclamación de felicidad que nunca antes se había escuchado de nadie que haya probado esa preparación. Era otro hombre, la mutación fue extraordinaria.
Convocó al niño al escenario, lo alzó por encima de su cabeza e hizo que sus fanáticos lo aplaudieran. En ese momento el comportamiento de M hizo recordar las imágenes de Mussolini celebrando ante una multitud. M y Mussolini comparten ese histrionismo desbocado que alimenta toda clase de prejuicios en cada uno de los asistentes al acto, hombres y mujeres que se van despojando de su individualidad para mutar en una masa ansiosa de extraordinarias revelaciones y milagrosas soluciones. Así el crimen en masa se vuelve ritual.”
No sería complicado encontrar un niño con las mismas características físicas de aquel. En el mercado de niños, varios de aspecto angelical esperaban para ser vendidos a quien más dinero ofreciera. Quitar uno de los catálogos de venta no presentaba un inconveniente. Después de todo, cada jefe supremo tenía el derecho de escoger uno o dos niños para su propia goce. Él no lo haría con ese fin, detestaba esa práctica aunque la propiciaba. Su cometido sería uno más modesto, engañar a M, usarlo para que, delirando por la exquisitez de ese producto de la “haute cuisine” en algunas de sus presentaciones, atrajera toda la atención posible, y el caso de FG N.º 1 quedara relegado al olvido, resumido en un pobre expediente policial. 

XIX. El Factor M 

Para la receta de foie gras de Antonin Carême, se debía proveer a los gourmets de “La Fuente” de hígados. Ellos dejaron establecido que en toda la historia de “haute cuisine”, aquellos eran de gansos sobrealimentados. Para embaucar a M, ¿cuál debía ser el origen de la materia prima? ¿Gansos u hombres?
Sigale no dudo, debía ser un hígado humano. Era lo que él llamaba “el factor M”, por Melquíades. Uno determinante.
No tomaría el riesgo de que M descubriera la falsificación. Los antropófagos son muy perspicaces, distinguen con facilidad las distintas carnes del cuerpo humano. Sabor, textura, consistencia, y buqué, tanto de músculos grandes como de pequeños, de glándulas carnosas o magras, de cada órgano noble. Estómago, riñón, intestinos, pulmón, cerebro, hígado, debían saber muy diferentes.
Suponía que el paladar de un caníbal no podía parecerse en nada al de una persona que ha pasado su vida mascando carne de vaca o cerdo. No por ello probaría carne humana, de ninguna manera. De solo pensarlo, su estómago se retorcía de asco.
Su atención no se concentró en el sabor, la textura o la consistencia de los tejidos a procesar, sino en su buqué. Un hígado sobrealimentado a higos y champaña debía tener uno muy peculiar. ¿Qué higos y qué champaña usaba Melquíades Ezequiel Odamxur para su producción? Ese era un dato muy difícil de suponer. El caníbal no dejó escrita su receta. El factor M resultaba determinante.
Los investigadores le informaron que había más de 700 especies de higos en el mundo. Supuso que cada uno de esos frutos debía tener su propio perfume. Y aunque para el humano corriente todos olerían más o menos igual, para el olfato de un antropófago narcotizado por el sabor de un foie gras producido con el hígado de un hombre sobrealimentado con higos y champaña, el aroma del manjar debía ser único.
Pero si ese producto se basaría en la receta de Antonin Carême, no debía, necesariamente, parecerse al de Melquíades. Podía ser diferente, pero debía ser tan bueno o superior a aquel que probó M luego que un angelical niño llevó hasta él para su gracia divina. Ese era un verdadero desafío.
A los investigadores de “La Fuente” se les presentó una inquietud. ¿Cómo podrían ellos producir un foie gras diferente al de Melquíades, de similar o mejor sabor, en el primer y único intento? Eso podía resultar imposible y, lejos de alcanzar el éxito en el intento, acabase por concluir en un rotundo fracaso.
Ramón Sigale consideró aceptable el planteo. Para elaborar diversas variaciones de foie gras, cada uno con alguna apreciable diferencia del otro, tipo de higos, calidad de champaña, tiempo de maduración, etc., se necesitaría más de un hígado humano. Debían ser órganos de hombres de mediana edad, sanos, a los que había que secuestrar, retener, sobrealimentar y matar. Todo un procedimiento que merecía una buena planificación y mejor resolución.
Suponiendo que el número de hígados humanos a utilizar para las diferentes elaboraciones (ensayo y error), fuera de doce, debían provenir de doce hombres diferentes. Doce secuestros, por lo menos, doce hombres en cautiverio, doce asesinatos por ablación del hígado, doce cadáveres que desaparecer. En verdad, para “La Fuente”, ese no era un problema. Pero Sigale asumía que conllevaba sus riesgos. Por ejemplo, ¿cómo acertar con los hombres elegidos? No tenía la menor idea cómo seleccionaba sus víctimas Melquíades Ezequiel Odamxur. Sobre este tema se hablaba generalidades. Que el olor secretado por el cuerpo del elegido era determinante para la selección, que la abundancia de feromonas producidas por las glándulas exocrinas resultaba en un poderoso estimulante que indicaba si el espécimen era el correcto, que la edad y contextura mediana eran fundamentales, que no debía ser ni pequeño ni grande, y sí muy sano. Hombres jóvenes pero maduros. No niños (jamás, hígados inmaduros), no muy jóvenes y mucho menos ancianos.
Estas elucubraciones acabaron cuando su propuesta llegó a otros Supremos. Demasiados riesgos para un beneficio menor. La ecuación costo/beneficio que regía los objetivos de “La Fuente”, como otras ecuaciones, debía siempre respetar reglas particulares. Lo que se obtenía, superar con creces lo que se arriesgaba. Un descalabro semejante ni siquiera se pensaba para el tráfico de personas y menos para el de órganos. Un verdadero desperdicio.
En su propuesta, Sigale no especificaba el modo de selección de las víctimas. ¿Cómo se iba a determinar qué espécimen era el apropiado para obtener un hígado sano para elaborar un exquisito foie gras? ¿Por las secreciones del cuerpo? ¿Un cuerpo algo hediondo equivalía a un hígado enfermo? Ridículo. ¿Por la sobre abundancia de feromonas? ¿Eso no conducía a una respuesta emocional más que a una determinación de la salud hepática?
¿De dónde surgiría la lista de posibles candidatos? ¿Secuestros de doce ejemplares seleccionados para luego someterlos en cautiverio durante una indeterminada cantidad de tiempo a la sobrealimentación con higos y champaña? Si de los doce, dos hígados no eran los adecuados, ¿se verían necesitados a secuestrar dos hombres más? ¿Y si en vez de equivocar en dos la selección, se fallaba en cuatro o en seis? No resultó para nada convincente. La propuesta no fue aceptada.
Uno de los Supremos más veterano sugirió recurrir a la morgue judicial o alguna otra. Las morgues están al alcance de la mano. Así dijo. Allí la selección podía ser mayor y un lugar donde abundaba el material requerido. Todos los muertos han de tener un hígado al menos. Eso era seguro.
Mueren jóvenes sanos todos los días. Unos porque su corazón se detiene sin explicación, porque fallecen en accidentes en los que pierden ambas piernas o brazos y se desangran, porque son decapitados por una máquina fuera de control, porque se suicidan mediante un disparo en la boca. Hay diferentes maneras de morir y muchas de ellas, si no la mayorías, no comprometen el hígado del difunto, que al cabo era lo que importaba.
En la morgue, bien conservados en el frío de las heladeras mortuorias, sus órganos no pudieron echarse a perder. Podía así obtenerse no doce, sino tal vez veinte o treinta, y ampliar el número de ensayos que fuera necesario para lograr un producto de calidad. Y en cuanto al proceso de sobre alimentación –cosa imposible de hacer con un muerto–, para obtener el sabor, la textura y el buqué que pretendía Sigale, los ingenieros químicos de La Fuente, podían crear los aditivos necesarios que permitieran llegar al mismo resultado por medios menos sofisticados que engullir a una docena de fulanos con higos importados del Mediterráneo, y saciar su sed con fina champaña francesa. 

XX. La perfección 

Cuando Ramón Sigale recibió el informe de la autopsia de FG N.º 1 estalló de ira. Sus gritos contra Ricardo “El Pastor” podían oírse en los pisos superiores tanto como los inferiores.
Pero el forense estaba en el segundo subsuelo, donde la morgue, por eso, no los escuchaba. Y si los hubiese escuchado, no le hubiera importado, lo habría ignorado como hacía siempre. Abominaba a Sigale. Lo detestaba profundamente. Cada vez que podía lo mortificaba.
Su mesa de autopsia estaba limpia y el cadáver de FG N.º 1 regresado a la cámara frigorífica. Sigale llegó echando maldiciones.
—¿No te dije que me llamaras cuando la autopsia?
Ricardo “El Pastor” dejó sobre la mesa algunas de las herramientas con los que despanzurraba los cadáveres.
—¿Para qué mierda te iba a llamar? ¿Qué carajo sabés de la ciencia forense?
—No tengo que darte explicaciones, pelotudo.
—Tengo la misma jerarquía que vos, no me faltes el respeto porque un día me vas a agarrar torcido y te voy a filetear en rebanadas muy finas.
—No vas a tener tiempo.
El forense tomó aire y sacudió su cabeza antes de responder.
—Querés ver la autopsia, mirá el video, ahí tenés todo lo que te puede interesar. A propósito del viejo que mataste en tu despacho, ¿dónde está el cuerpo?
Sigale se marchó sin responder. A medida que se alejaba se escuchó a Ricardo “El Pastor” quien lo llamo “soberbio hijo de puta”, insulto que repitió varias veces y en voz cada vez más fuerte.
—¿También te robás fiambres? –gritó a viva voz–. Es lo único que te faltaba.
¿Debía Sigale ignorar esa acusación? No iba a hacerse cargo de la desaparición del cuerpo del gourmet. No se detuvo, siguió caminando hasta llegar al ascensor. Hiperventilaba. Las venas de su cuello estaban hinchadas. También las de su frente. Líneas azules cruzaban el rostro y bajaban en dirección al pecho, oculto tras la camisa blanca. Se detuvo. Sus manos temblaban y un leve hormigueo hostigaba sus piernas. Sudaba en exceso, allí abajo no hacía calor. Por el contrario, el ambiente era frío y húmedo. Pero él sudaba en exceso. Su corazón palpitaba excitado. En ese instante hasta podía haber matado al forense. Todavía tenía control sobre su ira. Aspiró con fuerza y retuvo el aire todo lo que pudo. Repitió el ejercicio varias veces tratando de serenarse. Volvió sobre sus pasos, un par de metros, en dirección a la morgue. Luego gritó enfurecido.
—¡Si te falta un muerto seguro que salió por la puerta grande! ¡Los zombis no existen, imbécil! ¡Mandame el video ahora mismo, infeliz!
—¡Dejá de robarte cadáveres, hijo de puta! ¿Crees que no sabemos a qué te dedicás?
—¡Mandame el video ahora mismo, infeliz! –Sigale repitió el pedido ignorando la acusación que el forense le hacía.
Ricardo “El Pastor” lo ignoró. El video ya estaba en la base de datos. Aquellos que tenían acceso permitido, podían repasar todo el procedimiento.
Entre el jefe Ramón Sigale y el Jefe del cuerpo forense, Ricardo “El Pastor”, había una guerra declarada. Uno de los dos debía quedar en el camino. Ambos se prometían eliminar al contrincante.
En más de una oportunidad, Sigale llevó esta pelea hasta los supremos de “La Fuente”, exigiendo se tomara partido por él. Pero allí no encontró eco a su reclamo. Había una ley que no se podía infringir, nada de matar policías, eso traía graves consecuencias. Desde la fundación de “El Sindicato”, policías y sindicados compartían negocios. Nada de matarse entre sí. Sigale debía arreglar ese asunto por sí mismo. Era un hombre poderoso que manejaba muchos recursos del Estado. Había promociones a Congresos en el exterior. El ministerio de Justicia podía convocar a un experto en la ciencia forense como Ricardo “El Pastor” y liberar al jefe policial de su molesta presencia. Nada de eso aún había ocurrido. La lucha entre ellos se daba en todo lugar y todo momento, con mayor o menor intensidad. Pero el forense llevaba ventaja, era un completo cínico, alguien que desarmaba un cuerpo como si se tratara de un sencillo puzle algo ensangrentado. Eso le había dotado de un ánimo indestructible. La muerte ajena lo curtió como a nadie.
Para esos enfrentamientos personales, tanto la policía como “El Sindicato”, toleraban una pelea justa, que bien podía terminar con la muerte de alguno de los contendientes. Los hombres, las más de las veces, necesitan revalidar su hombría combatiendo a un oponente. Si uno moría a manos del otro, no había represalias entre ambas partes. Pero debía ser una pelea justa, supervisada por los más veteranos. No se admitía ninguna clase de trampa. Era a mano limpia, a suerte y verdad.

El crimen, como un néctar cálido y rojo, alimentaba su idolatría por la muerte.

El odio, instrumento de sus perversidades, no le impidió a Sigale apreciar en la filmación la perfección de la cirugía que explicó el forense en su informe escrito. En la pantalla habitaba el cadáver, depositado sobre la fría mesa de autopsia que lucía su brillo acerado.
La filmadora, que manipulaba un ayudante, recorriendo el cuerpo de la víctima, descubría pixel tras pixel, sus formas masculinas, desde los pies hasta los cabellos, el rostro exangüe y romántico y ese gesto de amor sin remordimientos, que al policía le provocaba una sensación inmunda difícil de disimular por mucho tiempo.
La voz de Ricardo “El Pastor” describiendo el procedimiento, se oía con claridad, aunque algo pastosa.
Ese muerto lo llenaba de dudas, era, ante sus ojos, una impudicia elaborada por alguien que solo buscaba su destrucción. Se negaba a aceptar que Melquíades Ezequiel Odamxur era el autor del crimen. El antropófago que admiraba a M por sus delirios, era tan solo una cita en un legajo.
Ese crimen era un embuste. Podían otros policías, o los indolentes fiscales, perezosos de completar unos pocos folios para no dar ninguna explicación creíble, suponer que el caníbal había regresado para cometer otra larga serie de crímenes y adular a BTK invocando su nombre e imitando sus dibujos. Pero él estaba convencido que todo eso era tan solo una puesta en escena.
La perfección de la sutura era lo único real en ese homicidio. El forense la describía con minuciosidad mientras el ayudante filmaba; su vista no dejaba dudas de que ese trabajo solo había sido posible de manos de un cirujano experto. Aunque Ricardo “El Pastor” cría que, en verdad, la sutura había sido realizada por una experimentada costurera, posiblemente una vieja, muy vieja, de esas de las que Favaloro dijo que aprendió mucho para perfeccionar las suyas en sus cirugías. ¿Por qué no un hombre? El forense consideraba que los hombres eran incapaces de ejercer una artesanía con tan extrema paciencia.
Sigale sospechaba que el uso de hilos cátgut obtenidos del intestino de ovinos, todos de diferentes colores, era una aberración que intentaba distraerlo de lo que era realmente importante. Cada punto de sutura, separado por precisos milímetros uno del otro, esa sí era una evidencia que no podía pasar por alto.
Siguiendo la filmación, entró en la cavidad abdominal del muerto. Su hígado había sido retirado con extremo cuidado. No se apreciaban desgarros en la vena porta, en la arteria hepática, ni el conducto hepático; todos habían sido cortados con evidente cuidado y luego suturados con similar tratamiento que el de la costura exterior.
La voz pastosa de Ricardo “El Pastor” describía luego el corte de los ligamentos, del drenaje linfático, de las inervaciones y otros procedimientos quirúrgicos. Pero ya Sigale no siguió el relato del forense, dejó de escucharlo y fue para él apenas un zumbido vacilante y molesto, como el de un moscardón moribundo, y no una voz humana. Sus sentidos quedaron fijados en la profundidad del abdomen, a través de la enorme abertura, adherido a ese vacío parcial de la cavidad abdominal.
Al entrar en un cadáver, sabía Sigale, nunca se está seguro de poder salir de él. La carne aprende a tender sus trampas. Es un vacío infame en el que no hay lugar para arrepentimientos y que ejerce un encantamiento sórdido. Su humedad, por cierto, escasa y fría, resultaba patibularia y reveladora. Allí la muerte impone su secreto amargor. Hurgar en la intimidad de un cadáver no equivale a caer en la madriguera del conejo.
Quitó la vista del abismo bermejo que se le ofrecía generoso para ponerse a resguardo.
Dejó de prestar atención a la pantalla y volvió a la lectura del informe forense. Se preguntó por la sangre. Fue dicho por Ricardo “El Pastor”, a poco de empezar la filmación, minutos después de las primeras imágenes. La sangre había sido drenada por completo. Por ello, el informe sentenciaba que FG N.º 1 no murió por la ablación de su hígado, sino por un sangrado, que se realizó por la arteria ilíaca externa. Por un orificio en esa arteria, conjeturaba el forense, se introdujo un catéter de drenaje. Era de suponer que la sangre fue recolectada en un recipiente o derivada directamente a un sumidero.
La muerte debió ser más o menos rápida y esa expresión de satisfacción que conservaba el cadáver, Ricardo “El Pastor” no sabía a qué atribuirla.
La ablación del hígado fue post mortem, cuando ya no quedaba sangre en los tejidos. Todo el procedimiento mostraba un anhelo ritual por la perfección, como si la víctima era merecedora de un tratamiento propio de un dignatario al que debía prepararse para su viaje al reino de los muertos.
En los once escritos anteriores no se descubrió un procedimiento como ese. “El Pastor” dudaba que este crimen hubiese sido cometido por el mismo homicida. Salvo que el asesino, el tiempo que no se supo nada de él, lo hubiese ocupado en perfeccionar los métodos para cometer sus crímenes. Tal vez buscara la forma de ser mencionado en una versión renovada de la obra de De Quincey. 

XXI. Captura 

Mediana talla, cabello castaño, ojos color ¿verde? ¿Celeste? Si esta era la descripción verdadera de Melquíades Ezequiel Odamxur, quien se reveló a FG N.º 1 podía no ser el mismo.
Ya Ricardo “El Pastor”, quien conocía detalles del libelo que el antropófago envió a una lejana repartición policial y leyó el legajo policíal que escribió la detective desaparecida, había advertido que aquel que se describió por entonces, no parecía ser el mismo homicida de este caso.
FG N.º 1 era un hombre de buena talla, de unos ochenta kilos de peso, algo más de un metro ochenta de altura, de acuerdo al estudio antropométrico del muerto que el propio Ricardo “El Pastor” había efectuado. Incluso sin vida, lucía músculos bien desarrollados y mostraba los pectorales y abdominales muy marcados. El forense no tenía ninguna duda que era habitué a un gimnasio y, por la zona en qué vivía, donde estos abundaban, no se debía tratar de uno muy alejado de su domicilio.
Manipular un cadáver de esas características, no es fácil para un hombre de talla media, de unos setenta kilos de peso, es decir, uno de tamaño y peso menor que los del muerto. O por lo menos, resulta una empresa muy difícil de llevar a cabo por las dificultades que impone ese movimiento.
Las mujeres que concurrieron en tropel a denunciar la ausencia de Melquíades, el apreciado compañero de trabajo desaparecido misteriosamente, no lo describieron como musculoso. Por el contrario, todas sus relatos hacían pensar en un hombre más bien delicado, alguien que no precisaba la exhibición de músculos trabajados y fuerza masculina para seducir, sino que su encanto provenía de su trato respetuoso y galante. Su actividad más encomiada era la de cocinar y no la de levantar grandes pesos o fatigar largas distancias en maratones.
Ramón Sigale tuvo en cuenta ese dato que le brindó el forense. Él era quien más estaba convencido de que el nuevo homicidio no había sido perpetrado por el enigmático asesino y antropófago serial, sino por alguien que buscaba, por entonces, que la policía y el sistema judicial, centraran su atención en otros aspectos de la muerte. El informe escrito del forense y el video que vio en repetidas ocasiones, reforzaron esa creencia suya.
Por lo tanto, el encuentro entre FG N.º 1 y quien se presentó como Melquíades, debió ser pacífico y de común acuerdo. No hubo violencia, el secuestro de la víctima no pudo ser realizado mediante la fuerza bruta, debió resultar de un embuste. O, aunque costara aceptarlo, fue un acuerdo entre las partes.
Dixi lo hubiera descrito con precisión. Siguiendo su peculiar modo de interpretar las relaciones humanas, hubiera basado su juicio no en la violencia sino en la atracción. ¿Amor? Difícil. El amor pertenece a una esfera muy diferente. La atracción comprende otros fenómenos que no se corresponden necesariamente con el enamoramiento.
El amor conlleva reacciones químicas, la dopamina desencadena cuotas de euforia, libera una energía reservada para tan especial acontecimiento. También libra pensamientos, deseos y sentimientos que hacen que el ser que ama se sienta en una dimensión extraordinaria.
La atracción es más bien sexual. Y el propio Ricardo “El Pastor” se inclinaba por esta posibilidad. FG N.º 1 encontró en quien decía llamarse Melquíades, un compañero atractivo el que compartir una o varias noches de sexo. A lo sumo, una agradable compañía. Si eso alcanzaba otro grado de compromiso, el tiempo lo diría. Estaba seguro de que la relación fue consentida.
Esa aprobación le facilitó al homicida su trabajo. FG N.º 1 debió aceptar la invitación para encontrarse en un lugar reservado, del que aún no se sabía su ubicación. Dixi hubiera sugerido que donde se llevó a cabo el asesinato no estaba en la ciudad, sino en las afueras, en un lugar que, por su lejanía y soledad, resultaba ideal para pasar una noche de sexo sin que nadie se percatara del encuentro entre dos varones maduros. Los prejuicios de la gente hacen que se preste mayor atención a relaciones que no se ajustan a los estereotipos sociales que a otras aceptadas socialmente.
No fue en el departamento de la víctima, eso era seguro. Cuando la policía ingresó allí, encontró todo en perfecto orden, y lo único extraño fue esa cajita sellada herméticamente, dentro de la cual yacía el pequeño cadáver del caniche toy muerto por asfixia.

Los encuentros iniciales entre ambos fueron tan intensos que, meses después, la invitación de Melquíades de ir juntos a un lugar especial, FG N.º 1 la aceptó sin reparos. La promesa era un fin de semana en un apartado pueblo, lejos del ruido de la ciudad.
¿La víctima nunca sospechó de la trampa? Imposible saberlo. El amigo que denunció su desaparición, negó saber que FG N.º 1 estaba en una nueva relación, aseguró que la víctima nunca le comentó que había trabado amistad con una persona a la que estaba viendo y con la que esperaba tener un vínculo más allá de lo amistoso o el sexo ocasional. Ese testigo afirmó que FG N.º 1 no era un hombre que podía establecer una relación con facilidad. Era muy reservado, incluso hasta tímido y un poco inocente. Creía en la posibilidad de encontrar a su edad un amor sincero. Eso lo volvía una criatura muy vulnerable. Amante de Baudelaire, podía recitar Les fleur du mal de memoria, y en su admiración casi atávica de esos poemas, siguió el rumbo fatal que el propio poeta insinuó del principio al fin de su obra. Los ideales frustrados, la melancolía, el tedio, la huida, la liberación, la salvación, la belleza, el arte, y finalmente la muerte.
Para Ricardo “El Pastor” esta descripción de la personalidad de la víctima, coincidía con sus especulaciones.
Un hombre se encuentra con otro hombre, una química poderosa los vincula, uno cree que además de atracción pueden generarse sentimientos, y el otro especula con la confianza para someterlo a su albedrío y luego asesinarlo. Nada de violencia. La víctima camina en dirección a su tumba sin percatarse nunca del peligro que lo amenaza.
Pero en este punto el forense estaba equivocado. Nadie engañó a nadie. Morir también puede ser un acto de amor sincero, y a través de la propia muerte, reunir aquello de lo que habló el testigo, los ideales frustrados, la melancolía, el tedio, la huida, la liberación, la salvación, la belleza, y el arte. Tal vez en una retorcida apreciación de la poética de Baudelaire se hallaría la explicación del tratamiento casi religioso del cadáver de FG N.º 1. La cuidadosa ablación de su hígado, el esmero en la sutura de venas, arterias y nervios, podía atribuirse a la búsqueda de la perfección mediante un homicidio y una forma imperceptible de ideal suicida. La poética francesa, la alta costura, la alta cocina y la muerte como obras de arte. Poétique française, haute couture, mort et haute couture. Baudelaire en el nacimiento, De Quincey en la muerte.
Hay un invencible anhelo por la prostitución en el corazón del hombre, del cual procede su miedo a la soledad.
Nada de esto le parecía absurdo a Ricardo “El Pastor”, por el contrario, le resultó atractiva la idea de considerar que la víctima y su asesino, expresaron su comunión artística, su unidad estética a través de una forma de muerte en la que se emboscó el misterio del arte. Era lo que él debía ayudar a descifrar para comprender el contenido real de ese simbolismo macabro.
Ramón Sigale hubiera estallado de furia de conocer estas divagaciones. Obsesionado con su seguridad y la de “La Fuente”, consideraba el crimen de FG N.º 1 una mera provocación carente de todo esoterismo artístico. Esta versión de Melquíades, muy diferente a la anterior, lo amenazaba no desde un frasco de foie gras sino desde una mesa de autopsia donde reposaba un cadáver que empezaba a dar muestra de incorruptibilidad de la carne.

Error al adjudicar a la captura la pura violencia. Ni como medio ni como fin. La seducción fue el puente de un hombre al otro.
En la comunión entre dos seres, ambos capturan algo esencial del otro y por ello salen de su soledad para transformarla en mutua compañía.
Ricardo “El Pastor”, hombre de memoria fotográfica, recordaba un párrafo del Fragmento N.º 4 adjudicado a Melquíades Ezequiel Odamxur.
“Abrevo en Thomas de Quincey, –se leía en el libelo adjudicado al caníbal–, él comprendió que el asesinato debe ser considerado como una de las Bellas Artes. La muerte de las víctimas no son un asunto de la moral reinante que siempre es hipócrita y pacata, sino un espectáculo digno de ser visto y disfrutado, una obra de arte que responde al buen gusto de unos pocos y selectos espectadores.”
FG N.º 1 debió compartir este punto de vista o, al menos, debió sentirse atraído por el concepto. Porque de seguro él fue también una víctima de esa moral hipócrita y pacata, que lo transformó en un hombre solitario, conviviendo con un pequeño caniche toy a la espera de un amor fortuito. La soledad es mucho más que la ausencia de una compañía. Es una forma de secarse hasta quedar reducido a una pasta cenagosa de frustración y pesadilla.
Pero si se especula como Thomas de Quincey, el asesinato como una obra de arte, en el homicidio como ejercicio de ella, la realidad penetra y se integra en fenomenal simbiosis como sustancia esencial. El mundo puede ser comprendido a través de la belleza de esa obra. En ese acto, una porción de la realidad queda definida en el trazo del pincel, en la nota dominante, en la palabra precisa, o el catéter penetrando la arteria para dejar fluir por él la sangre hasta agotarse.
En la muerte de FG N.º 1 este espectro del arte estaba presente. Para el forense, la suerte de la víctima era como una fuga a cuatro voces de Bach. La propia, la de Melquíades, la de Sigale y la suya. Y el tema principal, el que da origen y justifica la fuga, lo presentó el muerto, que los otros repiten a su tiempo y a su manera.
Fue FG N.º 1 quien los introdujo en la trama, cada uno portando su compleja textura contrapuntística. En la víctima surgía la cadencia que daba sentido al crimen, a la búsqueda y a la esperanza de castigo. Y como “contrapunctus XIV”, del Arte de la Fuga de Bach, los protagonistas se hunden en un suspenso intenso, un silencio terminal, inexplicable e inesperado.
Por ello, para el forense, comprender cómo se produjo el encuentro entre Melquíades y FG N.º 1, fue al principio un entretenimiento, pero luego fue el impulso de la búsqueda de una explicación racional. Él deseaba descifrar el enigma, al tiempo que descubría que Sigale quería ignorarlo y destruirlo. A él, el homicidio lo tentaba a zambullirse en un imaginario Aqueronte, para acceder al límite del infierno. Para Sigale, se trataba de traspasar esos límites infernales para que en el fuego se quemara toda evidencia del crimen y sus motivaciones.
¿Qué quería decirles FG N.º 1 con su muerte? ¿Qué quería el supuesto Melquíades que se supiese? ¿Qué esperaba Sigale permaneciera oculto? ¿Cómo haría él para entender la composición en su conjunto y no en partes aisladas? Las cuatro voces exhibían un contrapunto de extraordinaria intensidad. 

¿Cuántas noches pasó Melquíades semi oculto en la oscuridad? FG N.º 1 las había contabilizado a todas. Todas esas noches, a las veintidós horas con treinta minutos, se producía el encuentro. Para no faltar a la verdad, se debe atribuir al caniche el alerta en cada oportunidad. El pequeño perro quedaba paralizado, mirando siempre en la misma dirección, hacia esa mancha oscura que apenas agitaba el aire con su lenta respiración. Luego parecía gimotear, no llegaba a ser un suave ladrido, para nada. Era un delicado gemido como si tuviera la capacidad de percibir la maldad que se emboscaba en esa oscuridad.
En más de una oportunidad estuvo a punto de reclamar que se mostrara. ¿Cómo se lo hubiera pedido? ¿Mostrate? ¿Dejame verte? ¿Salí de ahí? Pero nunca se decidió. Conocía muchas palabras, pero no encontró ninguna para llamar al hombre que lo observaba noche tras noche y que el caniche atendía sin disimular su atávico temor. Hubo momentos en que FG N.º 1 se sintió monstruoso.
“Soy un insecto, o por lo menos lo parezco, por eso me observa, porque no soy más que un bicho”. Y esa sola idea lo llenaba de angustia.
Melquíades no lo contemplaba de ese modo. No escudriñaba a su víctima en busca de un exoesqueleto oscuro que pudiera crujir al golpearlo con un mazo o al caer patas arriba sobre la vereda producto de un fuerte empujón. Él reparaba en su anatomía, en su vientre, en la hipotética dimensión de su hígado. Si en ese mismo instante alguien le preguntaba qué veía en su presa, hubiese respondido “un hermoso ejemplar”. No estaba para nada equivocado. Lo era.
Posiblemente, la noche del encuentro fue Melquíades quien tuvo la iniciativa. “¿Querés verme?” Pudo haber preguntado. Si la víctima le hubiese atribuido algún valor al temor instintivo de su perro, no hubiera dudado y respondido “no”. No. Dos letras, nada más, que lo habrían alejado de la muerte. No ocurrió de ese modo. Por primera vez, en vez de obligar al animal a seguir la marcha, él se quedó expectante, anhelando conocer a ese que lo había acosado durante largo tiempo. Así que su respuesta tuvo que ser “sí”. También dos letras, pero de este lado del abismo, de donde no había modo de escapar.
La voz de FG N.º 1 debió sonar muy cálida, hasta amorosa. Era lo que Melquíades esperaba. También la del asesino debió ser encantadora. A él le preocupaba impresionar de la mejor manera a su víctima. Que ella lo percibiera atento y agradable. Sabía cómo simular esos atributos, así como podía fingir sinceros sentimientos. Con seguridad fue Melquíades quien entabló el diálogo primero, quien tomó la iniciativa. Ese intercambio entre los hombres fue el inicio de una simbiosis siniestra entre el cazador y la presa.
Cuando el homicida entraba en la etapa de captura, no solo su anatomía sufría ciertos cambios, sino que su psiquis cambiaba radicalmente. A esta fase criminal se le atribuían unos dibujos poco agraciados, que pretendían explicar métodos y objetivos del homicida, imitando pobremente los usados por el famoso BTK. Sigale los hizo circular profusamente entre sus subalternos, algo que no tenía explicación desde el punto de vista de la investigación. Las opiniones de policías de poco rango nunca eran tenidas en cuenta por los cuadros superiores.
Ricardo “El Pastor” rechazó por apócrifos esos garabatos, nunca creyó que pertenecieran al reputado antropófago.

El forense se impuso la tarea de conocer la vida de FG N.º 1. Creyó que esa biografía lo aproximaría más al homicida que los ridículos dibujos que Sigale repartía como estampitas poco santas. Era un hombre con una vasta experiencia policial y nada de lo que se le presentaba y en lo que se lo quería involucrar le parecía cierto.
Conocía la leyenda que circulaba en los departamentos policiales sobre un antropófago gourmet que elaboraba foie de gras usando hígados de humanos. Lo que conocía no le permitía suponer que el homicidio que investigaban se pudiera explicar por la reaparición del caníbal.
La duda sobre el verdadero objetivo y ejecución del crimen nació cuando vio el cadáver por vez primera, abandonado en ese promontorio de hormigón, simulando un altar. El cuerpo prolijamente acomodado, bañado y perfumado, la ropa limpia, el rostro de ensueño que conservaba aún en el frigorífico, en cada mano un narciso amarillo. Nada tenía demasiado sentido, menos que el propio Sigale dijese que esas flores pertenecían a una especie de narciso llamada Sion.
Los dibujos emulando a BTK acabaron por parecerle patéticos. No veía dibujos de niños a menudo, no tenía hijos ni sobrinos (él sí era un verdadero solitario), pero creía que ni un niño podía garabatear una hoja y que luego un experimentado policía de homicidios complejos pretendiera hacer pasar esos monigotes como la prueba gráfica de las elucubraciones de un asesino serial.
Por eso, la pregunta inicial a la que él deseaba hallar respuesta era ¿quién fue realmente el hombre al que se le impuso el nombre en clave FG N.º 1, víctima de un homicidio atribuido a un caníbal consagrado?

Baudelaire une a dos hombres como exóticos perfumes y ellos se consumen como flores del mal.

El amigo de FG N.º 1 que se presentó para denunciar su desaparición, fue quien le aportó a Ricardo “El Pastor” datos valiosos de la personalidad de la víctima. Fue en una conversación apartada del resto del personal policial. Entonces, Sigale, repetía fórmulas comunes a todo homicidio, intentando disimular la crucial importancia de la aparición de ese cadáver, en ese lugar y ataviado de manera ritual, llevando en cada mano narcisos amarillos de una variante que Sigale llamó Sion.
El hombre le confesó que el muerto era un solitario, un secreto enlutado bajo una piel inundada de sangre. Fue un niño solitario y en esa soledad forjó su personalidad. Careció de amor lo que lo hacía frágil. El amor es una sustancia efímera, es el enigma de una química que no produce la misma reacción en cada persona. Su carencia hace miserable al que sufre su falta y lo obliga a un permanente peregrinaje en búsqueda de un bálsamo reparador. Aprovecharse de él no debió ser difícil para Melquíades o quien fuera en realidad.
Esa personalidad solitaria, especulaba el forense, lo predispuso a aceptar vincularse a un hombre que tal vez pasó noches enteras contemplando a su víctima en la fase de pesca, sin que el elegido siquiera imaginara qué motivaciones tenía ese vouyer.
Pero el testigo no estaba del todo de acuerdo con esa especulación. Él creía que FG N.º 1 debió tener mucho que ver en la elección de quién sería su victimario, intuir que se trataba de alguien que lo podía ayudar a traspasar el umbral de lo razonable. Morir en circunstancias extraordinarias podía ser, a su entender, una manera de satisfacerse de un sentimiento inigualable, imposible de alcanzar por otro medio que no fuera el propio sacrificio. Y él, que lo había amado intensamente, incluso más que lo que FG N.º 1 podía retribuirle e incluso merecía, sospechaba que morir eviscerado fue el modo en que alcanzó el más intenso éxtasis, un nirvana hondamente perturbador que hizo que su sistema límbico estallara de emociones. Un esplendor primitivo pero íntegro, un orgasmo tan resplandeciente como mórbido, un néctar puro para una existencia brumosa. Solo alguien que pensara como él, que viviera a Baudelaire como él, podía haberlo abordado sin exponerse a un brutal rechazo. El encuentro con alguien que correspondía a una musa enferma con otra, gozando como él sin mentira y sin ansiedades, debió ser una fabulosa visión noche a noche, una conmoción entre pliegues de muerte, de ese Enemigo que roía su corazón y crecía y se fortalecía en la metamorfosis de un vampiro.
Luego de la melancolía de un ser solitario por naturaleza desde la infancia, aquello debió ser un acto supremo de coraje. FG N.º 1 necesitó esa muerte, como Melquíades ese crimen.
Ricardo “El Pastor” no pudo disimular su sorpresa por esa descripción.

Sigale no seguía la ascendente trayectoria política de M; no prestaba mayor atención a los políticos. Para él, todos los escarceos y enfrentamientos de los políticos oficialistas u opositores, era apenas escenografías obscenas del verdadero poder que sí conocía.
Pero había un runrún que circulaba por “La Fuente” que aplaudía las intervenciones mesiánicas de M. ¿Se ganaba sus simpatías? No se trataba de eso. Resultaba diferente y hasta divertido. Volvía sobre un discurso de fines del siglo XIX o principios del XX, cuando éramos llamados “el granero del mundo”, cuando el trigo se regaba con sangre. Y ese era el punto, la sangre. Sangre, grandes cubos colmados de sangre y lágrimas de los muertos.
A donde se dirigiera el pensamiento, la sangre lo diseñaba todo. Aquel canibalismo era algo primitivo o más bien poco disimulado. Ni imaginar asociarlo a la cocina gourmet, a la estirpe francesa de la alta cocina. Haute cuisine no era el puerto de llegada de aquellos comedores de carne humana. Carême hubiera agradecido no se asociara su buen nombre a los estragos de una oligarquía que amaba la manteca que tiraba al techo, al tiempo que unas famélicas muchachas europeas que, mientras eran violadas por todos los perversos muchachotes de la pandilla, estrujaban las tetas de unas enormes vacas que daban su leche para los pitucos sicarios de la Liga Patriótica.
Todo el conocimiento de sucesos históricos a los que podía acceder Sigale tenía una impronta sangrienta. Para él, la historia era una espiral que empezaba en lo más bajo con la muerte como razón, y ascendía a lo más alto hasta alcanzar la supremacía del crimen. Un ciclo permanente de la muerte a la muerte. Y M expresaba ese retorno al punto de partida luego de haber sido lanzado a la cúspide por el sabor narcótico del foie gras producido, supuestamente, con hígado de humano. Tal vez este era el secreto de que se asociara a Melquíades Ezequiel Odamxur a la conjetura de Collantz/Ulam y que debía también asociarse al delirante comedor de carne humana de M. Se haga lo que se haga, se busquen los caminos que se busquen, al final, siempre se obtiene el mismo resultado. De acuerdo a este razonamiento, la vida no era más que una transición entre dos muertes, se esfuerce el ser humano todo lo que se esfuerce, y busque los atajos que busque.
Sigale no conocía la teoría económica de la escuela austríaca que propiciaba M entre bocado y bocado de foie gras. Es legítimo asumir que incluso era muy probable que ni siquiera supiera dónde quedaba Austria. Las batallas teóricas sobre la teoría subjetiva del valor y la libertad de mercado, llevada a su extremo, no formaba parte del bagaje de conocimientos necesarios para ser un eficaz traficante de viseras humanas. Para él los nombres de Carl Menger, Eugen Böhm von Bawerk, Friedrich von Weiser, Murray Rothbard o Ludwing von Mises, no significaban nada. Pero intuía que el más cruel individualismo era el gran motor del negocio que regenteaba. El individuo rico y enfermo, cuyos órganos vitales caducan en poco tiempo, frente al individuo pobre y sano que, explicaba Sigale, malgastará sus preciados órganos consumiendo carne grasa, cerveza de mala calidad y fumando cigarrillos baratos. El individuo que no puede contener su lascivia y hurga en su indecencia nuevas sensaciones, frente a la niña o el niño impúberes aún, que él impone, lo satisfagan.
El valor de esas mercancías solo lo podía fijar el anhelo de obtenerlas. “Pago lo que fuera por lo que deseo”, dirá el enfermo, dirá el perverso. Aunque esas teorías sucumbían cuando por el control del mercado empezaban los tiros; no hay individualismo que detenga la trayectoria de una bala.
M hablaba del libre tráfico de órganos, de la compra y venta libre de órganos, y esa era verdadera música para sus oídos; era lo que realmente importaba. También de la compra y venta de niños.
Lo escuchó hablar de ello en un programa televisivo y quedó vivamente impresionado. Sin ser un acólito de M, comenzó a descifrar el encantamiento que este había tenido sobre el antropófago Odamxur.
Sigale imaginaba una gran pizarra con las cotizaciones. Luces intermitentes de variopintos colores que dibujan un índice bursátil de frescas y húmedas vísceras humanas. En luces de neón, edad, género, origen, completaban columnas de datos que iban cambiando sin cesar, mientras una horda de agentes de bolsa bramaba ofertando por uno u otro órgano que clientes enfermos, pero adinerados, requerían. Esa sí era una iniciativa que “La Fuente” debería apoyar sin vacilaciones. Lo sugeriría en alguno de los próximos encuentros.
No era difícil calcular los sin fin de problemas que se ahorraría la organización con el tráfico libre de órganos. Sigale adhirió a la propuesta de M en cuanto a que nadie debe ser impedido de lucrar sin restricciones con órganos propios o provistos por algunos de los parientes. La consanguinidad debería ser un requisito indispensable, por lo menos en las etapas iniciales del proceso de liberalización del mercado de órganos.
También debería producirse un dramático cambio sobre la trata de personas. Bastaría que un escribano (legiones de escribanos integraban “La Fuente”), dejara constancia de que una persona por su propio decisión, sin mediar coerción alguna y a cambio de una suma de dinero que ambas partes pactarían previamente, se ofrecía para ser vendida para el fin que fuere. Para el trabajo esclavo, o para la esclavitud sexual. El libre albedrío gobernaría todos los actos de la vida social. Lo individual, por fin, se impondría a las restricciones colectivas.
La trata de personas para el trabajo esclavo dejaría de ser una preocupación, porque una vez que el mercado laboral fuera completamente desregulado, una vez que no quedara letra sobre letra de los convenios laborales ni la larga lista de leyes protectoras de los trabajadores, la relación patrón-empleado se establecería con un sencillo contrato entre ambas partes, sin intervención de terceros, en especial de agentes sindicales o abogados laborales.
En cuanto a la trata de personas para la explotación sexual, como consecuencia del triunfo de la libertad de mercado, quedaría abolida como delito, porque el comprador podría sostener que la relación había surgido de la libre voluntad de las partes, y que la propietaria o propietario de su cuerpo, puede hacer con él lo que le plazca. Eso aliviaría a “La Fuente” de muchos gastos que debe asumir para coimear a policías, fiscales, jueces, políticos y todo aquel que tire la manga para permitir, o incluso colaborar, con el secuestro de personas.
El placer sexual no debía ser limitado. Aunque Sigale no era un estudioso de la historia, conocía las preferencias sexuales de los griegos esclavistas y a pesar de sus prácticas, todo el mundo occidental alaba la democracia esclavista ateniense. Erastes, erómenos, dioses orgiásticos, y el mundo avanzó hacia la trata de personas, todo bendecido por las nunciaturas de cada una de las religiones que los hombres poderosos inventaron para su beneficio.
Tenía muy presente aquella oportunidad en que “El Administrador”, dijo que en un mundo de miles de millones de habitantes, en el que más de dos mil millones son pobres o pobrísimos, la desaparición de unos pocos millones de esos hambrientos no inquieta a ningún gobernante y menos a sus ministros de Economía. Para esos mandamases, la eliminación de los pobres y desamparados contribuye a cierto equilibrio poblacional.
En lo que Sigale tenía alguna dificultad de imaginar una total liberalización, era sobre la trata de niñas y niños para la venta de órganos y para la esclavitud sexual. Cada día, más padres ricos de hijos con enfermedades, reclamaban órganos para trasplantes y así salvar la vida de sus vástagos. ¡Ellos merecían vivir! ¿Qué, si algunos cientos de miles de niños y niñas pobres eran reunidos en rebaños para entregar sus entrañas para que lo más rico de una sociedad pudiera sortear la trampa de la enfermedad que llevaban en sus genes? En cuanto a la pederastia era un mercado en franco ascenso y limitar sus beneficios le resulta una estupidez.
Pero no pudo encontrar ninguna opinión de M que confirmara sus apreciaciones. Tal vez la plebiscitaría y allí la gran maquinaria de los poderosos podría operar a sus anchas y obtener una victoria contundente. El “Sí, al libre tráfico de órganos de niños”, “Si a la venta de niñas y niños para el goce sexual de los pederastas” triunfaría sin repartos y luego, el Congreso, dócil a la voluntad popular, accedería a dictar las leyes que organizarían el mercado de manera justa, para que todo aquel que pudiera y lo mereciera, lucrara con tan extraordinarios negocios. Los hijos de los poderosos estarían a salvo de una muerte temprana y el futuro de una humanidad purificada ya no sería una quimera reducida a nostálgicos del Tercer Reich o las supremacías raciales que brotaban en el hemisferio norte como hongos luego de la lluvia. Y los hombres deseosos de carne impúber, ya no se verían obligados a satisfacer su deseo de manea clandestina.
Entonces la pasión que Melquíades Ezequiel sentía por M hasta podría tener una explicación fundada. Después de todo, aquello del libre comercio de órganos humanos, la compra y venta de la muerte, no estaba a gran distancia del consumo directo de carne humana luego de un elaborado y meritorio proceso de la cocina gourmet o de una no tan exigente. El foie gras de Melquíades, la repostería sangrienta de Leonarda Cianculli a la hora del té, las empanadas de Los 12 Apóstoles, eran parte de un menú que el eficiente capitalismo podía presentar al mundo como una elevación supina de su cultura gastronómica.
Los videos aportados por “La Fuente”, donde se grabó la reacción orgásmica de M al primer consumo del foie gras que un angelical niño le entregó, dejaba en claro qué complacía al político más publicitado de los últimos tiempos. Sigale reflexionó que de seguir M su ascendente carrera y alcanzar las máximas investiduras, bien podía “La Fuente” contactar a “El Jefe”, el alter ego de M, y proponerle la organización de rebaños capaces de suministrar suficiente carne humana para ofrecer variados manjares a un mundo hambriento de nuevas emociones. Un moderno feedlot de seres descartables. O un harem de niñas y niños de donde escoger el espécimen deseado.

Ricardo “El Pastor” volvió a la observación del cadáver de FG N.º 1 en varias oportunidades. Esperaba hallar en ese estudio minucioso, una pista que le diera alguna certeza por dónde avanzar en su propia investigación.
Sabía de cirugías, de suturas, del esmero de cirujanos por demostrar su elevada capacidad profesional. Pero nada de flores y las que mostraba el muerto en cada mano no podía ser sino un mensaje que él aún no alcanzaba a descifrar. Interesarse por “la variante Sion” como la llamó Sigale, era inevitable. Era un científico y su curiosidad lo gobernaba.
La búsqueda fue inútil, no encontró nada sobre la supuesta variante. Aprendió del Narciso trompón, de tubo largo, de tubo corto, doble, triple, ciclamen, verde. Pero “sion” ni una modesta descripción.
Supo que la flor de narciso puede representar el concepto de renacimiento y, vinculado al renacimiento, la esperanza. Le pareció coherente con el crimen que lo alucinaba. Renacimiento y esperanza se pueden asociar sin esfuerzo. Dixi hubiera aceptado esa posibilidad. Tal vez invirtiendo los términos de la ecuación, la esperanza conduce al renacimiento. Hay esperanza porque hay promesa de renacimiento. La esperanza resultaba el medio, el renacimiento, el objetivo. ¿El nexo entre uno y otro? La víscera extraída. ¿La cocina gourmet era el verdadero cometido de la ablación? No lo creía. Conocedor del submundo del poder, hubiese respondido sin miedo a equivocarse que en realidad aquello era apenas una pequeña evidencia del vasto mercado del tráfico de órganos que enriquecía a un muy reducido grupo de oligarcas. Pero sospechar no es demostrar.
¿Cómo habría descripto Dixi al caníbal? Era una pura especulación del forense, porque pensar como “El oráculo”, era un verdadero atrevimiento. Pero “El Pastor” se dejó llevar por su intuición. Según él, Dixi hubiera dicho que el antropófago era un ególatra consumado. La egolatría revela adoración por sí mismo. El ególatra crea su propio culto. Alimenta esa idolatría la soberbia, su vanidad obnubila su mente. Melquíades Ezequiel Odamxur era su propio sistema planetario. Sol y satélites orbitando rítmicamente alrededor del astro rey. Decenas de cadáveres insepultos de los que nunca hubo ni la menor pista alimentaban ese mito, hasta que apareció el que fue, con ceremonia, abandonado en un baldío, sobre un promontorio de cemento con un narciso en cada mano. Melquíades necesitaba la exageración para hacerse notar, decenas de crímenes nunca comprobados; la coronación de esa acción criminal, la exhibición de uno de ellos de manera teatral. Un hombre joven, sano, de buena talla, rostro sereno, limpio, perfumado y engalanado con dos bellos narcisos de intenso color amarillo.
Dixi hubiera afirmado que la obra del caníbal incurría en manierismo. Todo era rebuscado. La exageración aproximaba al homicida serial a una opereta de mal gusto. Finalmente, y de esto “El Pastor” estaba completamente seguro, no podía tratarse de la acción de un lobo solitario. Melquíades Ezequiel Odamxur era una construcción deliberada. Él, mejor que nadie, sabía lo difícil que es secuestrar, mantener en cautiverio, sobrealimentar a una persona para modificar su metabolismo, desangrarlo, someterlo a tan compleja cirugía, transportar el cadáver y, finalmente, depositarlo en un terreno baldío, cuidando hasta el menor de los detalles.
La mala imitación de BTK no se correspondía con la personalidad del supuesto antropófago ni de quienes pergeñaron el crimen. El forense nunca creyó que el homicida, individual o colectivo, y el autor de esos mamarrachos fueran los mismos. Otro actor se incorporaba a la escena con el seguro afán de desviar la investigación. Los pobres dibujos inducían a aceptar que Melquíades era un psicópata que solo buscaba trascender imitando a aquel asesino serial, ignorando aquel pasado del que nunca se supo demasiado. Pero Melquíades era una creación propia, un producto único, no una imitación.
De acuerdo a la investigación que comandaba Sigale, solo había que esperar que el asesino volviera sobre sus pasos para ponerse en evidencia y entonces atraparlo como se atrapa una mosca dentro de una campana de cristal. Desde que cientos y cientos de cámaras observan la ciudad día y noche, esta se había transformado en una verdadera campana de cristal que un ser anónimo, recluido en una secreta oficina, observaba con placer morboso. Las imágenes de alta calidad le permitían a ese semidiós oculto en un despacho de burócrata, analizarlas por un programa sofisticado suministrado por una empresa israelí, y en cuestión de segundos conseguir una completa descripción antropométrica de la persona observada. No solo se obtenía el rostro del perseguido, sino todos sus atributos físicos.
Ricardo “El Pastor” sabía del robo del cadáver del viejo gourmet muerto por un derrame cerebral en el despacho de Sigale. No comprendió el objetivo de ese robo del que supo minutos después de consumado por alguno de los policías que no profesaban respeto por el jefe Sigale. Sospechó que a ese cadáver le iban a extraer el hígado para experimentar los procedimientos que podría usar Odamxur. ¿Producir un foie gras? ¿Era eso posible? “¡Dejá de robarte cadáveres, hijo de puta! ¿Crees que no sabemos a qué te dedicás?” Pero en verdad no sabía a qué se dedicaba Sigale. No conocía su verdadera fidelidad. Algunos comentarios le habían llegado al respecto, pero siempre los atribuyó al encono que muchos de los integrantes de la fuerza tenían contra ese soberbio jefe. A todos los mandos policiales, se los vincula, siempre, con una u otra organización delictiva, porque así funciona el Estado.

Encontrar el significado de “sion” se volvió una necesidad si deseaba comprender qué significaba realmente la aparición de un cadáver que llevaba una flor de narciso en cada mano y al que le faltaba su hígado prolijamente extraído.
De joven fue un sesudo lector de la Biblia, y fue en ella que encontró la respuesta. Sion podía entenderse como la fortaleza que fue tomada por David. Una fortaleza donde habitaba la esperanza de un renacimiento. Y esa misteriosa fortificación sería tomada por un nuevo David, quien arrebataría esperanza y renacer a sus ocasionales amos.
Saber quién podía ser este libertador era casi imposible. Pero tuvo la certeza que quién o quienes dejaron el cadáver de FG N.º 1 en ese terreno baldío, enviaron una señal reveladora. El o los criminales advertían que iban por la fortaleza, como David, esa donde se cultiva la esperanza que da lugar al renacimiento. Esta deducción lo llevó al convencimiento de que lo que estaba en juego, era la lucha de facciones de quienes controlaban el tráfico de órganos. No asoció aún que esa disputa involucraba toda la trata de personas para la esclavitud labora, sexual y el abastecimiento de órganos para los inescrupulosos millonarios.
Como aprendió en su juventud, el capitalismo es un sistema en el que se puede gana dinero incluso de manera honesta. Y si esta era una verdad, lo era más que el principal origen de la gran riqueza era la deshonestidad.
El capital se hace con sangre. En la acumulación originaria está la muerte de millones. No hay en la historia humana ninguna fortuna personal o estatal, que no haya resultado de una épica matanza. Príncipes y reyes acuñaron sus monedas en el holocausto de generaciones enteras. El oro y la plata que deslumbran al ojo humano, llevan en la intimidad de sus moléculas la sangre de quienes murieron en los socavones para entregarlos a sus amos.
La gran pirámide Guisa en Egipto, los jardines colgantes de Babilonia, el coloso de Rodas, la gran muralla china, todas las maravillas del mundo antiguo y contemporáneo que manifiestan riqueza, fueron edificados con una argamasa cuyo ingrediente primordial es la carne humana.
Quién o quiénes fueran Melquíades Ezequiel Odamxur, eran solo una manifestación concentrada de esa historia. Una molécula de esa argamasa esencial. Su perversión no era mejor ni peor que tantas otras. ¿Acaso no lo habían escrito Arlt? Él dio testimonio de cómo se genera una inmensa riqueza. Prostíbulos, patriarcas prostibularios, usura, explotación de niños, mujeres, locos. El engaño como método y el látigo como remedio. Licitación de placeres en pos de la mejor oferta y la guía del hedonismo será la prostituta de nombre Máscara. Habrá un dios, un adolescente hermoso, o tal vez un niño capturado y criado para la representación, una criatura que tenga un rostro extraño simbolizando el sufrimiento del mundo.
Sabría tiempo después, poco antes de su asesinato, de la división denominada “Fetichista”, anteúltima fase homicida, muy especializada, que conservaba algunos “especímenes” para fines extraordinarios. Cuando tomó conocimiento de su existencia, creyó que en ella se seleccionaban hombres y mujeres de características inusuales, seres perfectos, que poseían las proporciones ideales de acuerdo al esquema de Vitruvio, además de rostros hermosos y singulares. Luego descubriría que en realidad se trataba de un corral de crianza, donde se reservaban niñas y niños de inusual belleza, pequeños investidos como deidades, corderos de dios destinados al sacrificio, quienes resumían en sus carnes el verdadero sufrimiento de la humanidad sometida.
“La Fuente” no buscaba originalidad, sino riqueza. Esa era la fortaleza que otros, todavía “El Pastor” no podía saber quienes, se proponían capturar no para salvar a la humanidad de esas aberraciones, sino para usufructuarlas en su provecho. 

XXII. Hablemos 

¿Saber cómo fue el primer contacto, las primeras palabras? Pura especulación. El hombre que puso al corriente a Ricardo “El Pastor” la personalidad de FG N.º 1 escribió un hipotético diálogo entre víctima y victimario. Asumía que una simbiosis espectacular los unió en un mismo destino. “El Pastor” no alcanzaba a convencerse de esa posibilidad, pero debió rendirse ante la especulación por su ignorancia tanto de la vida del muerto como las motivaciones verdaderas del homicida.
El punto de partida era la soledad, el estado solitario que su antiguo amante padecía desde sus años de infancia. El forense creía que debió ser abusado de niño. Si ocurrió, él no lo sabía. Nunca hablaba de su pasado.
¿Habría de él una foto tomada en la infancia? El amante no la tenía. Sí, algunas fotos digitales, pocas, no más de tres o cuatro, de sus últimos momentos en pareja. ¿Por qué tan pocas fotos? Porque al separarse, rabioso, borró la mayoría de ellas. Luego se arrepintió, pero no pudo recuperar ninguna.
No había familia a la que recurrir. ¿Muertos? El hombre no lo podía asegurar. FG N.º 1 no hablaba de ella y, si lo hacía, era solo para maldecirla. Padre y madre, una desgracia. Eso era todo lo que confesaba. ¿Hermanos? Nunca los declaró. Estaba solo. ¿Su trabajo? Era decorador, pero no conoció a algunos de sus clientes. Era muy reservado, propio de alguien que está siempre a resguardo de un ataque inesperado.
La relación terminó una noche en la que no ocurrió nada especial. Comieron, bebieron y luego se miraron a los ojos. Su mirada había cambiado. ¿Ya habría conocido a quién sería su homicida? El hombre no lo creía. FG N.º1 era fiel. No andaba con trampas. Simplemente se acabó. Así se lo dijo. “No te quiero más”. Eso fue todo. No tuvo más opción que tomar sus cosas y marcharse.
“El Pastor” dudaba sobre la importancia del supuesto diálogo entre Melquíades y su víctima. Pero el hombre insistió en considerarlo. ¿Por qué? Porque así fue entre ambos cuando se conocieron. En realidad lo que le estaba ofreciendo al forense era una versión alterada de la conversación con la que comenzaron la relación. El hombre intuía que el diálogo que entablaron la noche en que se conocieron, no pudo ser muy diferente al que ambos tuvieron.
El texto era breve, algo difícil de leer y comprender. Se trataba de un manuscrito. La letra era pequeña, muy prolija. La caligrafía remitía a un hombre prolijo y sereno al que no le temblaba el pulso y no garabateaba ninguna letra. Si hasta daba pena ajar el papel donde escribió esa confesión sobre la vida de ambos. La redacción comenzaba citando versos de “Las flores del mal” de Baudelaire. El poeta francés era una presencia constante en aquella historia de muerte. “El Pastor” lo leyó muchas veces. No supo qué decir al cabo de cada lectura.

Lectura N.º 1

Si la violación, el veneno, el puñal, el incendio, todavía no han bordado con sus placenteros diseños el canevás banal de nuestros tristes destinos, es porque nuestra alma, ¡ah! No es bastante osada.

¿Quién ante el amor osa hablar del infierno?

¿Vamos? ¿Para qué? ¿Cómo para qué? Sí, para qué. Me imagino cómo estás y para qué querés juntarte… No sé a qué te referís. Yo sí sé. Si sabés, decilo. Para cumplir tu destino. ¿Cómo sabés de mi destino? Vos sabés bien, no podés esconderlo. ¿No? No. Estás obsesionado, ¿cuántas veces nos conectamos solo con la sospecha de una proximidad? La soledad moldea nuestras vidas, al menos la mía. ¿La tuya? Nuestras posibilidades, nuestro futuro. Mi posibilidad, mi futuro. No ver eso es de necios o ignorantes, así no vale encarar lo que viene. ¿Qué futuro tenemos? No tenemos futuro. ¿Cómo sabés? ¿Tenés la bola de cristal? No hace falta, basta con presentir un poco y sacar conclusiones. Evito las conclusiones. ¿Sabés cuánto hace que esperaba este momento? Sí. Creés que sabés, pero no. No me refiero a días, semanas o meses. Me refiero a casi una vida, desde que me apartaron. Lo sé. Sé todo de vos. De acuerdo, seré más respetuoso. Siempre exagerando. ¿Así esperás que anhele estar con vos? ¿No es una buena fantasía? No es un sueño. Es una fantasía. No es gracioso… Explicame por qué sigo sin entender qué me querés decir. Cuando estemos juntos, lo vas a entender. No me interesa entender, solo soñar. ¿Te gustan las flores? ¿Flores? Sí, amarillas, rojas, azules. ¿Soñar y luego sentir el aroma de flores multicolores? Una posibilidad. Recrear una idea, acceder a una forma, imaginar un ser surgido del azar, un ángel, un imprudente viajero. Un condenado. Lo estamos, somos monstruos viscosos. No, no somos monstruos, nuestros corazones son espejos, tienen sed de espejos y en ellos nos refugiamos. Solo quiero morir al borde de la eternidad. Amar y morir siempre es al borde de la eternidad. 

XXIII. La fotografía 

Ramón Sigale, alto dignatario del sistema de seguridad, Jefe de una sección de Inteligencia y Contra Inteligencia, un “peso pesado” como gustaba se lo reconociera, estuvo al borde de un ataque de pánico. Pasó por todos los síntomas de ese trastorno. Su corazón palpitó descontrolado, sudaba y sus manos temblorosas dejaron caer una cartulina que extrajo de un sobre tamaño A4 que llegó a su nombre. Tuvo escalofríos y luego náuseas. Sintió que moría. Pero su miedo no tenía origen en una fantasía o en una situación estresante. Hombre acostumbrado a momentos de brutal tensión, nunca había conocido ni fatiga ni temores por los casos en que debió actuar.
Del sobre que abrió despreocupado, ignorando qué contenía, extrajo la foto del cadáver de FG N.º 1. Se trataba de una toma perfecta, cenital, muy bien iluminada, de alta calidad. Nadie que viera esa foto hubiera creído que se trataba de un muerto. Tenía ese gesto de placer que él mismo percibió, apenas reparó en el rostro del cadáver, su ropa impecable, las flores en las manos adornando el cuerpo de manera surrealista. Parecía una puesta teatral y no una escena de crimen.
No tuvo dudas que fue tomada en el mismo lugar donde hallaron el cuerpo. Nadie que no fuera de su repartición, mientras él estuvo donde el muerto, tuvo acceso al lugar. La foto no pudo ser obtenida sino por alguien del cuerpo policial. Tomó conciencia de una traición que nunca esperó.
Se alegró de que nadie presenció ese episodio de miedo visceral que lo afectó profundamente. Dejó pasar unos cuantos minutos. Tomó aire muchas veces, tratando de que ese ejercicio de inhalar y exhalar le permitiera recuperar algo de calma. Luego pidió todas las fotos del muerto que fueron tomadas en el terreno baldío. A los pocos minutos un subordinado suyo le entregó un paquete con las fotos impresas. Le indicó que las versiones digitales también estaban archivadas en la base de datos del Departamento. Podía corroborar que eran las mismas y, como tenían impreso el día y la hora en que fueron tomadas, más un número que la cámara digital asignaba a cada una, no quedaba duda que esas eran todas las tomas obtenidas ese día. Agradeció la entrega y ordenó al mensajero que se retirara.
Las revisó todas, no una, sino varias veces. De la número uno a la número cincuenta. Luego de la cincuenta a la uno. Una y otra vez, una y otra vez. Ninguna de ese medio centenar de fotos coincidía con la que le había llegado en el sobre. No podía deducir cómo había sido tomada esa fotografía.
El cadáver había sido retratado desde un plano cenital, algo que le parecía imposible, salvo que el fotógrafo dispusiera de una manera de alcanzar la altura conveniente para obturar la cámara con toda precisión. Debió usarse un elevador, un andamio o una escalera, aunque sobre el muerto no había ninguna sombra que delatara el uso de algunos de esos complementos. La perpendicular era perfecta.
Convocó a su ayudante, que fue quien recogió el sobre en el correo institucional. Apenas el muchacho entró a su despacho, lo encaró con cierta violencia. El joven no pudo disimular su temor.
—¿De dónde vino este sobre?
—Es correo institucional, llegó de una dependencia policial.
—¿Cuál?
—No lo sé, señor.
—Averígüelo ahora mismo.
—Sí, señor, sí, señor. –El muchacho salió del despacho casi corriendo. Regresó al cabo de unos pocos minutos.
A Sigale le costó asimilar esa información. El sobre provenía de una lejana dependencia en el norte del país, una pequeña comisaría de un pueblo aun más pequeño. Se trataba de la misma que recibió tiempo atrás la supuesta confesión del asesino serial. Estuvo a punto de abofetear al mensajero. Algo en su cerebro le indicó que esa era una estúpida decisión y por ello logró contenerse. Ese pobre joven asustadizo no tenía ni idea de qué se trataba todo eso que ponía al borde de un ataque de furia a su encumbrado jefe.
Sigale gritó a viva voz.
—¡Convoque a toda la dependencia a una reunión ahora mismo! –El muchacho estaba azorado. ¿Él, un secundón entre todos los uniformados, un pinche, apenas un aspirante, iba a convocar a una reunión plena? Con seguridad, su expresión de pánico hizo comprender al jefe lo absurda de su orden.
—Yo llamo al personal. Tráigame un café y luego vuelva a su office, no hace falta que venga, no lo preciso.
—Sí, señor, como diga.

Nadie tardaba en obedecer una orden de Ramón Sigale. La desobediencia tenía consecuencias funestas para el personal. En minutos al despacho del jefe llegaron todos los subordinados.
—¿Dónde está el médico forense?
—No está en el edificio, señor.
—Pregunté dónde está, no donde no está.
—Hubo un homicidio que le fue asignado por la jefatura. –Respondió un oficial.
—Llámenlo, quiero que venga ahora mismo.
—Sí, señor.
—El fotógrafo forense, ¿dónde mierda está?
—Con el médico, señor, cubriendo el mismo caso.
—También que venga. ¡Rápido!
—Sí, señor.
—Los quiero a todos acá, todos se quedan esperando que vengan nuestro artístico fotógrafo y buen pastor para que nos eche un rezo para calmar los nervios. –A nadie le causó risa el comentario.
Alguien preguntó “¿podemos sentarnos?” Un seco y lacónico “no” se oyó por toda respuesta. Ricardo “El Pastor” y el fotógrafo, tardaron casi treinta minutos en llegar. Viajaron juntos en un patrullero.
El oficial que fue a recibirlos les advirtió del mal ánimo del jefe. Los hombres saludaron y se quedaron de pie junto al resto del personal. “El Pastor” evitó todo comentario que desatara una inútil discusión.
Sigale les ordenó que formaran una fila y de a uno se acercaran a su escritorio y observaran con detenimiento la fotografía que había recibido. Al fotógrafo le ordenó que esperara el último turno. Todos obedecieron. Luego del forense, el fotógrafo permaneció largo rato mirando el retrato.
Las venas del cuello de Sigale querían salirse de la piel. Estaba rojo de ira y luchaba por controlarse.
—¿Me puede explicar esta foto?
El fotógrafo lo miró a los ojos y le sostuvo la mirada a su jefe.
—No puedo.
—¿Por qué no puede?
—Porque yo no la tomé. No tomamos fotos desde planos cenitales porque no es posible. No nos importa el retrato, nos importa el crimen. Fotografiamos pedazos de cuerpos, cabezas rotas, ojos desorbitados. Lo nuestro no es el arte, y esta foto es muy artística.
—Y entonces, ¿quién tomó esta foto?
—No lo sé. No tiene hora, ni fecha, ni numeración. No es una foto tomada con la máquina de la repartición. Es más, por la calidad, parece una cámara digital DSLR, probablemente una Nikon D780.
—Ahá, ¿y?
—¿Y qué?
—¿Cómo puede ser?
—Lo ignoro jefe. Más quisiéramos tener una de esas.
—Usted que es un artista, explíqueme cómo se pudo tomar esta foto.
Ricardo “El Pastor” pidió hablar.
—¿Tiene algo que decir, doctor?
—Por ahí se tomó con un dron.
—¿Con un dron? Una grande, imagino.
—Sí, claro. Uno bien grande.
Sigale creyó que el forense le estaba tomado el pelo.
—¿Tenés ganas de joder, doctor?
—A vos, siempre. Pero hoy no es oportuno. No te la agarres con quien no debés. Esta foto no la tomó tu personal. Alguna vez tratá de no escupir para abajo. Tampoco escupas al cielo porque te va a caer en la geta. –Sigale supo contenerse, tomó aire y esperó para seguir hablando.
—Así que un dron.
—Sí, uno grande. El mundo ahora está lleno de drones. Cuando tengas tiempo pedí que te presenten uno, así aprendés algo. –Sigale, a pesar del comentario, no perdió la calma. Solo “El Pastor” podía desafiarlo sin temer consecuencias.
Nadie pudo saber cuánto duró el silencio luego de las últimas palabras del forense. Fue denso, oprobioso. Sigale comprendió que a partir de esa fotografía, todo lo que hiciera, si no era muy cuidadoso, se le volvería en contra. Por primera vez en su vida se sintió desprotegido. Pensó ¿qué vendría después de esa foto? Intuía que nada bueno.
—Quiero dos oficiales de alto rango que se hagan cargo de averiguar quién tomó esta foto. Si no están disponibles en nuestra dependencia, soliciten a Complejos, personal experimentado. Que vayan a la comisaría que la reenvió a nuestro Departamento, que averigüen todo lo posible. Huellas, ADN, mensajero, mensajera, puto, lesbiana, quien carajo fuera. No me importa el género, quiero el grupo sanguíneo para la transfusión que va a precisar si le pongo la mano encima. Que no vuelvan con las manos vacías. Quiero datos y pronto. Que viajen esta misma noche a ese pueblo. No quiero que se pierda tiempo. Ya mismo redacto la orden a la Superioridad para que disponga. No quiero dilaciones, no quiero errores. Quiero respuestas.

Todos buscan respuesta a muchas preguntas. Nadie en el mundo pasa por la vida sin cuestionarse más no fuera una vez, algo que lo inquieta, lo angustia, le da temor o lo confunde. Todo esto le ocurría a Sigale por aquella foto. Pero hombre de experiencia, trató de deducir quién podía estar detrás de esa maniobra y volvió su mirada sobre los derrotados de “El Sindicato”. ¿Quién más que ellos podían haber realizado esa operación? Pero una sospecha no siempre se puede despejar. A veces lleva mucho tiempo. La ciencia sabe de descubrimientos teóricos, los que fueron corroborados por la práctica científica muchos años después de enunciados.
Nadie de la vieja guardia se haría cargo de la provocación. Todos se excusarían con pretextos hasta ridículos, sabiendo que eso desquiciaría a Sigale. Aquellos viejos disfrutaban fastidiar al jefe.
Poner en conocimiento de Los Supremos su inquietud, su angustia, sus temores, no era para nada aconsejable. Vacilar en la organización equivalía a morir en cuotas. Empiezas a morir, apenas abres la boca y te sinceras, y a partir de entonces todo lo que logras es hundirte más y más en el ostracismo.
Los comedores de carne humana no discriminan a quienes devoraran para satisfacer sus ambiciones y para sostener en ritmo creciente sus ganancias. El dinero es sangre y se disfruta con plenitud cuando es acuñado por la muerte. No es una metáfora, es una verdad capitalista. Dime cuánta sangre ajena has derramado y te diré la dimensión de tu fortuna.
Por ello, Sigale optó por usar al cuerpo policial para cubrir sus espaldas y no informar a “La Fuente” de la aparición de la fotografía, aunque en lo más íntimo de su persona sabía que la organización, más tarde o más temprano se enteraría de lo sucedido. Cuanto más tarde, mejor. Sin dudas.
¿Fue un error mostrarla a todo el personal? Sí, lo fue. Un secreto solo es posible de conservar como tal por una sola persona. Si dos comparten un secreto, la infidencia ocurrirá más temprano que tarde. En alguna oportunidad y por razones incluso banales, alguno de los dos acabará por hacer público lo que debía permanecer oculto.
En esa reunión convocada sin reflexionar, sin medir las consecuencias, hubo por lo menos una docena de testigos. Sigale sabía que cada uno de sus subordinados era un potencial alcahuete y eso sin tener en cuenta al forense, enemigo declarado, quien podía usar el incidente para perjudicarlo.
Debía dejar pasar el tiempo, tratar de que todo quedara en el olvido, la amnesia es una virtud de los que desean sobrevivir a pesar de todo y se alimenta de distintos temores. Luego, sin demasiado detalle, daría una explicación sobre la desaparición de la fotografía, aunque esa revelación resultara absurda. Los subordinados no discuten lo que el jefe afirma, aunque la explicación sea estúpida y ellos mismos deberían comportarse como imbéciles para aceptarla. Obedecen y guardan como pueden sus desavenencias tratando de sobrevivir y no provocar la ira del mandamás.
Pero la discreción sobre la aparición de aquella foto no estaba en sus manos, sino en las de quién o quiénes la hicieron llegar a aquella pequeña comisaría de un pueblo aún más pequeño.
Hombre avezado, sospechaba que no podía ser la única de que dispondría su enemigo, y al poco tiempo del primer envío, esa sospecha se tornó real.

En el infierno no hay diablos, solo hombres. No arden los condenados consumidos por llamas eternas. Son los hombres los que devoran a los hombres. Y si llevan dentro el diablo solo es posible luego de devorar a un hombre. La mujer es impura y por ello nunca fue aprovechada en esa empresa. Su carne solo enloquece, los hombres tornan en cerdos posesos que embisten contra todo sin tener freno alguno, movidos por una lascivia indescriptible.
Sigale lo creía firmemente. Melquíades podía ser una fantasía, una proposición perversa surgida en un porquerizo improvisado cuando los habladores podían inventar cualquier historia. Pero allí estaba M, triunfante, asistiendo al razonamiento de Melquíades. Él vino a liberar los demonios que habitan en cada hombre. El pueblo lo elige y entonces se humilla ante él que promete milagros que ningún otro podría prometer. Anuncia que extraerá riquezas de las piedras, multiplicará los peces en un mar sin vida, multiplicará los panes en un desierto donde no crece el trigo, no perdonará las deudas ni a los deudores, y derramará un mágico narcótico que hará ver bello lo que es horrible. Todo se sumergirá en un gran fuego sin otra autoridad que su calor. ¿Eso no sería triunfal? Así promete mientras va de la mano de su propia María Magdalena, seguido de una piara de jóvenes que rompen sus rodillas al pasar tantas horas venerando a ese nuevo mesías. M es la letra. Melquíades, Mesías, M. El factor M se impone.
Luego, antes de la perdición, hará arreciar los mastines. Vendrán en número de cuatro y los llamará mis hijos. Será su pastor, y establecerá con ellos una alianza que se erigirá en ley para todos los habitantes. Y si no fuera suficiente con esos cuatro, por su autoridad los clonará para que abunden; ellos meditarán sobre lo poco conveniente que es un gobierno de caníbales, aunque serán prudentes y no expresarán de modo alguno sus pesares. Los mastines temen a los hombres y por eso desgarran y devoran cuando pueden.
Dedicarán sus horas a morder a los más tiernos, que son los que seducen a M desde que probó aquel brebaje que un niño de aspecto angelical le regaló una noche de mitines. No poder hallar al impúber fue frustrante, más que el recuerdo de madre y padre entre cuatro paredes bajo una luz mortecina.
¡Cómo podría Sigale enfrentar ese poder que surgía de la química de un papel fotográfico! Ni se lo planteó. Sí que debía prepararse como el que va al Templo a confesar y obtener un perdón que sabe que el sacerdote no le va a otorgar.
El día de la muerte de Ramón Sigale ya fue establecido, y aunque él no lo sepa, lo intuye. Todos los hombres sueñan con su propia muerte. 

XXIV. Amárrame 

Ramón Sigale no sabía de las conversaciones del forense con quien denunció la desaparición de FG N.º 1. Tal vez saber de ellas no hubiera alterado en nada su destino, pero, al menos, hubiese cobrado otro sentido aquella amenaza que se cernía sobre su vida.
Las confidencias del amante parecían surgir de zonas oscuras de su alma. ¿Eran sus propias pesadillas, o en simbiosis total con la víctima, aproximaba los pensamientos más perturbados del desaparecido, sometido a cautiverio en algún lugar imposible de ubicar?
La candidez del testigo, su manera amorosa de conectar al forense con FG N.º 1, suponía un conocimiento sensual de aquella tragedia.
El nuevo testimonio escrito y que nunca fue adjuntado a la investigación judicial, sumergió a “El Pastor” en el fondo de un abismo oscuro donde los muertos yacen relicariamente a la espera de una epifanía que los libere de su macabro encierro.

Lectura N.º 2

Finge que no te gusto. Dentro de la pequeña celda, duerme, nos esperan muchos días donde habrá fantasmas que sonarán una fanfarria como si esto fuera un Te Deum perdido en un laberinto de muerte. Dormiré, pero que no me dé cuenta y nadie sepa qué te sueño. Nadie sabrá cuál es tu sueño dentro de la pequeña celda, a pesar de sus rejas nada de ella sale, nada escapa de este sótano. Ven y cuídame, que parezca que me estás haciendo daño. Voy a matarte, ese es mi cometido último, voy a hacerte daño, ¿no es eso más que suficiente? Entonces, en esta visión nocturna en la que asuran sus intimidades las ilusiones, amárrame, finge que no te gusto. No es necesario, no sé fingir, cumpliré mi misión, la que me fue encomendada hace ya mucho tiempo, he estrangulado a otros, los he seccionado en partes diminutas, he contemplado el tono violáceo de la carne yerma. Entonces recita a Baudelaire, como lo has hecho muchas noches amparado en la oscuridad, te escuché mirando al lugar que te emboscaba, y también lo hicimos a dúo, tu voz, mi voz, volvamos a y recitemos. No puedo, flores malsanas abundan, lo repugnante lo encontramos atractivo, el mundo que nos rodea es repugnante y, sin embargo, nos aferramos a él sin planes para abandonarlo, de un modo que ignorás serás quien glorificará el futuro. Por eso pido que finjas que no te gusto, respiramos la muerte que entra en nuestros pulmones como río invisible, sordo de quejas, compartimos el mundo que nos oprime, no somos más que pequeñas esquirlas de carne abandonadas a su suerte, un espectáculo odioso, por eso pido que finjas que no te gusto. No es necesario fingir nada, aquí pasaremos el tiempo suficiente, te alimentaré de higos y calmaré la sed con burbujas de vino blanco, a mis ojos aún brillas a pesar de la penumbra, como cada noche durante estos meses fatales, tras tu sombra por semanas, tras tu perfume. Y yo sufrí en silencio poseso de angustias, bebiendo la pócima del dolor, sorbo a sorbo, hasta quedar convertido en un ovillo de nervios, esperando esta celda pequeña y ahora la poca luz que me ilumina y disimula mis ansias antes del arrebato. Mataré a tu perro, esta noche, preparé para él un pequeño ataúd donde lo encerraré y que sellaré por completo, morirá asfixiado, será una señal para los que luego de un tiempo de tu desaparición entren a tu departamento en tu búsqueda, será un fruto podrido en una pequeña tumba. Un cementerio absurdo, de Satán a Dios, qué importa, si alrededor de ese pequeño cadáver un coro de gusanos roerá su piel como un remordimiento. Estas son las legítimas flores del mal que preparé, mi misión no es Divina, es humana, vos sos mi Isaac en este holocausto, y los narcisos que adornarán tu cadáver cuando todo se consume, simbolizarán la esperanza del renacimiento, las flores del mal que devolverán a la vida aquello que se creyó muerto y acabado.

Cuando acabó la lectura, Ricardo “El Pastor” por primera vez asoció a los narcisos con Las flores del mal, a FG N.º 1 y Melquíades con Baudelaire, comprendió qué los unía y por qué se había escogido ese poemario y ese modo homicida. Los narcisos representaban un estado de maldad y poesía, melancolía y hedonismo, que envolvía el crimen en una duda y una belleza casi imposible de obviar. 

XXV. Perro y cuervo 

Muertes de perros dejan la bocanegra de palabras falsas.

M dialoga con su perro muerto. Pocos podían conocer de ese evento aparentemente extraordinario. Difícil saber como Sigale y “El Pastor” fueron informados de ello antes de que la noticia llegara a los noticieros. Lo que es seguro que Sigale lo tomó en broma; su modo policial de pensar, lo ponía en el extremo opuesto de ese esoterismo. Lo único que tomaba con seriedad de M, era su propuesta de liberar el tráfico de órganos y el de niñas y niños para el negocio de la pedofilia. La libertad de mercado gobernaría el país y eso era más que suficiente en la consideración del jefe policial por M.
El forense, en cambio, prefirió no abrir juicio, estaba convencido de que el delirio místico de M ocultaba graves patologías del mesiánico devorador de carne humana. A su entender, lo que realmente describía a M, estaba mucho más allá que la satisfacción de ingerir una suculenta porción de foie gras elaborado con hígado humano.
Melquíades, o quien en verdad fuera el caníbal Odamxur, nunca se refirió a ello. “El Pastor” había leído en numerosas oportunidades el libelo cuya autoría se le adjudicaba a Melquíades Ezequiel Odamxur y recordaba perfectamente que no había ninguna mención a esos supuestos diálogos entre M y su perro muerto.
Hasta entonces, todo lo que se sabía era que la mayor preocupación de M era encontrar al niño que le ofrendó el frasco de foie gras la noche del mitin, tal vez especulando que de seguir el rastro del niño podría dar con el gourmet de la exquisita preparación.
Por la razón que fuera, el secreto íntimo de M se hizo público. Es que en este mundo de TikTok, no hay nada que al final no se publique. Pocos segundos bastan para hacer añicos un secreto guardado por años. En el mundo TikTok, todo es dinero y dinero es buen marketing. De todos modos, cuando la noticia ganó los grandes medios, M no procuró ocultarla ni intentó estúpidas explicaciones. Por el contrario, estimuló a todos los propietarios de perros ya muertos a imitarlo, sosteniendo con énfasis que cualquier persona puede hablar con su perro muerto. Hablar, habla cualquiera, dijo. Oír y entender lo que el animal dice desde el inframundo, es lo difícil.
El perro de M llevaba por nombre C. Una letra a veces no alcanza para nombrar a un ser vivo. Pero en otras oportunidades es más que suficiente. Q, Z, X, fueron nombres de animales y nunca nadie puso en duda que así fuera. C suponía un buen nombre porque era el de un perro con capacidades fuera de lo común, según su dueño. C era su mejor consejero, una versión de los confines del mundo de Incitato, quien llegó a cónsul y fue tratado con dignidad imperial.
C padeció una larga enfermedad que lo llevó a la muerte. Mientras vivió, fue el guía espiritual de M, y se comunicaba con su amo a través de un espiritista. Al morir, surgió la necesidad de comunicarse con el perro muerto y eso excedía la capacidad del médium humano que lo había asistido hasta el deceso del animal.
Para hablar con su perro muerto M debió recurrir a otro médium, a uno que también disfrutara de capacidades diferentes. Los hay de distintas especies, a qué negarlo. Pero no hay mejor médium que un cuervo, porque es un ave excepcional que une lo luminoso con lo oscuro.
M esquivó el concurso de las siniestras aves mientras pudo. El poema de Poe pesaba en su conciencia como una montaña. ¡Jamás! Repetía como el cuervo del poema. ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Malditas aves negras despreciables!, podía gritar contra los cuervos hasta secar su garganta. ¡Jamás! ¡Jamás! Además, aves de hábitos sociales eran despreciadas por M por colectivistas. Pero sentía tanto dolor por la muerte de C, que no pudo evitar convocarlos para comunicarse.
Los cuervos oyen los ruegos por los muertos tan pronto como se los nombra, y llegan sin perder el tiempo. Apenas arriban donde el doliente los convoca, cuestionan todo lo que ven, se vuelven indiscretos y chismosos; son grandes conversadores, su crascitar vehemente y cavernoso llama a los muertos y los hace los más aptos para devolver al mundo terrenal la voz de los que moran en alguno de los muchos albergues celestiales.
Al principio, no fue sencilla la relación de M con los cuervos, al hombre le causan pavor, y apenas los vio por primera vez, trató inútilmente de espantarlos arrojándoles bolas de papel. Los redondos bollos estaban hechos con hojas de una muy vieja edición del libro de Carl Menger, “Principios de la Economía Política”. Pero la teoría subjetiva del valor no intimidó a las aves. Fueron los propios cuervos los que evitaron que el incidente adquiriera ribetes insoportables y finalmente fueron aceptados por M.
Salvo los cuervos que intervinieron en la comunicación, nadie puede saber si C alguna vez respondió desde el más allá. Lo que las aves le dijeron a M pudo haber sido simples mentiras, o una libre creación, dado que su inteligencia es notable. Protagonistas del poema de Poe, habla de lo que son capaces estos astutos córvidos.
¿Qué podía impedir que un inteligente cuervo le recitara fruslerías más o menos convincentes a un delirante como M? Nada. Y, por otra parte, ¿qué consejos pudo darle un perro muerto a un mesiánico político? La teoría subjetiva del valor no debió ser un tema habitual de conversación entre el perro, el economista y el ave, y no resulta extraño suponer que a los cuervos no les interesa para nada ese asunto. ¿Cómo saber si C no rechazaba el subjetivismo propiciado por la escuela austríaca? ¿Cómo saber si C no estaba sinceramente harto de los barullos de un hombre que aspira a la más alta investidura posible?
Tal vez el perro muerto siguió al cuervo y solo respondió ¡jamás! ¡Jamás! Oscuridad allí y nada más, pero, ¿cómo saberlo? 

XXVI. Ni el Gran Grimorio 

No basta con invocar a Antonin Carême. L’art de la cuisine française no era el Gran Grimorio. Del rezo no provendría la receta deseada.
Ni higos ni champaña alimentaron al forzado donante. Su pálido color no inspiró a los chefs que acudieron convocados por Sigale para la elaboración. Ellos desconfiaron apenas vieron el aspecto del donante del ingrediente principal. Y los científicos, quienes con su alquimia debían engatusar al paladar de M, al contemplar el rostro desencajado de los cocineros, se abstuvieron de prometer el éxito de sus combinaciones químicas. Ellos no sabían de la calidad de una entraña, pero eran capaces de comprender los gestos de desaprobación de los gourmet ante el cuerpo del difunto colega.
Aunque los chefs y los científicos convocados ofrecieran su alma, su corazón, sus entrañas, sus manos, sus pies, su espíritu, el misterio del sabor que se buscaba era, justamente eso, un misterio.
La supuesta receta de Melquíades, de la cual nadie podía testimoniar sobre su verdadero sabor salvo M, era desconocida por completo. Y eso si se aceptaba que M, realmente, comió foie gras elaborado con hígado humano, algo que nadie podía asegurar.
El antropófago no dejó ninguna referencia sobre cómo elaboraba su producto. La magia no proveería del acierto.
Sigale no era Adonai, maestro y señor de todos los espíritus. Tampoco Lucífugo Rofocale. Apenas un demonio importante, pero menor. No gobernaba ese infierno. Y era, además, un ignorante de las artes culinarias de la alta cocina francesa y de la ciencia química convocada para la elaboración del engaño.
Apurados por la angustia de Sigale, los gourmet echaron mano a la elaboración esperando la colaboración de los químicos. Pero todos eran navegantes sin brújula. No sabían a qué puerto debían dirigirse.
El primer debate en que se vieron sumidos cocineros y alquimistas fue quién metería mano en el abdomen del muerto, quién se ocuparía de extirpar el hígado indispensable para elaborar luego el foie gras. Unos le achacaban a los otros la obligación del procedimiento quirúrgico. Los cocineros se replegaban sobre su condición de artistas de la cocina. Una cosa era destripar un ganso o un pato, y otra muy diferente el cadáver de un anciano.
Los químicos se negaron rotundamente. Ellos no se habían educado para diseccionar el cadáver de una persona. Podían producir los venenos más mortales que las mataban, los ácidos más poderosos con los que disolver músculos y huesos de un cuerpo humano, o experimentar con el sufrimiento humano suministrando drogas devastadoras. Pero abrir un abdomen y extraer un hígado les resultaba repulsivo. Su moral científica no se los permitía.
El debate duró largos minutos. Como era de esperar, no hubo acuerdo. Consultar a Sigale no era lo aconsejable. Temían todos que el jefe respondiera a la consulta llevado por la ira, algo más que posible conociendo su carácter. Además, su estado de ánimo en ese momento lo volvía más irascible que de costumbre.
Un sicario se ofreció a extraer el hígado. Cobraría extras por su contribución. Después de todo, su estómago era mucho más fuerte que su conciencia. Además, podría agregar a su currículum dicha habilidad y brindarla como alternativa para algún cliente deseoso de un crimen por venganza. Guiado por los chefs, extrajo la tripa sin demasiada dificultad y la ofrendó a cocineros y químicos, quienes la contemplaron en completo silencio.
El segundo debate que los embargó fue a qué tipo de cocción debían someter el hígado porque ello determinaría la posibilidad de su conservación. Y en este punto, consultar a Sigale fue obligatorio. El más veterano de los gourmet fue quien hizo la llamada. El jefe preguntó que opciones tenía.
Si el Foie gras sería consumido de manera inmediata, debía ser fresco. Su duración sería breve, muy breve. Tal vez cinco días. ¿En ese lapso de tiempo lograrían que M consumiera el producto?
A medio cocinar o mi-cuit, permitiría una duración entre 3 y 6 meses. Si en conserva, su duración alcanzaría hasta los cuatro años, en este caso el mejor sabor se obtiene al fin del tiempo de conservación.
La primera y la última opción fue rechazada por el jefe policial. El foie gras mi-cuit fue el elegido. Ese daría el tiempo suficiente de acceder a M y tentarlo sin apuro, pero con entusiasmo para que probara la novedosa preparación de la exquisitez de la cocina francesa.
El peso del hígado del viejo gourmet fue una sorpresa. Mientras el promedio del peso del hígado de los humanos de 1.500 granos, el del hombre superaba los dos kilos. Los chefs predijeron por ello un posible fracaso. ¿Por qué tenía el hombre un hígado tan grande? Seguramente porque nunca respetó la dieta. Cremas, dulces, chocolates, fiambres, licores, terminan por dejar su huella en el cuerpo humano. El exceso de su consumo altera los órganos nobles con el paso del tiempo. Las placas de colesterol, grasa y sales, obstruyen las arterias. El corazón bombea más de lo necesario. Su volumen crece y crece hasta adquirir el aspecto de un sapo morado que se va inflando hasta que estalla.
La distensión gástrica agiganta un estómago que no sabe saciarse, es una bolsa que nada tiene que envidiar al estómago de Gargantúa. Consecuencia, una hepatomegalia.
La hepatomegalia es un síntoma de grave enfermedad. El tamaño del hígado y el aspecto del muerto, inclinaba a los chefs y los químicos por esta posibilidad. Con seguridad, el viejo chef estaba muy enfermo y eso lo llevó a su repentina muerte en el despacho de Sigale. Como nunca se completó la autopsia, no se supo a ciencia cierta qué lo mató.
¿Debían informar al jefe del hallazgo? Todos, incluido el sicario, acordaron que no era necesario. No estaba en discusión la pobre salud del desdichado viejo, sino la necesidad de usar su hígado para producir un producto capaz de engatusar a M.
Los gourmet trozaron la víscera en pedazos de unos 400 gramos cada una, aproximando al peso del hígado de un ganso. Eso le daba cinco posibles variantes de preparación. Sobre estas porciones de carne humana, debían actuar los químicos con sus mágicas pociones encantadoras. El sabor del hígado viejo, debía ser disfrazado por la alquimia prodigiosa de los magos modernos. Pero los químicos no tenían cinco pociones para obtener cinco sabores diferentes, elaboraron tres y con eso había que conformarse. ¿A qué sabía el hígado humano? ¿Qué higos y qué champaña usó Melquíades para sobrealimentar a sus víctimas? Nadie lo sabía. La degustación del foie gras de pato y de ganso en sus diferentes variantes, no fue de gran utilidad. Ni los cocineros, ni los alquimistas, estaban seguros de qué resultaría de aquella elaboración y si se aproximaría, aunque más no fuera mínimamente, al producto que desquició a M.
Cada uno hizo lo suyo. Los cinco fragmentos del hígado del gourmet serían cocidos al vacío dentro de cada tarrina. Cada tarrina contenía una porción de carne, las tres primeras, una de las tres pociones mágicas de los émulos de Flamel. La cuarta tarrina, una mezcla por tercios de cada poción, y quinta, una mezcla de dos tercios de la poción número una, y medio tercio de cada una de las restantes. A partir de ese momento, solo cabía esperar y encomendarse a algún milagro. La duda sobre el éxito del menjunje no se disipó cuando acabó el sellado de los envases. ¿Qué se obtendría de aquella preparación? Imposible saberlo hasta que fuera degustada. Pero, ¿quién probaría el foie gras producido con el viejo hígado del viejo gourmet muerto por un derrame cerebral en el despacho de Sigale? 


XXVII. Malas noticias 

Ramón Sigale dejó la cama como todos los días. Durmió en una habitación que tenía en el edificio policial donde ejercía sus funciones. Rara vez lo hacía en su casa, la que preservaba a toda costa de cualquier incidente. No estaría mejor protegido que en aquel lugar.
Desde hacía unas semanas, desde que recibió la foto del cadáver de FG N.º 1 que le envió aquella pequeña repartición de un alejado pueblo norteño, no tenía mayor preocupación que esa. Nadie, hasta entonces, le había podido explicar cómo fue posible que se tomara una foto cenital del cadáver, sin que la fuerza policial advirtiera la maniobra. Los investigadores destinados a esclarecer el asunto, fracasaron completamente en su cometido. Sigale soportó el fracaso hasta con paciencia desconocida.
No le servía sospechar de quienes pudieran tener la responsabilidad de esa provocación. Necesitaba saber con precisión quién era el culpable para poder cazarlo y asesinarlo. Porque eso era lo que iba a hacer si podía ponerle la mano encima.
Hombre ducho, sabía que los Supremos de “La Fuente” ya debían estar enterados del problema y, con seguridad, debían haber comenzado a pergeñar soluciones. Nadie mejor que él sabía que esas soluciones incluían su eliminación. Cuando algo no se podía corregir, se lo eliminaba de cuajo. Entonces, encontrar al responsable de la fotografía, era una cuestión vital.
Ese día, como todos los otros, se levantó a las cuatro de la mañana. Sigale dormía cuatro horas de sueño profundo. No precisaba más que ese descanso para recuperar sus fuerzas y lucidez. Sin importar qué estuviera ocurriendo a su alrededor, a las cero hora del día y hasta las cuatro de la madrugada, se abandonaba al descanso reparador. Sus subalternos, en realidad sus guardaespaldas, protegían ese sueño tanto o más que sus propias vidas. Nada debía incomodar al jefe, nadie debía alterar su profundo sueño. Las veces que Sigale no podía completar las cuatro horas de descanso, su humor se volvía insoportable y solía propinar severos castigos contra quienes tenían la obligación de protegerlo.
El que empieza su día en hora tan temprana, como acostumbraba Sigale, tiene una ventaja sobre cualquier otro que lo hace algo más tarde. Es el primero en conocer las noticias importantes. Sigale sabía aprovechar y muy bien esa ventaja. De distintos despachos y regiones del mundo, la información fluía durante las horas de su descanso, llegaba por la intranet que poseía “El Sindicato” mientras él dormía, y a la hora en que comenzaba su tarea disponía de ella. Un equipo de especialistas le ofrecía inmejorables traducciones del idioma en que la información fue producida.
El primero en recibir la mala noticia fue un principiante. No se podía decir “suerte de principiante”, porque esa revelación no prometía ninguna fortuna para el joven asistente. La foto del cadáver de FG N.º 1 había sido enviada a todos los multimedios del país. Junto a ella, un epígrafe que informaba que un tal Ramón Sigale, desconocido, pero importantísimo jefe de Homicidios, estaba siguiendo la pista de un antropófago, quien, además de haber asesinado al hombre que se podía ver en la foto, sería responsable de varias decenas de asesinatos, todos contra hombres jóvenes, de entre 35 y 45 años de edad, sanos y atractivos. La noticia acababa describiendo la ablación del hígado por parte del caníbal, quien, con seguridad, decía el epígrafe, devoraría el hígado para satisfacer una perversa fantasía sexual. La noticia iba a provocar un verdadero escándalo.
La pregunta que todos se harían era obvia. ¿Decenas de hombres muertos? ¿Cuántas decenas? ¿Desde cuándo ese asesino serial tomaba la vida de jóvenes hombres y les devoraba el hígado? ¿Qué clase de perversión sufría ese asesino? ¿Dónde se habían producido esos horripilantes homicidios? Luego, toda clase de conjeturas serían divulgadas sin el menor rigor informativo. Decenas de charlatanes coparían los medios de difusión para dar ridículas explicaciones sobre los asesinos seriales, los caníbales, los ritos satánicos, los desvaríos de la sexualidad del homicida, masturbaciones entre restos de órganos, o la abducción de esos pobres hombres por parte de seres extraterrestres quien usarían sus hígados para clonar monstruos imposibles de describir.
Después de la aparición de la foto del cadáver acompañada del revelador epígrafe, llegó a los mismos multimedios una foto de la detective desaparecida, acompañada también con un breve epígrafe que decía “¿Detective desaparecida en búsqueda del temible asesino serial y caníbal? ¿Devorada por el monstruo?” No daba otros detalles de Taga o Muna Morrison, la investigadora asesinada por orden de Sigale, algo de lo que muy pocos y muy selectos, tenían conocimiento. No cabía duda que, en breve, otras informaciones y probablemente otras fotos, seguirían llegando a las redacciones de los multimedios. Sigale estaba en graves problemas.
Obligaron al principiante a darle las malas nuevas al temido jefe. Nadie lo acompañó a cumplir ese servicio. El muchacho era un poco mayor a un adolescente. Esmirriado, no esquelético, pero muy delgado, pálido, ojeroso, de piel casi traslúcida que dejaba ver las venas y hasta algunas fibras de los músculos de su rostro. Temblaba sin poder controlar sus eléctricos movimientos. Llamó a la puerta de la habitación donde dormía Sigale. Golpeó con mucha suavidad con la vana esperanza de que el jefe no escuchara el delicado toc-toc. Pero Sigale tenía buen oído. “Pase”, dijo, y el asistente no tuvo más remedio que entrar. El rostro del muchacho había adquirido un rictus siniestro. Su expresión era tan reveladora que Sigale comprendió que una verdadera desgracia debía de haber ocurrido. “Buen día, joven”, le dijo. Pero el asistente apenas pudo balbucear “buenos días”.
“¿Eso que trae es para mí?” Movió su cabeza afirmativamente. De todos modos, vaciló unos segundos antes de entregar la carpeta con el informe. Quería huir a toda velocidad de esa habitación. Se sintió peor que Samsa, menos que la cucaracha de “La Metamorfosis”. La mirada del jefe resultaba como la redonda manzana que se incrustó en la espalda del viajante lanzada por el iracundo padre. Él sentía ese proyectil en su propio vientre, abriéndole una surco hasta cortarle los intestinos en dos. El olor metálico de la sangre se mezclaba con el aroma fétido de sus heces. Podía sentir su propio olor nauseabundo. Debería haber una mejor forma de morir que sumergido en una charco de sangre y mierda.
Sigale apoyó la carpeta sobre una pequeña mesa que flanqueaba la cama. “Tráigame un café”, ordenó. “Sí, señor”, susurró el asistente. Salió tomándose la panza, sintiendo que la mortal manzana ya había perforado su vientre y que por esa enorme herida se derramaban sus tripas y su vida. La redonda manzana de Samsa, ya estaba a la altura de su mediastino y empujaba sus pulmones impidiéndole respirar.
Mientras Sigale abrochaba su camisa, abrió la carpeta, la foto de Muna Morrison lo miró directo a los ojos. Pero en esa oportunidad no reaccionó llevado por la ira. Se mantuvo calmo, expectante. Tal vez pensó que solo se trataba de una broma. ¿Pero, ese “pendejo” podía arriesgar su vida haciéndole esa broma a un jefe de los más importantes? Tomó la foto de la detective, la observó de anverso y reverso. La mujer no le apartaba la vista. ¿No se habrá sentido también él como el sufrido Samsa? La apartó a un lado. Luego vio la fotografía de FG N.º 1. Tomó aire, todo el que pudo. Leyó el texto del epígrafe y después el otro, el que acompañaba la foto de Muna Morrison. El factor M, recurrente y determinante, volvía sobre Sigale como un estigma.
El asistente golpeó la puerta, traía el café como le ordenó Sigale. “Pase”, oyó como si quien le respondiera estuviera en el fondo de un profundo pozo. La voz del jefe sonó más cavernosa que nunca, y el muchacho se dispuso a padecer el castigo que le propinara. Pero Sigale solo preguntó “¿sin azúcar?” A lo que el joven respondió afirmativamente. Luego dijo “gracias. Puede irse”. Salió lentamente, tratando de no mostrarse como una cobarde, pero apenas cerró la puerta tras de sí, apuró el paso. Sus pies no tocaban el suelo, caminaba sobre al aire húmedo del pasillo, evitando el menor ruido. Treinta minutos después, Sigale dejó la habitación llevando la carpeta. El infierno no sería para él solo.

En el infierno, los hombres que lo gobiernan tienen sus propias leyes y un peculiar sentido del humor. Sus gobernantes, de seguro, no se sentirían para nada obligados para con Ramón Sigale. No sería el cruel jefe policial quien decidiría si el tránsito entre lo terrenal y lo infernal, lo haría ese hombre solo o en compañía de otros, ni dictaría el porvenir. Para demostrarlo, otra mala noticia llegó a su despacho.
El cuerpo de un anciano había sido encontrado por unos niños en un pútrido arroyo. En verdad, se trataba de trozos del cadáver dentro de una valija. La información daba cuenta de que el hallazgo se había producía hacía unas pocas horas.
El cuerpo descuartizado llegaría a la morgue para que Ricardo “El Pastor”, realice la autopsia. El primer informe recibido por Sigale indicaba que faltaban algunas partes del cuerpo que todavía eran buscadas. La cabeza del muerto, la más importante, y también las manos. El torso hallado mostraba que a la víctima le habían extraído el hígado.
Ramón Sigale sabía que esa noticia también llegaría a los multimedios en cuestión de minutos. Ningún policía se perdería la oportunidad de cambiar esa información por unos cuantos dólares. Por más idiotas que fueron los charlatanes de los programas televisivos, de inmediato asociarían esa noticia a las ya recibida sobre otras muertes, otros hígados y, posiblemente, el mismo pervertido.
Aun sin manos ni cabeza, “El Pastor” descubriría en segundos a quién pertenecía el cuerpo descuartizado y, en el mismo lapso de tiempo, deduciría quién era el responsable último de la aberración. Sonaban aún los gritos del forense “¡Dejá de robarte cadáveres, hijo de puta! ¿Crees que no sabemos a qué te dedicás?”
Sigale dejó el edificio para dirigirse al arroyo donde los niños encontraron la valija con el muerto descuartizado dentro. Ordenó esperar a su llegada antes de proceder al envío a la morgue de los restos. Por una línea segura de un celular que tenía preparado para esa única llamada, se comunicó con la “clínica” donde quitaron el hígado al cadáver del viejo gourmet para el experimento. Quien recibió la llamada fue el sicario encargado del trabajo. Las explicaciones solo lograron que Sigale estuviera a punto de estallar de furia y caer víctima de una embolia.
¿Qué había ocurrido? Los chefs y los químicos hicieron lo suyo. Unos trozaron el hígado en cinco partes, lo introdujeron en cinco tarrinas, y los otros los rociaron con sus mágicos menjunjes. Cerraron los envases y los llevaron a un refrigerador a temperatura constante. Dentro de tres a seis meses, alguien, entonces nadie se atrevió a preguntar quién, degustaría el foie gras y daría su veredicto. Todos se juraron no volver a comer foie gras en sus vidas. Algún infeliz lo haría sin saber con qué estaba producido el producto. Se desentendieron del muerto. “No es asunto nuestro”, respondieron cuando el sicario preguntó sobre el destino del cadáver. “Somos chef, no sepultureros”, dijeron los cocineros. Los químicos los imitaron. “Somos doctores en química, no sepultureros”. Y se marcharon. El sicario, siendo él quien les había resuelto el problema de retirar el hígado del vientre del difunto, se sintió menoscabado por aquella falta total de solidaridad. Ratificó su creencia de que los profesionales eran tremendos egoístas. En cada oportunidad que le tocó descartar a uno de ellos, previo a la muerte, ofrecieron toda clase de arreglos, algunos muy vergonzosos, con tal de salvar el pellejo y entregar a otra víctima a cambio, incluidos esposa e hijos. Pero el enojo con aquellos no resolvía su problema, ¿qué haría con ese muerto?
No tenía con quién consultar. Era un sicario, no un jerarca. Sus jefes le reprocharían su falta de iniciativa. La meritocracia exigía volverse un audaz emprendedor. Eso generaba confianza en los jefes quienes retribuían ese mérito con nuevos y más costosos descartes. Algún jefe podría llegar a decir “¿Este tipo es capaz de matar por encargo sin dejar rastro, pero era incapaz de resolver un problema menor como deshacerse de un cadáver?”
Deshacerse de un muerto era algo trivial para su profesión. Era, justamente, un problema menor, como comprar un kilo de pan o un ramo de flores. Así de sencillo. Lo meditó. Llegó a una decisión. Él se ocuparía de eliminar el cuerpo. Dejó el cadáver en aquella sala y fue en busca de una amoladora.
Como no tenía una, la compró en una casa de herramientas. Le llevó un tiempo decidirse por alguna. Si de armas se trataba, era un conocedor. Pero sobre amoladoras, era un completo ignorante. Guiado por el vendedor, eligió la más grande, una de 230 milímetros. Cortes seguros, máquina poderosa. 2.400 watts de potencia, 6.500 revoluciones por minuto, bastante liviana, un sistema para la expulsión de polvo, aunque no sabía si sería igual de útil para botar una pasta de carne y fino polvo de hueso. Con esa herramienta el trabajo sería rápido y seguro. Luego de la compra, volvió donde el muerto. Todo estaba como entonces. Nada había cambiado. O sí. El cadáver del viejo gourmet empezaba a sufrir una muy rápida descomposición. ¿Podía un cuerpo pudrirse tan rápido? Tampoco era un versado en cuestiones de la biología humana. La pudrición invadió el ambiente con un hedor insoportable. A medida que el mal olor invadía su olfato, sus ojos empezaron a arder y a llenarse de unas lágrimas tan espesas como gomosas, las que le impedían ver con claridad.
Dejó caer el cuerpo al piso. El golpe contra el cemento sonó pastoso, al que le siguió el crujido del impacto del cráneo contra las baldosas. Allí, la disección resultaría más fácil.
Empezaría por seccionar la cabeza. El fuerte disco de la amoladora tocó la base del cuello. Una larga salpicadura dibujó una línea roja en la pared opuesta. Algo de carne y sangre también alcanzó su rostro. La salpicadura en la cara lo distrajo y no se percató de que algunos fragmentos se adhirieron a sus pantalones. Se detuvo. ¿La inmundicia en su rostro podía implicar alguna peste mortal? Cómo saberlo, era un asesino, no un infectólogo. Fue a lavar su rostro. En una pequeña pileta al fondo de la habitación mojó y frotó su cara. Pensó que seguramente los restos de carne y sangre, luego de la frotada, se habían ido por el sumidero, pero esa película gomosa que le impedía ver con claridad no la pudo eliminar. Volvió a la tarea.
Una vez que separó la cabeza del tronco, algo más confiado, encaró manos, brazos, pies y piernas. La gran amoladora cortaba sin inconveniente la pútrida carne del muerto y cuando tocaba un hueso, lo cortaba con la misma facilidad. El olor a podrido era insoportable.
A sus pies, el cuerpo quedó trozado en catorce partes. No pensó dónde las pondría, recién al acabar el descuartizamiento reparó en ello. Necesitaba una valija, pero una grande. No había ninguna en el lugar, no tenía por qué haberla. Por ello debió salir a conseguir una. ¿Pero dónde? No conocía a nadie que pudiera prestarle una valija de grandes dimensiones. Entonces tuvo que comprar una.
Le llevó algún tiempo encontrar una tienda dedicada a la venta de piezas de marroquinería. La encontró, vendía diferentes modelos de enormes valijones con capacidad suficiente como para guardar el cadáver que acabada de trozar. El trámite no le llevó mucho tiempo. Solo dijo “deme esa gran valija”. Eso fue todo.
No comprendía cierto gesto de horror de la empleada que lo atendió. Es que el sicario, sin poder ver su rostro en un espejo, no sabía que un pequeño colgajo quedó adherido a su rostro. La empleada deseaba no creer lo que estaba viendo, y trató de convencerse de que estaba totalmente equivocada. Aquello no era carne, era algo que parecía carne, y sangre, y hasta alguna esquirla de hueso. Se habrá autoconvencido que, con seguridad, se trataba de un buen hombre que estaba despostando un ternero, un cordero o un cerdito, y que sin tener el debido cuidado, un pequeño colgajo rojo le había quedado adherido al rostro como una patética condecoración. Terneros, corderos y cerdos pueden comportarse de ese modo. El sicario se despidió de la muchacha, lo más amable que pudo y ella lo despidió con gran alivio. “No es mi asunto” se dijo, cuando vi un pedazo de carne con algo de sangre adherida también en la botamanga del pantalón del extraño cliente. “No es mi asunto”, y claro que no lo era.
El sicario volvió donde el muerto. Todo estaba como entonces, solo que más podrido que minutos antes. Los catorce trozos permanecían donde los había dejado. Los metió en bolsas para residuos, del tipo que usan los consorcios para sacar la basura hasta los contenedores y que, para su felicidad, había de sobra en aquel lugar. La cabeza y las manos las llevaría, aparte, en una caja que había recogido de la calle, y las arrojaría en un sitio alejado de la valija. No tenía tiempo de limpiar aquel matadero. Regresaría para ello, luego de deshacerse del muerto. Una vez cumplido con el trabajo, le impondría a sus jefes lo bien que había marchado todo.
Llegó a su automóvil, colocó la valija y la caja en el baúl, se acomodó al volante, puso en marcha el auto, y se dirigió hacia el suburbio.
El sicario eligió un arroyo del que alguna vez, un compadre, le dijo donde podría deshacerse de un cadáver. Llego a destino cuando ya anochecía. Aunque le costó encontrar el lugar del que le habían hablado, finalmente dio con él, o al menos eso creyó. Detuvo el auto y bajó de él para observar al arroyo. Un riacho inmundo corría en dirección al este. Entre la calle que sigue en paralelo el curso del riacho y la orilla, hay unos diez metros de distancia. Es una altura considerable. Especuló que eso debería impedir que algún curioso bajase al riacho a hurgar entre la basura y, por desgracia, se topara con la valija.
Sacó del baúl el pesado bagayo. Trozado y todo el muerto pesaba sus buenos quilos. Debió hacer un gran esfuerzo para lanzar la valija al medio del arroyo. El golpe contra el agua se oyó perfectamente. La valija flotó y llevada por la suave corriente siguió el curso del agua.
Caminó en dirección al oeste unos doscientos metros. Arrojó la caja que contenía la bolsa con la cabeza y las manos. Se dio por satisfecho. Como ya estaba bastante oscuro y en el lugar no había ningún tipo de iluminación, no vio que al golpear en el barro la caja se rompió dejando escapar su siniestra carga. La bolsa rodó hasta quedar sumergida en parte. El agua inmunda acariciaba la bolsa.
“Trabajo terminado”, se dijo, eso era todo. Él había extraído el hígado del muerto, otros lo habían trozado, sumergido en una fórmula mágica y envasado. Él había diseccionado el cuerpo para que nadie lo hallara, y ya estaba en su tumba de agua en un ataúd de cuero. La putrefacción, por efecto del agua podrida y el calor –ese era un invierno atípico, con temperaturas altas para la época–, sería tan rápida que disolvería los restos en cuestión de días. Merecía más que unas felicitaciones.
Volvió a su automóvil, lo puso en marcha, y encaró hacia la ciudad, dispuesto a tomarse un merecido descanso. Ya tendría tiempo de informar a sus superiores de todo aquello.

Muy temprano, bastante antes de informar a sus jefes, el sicario fue a tratar de limpiar donde había descuartizado el cuerpo del viejo gourmet. Apenas ingresó al matadero, recibió una llamada en un celular que solo podía usar en situaciones muy especiales. ¿Era aquella una de esas? No lo creía.
Quien lo llamaba parecía un jefe muy importante. Su maltrato no le gustó, pero había aprendido a soportar con humildad las reprimendas. Como se lo exigió ese jefe, explicó con detalles todo lo que había ocurrido. Desde que llegó el muerto, hasta que arrojó los pedazos de su cuerpo seccionado en un arroyo del suburbio. Estaba seguro de que ese jefe no estaba conforme con su trabajo, sus gritos, sus insultos, así se lo daban a entender. No iba a responder, no era prudente. La orden que recibió fue terminante, a la noche, debía presentarse donde él ya sabía. Fin de la comunicación. Si era así, no iba a limpiar nada, pero ese jefe no le ordenó dejar todo como estaba, por el contrario, le gritó “termine de limpiar y deje de hacer cagadas”. Tal vez no lo oyó. Ocurre a veces que cuando alguien nos grita e insulta, no alcanzamos a oír todo lo que se nos dice. Los gritos confunden, los insultos apabullan, somos seres sensibles que amamos nos traten con respeto. Sin embargo, debió limpiar ese desastre por su propia conveniencia.
Ramón Sigale llegó al arroyo cuando habían retirado la pesada valija. La misma había quedado atascada a menos de medio metro de la orilla, contra una reja y una malla metálica que, un kilómetro río abajo de donde el sicario la arrojó, cumplía la función de filtro, para impedir que toda la basura que los vecinos echaban en ese riacho llegara a la desembocadura del río. Unos niños que jugaban en la calle aledaña, al ver la enorme valija varada contra la reja a menos de un metro de la orilla, creyeron que tal vez la misma contuviera algo valioso, algo para vender y comprar paco, algo por lo que valía la pena meterse en medio de la inmundicia. Pero lo que encontraron, para ellos, carecía de valor. No se espantaron, no sintieron temor por el hallazgo, no huyeron ni se desesperaron. Uno de ellos informó a su madre quien luego de sopapearlo, entendió de qué le hablaba el muchacho, y fue quien llamó al 911. Y allí estaba la policía. Y allí estaba Ramón Sigale.
A un kilómetro de distancia de la reja, un buzo encontró la bolsa que contenía la cabeza y las manos. Sigale le ordenó ocultarla y el hombre obedeció sin dudar.
Cuando todavía se hallaba la Científica en el lugar, llegaron los medios televisivos. Varios camiones de exteriores cercaron a la policía y enfocaron sus cámaras digitales donde la valija. Sigale huyó tan rápido como pudo, pero no logró evitar que una de las cámaras tomara su retirada y consiguiera una perfecta imagen de su rostro.
Los periodistas no obtuvieron ninguna información de parte de los policías, pero algunos vecinos se acercaron para inventar historias sobre ese y otros muertos que habían sido arrojados al riacho. Por esos relatos, el agua de color negruzco y olor nauseabundo, se había vuelto roja y de ella emanaba el peculiar olor de la sangre derramada sobre el barro. 

XXVIII. Conjeturas 

Poco antes de encarar la autopsia del cadáver hallado por unos niños en un río nauseabundo y que revelaría una verdad sobre Sigale, Ricardo “El Pastor”, recibió una carta del amante de FG N.º 1. Su lectura lo dejó pasmado. Teniendo él una mente científica, siendo un hombre aferrado a los hechos y no a las especulaciones, las referencias a sus estados mentales, la conjetura Collantz/Ulam y la narración de Stevenson, lo confundieron profundamente. Debía encontrar un significado a esas divagaciones. A diferencia de las dos notas anteriores, esta lo confundía. Las digresiones lo sumieron en una inquietante duda. ¿Quién era el supuesto amante de FG N.º 1? ¿Por qué le enviaba esas notas? ¿Qué esperaba de él al hacer esos envíos?
Volvió a las dos lecturas anteriores. Fue a la causa judicial, buscó en los innumerables folios datos que lo ayudaran a comprender. Por primera vez prestó atención al nombre del supuesto amante de FG N.º 1, reparó en el domicilio que figuraba en su primera y única declaración, la que hizo cuando presentó la denuncia por la desaparición de su amigo y descubrió un significado muy diferente a cada palabra que leyó entonces sin demasiada preocupación.

Lectura N.º 3

Música. Aritmética. Música. Matemática. 3N+1 es Música. La matemática es música. Lo comprendí luego de una larga reflexión. ¿Qué música amaría Stanislaw? Me lo he preguntado muchas veces. Se lo pregunté otras tantas. Él no lo sabía o no quería decirlo. Dijo que no sabía de qué le hablaba. Música, matemática, creaciones. ¿Mentía? Luego de mi pregunta permaneció en silencio por mucho tiempo. ¿Le importaba mi pregunta? Creo que no. Estoy seguro que no. Dijo algunas palabras sobre la música, pero sin sentimiento, y eso me perturbó profundamente. Volví a preguntarle si Stanislaw amaría alguna música. Se alteró, y dijo que jamás hablaría de ese tema. Tal vez dijo “no hablaré de ese tema, no hablaré de nada, no volveré a hablarte”. Pero no estoy seguro. ¿Por qué callar, qué sentido tendría? Estamos para conectarnos íntimamente. No hablé de sexo, la intimidad no siempre es sexual, hablé de inspiración. Yo te inspiro, vos me inspirás. La inteligencia es inspiración. La inspiración nos vincula. No nos ponemos de acuerdos sobre el amor. Cuando alguien está enamorado, la palabra surge de manera espontánea. Las palabras de uno entran en la boca del otro, se mezclan bajo la lengua y reinician el ciclo una y otra vez. Luego tu lengua toca la mía y la mía, la tuya. Ciclo. La palabra es amor, el silencio su negación. Háblame, no soporto que me ignores. Se lo dije. Si te hablo es porque te amo y si te amo debes tenerme en cuenta. El amor es siempre una conjetura irremediable. Llegué a Collantz por una accidente. Collantz fue un accidente del conocimiento, una referencia inesperada. Por Stanislaw comprendí mi propio ciclo. Partía de un punto abstracto y volvía siempre a la misma abstracción. Descubrí un ciclo repetitivo que hasta entonces solo intuía. Amor y desamor. Vida y muerte. Amor y desamor. Vida y muerte. Entonces tuve una epifanía. La compartí con él. Por primera vez comprendí por qué echado en el pequeño jardín al fondo de la casa de quienes decían ser mis abuelos, en esa pequeña porción de tierra de no más de seis metros cuadrados, permanecía inmóvil, dócil porque el ciclo vida-muerte recomenzaba con voluntad propia. Aún no comprendía que ese ciclo también se completaba con la contradicción, amor y desamor. Vida-muerte, amor-desamor. Todavía siento en la piel ese suceso. Mi padre me observaba desde una altura incalculable, su mirada era turbia. Mi madre lloraba en un rincón. La sensación crecía. Se adueñaba. Surgía entre todos una llamarada naranjazul. Pero no me quemaba, me iluminaba el rostro. De la piel a mis nervios, de mis nervios al cerebro. La humedad de la tierra y el pasto atravesaba mi ropa y envolvía mi cuerpo con delicadeza, con su perfume terroso y vegetal que actuaba como un agradable narcótico. Mi madre no dejaba de llorar y mi padre no quitaba su aliento de mi rostro. La llamarada se extinguía, solo quedaba una ceniza grasosa. Mi padre desaparecía, mi madre cambiaba el llanto por la risa. Yo no reía. Soñaba. Aún sueño y muero, al mismo tiempo. Sueño y revivo. Al principio creí que era yo quien controlaba ese momento inicial del ciclo amor-desamor, muerte-vida, pero al cabo de un tiempo, comprendí que apenas era un instrumento de una fuerza superior. ¿Mi padre? ¿Mi madre? ¿El fuego de la expiación? ¿Dios? El escepticismo es una degradación, pero la religión lo es más aún. Ese convencimiento me dio satisfacción. Soy un instrumento, tabula rasa, mi mente vacía, limpia, despejada. Accedo a la experiencia y la percepción se nutre de un néctar imposible. Llegar a la espiritualidad fue difícil. Mi espiritualidad no tiene malicia. Nadie puede atribuirle al puñal, al fuego, a la pólvora, un espíritu maligno. Son metal forjado, materia combustible, mezcla precisa de minerales, todos sin vida, sin alma, sin decisión propia. Y eso era yo, hasta entonces, un instrumento de apariencia humana que algo o alguien manipulaba con precisión. Boca arriba, sobre el pasto, miraba el cielo que estaba gris y no era más que una inesperada circunstancia cenicienta. Como ocurría siempre al inicio del ciclo, en su momento prístino, me limitaba a observar como el cielo gris se concentraba sobre sí mismo y caía sobre mi cabeza con un tremendo peso. Mi cerebro se contraía hasta reducirse a una sugerencia de materia viscosa y por un orificio entre los hemisferios cerebrales, todos mis pensamientos, mis recuerdos, mis sensaciones, mis sentimientos, resbalaban por la médula ósea y caían en un agujero negro que no permitía escapar nada de él. Allí quedaba aprisionado en mi propia singularidad, en mi propio espacio-tiempo. Era yo en estado puro y nada de lo que me rodeaba podía sustraerse a ese poder. Mi padre ya no estaba, mi madre se reducía a una pequeña lágrima cuajada, Dios a una blasfemia. Nunca pude precisar cuánto tiempo ocupaba ese suceso inicial, pero sabía que tocaba a su fin cuando toda mi humanidad era devorada por la fuerza gravitatoria de mi introspección. Cuando no quedaba nada de mí, cuando todo mi ser era absorbido, sobrevenía el silencio absoluto y la total oscuridad. Ni un sonido, ni una luz. Nada. Solo yo y mi dominio. Respirando pausadamente, jadeando suavemente, dormitando, comenzaba el regreso. Y ahora aquí estoy. Amando y viviendo. No sé si él comprendió mis palabras. Me pidió que lo liberara. No lo retenía. Era libre, podía partir cuando lo deseara. ¿Qué poder tendría sobre él? No soy padre, no soy madre, no soy Dios. Cuando alguien ama, es libre. La verdad no nos hará libre, nos mantendrá prisioneros, pero el amor nos liberará. La humanidad puede sentir amor de manera infinita, pero ¿cuántas verdades soportaría? Si la verdad reinara por completo, hace mucho que nos habríamos matado unos a los otros. Habríamos desaparecido de la faz de la tierra. La verdad es insoportable. La verdad disuelve a la humanidad como el agua un terrón de azúcar. Preferimos deambular ciegos y sordos, y esperar que una lluvia ácida se ocupe de todo lo que angustia. El ácido corroe toda la materia y hace invisible lo que ayer veíamos, tocábamos, olíamos. De una glándula desconocida surge un almizcle de verdades y mentiras. Toco esa glándula, el almizcle es untuoso y oloroso. Pero ignoro las debidas proporciones. Ni enteramente malo, ni enteramente bueno. ¿Stanislaw podría decir las proporciones? Stevenson lo advirtió eludiendo la matemática. No hay trastorno disociativo de la personalidad. Todos somos Jekyll y Hyde al mismo tiempo. ¿Qué predomina en cada uno? ¿En qué momentos? Sé mis proporciones. Conozco mi naturaleza. Reconozco mi lujuria. Todos deberían descubrir las suyas. Cada uno tiene su propia conjetura de Collantz, solo que no lo sabe. Todos han sido retratados por Stevenson. Cada noche fue un retorno al punto de partida. Cada noche fuimos el uno y el otro al mismo tiempo. Sombra entre sombras. Intimidad que nos retenía noche tras noche. Te huelo, me hueles, te hablo y me hablas, tu palabra entra en mi boca y luego tu lengua en la mía y la mía en la tuya, ¿y todo lo que obtuvimos fue un insoportable silencio? Dijiste “no hablaré, no hablaré”, y eso me sumergió en una insoportable angustia. Del amor al desamor, de la palabra al silencio, de la vida a la muerte. 

XXIX. Nada que reprocharse 

Sabía que Ricardo “El Pastor” trataría de acabar con él, apenas descubriera a quién pertenecía el torso y extremidades del cadáver arrojado en un riacho en el suburbio y descubierto por unos niños. Aunque nunca se encontrara la cabeza y las manos, las que no deberían aparecer porque había ordenado que las incineraran, el forense reconocería de inmediato un cadáver que él había preservado en la morgue judicial. Podía oír los gritos del “destripador” repitiendo por los pasillos del tanatorio “¡Te dije que te dejaras de robar cadáveres, hijo de puta! ¡Ahora sabemos a qué te dedicás!”
Sigale debía comportarse como si nada ocurriera. Por eso se impuso olvidar por un momento su desventura. Se encerró en su despacho. Su cómodo sillón lo invitó a relajarse. Cerró los ojos y se entregó a sus pensamientos.
Encontró cierto consuelo especulando con la perspectiva de un gran victoria de M, que representaría la coronación de un largo proceso. Al imaginar la posibilidad del triunfo del mercado sobre “la mierda de la justicia social”, como afirmaba M con total desparpajo, descubrió que ese largo proceso estaba signado por la letra M. Había especulado con que todos aquellos sucesos respondían a un factor determinante que llamaba el factor M, pero no lo había unido a nombres propios.
Era cierto, las M regulaban la desgracia nacional desde hacía casi cincuenta años. Ese fue un descubrimiento para él. No el único. Si M lograba la Victoria, Victoria triunfaría con él. Y Victoria y M serían como Jano, protectores del Estado, pero no el Estado del marketing, sino el que devora carne humana sin que nadie lo cuestione.
Esa reflexión le sugirió otra. El factor M estaba acompañado del factor Victoria. Ayer, las tres V del genocidio. Hoy, M y Victoria, quienes lo reivindican. Para Sigale, esa podía ser una comprobación práctica de cómo los procesos históricos comienzan en un punto determinado, y luego de girar trescientos sesenta grados, vuelve al punto de partida. Todo acaba donde empieza. No hay renovación, sino repetición. La historia era una déjà vu interminable en condiciones y representaciones diferentes.
Sigale especulaba con que las nuevas generaciones no vivieron los años de la dictadura, y que cuando un joven repara en fotografías de época la aprecia igual que a una fea pintura en una galería distante en el tiempo, la concibe como una referencia del pasado que no interpreta de modo cabal. Para él esa era una gran ventaja. Los crímenes horribles que se cometieron van perdiendo su crueldad esencial con el beneficio del periodismo a sueldo, que los presenta de modo trivial. El engaño se consuma.
En esa reivindicación del pasado que M y Victoria proponían, encontraría su mejor justificación. No resultaría para nada difícil disimular la compra y venta de niñas y niños ya para el sexo, ya para el tráfico de órganos –que el propio M ha proclamado a viva voz–, en un misericordioso comportamiento cuyo único cometido era protegerlos de una vida llena de privaciones, de malos tratos, de abusos sexuales. ¿Quién no aprobaría tan magnánima conducta? Ayer se robaron bebés para llevarlos a una vida de principios militares y religiosos, y hoy se trafica con niñas y niños para alejarlos de los sufrimientos innecesarios a los que padres carentes de moral los someterían.
La explicación sería simple pero contundente. Un exquisito pretexto.
¿Qué destino tendrían esos niños? A esa pregunta respondería con afirmaciones categóricas. “Les espera el hambre, la violencia, las drogas. Por último, la muerte”. Vidas desperdiciadas, vidas sin propósitos útiles. Eran rebaños que marchaban, inútilmente, al matadero por voluntad propia. A lo más que podían aspirar era a ser reclutados como soldaditos de un narcotraficante de poca monta, un dealer de barrio o de una zona del suburbio. ¿Cuánto vivía un soldadito? Con suerte, tal vez quince años. Al llegar a esa edad lo mataba otro soldadito, uno que pertenecía a otra banda, o la policía en un falso enfrentamiento. Y si eso no ocurría, lo mataba la droga. A los quince años su cerebro ya estaría carcomido por los químicos de la reseca del paco. Unos gramos de cocaína, otros de bicarbonato, mucho vidrio molido, cuando no, veneno para ratas en cantidades pequeñas pero suficientes. Que el cuerpo se destruya lentamente, se disuelva en un menjunje macabro.
“El Sindicato” ya se había provisto de fentanilo, sus depósitos guardaban buenas cantidades traídas de China. Pero la maquinaria del narco aún no estaba en condiciones de inundar el mercado con el químico. Sigale sostenía que matar debe ser también un arte (y en esto se asemejaba a Melquíades y su admiración por De Quincey), la muerte debe ser en cuotas, o por goteo, como se prefiera. Un muerto hoy, dos mañana, tres pasado mañana. De a poco. No se trata de producir un holocausto que provoque una reacción por parte de los no consumidores. Algo así como el síndrome de la rana hervida, el cuento de la rana sumergida en agua que se va calentando lentamente. Cuando el agua es tibia, disfruta el baño y no comprende que ya no podrá escapar de la trampa. Al final muere hervida. De ese modo debía tratarse a la gente, adaptándola a aceptar con gusto lo que finalmente la matará. Siempre de a poco, sin abrumar, acostumbrando a que cada día se estará un poco peor.
El último ensayo con fentanilo fue un desastre. Él se los advirtió. “No se zarpen”, les dijo. Y se zarparon. “Se los dije”, pensó. “Se los dije. No escuchan nada. Zarpados de mierda.”
El error en las proporciones fue mortal y las muertes sacudieron el avispero. Nunca hay que enfurecer a las avispas, se vuelven psicóticas y atacan todo lo que avistan. A las avispas hay que mantenerles calmadas. Cada tanto algo de humo para que no puedan distinguir lo verdadero de lo falso.
Sigale era un convencido de que no estábamos listos para administrar el fentanilo. Para él, éramos sudacas tanto para suicidarnos como para matar al prójimo. Marihuana, cocaína, paco, y algunos químicos, Éxtasis o Nbome para los cajetillas de Palermo y San Isidro. Eso era suficiente. Luego introducir el fentanilo, en pequeñas dosis hasta alcanzar las mayores y obtener una legión de estúpidos zombis.
Hasta entonces, atender con esmero la venta de niñas, de niños, y la de órganos. Esa era la base del progreso y había que hacerlo “con carpa”, sin escándalo. Ya vendrían tiempos diferentes, pero no había que apurarlos. Eso permitiría modelar la modernidad que planificaba el gobierno de “La Fuente”, y que él creía que M ayudaría a consolidar con su política de adoración del dios del mercado.
Muchas veces Sigale oyó a sus superiores hablar del mercado, y cada vez que eso ocurrió, se preguntó qué era el mercado. Cuando se lo mencionaban sus fervorosos defensores, le parecía que hablaban de un gran espíritu, de un Dios extraordinario que todo lo ordenaría con su sola mención. Para Sigale, “El Mercado”, convocado con entusiasmo mesiánico, sonaba a la invocación de un espíritu superior, tan maligno como destructivo de todas las relaciones sociales que no arrojaran ganancias tangibles.
También podría explicarse de otro modo. M restablecería las leyes naturales. Las leyes naturales no pueden ser discutidas, ni rebatidas, hay que aceptarlas, son eternas e inmutables. La ley natural no es más que la subordinación de los hombres a la ley divina. Cuando Dios insufló vida al barro y puso a andar a Adán, le indicó un orden y asignó un destino. Luego la mujer echó todo a perder. ¡Cuándo no, una mujer! Sigale estaba convencido de que “las mujeres eran una calamidad” y por eso siempre se opuso al ascenso de una mujer a la máxima conducción. La última con la que trató, quedó reducida a un puñado de cenizas que el viento esparció por la llanura.
M, desde su masculinidad, devolvería razón a todos los actos del mercado. Es que todo había si alterado en el último cincuenteno. O tal vez hasta un siglo atrás, o dos, desde la misma revolución patria.
El orden estaba subvertido. Y aunque muchos no lo creyeran, Sigale atribuía a “La Fuente” la capacidad de contribuir a la misión de restablecer la ley natural de las cosas. No en un sentido riguroso, dogmático. Un orden algo laxo, pero auténtico. Y en ese nuevo orden, “La Fuente” y M coincidirían, incluso aunque no se lo propusieran. El mercado organizaría a la decadente sociedad mediante una renovada esclavitud. Surgiría un nuevo orden y habría un verdadero ajuste de cuentas con todos aquellos que se opusieron al cambio. Algo de crueldad y barbarie medievales sería conveniente. Una guerra civil de baja intensidad, completaría el descarte programado.
Intuyendo ese promisorio futuro, no encontraba nada de que reprocharse. El camino a veces se vuelve sinuoso.
En la lucha diaria se cometen errores o surgen acontecimientos imposibles de predecir. Era una víctima de esas contingencias. Más sereno, decidiría qué hacer con Ricardo “El Pastor”. Eludirlo no sería difícil, le sobraban recursos. Y si no podía eludirlo, lo mataría, él mismo le arrancaría el hígado y le echaría la culpa al antropófago del foie gras. Nadie podría impedirlo. Si se lo proponía, hasta podía obligar a degustar el hígado del forense a todo su personal. Disfrutaría ver cómo cada uno de esos energúmenos se transformaba en un vulgar caníbal. Debía meditarlo con más tiempo. La venganza es un plato que se sirve frío, como el foie gras. 

XXX. El futuro nos pertenece 

Los Supremos de “La Fuente” estaban al tanto de todos esos sucesos. Al contrario de lo que se podría suponer, no estaban ellos detrás de esta tramoya. La observaban con atención, pero lejos de sentirse cómodos con los sucesos, los seguían con cierta preocupación frente a los vientos favorables que empezaban a soplar con fuerza.
Las cosas habían cambiado en los últimos tiempos y lo habían hecho de manera inesperada. Quien proponía la compra-venta de órganos y de niños había sido ungido a base de mentiras bien recitadas, con un triunfo en los favores de una parte del pueblo, que lo posicionaba para grandes aspiraciones. Todos los procedimientos conocidos hasta entonces habían quedado obsoletos. Ya no cabía recurrir a maniobras complicadas para encubrir el gran negocio de la carne humana, maniobras que no ofrecían garantía de éxito seguro. Los Supremos sabían que solo las cosas sencillas suelen tener el éxito asegurado.
Todos los problemas que comprometían a Sigale ellos lo resolverían. Nada debía fastidiar el exitoso proceso en marcha. Lo harían a su modo, recurriendo a métodos y personas confiables.
Los restos del cadáver del viejo gourmet desaparecieron. No era un gran asunto, una operación de poca monta. ¿Cuántos cadáveres aparecen por día y cuántos desaparecen? Nadie lleva la estadística y eso es muy saludable.
No lo incineraron, porque ello solo era posible recurriendo a algún horno crematorio de los muchos que disponía la organización, pero que eran observados por otros poderes. Fue enterrado, en un inhóspito terreno muy lejos de cualquier centro urbano y a una considerable profundidad. Como estaba trozado, la tumba no necesitó ser demasiado ancha, aunque sí muy profunda. Nadie lo encontraría, y si eso ocurría, porque nadie puede predecir el destino del cadáver de un descuartizado, para ese momento, jamás podrían identificarlo. Asunto concluido. El beneficio adicional era que el pobre viejo no tenía familia que lo extrañara. A veces un solitario es más valioso de lo que se piensa.
También desapareció la extraña foto que se tomó del cadáver de FG N.º 1 en el terreno baldío donde fue encontrado. Eso fue tan sencillo como deshacerse del muerto. Durante una ausencia de Sigale, un tapado de “El Sindicato”, robó la foto. ¿Habría copias? Con seguridad. Eso tampoco sería un problema. La investigación seguiría hasta encontrar al fotógrafo y liquidarlo. Así se arreglan las cosas. Los problemas, para “El Sindicato” se deben componer desde su raíz.
En cuanto a los multimedios y la publicación de esa y otras fotos que podrían aparecer, se pactó un intercambio de dinero por discreción. No fue difícil, ¿quién desearía alterar el seguro camino hacia el triunfo del libre mercado? Con seguridad, los multimedios, no. El argumento fue bien recibido por los CEOs de esos grandes medios, todos ricachones con enormes fortunas en paraísos fiscales. El arreglo satisfizo a las partes.
A Sigale le comunicaron las buenas nuevas por un emisario que parecía un clon de uno de los orcos que vigilaban a “El Interrogador” y que fueron devorados por un ejército de ratas. Era un modesto mensaje, que decía “Resolvimos sus problemas. También arreglaremos otros. Lo importante es esperar la oportunidad. ¿Podrá usted aprovecharse de ella? Evite nuevos problemas, nos distraen de asuntos importantes. Basta de problemas.” Sigale no podía hacerse cargo de ese reclamo. Los problemas surgen, aunque uno se proponga evitarlos. El mundo está lleno de inconvenientes indeseados. También comprendía la advertencia que Los Supremos le hacían. Basta de problemas. ¿Del asunto de “El Pastor” debía ocuparse él? Sin dudas. Incluso nadie objetaría que el propio jefe policial arranque el hígado del maldito forense, y que una porción de ese hígado sirva para producir una versión del foie gras, siguiendo la histórica receta de Carême, el rey de chefs. La venganza es siempre estimulante.
Por el inesperado triunfo de M, en toda la organización se había entrado en un estado deliberativo como nunca antes. Se debatía si el momento esperado había llegado. Ya no se trataría de sortear algunos inconvenientes para mantener el fructífero negocio de la carne humana; se discutía si la sociedad estaba por entrar a un período en que el egoísmo supremo alcanzaría a transformarse en una política de Estado. Por fin refutaría al salmo 1 Corintios 10:24: Ninguno busque su propia bien, sino el del otro. Para ello había que limpiar el camino, despejar la senda, como decían.
Este presente no se parecía en nada al pasado, aunque lo convocaban a cada instante. No son los viejos monstruos que vuelven a la vida mediante un magnífico conjuro. Son los nuevos monstruos, son los que hablan con sus perros muertos, los que rescatan verdugos y torturadores de los chupaderos subterráneos del pasado. Por otra parte, ¿quién sabe qué cosas horribles le sugiere a M la carne pútrida de ese perro muerto? Quién sabe que cosas horribles preparan M y su perro muerto para alcanzar la gloria máxima.
Al principio, debatían en “El Sindicato”, nadie daba por M ni un centavo. Era un payaso, un gritón a sueldo. Llevaba el insulto a flor de labios y sus gritos arrancaban sonrisas de los productores de programas de televisión. La ecuación era simple, un monstruo y un Fantino, el mismo monstruo y un Jonathan Viale. Y a cada gruñido del monstruo, la audiencia subía y subía. Recordaron el ascenso de Hitler al poder. Quien quisiera saber de eso, le bastaría con leer “Síndrome 1933”, de Siegmund Ginzberg, el libro que el papa Francisco le recomendó leer a Pedro Sánchez. Una buena lectura, le permitiría a cualquiera que accediera al libro a aproximarse al proceso de ascenso meteórico de Hitler en medio de componendas y traiciones, y compararlo con el de M. ¿No era ridículo Hitler en sus inicios en la política? ¿No poseía un histrionismo patético que en muchos provocaba risas y no temores? ¿No era un bufón ridículo Mussolini? Más de cincuenta millones de muertos fueron el resultado de aquella subestimación.
Con el triunfo de M y su Victoria, la carne humana, pasaría a valer menos que unos gramos de soja transgénica. Abundarían rebaños enteros para faenar. Foie gras, para todos y todas. Fiambres, Encurtidos. La antropofagia como arte, de acuerdo a lo descrito por el gran García Márquez. Carne de exportación y al alcance de quien pueda comprarla.
Luego, rebaños completos de cachorros humanos, compra venta de niñas y niños para la pedofilia que pasaría, así, a ser un derecho surgido del libre mercado. La compra-venta de órganos, se publicaría en los clasificados del gran matutino. Melquíades sería apenas un borroso recuerdo, un verdadero moco de pavo en toda esa historia. Y si Melquíades sería descartado, todo lo que se ligaba a él, también lo sería. El futuro estaba llegando.
¿Luego qué? La sangre goteará por los cuchillos, o algo así. No importa el instrumento. Cuchillos. Bisturís. Navajas. Sobran tantos instrumentos como verdugos. Lo que hacía falta era un Reichstag propio, aunque algo menos sofisticado, más rudimentario. Incendiar el Parlamento Nacional era innecesario. ¿Qué se obtendría con ello? ¿El aplauso de los descreídos ciudadanos que ven en los parlamentarios una conjunto de vivillos y vagos que succionan incansables las ubérrimas tetas del erario público?
Alguien sugirió una corrida cambiaria o una ola imparable de saqueos. El gran diario argentino podía provocar la corrida cambiaria con poco esfuerzo. Y en cuanto a los saqueos, solo había que negociar con las policías. ¿Cómo se organiza un saqueo? Primero la delincuencia, luego los adherentes, por último los hambrientos de verdad. Los policías llegarán lo bastante tarde como para que el pillaje se consume. No equivaldría a la quema del Reichstag, con el que Hitler galvanizó sus esfuerzos por la conquista del poder supremo, pero sería adecuado para introducir una cuota de caos a la realidad cotidiana.
Se podía asumir que así como las grandes transformaciones irrumpen en la vida de las naciones y echan abajo todo lo que se creía indestructible, había llegado la hora de hacer de todos los Melquíades que deambulan sin destino, verdaderos Karl Denke. Caníbales desmesurados, no refinados gourmets que embelesan a un candidato con porciones de exquisito foie gras.
Denkes locales que serían venerados. Frascos llenos de grasa humana, pilas de huesos en arcones siniestros, embutidos, procesados con músculos diferentes.
Siguiendo el ejemplo de M, quien de payaso mediático pasó a probarse la banda presidencial sin dejar de ser un bufón, el nuevo Melquíades debería ser tan desmesurado, tan histriónico, como cruel. Si M es el producto de la furia, Denke/Melquíades la contracara del capitalismo chabacano que no da lugar al libre comercio, al triunfo de la meritocracia y el interés individual.
¿A este proyecto se le opondrá el segundo Mandamiento bíblico, el que ordena amar al prójimo como así mismo? ¡Qué estupidez! “El futuro nos pertenece”, así razonaban los jerarcas de “La Fuente”. La justicia social sería definitivamente erradica porque era no más que “una mierda”, y la mierda siempre debe ser eliminada.

XXXI. El aroma del Tedio 

Ricardo “El Pastor” no podía oler perfumes. Su nariz estaba saturada de muerte. Desde hacía años era incapaz de diferenciar el aroma de una flor de la carne podrida. En realidad, el aroma que lo comprometía era el de la pudrición. Las otras fragancias se perdían en sus cornetes y luego morían antes de excitar los nervios olfativos.
Era un portador del perfume de los muertos. Comprendía por qué la gente se apartaba de él apenas si se les aproximaba, y que muchos hasta evitaban saludarlo. No era el perfume de las calas o los abundantes gladiolos en las coronas funerarias, que es en verdad el olor de los velatorios. Era olor a tripa en descomposición, a sangre coagulada, a fluidos estancados.
Después de despanzurrar decenas de cadáveres, toda su humanidad se había encallecido. No sabía llorar, no podía hacerlo, no solía sentir piedad ni pena por los muertos que eran depositados en la mesa de autopsia día tras día, cuando no, hora tras hora. Estaba convencido de que un forense no puede vincularse sentimentalmente al cadáver que va a despostar. Es un objeto, motivo de estudio, de análisis. Observación externa meticulosa, tiempo craneal, tiempo troncoabdominal, corte en forma de “Y”, pool de vísceras. Sangre, orina, humor vítreo, contenido gástrico. Esto era lo que él veía de un cuerpo y no se interesaba por ninguna otra cosa. Si amó, si sufrió, si luchó, no le interesaban. Eso quedaba para los detectives. Todo fue así hasta que llegó el cadáver de FG N.º 1 y con él el denunciante, quien se presentó como un amante del muerto y que fue quien ofreció valiosa información para investigar el homicidio.
Hasta el caso de FG N.º 1, la muerte, para “El Pastor”, no podía asociarse a la poesía. Pero por el caso de FG N.º 1 y su supuesto amante, conoció a Baudelaire. Tantas menciones al poeta maldito, que al final sintió curiosidad científica y compró una edición en castellano de Las Flores del Mal. El título “Las flores del mal” le pareció simpático. Flores del mal, fue, para él, una muy buena asociación. Hasta esa oportunidad, las flores eran tan fútiles como las mariposas o los pajaritos. Bonitos, sí, por qué no, pero carentes de interés para un despanzurrador de gente muerta. En la morgue no hay flores, ni mariposas, ni resuena el canto de los pajaritos. Todo es frío y lóbrego.
Ricardo “El Pastor” no leía poesía. Jamás lo había hecho. Tampoco novelas. Lo aburrían. Salvo “A sangre fría” de Capote. Esa la leyó varias veces y supo disfrutarla.
Su lectura preferida eran los textos que enseñaran sobre autopsias. Pero comprendió que si quería captar algo de esa enfermiza relación entre un amante abandonado, FG N.º 1 y el extraño Melquíades, tenía que bucear en el poeta del mal.
Todo lo que a su vida se asociaba, allí estaba en verso descrito con pluma maestra. Buscó muerte, y encontró muchas muertes. Buscó sangre, y también halló mucha sangre vertida. Cuerpos retorcidos, flacos, ventrudos, flácidos. Vientres podridos y batallones de larvas, intestinos pesados que caían en los muslos, carroñas, carnes de niños, amantes ebrios de carne, carne inerte y carne triturada. Todo el material que él a diario reducía a pequeñas porciones en tubos de ensayo, allí estaba. Se aproximó algo a Baudelaire y por eso también a los seres vivos y muertos que estaba investigando. Baudelaire era la conexión con FG N.º1, el enamorado denunciante, Melquíades y la investigación. Tal vez si lograra comprender “Las flores del mal” del poeta francés, podría hacerlo con aquellos.
Como Baudelaire sugería, en el lenguaje de las flores y las cosas mudas podría haber claves que no había comprendido. Flores malsanas, como esos narcisos que llevaba el muerto en cada malo y que le Sigale atribuyó a una inexistente variante Sion. 

En esos días notó un cambio alrededor suyo. Su presencia las más de las veces no era bien recibida en muchos lugares, pero, hasta ese día, había quienes hacían un gran esfuerzo por disimular el rechazo. Sin embargo, hubo un momento que no pudo precisar, que todos, incluso aquellos más benevolentes, lo esquivaban. Nadie lo quería cerca de ellos. Su personalidad sufrió una mutación extraordinaria. Se volvió paranoico, agresivo e irrespetuoso con todos los que se le aproximaban.
Muerto su olfato, solo capacitado en oler la muerte, no pudo sentir la emanación fúnebre que rodeaba su cuerpo. Era un halo imperceptible, pero algo nauseabundo, como si pequeños fragmentos de carne podrida lo siguieran a todas partes.
Al principio, sintió furia por el desprecio, luego desánimo. Hombre obstinado, no se resignó. Ignoró el maltrato, después de todo, es lo que había sufrido desde pequeño, desde el momento en que manifestó su decisión de ser un perito forense. Su padre lo tildó de loco, su madre de idiota, y sus hermanos mayores lo sometieron a una burla constante. Lo atormentaron durante años comparándolo con un destripador. Le gritaban “destripador” y lo comparaban con el destripador de Yorkshire, y que, como el asesino inglés, iría por el mundo mutilando mujeres a las que les abriría el vientre para sustraerles sus órganos.
Tal vez dos o tres días antes de morir, estando en su despacho, en uno de los subsuelos de la morgue, recibió una nueva carta del denunciante de la desaparición de FG N.º 1. Recibió la carta hasta con cierto temor. La última lo había llenado de intrigas. En esa oportunidad le escribía sobre dibujos y aromas.
La misiva empezaba con una inquietante pregunta “¿sabe dónde está el cadáver del viejo gourmet?” Tardó en reaccionar. ¿Por qué le haría semejante pregunta?
No le interesaba el destino del muerto, porque sabía qué había ocurrido y quién era el responsable. Pero lo extraordinario no era la desaparición del cuerpo, sino que con la misiva, había una nota que parecía escrita con la sangre del muerto que decía “Nuestros pecados son testarudos, nuestros arrepentimientos cobardes”. No le encontró sentido. Recién, cuando hizo que su sonriente ayudante googleara el texto, descubrió que se trataba de un poema de Baudelaire, “Al lector”, que tal vez habría leído con anterioridad, luego de que adquirió “Las flores del mal”, tratando de comprender aquel crimen.
Escuchó en la voz del ayudante el recitado del poema. Reparó en los últimos versos, que dicen “entre los chacales, las panteras, los podencos, / los simios, los escorpiones, los gavilanes, las sierpes, / los monstruos chillones, aullantes, gruñones, rampantes / en la jaula infame de nuestros vicios, ¡hay uno más feo, más malo, más inmundo! / Si bien no produce grandes gestos, ni grandes gritos, / haría complacido de la tierra un despojo / y en un bostezo tragaríase el mundo: ¡es el Tedio! — los ojos preñados de involuntario llanto, / sueña con patíbulos mientras fuma su pipa, / Tú conoces, lector, este monstruo delicado, —Hipócrita lector, —mi semejante, —¡mi hermano!”

“Hipócrita lector”, ¿a él se refería? ¿A él llamaba “mi semejante” “¡mi hermano!”? ¿Lo era? Se detuvo en la palabra, tedio. Le pidió a su ayudante que recurriera al diccionario de la Real Academia. El joven leyó el significado. Tedio: fuerte rechazo o desagrado que se siente por algo. Justamente ese sentimiento le provocaba Sigale. Un fuerte rechazo, un gran desagrado. Lo soportaba con una enorme carga de hipocresía. Sus deseos de deshacerse de él habían crecido en los últimos tiempos, pero hasta entonces, había sabido dominarlos. Tal vez ese sentimiento lo asemejaba a Melquíades, lo hermanaba con el homicida.
El gran monstruo era el tedio, y al lado del tedio, Melquíades era una tabla de salvación para él y una ruina para Sigale. El antropófago le ofreció una oportunidad a su vida, le entregó un cadáver extraordinario, depositado en un lugar inesperado, en un altar construido especialmente para la ceremonia funeraria.
Le entregó el cadáver de un hombre bello, al que tal vez amó, y al que se le drenó la sangre, extirpó el hígado, lavó, perfumó, vistió con cierta elegancia y engalanó con narcisos amarillos. Y ahora le entregaría los despojos de un cuerpo robado, mutilado, un espanto de carne podrida, larvas y gusanos maduros. Lo consagraría a Sigale para que acabara con ese sentimiento de intenso rechazo contra alguien de quien sabía de qué era capaz, pero que nadie se había atrevido a desenmascarar. Para que hiciera con él lo que quisiera; justicia, se prefería llamarlo de ese modo, o injusticia, que era lo que merecía.
Esa misma noche, mientras Ricardo “El Pastor” trataba de conciliar el sueño, el torso del viejo gourmet fue desenterrado y arrojado a la entrada del edificio donde estaba el departamento que comandaba Sigale. Un cartel pendía de un colgajo del cuello con un mensaje manuscrito dirigido a nombre de Ramón Sigale. Quien lo hizo, escribió el recado usando como tinta, grumos de sangre, larvas que devoraron los tejidos y tierra de la sepultura. El mensaje repetía “Nuestros pecados son testarudos, nuestros arrepentimientos cobardes”.

A los multimedios llegó el anuncio de que un cuerpo humano al que le faltaban brazos, manos, piernas y cabeza, había sido arrojado frente a una dependencia policial. Los pocos transeúntes que a esa hora pasaban por el lugar, huyeron despavoridos. Un escándalo público se desató al instante. Los camiones de exteriores de la televisión local llegaron al lugar en pocos minutos, y aunque la policía, advertida, trató de ocultar el torso podrido, los medios llegaron a captar imágenes que mostraban el macabro hallazgo. Ramón Sigale y Ricardo “El Pastor” fueron convocados de urgencia por sus mandos superiores, para que se hicieran cargo del patético suceso.
El forense fue el primero en llegar al lugar. No dudó ni por un instante de a quién pertenecía ese pedazo de cuerpo sucio de tierra y en descomposición, que exhibía un gran tajo en el abdomen por el que se le había extraído el hígado. El descuartizamiento parecía salvaje, realizado con una sierra o una herramienta similar. No lo espantó la brutalidad, pero dedujo que quien la realizó no era un experto en el desmembramiento de un cuerpo humano.
Ramón Sigale llegó algo después que el perito. Los dos evitaron mirarse, y “El Pastor”, a pesar de que segundos antes pensó en todo lo que iba a decirle a Sigale, no pudo pronunciar ni una palabra. Intuyó que un drama, una tragedia de imprevisibles consecuencias, estaba por presentarse en la vida de todos los involucrados.
El olor a muerte que lo envolvía, se volvió mucho más intenso. Todos los que se le acercaron lo notaron, pero lo atribuyeron al perfume nauseabundo del cadáver, por el que reptaban pequeñas y blancas larvas y gordos gusanos que devoraban los tejidos con indescriptible entusiasmo.
Apenas comenzó a circular la noticia del espantoso hallazgo, llegó a los mismos multimedios un mensaje en el que figuraba la dirección de una casa en un paquete barrio citadino. Según ese mensaje, en el sótano de ese domicilio, se produjo el descuartizamiento de la víctima.
Junto a esa información, se adjuntó la foto de una detective desaparecida. La foto de la mujer tenía impreso en el dorso un epígrafe que decía “¿Por qué fue asesinada la detective conocida como Taga o Muna Morrison?” Apenas los periodistas investigaran de quién se trataba, descubrirían que la detective tenía a su cargo una pesquisa sobre un supuesto asesino serial –investigación hasta ese momento no conocida por la opinión pública–, y estaba desaparecida desde hacía mucho tiempo. La pregunta que surgiría al instante, sería si la mujer fue desaparecida y asesinada para ocultar la verdad de lo que había descubierto.
Poco después de conocer la policía estas noticias por informantes, una caja llegó al despacho de Ramón Sigale. Estaba envuelta en varias capas de papel film, pero su sellado no era hermético.
La encomienda estaba a su nombre, y en el remitente, escrito a mano con delicada caligrafía, figuraban las coordenadas (48°50’16″N 2°19’42″E), desde donde se habría hecho el envío. Adherido a la caja, un sobre blanco, también a nombre del policía, parecía contener una pequeña esquela. Sigale fue puesto al tanto con un llamado a su celular de parte de uno de sus fieles colaboradores. La orden fue terminante, nadie debía abrir esa caja, lo haría él en cuanto llegara a su oficina. El colaborador permaneció junto al paquete para garantizar que se cumpliera la orden de su jefe. El hombre no pudo disimular que el bulto comenzaba a heder, el olor era nauseabundo y penetrante. En cosa de minutos, ese perfume malsano invadió todo el piso. Los más sensibles, vomitaron, otros abrieron las ventanas para ventilar los salones. Un jefe de muy alto rango, en medio de repetidas arcadas, ordenó abrir la caja ignorando el pedido de Sigale. La caja fue abierta. Una cabeza humana y dos manos en avanzado estado de descomposición, quedaron a la vista. Una mujer se desmayó, se oyó un grito “¡saquen esa mierda de acá!” Uno de los policías presentes, quien había recibido al viejo gourmet cuando fue citado por Sigale, reconoció a quién pertenecía esa cabeza. Exclamó “¡es la cabeza del hombre que murió acá de un ataque al corazón!”. En ese preciso momento, Ramón Sigale entró a su despacho. Los ojos del muerto estaban abiertos y miraron directo a Sigale. No pudo pronunciar ni una palabra. Su suerte estaba echada.


XXXII. “El Administrador” 

El jefe policial estaba nervioso por su situación. Para “El Sindicato”, en cambio, esos sucesos no eran para nada preocupantes. Los jefes policiales suelen ponerse nerviosos por naderías, por asuntos triviales como una o dos muertes. Muertos y asesinos habrá siempre. Desde Caín para aquí, siempre ha sido así. Había que mantener la prudencia y no perder la calma. Los Supremos no vieron con buenos ojos que Sigale abandonara su despacho y dejara en manos de “ese arrogante forense” todo lo vinculado a la aparición de un torso decapitado, una cabeza y manos que con seguridad pertenecían al mismo descuartizado, y las fotos y menciones de la detective desaparecida. Pero Sigale, por primera vez en su vida, estaba desorientado, sin saber qué hacer. Necesitaba consejo, quería consejos y especuló con que los mayores podrían ayudarlo. Por eso pidió una reunión urgente con alguno de los más destacados Supremos. La entrevista, que sería breve, por demás, fue concedida, pero no con quién él hubiera deseado. “El Sindicato” envió a “El Administrador”.
Cuando “El Administrador” era enviado a intervenir en un problema, era porque los jefes máximos estaban disgustados.
“El Administrador” estaba informado al detalle de todos los problemas. El primer asunto a considerar era si el negocio peligraba. En absoluto, el posible triunfo de M y Victoria en las primarias, prometía un futuro más que prometedor. Entonces, lo que correspondía, era mantener ese futuro a buen resguardo. Sigale ya no era garantía para el éxito de esa protección. Sería sacrificado. Esa era decisión tomada, aunque él no lo supiera o prefiriera no admitirlo.
En un bar de mala muerte, de un apartado sitio de la provincia, donde siempre atendía sus asuntos “El Administrador”, ese hombre mayor, calvo, gordo, de cara redonda, mejillas sonrojadas y vestido con ropas baratas, esperó a Sigale para atender sus preocupaciones. Lo vio llegar muy agitado, y mientras bebía un café repugnante, como era su costumbre, comprendió sin que mediaran palabras que el hombre había perdido el juicio. Sigale llegó hablando para sí, sin detenerse, en un monólogo patético. El Administrador no se sorprendió por ese comportamiento. A lo largo de tantos años de servicio, había tratado con muchos fracasados que trataban de explicar sus reveses hablando y hablando sin detenerse. La abundancia de palabras nunca logró confundirlo, sabía lo que debía decir y tenía que hacer.
Sigale no estaba conforme con el interlocutor. Sabía qué significaba la presencia de “El Administrador”. Él siempre se ocupaba de poner las cosas en orden, y para eso podía ejercer un poder discrecional.
¿Qué podía decirle a ese burócrata que con paciencia esperaba el momento oportuno para hacerle saber el disgusto y la decepción de Los Supremos? Debía asumir que no sabía qué decir. “¿Usé y eliminé a una detective? ¿Hice ejecutar a “El Interrogador” sin consultar a nadie? ¿Mandé matar a “El Auditor” porque era un estorbo? ¿Me cargué a “El Oráculo” porque ningún cerebro privilegiado podía competir ya con la Inteligencia Artificial? ¿Me tomé atribuciones que excedieron mi mando? ¿Tuve aspiraciones desmedidas?” El silencio de Sigale no alteró el ánimo de “El Administrador”. Mantuvo su mirada en los ojos del policía al tiempo que deducía qué el hombre estaba tratando de encontrar las palabras adecuadas para explicar sencillamente ese escándalo.
“Sigale, soy todo oídos, tengo algunos minutos para atenderlo”. Pero cuando Sigale iba a hablar lo interrumpió con un gesto.
—Quiero advertirlo antes de que empiece con las explicaciones. En “El Sindicato”, y en especial en “La Fuente”, quieren saber si tiene modo de arreglar todo este descalabro. Nadie quiere prejuzgar, lo apreciamos Sigale, pero no estamos obligados a arreglar todas las cagadas que usted cometa. Si no tiene manera de corregir este quilombo, no me haga perder el tiempo. Ahorremos palabras, y dedíquese a encontrar las soluciones.
—¿No dijeron que se encargarían de todos los problemas? –La pregunta de Sigale reveló soberbia y disgusto.
—Lo hicieron. Perdón, me corrijo, lo hicimos. Pero a usted hay mucha gente que no lo quiere. –Con serenidad respondió “El Administrador”.
—No busco amor, busco éxitos.
—Si ese es el caso, lo suyo no lo demuestra.
—¿Quién me tiró el muerto?
—¿No lo sabe? Melquíades, Sigale, Melquíades Ezequiel Odamxur.
—Imposible, no existe.
—¡Ay, Sigale! Melquíades somos todos. ¿Sabe con cuántos antropófagos convivimos a diario? Todos comemos carne humana, Sigale, todos los días y a toda hora. Usted como carne humana, Sigale, y, además, es insaciable. Devoró a “El Interrogador”, a “El Administrador”, a Taga y hasta al propio Dixi.
Sigale calló por un momento, buscaba una respuesta, pero “El Administrador” no le dio tiempo.
—Usted tiene demasiados enemigos, Sigale. No es un ingenuo como para no comprender que no puede quedar impune que usted se haya cargado a “El Interrogador”, “El Auditor” y haya inducido la muerte del gran Dixi, aunque esta muerte la hayan presentado como una muerte natural. Eso no lo cree nadie. Lo de la detective le ha granjeado el odio de parte de la policía, porque usted sabe mejor que nadie, que todos creen que usted la mando a la muerte. Si en algún momento se enteran de que fue usted quien ordenó asesinarla, va a tener más y peores enemigos que ahora.
—Cumplí órdenes.
—¿Sí? No lo sabía. ¿Y dónde están asentadas esas órdenes? Porque yo soy el administrador en jefe, por mis manos pasan todos los documentos de “El Sindicato” y los muy reservados de “La Fuente”. Nunca supe que autoridad alguna le haya encomendado esos crímenes.
Sigale estaba próximo a un ataque de furia.
—Cálmese Sigale, cálmese. Las órdenes orales, si es que existieron, en la organización no cuentan. No intente ese justificativo, porque esos que usted dice le dieron las órdenes, serán sus peores enemigos. No complique más las cosas. Hágase cargo y arregle las cosas. Le repito, el cadáver se lo tiró Melquíades, la hermosa cajita con la cabeza y las manos se la mandó Melquíades, la dirección de la carnicería donde descuartizaron al tipo, la mandó Melquíades, la foto de la detective, la mandó Melquíades. ¿Me comprende?
—No soy estúpido.
—Bien, me alegro. Melquíades es una realidad. No podemos evitar que exista porque la razón de nuestra existencia es comer carne humana. Somos capitalistas, Sigale, lo que importa es la ganancia, el dinero. Lo demás es para la Iglesia. Le reitero mis palabras, ¿tiene modo de arreglar todo este descalabro?
Sigale permaneció en silencio. ¿Tenía manera de arreglarlo? En ese momento no podía conjeturar ninguna solución, sabía que la operación en su contra no había terminado.
—Entiendo su silencio como una negativa, al menos una duda razonable. Pero si usted no puede, sus superiores lo harán. No tengo que explicarle cómo ellos arreglan los negocios cuando se salen de control.
Luego de un par de sorbos del asqueroso café express, continuó hablando. “Ahora bien, si usted no tiene nada inteligente qué transmitirme y, por lo tanto, yo no tendré nada útil que informar a nuestros superiores, le sugiero que vuelva a su automóvil, regrese al lugar que no debió nunca dejar, y arregle todo ese quilombo. Así, esta noche, Dios mediante, todos cenaremos tranquilos, imaginando que un futuro lleno de riquezas, nos pertenece.” Sigale no pudo hablar, permaneció en silencio sin quitarle la vista al burócrata. ¿Pensó en matarlo? Sí, Sigale siempre asociaba la solución a sus problemas con la muerte ajena. Esta no era una excepción, pero semejante crimen lo hubiera condenado sin remedio. Aún podía encontrar una salida a todo ese descalabro.
“Conviene que se marche ahora mismo a cumplir con sus obligaciones”. Fue lo último que dijo “El Administrador” antes de levantarse, dejar unos billetes en pago por el repugnante café, y encarar hacia la calle. Casi al mismo tiempo, un destartalado automóvil que manejaba otro anciano lo pasó a recoger.
El policía permaneció en el barsucho sin atinar a mover un pie, estaba paralizado. “El Administrador” subió al auto que se alejó lentamente. Su aspecto podía pasar por el de un buen abuelo en busca de sus amados nietos. ¿Por qué ese viejo y destartalado automóvil? Porque la humildad y la mesura deben ser sinceras en lo espiritual y en lo material. Así pensaba “El Administrador” y así actuaba siempre. Y repetía cada vez que acababa una entrevista “ostentar es morir en vida, solo la discreción te guardará, preservará tu inteligencia, librará del mal camino y de los hombres que hablan y comenten perversidades”.

XXXIII. Aureliano B. 

La repentina ausencia de Ramón Sigale sumió en el desconcierto a todo el Departamento. El nerviosismo ganaba a todo el personal. Las noticias sobre el cadáver decapitado aparecido a las puertas de esa repartición y las del supuesto hallazgo del lugar donde se habría cometido el crimen y el descuartizamiento, se multiplicaban en los informativos televisivos y en las radios. El escándalo alcanzaba la forma de un sainete macabro.
Ricardo “El Pastor” fue de los últimos en saber que el hombre había desaparecido sin indicar dónde se lo podía ubicar. El forense eligió guardar silencio, no haría ningún comentario en ausencia del Sigale. Iba a cargar contra él cuando lo tuviera frente a él. No negaba el odio que sentía por Sigale, pero ese odio no alteró su carácter. Lo esperaría lo que fuera necesario y cuando lo tuviera a mano, primero le diría todo lo que tenía para decirle y luego le rompería la cara a trompadas.
Pero la superioridad quería acciones rápidas, había que contener el escándalo y minimizarlo lo más que se pudiera. Si Sigale estaba ausente por la razón que fuere, otro jefe se haría cargo. Además, gran parte de la oficialidad superior no quería ni oír pronunciar el nombre Ramón Sigale. Los había expuesto a todos, a la Institución, a quienes lo respaldaron y protegieron en repetidas ocasiones. Muchos de ellos, miembros de “El Sindicato”, ya habían recibido repetidas quejas de la organización. Las cosas se estaban complicando demasiado.
Los grandes medios asumieron con entusiasmo la publicidad de los últimos sucesos policiales. ¡Una gran noticia para aumentar la audiencia en cada uno de ellos! No siempre se arroja un cuerpo decapitado, sin manos ni pernas, frente a una sede policial. No siempre de un cadáver decapitado, pende de un colgajo un imaginativo cartelito con unos versos de Baudelaire. ¡Qué creatividad! No siempre las cámaras de una sede policial dejan de funcionar en el preciso momento en que el cadáver es abandonado en el lugar. No siempre se informa del sitio donde supuestamente se ejecutó el crimen y el descuartizamiento. ¡Un notición! Imperdible. Y un notición no ocurre muy a menudo.
“El Sindicato” intentó una enérgica queja a los multimedios. ¡Cuánto había pagado por la discreción! Los acusó de no cumplir los acuerdos. Pero todos rechazaron la imputación. No habían violado el pacto que sellaron semanas atrás con “El Sindicato”, aunque era cierto que fue aceitado con buenas contribuciones. Por ello, en ningún informativo de los beneficiados con el óbolo mafioso, se volvió a hablar del cadáver de FG N.º 1, tal como se habían comprometido. Pero esas novedades no entraban en ese acuerdo y, además, era demasiado tarde para ignorar lo que decenas de personas habían visto lo que vieron esa rara mañana. Negar la información a la gran audiencia hubiese sido más que sospechoso.
El torso en la puerta del edificio policial, la cabeza y las manos en una caja cuyo destinatario era Ramón Sigale, la dirección del matadero, eran noticias que se exageraban minuto a minuto. A medida que los minutos corrían, la extralimitación era la regla.
Pero lo que los policías no podían obviar, era el rumor que crecía, y en eso no había exageración alguna, de que el propio Sigale había enviado a Taga a una muerte segura. En la repartición había un ánimo de rebelión y todos eran conscientes de que lo peor que podía ocurrir era una fractura horizontal de la fuerza policial.
“El Pastor” recibió en su celular la orden de acompañar al jefe que se haría cargo de la investigación en ausencia de Sigale. Le comunicaron que, por el momento, Sigale quedaba rebelado de todas sus responsabilidades. Luego se procedería a su remoción como jefe de ese Departamento y de sus competencias en los ámbitos de Inteligencia y Contrainteligencia. Con seguridad, un cargo de mucho menor jerarquía sería su próximo destino. Y eso si evitaban la exoneración que muchos reclamaban.

Aureliano B. se presentó a “El Pastor” como el detective a cargo del caso del descuartizado. ¿Y del asunto de la detective? Eso estaba en manos de los jefes más importantes. Esperarían la versión de Sigale, no precipitarían una decisión sin escuchar su descargo. El asunto era demasiado grave como para tomarlo a la ligera.
Aureliano B. era un hombre joven, que venía precedido de los mejores pergaminos. Era un ser luminoso, tal vez demasiado para el forense, acostumbrado a la luz de los tubos fluorescentes y a la oscuridad de la morgue.
Se dirigió con mucho respeto a “El Pastor”. A diferencia de muchos otros que lo primero que le preguntaban era por su nombre, el joven policía no demostró sentir curiosidad por ese dato. Saludó con parsimonia, algo exagerada para el perito, y lo puso al tanto de la próxima misión, dirigirse al domicilio que se sindicaba como el lugar donde se asesinó y descuartizó al NN. El nombre del muerto aún estaba en investigación. Los datos aportados por “El Pastor”, estaban siendo corroborados. La burocracia policial siempre tiene tiempo para corroborar un dato, aunque sea el de mayor precisión, como era ese.
—Sé que la información sobre ese sótano es correcta. –Aureliano B. así lo aseguró.
—Lo sabemos todos. Sé de dónde viene la información. Esos no se hablan al pedo, aunque es seguro, y lo digo por mi experiencia, que si ahora informan es porque lo sabían desde hacía mucho tiempo.
—¿Qué sentido tiene todo esto? No lo comprendo. En estos años de investigador jamás vi algo semejante.
“El Pastor” trató de no ser grosero, pero él era un convencido que lo que aún investigador le parecía un asunto, no tenía la menor importancia.
—Sabe lo que pasa, oficial, es que todo este mundo se tiene que ir a la mierda. Todo está podrido.
—Bueno, no todo. ¿Usted está podrido?
—Repodrido. Podrido por completo. De las uñas de los dedos de los pies a los pelos de la cabeza. Soy una pudrición que se sostiene de manera artificial. Respiro porque hay que respirar. Como porque hay que comer. Huelo a mierda todo el tiempo. Llevo el olor a carne podrido en mis bolsillos. ¿Cómo se limpia eso? No hay modo. La carne podrida no se puede limpiar, nada te libera de su olor.
Todo se tiene que ir a la mierda. Por este caso leí hace unos días un delirio de un tipo que no acabo de descifrar. Me escribió una carta, la tercera, argumentó que debíamos esperar que una lluvia ácida se ocupe de todo lo que angustia. El ácido corroe toda la materia. Cuando leí esa oración por primera vez sentí una gran repulsión contra el tipo. Después de toda esta mierda, creo que tiene razón. Le doy la razón: una buena lluvia de ácido que acabe con la mayoría de la humanidad, ¡basta de mierda! Y a empezar de nuevo, pero sin Adán, sin Eva, sin manzana, sin Edén. Solo apechugar, romperse el culo laburando y dejarse de joder. Eso tiene que ocurrir. Si no da para el ácido, un suicidio en masa. Todos al mismo tiempo, ¡bum! Un tiro dentro de la boca, lo más eficaz, no falla nunca. Te arranca el paladar, y arrastra la muerte hasta el cerebro, que se disuelve con plomo, pólvora y finas astillas de hueso que desmenuzan el cerebro. Chau picho, nadie sobrevive a un disparo dentro de la boca.
Aureliano B. guardó silencio. Caminaba al lado del forense como un autómata. Podía oír la entrecortada respiración de “El Pastor”. La fatiga del perito le sugirió al joven policía la conveniencia de usar un auto policial para llegar al lugar. Por su celular pidió un patrullero, una unidad de la policía científica, y personal de refuerzo. No sabía con qué se encontraría en ese antro. “El Pastor” apoyó el pedido. En cuestión de minutos llegó el patrullero, subieron al automóvil y se dirigieron a la dirección donde se aseguraba, se asesinó y descuartizó a una víctima.

—Vos, ya debés saber qué dije a quien correspondía, a quién pertenecía el torso que tiraron en la puerta del edificio.
—Sí, lo sé. Usted informó con detalle.
—¿Te jode que te tutee?
—¡No! Para nada. Pero déjeme que lo trate de usted, porque usted es una celebridad para todos los más jóvenes.
—Boludeces.
—Si usted lo dice. Pero el personal no piensa de ese modo.
—Bueno, me da una novedad interesante.
—¿Cuál?
—Que el personal piensa. Sigale le diría que el personal no está para pensar, está para obedecer.
Aureliano B. rio sin contener la risa. El chofer observaba por el espejo retrovisor el rostro demacrado de “El Pastor”, y le pareció que había envejecido diez años de golpe. “Llegamos”, dijo, y detuvo el patrullero al frente de una casa algo vieja pero de aspecto cuidado en el exterior. Minutos después llegó la Científica y los refuerzos. Por orden de un Juez forzaron la puerta de entrada. Apenas se abrió, el olor a carne podrida los golpeó a todos. El único que no cubrió nariz y boca para protegerse del inmundo aroma fue “El Pastor”. Su olfato estaba muerto, y aunque hubiera podido sentir el perfume, no le hubiese resultado nauseabundo, sino familiar. Una guardia no muy numerosa quedó custodiando la entrada a la casa. 

Primero accedieron “El Pastor” y Aureliano B., luego los de  la Científica, por último el grupo de choque. El encargado de proteger a los dos policías a cargo de la investigación, el jefe del grupo de Infantería, reclamó ser el primero en ingresar, pero el forense le dijo que en ese lugar no se toparían más que con mierda, con carne podrida, algún pedazo de hueso y nada más. No habría tiros, ni lucha cuerpo a cuerpo, ni nada semejante. Incluso predijo cómo encontrarían ese sótano de muerte. Sucio, abandonado, porque quién o quienes asesinaron y descuartizaron al fulano, nunca sospecharían que el lugar sería delatado. Habría pruebas suficientes para confirmar quién era la víctima y, con algo de suerte, hasta podrían identificar a algún responsable del crimen, aunque sobre las consecuencias de ese descubrimiento, “El Pastor” era escéptico. Conocía mejor que nadie que los datos que comprometieran a algunos criminales profesionales, se perderían en los sumideros de la burocracia de la policía o de la Justicia. Siempre ocurría de ese modo.
La casa del crimen, como la llamaron los noticiarios de los multimedios que tardaron nada en arribar al lugar, era una casa antigua pero paqueta. Bien cuidada, de mármoles limpios y bronces lustrados. Pero los vecinos, guiados de aquello de que quien calla otorga, afirmaron que nunca vieron a nadie, ni hombre ni mujer, limpiar la casa. Así que, de acuerdo “a los dicentes vecinos del barrio de la casa del crimen, no se puede identificar a ningún posible morador y/o visitante”. Todos, en especial Aureliano B. y Ricardo “El Pastor”, sabían que los vecinos mentían. Se llama curarse en salud. ¿El hombre calvo, corpulento, de no más de cuarenta años de edad, que ingresó en varias oportunidades cierto día, primero con una enorme moladora recién comprada y luego con una gran valija de viaje? ¿El mismo que tiempo después salió portando el equipaje que se suponía algo pesado, por el esfuerzo que le exigía moverlo, no fue visto por nadie? No, por nadie. Ni por casualidad, ni por accidente. Aureliano B., dijo, “ya se sabe que no hay peor ciego que el que no quiere ver”. La información llegada a la policía afirmaba cosas que nadie se atrevía a corroborar.
¿Un hombre calvo, corpulento, a quien un pequeño colgajo de carne le adornaba el rostro, debajo del ojo derecho, a la mitad de la enrojecida mejilla? Nadie lo había visto. ¿Sería el mismo al que otro pedazo de carne le adornaba la botamanga del pantalón? ¿Un tipo amable, que destinó algunos minutos a conversar con una joven vendedora de marroquinería, quien juró, sin avergonzarse, que no podía recordar quién fue el comprador de una enorme valija de viaje, que no le pidió comprobante alguno de la costosa compra?
El olor a podrido les indicaba el camino. “El Pastor” se asombró de que fuera tan penetrante. No siempre los asesinos son limpios, pero la inmundicia obligó a Aureliano B. y los demás policías a cubrir sus bocas y narices con un pañuelo.
La entrada al sótano no estaba asegurada. Una modesta puerta de metal que daba a una escalera de cemento, era todo lo que separaba a los policías de su destino.
El sótano se hallaba bastante por debajo de la planta baja, tal vez unos diez metros, mucho más de lo acostumbrado. Esa profundidad los convenció de que ese ambiente había sido construido para tan repugnantes tareas. Se trataba de una verdadera sala de torturas.
Ninguno sabía con qué podían toparse allí abajo, por eso los primeros en descender fueron los de Infantería, luego los de Científica y por último Aureliano B. y “El Pastor”. El espectáculo con el que se encontraron era patético. Asombroso. Un enjambre de insectos engordados con carne y sangre humana dominaba el sótano. Espantarlos no fue sencillo. Los más, buscaron recovecos donde escabullirse.
El reducto era amplio. Si bien no tenía las mismas dimensiones que la casa, era lo bastante grande como para disponer de una mesa de cirugía, donde seguramente se torturaba a las víctimas, una jaula que oficiaba de prisión temporal, y una heladera de tipo industrial. Una pequeña mesa y dos sillas completaban el mobiliario. Contra una pared, varios instrumentos de tortura adornaban una placa de un metro y medio cuadrado de aglomerado. Lucían bisturí, tenazas, diferentes pinzas, una sierra de dientes enormes, y hasta un pequeño soplete para conectar a una garrafa.
Una heladera industrial estaba a unos metros de la mesa de torturas. La abrieron sin ceremonia. Funcionaba perfectamente. Estaba programada para mantener baja la temperatura, a unos cinco grados. Dentro de la heladera había cuatro tarrinas bien selladas, por lo que no podían saber qué contenían. En un recipiente bien refrigerado fueron llevadas al laboratorio policial para saber qué contenían. No había manera de que supieran que faltaba una tarrina.
Los sorprendió una pequeña puerta en la parte posterior del sótano, que parecía conducir a otro ambiente. Esa puerta estaba soldada. Debieron convocar a un equipo con una moladora para cortar las soldaduras.
A simple vista se apreciaban trozos de carne y manchas de sangre que estaban esparcidos en todas direcciones. No había dudas de que se trataban de los restos del hombre descuartizado. Hallaron también la amoladora con que se trozó el cuerpo. Contra una pared, paralela a la mesa de torturas, una línea de cane y sangre estaba estampada en un bruto dibujo negro y rojo. Era la huella inconfundible de los residuos que la gran amoladora arrojó mientras seccionaba el cadáver.
Entre la carne, las larvas más pertinaces, danzaban histéricas mientras devoraban las podredumbres que restaban.
“El Pastor” no pudo abstraerse de ese ambiente y recordó casi de manera involuntaria a Baudelaire. Aquel escribió “Nuestros pecados son testarudos, nuestros arrepentimientos cobardes”, aunque también hubiera podido escribir “nuestros pecados son testarudos y haraganes”. La falta de limpieza del lugar no demostraba habilidad criminal. Por el contrario. La inmundicia manifestaba a un asesino displicente, alguien afectado por una estúpida haraganería, tal vez llevado por el convencimiento de que a ese búnker subterráneo no entraría jamás otro que no fuera quien lo usaba para sus crímenes.
Los de Científica recogieron tejidos que suponían humanos, y algunas huellas dactilares. Se llevaron las larvas que solían ser reveladoras de muchos detalles del asesinato.
El equipo para cortar las soldaduras llegó y comenzó a trabajar de inmediato. Nadie pudo sustraerse a la ansiedad de saber qué podía haber detrás de esa puerta soldada con empeño. Afuera, la guardia lidiaba con los noteros, que parecían zombis, que pujaban por ingresar a la casa para obtener alguna fotografía o alguna información importante. El olor a podrido no los intimidaba, por el contrario, parecía que ese aroma de muerte los estimulaba y luchaban por obtener alguna porción de carne con que saciar su hambre. Las cosas amenazaban salirse de control.


XXXIV. Mal de ausencia 

Apenas diez segundos, los necesarios para abandonar todo. Diez segundos es más que suficiente para vivir o morir. Ramón Sigale tenía que dar muchas explicaciones y para ello necesitaba mucho más que diez segundos. No sabía si “El Sindicato”, a esa altura de los acontecimientos, le dispensaría mucho más que diez segundos. Sabía, como sus pares y subordinados, que el negocio lo era todo. El negocio era un Dios, a quien no se cuestionaba ni exponía.
¿Qué todo aquello no era más que una venganza contra él? De acuerdo, pero eso no mitigaba su responsabilidad. Por ejemplo, Los Supremos estaban interesados en conocer por qué robó el cadáver de un pobre tipo y le mandó extraer el hígado. ¿Ocuparse del caso Melquíades Ezequiel Odamxur lo había transformado en un caníbal? ¿Se había obsesionado con la antropofagia? Luego, ¿es tan complicado deshacerse de un cadáver? Era algo habitual para él y para muchos otros de la organización. Disponían de crematorios, tumbas en los cementerios convenientemente disimuladas por el personal de las necrópolis que trabajaba para “El Sindicato”, profundos hoyos en tierras inaccesibles, y el genuino recurso de arrojar al mar un cuerpo cargado de pesos y cadenas. ¿Descuartizarlo de manera tan poco profesional? Había rastros de muerte por toda la sala de torturas. Una completa desprolijidad. Nada profesional. Los Supremos habían convocado al sicario que trozó el cadáver del viejo gourmet, quien todavía no se había presentado a rendir cuentas.
Ni hablar del asunto de la detective desaparecida. Un error garrafal. Era sabido por todos que nunca había que involucrar a un policía y menos, asesinarlo. ¡Para colmo era una mujer! Con los problemas que ocasionan los crímenes contra mujeres. ¿No sabía Sigale que las mujeres, por el simple hecho de ser mujeres, son una calamidad? ¿Cuántas veces “El Coronel”, el gran coronel Arancibia López Huidobro, el temido Podestá, se los explicó con ese lenguaje llano y didáctico? No meterse con mujeres porque siempre provocan una calamidad. ¿Para qué involucrar a la detective? Peor aún, ¿para qué asesinarla? ¿Y el asunto de “El Interrogador”? Ese sí que era un gran problema. Asesinar al mejor sicario de todos los tiempos. Porque una cosa era haberlo sancionado, limitado su contrato al escalafón de un investigador. Pero era el mejor, nadie deducía como él cualquier asunto de vida o muerte.
En “El Sindicato”, muchos exigían también explicaciones por la muerte de “El Administrador”. Un veterano de todas las batallas, muerto con un disparo en la cabeza, ¡en pleno centro porteño!, a días de jubilarse. Incalificable. De la muerte de Dixi nadie se atrevía a preguntar. La explicación de que su deceso se produjo por causas naturales no convenció a nadie, pero la autopsia no reveló un crimen. Dixi estaría en su propio Olimpo, y aunque muchos dudaran y le adjudicaran a Sigale directa responsabilidad en su prematura muerte, no había suficientes pruebas para demostrar su culpabilidad.
Ramón Sigale respondía a estos cuestionamientos afirmando “¡hice lo que ustedes me pidieron!” A lo que Los Supremos respondían “¿Nosotros?” Cuando Sigale respondía “sí”, ellos reclamaban las órdenes debidamente redactadas. Tales documentos nunca existieron. Palabras, sugerencias dictadas al oído del policía, palmaditas en la espalda, uno u otro gesto de complicidad. Pero órdenes por escrito para cometer esos asesinatos, nunca las hubo.
Para complicar más aquellos sucesos, llegaron a los multimedios tres videos que mostraban a Sigale con la detective Taga (o Muna Morrison). Uno, en la playa de estacionamiento del Departamento de Policía. Otro, de la detective esperando por casi tres horas en una pequeña plaza hasta encontrarse con Sigale. Y el tercero, mostraba a Sigale caminando al lado de la detective por una calle mientras conversaban. Al tiempo que los periodistas revisaban los videos, los alcahuetes de “El Sindicato”, informaron a sus superiores. El escándalo iba a seguir creciendo. La duda era simple de responder. ¿Valía la pena arriesgarse por salvar a Sigale? ¿Estando M próximo a un triunfo sin precedentes, abriéndose la posibilidad de legalizar la trata de personas para la venta de órganos, para la esclavitud laboral o la esclavitud sexual, no resultaba imprudente exagerar los esfuerzos por poner a salvo a aquel policía?
Nadie dudó en cuál era la respuesta correcta. De todos modos, no condenarían por ahora a Sigale a la muerte, un destierro, al estilo romano, sería suficiente. Nunca se supo quién propuso aplicar la Lex Iulia Adulteris, que aunque indicaba el castigo para las mujeres adúlteras, bien podía extenderse a Sigale. Destierro sin golpiza previa. Era más que justo, más que generoso.
Menos severos, algunos supremos llamaron a la sanción un necesario mal de ausencias. Sigale sería remitido a una lejana localidad donde nadie lo conocería ni nadie sabría de él. Ingresaría a un particular estado de ausencia social, significativo pero merecido y necesario.
Sigale no tenía manera de oponerse a este castigo, si lo hacía, sería sometido a vejámenes inimaginables, públicos y privados, que conocía de manera precisa porque los había impuesto a otros caídos en desgracia.
Pero había dos hechos que no lo dejaban aceptar con cierta paz el castigo. Uno era saber por qué, aquel sicario, decidió trozar el cuerpo del viejo gourmet y arrojarlo a un riacho de poca profundidad. Para colmo, ese arroyo, a dos kilómetros de donde arrojó la gran valija con el torso del cadáver, tenía una gran reja y una malla que impedían el paso de toda la basura. Fue allí que unos niños encontraron la valija con el descuartizado y luego la madre de uno de ellos dio aviso a la policía.
El otro, era saber quién fue el buzo que encontró la bolsa con las manos y la cabeza del gourmet y no las hizo desaparecer como le indicó. No podía identificarlo, porque el hombre llevaba el rostro cubierto con una máscara de buceo. Solo recordaba su mirada, que creyó de complicidad, pero fue de traición. 

Que el torpe sicario de la moladora industrial muriera, era conveniente para todos. Tanta torpeza, tanta displicencia, lo descalificaba para seguir trabajando al servicio de “El Sindicato”. ¿A dónde podría conchabarse un asesino tan poco cuidadoso, una vez que se supieran los motivos de su despido? La única institución que podía albergar al asesino era la propia policía. Había muchos interesados, incluso en la propia policía, que, bajo ninguna consideración, estaban dispuestos a permitirlo. Tal vez por ello fue que se toleró que el matón concurriera a un encuentro con Sigale en la misma sala donde fue descuartizado el gourmet. A Sigale lo acompañaron dos matones bien aleccionados sobre su verdadera misión, garantizar que fuera el propio jefe quien asesinara al sicario, y luego arrojaran su cadáver a un pequeño cuarto lindante con la sala de tortura.
El encuentro fue muy entrada la noche. Alrededor de las dos de la madrugada de cierto día, el sicario debió presentarse en el sótano a explicar algunos detalles de cómo se habían sucedido los hechos luego de que se extrajo el hígado del muerto. La pregunta, fácil de responder, por otra parte, era por qué se decidió descuartizar el cadáver y arrojarlo en una valija a un arroyo del suburbio.
El sicario llegó minutos después de Sigale. Entró a la casa y descendió al sótano, siempre custodiado por los matones. Uno de ellos lo puso al tanto de con quién iba a encontrarse. El nombre de Ramón Sigale imponía respeto al solo oírlo pronunciar.
Saludó a Sigale quien le impuso con un enérgico gesto mantenerse alejado. El hombre comprendió que la convocatoria debía tomarla muy en serio. Sabía de la fama de Sigale, pero no lo conocía en persona. Lo asoció con aquel jefe que le habló por el celular y lo amonestó sin que él entendiera las razones de su reprimenda. ¿No había colaborado en exceso? ¿No tuvo que extraer el hígado porque ni químicos ni gourmets querían hacerlo? ¿No tuvo que ocuparse del cadáver? ¿No repetían como loritos los doctores en química y los gourmets que ellos no eran sepultureros? ¿Acaso él lo era? ¡No! ¡Eran un simple asesino por encargo!
¿Qué esperaban que hiciera con el muerto, lo llevara a su casa en andas? ¿Guardarlo en la heladera como hacen algunos estúpidos homicidas? ¿Cada vez que fuera a comer un sándwich debía ver a ese pedazo de hombre azul y podrido ocupando casi todo el refrigerador? Es cierto que pensó que hacía mucho tiempo que debería haber comprado un freezer de cajón, esos de más de 500 litros que pueden contener un pedazo de hombre como aquel. Pero no lo hizo y era tarde para cuestionarse su propia dejadez. Con ese freezer, tal vez no estaría allí dando explicaciones que, sabía muy bien, a ese jefe no le interesaban en lo más mínimo.
Se deshizo del cadáver como debe hacerse. Lo trozó, los metió dentro de bolsas de basura de consorcio (¡las grandes! ¡Las grandes!, repitió varias veces), lo repartió entre la valija y una caja que encontró en la calle, y luego las arrojó al arroyo. ¿Que por qué a ese arroyo? Porque un conocido se lo sugirió hacía ya algunos años. Donde todos arrojan su mierda, es un buen lugar para deshacerte de la tuya. Eso le dijo y él lo recordaba perfectamente.
“¿Y por qué no limpió el lugar?” La pregunta de Sigale fue como un golpe directo al hígado del sicario. Para eso no tenía explicación. Qué podía decir. ¡Soy un haragán! ¡Soy un vago! ¡Soy un idiota! Todo eso Sigale lo sabía, lo que quería escuchar era algo un poco más elaborado.
Limpiar la escena de un crimen forma parte del abc de todo manual de asesino. Nada de huellas, nada de ADN, nada de nada. Simple. Los mismos doctores en química que procesaron sus brebajes para embadurnar los cinco trozos de hígado humano guardados en cinco prolijas y herméticas tarrinas, le habrían dado los productos ideales para una excelente limpieza. Con ellos, el reducto hubiera quedado inmaculado, como siempre quedaba luego de cada “trabajo”. Sin sangre, sin pelos, sin uñas, sin astillas de hueso, sin carne. Limpio. Por completo. No lo hizo. Sabía de aquel refrán que enseña “no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”, pero hizo lo contrario. Estaba sinceramente arrepentido y hasta dispuesto a jurar que nunca, pero nunca más, volvería a ocurrir. De eso Sigale y los matones estaban seguros.
Él mismo metió su cabeza en una gruesa bolsa negra. Cuando le dispararan, la bolsa retendría hueso, carne y piel del ejecutado. Entendía su destino y si bien no lo justificaba, tampoco encontraba argumentos para disuadir a sus verdugos. ¿Llorar? ¿Rogar piedad? ¡Indigno! Después de todo era un fiel servidor, aunque no se le reconociese mérito alguno. Todo ese embrollo era culpa de los malditos gourmet y los perversos doctores en química. Esos eran los verdaderos haraganes, inútiles, con aires de aristócratas. Él era el sumiso proletario quien obedecía siempre y trabajaba sin descanso. ¿Aguinaldo? Nunca. ¿Vacaciones? Imposible. ¿Licencia médica? Antes morir que enfermar. Esa había sido toda su culpa, servir, servir, servir.
Quien le disparó es un dato innecesario de mencionar. Fue un solo disparo. El arma se apoyó en la sien izquierda. Por allí entró la bala que salió por la derecha. Como tenía colocado un silenciador, el ruido fue apagado, seco, sonó más como un golpe que como un disparo. Toc. Nada más. El cadáver del sicario cayó pesadamente al piso. Sigale se marchó de inmediato.
Los dos matones introdujeron el cuerpo en el pequeño cuarto lindante con el sótano Otros dos llegaron después para sellar herméticamente la puerta de entrada al sucucho funerario.
Luego de terminado el trabajo, el lugar sería incendiado para eliminar muchas de las evidencias que aún quedaban disponibles. Que el cadáver del sicario no llegara a quemarse no preocupaba. Nunca se sabría quién era. Era un verdadero NN, sin identidad, sin familia, sin amigos, sin historia. Una auténtica ausencia de esas que “El Sindicato” podía producir con total éxito. Lo que se llama “Un Don Nadie”.

XXXV. La ofrenda 

Un orco llegó al local partidario de M. La planta baja era un ambiente no muy amplio y sí oscuro, al que daban varias puertas pintarrajeadas. A la derecha del hall, una escalera llevaba a los pisos superiores. En uno de ellos, meditaba M.
Un delicado ladrido anunció el ingreso del orco. Él no tenía ni la menor idea de las conversaciones de M con su perro muerto, por eso no imaginó que el sonido que anunciaba su presencia en el hall, era una fracasada imitación de un ladrido de ultratumba. El esfuerzo del médium por aproximar su voz a la del perro fenecido, no se podía considerar muy feliz. A pesar de ello, M acabó por aprobar su uso.
Llevaba una tarrina bien sellada. No disimulaba lo que venía a ofrendar a quien se había transformado en su ídolo. M, el león carnívoro, pero uno que comía carne humana, ninguna otra. En la escala cárnica, su punto más alto. Melquíades había llevado el homicidio como antesala de la antropofagia a la esfera del arte. Thomas de Quincey, desde su nube, podría considerarse satisfecho. García Márquez reivindicado. El arte había triunfado sobre la vulgaridad. La antropofagia sobre el canibalismo. Esa victoria no era moco de pavo.
Ni Aureliano B., ni Ricardo “El Pastor” sospechaban de la entrega. Sabrían un tiempo después, aunque ese conocimiento no les serviría de nada. Tomarían nota de que las tarrinas no eran cuatro sino cinco. La quinta, de la mano del orco, apareció en el campamento de M. El escándalo posterior había hecho llegar a sus oídos la existencia del quinto envase, conteniendo los restos del hígado del desgraciado gourmet muerto de un derrame cerebral en el despacho de Sigale.
El orco era igual a aquellos que murieron devorados por un ejército de ratas en pleno centro porteño. Todavía flotaban en la nube de internet algunas fotos tomadas cuando la batalla. Otras mostraban el momento en que empleados de una empresa de limpieza, barrían de la calle los pocos restos que quedaron de los dos infelices que se almorzaron las ratas.
¿El parecido entre los orcos era pura casualidad? Tal vez fueran parientes, o tal vez los orcos fueran todos casi idénticos. La genética de los orcos no ha sido muy estudiada. Era evidente que este compartía con los devorados más similitudes que diferencias.
Respondiendo al vago ladrido que anunciaba la presencia de algún simpatizante, Victoria apareció de una de las muchas puertas pintarrajeadas que daban al hall.
A pesar del aspecto desagradable del visitante, ella trató de atenderlo con amabilidad. Victoria no era amable, su cordialidad era falsa. Por eso le fue fácil disimular el asco que le provocaba la presencia desagradable de esa pequeña sabandija, pero había aprendido, bajo la tutela de otros monstruos, a disimular de manera teatral sus sentimientos.
El orco se presentó sin ceremonia. No dijo su nombre, era posible que no lo tuviera. Habló sin rodeos. “Esto es para M, el León”. Le mostró a Victoria la tarrina que llevaba. Luego de ofrecer el presente, trató de imitar un rugido, pero sonó como un eructo. Su garganta no estaba adaptada para emitir el potente bramido del león. Victoria observó con gran aprensión el envase que el orco le mostraba. Su primera impresión fue negativa. ¿Veneno? ¿Un bonito frasco lleno de veneno? ¿Ella le llevaría a M un extraño frasco que podría contener una pócima mortal?
Miró la tarrina en la mano del orco por unos largos minutos. El orco se impacientaba. ¿Pensaba esa mujer que tenía todo el día para cumplir con la entrega? Venía con una ofrenda y quien debía recibirla aún no estaba ni enterado de ello. Eso sí, lo inquietaba. ¿Debía exigir a aquella señora que se apurara, que dejara de dudar? Sin embargo, sus mandantes le había recomendado mantener la boca lo más cerrada posible. Conocían el mal carácter de los orcos y de ese en especial.
Victoria apreció que la tarrina era bonita, muy decorada. Estaba bellamente ornamentada. Una cuidada filigrana porteña envolvía un nombre extravagante, Murray Rothbard. Ella no sabía a quién pertenecía ese nombre. El orco, ni la menor idea de quién se trataba, tampoco tenía importancia que él lo supiera. Era tan solo una alimaña llevando un recado, no un economista, político o filósofo.
Victoria, temerosa, se negó a recibir en su mano la tarrina. Le indicó al mensajero que la dejara sobre un mostrador que estaba a un lado de la recepción. El orco, de mala gana, obedeció ese pedido. Dudó. ¿Cumplía de ese modo con sus mandaderos? ¿Eso era suficiente?
Victoria captó el comportamiento dubitativo de la alimaña. Con dulce voz lo tranquilizó. “La seguridad le hará llegar a M su regalo. Vaya tranquilo.” El orco no parecía conformarse con la explicación. No era “su” regalo, pero no podía decir quién lo enviaba con el presente. Victoria lo invitó a retirarse, la voz dulce dejó lugar a otra de tono marcial. El orco obedeció. Giró en busca de la puerta de entrada. Antes de salir a la calle, volteó para ver a Victoria. La miró a los ojos y volvió a intentar imitar el rugido de un león. Todo lo que logró fue un eructo más sonoro que el primero. La mirada de la mujer lo dejó perplejo. Ella sí que sabía como intimidar a un orco. Era mejor que se marchara sin volver la vista atrás. Aunque se esforzara, no sería nunca una fiera que metiera miedo. Bastante con no ser devorado por un ejército de ratas salido de los escondrijos de la ciudad subterránea.


En uno de los pisos superiores M meditaba. No había logrado conectarse con su perro muerto. C, según el médium, no estaba accesible ese día. Los cuervos habían volado a lugares extraños. Los perros (también los cuervos), tienen sus malos días. Eso irritaba profundamente a M. Cuando C se negaba a hablarle, él se descorazonaba. Nada ni nadie lo conformaba. Ni el paleoconservadurismo ni el neoconservadurismo. Ni el conservadurismo a secas.
Victoria dudaba si era el momento adecuado para hacerle saber del obsequio que un adefesio había traído a su nombre. De todos modos, ya había decidido que ella no se haría cargo de la tarrina sospechosa. Victoria era muy precavida. Tenía muy en claro cuál era su verdadera misión en ese antro de adoración al perro muerto. Se negó siempre a participar de una tertulia convocada por el médium, y en la que compartiría una experiencia trascendental junto a M y C. Ella tenía sus propios diálogos con sus propios monstruos. No cabía duda alguna de que había sido muy bien asesorada por esos engendros. Su epifanía no resultaría del cadáver de un perro, ni de las ansias antropofágicas de nadie.
Ya había designado un guardia de seguridad para entregar a M el regalo. El fulano, Polifemo de nombre, era un tuerto apodado “Cíclope”, un tipo, justamente, de dimensiones ciclópeas.
Victoria conocía la historia del bello niño que una noche de mitin llegó a las cercanías del escenario llevando entre sus delicadas manitos un frasco de foie gras. Y que después de cantar O sole mío, M engulló la preparación en medio un éxtasis que hasta entonces no había disfrutado tan intensamente. Todo estaba escrito en el Fragmento N.º 10, de aquel extraño libelo arrojado en una lejana dependencia policial, de un lejano pueblo del norte. Victoria conocía al dedillo ese documento sacrílego que se conservaba en los archivos policiales. El inconveniente estaba en que la tarrina no se parecía en nada a aquel frasco. Era muy diferente. Ordenó esperar a que M abandonara su meditación trascendental. Tal vez en una hora, C se decidiera a comunicarse con el médium. Y si eso no ocurría, conociendo a M, no soportaría más que ese tiempo de espera. Sus actividades de campaña lo convocaban y no estaba en condiciones de prolongar por mucho su ausencia.
Sin embargo, el cíclope, sin consultarla, decidió entrar al recinto de la meditación. No golpeó la puerta. M lo vio entrar portando la terrina que quedaba muy pequeña en su enorme mano. El cíclope dejó el obsequio sobre una pequeña mesa ratona que estaba a un metro de distancia del lugar donde M meditaba. Se marchó como entró, sin saludar.
Los ojos de M ya no pudiera apartarse del envase finamente decorado. Leyó al instante el nombre de Murray Rothbard rodeado de alegres filigranas, y más abajo, el de Ludwig von Mises. Eso interrumpió definitivamente la meditación. Despidió al médium, quien insistió en seguir intentando la conexión con C, pero C debería estar demasiado holgazán en su círculo celestial, porque no respondía a sus llamados.
M se sintió transportado a aquella noche del mitin cuando canto en italiano. ¿Era aquella la señal que esperaba? ¿Podría C haber influido en la aparición de esa mágica poción que otro niño, seguramente tan bello como el primero, le había traído para satisfacer su necesidad de foie gras? Sin mediar palabras, M se arrebató sobre la tarrina e intentó abrirla. No pudo. Estaba sellada con violencia. Llamó al Cíclope en su presencia. El gigante llegó y esperó una reprimenda, por ingresar al salón de la meditación, sin siquiera golpear la puerta. No le preocupaba. El Tuerto era prácticamente sordo. Así que los gritos de M nunca pasaban para él de ser un suave susurro, un suspiro liviano. Pero no le gritó, no lo reprendió, lo confrontó con la tarrina y la exigió que la abriese.
Órdenes son órdenes. El gigante no tuvo mayor dificultad en abrir el envase. Pero a partir de ese momento lo que ocurrió no estaba en los planes de nadie.

XXXVI. Insasiable

Ramón Sigale, toda una autoridad, reapareció como si nada hubiera ocurrido. Saludó a sus subordinados con igual desdén que lo hacía todos los días. Estos, en cambio, respondieron sin disimular su asombro. Todo parecía normal, pero, en realidad, todo estaba subvertido.
Sigale despreciaba a sus subalternos, los consideraba inferiores. Era no solo un sentimiento de superioridad, era un desprecio razonado. Él sabía de asuntos que aquellos ni imaginaban. Más aún, él ejecutaba acciones de las que ninguno de ellos jamás se enteraría, y de hacerlo, sentirían horror al descubrir la verdadera identidad de su jefe. Esos sentimientos, ese modo de razonar sobre los obedientes integrantes de la repartición, no le permitía percibir con exactitud qué estaba pensando la tropa sobre él. Cuando un jefe de su jerarquía rompía la relación con sus mandados, es decir, cuando la fractura entre mando y tropa se produce de modo horizontal, ese jefe está destinado al fracaso absoluto. Y eso sin considerar que todo lo que se estaba conociendo a partir de la aparición del torso de un cadáver, de quien todos sabían a quién pertenecía, llevaba esa fractura a un nivel irreconciliable. ¿Quién podría quedar comprometido en esa aberración? Lo que Sigale aún no captaba era que todos sus subordinados ya no le respondían y muchos de ellos, aprovecharían las circunstancias para cobrarse venganza de los atropellos y castigos a los que Sigale los había sometido durante años.
El viejo orden que lo tuvo como su mejor exponente había colapsado desde el momento en que el torso de ese cadáver fue abandonado a las puertas del edificio policial. Se conservó con celo la identidad del pobre infeliz descuartizado. La prensa nunca obtuvo de manera oficial el nombre de la víctima. Puertas adentro, todos sabían que ese cadáver pertenecía al gourmet muerto de un derrame cerebral en el despacho de Sigale.
La pregunta que jefes y personal se hacían no podía ser respondida. ¿Para qué se sustrajo el cadáver de ese viejo? Algunos deslizaron la idea de que se trató de un extraño y funesto experimento. ¿Cuál? No lo sabían. Tampoco era importante saberlo. Un experimento fallido puede ser solo eso, un experimento que fracasó.
Otros, más supersticiosos, hablaron de rituales de la magia. ¿Magia negra o magia blanca? Umbanda fue la respuesta. Magia umbanda. Delirios de gallos decapitados y cabras destripadas.
Pero la respuesta que circulaba entre los mandos era irreproducible. La más cuidadosa remitía a la antropofagia y volvía en algunos el recuerdo de Melquíades Ezequiel Odamxur, el caníbal que nadie había conocido, pero del que todos tenían algún comentario que hacer.
Lo del sótano donde se descuartizó el cuerpo del gourmet se había vuelto un tabú, un verdadero tabú. Nadie quería ni mencionar lo que Aureliano B. y Ricardo “El Pastor” habían encontrado allí. Sangre, carne, huesos, pudriciones y una misteriosa puerta que daba a un cuarto más misterioso aún. Cuando el personal policial logró cortar las soldaduras de esa puerta metálica, el olor más pútrido que esos hombres habían olido en sus vidas, los atrapó, obligándolos a vomitar repetidas veces. Allí se había depositado otro cadáver, el de un tipo relativamente joven, corpulento, calvo, quien había sido asesinado de un disparo a quemarropa en la cabeza. La bala ingresó por el lado izquierdo de la cabeza y salió por el derecho, arrastrando cerebro y astillando el cráneo. Pero lo más extraño fue que a ese cadáver también le habían sustraído el hígado. De esto, Ramón Sigale no tenía noticias.
La fama de Melquíades sobrepasó todo lo imaginable. Más de sesenta casos mencionados en la primera investigación, por la que desapareció una detective. Luego, el pituco cadáver de un hombre joven abandonado en un baldío. A ese muerto le siguió el pobre viejo fallecido por razones naturales, pero al que también le extrajeron el hígado. Y, por último, un desconocido, un legítimo NN, muerto de un balazo en la cabeza, al que también le faltaba su hígado.
Muchos policías respiraron aliviados cuando supieron que un tal Aureliano B., joven y prometedor investigador, quedaría a cargo del caso, en reemplazo de Sigale, quien sería, sin lugar a dudas, despojado de su cargo y, seguramente, enviado a algún tipo de exilio. Unas largas vacaciones en alguna dependencia perdida en el extenso territorio de la patria.

A los pocos minutos de la llegada de Sigale a su despacho, recibió el llamado de uno de los más prominentes jefes policiales. La conversación telefónica duró pocos segundos. La orden fue terminante, “a mi despacho ¡ya!”. Ramón Sigale sospechó que se aproximaba una tormenta, pero aún no tenía idea de lo intensa que sería. Jugado por jugado, prefirió hacer esperar al jefe que lo convocaba con urgencia. No se dejaría intimidar. Él sabía de todos esos burócratas mucho más de lo que ellos imaginaban. ¿Dinero sucio? ¿Prostitución? ¿Negocios con el narcotráfico? ¿Red de pedofilia? Tenía datos de todos y cada uno de ellos. Conocía sus vicios, sus agachadas, sus traiciones. Bastaría que llamara a un misterioso colaborador suyo para que este enviara a la prensa alguno de aquellos legajos clandestinos que Sigale había reunido durante sus largos años de servicio. Esa información no solo acabaría con el responsable de esos delitos clandestinos, pondría a toda la organización policial al borde del abismo. Si se ventilaban los chanchullos de los jefes policiales, no tardarían en aparecer lo de los políticos y luego de los jueces, y así nadie quedaría a salvo.
Lo que en la jerga política se conoce como “revolear carpetas”, podía transformarse en una guerra a ojos vistas que desnudaría la esencia misma de un Estado podrido hasta los tuétanos. Eso no le convenía a nadie. Por eso Sigale decidió no apurarse, aun sin poder medir la dimensión del escándalo que se había desatado, no correría como un perrito faldero respondiendo a las órdenes de un burócrata a quien conocía en detalle. Se tomaría su tiempo, esperaría a que su colaborador le dijera dónde y cuándo depositaría el legajo clandestino del jefe que lo convocaba “con urgencia” a una reunión para exigirle explicaciones de todo lo que estaba ocurriendo.


Ramón Sigale no daba explicaciones. En verdad, cuando debía hacerlo, solo era a los más altos jefes de “El Sindicato”. Incluso cuando no gobernaba “La Fuente”, respetaba ese orden. Así que desde que pasó a integrar el reducido número de ministros de gobierno, esa obligación se reducía a un muy pequeño número de Supremos.
No lo amedrentaba la convocatoria del burócrata policial. ¿Cómo se atrevía a convocarlo como si fuera apenas un cadete, un principiante que reptaba por los pasillos de la institución para conseguir el favor de algún “jefecito” que quisiera un siervo a su servicio?
Tal vez el burócrata no supiera que su afición a someter a un cadete a la humillación de tener que servirlo en todos sus caprichos, no era conocida por sus pares. Pero lo era y hasta en sus detalles.
El comentario preferido, cuando se trataba de hablar mal de él, era su hábito de bañarse cuatro veces por día. Lo que parecía una obsesión por la limpieza, se reveló como una práctica de hedonismo. Los cadetes nunca revelaron lo que acontecía en aquellas “higiénicas sesiones”, sin embargo, y a pesar de ese silencio, nadie dudaba de lo que ocurría en esas circunstancias. El único que conocía en detalle las perversiones de ese jefe era Ramón Sigale. Se reservó esa información para el momento en que pudiera necesitarla. Ese momento parecía haber llegado. No se precipitaría en revelar sus cartas. Esperaría escuchar la perorata del “jefecito” y decidiría hasta dónde hundiría el puñal de la vergüenza en la vida pública del jefe. Si el hombre actuaba con prudencia y se limitaba a reprenderlo ligeramente, él respondería del mismo modo, con mesura. En cambio, si el hombre pretendía destruirlo, lo aniquilaría.
Aniquilar es un término confuso en determinadas circunstancias, siempre se lo asocia a la eliminación física del enemigo. Pero no necesariamente remite a ello.
Si uno solo de los videos que Sigale grabó de las sesiones de higiene de ese jefe se conocía públicamente, no necesitaría asesinarlo. Estaría acabado, quedaría expuesto como un degenerado, lo que era, que aprovechaba su posición de poder para abusar de sus subalternos. Escarnio público, denuncia penal, cárcel común. Luego del trabajo físico, para un burócrata, el peor de los castigos era la cárcel.
Para el común de la gente ese acto era repugnante. En la Institución, en cambio, nadie se asombraría por ese comportamiento, los había peores. Sí se le reprocharía al jefe por la estupidez de no precaverse de posibles filmaciones, como si esa precaución fuera posible. Ramón Sigale respondería que no había nada que pudiera escapar al ojo del “Gran Hermano”, que todo lo ve y todo lo sabe. Era una de sus especialidades. Siempre consideró que él estaba a salvo de ese peligro. Pero no todo lo que uno cree es verdadero.


Se dirigió al despacho del jefe que lo convocó. Lo hizo sin prisa, saludando a cualquiera que pasara a su lado. Quien lo viera creería que iba de excursión. No usó el ascensor para subir los dos pisos que separaban su despacho del otro. Subir escaleras era un buen ejercicio. Con lentitud, escalón por escalón, no como quien sube hacia el cadalso, sino quien asciende para alcanzar las alturas del placer. En un momento hasta pareció sonreír. Tal vez reproducía en su mente las escenas procaces del jefe con los muchachitos a los que había sometido. Tal vez… cómo saber lo que piensa un hombre como Sigale.
Llegó tan calmo como subió las escaleras. Golpeó la puerta con delicadeza. Estaba listo para la provocación. Oyó “pase”. Fue todo. Abrió la puerta y entró. Quien lo esperaba no era el jefe que lo mando llamar. Era una persona que no conocía. Le costó salir del asombro. Podía jurar que era igual a él. ¿Otro Sigale? Increíble. Los hombres estaban a una distancia no mayor a dos metros uno del otro. Permanecieron en sus lugares durante toda la conversación, como si el despacho en el que se estaba produciendo el encuentro fuera tan solo el metro cuadrado que ocupaba cada uno.
El hombre (su doble) lo saludó con cordialidad. “¡Qué gusto conocerlo, Sigale! Un verdadero placer”. Hizo un gesto provocativo y agregó “¡Usted sí que es una leyenda!”
Sigale estaba pasmado, le costaba salir del asombro. Solo atinó a alzar su mano para saludar, como si no hubiera apreciado para nada el parecido físico suyo con el desconocido. Luego de unos segundos se animó a preguntar, “¿el jefe…?” El hombre (su doble), no lo dejó completar la pregunta. “Él no vendrá, no es necesario.” Fue en ese momento que Sigale descubrió que la voz del desconocido era igual a la suya. No comprendía lo que estaba ocurriendo y por eso no sabía cómo comportarse. Tomó aire, buscando ganar algún tiempo para imaginar una estratagema. Estaba por decir “Dígale al jefe que cuando esté disponible regreso”, pero el hombre (su doble), se adelantó a sus palabras, como si leyera sus pensamientos. El celular de Sigale comenzó a sonar. “Atiéndalo, es una llamada importante”. ¿Cómo podía saber ese hombre la importancia del llamado? Sigale vaciló, pero decidió obedecer. Era una videollamada. Lo que veía no dejaba lugar a dudas. La cabeza de su desconocido ayudante, quien le iba a proporcionar los videos comprometedores del jefe abusador de jovencitos, pendía de un alambre. Una mano daba pequeños empujones a la cabeza y esta se balanceaba con suavidad de un lado al otro.
“No creerá que usted solo puede trozar un cadáver. Un hígado, una cabeza, da igual. ¿Qué sicario no tiene una amoladora de 2.400 watts de potencia, 6.500 revoluciones por minuto en su maletín?”
Por varios segundos no quitó la vista del celular, siguió observando el vaivén de la cabeza que pendía del alambre.
Quiso creer que se trataba de un oficial de asuntos internos. “¿Asuntos internos?”, preguntó tratando de encontrar una explicación a lo que le estaba ocurriendo. El hombre (su doble) soltó una brutal carcajada. Sin dejar de reír, exclamó “¡¿Asuntos internos?! ¡Qué ridícula conclusión. ¿Eso parezco? ¿Un idiota de Asuntos Internos? ¿Un imbécil que persigue camaradas para conseguir un ascenso?” Sigale no lograba salir del estupor que le provocaba esa respuesta. “Lo creía más serio, Sigale. ¡Asuntos internos! –repitió– ¡Asuntos Internos!”
El celular de Sigale volvió a sonar. El hombre repitió la orden. “Atiéndalo, es importante”. Obedeció. En esa oportunidad se trataba de una filmación de cuando se entrevistó con la detective en una plaza que distaba del Departamento de policía unas cinco o seis cuadras. “Tenemos todas las filmaciones suyas con la detective, también de ella sola, cuando parte, cuando viaja usando el Audi azul que usted le proporcionó, cuando mata al sicario, cuando muere y es incinerado su cadáver. Filmaciones, filmaciones, filmaciones, grabaciones, grabaciones, grabaciones. Qué aburrimiento. Justo a mí que detesto el cine. Todo el día mirando filmaciones, escuchando grabaciones. Eso sí, las grabaciones tienen un sonido bastante bueno. La tecnología hoy nos permite estos placeres, diferencia las voces de los ruidos molestos. Muy gratificante. Su voz, Sigale, suena con absoluta naturalidad. Pudo ser un buen locutor, su voz es melodiosa y contrasta con su aspecto. ¿Necesita ver los videos para creerme? ¿Quiere escuchar las grabaciones?” Sigale apenas pudo decir “no”.
El hombre (su doble), continuó: “Bien. Entiendo que comprende lo que ocurre. Usted es un ‘capo’, un ‘peso pesado’, así que no voy a tener que explicarle nada. Va a su casa, prepara un modesto equipaje, unas mudas de ropa, algunos enceres de esos que usa para afeitarse, desodorante, en fin, lo que acostumbra para su higiene. Toma su automóvil, y se marcha rumbo al pequeño destacamento policial que recibió el sobre con la confesión de Melquíades Ezequiel Odamxur, el que también recibió la foto del puto. Allí lo espera un jefe que lo llevará a un lugar seguro. Un renacer. ¿Vio ‘El Renacido’? ¡Qué buen actor ese! Nunca me acuerdo como se llama. La pelea con el oso es extraordinaria. Casi como la que usted libra en este momento, pero no contra un oso pardo, contra algo que ni usted puede dimensionar. Pero usted va a renacer. Será un ‘renacido’. Va a salir de esta inmundicia de cadáveres rotos, hígados macerados, traiciones y malas muertes imposibles de justificar. “El Sindicato” le ofrece una segunda oportunidad. No todas las personas tiene esa posibilidad. Disfrute unas vacaciones en el norte y luego sirva en su nuevo destino. “La Fuente” se comunicará con usted oportunamente. ¿Alguna duda?”
Si Sigale estuviera en condiciones de decir algo, gritaría ¡Todas las dudas! El hombre (su doble) le indicó la puerta. Con voz pausada y cierta sorna le dijo “se lo explicó ‘El Administrador’ pero usted no le prestó atención, todos somos Melquíades. Lo que no le dijo es que todos somos Ramón Sigale. Somos caníbales y sicarios en una infinita sucesión de muertes. Todo se repite, amigo. Usted, yo, todos somos descartables. Lo único que perdura es el amor al dinero. Bien dice la Biblia, la que usted debería leerla alguna vez, ‘quien ama el dinero, de dinero no se sacia’. ¿Comprende?” El hombre (su doble), puso su mirada en sus ojos y le provocó una gran constricción. Apenas pudo interpretar ese discurso cuando su doble le dijo que se quedara para conocer a su reemplazo. “Un hombre joven, muy calificado. Tal vez algo más prudente que usted.”
Como predijo, segundos después Aureliano B. ingresó al despacho. El brillo que envolvía su cuerpo lo encandiló. Aureliano lo miró fijamente, en cambio Sigale casi no podía verlo, estaba enceguecido.
No medió saludo entre ellos, ninguno de los dos pronunció palabra alguna. Qué pensó Sigale en ese instante no era difícil deducirlo, aunque su postura no demostraba sentimiento alguno. Con los años, había aprendido a controlar su rostro y su cuerpo, luchaba por impedir que por un gesto, un ademán, una actitud, se dedujera qué estaba pensando. En cambio la expresión en el rostro de Aureliano B., transmitía el desprecio que sentía por el fracasado policía.
Luego del encuentro, el hombre (el doble de Sigale), le ordenó “váyase ahora antes de que sea tarde”.
Ramón Sigale obedeció sin cuestionar una orden por primera vez en su vida. “Antes de que sea tarde” no fue solo una advertencia, fue una amenaza. Giró, encaró hacia la salida, abrió la puerta con sumo cuidado y salió a un pasillo que se había oscurecido casi por completo. Un susurro sumiso llegaba desde la oscuridad.
Cerró tras de sí la puerta y caminó vacilante hacia su despacho. Nada era como lo había conocido minutos antes.

XXXVII. Podredumbre en la tarrina 

En las manos del gigante, la tarrina parecía de juguete. Bastó un movimiento para que la tapa, que había sido fuertemente cerrada, cediera a su fuerza. Cuando el cíclope sintió el pequeño movimiento del tapón en el sentido contrario a las agujas del reloj, se detuvo, esperando que M le ordenara de mal modo como solía hacer, que continuase hasta cumplir con su orden. Pero M quedó prendido de ese leve giro que se acompañó de un muy delicado sonido producido por el roce del metal contra el metal. M estaba poseído por el encantamiento que le producía ese misterioso sonido, tal vez lubricado con carne. ¿Sería el foie gras que lo había cautivado aquella noche? ¿C habría intercedido ante las fuerzas astrales para que eso, que había buscado durante meses, llegara por fin a sus manos? Deseo, culpa y angustia, embargaban a M. El líder meditaba. Debería haber llamado a Victoria, que lo contenía. Ella era tan firme como prudente. Al Jefe no, porque lo reprendía sin escrúpulos. El Jefe era severo y punzante, útil para las batallas venideras, pero no para esas cuestiones del Ser y del No Ser.
Victoria-Victoria debió ser convocada a esa aproximación al goce de lo real, ante ese gigantón abriendo la tarrina sin esfuerzos.
No había tiempo de consultar al perro muerto. De todos modos, C ¿habría respondido a su urgencia? C era el ser hablante, el Uno, y sus tiempos se debatían entre el goce de su eternidad y el deleite fuera de ese tiempo imposible de asir. Algo en ese intercambio entre M y C había de fálico y que una mediocre actriz contratada para la puesta en escena no podía emular. El Jefe se lo dijo de la peor manera, “ella no te sirve de nada, solo succionará tu jugo vital”. A él no le importó, hasta una compañía impostada puede ser placentera. El deleite no requiere de verdades.
Pero M se regía por el capricho. Insistía con que él estaba en la época del Todo y el No-Todo, y que estaba predestinado a ser el fin y el comienzo de una era. La mediación entre lo real y lo que no lo era, era el amor que sentía por C, y que C sentía por él. Ambos se habían transformado en la meta del otro, y esa angustia que lo embargaba las más de las veces era la mediación entre el deseo y el goce que lo prometía liderar los cambios que transformarían la realidad a su imagen y semejanza.
El nuevo crujido de la rosca que el gigantón provocó con premeditación, lo sustrajo de las cavilaciones. No había más tiempo que perder. ¿Foie gras o no foie gras? Eso era todo. Y si bien no estaba el niño que le ofrendó aquel elixir embriagador en la lejana noche del mitin, la sola promesa del néctar divino era un poderoso aliciente para pensar en un indiscutible triunfo en el porvenir más próximo. “Comeré foie gras y seré presidente”. Nadie lo pondría en duda.
El cíclope giró un tanto más la tapa. Apenas lo suficiente para que su ruidito sonara como un rasguido maravilloso. La rosca del envase estaba impregnada del brebaje que funcionó como un pegamento aunque no muy potente.
M gritó llevado por su angustia “¡abrilo de una vez!” Y el gigantón cumplió el mandato. El primero en sentir el perfume que salía de dentro de la tarrina fue el gigante. Pero él era indiferente a los buenos o malos olores. Los olores eran solo eso, olores. Sus nervios olfativos estaban muertos, tal vez desde que nació o los había matado con la droga. O quizás nunca los tuvo.
El humor negro que surgió de la tarrina abierta fue insoportable. Tras el espumarajo repugnante, una baba oscura envolvió la mano del cíclope y se aferró a ella con la fuerza de una mamba negra. Su veneno residía en su podredumbre.
El perfume nauseabundo se propagó por todo el ambiente. El grito de desaprobación de M se oyó en todo el edificio.
Victoria lo oyó aterrerada. La risa patológica del Jefe retumbó con frenesí. Solo el gigante se mantuvo impávido, sin comprender el escándalo que se desataba alrededor suyo. Él no comprendía el baraúnda de su jefe.
M gritó “¡¿qué mierda es esto!?” Repitió “¡¿qué mierda es esto!?”, una y otra vez, sin poder moderarse.
Cuando Victoria ingresó a la sala, no pudo contener su vómito. Y todos los que luego fueron ingresando, custodios, asistentes, curiosos, tampoco pudieron hacerlo. Todos se pusieron histéricos.
El único que conservó la calma fue el cíclope. Él optó por lo más inteligente, tapó la tarrina y buscó la salida. Eludió las vomitadas, se movió, a pesar de su tamaño, con gracia de bailarín clásico, y se dirigió hacia el baño más próximo. No dudo que el destino de aquel extraño brebaje era el inodoro. No le importó que se tratara de un regalo para M. La reacción de su jefe le indicaba que ese obsequio no le provocó agrado, sino asco. Arrojó el brebaje por el escusado y dejó correr el agua que se llevó la inmundicia que no logró aferrarse al enlosado del retrete.
Tarea cumplida. El “Mesías” estaba salvo y sano. Ya se lo agradecería, aunque no debía esperar tal cosa. Fue entonces que decidió salir a la vereda a fumar un cigarrito. Lo merecía. El tabaco en él era un cariñoso consuelo. Le sugeriría a M que fumara uno de los suyos de vez en cuando, tal vez antes de dialogar con su perro muerto o de oler mierda. Y otro después de la conversación o del vaho apestoso, como el que se fuma tras una buena comida o un soberbio coito. El tabaco, bien consumido, hace más llevadera la vida. Lo dice el tango, fumar es una placer genial, sensual. Y el tango sabe de esas cosas por rante. Fumar, fumar, fumar, y luego echarse a dormir. Eso, para el gigante, era pura sabiduría.

XXXVIII. Renovación 

Matar a Ricardo “El Pastor” no estaba en los planes. Aureliano B. no lo había considerado hasta ese momento. Si hasta sentía cierta simpatía por el forense. Siempre detrás de un muerto, oliendo a muerto, hablando como el “muerto qui parla”. La mirada a punto de extraviarse y las manos temblorosas como si siempre estuviera a punto de un impredecible ataque de Parkinson.
“El Pastor” nunca se sintió realmente amenazado. Que Ramón Sigale lo detestaba lo sabía, ese sentimiento era mutuo y surgió en el preciso instante en que se conocieron. Pero ese desprecio del jefe policial nunca le hizo pensar en que podía ser asesinado por él o por alguno de sus secuaces.
Desde que apareció el cadáver de FG N.º 1 todo pareció enloquecer. Él había logrado tomar cierta distancia de toda ese pandemonio, pero los últimos sucesos lograron confundirlo como nunca antes le había ocurrido. Su personalidad cambió por completo.
Era un hombre de ciencia, pensaba como un científico. Él no especulaba. ¿Cómo se especula con el orificio chamuscado de entrada de una bala calibre treinta y ocho, o veintidós, o cualquier otro calibre? ¿Cómo se especula con el de salida, con el desgarro que provoca el plomo al atravesar la carne con tanta violencia como cuando entró?
Cráneos rotos, sesos desparramados, charcos de sangre, hígados reventados, pulmones estallados, estrangulamientos. La ciencia forense no invita a la especulación. Irrefutable, ahí estaba el torso del pobre viejo muerto de un derrame cerebral, arrojado a las puertas de la dependencia policial. Un escándalo.
Al muerto lo habían extirpado el hígado, y eso, además de ser tenebroso, era significativo en una historia donde solo parecía importar el foie gras. “El Pastor”, hasta ese momento, no tuvo oportunidad de saber que las cuatro tarrinas que hallaron en la casa donde se descuartizó el cadáver, contenían tejidos del gourmet muerto. Tampoco de una quinta que había sido enviada al comité de M y que al revelar su contenido había producido un escándalo solucionado por un cíclope al que todos consideraban un estúpido.
Quien le informó a Aureliano B. la orden de asesinar a Ricardo “El Postor” fue “El Administrador”. No es que era un hombre dedicado a transmitir malas noticias, solo que a él le correspondía administrar lo bueno y lo malo que ocurría en la organización. Aunque es meritorio decir que en esa oportunidad no sintió ninguna satisfacción por comunicar la orden que le fue dada. No tenía nada contra el forense.
En oportunidades anteriores, por otros casos, sintió placer en notificar una condena a muerte. Ladronzuelos, tipos despreciables, hombres o mujeres prostituidos, esos merecían morir, no tenía dudas de ello. Pero no fue este el caso. ¿Cómo asesinarlo? Pregunta que Aureliano B. hizo con el mismo tono como si pidiera un café en un bar.
La respuesta fue precisa, del modo más rápido y silencioso posible. El arma, la que prefiriera. Nadie deseaba otro escándalo. Con los que había era más que suficiente. Muerte rápida y en silencio. No se trataba de una venganza, sino de una limpieza. Nada más.
Aureliano B. cumpliría el mandato, apenas se presentara la oportunidad. “El Administrador” le sugirió que esperara a que Sigale hubiese partido rumbo a su destierro. No confiaba en Sigale, al que consideraba un hombre capaz de tramar su venganza.
Todo el personal estaría pendiente de esa partida, excitados por el ocaso del otrora poderoso jefe, el ostracismo de Sigale opacaría la ausencia del forense. Lo mejor sería que desapareciera sin dejar rastros.
Un degradado en camino a su exilio, un trozo de cadáver sin manos, ni piernas ni cabeza, y un forense ausente por voluntad propia, todos casos cerrados en tiempo y forma. ¿Para qué estaban los jueces?
Aureliano B. preguntó qué harían con el cuerpo de FG N.º 1. Eso estaba resuelto, aunque él no lo supiera. “El Administrador” era un hombre precavido y ya había ordenado eliminar esa maldita evidencia. Todo el fracaso se concentraba en una aparición, el cadáver perfumado de FG N.º 1. También desaparecerían todas las fotografía del caso, la de FG N.º 1 en especial. ¿A quién, en la Institución, podía interesarle la foto de un homosexual muerto?
En cuanto a Melquíades, era en realidad como un fantasma que se nombraba para pasar el rato. Aparecía en ciertas oportunidades, y luego se desvanecía, como corresponde a un legítimo fantasma. Si todos somos Melquíades, como le dijo “El Administrador” a Sigale, cuando cada uno de ellos se mirara al espejo, vería a Melquíades, quien dejaría de ser un asesino solitario para transformarse en la multitud del nuevo orden. Después de todo, se estaba ante la posibilidad de consagrar un presidente que disfrutaba comiendo carne humana. Melquíades Ezequiel Odamxur hasta podía transformarse en un nuevo héroe, uno del siglo XXI, un héroe del Tic Toc, entronizado en videos de apenas 30 segundos de duración. Ya se sabe que los héroes en la patria, como los locos en el manicomio, no son todos los que están ni son todos los que son.
Un héroe de la modernidad. De la era de la Inteligencia Artificial. No se hablaría más del ano de Batman como materia de investigación sociológica, algo que a Victoria le causaba un innegable disgusto, se hablaría de las nuevas heroicidades surgidas de los devoradores de carne humana. Hígados, corazones, pulmones, cerebros. “Haute cuisine” para todos.
¿Tal vez un ministro de la antropofagia? ¿Por qué no? Si desaparecía el ministerio de Educación, bien se lo podría reemplazar con el de la antropofagia. El nombre de Aureliano Babilonia y su enorme sexo de moco de pavo que llevó a Amaranta Úrsula, quien fue su tía y su amante, a llamarlo “mi adorado antropófago”, se incorporaría el lenguaje popular. El nombre de Gabriel García Márquez no, sería negado, porque M repudiaba a los comunistas con la misma pasión con la que amaba a C, su perro muerto.
Aureliano B. se interesó en la partida de Ramón Sigale. Cuando preguntó, este ya estaba en viaje a su destino. No se había despedido de nadie, ni mencionó su traslado. Solo cumplió la orden que le dio su doble.
Fue a su casa, tomó unas mudas de ropa, algunos enceres, algo de dinero, y se marchó en dirección al norte lejano. Allí esperaría hasta que fuera reivindicado. Sus servicios habían sido tantos y tan buenos que no dudó nunca que el castigo duraría apenas unas semanas. Luego vendría su rehabilitación, aunque no sabía en dónde ni en qué empresa al servicio de “El Sindicato”.


XXXIX. La segunda encomienda

Al departamento de Policía llegó por un correo privado una encomienda a nombre de Ricardo “El Pastor”. Un joven aspirante la recibió en la recepción. De inmediato informó a su nuevo jefe, Aureliano B. quien le ordenó llevarle el paquete al forense.
El muchacho, de aspecto famélico, llegó al subsuelo donde estaba la sala de autopsia. Lo asustó su oscuridad. La oscuridad urdía con el olor a muerte una atmósfera agobiante.
Llamó en voz alta a “El Pastor”. Desde una de las oscuridades sonó la voz del forense. “¿Qué ocurre?”, preguntó. El muchacho respondió que traía una encomienda a su nombre.
—¿Una encomienda? ¿Para mí?
—Sí, señor.
—¿No enviaron a nombre de Sigale una caja similar con una cabeza y dos manos?
El aspirante no supo qué responder, se mantuvo en silencio. “El Pastor” se disgustó por la falta de respuesta.
—Le hice una pregunta.
—No lo sé, señor. Soy apenas un pinche, menos que un cadete, por qué habrían de advertirme de semejante cosa.
“El Pastor” guardó silencio. ¿Recordaba lo ocurrido? Sin demasiada precisión, pero lo recordaba. Él no estuvo presente cuando el halago, pero su ayudante le refirió la historia, aunque sin demasiados detalles.
Aquel envío fue realizado a nombre de Ramón Sigale. En el remitente, con delicada caligrafía, se había escrito unas coordenadas. Se suponía que esas indicaban el lugar desde donde se hizo el envío. Adherido a la caja, un sobre blanco, también a nombre de Sigale, parecía contener una pequeña esquela. Nunca supo si en esa esquela hubo información importante, Sigale la llevó consigo y no dejó anotación alguna sobre su contenido.
—¿Qué está escrito como remitente?
El aspirante leyó en voz alta.
— 48°50′16″N 2°19′42″E.
Esta encomienda, había sido enviada como la primera, por la misma persona.
—¿Nadie corroboró a qué lugar corresponden esas coordenadas?
—No puedo decirlo, señor. No sé ni qué significan.
—¿Qué aspecto tiene la encomienda? –Una pregunta que al aspirante le pareció extraña.
—Es una caja rectangular, envuelta en papel madera. Está sellada con varias vueltas de cinta de embalar color marrón. Tiene una etiqueta manuscrita con su nombre y la dirección del Departamento y otra con esos números como remitente.
—¿Cómo es la caligrafía?
—Muy prolija, señor.
—¿La caja huele a mierda?
—¿Cómo dice, señor?
—Si la caja despide olor a mierda.
—No, señor.
—¿La olió bien?
—No lo hice, señor, no tendría por qué hacerlo.
—Entonces huélala, dígame si apesta.
El aspirante, confundido por el pedido, cumplió la orden. Pero la caja no despedía ningún olor desagradable. El papel solo olía a papel. Algo del aroma del pegamento de la cinta de embalar se mezclaba con el otro, pero no eran olores sugerentes.
—Huele a papel, señor.
—¿Solo a papel?
—Y a pegamento de la cinta de embalar.
—¿Investigó la procedencia?
—¿Yo? Soy un aspirante, señor. No puedo investigar nada.
—Acá nadie se caliente por nada.
Luego, “El Pastor”, preguntó si se había sido escaneado su contenido. La respuesta fue “no”.
—¿¡No!? –exclamó enfurecido–. ¿Por qué no?
—Orden del oficial Aureliano B., mi nuevo jefe. Él dijo que no era necesario. Que no era una bomba. Que no fuéramos estúpidos. Dijo “Es un regalo”. En realidad dijo “dos regalos en una sola caja”. Luego agregó “¿quién le va a mandar una bomba a un carnicero?”
El insulto no alteró los nervios del forense. “Otro idiota. Los jefes de esta repartición pertenecen a una dinastía de idiotas”, dijo para sí al saber de esas palabras.
—¿Y él, cómo podía saber qué contiene el envío?
El aspirante no estaba en condiciones de responder a ese interrogante, se encogió de hombros sin decir palabra alguna. ¿Facultades especiales? ¿Intuición? Cualquier cosa que dijera resultaría estúpida.
—No puedo decirle, señor. Solo me dijo lo que le he repetido.
Ricardo “El Pastor” le ordenó apoyar la caja sobre la mesa de autopsia. El aspirante obedeció. Cuando sus manos rozaron el frío metal sintió un raro estremecimiento. La sangre tiene ese poder residual. No había sangre a la vista, la mesa había sido meticulosamente lavada por un ayudante. Pero el joven aspirante sintió que un zumo pastoso atravesó su piel y se infiltró en sus venas. Estaba a punto de sufrir un ataque de pánico. La voz de “El Pastor”, que lo observaba dese su oscuridad, lo sustrajo de ese estado de ánimo.
—No tiemble. No va a morir porque toque esa mesa. Tampoco crea que lo que le ocurre es patrimonio suyo. Salvo los forenses, las demás personas suponen que el simple roce con cualquier objeto de esta sala los involucra en crímenes. Empiezan a imaginar asesinatos horribles en los que están involuntariamente involucrados. Otros, en cambio, ponen en duda su moral y empiezan a considerar si no son también potenciales asesinos. –El asistente trataba de ver dónde se ocultaba el forense, pero su temor y la oscuridad no le permitían fijar la vista en un punto.
—Abra la caja.
Sí “El Pastor” le hubiese pedido que se arrojase al vacío desde la terraza, lo habría tomado con calma. ¿Por qué debía él abrir una encomienda que no fue enviada a su nombre? ¿Y si se trataba de otra cabeza o de otro par de manos?
Trató de disuadir al forense de la orden. Pero fue inútil “Abra la caja”, le ordenó, pero esta vez en un tono más severo. “¡Es una orden!”. Las órdenes de los superiores se deben cumplir por más absurdas que se las considere.
El aspirante no tenía opción.
—¿Un cúter? –preguntó tal vez solo por retrasar la tarea.
—¿Para qué quiere un cúter?
—Para cortar la cinta de embalaje, señor.
—A su izquierda hay un bisturí.
El joven observó una bandeja con varios instrumentos de cirugía. Un bisturí brillaba su delgado filo aprovechando un haz de luz que llegaba desde una rendija. Tomó el escalpelo y cortó la cinta.
Ricardo “El Pastor” lo observaba.
—¿Cortó la cinta?
—Sí, señor.
—Muy bien. Ahora abra la caja y mire que hay dentro.
El joven obedeció. Ya no temblaba. Su estremecimiento había dado lugar a una rigidez muscular que casi lo paralizaba por completo.
—¿Qué hay adentro?
Tartamudeando respondió:
—Dos frascos, señor.
—Sáquelos con mucho cuidado y póngalos sobre la mesa de autopsia.
Eso hizo. Eran frascos bonitos, muy decorados. La ornamentación era una exquisitez. Por la pintura no se podía ver el contenido.
—Ábralos.
—Están sellados, señor.
—Rompa los sellos.
La rigidez muscular en el joven cedió a unos espasmos en su abdomen. Su corazón golpeaba el pecho con inusitada fuerza. No toleró más tanta presión. Estaba aterrado. Imaginaba todo tipo de desgracias, apenas abriera uno de los dos frascos. ¿Emanaría de ellos un gas mortal? ¿Un ácido que derretiría su rostro como el fuego, la cera?
Su respiración se agitaba cada vez más. Su boca se resecó, sus dedos entumecieron de golpe, las piernas le temblaban y su vista se nubló por completo. Como pudo, dejó los frascos sobre la mesa metálica y huyó despavorido. Mientras corría escaleras arriba, atinó a escuchar una carcajada que lo espantó aún más. Luego oyó gritar “¡pendejo!”.
Ricardo “El Pastor” salió de su oscuridad. Se acercó sin prisa a la mesa de autopsia. Allí estaban los frascos. No tenía dudas qué contenían. ¿El viejo gourmet? ¿Otro muerto? Imposible saberlo. Observó los frascos pero sin tocarlos. Uno de ellos tenía una etiqueta adornada con motivos griegos. Manuscrita con fina caligrafía la palabra “Pandora”, y más abajo, “Esperar seis meses para su consumo. Tiempo óptimo de maduración”.
En la etiqueta del segundo frasco, escrita con idéntica caligrafía, la palabra “Prometeo”. Centímetros debajo, escrito “Listo para su consumo”. Eso era todo.
Decidió no tocar nada. No imprimiría sus huelas digitales en esos frascos que, sin duda, contenían foie gras producido con hígados humanos. O algo peor.
Ricardo “El Pastor” nunca subestimó a Melquíades, fuese quien fuese. Hombre real o no, su misterio era proporcional a su impunidad. Tenía demasiada experiencia como para no distinguir la locura de un hombre del accionar del crimen organizado. Trata de personas, tráfico de órganos, pedofilia, y en medio, policías corruptos. Asuntos pesados. Iría con Aureliano B. No le interesaba preguntar por aquello de “carnicero”, como le dijo el asistente que Aureliano lo había llamado. Quería saber por qué le hizo llegar esos frascos, dudaba en qué lo quería involucrar.
Abandonó su refugio en el subsuelo y se dirigió al despacho del nuevo jefe policial.

Aureliano B. no se sorprendió por su presencia, tampoco por su aspecto. Observó a “El Pastor” muy desalineado, y hubiera jurado que alucinaba por el modo de hablar y moverse. La luminosidad de Aureliano B. lo irritó aún más. Habló casi a los gritos.
—Lo noto alterado, mi querido forense. No es necesario que grite. ¿Ocurre algo malo?
—¿Por qué me mandaste esos frascos de mierda?
—¿Frascos de mierda?
—Esa porquería que me mandaste por el pendejo.
—Si se refiere a la encomienda, el envío llegó a su nombre, ¿qué debería haber hecho, dárselo al portero?
—Debió mandarlo al escuadrón antibombas.
Aureliano B. no pudo contener la risa.
—¿Escuadrón antibombas?
—Sí, para escanear la caja.
—Mi buen amigo Ricardo. Nadie quiere ponerte una bomba. ¿No te suena hasta estúpida esa posibilidad?
—Lo que me suena estúpido es tu comportamiento.
—Lamento que así sea. Trato de infundir confianza y tranquilidad en este Departamento. Algo que vos no transmitís. Te noto muy alterado. ¿No precisás un descanso?
—Lo que necesito es que me digas por qué me mandaste a ese pendejo con esos dos frascos de mierda.
Aureliano B. se encogió de hombros. “Otra vez con los frascos de mierda”. Murmuró.
—Vos sabes que contiene.
—¿Yo? –Aureliano B. se golpeó el pecho con el puño izquierdo–. ¿Cómo habría de saberlo mi querido forense?
—Vos sabes que contiene.
—Te juro que no. No tengo la menor idea. No sabía que se trataba de dos frascos. ¿Cómo podría haber sabido que contenía la caja?
—El pendejo me dijo que le hablaste de dos regalos.
—¿Eso te dijo? En primer lugar, por lo que me decís, no afirmó que se trataba de dos frascos, sino que habría dicho “dos regalos”. En segundo lugar, ¿vas a creerle a un aspirante y no a un jefe superior? Vos sí que estás en problemas. Todavía respetamos en algo la cadena de mando. Yo envié al joven a que te entregue el paquete llegado a tu nombre. No dije ni insinué nada, menos algo como “dos regalos”.
—¿Cómo sabría eso el muchacho?
—Habrá espiado el contenido. La curiosidad no solo es atributo del gato.
Ricardo “El Pastor” no tenía modo de saber si lo que le había dicho el aspirante era cierto.
Decidió no seguir insistiendo con el tema. En ese momento desconfiaba intensamente de Aureliano B., pero sospechaba que no escucharía de él ninguna verdad. Desecharía los frascos sin abrirlos, tal y como habían llegado los arrojaría al basurero de productos toxicológicos.
—Quiero ver a Ramón Sigale.
—Solo en fotos.
—¿Qué significa eso?
—No está en esta dependencia, fue enviado en comisión aun lugar lejano.
—¿En comisión?
—Es lo que dije.
—¿Puedo saber a dónde?
—Al norte, a la dependencia que recibió un libelo perteneciente a un tal Melquíades Ezequiel Odamxur, un panfleto donde ese fulano se adjudicaba decenas de crímenes. Sabés de qué te hablo. Todos sabemos de quién se trata.
—Por supuesto. Melquíades, el caníbal, el antropófago.
—Parece que en este tema nos entendemos.
—Cuánto tiempo estará afuera.
—No lo sé, el que dispongan los superiores. Es todo lo que te puedo decir. Lo que sí puedo es sugerirte una semanita de licencia. Creo que tenés que descansar. Sos de los pocos indispensables en este Departamento. Sin vos, sin tus servicios, las autopsias no serán posibles. Eso sería muy inconveniente. Muertos apilados en nuestra cámara frigorífica, esperando y esperando para ser devueltos a sus parientes o a la Facultad de Medicina para su disección.
—Me querés fuera de la repartición.
—No me interesa tenerte fuera, me interesa que estés bien.
—Me querés fuera.
—Por tu salud, Ricardo, una semana de descanso por tu salud.
Ricardo “El Pastor” se mantuvo en silencio por unos minutos. En ese breve lapso de tiempo puso su mirada en la del otro. La notó transparente. Y la áurea luz que rodeaba al policía lo ponía cada vez más nervioso.
—Lo voy a considerar.
—Me alegro. No tardés demasiado, ahora es el momento de relajarse. Como diría mi abuelita, a la oportunidad la pintan calva.

XV. Cabos sueltos 

Al correr los días, Aureliano B. se volvió más trasparente y el aura que lo envolvía más intensa. Era el opuesto de Ramón Sigale a quien lo perseguía una oscuridad densa y pegajosa. Sigale era, a pesar del poco tiempo transcurrido, un mal recuerdo. Nadie preguntaba por él. Nadie se interesaba por su suerte.
Los subalternos estaban embelesados por la transparencia y luminosidad de Aureliano B. Pero nadie se atrevió a decírselo, temiendo que el nuevo jefe los tomara por aduladores. “Nada peor que un chupamedias”, les dijo, entre muchas otras cosas, en una de sus primeras diatribas. En esa oportunidad les habló de la fidelidad entre jefes y subalternos y alabó el principio de la obediencia debida, principio disciplinario sin el cual, una fuerza con las características de esa policía, no podría cumplir sus cometidos.
Todos los días, a última hora, Aureliano B. y el sosias de Sigale se reunían para intercambiar opiniones sobre distintos asuntos. Por ese entonces, el más importante, era saber el destino real de Ramón Sigale, alguien en quien ellos no confiaban. Su desconfianza expresaba la de un grupo significativo de Supremos del Sindicato, y ese aval los hacía sentir más poderosos de lo que en realidad eran. El segundo asunto en importancia era la eliminación de Ricardo “El Pastor”. Los Supremos dejaron en sus manos la solución de ese incidente.
¿Qué sabían del antiguo jefe? Uno de los alcahuetes de “El Sindicato” informó que Sigale emprendió el viaje hacia su destino pocas horas después de la reunión con su sosia. Así fue. Fue un abandono clandestino de su despacho y también del lugar donde pernoctaba en algunas oportunidades. Ramón Sigale no tenía un verdadero hogar propio. Nunca se había permitido asentarse en un lugar. Para él era síntoma de aburguesamiento, de ablandamiento. Un jefe, decía, empieza a sentirse cómodo en un lugar. Cómo el dinero abunda, se provee de lo mejor. Bellos muebles, lujosos electrodomésticos, las bebidas más calificadas, los habanos mejores, prostitutas de máximo nivel. Pero eso no era lo peor. Peor aún era si encontraba una bella y joven mujer de la que, estúpidamente, se enamorara. Seguramente ella tenía que ser un agente de uno u otro grupo de “El Sindicato”. No una prostituta, por supuesto, una señora bien, entrenada para representar su papel en la sagrada familia. Una que prometía transformarse en la diligente esposa que el amo esperaba que fuera, y que prometía ser una abnegada y amorosa madre. Si llegaban hijos, que llegarían, con seguridad, estaba todo perdido. Ese jefe estaba entregado, porque nunca sería capaz de abandonar todas esas comodidades e inútiles lazos afectivos en segundos. Repetía ante sus azorados subordinados “nada que cueste más de diez segundos abandonar”. Ese era un verdadero mandamiento para Sigale, uno de los diez mandamientos que se había autoimpuesto para cumplir de manera eficiente las tareas encomendadas por “El Sindicato”.
Como queda claro, Ramón Sigale no tuvo esposa, ni hijos, ni se le conocía familia. Era una sombra, densa y pegajosa, un cazador furtivo, esquivo. Todos los males que lo habían afectado en el último tiempo eran producto de una conspiración cuyo único posible organizador era el propio sindicato. De ello no tenía dudas. Lo que no podía aún responder, eran los por qué de esas maniobras. Con seguridad, justificaba, había un interés superior que exigía sacrificarlo en ese momento para luego reivindicarlo con otra misión tan o más importante que las que había llevado adelante todos esos años.
Pero Ramón Sigale era, entre muchas otras cosas, vengativo. Cruelmente vengativo. Y a su lista de personas con las que en algún momento ajustaría cuentas, se había sumado el nombre de Aureliano B. El de su doble no lo conocía, pero no le resultaría difícil encontrarlo y asesinarlo. Ambos estaban sentenciados.
¿Pensaba en su venganza, Sigale, cuando abordó el automóvil con el que se dirigía a su nuevo destino? Tal vez sí, tal vez no. Era un hombre pausado, para nada arrebatado. Todo a su tiempo. Parafraseaba al General, “todo en su medida y armoniosamente”. En ese momento, su desafío era llegar a destino sano y salvo. ¿Esperaba que atentaran contra él? Sin dudas. Conocía de sobra las mañas criminales de “El Sindicato”. Matarlo no precisaba un plan muy elaborado. Lanzado a la ruta, cabía la posibilidad de que el chofer de un gran camión se durmiera al volante y lo atropellara destruyéndolo. Recordaba más de una eliminación cometida con este simple mecanismo.
Él era un buen chofer, tenía miles de kilómetros de ruta recorridos como conductor. No iría por los caminos esperables. No informaría a nadie qué rutas tomaría para llegar a destino. Su viaje era un secreto para todos.
El automóvil que eligió no pertenecía ni a la policía ni a “El Sindicato”. Era una unidad algo antigua que él se había apropiado hacía tiempo y que mantenía en total reserva. No sería estúpido como Muna Morrison a bordo de su bello Audi azul oficial, dirigiéndose a la muerte sin siquiera sospecharlo ni por un segundo.
Se proveyó de documentación falsa para él y su automóvil. No llevaba ninguno de los celulares habituales, y aunque no se puede afirmar, era seguro que no llevara en esa oportunidad ningún teléfono celular que son fácilmente rastreables. Disimuló su aspecto con algunos cambios, como una barba candado y bigote, y una peluca de cabellos algo largos bajo una gorra de color rojo intenso, para impedir que los sistemas de reconocimiento facial y antropométricos, a través de los miles de cámaras instaladas por todo el país, le permitiera a la policía o a “El Sindicato” identificarlo.
Se desplazaría a una velocidad de 100 km por hora, lo que lo ubicaba en el pelotón de los automovilistas prudentes, de esos muchos miles que van de la casa al trabajo y del trabajo a casa. Luego se desviaría por caminos que solo él conocía. Nada de tecnología. Ni GPS, ni mapas electrónicos. Conocía perfectamente su destino y valiéndose de sus propios recursos y decisiones, trataría de no engordar la lista de muertos en ruta por lamentables accidentes.

—¿Por qué todos dicen que sos una persona “transparente”? –Le preguntó el sosias de Ramón Sigale a Aureliano B. con total malicia. (Al doble de Sigale llamaremos, a partir de ahora, Miguel Rosana para facilitar su identificación).
Aureliano B. se encogió de hombros.
—Ni idea. Boludeces. En esta repartición hay un grupo que ni sirve para un carajo y se la pasa difundiendo boludeces.
—También dicen que irradias una luz intensa, el aura de un santo varón.
Los hombres no pudieron contener la risa.
—¡Un santo varón! –Aureliano B. dispuso sus manos como si fuera a rezar y miró al cielo con cara de carnero degollado.
—El “Maligno” por ahí te reclutaría.
—Sí, justo. Además, si fuera transparente se vería mi mierda y saldrían todos corriendo.
—Tu mierda está muy bien ocultada. Transparencia, luminosidad, nada de eso se asocia con caca. Un logro del travestismo en “El Sindicato”. Tenés tus ventajas, sos joven, sos bien parecido, hasta amable. Comparado con Sigale llevás todas las de ganar.
—En cambio, vos estás muerto, con ese aspecto.
—Mi parecido con Sigale es circunstancial. Es solo a los efectos de explicar que, en última instancia, todos somos Sigale.
—¿Todos somos Aureliano B.?
—Depende de vos, de ningún otro. Mantenete dentro de la línea de mando, y todo irá bien para tu vida. No bien, muy bien, excelente. Hombres como vos tienen mucho futuro en “El Sindicato”. ¿Te ves de ministro en algún gobierno?
Aureliano B. puso su mirada en Miguel Rosana tratando de descifrar si le estaba tomando el pelo o hablando con algo de seriedad.
—¿Qué miras? –Rosana no vaciló en preguntar.
—¿Ministro?
—Claro. ¿No ves los boludos que pueblan los gabinetes presidenciales? Ignorantes, chorros, vagos, perversos. “La Casta”, como dice M. ¿Quién te crees que inventó lo de la casta? Somos lo mejor de la casta. Si pudimos inventar un candidato con posibilidades de ser presidente, mirá si no vamos a poder hacer de vos un gran ministro.
—Ministro del pedo, de política no entiendo nada.
—Eso no es un problema, es más, hasta sería una ventaja.
Aureliano B. quedó pensativo. Miguel Rosana no disimulaba una sonrisa cínica sin quitar su mirada del joven jefe policial.
—Hablemos de lo que nos importa. –Rosana aceptó con un leve movimiento afirmativo de su cabeza.
—Tengo malas noticias.
Rosana frotó su rostro con ambas manos.
—¿Qué pasa?
—Le perdimos el rastro a Sigale. –Rosana echó a reír sin poder controlarse.
—¿Eso crees? ¿Qué el tipo se subió a ese viejo coche que tenía registrado a su nombre y con eso iba a poder eludir nuestro control? Por ahí descubro que no solo sos transparente, sino algo estúpido.
—¿Auto viejo? ¿Qué auto viejo?
Miguel Rosales aspiró todo el aire que cupo en sus pulmones y lo fue exhalando lentamente. Luego de unos minutos de intenso silencio habló con vos pausada.
—Muchacho, olvidate de Sigale, eso está por resolverse. Dejemos que él crea que es un pija que puede eludirnos. Con auto viejo, gorrita roja y barba candado. Nada que no estuviera previsto. Para tu información, todavía no hay acuerdo de cómo lo vamos a eliminar. Acá hay una zona turbia entre necesidad y venganza. Si querés mi opinión, la venganza no sirve, nubla la razón, enturbia la vista. Una buena muerte por un tremendo accidente y listo. ¿Para qué más? ¿Para satisfacer viejos rencores? Absurdo. Pero, donde manda capitán, no manda marinero. Cuando esté resuelto, a quien corresponde le llegará la orden. Luego, Sigale será un cuadrito como ese en la pared. Y ya no joderá más. Pero vos tenés que ocuparte del buen forense, nuestro buen pastor.
—Lo sé.
—¿Y entonces?
—Pensé que lo mejor era envenenarlo con alguna de esas mierdas que usa para manosear los muertos.
Aureliano B. miró al rostro de Miguel Rosales tratando de descubrir una reacción. Pero ese rostro se mantuvo impávida.
—Muy complicado.
—¿Te parece?
—¿Quién sería el nuevo jefe forense? –Rosales preguntó conociendo de antemano la respuesta.
—El Ayudante de “El Pastor”.
—Que lo mate él. Debe ser fácil convencerlo sobre la conveniencia de eliminar al patético forense.
—¿Y si no acepta?
—Tiene familia, esposa, hijos, madre, padre, hermanos.
—¿Querés que lo amenace?
El rostro de Miguel Rosales se encendió de repente.
—¡No! Nunca es amenaza, es sugerencia. Podrías dejarle en su locker algunas carpetas sobre homicidios de familias enteras.
—O podría dejarle la historia de BTK.
—¡Nos vamos entendiendo! ¿Viste que al final Ramón te dejó algo útil para que uses con criterio? BTK, algo que siempre pareció ridículo, ahora viene a sernos útil. La vida te da sorpresa, ¿no?
—No soy hábil dibujando. Pero bien podría mandar hacer un dibujo en la que un asesino destripa a un matrimonio que tiene hijos pequeños luego de violarlos a todos y matarlos de a uno.
—Creativo. –Rosales sonrió aprobando–. Muy creativo.
—¿Será convincente?
—Sin dudas mi transparente y luminoso amigo. Después de eso, será tu siervo, nunca se atreverá a abandonarte, porque sabrá que si eso hace, verá morir a toda su familia en manos de un émulo de BTK. Porque conseguir un imitador de Rader, no es un problema. Ofrecemos una cantidad atractiva de dólares y tendremos una larga fila de voluntarios.

Un automóvil en llamas no es un hecho extraordinario. Nada extraño en un país en el que circulan millones de automóviles por minuto, todos los días, todos los meses. Sus llamas multicolores atraen la vista de ocasionales peatones y otros automovilistas que, al tiempo que observan el incendio, piensan en la suerte que tienen de que a ellos no les haya ocurrido semejante desgracia. Lidiar con las compañías de seguro es insoportable. Hábiles como las aves de rapiña, siempre buscan un pretexto para no pagar el seguro y, si por alguna razón deben hacerlo, no hay artimaña que no conozcan para que el pago sea el menor posible. Así, el infeliz que ve cómo se incinera su auto, al mismo tiempo comprueba cómo se quema su dinero, el que, hecho ceniza, asciende llevado por las columnas de aire caliente que el fuego produce.
A la vera de una ruta provincial, a dos o tres kilómetros de un pueblo cuyo nombre no era conocido y no importará nunca, el automóvil de Ramón Sigale ardía y dentro de él, el cuerpo de un hombre se calcinaba por completo. No hubo testigos. Los pocos que vivían en el pueblo, o no se enteraron del incidente, o si el olor intenso que provoca la quema de llantas, plásticos y otros materiales combustibles, lejos de provocar curiosidad, los indujo a la prudencia de no inmiscuirse en asuntos en los que no tenían nada que hacer.
En ese pueblo vivía “El Rastreador”, un puestero que llegó en sus años mozos a radicarse en ese paraje donde levantó un modesto rancho. ¿Por qué fue a vivir a ese lugar? ¿Por qué permaneció en un lugar en el que no había ninguna perspectiva de progresar? Porque Ramón Sigale se lo ordenó. Así de simple.
Sigale, hombre ducho e inteligente, aprovechó los años en los que la clandestinidad no estaba atacada por las nuevas tecnologías, para organizar su propia red de colaboradores. Gente sin nombre, o nombres falsos, documentos falsos, vidas falsas, repartidos aquí y allá, al este, al oeste, al norte o al sur, conchabados muchas veces en trabajos miserables. Pero fieles, extrañamente fieles al hombre que los condenaba a una vida miserable. Todos ellos consideraban que servían a una causa superior a la que habían sido convocados por sus cualidades personales. Discreción, humildad, disciplina, todos atributos propios de un soldado.
Sigale, cierta lejana mañana, reunido con quien todavía no era conocido como “El Rastreador”, le ordenó radicarse en ese pueblo miserable. ¿Para qué? No podía decirlo. “Por las dudas”, fue toda la explicación que le dio.
“Usted va a vivir a ese pueblo y allí se queda. Alguien lo contactará oportunamente. No le faltará nada para su retiro. Cuando llegue el momento, y esté en edad de jubilarse, lo ubicaré en un lugar agradable. Pero ahora necesito que se instale allí y se quede”. Eso fue todo. Y el hombre, disciplinado, cumplió. Vivió allí por años, tomando contacto con la red solo cuando iba a un pueblo cercano, a proveerse de lo necesario en un supermercado de La Anónima.
Su vida era modesta, como no podía ser de otro modo para un puestero, sus necesidades se satisfacían con poco. Como el terrateniente lo autorizó a criar una vaca que parió algunos terneros, luego de ser servida por un toro del patrón, criar sus propias gallinas y plantar un pedazo de tierra para verdura y tomate, nunca pasó hambre. No tuvo esposa, tampoco la quiso. Una vez por mes visitaba siempre a la misma prostituta del burdel del pueblo cercano, y allí pasaba un rato abrazo al cuerpo caliente de la mujer. Ella jamás se interesó en la vida amorosa de su cliente. Todos los que pasaban entre sus piernas eran más o menos como El Rastreador, brutos, calientes, callados.
Vida sencilla, sin perspectivas, pero sin peligros si uno se comportaba como el patrón esperaba. Más de una vez, pensando en la vida que llevaba, se conformó diciéndose a sí mismo “por algo el jefe me quiere acá”.
En el pueblo vivían apenas diez paisanos. De muy viejos a viejos, salvo dos, entre ellos “El Rastreador”, que eran hombres maduros, pero que aún podían seguir trabajando. El pueblo estaba dentro de la propiedad de un terrateniente. El ricachón les permitía vivir en su hacienda a cambio de sus servicios, que eran cuidar la estancia, controlar que no robaran el ganado (todos los paisanos estaban armados, algunos con carabinas y otros con escopetas), mantener a raya a los campesinos y obreros rurales que por ahí se animaban a protestar por esto o por aquello. “El Rastreador” cumplió ese trabajo a conciencia. Así que nunca estuvo en riesgo su permanencia.
Luego de tantos años de esperar un acontecimiento que creyó nunca llegaría, Ramón Sigale se apareció por su rancho. En medio de una negra madrugada, como si el cielo se hubiese ennegrecido y ocultado la luz de sus estrellas para facilitarle a Sigale la huida. Cuando el arribo de Sigale a la ranchada de “El Rastreador”, el automóvil en que viajaba el jefe policial caído en desgracia, ya ardía con furia.
El Rastreador supo disimular su sorpresa al ver al jefe a la puerta de su rancho. Lo reconoció al instante a pesar de los muchos años que habían pasado desde el último encuentro.
“Pase jefe”, fue todo lo que le dijo al verlo. Sigale entró casi levitando, rozando apenas con sus pies el piso de cemento.
—El coche en que venía está incendiado.
—No hay como apagar un fuego por estos lados.
—Mejor. Que se queme. También se quema un tipo dentro del auto. –“El Rastreador” no mostró ningún expresión en su rostro.
¿A quién pertenecía el cuerpo que se incineraba dentro del automóvil? Sigale no lo dijo y “El Rastreador” no lo preguntó. Cada uno tiene la suerte que tiene. A él le tocó exiliarse en ese pueblo de mala muerte a la espera de algo que ignoraba y que estaba ocurriendo en ese preciso momento, y al fulano consumirse entre las llamas dentro de un automóvil.
“El Rastreador” le aseguró a Sigale que donde ardía el automóvil no llegarían los bomberos, sino cuando el fuego se hubiera extinguido. Desde el pueblo no se podían hacer llamadas telefónicas. Allí los celulares no funcionaban porque no había ninguna antena que permitiera la comunicación. Así que, o un camionero al paso y avistando el incendio daba aviso a la policía que tenía un retén a unos veinte kilómetros del lugar, o recién a la mañana, algún paisano de otra estancia, podía advertir a la policía del suceso. Para entonces, ni del auto quedaría mucho, ni del cadáver algo reconocible. Además, había que tener en cuenta cuánto entusiasmo pondría la policía en llegar al lugar para hacerse cargo de la investigación de un incidente que atribuirían sin más a un ajuste de cuentas entre mafiosos.

La noticia de la desaparición de Ramón Sigale no tardó en llegar a oídos de Aureliano B. y de Miguel Rosana.
El primero en enterarse fue Aureliano B. quien puso al tanto de la novedad a Rosana.
Mientras Aureliano B. sintió algo de fastidio por la fuga de Sigale, que consideraba solo temporal, Rosana permaneció en silencio por un largo rato, sin expresar ningún reproche, ni hacer ni siquiera un gesto que revelara si la noticia lo afectaba realmente.
¿No era previsible que el astuto y experimentado Sigale encontrara un atajo para eludir, aunque más no fuera por un breve tiempo, su muerte? Lo era. Entonces, de acuerdo al modo de pensar de Rosana, que era un calco del de Sigale, no había por qué enfurecerse por ello. El hombre hizo lo que cualquier mortal. ¿Hay algo más importante que salvar el pellejo? Aquello de que solo se vive dos veces, correspondía a la novelesca de Fleming, pero no en la vida real. En la vida real, se vive y se muere una sola vez. Si aciertas en tu vida, puede que conozcas del amor y la felicidad, si no, trabajarás hasta el último aliento, sirviendo a un holgazán que te recriminará tu falta de dedicación en hacerlo a él cada día más rico. Tu muerte, luego de ser exprimido hasta el total agotamiento, será un evento insignificante. En una rústica tumba cavada sin ningún entusiasmo por dos tenebrosos lúmpenes que hurguetearán tu cadáver en búsqueda de alguna chuchería, en un féretro barato, tu cuerpo será sepultado y serás devorado por una legión de gusanos y nadie, en absoluto, recordará tu existencia.
Rosana sabía, siempre supo, que Ramón Sigale no precisaba que nadie le explicara que el cometido próximo de “El Sindicato” era eliminarlo. El asesinato del jefe policial estaba en la lista de las tareas a cumplir en el corto plazo, y esto Sigale lo sabía porque era el procedimiento habitual con los caídos en desgracia. En muchas ocasiones anteriores, él fue el instrumento para eliminar a quienes “El Sindicato” consideró ya descartables. A veces no se trataba de que el pobre infeliz hubiese cometido errores o fallara en la misión encomendada, sino simplemente, porque habían dejado de ser útiles para los negocios de la organización por razones ajenas al infeliz, incluso por razones ajenas a la propia organización. Es que aquello de que uno propone y la vida dispone, también era válido para el crimen organizado. Cuando algo perdía utilidad se lo descartaba, igual que se hace con un trasto viejo.
El parte policial no dejaba dudas de que el automóvil incendiado era el que había utilizado Sigale. Y en cuanto al pasajero carbonizado, no había manera de saber quién había sido en vida. Rosana especuló que podía tratarse de un pobre desgraciado que tuvo la mala suerte de estar en el lugar y en el momento equivocado. Alguien que, para su desgracia, se topó con un asesino profesional como Sigale. Pero no podía descartar que se tratara de un mensaje, que el muerto fuera alguien vinculado a “El Sindicato” y con cuya muerte, Sigale les estaba mandando un mensaje tanto a él, como a Aureliano B. y a los supremos de “El Sindicato”.

El forense llegó de noche al departamento de policía. Los que lo vieron, pocos, lo ignoraron. Llegó en su viejo automóvil, el que estacionó a metros del edificio policial. Caminó como quien desciende de su nave luego de un largo viaje. Arrastrando los pies, parecía afrontar la violencia de las veredas con desgano. A esa hora de la madrugada aparentaba mayor edad. Solía decir que eso era normal en un forense, tanta muerte, tantos muertos, no pueden no dejar cierto rastro fácilmente identificable. Ojeras, arrugas, una tonalidad a veces gris y otras, azul, y una voz contaminada por algunas bacterias resistentes a los antibióticos, que la hacían sonar cavernosa. Pero esa noche andaba como si muchos muertos, si no todos, se habían colgado de su humanidad, y abriéndole imperceptibles laceraciones lo iban desangrando.
Que los que hacían guardia en el departamento policial lo ignoraran, le pareció un buen augurio. Estaba equivocado. Ser ignorado, le hizo suponer que había pasado desapercibido, que era lo que esperaba ocurriera. No estaba allí para dialogar sobre uno u otro homicidio, tampoco para explicar cómo podía haberse producido una muerte. Su propósito era muy otro.
Había concluido que asesinar a Aureliano B., era el único salvoconducto al que podía acceder en ese momento, aunque ese crimen lo condenara de por vida. A Ramón Sigale, su temporal destierro, lo ponía a salvo de ser también asesinado. No tendría oportunidad de ajusticiarlo como, según “El Pastor”, se merecía. Esa sería una labor de la que otro se ocuparía, como había dejado indicado en un mensaje reservado a un desconocido colega.
Bajó por las escaleras a la sala de autopsia. En la oscuridad, la mesa de disecciones de acero inoxidable tenía el aspecto del ara de un altar profano. No presidía el falso sagrario ninguna cruz.
Un círculo de potentes lámparas quirúrgicas pendía del techo por encima de la mesa de cirugía. Ese era su templo.
La muerte de Aureliano B. sería el producto de un acto inesperado de parte de un camarada. Le dispararía sin miramientos a la cabeza, sin darle tiempo ni a él ni a otros a evitar el disparo. Una bala de su arma, calibre 38, mataría al instante al policía. Luego, dejaría caer la pistola al piso y se entregaría para ser detenido. Las cosas simples son las únicas que funcionan. Por otra parte, no estaba en condiciones de urdir un plan sofisticado. Matar y morir, de eso se trataba.
Ricardo “El Pastor” se tendió sobre la mesa de cirugía, bajo el enorme círculo de lámparas. Allí dormiría para reponer fuerzas antes de perpetrar el homicidio que planificó. Cerró los ojos y se durmió.
Despertó de golpe. Una potente luz lo enceguecía. No adivinaba la forma circular del sistema de lámparas quirúrgicas. En su lugar, una esfera blanca sobre su cabeza, despedía una intensa luz que no lo dejaba ver otra cosa. Volteó a uno y otro lado tratando de comprender qué ocurría, pero la luminosidad invadía toda la sala y ocultaba las formas familiares del recinto. Estaba desnudo, y, aunque nada los sujetaba a la mesa, apenas si podía mover la cabeza.
Sabía que ese era el lugar exacto para morir desmembrado en cuestión de minutos. Si quien lo dominaba tenía su habilidad para la disección, no pasaría demasiado tiempo antes de que un pie, una pierna, una mano o un brazo, le fueron amputados de su cuerpo sin que él nada pudiese intentar para evitarlo. Luego, morir desangrado era cuestión de pocos segundos. La ablación que fuera, resultaría mortal. Contrariando su instinto básico de supervivencia, decidió volver a dormir. Extraño en él no intentar siquiera alguna resistencia. Pero se convenció de que, en ese momento, lo atinado era volver al sueño. No tenía fuerzas para luchar. Además, en un sueño la muerte no tiene por qué ser irreparable. ¿Cuántas veces había soñado que diseccionaba un cuerpo y lo volvía a unir sin que en él quedara ninguna cicatriz? Él mismo sabía ocultar sus cicatrices, las que tenía en todo el cuerpo, de las que nunca hablaba, y que ninguno de sus colegas se percató de sus laceraciones. Habilidad para cortar, habilidad para zurcir. Y eso que no usó nunca esos sofisticados hilos de cátgut obtenidos del intestino de ovinos, todos de diferentes colores, con los que el asesino del foie gras suturó las incisiones en el cuerpo de FG N.º 1, con simétricas puntadas de apenas milímetros de largo.
Lo despertó una voz extraña, sepulcral, al menos eso creyó. Pero no pudo reconocer quién le hablaba, ni qué le decía. En ese momento sintió algo de frío pero no miedo. El frío comenzaba en la punta de los dedos de los pies. Atribuyó esa sensación a que su verdugo tal vez había realizado una incisión en alguna de las arterias que irrigan los pies. Podía tratarse de la femoral, tibial anterior o posterior, o la arteria dorsal del pie. Cualquier que fuera cortada provocaría un lento sangrado y a consecuencia, comenzaría a percibir ese frío que surge del interior de la anatomía del cuerpo, no de la temperatura del ambiente. Quiso hablar, pero no pudo. Los intentos por dialogar fueron caóticos. Apenas farfullaba unas palabras que resultaban ininteligibles. No hubo respuesta a sus balbuceos. No tuvo la seguridad de que había alguien que pudiera atender sus gimoteos detrás de la intensa luz.
Volvió a dormir. Ese sueño fue extenso. Despertó aliviado. El frío había alcanzado sus muslos. Dedujo que, con seguridad, la hemorragia no era abundante, pero sí constante. Un goteo rojo, persistente, iba vaciando sus arterias y venas. Su corazón latía aún sin prisa, lo que no aceleraba el sangrado.
Cuando el frío sepulcral alcanzara su vientre, tal vez sintiera algunos dolores que hasta entonces no había padecido. Comprendió que pronto aquel dominio abarcaría su hígado, y entonces sintió rabia. Nunca previó que su noble hígado podía quedar reducido a unos cuantos frascos debidamente esterilizados. Pero lo que se abatió sobre él no fue solo rabia, fue desconsuelo. Un raro curare penetró su espíritu y lo volvió vacilante, inservible. Y aunque reconocía que no había perdido tanta sangre, sintió extenuarse por completo. Tal vez debiera dejarse morir antes de que la extirparan el hígado. No era una solución, era un simple atajo ante el sufrimiento.
Abandonó el empeño por mantenerse despierto. Morir y dormir no son tan diferentes. Fue entonces que recordó un verso de Baudelaire. ¿Era una alucinación producto de la sangría? Para qué ocuparse de ello. Solo recitó (y esos versos fueron dichos de manera correcta). “En nuestro cerebro bulle un pueblo de Demonios, y cuando respiramos, la Muerte a los pulmones desciende, río invisible, con sordas quejas”.
Luego de los versos de Baudelaire, la luz sobre su cabeza se hizo mucho más intensa. Si su verdugo, o la propia luz, descifraron sus secretas intenciones de abandonarse al sueño de la temprana muerte, tomaron esos versos como severa advertencia. No permitirían que el hombre eligiera el final. Podían reducir el sangrado, disminuir su ritmo cardíaco, mantenerlo suspenso entre la vida y la muerte. Él mismo tuvo esas habilidades que no se vinculan a ningún suceso mágico.
No apurarían la ablación. Ricardo “El Pastor” reconoció la maniobra y se resignó al destino que ese desconocido le tenía preparado.
Llegó al Departamento Policial a perpetrar el asesinato de Aureliano B., y acabó sometido a un rito imprevisto de manos de un demiurgo que lo superaba. Allí fue que abandonó toda empresa. No imploraría piedad, solo aguardaría el momento de la ejecución, pensando en algo ajeno a todas las criaturas que había diseccionado a lo largo de su vida y a ese instante de culto de lo impredecible.
El frío llegó por fin a su vientre. Pero contrariando su predicción, no sintió dolor, apenas un ardor al paso del escalpelo por la ajada piel y los reblandecidos músculos. El silencio se deshizo de innumerables y diminutos sonidos de la vida. Se agotó su mirada. Tal vez inhaló y exhaló una docena de veces y se aseguró que su corazón dejara de latir con el último suspiro. No había podido cumplir su último cometido. Pero eso era algo que a nadie importaría.

Aureliano B. encontró al ayudante de Ricardo “El Pastor” lavando minuciosamente la mesa de autopsia. Conocía el nombre del siempre risueño ayudante, pero nunca lo llamaba por él. Era, simplemente, “El Ayudante”. No nombrarlo por su nombre no era una cábala. Era una manera de menospreciarlo. A Miguel Rosana no le importaba en lo más mínimo cuál era el nombre real de “El Ayudante”. Se trataba tan solo de otro descarte necesario. Había propuesto eliminarlo. “El Sindicato” consideró razonable la propuesta y aprobó su pedido. Así que su nombre no tenía la menor importancia. Pedro, Juan o como se llamara, no iba a seguir con vida, y eso era todo. Nunca deben quedar cabos sueltos, una ley no escrita, pero vigente, que él sabía que se debía respetar sin vacilaciones.
Para Aureliano B. el asunto era algo diferente. El descarte no debía evitar el disfrute, y su goce alimentaba esa rara luminiscencia que lo acompañaba. Su áurea se avivaba de su cinismo.
¿Quién eres ayudante? Nadie. ¿Alguien sabe tu nombre, ayudante? Nadie lo sabe porque a nadie le importa. Solo era “El Ayudante”, a la sombra de Ricardo “El Pastor” ¡Ese sí tenía un nombre y un apellido memorable! “El Pastor”, y Aureliano B. bromeaba con aquello de que “el señor es mi pastor y nada me puede faltar”.
Asesinar a “El Ayudante” ya estaba convenido. No bien cumpliera su parte eliminando a “El Pastor”, un sicario acabaría con su vida. El método convenido fue el del estrangulamiento. No era aconsejable que pudiera quedar la vaina servida del arma del sicario, que el disparo fallara o que la sangre derramada descubriera el procedimiento. Su cuerpo, luego, sería incinerado en la casa de torturas, donde extrajeron el hígado del viejo gourmet y el torpe descuartizador de la moladora encontró la muerte. El incendio reduciría la propiedad a ruinas y el cuerpo a cenizas. Así se librarían de dos problemas. En la casa no quedaría rastro útil, toda la evidencia desaparecería con el fuego. Y la quemazón del cadáver sería tan poderosa que apenas se podría descubrir que se trató de un hombre de mediana edad, muerto en dudosas circunstancias.
Muerto Sigale, “El Pastor” y el ayudante, el camino quedaría despejado para adecuar el negocio a la nueva realidad. Ahora, todas las miradas de “El Sindicato” estaban en el ascenso espectacular de M y Victoria. Con ellos, la carne humana cotizaría en bolsa y el promisorio mercado de niños y niñas prometía fortunas hasta entonces inimaginables.
¿Sigale continuaba desaparecido? No pasaría mucho tiempo en que los sabuesos de “El Sindicato” darían con él y lo eliminarían. No había nada de qué preocuparse. “El Ayudante” reparó en la presencia de Aureliano B. de pie a metros de la puerta de entrada a la sala. Interrumpió la limpieza apenas lo vio. Los hombres se miraron pero no desafiantes. “El Ayudante” sonreía como de costumbre.
—¿Qué lo trae por acá?
Aureliano B. tardó en responder.
—¿Completando la limpieza?
—Es mi trabajo dejar todo limpio, en condiciones. Nunca se deben mezclar los tejidos, las sangres. La contaminación es un grave problema. Esta es mi tarea, me la asignó Ricardo, él diseccionaba y yo, limpiaba. No era equitativo, pero era ordenado. Ahora, las cosas van a cambiar.
—Deduzco que usted ha cumplido con lo esperado.
—¡De inmediato! Tal y como me lo pidió, señor, de manera tan convincente.
—¿Le informó a Miguel Rosana?
—No me corresponde. Siguiendo la línea de mando, a quien debo informar es a usted. Respetar el orden establecido es condición para el éxito de cualquier empresa.
—De acuerdo. Vaya a su casa, deje por hoy este lugar. Que otro limpie. Se merece un descanso, se lo ha ganado.
“El Ayudante” agradeció el permiso. Lo hizo por formalismo. Tanta hipocresía lo obligaba a ponerse en guardia. Así que apenas una sonrisa de falso agradecimiento se dibujó en su rostro. Aureliano B. se marchó.
El hombre ignoró la orden. No dejaría ese lugar en manos de vaya a saber quién. Completaría la limpieza. No debía quedar el menor rastro de su paso por esa sala. Volvió al lavado. De manera accidental reparó en dos frascos que, en un estante, lucían sus estupendas etiquetas decoradas. No los había notado antes. De seguro fue Ricardo “El Pastor” quien los dejó allí a la vista de todos. Se acercó para poder leer las inscripciones.
En un frasco, manuscrita con fina caligrafía, la palabra “Pandora”, y más abajo, “Esperar seis meses para su consumo. Tiempo óptimo de maduración”.
En la etiqueta del segundo frasco, con idéntica caligrafía, fue escrita la palabra “Prometeo”. Centímetros debajo, “Listo para su consumo”.
No era un gran conocedor de la mitología griega, pero recordaba, de sus estudios en la escuela media, que Pandora era el nombre de la primera mujer creada por los dioses griegos. Moldeada con arcilla, un dios le infundió vida con su aliento, y recibió los dones de la belleza, la gracia, la inteligencia y la curiosidad. También recordó que fue Pandora quien, movida por su curiosidad, abrió una caja que Zeus le regaló, y que contenía la enfermedad, la guerra, el dolor y la muerte. Ella dejó escapar todos los males que azotan el mundo día a día. Pero antes de que escapara de ella la esperanza, que también estaba dentro, atinó a cerrar la caja. Pandora fue quien liberó todos los males, pero al mismo tiempo, fue la portadora de la esperanza.
No lograba asociar el nombre de Pandora con ninguna mujer que conoció en alguna oportunidad. ¿Alguien del departamento? Solo recordaba el nombre de la detective Muna Morrison, que no conoció sino por referencias. Unir el nombre Muna al contenido del envase fue instantáneo. ¿Podía tratarse del hígado de la mujer desaparecida? Imposible saberlo, pero también descartarlo. No sintió asco, ni horror, solo curiosidad, tal vez la misma que hizo imprudente a la mitológica mujer y hasta la misma Muna Morrison, pero él no se dejaría tentar por ella. No dudó en asociar la inscripción recomendando “Esperar seis meses para su consumo. Tiempo óptimo de maduración”, a una siniestra sugerencia de Melquíades Ezequiel Odamxur.
El frasco que le seguía llevaba escrito en la etiqueta Prometeo, que fue quien robó el fuego de los dioses y se lo dio a los humanos. Ese acto desafió la voluntad de Zeus, el rey de los dioses, que castigó a Prometeo de una forma terrible: lo encadenó a una roca en el Cáucaso, donde cada día un águila le devoraba el hígado, que se regeneraba por la noche. Pero la recomendación en ese frasco rezaba “Listo para su consumo”. ¿Cómo ignorar la evidencia de que el contenido de ese frasco era el hígado de alguien a quien, irónicamente, se lo bautizó Prometeo? Después de todo, no era tan solo un perito forense, era un policía, de homicidios, y no podía dejar de pensar como piensa cualquier perito de Homicidios.
Si no se hubiera enfrascado en esas deducciones atraído por los frascos con sus elegantes etiquetas, tal vez, aunque no se puede asegurar, hubiera percibido el liviano movimiento de un hombre que lo aferró por el cuello. Era un brazo robusto y poderoso. Sabía lo que estaba ocurriendo, el fortísimo apriete estaba impidiendo el paso del aire y la sangre hacia los pulmones y el cerebro. Resistió lo que pudo, que no fue mucho. Lejos de ser un atleta, cierta holgazanería había puesto sus músculos fofos y con poca fuerza.
No tuvo dudas de que iba a morir por anoxia o por anemia. Era un forense, y había visto los efectos de la asfixia en numerosos cadáveres.
La rara sensación que las petequias le provocaron en los ojos, la cianosis progresiva de la piel, el edema en su rostro y el sangrado nasal, anunciaba el instante fatal de la fractura de los huesos o cartílagos del cuello. Allí terminaría todo, en el diminuto y funesto sonido de la fractura del hueso hioides. No previo ese crimen. Su imprevisión lo lleno de amargura. Posiblemente, antes de morir se maldijo por no desconfiar lo suficiente de Aureliano B. y Miguel Rosana, pero no podrá saberse, ya que los muertos no pueden hablarnos de sus sufrimientos.

XLI. Narcisos en los ojos 

El cuerpo del viejo Administrador yacía sobre su cama, a oscuras. Había comenzado a descomponerse. El olor a carne putrefacta era insoportable. Un enjambre de moscas volaba alrededor del cadáver. Era un baile circular que no parecía tener fin. Zumbaban ansiosas y hambrientas. Blancas larvas se asomaban por la boca y por la nariz, se asomaban como si tuvieran la capacidad de escudriñar algo del mundo exterior, y de inmediato se volvían a introducir, tal vez porque aquella húmeda pudrición les aseguraba la seguridad de transformarse en pupas y luego en moscas adultas sin exponerse a ningún depredador.
Si vivo, “El Administrador” era repugnante, muerto era abominable. Una monstruosidad.
Lo encontró la mujer que oficiaba de su mucama. No pudo evitar vomitar por el olor penetrante de la carne podrida. Reportó la muerte a “El Sindicato” de inmediato. Un grupo de tareas fue enviado a la casa de “El Administrador” a encargarse del muerto. La policía no intervendría, “El Sindicato” garantizaba que ningún detective se ocupara de ese asunto.
Cuando Aureliano B. y Manuel Rosana supieron por uno de los hombres del grupo de tareas de la muerte del viejo, reaccionaron de manera muy diferente. Aureliano B. se desentendió del crimen, apenas murmuró “era esperable”. No parecía que Rosana lo hubiera escuchado. Y si lo escuchó, ignoró el comentario. En cambio, Rosana se interesó en cómo había ocurrido el deceso.
—¿Muerte natural? –Preguntó aunque sospechaba la respuesta.
—Asesinado.
—¿Cómo lo mataron? –A Rosana le importaba el dato.
—Lo torturaron por largo tiempo.
—Muerte lenta.
El informante dijo “tremenda”.
—¿Qué tan tremenda?
—Tiene cientos, tal vez, miles de insignificantes incisiones. Pequeños cortes cada vez más profundos por todo el cuerpo. De arriba hacia abajo, siguiendo un patrón casi perfecto. Incisiones en paralelo a la misma distancia una de otra. Por todo el cuerpo, señor. Un desangre demasiado lento.
—¿En la pija? ¿En las bolas?
—En todo el cuerpo.
—Qué dedicación. Maravilloso. ¿En los ojos también?
—En los ojos, en la boca, en la lengua, dentro de la nariz, en el ano. En todo el cuerpo. Fueron muchas horas de tortura. Sin embargo… –Rosana lo interrumpió.
—Magnífico trabajo. –El informante no se extrañó por ese halago. El trabajo de un experto asesino siempre es bien considerado en “El Sindicato”. No cabía la excepción, aunque en esa oportunidad el muerto fuera uno de los propios. Esperó para poder completar su información sobre el cadáver a que Rosana terminara de preguntar lo que le interesaba.
—¿Sobre la cama lo tajeó cientos de veces?
—No, señor. Lo colgó de un arnés que dejó como evidencia. Quien lo mató no está sugiriendo quién es, un experto en matar.
—Magnífico. —Repitió Rosana–. Magnífico. ¿Eso es todo?
—No, señor. Le tatuaron en el pecho con un instrumento muy filoso, supongo un bisturí, algo que parece una flor, y en cada ojo, justo donde la pupila, estaba insertada una flor.
—¿En cada ojo?
—Sí, señor.
—Narcisos.
—No lo sé, no sé cómo es un narciso.
—Narcisos amarillos, seguramente.
—Las flores son amarillas, de un amarillo intenso. ¿Cómo lo sabe?
—Lo sé, es todo. Narcisos amarillos sembrados en los ojos.
—No diría sembrados.
—Narcisos amarillos sembrados en los ojos. ¿Sabe que simboliza el narciso?
—Ni la menor idea, señor.
—Entre otras cosas, la resurrección, el regreso, para ser más exactos.
—Pero este no puede regresar a ningún lado, está muerto, señor.
—No me refiero al regreso de “El Administrador”, sino del asesino. El asesino nos está diciendo “estoy de regreso y hago lo que me place”. O lo que más le place, matar. ¿Le falta algún órgano?
—No, señor. Está todo lacerado, pero entero. Y muy podrido.
Al principio, Rosana, no tenía dudas de quién era el homicida. Asoció el crimen a Ramón Sigale. La técnica de tortura lo delataba. Miles de diminutas incisiones en el cuerpo de la víctima era su manera de matar cuando quería establecer el horror como campo de enfrentamiento. Cuanto más espantoso un crimen, mayor es el desafío. Todos sabían de quién se trataba cuando aparecía un cadáver mutilado de tal manera.
¿Se trataba de una venganza? Ni lo consideró. La venganza insume demasiados esfuerzos y suele dar pocos resultados. Sigale no malgastaría sus días buscando tomarse revancha de sus antiguos camaradas. Era un aviso. Ese aviso no decía “iré por ustedes”, sino, “pelearemos”, aunque no cabía dudas de que Aureliano B. y Miguel Rosana estaban en la lista de posibles víctimas. Voy a combatir, eso es lo que Sigale parecía querer decirles. Los voy a enfrentar.
Podía ser el punto de partida de una verdadera guerra. No estaría solo, desde ya, muchos, dentro y fuera de “El Sindicato”, estarían dispuestos a ayudarlo sin por ello comprometerse en la contienda.
Sigale tenía muchos contactos, tal vez ningún amigo, pero podía cosechar socios discretos que podían ayudarlo en la logística de esa peculiar guerra intestina con el simple objetivo de debilitar a ese poderoso competidor. Dinero no le faltaría, y habilidades para matar le sobraban, estaba demostrado.
No se trataba de un crimen cualquier. Asesinar a “El Administrador” era una afrenta, un verdadero desafío a todo “El Sindicato”. Si Ramón Sigale realmente había podido entrar a esa casa provista de muy buena seguridad electrónica, y tomarse el tiempo que quiso para asesinar lenta y dolorosamente al viejo administrador, podía hacerlo con cualquier otro de los Supremos. Encontrarlo y asesinarlo de inmediato se volvió una prioridad.
Pero Aureliano B. contradijo la hipótesis de Rosana. Para él no había sido Sigale el responsable de ese crimen. Es más, él creía que Ramón Sigale estaba bien muerto.
—¿Muerto? –Rosana lanzó una fuerte carcajada–. ¿Y quién lo habría matado, BTK?
—BTK está bien muerto, igual que Sigale.
—Supongamos que es así, que no fue Sigale, que él ya murió. ¿Quién entonces mató a “El Administrador”?
—Melquíades Ezequiel Odamxur.
Rosana volvió a carcajear.
—Imposible. Es un mito. Una creación, una metáfora. No tiene existencia real. Si lo que quieren hacernos creer es que ese antropófago mató a “El Administrador”, le hubieran sacado el hígado. Pero yo, Manuel Rosana, no creo en fantasmas.
Aureliano B. se encogió de hombros. No tenía sentido discutir el asunto. A veces solo el tiempo pone las cosas en su debido lugar.
—De acuerdo, de acuerdo. Cada doctor con su librito –No insistiría, pero ese era su convencimiento. Cuando pasaron varios meses y Sigale no diera señales de vida, su tesis comenzaría a ser tenida en cuenta por Rosana.
Melquíades Ezequiel Odamxur no era una extraña metáfora de la vida y la muerte. Al menos no era eso únicamente. Con M y con Victoria, el reino de este mundo había mutado a uno en el que se podía comprar y vender niños y niñas, comprar y vender órganos. La vida y la muerte orbitaban en un mundo en el que vale más la opinión de un perro muerto que la de un sabio. Aureliano B. estaba seguro de que él podía captar la esencia de ese cambio. Melquíades había regresado y no los estaba desafiando. El crimen de “El Administrador”, su refinamiento brutal, no suponía un cambio en los hábitos homicidas del antropófago. De ninguna manera. Les estaba diciendo que el mundo de certezas en el que habían vivido hasta entonces, había dejado de existir. Melquíades, con su foie gras, los había inducido a penetrar en una jaula de la que no se podía salir sino muerto. Aquel cadáver lacerado meticulosamente, sí era una metáfora. Les estaba diciendo que el mundo cambió, la vida cambió, la muerte mutó su representación. Era un ensayo exitoso. Una demostración plena de la capacidad de matar a como dé lugar. Los narcisos amarillos insertados en los ojos en el exacto lugar que ocupaban las pupilas, le sugerían ese cambio. ¿Intuición? Podía ser. Pero muchas veces la intuición solo expresa un razonamiento elaborado en los pliegues más profundos de la mente.
Prepararse para el futuro era inteligente. Así lo comprendía, él atendería las nuevas condiciones. No tenía ningún interés en convencer a Manuel Rosana de su error. Pero no subestimaría a Melquíades Ezequiel Odamxur, el caníbal, el antropófago del foie gras.

XLII. Carta del amante de FG N.º 1 a Ricardo “El Pastor” 

¿Y cuál sería el placer de mí hombre sabiendo que iba a morir? Bello misterio, revelarlo hubiera sido frustrante. 


Estimado Doctor: Esta será mi última carta. Mi voluntad es seguir en contacto con usted, pero eso no ocurrirá. Será usted asesinado y por ello nunca leerá estas líneas. Escribirle a un muerto no es síntoma de enfermedad. A lo sumo, es un acto literario errado en el tiempo.
No seré yo quien cometa el crimen, se lo aseguro. No podrán endilgármelo. He tomado mis previsiones para impedirlo. ¿Qué mejor que achacar una muerte más a Melquíades Ezequiel Odamxur? ¿Quién saldría en mi defensa? Nadie. Ni usted, si estuviera vivo.
Los que lo rodean lo mandarán a matar. Sus camaradas Aureliano B. y el sosias de Ramón Sigale, Miguel Rosana, alguien que usted no conoce.
Ellos dos han decidido eliminarlo. Ustedes, los policías, suelen recurrir a soluciones criminales para resolver diferencias que bien podrían avenirse con modestas negociaciones. Pero no es la voluntad de sus amigos. Ellos lo quieren muerto.
Manuel Rosana es un falso nombre y falso apellido, escritos usando las mismas letras con las que se escribe Ramón Sigale. Bromas de homicidas, poco ingeniosas. ¡No sabe usted cuánto me fastidia esa falta de creatividad de sus departamentos de ¿inteligencia?!
Aureliano B. y Manuel Rosana lo detestan. ¿Qué les ha hecho para que sientan por usted un odio criminal? Aunque conociendo para quién trabajan, supongo que la razón de la sentencia es el amor al dinero, la pura ganancia. Ellos, matándolo, se aseguran, al menos durante unos meses, suculentos ingresos para continuar enriqueciéndose. Usted sabe mejor que nadie, que detrás de todo crimen están los intereses de la propiedad privada.
¿Quién será su verdugo? Su asistente. Luego lo asesinarán a él. Seguro usted nunca confió en su asistente. Cuánta y fundada razón habrá tenido para ello. Pero me configuro que su desconfianza no fue lo suficientemente poderosa como para considerar ponerse a salvo de su verdugo. En nada me sorprende su comportamiento. Muchos hombres a quienes frecuenté antes de asesinarlos para extraerles su hígado, jamás sospecharon de mí. Muy por el contrario. La inteligencia humana es capaz de descifrar jeroglíficos, construir naves que recorren el espacio helado y silencioso, construir infernales máquinas de guerra, pero no percibir cuán cerca está la muerte de uno.
¿Cómo ocurrirá su asesinato? De manera simple. Su sonriente asistente lo drogará y luego, valiéndose de sus habilidades quirúrgicas, muchas de las cuales aprendió de usted, cortará algunas arterias para desangrarlo. Arterias no muy grandes, para evitar un rápido desangrado. Él tratará de que el drenaje de su sangre sea controlable. Nada de chorros de sangre enchastrando la pulcra sala de autopsias.
En esa situación, usted se mantendrá entre dos mundos. El que le ofrece la droga anestésica y el que le otorga la muerte lenta y segura por hemorragia. Una vez muerto, lo encerrará en una de las cámaras frigoríficas, esperando la oportunidad de deshacerse de su cadáver. Pero no tendrá oportunidad. No bien usted muera, un sicario asesinará a su desleal asistente. Lo asfixiará, eso está decidido. Nada de balas, de cuchilladas, de venenos. Estrangulamiento. Básico y eficaz desde el comienzo de los siglos. Su asistente no podrá resistirse y morirá en el breve tiempo que se extiende entre la última bocanada de aire y el estallido de los pulmones. Él también irá a dar una de las cámaras frigoríficas para conservarlo. Alguien se ocupará en su momento de ambos cadáveres, tal vez no con el fin que tanto Rosana como Aureliano B. querrían.
Voy a hacerle una confidencia, ellos no pueden leer el futuro. Es una debilidad propia de los soberbios que son cegados por su arrogancia. Si tuvieran al menos por unos pocos segundos esa capacidad, contemplarían su muerte desde otra perspectiva y comprenderían que nada puede torcer el destino que les auguro. Verse morir estando vivo sería una manera de liberar secretos ocultos en sus pobres cerebros.

Cuando Aureliano B. y Manuel Rosana informen su muerte, se la achacarán a su ayudante. Creen que pueden explicar el homicidio por un acto de humana cobardía. Piensan hacer correr la versión de que un émulo de BTK, le aseguró que asesinaría a la familia empezando por sus pequeños hijos si no se deshacía de usted. ¿Y por qué debía asesinarlo a usted? Porque lo vincularían con el nefasto experimento de las tarrinas entregadas a M, lo que fue un brutal escándalo que involucró a M, a C, y a la mismísima Victoria. Y no sé, si usted sabe, que Victoria es dama de exigentes virtudes lefebvrianas y no suele ser paciente con asuntos estrafalarios que pongan en duda la ortodoxia de la fe católica cismática. Esto sin comentar sobre cuál pudo haber sido la reacción de C, quien bien podría haber privado a M de un diálogo, aunque más no fuera menor, en repudio a la podredumbre macerada en aquel envase extraordinario.
Es en un todo cierto que su asistente es un cobarde, pero también es un hombre ambicioso. Un hombre codicioso.
Usted no es un lector de la Biblia. En verdad usted no es un buen lector. Mi aparición en su vida lo ha motivado a leer a Baudelaire y eso, le aseguro, me llenó de satisfacción.
La Biblia tiene varios pasajes dedicados a la codicia, uno de los siete pecados capitales.
En el caso de su ayudante, la ambición y la codicia superaban en mucho a su cobardía. Si solo hubiera sido un cobarde, habría huido con su familia lo más lejos posible. Pero no lo hizo. ¿Sabe por qué? Porque depositaron en una cuenta a su nombre una interesante suma de dinero. Dólares. Este es un país que padece el síndrome del bimonetarismo, o la añoranza de la convertibilidad. Amamos los dólares. Soñamos con ellos. Los acumulamos. Los escondemos en lugares inverosímiles, esperando que la fortuna crezca llevada de la mano por la inflación y las sucesivas e interminables devaluaciones. La dolarización es, para muchos de nuestros contemporáneos, el Santo Grial que utilizó Cristo en su última cena.
Tentar con dólares es sencillo; con los devaluados pesos, es difícil. Una suma abundante de dólares suele ser más convincente que la palabra de Dios, si es que este hubiese querido hablarle al beneficiario.
Moneda fuerte, el dólar estadounidense es tan potente como cualquier narcótico. La ambición y codicia necesitan de ese mágico estimulante. Además, debo decirlo, su viuda se sentirá mucho más contenida si el seguro de vida es en dólares. Eso la pondrá a salvo de la devaluación constante que sufre la moneda nacional. Que el duelo por el cónyuge muerto no nuble la razón de las finanzas.
Para estos hombres, su infiel ayudante, Aureliano B y el sosias de Sigale, lo único que merece el riesgo es el dinero. Dinero. Dinero. Dinero. Dólares. Dólares. Dólares. M se los promete a raudales. ¡Pobres infelices! ¡El hijo putativo de Israel les quitará hasta el aliento! Los malhechores mencionados resumen sus aspiraciones más íntimas a una cuenta bancaria en dólares en el exterior, si paraíso fiscal, mejor.
En cambio, para mí la muerte es arte. No mato por dinero, ni por abulia. Ellos matan como un acto rutinario. Sus acciones son un oasis de horror en un desierto de tedio. Sueñan con patíbulos en los que una robusta horca exhibe sus gruesos cordeles, y los cadáveres que penden dejan caer dólares de sus esfínteres. Un alucinamiento, en el que fluye abundante el dinero que estos delincuentes atesoran y que les llega untado en mierda humana. Sangre y mierda es el sabor de su dinero y sus homicidas lo disfrutan como la ambrosía divina.
Usted nunca se percató de ello porque estuvo recluido en las dimensiones de un cadáver. Un cadáver no es demasiado espacio. Es breve, viscoso, oscuro, estrecho. Comprendo que no haya podido salir de él, desde su juventud se preparó para morar dentro de los muertos, para descifrarlos, para interpretar sus heridas, sus cicatrices.
No soy hipócrita, no puedo ni quiero salvarlo, esa no es mi misión. Si estuviera en mis posibilidades ponerlo a salvo de sus asesinos, no lo haría. No tengo por qué.
Pero no extraeré su hígado para producir alguna variante de mi foie gras. Tómelo como un modesto homenaje de mi parte.
Cuál es mi disposición hacia usted, queda clara con estas revelaciones que escribo.
El motivo de esta última carta es porque me siento obligado a volver sobre los hechos del pasado. Usted, como nadie, merece conocer algunas verdades.

Nunca comprendí por qué denominaron FG N.º 1 el cadáver del hombre en el baldío. Poco ingenio y poca gracia. Foie Gras N.º 1. Eso me convenció de algunas cosas. La primera, que ustedes no lucen por el ingenio. La segunda, que temían que otros cadáveres fueron encontrados. Así podrían llamarlos FG N.º 2, o 3 o 4, todos cuerpos sin nombres, los que se mantendrían ocultos para no alterar el ánimo del público. Sin embargo, al público le place el crimen. A ustedes, y hasta cierto punto, también. Viven de eso. Usted es la excepción porque su dedicación se centra en el descubrir la anatomía de un homicidio, no en dilucidar sus razones, y menos ocultarlo. Esa es tarea de los burócratas que los ordenan.
Cuando una persona es reducida a una sigla o a un número, desaparece. NN, fíjese usted qué manera penosa de nombrar a una persona. Incluso en latín, Nomen Nescio, conserva cierto encanto, cierta poética estrafalaria. Así dicho, resulta bello que no se llame a alguien por su verdadero nombre. Nomen Nescio. Quien no sepa de esta lengua, hasta puede confundir al desgraciado con un personaje importante de la antigua cultura romana. El latín siempre resulta muy seductor, aunque no tanto como el griego.
Si estuviera en mis posibilidades, obligaría a los burócratas a estudiar latín. Son haraganes e incultos. Por eso son torpes.
Por entonces no estaba en condiciones de reclamar que llamaran al muerto por su nombre. Sin embargo, se los dije. Parece que Ramón Sigale no quiso que se supiera su identidad. Lo redujo a dos letras y un número. ¿Fue para proteger su identidad? No. Fue para protegerse a sí mismo. Ni siquiera. Tal vez solo por la perversión de distorsionar la verdad a como diera lugar.
Hoy puedo hacerle esa revelación. La primera letra de su nombre es M. Como en mi caso, suponiendo que Melquíades sea mi auténtico nombre.
“M”. No es oportuno describir los atributos de la letra M. No viene al caso y tampoco creo que a usted le interese.
La primera letra de su segundo nombre es A. Descarto aquí referirme a su apellido. M y A1. Las letras iniciales de sus nombres, coinciden con las palabras “Mi Amor”. Estupendo.
No vaya a suponer que me fue fácil hacer coincidir mis apetencias con la persona correcta, esa que diera la talla perfecta, de condición saludable, de aptitudes virtuosas y emocionalmente sensible, lleno de deseos no revelados. Mi búsqueda fue larga y trabajosa. Eludí la vulgaridad. Detesto la vulgaridad.
Lo hallé entre el ocaso y la aurora, entre perfumes de una noche serena. Las tempestades no tuvieron oportunidad. Y a pesar de nuestras máscaras, fue inevitable la exquisita mueca de nuestros rostros iluminados. ¿Qué sentimientos urdimos? Dedúzcalos usted. Hubo tanta voluptuosidad como éxtasis. Nos aproximamos uno al otro y giramos en torno a la belleza. Me hubiera agradado ver florecer su cuerpo. Pero no había tumba que interpretara esa belleza póstuma.
Áureo fue el comienzo. Siempre el inicio es áurico. Durante esas interminables noches de las que fui privado del sueño, un gusano roía mis pensamientos. Allí estaba, sin implorar una lágrima del mundo. El gusano postraba su osamenta soberbia y batallones de larvas se multiplicaban. Y en un bostezo se tragó mi mundo. Me sumergí indiscreto en su intención patibularia, hasta sus tripas, hasta su vientre podrido. Allí tracé una herida ancha y profunda para apartarme de su invisible veneno. En la atmósfera nueva lo que veía era y no era. Mis ojos quedaron ciegos y una lágrima ulceró mi pupila.
En el sudario de unas nubes perladas, estaba escrito el futuro. Los brunos sarcófagos tocaron a rebato a los mustios párpados, y saladas lágrimas brotan incontenibles. Pesca, búsqueda, acoso, caza. Así ustedes llaman al acto amoroso de la unión de nuestros destinos.
MA fue un veneno negro. MA un espejo siniestro. MA una víctima y un verdugo. Una conjunción perfecta. Si topara con un Ángel de imprudente viaje, le diría que aquello no fue una pesca, sino la forma de amor que surge de una pesadilla llena de reptiles en la que yo soy el salvador. Morir entre monstruos viscosos, reptando por las irremediables llagas no es manera. Amor convertido en imagen, en lívida sustancia, imaginando églogas bajo los azulados horizontes del idilio póstumo.
Doctor, la fantasía es solo la áurea materia original de la voluptuosidad, la pesca, los primores de una tregua en la que se beben flores y se beben lágrimas. O salivas. El nervio de una saliva afilada. El temblor fraternal en el abrazo anhelado.
Si usted se despojara de sus prejuicios, comprendería lo inexorable, lo irónico, lo fatal de todo esto.
Sigo espantado un áureo misterio. Y entre pliegues sinuosos de mi alma, como un harapo roñoso, me inculpo de mi propio destino. Cuando la pesca somos dos marionetas. ¿Quién maneja los hilos a través de los agujeros en los que la luz se sumerge en la noche? Qué capricho cautivante, qué frágil geometría nos acapara.
Cuando alcanzo mi refugio es innoble hablar de captura. No hubo lazos, mordazas, golpes, drogas. No hubo heridas bermejas. Su informe forense así lo afirma. Fue toda la gracia y toda la gloria. MA no puede decírselo, sino a partir de sus placeres ocultos en la carne muerta.
No comprendí si usted los pasó por alto o prefirió ignorar lo que llamaría vicios. Placeres clandestinos.
A algunos, beber la sangre y comer la carne de la víctima es su majestuoso sacramento. Una extravagancia para ser anotada en un libro cadavérico. Creen que cuanto más brutal, más imperecedero será el crimen. En cambio, yo comunico belleza. No cosecho vértebras, músculos descarnados, cenizas de un osario. Láminas de anatomía como viejos cristales bien conservados para su admiración. Y sobre esas láminas narcisos amarillos, ¡el renacimiento! La primavera humana que sigue el invierno diabólico. ¡El lenguaje de las flores y el de las cosas mudas! ¿Usted alcanzó a comprender el mensaje? Debiera permitir desplegarse las flores de su cerebro.
En fin. La muerte se recrea en un narciso amarillo y renace en medio de una tempestad. Más lo que comienza tiene fin. Es un ciclo infinito. Vida, muerte, renacimiento. En las ruinas circulares el misterio se devela en el sueño del sueño.
Alimentado con delicias, MA no renegó de su amante. Pero sus ojos profundos estaban hechos de vacío y tinieblas. Eso fue perturbador. Pero ¿quién no se ha nutrido de cosas sepulcrales? Usted el primero. Su olor a cadáver, su piel impregnada de muerte, sus ojos reteniendo las alas de los cuervos que llegan a devorar la carne muerta. Lleno de cadáveres barnizados para la ocasión, usted no ha sido muy diferente a mí.
MA lo pidió. Taciturno, caprichoso, desde un rincón adormilado. Su sollozo interrumpido por un vómito espumoso me decidió a satisfacer su petición. Entonces la ablación. Cual dos ángeles a los cuales tortura una implacable calentura, los dos nos sumergimos en la misma muerte. Sin reposos, sin treguas, sin paraísos, sin sueños. Dormir, soñar, morir. Y la muerte flotaba alrededor mío como un aire impalpable.
El cuerpo rosado derramaba como un río la sangre alterada, roja, crepuscular dentro de una vasija airosa. No cupo ya la muerte en ese espacio. Y el amor desbordó intenso, sin remordimientos.
Lo demás ha sido materia de su investigación. La perfección de la ablación, la lujuria de las suturas, los narcisos amarillos en las heladas manos del muerto. ¿No le inspiró piedad ver a ese bello hombre empeñado en atraer las miradas obscenas de sus subalternos, incapaces de oír la canción de su dolor, ascendiendo alegremente en burbujas redondas hacia el cielo?
Ahora estoy vacío, juego ridículo y feroz al confesionario. ¡Y usted será muerto por su propio ayudante! Aquellos reirán el ruido de los clavos que oscuros sepultureros hundirán en su féretro en la última mañana en que verán su rostro quienes lo amaron y quienes lo odiaron.

Posdata I 

Dibujos BTK, ensayé estos dibujos. Fue una estupidez. ¡Oh, doctor! Apiádese de mi larga miseria. Soy un hipócrita. Hipócritas somos todos. Usted también. ¿Soy yo algo más que una conjetura ahora? Supero la condición de presunción con que siempre fue considerado. Soy materia, soy espíritu, soy una unidad contradictoria.
Sospecho que la muerte es un consuelo para mis desdichas. Quemé a mi padre, el depravado. Lo quemé vivo. Fue un acto de justicia. Aún hoy se duda de mi hazaña. ¿Qué importa cómo rocié el combustible sobre su enfermo cuerpo? ¿Acaso es significativo concluir cuando y cómo comencé el fuego purificador, de qué manera hui del incendio?
El comienzo estuvo en el fuego. Nos lo dio Prometeo. Irónico, ¿verdad? Él, que nos dio el fuego en una cañaheja, fue castigado por su padre al tormento de que su hígado fuera devorado todas las noches por un águila. Y como era eterno, su hígado volvía a crecer cada día, para ser devorado cada noche. ¿Alguien podía pedir algo más exquisito? ¿Soy, de alguna manera, el águila del mito de Prometeo? No lo sé. Tal vez soy un gusano de profundos arsenales. Un anélido preñado de escarchas negras. O un hombre devorado por metales. Cómplice sutil de los conspiradores. Pero decididamente no soy un águila. Mi vuelo huele a tumbas. Devoro noche a noche el hígado de un hombre, un elegido, un sacrificio honroso en esta época de descarte. Confieso: soy un mal dibujante, horrible. Mi habilidad artística es la muerte, no el dibujo. BTK nunca me inspiró, fue un intento de dotar a mis creaciones de espectacularidad. Quienes lo rodean supieron aprovecharse de mi estupidez. No volverá a ocurrir. Le pido disculpas. Fui ridículo. Avergonzado como un espectro revoloteando detrás de una oreja. Nada es más detestable que ser ridículo. Contemple el alma mía, doctor, soy realmente horrendo. Parezco un maniquí, vagamente ridículo y sus dolores, sépalo, también son los míos. Compartamos con Baudelaire la misma caverna a donde el destino nos ha relegado. Usted a su muerte áspera, yo a mi áspera tiniebla.

Posdata II 

Yo envié la cabeza del viejo gourmet muerto en el departamento policial. Las coordenadas indicaban la dirección de la casa incendiada donde quemé vivo a mi padre. Fue decepcionante que no dedujeran el origen del envío. Además, ¿no se han cuestionado dónde están los restos de ese cadáver? Los cabos sueltos a la larga resultan un gran inconveniente. Aunque mucho más importante que saber donde está el cadáver del gourmet, es saber dónde se esconde Ramón Sigale. Él vendrá por sus enemigos, se lo aseguro. Los asesinos compartimos la misma lógica. Monstruo asesino es mi cerebro y mis entrañas aúllan como un perro viejo.
Duerma en paz, duerma en paz, extraña criatura, en su tumba misteriosa. Baudelaire le preguntaría ¿Colmó su carne inerte y complaciente cada uno de sus deseos? Aquí estampo mi suprema despedida. Adiós doctor, la muerte danzará sobre nuestros vientres cuando llegue la noche a tomarnos de la garganta y acaricien sus besos los lagos transparentes de su alma y la mía.

Espero que, antes de morir, haya disfrutado al poeta maldito. Le hubiera dado sentido a su vida. Y a su muerte. 

XVIII. Dos narcisos 

Donde vivía Aureliano B., se alzaban jacarandas que rasgaban las nubes con el extremo de sus ramas. Los árboles eran visibles a una considerable distancia, y eso hacía que muchos viajeros y ocasionales transeúntes dedicaran algunos minutos a apreciar el movimiento oscilante de ramas, hojas y flores. Era una danza erótica.
En la altura, las hojas y el viento se unían en un delicado silbido azulvioleta, que bajaba a tierra delicadamente. Nada de ello conmovía al joven detective. Él nunca había sentido aprecio por los bellos jacarandás. Hacía lo posible por eludirlos toda vez que podía. Tenía sus razones.
La aureola que lo rodeaba y que lo hacía un ser luminoso, engañosamente luminoso, desaparecía cuando se aproximaba a esos enormes árboles. Era una azarosa forma de revelarse tal cual era, y se sentía indefenso frente a los gruesos troncos envueltos en sus rugosas cortezas oscuras. Su verdadera naturaleza no podía permanecer oculta frente a ellos. Pero los árboles eran incapaces de causarle el menor daño, solo oscilaban con delicadeza, cuando había brisas, o vivamente cuando soplaban vientos fuertes. Si el día era calmo, permanecían estáticos como pintados sobre un lienzo celeste. Eran reveladores pero inofensivos.
Aureliano B. detestaba verse oscuro, privado de su engañosa luminosidad. A diferencia de Miguel Rosana, a quien su apariencia no le preocupaba demasiado, él era un hombre muy preocupado por su aspecto. En ello se parecía y mucho al retrato de Dorian Gray. Su belleza exterior, aparente, contrastaba con su podredumbre interior.
Sin aceptarlo, era un narcisista. Rosana tal vez también lo fuera, pero a lo largo de los años había aprendido a disimular sus vanidades. Por otra parte, al compartir con Ramón Sigale la misma apariencia, su tendencia fue mantenerse discretamente oculto, sosteniendo un bajo perfil, tratando de no llamar la atención, levantar sospechas o exponerse a ser confundido, justamente, con el abominado jefe policial.
La casa de Aureliano B. distaba tal vez unos doscientos metros de una estación de ferrocarril. No era un usuario frecuente del servicio ferroviario, pero en alguna oportunidad en que debió viajar en tren, descubrió a una hermosa muchacha que a la misma hora, los cinco días laborables de la semana, todos los meses excepto en sus vacaciones, tomaba el tren con destino a la ciudad donde trabajaba como maestra de colegio. Aureliano B. quedó prendido de la belleza de la muchacha, aunque lo suyo no era amor, puesto que él no tenía la capacidad de enamorarse. El amor era un sentimiento que desconocía.
¿Su falsa luminosidad podía deberse a la incapacidad de amar? Era posible. Toda la energía sustancial de su ser estaba puesta al servicio de la mentira, del engaño, de la traición, de la muerte. No podía permitirse conocer el amor, estaba convencido de que amar sería una debilidad que lo dejaría en malas condiciones para competir en ese ambiente criminal. Pero la mujer era muy bella y su forma recatada hacía más sensual su apariencia.
Convencido de lo que quería, Aureliano B. no tardó en frecuentar la estación ferroviaria para esperar la oportunidad de encarar a la mujer. A su aspecto bello y angelical, le agregó la elegancia en el vestir. Siempre vestía con pulcritud, pero para mostrarse atractivo ante la muchacha, vistió las mejores ropas y amplió su guardarropa comprando otras de igual o mejor calidad. El cambio en su aspecto lo notaron todos los que lo rodeaban y el primero en hacerlo fue Miguel Rosana, que no se ahorró bromas por ello.
Habitualmente, el día de Aureliano B. comenzaba a las seis de la mañana. Era cuando se levantaba y se encaminaba al baño para afeitar la barba y luego ducharse. Su ducha era rápida y con agua bien caliente. Detestaba el agua fría a diferencia de Rosana, quien, desde su niñez, se había acostumbrado a bañarse con agua fría incluso en pleno invierno, porque sus padres, de hábitos espartanos, lo convencieron de que el dolor corporal fortalece el espíritu y hace que los hombres formados en el rigor físico, en la más completa austeridad, eran los únicos capaces de acometer con éxito empresas riesgosas. Y él, a lo largo de los años, se convenció de lo provechosa que había resultado aquella educación severísima en su infancia y adolescencia, porque había podido ascender en El Sindicato de manera segura y constante, dada su personalidad, su fuerza física y la dureza de su carácter.
No tardó mucho tiempo en que la muchacha reparara en la bella figura de Aureliano B. Ella no pudo evitar notar que él también la contemplaba conservando prudente distancia. El aura que lo rodeaba no la cohibió, por el contrario, la persuadió de que ese era el hombre que ella estaba buscando y con el que iba a compartir un tiempo de sexo y diversión.
Alta, delgada, de busco pequeño, pero firme y caderas bien formadas, solía llevar los hombros descubiertos. Eran redondos y rosados, unas frutas delicadas. De esos hombros caían en total armonía sus brazos, que acababan en dos manos de dedos largos y piel suave. Su rostro era aún adolescente, a pesar de que su figura sugería una edad de entre 22 a 25 años. Una larga cabellera castaña baja de la redondez de su cabeza hasta la delgada cintura, cabellera que en algunas oportunidades llevaba sujetada, pero en otras, libre, se agitaba con el suave viento.
No fue Aureliano B. quien decidió cruzar palabras con ella la primera vez. La muchacha, sabiendo que no sería rechazada, tomó la iniciativa y se acercó a él lo suficiente como para que la escuchara sin dificultad. La pregunta resultó ingenua. “¿Sos de acá?” Cuando Aureliano B. iba a responder, ella agregó “Yo vivo a tres cuadras de la estación. Pasando aquellos árboles. En una casa de techo de tejas francesas azules, aunque a veces parecen violetas. Tal vez alguna vez pasaste por el frente de mi casa”.
Así era. Muchas veces Aureliano B. había pasado por la vereda de esa casona a la que no había prestado demasiada atención. La recordó apenas la describió.
—Yo vivo de este lado de la estación. Creo que nuestras casas están a dos cuadras de distancia. Nunca te vi por el barrio, aunque yo no suelo andar mucho por aquí. Salgo temprano, como verás, y vuelvo tarde.
—¿Trabajás en el centro?
—Más o menos, pero no en el microcentro. ¿Vos?
—Soy traductora oficial, trabajo para algunos ministerios, no siempre para el mismo. A la mañana doy clases en una escuela religiosa. Voy de aquí para allá, pero no me molesta, me pagan bien, me gusta lo que hago.
—¿Idioma?
—Idiomas. Mi papá es inglés y mi mamá francesa. Así que tuve que aprender tres idiomas. Uno para hablar con papá, otro con mamá, y otro para poder sobrevivir en Argentina.
—Qué tal, una genia. –La muchacha no pudo evitar sonrojarse–. ¿Y si te pido que me digas algo en inglés, qué me dirías?
—You’re a man to warm me up –La risa que siguió a sus palabras iluminó su rostro.
—¡Qué me habrás dicho!
—Tú eres un hombre muy elegante.
—Gracias. ¿Y en francés?
—J’irais au lit avec toi tout de suite.
—¿Y eso?
La muchacha giró para observar el tren arribando.
—Está llegando el tren, viajemos juntos.
El tren, sonando con estridencia sus bocinas, interrumpió la conversación. Ascendieron juntos al vagón y se acomodaron en un asiento doble. Él le preguntó por su nombre.
—Muna. Muna Lidia Bramonte.
—¿Muna? Nunca oí ese nombre.
—Es árabe. Mi papá amaba la cultura y la lengua árabe.
—¿No será un terrorista?
—En todo caso sería uno muerto, murió hace años, cuando era niña.
Aureliano B. comprendió que fue estúpido lo que dijo.
—No quise ser grosero.
Muna le tomó una mano con las suyas suaves y blancas y la mantuvo apretada contra su regazo.
—Sos demasiado dulce para ser grosero. Viajemos juntos todos los días, ¿te parece?
—Todos los días que mi trabajo me lo permite, estaré esperándote en la estación de tren.
—De acuerdo.
—De acuerdo.
Ella no soltó la mano de Aureliano B., y sin dejar de mirarlo a los ojos le preguntó por su nombre.
—Carlos Fernando y mi apellido es Ferrando. Fernando-Ferrando. Mi papá quiso pasar por poeta, pero mi mamá lo obligó a anteponer Carlos a Fernando. Ella no amaba las rimas de mi papá.
Rieron juntos.
—¿Viven?
Esa pregunta descolocó a Aureliano B. ¿tenía importancia? Se serenó al razonar que para cualquier mujer es importante saber de la familia del posible novio.
—Mamá murió. –Mintió–. Murió de cáncer.
—¿Y tu papá?
—Hizo su vida. No lo veo hace años.
—¡Qué triste! Lo siento. Mi mamá vive pero en Francia. Cuando murió papá volvió con su familia y apenas si nos hablamos por teléfono. Yo quedé con mi abuela paterna. Ella falleció hace un año. Ahora vivo sola.
—Sola…
—Sola. Y podría decirte “Tu pourrais rester à l’intérieur de mon vagin et calmer ma solitude”.
—¿Y eso qué significa?
—Que te espero.
—¿Hoy?
—¿Por qué no?
—¿Dónde nos encontramos?
Muna le pidió su celular. Él se lo entregó. Agendo su número telefónico y la dirección de su casa.
—A las 21 horas. –Fue lo último que se dijeron para luego permanecer en silencio admirándose uno al otro. Aureliano B. sintió, por primera vez, una extraña sensación. ¿Eso era el amor? 

Si Miguel Rosana hubiese sabido que la muchacha con la que se acostaba su joven compinche usaba el nombre de Muna, algo que supo por una nota que encontraron en la casa del muerto, habría descubierto la trampa a tiempo y Aureliano B. tal vez seguiría con vida. Pero el joven policía mantuvo siempre en secreto la relación que lo unía a la joven que conoció en el andén del tren cerca de su casa y que estaba desaparecida desde el momento que se supo de la muerte del detective.
Pero de que la mujer usaba además del nombre Muna, el de Lidia Bramonte, se enteró mucho después, cuando ya nadie tenía dudas de que el crimen de Aureliano B. no había sido ejecutado por esa joven y debilucha mujer, sino por un hombre del que no se podía rescatar su rostro en la última filmación de una cámara de seguridad de la casa del detective muerto. Los nombres que usó la joven mujer no eran una coincidencia ni un ardid para despistar a los investigadores.
Muna Morrison, era como llamaba “El Interrogador” a la detective Taga. Ella tuvo a su cargo la primera investigación sobre los supuestos homicidios del antropófago Melquíades Ezequiel Odamxur. La versión, nunca confirmada ni desmentida, era que Ramón Sigale la había utilizado para asesinar al famoso sicario y luego se deshizo de ella matándola en el momento que regresaba hacia la ciudad desde el pueblucho donde había fusilado con un disparo en la nuca a “El Interrogador”. La misma versión repetía que su cuerpo fue incinerado junto con un automóvil marca AUDI y de ese modo se borró toda pista posible que permitiera esclarecer el destino de la joven detective. La investigación nunca prosperó y los impedimentos para saber la verdad sobre Taga o Muna Morrison, siempre fueron atribuidos a maniobras de Sigale. Este comportamiento le había granjeado el odio de muchos hombres de la fuerza policial que nunca más volvieron a confiar en ese jefe.
Luego de mucho tiempo de ni mencionarse el nombre de Muna, se la volvió a nombrar en el caso de la muerte de Aureliano B. Una bellísima mujer, usando ese nombre, había ejecutado de un certero y brutal tajo en la arteria carótida, al joven y promisorio detective de crímenes complejos.
Los nombres de Lidia Bramonte, correspondían a una posible amante de “El Interrogador” quien fue brutalmente violada y asesinada por un par de mercenarios cuyos nombres no se conocían, pero se identificaban con las letras RL y PB. RL era un sanguinario, un completo degenerado, y PB era quien planificaba los trabajos. Estos fueron ajusticiados por “El Interrogador” quien los mató en un motel de una manera repugnante.
Lo que aún no podía determinar Rosana era quién estaba detrás de ese crimen. Los nombres de Lidia Bramonte devolvían al presente a “El Interrogador”, pero él estaba bien muerto de un certero balazo en la nuca disparado justamente por Muna Morrison.
El de Muna o Taga se vinculaba a Ramón Sigale. Pero para él, la desaparición de Sigale se debía a su muerte y no a su capacidad de mantenerse oculto en la clandestinidad cuando todo “El Sindicato” y la policía lo estaba buscando. ¿Un grupo de tareas del sindicato? ¿Uno de la policía? La clave era encontrar a la muchacha y encontrarla viva. Empresa por demás difícil. Sus años de experiencia le sugerían que esa mujer debía estar muerta, única manera de que no pudiera revelar, ni bajo tortura, quienes estaban detrás del crimen de Aureliano B.
A mano tenía Rosana cientos de cintas de la propia casa de Aureliano B., de cámaras instaladas en las calles y las de la estación del ferrocarril. Le llevó días encontrar en alguna de ellas una pista que le permitiera dar con el paradero de la asesina o al menos con alguna que lo orientara en una búsqueda exitosa. Horas de desvelo dieron sus frutos, pero cuando la suerte es esquiva, no hay manera de torcer el rumbo del fracaso. 

Rosana recordó que semanas atrás, luego de las muertes de Ricardo «El Pastor» y de su traicionero ayudante, notó un cambio en la personalidad de Aureliano B. No fue su luminiscencia, ni su manera de hablar. Se mantenía apartado de todo el personal y no le quitaba la vista a uno de sus celulares, justo el que estaba a nombre de Carlos Fernando Ferrando, gerente de una empresa de eventos, una de las muchas personalidades que usaba por ser un hombre vinculado al trabajo de la Inteligencia criminal.
En una oportunidad creyó ver una foto pornográfica que recibió Aureliano B. Fue apenas una fracción de segundo en que creyó ver el delgado cuerpo desnudo de una hermosa joven. Pero Aureliano B., procurando ocultar aquella vista, la ocultó rápidamente, por lo que Rosana no pudo asegurar lo que había visto en ese breve momento en que la pantalla quedó expuesta a sus ojos.
Luego supo que esa foto era de la supuesta Muna o Lidia y que de ella, en poses eróticas y completamente desnuda, había decenas de fotos. La muchacha había hecho estallar la libido del joven detective. Ese erotismo brutal es lo que lo había cambiado y sería el que facilitaría su asesinato. En la primera cita él fue puntual. A las 21 horas llamó a la puerta de la casa de Muna Lidia. Ella no se tardó en abrir. Estaba radiante. Una blusa transparente dejaba ver sus pequeños y perfectos pezones. Aureliano B. sintió un estremecimiento sexual que apenas pudo contener. Muna Lidia, con un gesto, lo invitó a pasar. No le habló, rozó sus labios con su pequeña lengua rosada y el brillo de la saliva los encendió. Aureliano B. no podía quitar la vista de ese cuerpo, de sus senos, de su boca sensual. Para traspasar la puerta debió rozar su cuerpo con el de ella. El clima era perfecto.
No mediaron palabras. No había mucho que decir. Ella comenzó a besarlo. Rodeó su cuello con sus blancas y suaves manos y lo besó y se dejó besar por él, los labios jugosos, los párpados transparentes, el cuello blanco y afinado. Con su lengua bajó hasta el pecho y buscó los senos.
Ella lo tomó de las manos y guió como si fuera un ciego hasta una habitación en la que una cama matrimonial esperaba cubiertas con sábanas rosadas y rociadas con un perfume que se volvería inolvidable.
Se frotaron piernas contra piernas, cadera contra cadera, pecho contra pecho.
Aureliano B. trató torpemente de desnudarla. Ella lo interrumpió, pero no para impedirlo, sino para hacerlo por sí misma, sin perder tiempo luchando con botones y elásticos y así quedar frente a él completamente desnuda. Y luego lo desvistió, con apuro pero sin torpeza. Aureliano B. sentía una erección que hasta le dolía y ella se dejó llevar las manos para aferrar el pene que había adquirido un color rojo intenso y caliente. Él llevó sus manos hasta la entrepierna de Muna y hundió sus dedos en el sexo húmedo y caliente de la mujer. Ella gemía y él también gemía. Jadeaban boca contra boca, y sus lenguas se unían acentuando aún más el deseo de hacer el amor.
Cayeron sobre la cama, él sobre ella, y apenas Mura Lidia abrió sus piernas, la penetró. Su humedad era palpitante, y el lúbrico jugo que empapó los sexos, hizo aún más placentero el vaivén de los cuerpos uno dentro del otro.
Luego ella giró hasta quedar sobre el cuerpo de Aureliano B. y llevó con sus manos el miembro dentro de su vagina. Se quedó así, por encima de él, moviéndose apenas, acariciando el pene con ese íntimo vaivén constante de singular delicadeza. Hasta que ninguno de los dos pudo contenerse, y se agitaron hasta que alcanzaron juntos el orgasmo. No supieron cuánto duró ese coito. ¿Segundos? ¿Minutos? ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? En el sexo, el tiempo no se mide de la misma manera que en cualquier otra acción en la vida, respetando lo que un reloj indica con su aburrido tic-tac. Horas de sexo intrascendente, vacío de pasión, se reducen en la memoria a segundos de triste monotonía, y segundos de amor intenso valen lo que una eternidad.
Aureliano B. no pudo liberarse de esa pasión en ningún momento, la llevaba puesta en todo el cuerpo, en cada porción de piel, entre sus labios, bajo su lengua, en el cuello, en el pecho, en el vientre, entre las piernas, y cada vez que recordaba el coito, y esto era lo que lo apartaba de sus colegas en el trabajo, sentía una erección tan fuerte y tan intensa como en aquella noche y un deseo irrefrenable de buscar a Muna para tener sexo con ella una y otra vez hasta embriagarse de placer.

Reunir decenas de filmaciones de todas las cámaras activas en la zona de residencia de Aureliano B. y su amante, fue toda una empresa. Las estatales, en sus tres niveles, fueron las más difíciles de obtener. Rosana sabía que muchas actividades ilícitas de la propia estructura estatal, quedaban grabadas por cámaras unidas a un poderoso software llamado BAIS (Biometric and Anthropomorphic Identification System), que recogía información antropométrica y antropomórfica de las personas a las que se espiaba con el fin de extorsionarlas o asesinarlas de acuerdo a la conveniencia de los que realmente gobiernan. La versión más moderna de ese software era israelí y se lo consideraba el mejor de todos los sistemas de detección y vigilancia del mundo.
Acceder a esas filmaciones era muy difícil y, cuando se obtenía el permiso, lo que solía conocerse al verlas era, por regla, inútil. Lo que realmente importaba había sido borrado o, algo muy habitual, las cámaras habían dejado de funcionar justo en el momento en que se produjo el delito que se estaba investigando.
A las cámaras estatales se unían por ese mismo software muchas de las privadas, en especial la de bancos, financieras, y depósitos de sociedades anónimas. Eso transformaba al BAIS en una poderosa herramienta de espionaje y control social.
Pero enorme fue la sorpresa de Rosana cuando se le permitió acceder a las cámaras ubicadas dentro de la casa de Aureliano B. Esas filmaciones fueron las últimas en recibir, varias semanas después del asesinato de su joven colega, cuando, desde el punto de vista de la investigación, deberían haber sido las primeras.
Rosana estaba convencido de que la tardanza fue deliberada y le permitió a sus superiores, conocer de antemano qué se había conservado de la noche del crimen y a quién debían proteger o condenar.
Todas las filmaciones, que revisó hasta recibir la de la noche fatal, mostraban a una pareja feliz que se encontraba frecuentemente en la misma estación ferroviaria, viajaba en el mismo tren y descendía en la estación terminal, siempre tomados de la mano. Que solía encontrarse con frecuencia, tanto en la casa de la mujer conocida como Muna Lidia, o la del propio Aureliano B. Todas las escenas de sexo filmadas en una y otra casa, habían sido censuradas. “Video censurado para preservar la intimidad del occiso”, decía la nota que acompañaba esos videos, orden justificada en un supuesto precepto moral que Rosana sabía, era solo una muestra de la hipocresía y cinismo de sus superiores quienes, seguramente, se habían hartado de ver una y otra vez las escenas sexuales de la pareja.
Comprobó que la joven eran realmente bella y al descubrir su hermosura a través de las imágenes, comprendió el embelesamiento casi idiota que había afectado la personalidad del joven detective. Aureliano B. vivía un enamoramiento propio de un adolescente y no de un hombre con las obligaciones que le imponía su cargo. Por esas filmaciones Rosana supo del nombre de la mujer porque Aureliano la llamaba a veces Muna y otras, Muna Lidia. Ella, en cambio, lo llamaba de una única manera “mi amor”.
A lo largo de esos meses en que Aureliano B. parecía un pelele, se produjeron hechos que, si no fuera por la protección que el propio Miguel Rosana la brindó, hubieran acabado con la promisoria carrera del joven. Entre esos sucesos injustificados, estuvo la desaparición de los cadáveres de Ricardo “El Pastor” y el de su ayudante, que figuraban como NN y cuya investigación estaba bajo secreto de sumario.
Rosana y Aureliano B. habían acordado conservarlos en cámaras frigoríficas de la morgue para retirarlos de ahí y deshacerse de los cuerpos de manera segura. Recursos le sobraban, pero para lograr desaparecer los muertos sin levantar sospechas, debían esperar la oportunidad correcta. Paciencia y oportunidad, eran lo aconsejable.
Los cuerpos depositados en la morgue fueron denunciados como pertenecientes a NN, dos masculinos carentes de documentación y de quienes había que procurar una identificación, hombres muertos en circunstancias dudosas. El Juez, que no era más que un subordinado de Rosana, impuso el secreto de sumario. Así, las cámaras frigoríficas, quedaron vedadas a todo el personal, solo se podía acceder a ellas por expresa autorización del Juez interviniente, y solo el Juez o Rosana podían autorizar cualquier procedimiento con esos supuestos NN. Ni siquiera Aureliano B. podía disponer de los cuerpos ni ordenar ningún arbitrio. Para ese caso, su autoridad era nula.
El descubrimiento de la falta de los cuerpos fue completamente casual. De manera rutinaria, más por su obsesión que por obligaciones administrativas reales, Rosana realizó un relevamiento de la dependencia. Cuando llegó al subsuelo donde estaba la morgue, encontró que esta había dejado de funcionar desde hacía un tiempo, algo que nunca le fue informado. La razón que se adujó para discontinuar la sala de autopsias y la morgue, fue que el Departamento carecía de peritos forenses para realizar las autopsias ordenadas por la Justicia. Por ello, todas eran derivadas a otra dependencia sobre la que Rosana no tenía incumbencia.
Las ausencias de Ricardo “El Pastor” y su ayudante, habían sido justificadas con largas licencias psiquiátricas por el padecimiento de estrés postraumático, producto de una tarea que los vinculaba directamente a la muerte y a las aberraciones criminales de degenerados de todo tipo. Volverían si se recuperaran de ese padecimiento, mejoramiento que a veces no se producía. Había una larga experiencia al respecto, de otros forenses que no se habían podido recuperar de sus depresiones o se habían sumergido en delirios de los que nunca pudieron liberarse.
Para cuando acabaran las supuestas licencias psiquiátricas, Rosana ya había diseñado un suicidio compartido por los dos hombres, producto de una brutal depresión que los había conducido a un estado de desesperación y desesperanza absoluto. Alguna oportuna esquela de cada uno de los suicidas, explicaría esas muertes.
Pero lo que le importaba en ese momento era que las cámaras frigoríficas habían sido desconectadas. Cuando buscó explicación a aquella situación, los empleados de mantenimiento le informaron que, dado que los forenses estaban licenciados por largo tiempo, y que no había en ninguna cámara un cadáver que mantener, ni restos humanos conservados para una investigación o peritaje, se había decidido sacarlas de funcionamiento, y responder así al reclamo de los superiores del ministerio de Seguridad, de ahorro en los consumos de electricidad y de horas hombre necesarias para el mantenimiento del frigorífico.
El personal de mantenimiento revisó cámara por cámara y luego de certificar y dejar debidamente asentado mediante una filmación, fotos y el acta correspondiente, que no había ningún cadáver ni restos humanos que conservar, procedó al apagado del sistema de congelamiento, hasta tanto se produjese el retorno de los peritos, o el ministerio decidiese si reasignaba personal científico a esa morgue y dispusiese su reapertura.
Nada pudo explicar Aureliano B. sobre la desaparición de los dos cadáveres, no estaba ni enterado que la morgue había dejado de funcionar.
Cuando Rosana lo interrogó al respecto, solo atinó a balbucear unas palabras incoherentes y zambullirse en un silencio estúpido e irresponsable. La sangre fluía a borbotones a su pene, pero no a su cerebro, y cada día que transcurría, parecía más idiotizado que el anterior. Su obsesión crecía día a día y lo alejaba de la realidad. Rosana creía que de seguir en esa condición, sería imposible mantenerlo en su puesto de mando.
Cómo desaparecieron los cuerpos de los forenses y a dónde había sido llevados fue un misterio que Miguel Rosana nunca llegó a develar. El mensaje que recibió en su despacho le confirmó el destino que le esperaba, el mismo que había tenido su socio Aureliano B. Sabía que esa suerte no podía eludirla. La sentencia había sido dictada, solo cabía saber morir con algo de dignidad.

Al final de su búsqueda dio con la filmación de la noche del crimen. Observar los videos le llevó muchos días de trabajo casi sin interrupción. Sus ojos estaban hinchados, ardidos de pasar largas horas frente a una pantalla. Pero cuando ya creía que nada provechoso obtendría en esa búsqueda, dio con el video de la noche del crimen.
En la filmación quedó registrada la llegada de Muna Lidia, el recibimiento apasionado de Aureliano B. y la respuesta erótica de la muchacha. Tras cerrar la puerta de entrada a la casa, los dos se dirigieron a un living donde comenzaron a besarse apasionadamente. Apenas interrumpieron los besos para desvestirse. La pareja quedó desnuda y ambos se prodigaban en caricias. No había más que esperar que, seguidamente, la pareja tuviera relaciones sexuales. Rosana calculó que allí la filmación se interrumpiría, por aquello de “preservar la vida íntima del occiso”. Sin embargo, cuando se acariciaban muy intensamente, la casa quedó por completo a oscuras. Así quedó registrado en la filmación.
Las cámaras estaban provistas de baterías independientes del sistema eléctrico, su fuente de energía se conectaba a este, pero si por un apagón la casa quedaba sin el suministro de electricidad, las baterías garantizaban la continuidad del funcionamiento de las filmadoras.
Tras el apagón, una tenue luz de emergencia iluminó pobremente la sala, apenas una pálida luminiscencia rozó a los cuerpos desnudos de los amantes. No se apreciaban con precisión sus figuras, eran como tenues hologramas alejados uno del otro, tal vez sorprendidos por la inesperada oscuridad en la que habían quedado envueltos. No se escuchaba a ninguno de los dos hablar. Permanecieron en silencio, quietos, sin reaccionar. Rosana sospechó que algo vieron o escucharon y ese hecho inusual los paralizó.
Reprodujo numerosas veces la filmación a partir del apagón, y, para poder apreciar correctamente lo que ocurrió, redujo al mínimo la velocidad de la reproducción. Luego pasó la filmación cuadro por cuadro y trató de observarlos con detenimiento, buscando algo en esa oscuridad.
Repitió la operación muchas veces, hasta que se convenció de que desde la oscuridad de la sala y que envolvía a los jóvenes, surgía por la derecha de Aureliano B. una densa sombra, que tomó por detrás al joven y hundió un pequeño puñal en la carótida izquierda. Por la baja velocidad de la reproducción, pudo apreciar como ese pequeño puñal corría de izquierda a derecha, lo que provocó el cercenamiento completo de la arteria. Aureliano B. murió desangrado en cuestión de segundos.
Pero lo extraordinario fue el comportamiento de la mujer. Ella se mantuvo quieta, desnuda, pero sin intentar huir ni cubrir su desnudez. Se comprendía que observaba el brutal crimen hasta con indiferencia. Su experiencia policial le indicaba que ese no era un comportamiento normal. La reacción habitual de un testigo de un crimen espantoso es huir o, por lo menos, gritar con desesperación, buscando hacer saber que algo horrible estaba ocurriendo. Podían darse casos en que el testigo queda paralizado, aterrado por el pánico y no atina a ponerse a salvo. Pero Rosana no percibía en el comportamiento de Muna Lidia ni pánico ni un estado catatónico.
Apreciaba que movía sus labios mientras Aureliano B. era asesinado. ¿Qué podía haber dicho en ese momento? Él no lo podía deducir. Segundos después terminaba la filmación. No había registro de lo que ocurrió con la mujer luego del asesinato del joven detective. Todas las cámaras de la zona dejaron de funcionar al mismo tiempo. Rosana sabía qué significaba eso. ¿Estaría viva? ¿La secuestraron allí mismo y la llevaron para matarla y hacer desaparecer su cadáver? No podía saberlo. Su intuición le sugería que a esa hora, la mujer debía estar muerta.
Miguel Rosana fue autorizado a recurrir a expertos en analizar filmaciones, pero, además, pidió a un entendido en lectura labial. Necesitaba saber qué dijo Muna Lidia mientras asesinaban a su pareja.
Reunir a los especialistas le llevó una semana. El experto en lectura, en quien Rosana cifraba sus mayores expectativas, fue autorizado recién dos semanas después de los hallazgos. A esa altura, al hombre no le quedaban dudas de que la superioridad no estaba muy interesada en que se develara rápidamente lo que había ocurrido la noche del asesinato de Aureliano B. Bien podía estar ocurriendo que una facción de “El Sindicato”, estuviera frenando la investigación, no por impedir que se comprendiese la verdad del crimen, algo que al final se produciría, sino para alterar los nervios de sus oponentes. Desestabilizar al oponente era una técnica muy usada entre los mafiosos para inducir al error producto de nervios poco templados.
Los expertos que analizaron la filmación coincidieron con las deducciones que había realizado Miguel Rosana. Notaron la sombra que se abalanzó desde la derecha sobre el joven, el pequeño y filoso puñal entrando en el cuelo y su crucial desliz de izquierda a derecha cercenando por completo la arteria. La muerte, en efecto, fue casi instantánea.
También notaron el movimiento de los labios de la mujer. Esa secuencia fue reproducida decenas de veces. Todos confirmaron lo que Rosana les había anunciado, pero sugirieron esperar al especialista en lectura labial. Luego de una semana, llegó ese especialista.
Ese experto se comportó casi con indiferencia. Apenas si saludó a Rosana, se presentó anunciando su nombre y su rango, y pidió ver la filmación en cuestión. Llegó acompañado de un notario, quien tomó actas de todo el procedimiento.
Rosana contó que el experto se acomodó frente a una pantalla, y que vio no menos de doscientas veces la filmación de los labios de Muna Lidia, sin levantarse nunca de su asiento. Cuando terminó la observación, sugirió recurrir a un software que permitía ampliar y precisar esa zona de la filmación. Rosana tuvo que aceptar la sugerencia. El notario tomó nota del pedido. Es requerimiento llevó otra semana.
El video fue llevado a un estudio privado que era el único que poseía la tecnología adecuada. El departamento de policía cubriría los gastos vía fondos reservados. Hasta allí llegaron el experto en lectura labial y el notario, junto a Miguel Rosana.
El video fue sometido al procesamiento de ese sofisticado software. Luego de unos largos minutos, algo más de quince minutos, la potente computadora produjo un nuevo video tridimensional en el que solo se podía apreciar la boca de la muchacha pero con mucha mayor definición. Ese software, además, permitía al operador disponer de distintos ángulos de la boca y manejar la velocidad a su antojo.
Ese nuevo video, el especialista lo vio no menos de cincuenta veces.
Miguel Rosana suponía que aquello era más que suficiente para saber qué estaba diciendo Muna Lidia mientras asesinaban a Aureliano B. Sin embargo, el hombre, convocó a un animador del estudio para que, en otra computadora y a partir del video, reprodujera de manera exacta el movimiento de los labios.
Antes de proceder al pedido, escribió en una hoja de un anotador que llevaba, lo que él deducía había dicho Muna Lidia en el momento del crimen. Guardó la hoja en un sobre que selló con pegamento y lo dejó en manos del notario que lo acompañaba.
Dijo mirando a Rosana con firmeza pero sin espíritu provocativo.
—Al final del procedimiento, veremos si lo que yo deduje era correcto o era una estupidez.
El notario fijó el sobre con la nota en un panel de corcho que estaba ubicado en una pared lateral del estudio, allí quedó a la vista de todos.
El trabajo de animador ocupó casi diez horas. Todos permanecieron en el estudio todo ese tiempo. Rosana estaba alterado, sospechaba que todo era una innecesaria pérdida de tiempo cuyo único objetivo era encubrir el asesinato de Aureliano B. Molestó, apuró al especialista. Este no perdió la calma, y con voz pausada la respondió “Solo una investigación precisa, permite llegar a conclusiones precisas. Paciencia”. Allí acabaron las quejas de Rosana.
Finalmente, el animador le puso voz a su recreación. Una voz femenina, algo latosa, pero que simulaba una voz femenina.
El animador les hizo apreciar primero el movimiento de los labios, comparando el de la filmación con su recreación. Los movimientos eran exactos. Quería que quedara debidamente establecido que él no había alterado la secuencia de movimientos de la boca de la mujer.
Luego escucharon la voz que el especialista le dio a esa boca. Decía con total claridad “Saludos de Ramón Sigale”. Rosana quedó estupefacto. No podía creer en aquella revelación. Pensó que todo era una patraña.
El experto en lectura labial le pidió al notario que le entregara el sobre a Rosana para que lo abriera. El notario retiró el sobre del panel de corcho y se lo entregó a Rosana, quien lo abrió valiéndose de un pequeño cortapapeles que el propio notario le facilitó. Leyó lo que el especialista había escrito en la blanca hoja de su anotador. Debió tomar aire para leer en voz alta lo que estaba escrito. “Saludos de Ramón Sigale”.
El procedimiento no dejaba lugar a dudas, Muna Lidia, o como realmente se llamara, había dicho en el momento exacto del homicidio “saludos de Ramón Sigale”. Era cómplice del asesinato de Aureliano B., y cómplice principal. Sin su participación, sin su sensualidad criminal, sin su sexo desenfrenado, ese crimen no hubiera sido posible de un modo tan sofisticado. Los que decidieron eliminar al joven detective, no pensaron en un atentado callejero, un falso robo realizado por motochorros, ni un accidente de tránsito.
Lo que hicieron, fue dejar al descubierto las debilidades de un detective que hasta ese momento era considerado una promesa y que se consideraba a sí mismo invulnerable. ¿Todos los hombres tienen su precio? En el caso de Aureliano B., había que reconocer que así fue. Para Miguel Rosana era una situación humillante. En ese momento se sintió un idiota, un mequetrefe que había sido engañado todo el tiempo.
Rosana debió despedirse de los especialistas que habían descifrado el mensaje de Muna mientras un sicario ejecutaba al detective, disculpándose por sus impertinencias. Ellos lo disculparon, le dieron a entender que habrían actuado del mismo modo, tratándose de un colega tan cercano, asesinado de manera tan repugnante.
A Miguel Rosana solo le cabía buscar y atrapar a la mujer que se hizo llamar Muna Lidia. Ella era la clave para saber si realmente Ramón Sigale estaba detrás de ese crimen, o alguien estaba usando el nombre de Sigale para ocultar a los verdaderos responsables del homicidio. Pero no tendría tiempo para eso, ni siquiera para ponerse a salvo.

Dos días después de descubrir qué había dicho Muna Lidia mientras asesinaban a Aureliano B., Miguel Rosana recibió en su despacho un arreglo floral sencillo pero significativo. Un cadete, muy temeroso, llegó hasta su escritorio para hacerle entrega del presente. Aunque no sabía el significado de la flor amarilla, el joven sospechó que no se trataba de algo bueno. A medida que se dirigía al despacho del jefe, todos con los que se cruzó hicieron exclamaciones alarmantes. Llamó a la puerta del despacho de Rosana, y este gritó “pase”.
—Buen día, señor. —Apenas se oyó su saludo.
El joven cadete no podía disimular el temblor de sus manos que se hizo más pronunciado cuando vio el gesto de Rosana al ver la flor de narciso dentro del delicado envase.
—Llegó por mensajería esto, para usted, señor.
Rosana no podía quitar la vista de la flor.
—Déjelo sobre el escritorio.
—Sí, señor.
Como le ordenó, dejó el obsequio sobre el escritorio, saludó casi de manera inaudible, y se retiró sin esperar que el jefe le diera alguna indicación. Pero Miguel Rosana había enmudecido de golpe. No podía articular palabra alguna.
Se trataba de un refinado recipiente de vidrio muy frágil, y, dentro, un bello narciso de intenso color amarillo, con una esquela delicadamente atada al tallo de la flor. En la esquela, escrito a mano con delicada caligrafía, se podía leer “Aureliano B., RIP”. Podía haberse enfurecido, pero no lo hizo. ¿Qué ganaría? Sabía que ese obsequio era una perversa advertencia. Aunque en la esquela estaba escrito el nombre de Aureliano B. y la frase latina Requiescat in pace, no dudó ni por un instante en que la próxima flor llevaría atada a su tallo una etiqueta con su nombre. Miguel Rosana, Requiescat in pace. ¿Podía tomar algún recaudo para protegerse? ¿A quién le pediría que lo proteja? ¿A algunos de los policías que respondían a su mando? ¿Cómo podía saber si no eran sus propios subordinados los que estaban involucrados en esa conspiración de los narcisos amarillos?
La flor del narciso amarillo era un símbolo usado por “El Sindicato” en la dark web, y aunque él no estuvo nunca involucrado en esa parte del negocio, sabía, por su rango, pero sobre todo por comentarios, qué simbolizaba.
El narciso, de color amarillo, unía crímenes consumados en distintos momentos y contra distintas personas, tanto mujeres como hombres. El último, el de Aureliano B., antes, el de “El Administrador”, y antes de quienes ni siquiera supo sus nombres.
El último, el de su compañero a manos de un sicario con la complicidad de su hermosa amante. El de “El Administrador” sometido a horas de tortura, cortando milimétricamente cada porción de su cuerpo y luego de cavar un hueco en la pupila de un ojo, su asesino le insertó un narciso amarillo hasta tocar el fondo de la cavidad orbital de ese ojo.
Recordaba perfectamente que el cadáver denominado FG N.º 1, había sido hallado con los brazos cruzados sobre el pecho y en cada mano un narciso de color amarillo.
La flor del narciso era un símbolo recurrente, pero que no alcanzaba a explicar quienes estaban detrás de cada muerte.
¿El Sindicato? ¿Ramón Sigale? ¿Melquíades Ezequiel Odamxur? ¿Eran ellos diferentes uno del otro o en realidad, como la hidra, eran solo parte del mismo monstruo? Dilucidar estas cuestiones, dar con los verdaderos autores materiales de esos crímenes no alteraría su sentencia. Se sabía muerto. Nada más patético que estar vivo y al mismo tiempo muerto. Dentro de un sarcófago imaginario, aun respirando, latiendo el corazón a más no poder, esperando el momento último, sin predecir cuándo y cómo ocurriría el final.
Estaba dispuesto a morir de muchas maneras. Apuñalado, con una bala en su cabeza, atormentado como “El Administrador”. Pero si había algo que lo aterraba, era ser reducido a un animal de cría, a ganado humano, encerrado en una jaula dorada, sobrealimentado con ricos higos, marinado con fino champán francés, por un desquiciado que devoraría su hígado luego de procesarlo de acuerdo a los dictados de la alta cocina francesa. Morir reducido a una conserva, envasado en un elegante frasco revestido con una etiqueta artesanal, lo espantaba. Una conserva estrafalaria que, quizás, la obsequiarían a otro desquiciado y su hermana, para que en medio de la ingesta de carne humana abunden en sus diálogos con un perro muerto sobre su condición divina y la asistencia de las fuerzas el cielo que consumarían en la antropofagia presidencial, su perverso designio para la condición humana.
Miguel Rosana estaba, por primera vez, abrumado, a punto de entrar en pánico. A cada paso, surgían de las sombras coágulos de la degolladura de Aureliano B., coágulos que rodaban hacia él golpeándolo en el rostro. Trozos de hígado humano lo acosaban en el sueño, y una aflautada voz de una mujer repetía “saludos de Ramón Sigale, saludos de Ramón Sigale”.
El temor de ser capturado y reducido a ganado de corral en un feedlot para ser engordado, lo invadía hasta paralizarlo. La muerte ajena invita a cantar o, incluso, a hacer bromas siniestras, pero la propia nos hace desfallecer, desconsolados.
Toda esa tensión acabó por desmoronarlo cuando, al llegar a una de las casas que usaba como paradero, encontró en el umbral de la misma, un arreglo floral sencillo dedicado a la muerte de Aureliano B. Se trataba del refinado recipiente conteniendo un bello narciso de intenso color amarillo, con una esquela delicadamente atada al tallo de la flor. En la esquela, escrito a mano con la misma delicada caligrafía, se leía “Miguel Rosana, RIP”.
Sintió que su cerebro iba a estallar. Nadie sabía en qué lugar pararía esa noche, como tampoco nadie supo dónde lo hizo días antes. Tenía muchos reductos donde resguardarse y decidía a último momento cuál usaría para pernoctar, sin dar aviso a nadie, sin comentar con ninguno otro lo que haría.
Se tomó la cabeza con ambas manos. ¿Acaso sus perseguidores tenían la capacidad suprema de leer sus pensamientos? Las fuerzas del cielo parecían estar en su contra.
Las fuerzas del cielo y las de la tierra unidas, podían doblegar el ya menoscabado espíritu de Rosana.
Se echó de rodillas, frente al arreglo floral, como si ese bello y elegante narciso amarillo no fuera solo una flor, sino una deidad demoníaca, una entidad diabólica que podía disponer de la vida de quien deseara.
La noche era calma, la luna en nuevo cuarto creciente no alcanzaba a iluminar el portal de la casa, y poco de su brillo se reflejaba en el fino vidrio del envase que guardaba el narciso.
Tal vez se desmayó, o tal vez estaba muerto y a las puertas del infierno. No podía precisar qué le estaba ocurriendo.
A sus espaldas, un cuervo reposaba sereno sobre la única rama de un jacarandá. La rama era delgada pero parecía fuerte. El cuervo graznó. Rosana, aun de rodillas, giró su cabeza al escuchar el graznido. Vio al cuervo en la única rama del árbol solitario en medio de esa inmensa oscuridad. No sabía de qué árbol se trataba, pero estaba seguro de que no era del tipo que abundaban en la zona de la vivienda a la que se dirigió. Alrededor de esa casa no había un jacarandá, solo habían crecido plátanos y algún que otro ficus. La presencia del cuervo lo sumió en una completa confusión.
El narciso amarillo brillaba intensamente, contrastando con la oscuridad de la noche, del árbol y del cuervo reposando sobre la rama.
¿Qué debía hacer? ¿Huir? ¿Entrar a la casa, sin importarle la noche, el jacarandá pelado en el que, sobre su única rama, yacía un cuervo que lo observaba sin quitarle la mirada de encima? ¿Llorar? ¿Implorar? Algo le dijo que todo eso resultaría inútil. Se santiguó, raro en él, que no era ni siquiera un creyente por tradición. Se santiguó varias veces buscando en ese gesto una mágica protección divina. Pero a él, las fuerzas del cielo no lo asistirían.
El cuervo alzó vuelo, voló por encima de la casa en la que permanecía arrodillado Miguel Rosana y se confundió en la severa oscuridad del horizonte. En ese momento, de la única rama del jacarandá en la que había reposado el cuervo, pendía el cuerpo de una joven mujer cuyo rostro estaba completamente desfigurado. Sus ojos estaban fuera de las órbitas y su frágil cuello estaba roto, igual que se rompe el tallo de una flor por el golpe de un viento demasiado fuerte.
Estaba desnuda, y su liviana humanidad oscilaba movida por una suave brisa. Rosana vio el cuerpo por el rabillo del ojo, y sospechando que ese cadáver no podía ser de alguien más que Muna Lidia, se puso de pie, venciendo sus propios temores, y caminó hasta quedar debajo de la muerta. La reconoció a pesar de que su rostro estaba desfigurado. Todos los dedos de sus manos habían sido amputados. Siempre sospechó de la inocencia de esa muchacha. Ella debía ser un eslabón en la secreta cadena de obedientes subordinados que respondían a las órdenes de Sigale o de otro mandamás de esa facción de “El Sindicato”. Ella, como él, eran piezas de descarte.
Sumido en sus cavilaciones, impresionado por la vista del cadáver mutilado de la mujer, no oyó aproximarse una sombra que venía detrás de él. Era una sombra como la que quedó grabada en el video de la muerte de Aureliano B. Es justo decir que esa sombra no parecía caminar, sino flotar, deslizándose hasta donde estaba Rosana, admirando espantado a la muerta, y que se detuvo a no más de un metro del detective.
La muerta miraba a Rosana con sus ojos desorbitados, Rosana miraba a la muerta sin poder quitarle la vista de encima, la sombra detrás de él miraba su redonda cabeza. Calculó la dimensión de esa cabeza, su ancho, su largo, su redondez. Retrocedió tal vez un metro para tener mejor distancia para el disparo. Extrajo una pistola Smith&Wesson calibre .38 Special de entre sus ropas. Apuntó con serenidad, murmuró “saludos de Ramón Sigale” y disparó. La bala entró por el hueso occipital rompiendo el tronco encefálico.
Imposible saber si Miguel Rosana escuchó ese mensaje final. Al cabo, no tenía la menor importancia.
En cuestión de minutos, los móviles policiales llegaron al lugar en donde encontraron al detective Miguel Rosana, con su cabeza destrozada por un disparo en la nuca, y una mujer ahorcada que pendía de la rama de un jacarandá con su rostro desfigurado y los diez dedos de sus manos cercenados. A ella, aunque se dijo que se hizo lo posible por revelar quién era, nunca se la identificó.
Sin rostro y sin huellas digitales, fue registrada, por orden de un juez ignoto, como NN, como suelen denominar las autoridades a los muertos de quienes prefieren nunca se sepa su verdadera identidad. Nomen Nescio, para una muerta mutilada, una noche en que la luna de cuarto creciente apenas iluminaba el bucólico paisaje de jacarandás, y en la que un cuervo, al tiempo que volaba en círculos perfectos por encima de los muertos, parecía repetir ¡jamás! ¡Jamás!

XLIV. Melquíades Ezequiel Odamxur. La revelación por la palabra 

Todo se lo debo a Baudelaire. ¿Qué habría sido de mi sustancia poética sin él? Lo que está en la sangre, en los tejidos ocultos de mi humanidad, se reveló como una flor del mal. En esa flor reside el secreto vital que me impulsa desde la fase áurea a la última. Todo lo que me recorre es una forma de la poesía. Tardé en advertirlo, más ahora lo comprendo. Busqué en las matemáticas y la conjetura de Collatz/Ulam y busqué en el dibujo del crimen por anticipación satisfacción a mis ausencias de emoción de sentimientos y de arte que me acosaban hasta que llegó el poeta maldito. Las matemáticas me dieron calma en la tormenta, pero el dibujo, lo supe reconocer, nunca me inspiró, fue un intento de dotar a mis creaciones de espectacularidad y resultó vergonzoso. No sé cómo disculparme.
Cuando llegó Baudelaire todo cambió.
Baudelaire le dio sentido a mi antropofagia, porque la antropofagia es un acertijo que yace en el verso indescifrable de una humanidad alterada. No es el primitivo canibalismo. No emerge del estómago si no del alma. Es la poesía en la carne humana.
Hasta hace algún tiempo, yo era una imprecisa conjetura, pero he descubierto que en realidad soy una certeza porque LA POESÍA ES UNA CERTEZA DEL ALMA y yo tengo alma y tengo poesía.
Soy un poeta que encuentra en el cuerpo humano la dimensión exacta de sus pesadillas. El foie gras es solo una metáfora. En el inicio de todo, era una forma de redención, y en el sabor amoroso del órgano noble surgía la eucaristía que me unía a mi Dios y a mi sentencia. Debo decir con insistencia que no bulle en mi cerebro un pueblo de Demonios. En mi cerebro bulle la poesía de la carne y la sangre.
He leído una y otra vez el Libro de Levítico, y he leído el Libro de Deuteronomio, y he leído el Libro de los Reyes, y he leído el Libro de Lamentaciones, y he leído el Libro del Apocalipsis, y he llorado sobre sus finas hojas al saber que os comeréis la carne de vuestros hijos. Que os comeréis la carne de vuestras hijas y la tierna y delicada entre vosotros, que nunca la planta de su pie intentó asentar sobre la tierra de pura delicadeza y ternura, y mirará con malos ojos al esposo de su seno, a su hijo a su hija y al recién nacido que sale de entre sus piernas, y a sus hijos que diere a luz, pues los comerá ocultamente.
No devoré a mis hijos. No devoré al hijo de nadie. He respetado la Biblia. Mi humanidad supera la de tantos.
A mi diestra asiste mi última captura. El hombre gritaba y debí amordazarlo. Ahora gruñe. Veo en él a la bestia de diez cuernos. No intuye la poesía ni comprende esa forma de participar en una peregrinación analítica y simbólica de la que habla Octavio. Se aparta cada vez más de redimirse por la poesía. Cuestiona sin razonar a Baudelaire. Blasfema. Dudo si elegí bien o me convenció cierto sentimiento de venganza. Es que, como el foie gras, la venganza también es un plato que se sirve frío.
Me voy convenciendo de que Ramón Sigale, así se llama, no merece perdurar. Lo he rodeado de narcisos amarillos y no puede apreciar el brillo sanador de sus corolas. Llevé sus pesadillas hasta las últimas instancias. Cumplí sus anhelos. Pero nada lo conforma. No demostró ningún sentimiento de gratitud. Busqué en la mirada de mi pálida víctima la canción muda que entona el placer, pero no hallé esa gratitud infinita y sublime que brota de los párpados cual prolongado suspiro. Dejaré pasar un tiempo. Me revelaré por mis palabras. Me despojaré de todo prejuicio. Y luego decidiré qué hacer con él.

XLIV. Melquíades Ezequiel Odamxur. La revelación por la palabra 

Confieso. Todo se lo debo a Baudelaire. ¿Qué habría sido de mi sustancia poética sin él? Lo que está en la sangre, en los tejidos ocultos de mi humanidad, se reveló como una flor del mal. En esa flor reside el secreto vital que me impulsa desde la fase áurea a la última. Todo lo que me recorre es una forma de la poesía. Tardé en advertirlo, más ahora lo comprendo. Busqué en las matemáticas, en la conjetura de Collatz/Ulam, y busqué en el dibujo del crimen por anticipación, satisfacción a mis ausencias de emoción, de sentimientos y de arte que me acosaban hasta que llegó el poeta maldito. Las matemáticas me dieron calma en la tormenta, pero el dibujo, lo supe reconocer, nunca me inspiró, fue un intento de dotar a mis creaciones de espectacularidad y resultó vergonzoso. Incluso esos monigotes fueron usados para ridiculizarme, atribuyéndome peores dibujos que los que había creado. ¡Qué vergüenza! No sé cómo disculparme.
Cuando llegó Baudelaire todo cambió.
Baudelaire le dio sentido a mi antropofagia, porque la antropofagia es un acertijo que yace en el verso indescifrable de una humanidad alterada. No es el primitivo canibalismo. No emerge del estómago sino del alma. Es la poesía en la carne humana.
Hasta hace algún tiempo, yo era una imprecisa conjetura, pero he descubierto que en realidad soy una certeza porque la poesía es una certeza del alma y yo tengo alma y tengo poesía.
Soy un poeta que encuentra en el cuerpo humano la dimensión exacta de sus pesadillas. El foie gras es solo una metáfora, una alegoría del destino de una parte de la humanidad que apura ser devorada sin atinar a detenerse.
En el inicio de todo, era una forma de redención, y en el sabor amoroso del órgano noble surgía la eucaristía que me unía a mi Dios y a mi sentencia. Debo decir con insistencia que no bulle en mi cerebro un pueblo de Demonios. En mi cerebro bulle la poesía de la carne y la sangre.
He leído una y otra vez el Libro de Levítico, y he leído el Libro de Deuteronomio, y he leído el Libro de los Reyes, y he leído el Libro de Lamentaciones, y he leído el Libro del Apocalipsis, y he llorado sobre sus finas hojas al saber que el destino común que nos acosa es el de comer la carne de nuestros hijos. Que en las latitudes de la perversidad, en nombre de una deidad ignota, comeremos la carne de nuestras hijas y nuestros hijos, la tierna y delicada carne de los niños que moran entre nosotros, en una tierra estéril, donde nunca la planta de un pie intentó asentar sobre esa tierra pura delicadeza y amorosa ternura. Que la humanidad mirará con buenos ojos al esposo de su seno, o a la esposa en sus aposentos, y atenderá a su hijo y a su hija, y al recién nacido que salió de entre sus piernas, a todos los hijos que diere a luz, y los comerán ocultamente. No devoré niños. Yo he respetado el mandato bíblico más que los que repiten la palabra de su Dios en voz alta. Mi humanidad supera la de tantos.
A mi diestra asiste mi última captura. Atraparlo fue más simple que cualquier otra cacería. La soberbia vuelve al hombre ciego. Le hace ver peligros donde no los hay y lo induce a la confianza cuando debiera precaverse. La maldad sincera no tiene rostro. Es una alegoría las más de las veces indescifrable.
La enseñanza bíblica de Salmos 10:4 lo dice con claridad, “El impío, por la altivez de su rostro, no busca a Dios; no hay Dios en ninguno de sus pensamientos”. Y si no hay Dios que lo asista, queda su voluntad y su arrogancia.
Sigale, envanece su orgullo como un collar, y se cubre de violencia como de vestido. Aún no sabe cómo vino a dar a esta jaula. Su serenidad se ha esfumado. El odio y la cobardía lo han sumido en un abismo del que no podrá salir.
Desde entonces, el hombre grita, profiere palabrotas. Debí amordazarlo. Ahora gruñe. Veo en él a la bestia de diez cuernos. No intuye la poesía ni comprende esa forma de participar en una peregrinación analítica y simbólica de la que habla Octavio. Se aparta cada vez más de redimirse por la poesía. Cuestiona sin razonar a Baudelaire. Blasfema. Dudo si elegí bien o me convenció cierto sentimiento de venganza. Aún no respondió mi pregunta sobre qué le inspiró el cuerpo de MA, tristemente denominado FG N.º 1.
Lo observo retorcerse, lo escucho gorgotear, y pienso en MA, en su candidez, en su entrega. Es cuando surge un poderoso sentimiento de venganza. La venganza, como el foie gras, también es un plato que se sirve frío.
Me voy convenciendo de que Ramón Sigale no merece perdurar. Lo he rodeado de narcisos amarillos y no puede apreciar el brillo sanador de sus corolas. Llevé sus pesadillas hasta las últimas instancias. Él aceptó mi oferta y yo cumplí sus anhelos. Pero nada lo conforma. No demostró ningún sentimiento de gratitud. Pidió que matara a su cómplice, y cumplí su pedido. Pidió que la desfigurara, y la desfiguré. Pidió que le amputara los dedos, y se los amputé. Pidió que matara a su contrincante, y también lo hice. No por las razones que él argumentó, sino por las mías. Solo coincidimos en las sentencias.
Con la mujer, juro, no tenía causa en su contra. Fue una oportunidad para él y para mí. Los dos supimos aprovecharlas. Él, para precaverse de una posible delación. Yo descubrí en la oferta de esa muerte la consumación de una elegía. Un acto elegíaco, un dístico fúnebre, rostro y manos en una lírica deformación. Lo que hace que seas quien eres, tu rostro y tus manos creadoras, sujetos a una metamorfosis decisiva. No obtuve mayor satisfacción con estos actos, pero perfeccionar ciertas habilidades es importante para, al menos, aproximar a la gracia de la perfección.
Contra el detective, resultaba la comprobación de que podía extender mis habilidades más allá de la elaboración de un manjar de la cocina francesa. La mano, el arma, la bala, el cráneo roto, el ceso aplastado. Una conmoción ante un bello paisaje, la imagen de una danza de sangre, la insolencia de una herida ancha y profunda. Un perfume fresco como la prohibitiva carne de los niños. La fragilidad de su humanidad me pareció cautivante.
Pero Sigale nunca dejó de exigir, de gruñir, de sacudirse espasmódico como si el espasmo lo pudiera conducir a una libertad menos perturbadora. Me trata como a un siervo, como a un esclavo. Más yo soy verdaderamente libre. En cambio, él es prisionero de sí mismo. No está en mi jaula por mis habilidades sino por sus flaquezas. Su libertad era una simulación. No comprende que está atrapado en su yo y que de él no puede fugarse, y que solo él es el responsable de haber entrado a su prisión.
Busqué en su vacía mirada la canción muda que entona el placer, pero no hallé esa gratitud infinita y sublime que brota de los párpados cual prolongado suspiro. Es apenas una cáscara oscura de humanidad. La corteza de un hombre desolado. Dejaré pasar un tiempo. Me revelaré por mis palabras. Me despojaré de todo prejuicio. Luego decidiré qué hacer con él; lo que es seguro, es que no merece ser eternizado en el sublime sabor de mi foie gras.


XLV. El señor presidente, la novia, la hermana, el perro y las fuerzas del cielo.

Melquíades puso todo su empeño en llegar a tiempo a la representación. Por ninguna circunstancia se privaría del privilegio de volver a ver a M a pocos metros de distancia. Menos en esa oportunidad, en que M se encontraría con su amante de papel maché, FF, quien posa de actriz en un teatro en el centro de la ciudad costera, a pocos minutos de las riberas de un mar extranjerizado. Pues allí estaba el antropófago por excelencia a tiempo de presenciar una escena irrepetible.
La obra que FF representa no es más que un vodevil apenas ensayado en el que se ridiculiza a distintos personajes. Cada imitación recibe el aplauso de una piara humana que celebra a rabiar la actuación de la diva de cabotaje.
Al final de la representación los grotescos se unen sobre el escenario. Los arlequines artríticos que acompañan a FF se contorsionan poseídos por fuerzas extrañas, al ritmo de unas disonancias repetidas. Es el recibimiento que le brindarán a M apenas este se presente en la sala.
Melquíades siente cierta desazón por el espectáculo. Un refinado gourmet, un asesino que ejerce su maldad a la perfección, no puede sentir satisfacción por el mediocre espectáculo. Ni por asomo se trata de una danza sensual la que los arlequines ejecutan. Melquíades se pregunta si las fuerzas del cielo los impulsan a realizar esas contorsiones. Es dudoso. En verdad, él no cree que ninguna fuerza celestial asista a esa velada. ¿Qué fuerzas espirituales y que cielo puede corresponder a FF y sus enclenques bufones? Él los percibe como vulgares fetiches de la chabacanería. Para su satisfacción, el baile se detiene apenas se percibe el próximo ingreso del mandatario por la puerta principal. El ingreso de M no es para nada triunfal, simula una alegría que no resulta convincente, como si, en verdad, no estuviera a satisfacción en ese lugar y en ese momento. Acelera el paso en dirección al escenario. Reparte sonrisas fingidas y saludos falsos que la piara humana retribuye entusiasmada.
FF, al verlo, chilla. Estimula a los espectadores a vitorear al visitante. Trata de adquirir una pose erótica, pero no lo consigue. Sin embargo, los espectadores perciben el esfuerzo de la mujer por darle al momento una sutil carga de sexualidad, y se agitan en sus butacas esperando la escena más bizarra que pueden brindarles FF y M. Intuyen que serán testigos de una inmundicia irreproducible y ese solo hecho justificará el alto costo que pagaron por las entradas.
FF calza una ropa que deja al descubierto casi todo su cuerpo. La libido muere al observar su desnudez raquítica. No hay sensualidad en sus formas, menos en sus modales. Melquíades no sabe cómo disimular su fastidio. Se felicita de no haber traído para M ni un gramo de su magnífica última elaboración de foie gras. No lo merecería, por lo menos mientras durara la pantomima. Está disgustado, aunque evalúa que ese sentimiento de disgusto se disipará con el paso de las horas. Después de todo, Melquíades y M comparten el amor por la ingesta de carne humana en sus diferentes formas. Uno, mediante el disfrute del foie gras de acuerdo a los dictados de la alta cocina francesa; el otro, narcotizándose al saborear el foie gras y mediante alimentos que concentran la condición humana de cada hombre y cada mujer, en las altas cuotas de plusvalía que se han extraído de cada uno de ellos.
A FF le cubre el rostro una máscara cerosa. El gesto adusto bajo una pasta de maquillaje la vuelve más irreal que de costumbre. Es mustia. Es marchita. Y M parece más poseído que de costumbre.
La pregunta que se formula Melquíades es inevitable, ¿qué pensará C de todo ese circo? El Jefe, quien suele oficiar de médium por la ausencia nunca explicada del cuervo maestro, no da muestras de preocupación. Melquíades supone que C no está conectado en ese momento. No podría aprobar ese carnaval de mal gusto. Ser un perro muerto tiene sus ventajas, la muerte otorga facilidades para no ver, no oír ni hablar en ciertas calamitosas oportunidades.
M sube al escenario. FF lo recibe inflando el pecho con una emoción fingida. Los arlequines danzan estúpidamente. Tal vez no sean estúpidos, solo estén obligados a acompañar con estulticia aquella falsa escena de amor. La piara delira de felicidad. La pareja presidencial se abraza, se besa apasionadamente.
Melquíades, buen observador, una virtud inevitable en un asesino de su jerarquía, capta que no es M quien busca ese beso vehemente. No es él quien traba su lengua en la de FF. Es ella quien aplasta su boca contra la boca del novio, revuelve con su lengua su cavidad bucal para dejarle su saliva a modo de advertencia. Melquíades sabe que la saliva de un animal puede ser tan peligrosa como sus técnicas de captura. Por ello comprende el gesto de aprensión de M que se esfuerza por posar como un amante lleno de ardor. Traga saliva, aunque no sabe disimular su asco. Traga saliva, la que desciende por su esófago al estómago, donde se disuelve devorada por los ácidos estomacales que han aumentado su producción acicateada por la poco decorosa e íntima caricia. M aparenta un amor que no le cabe ni por asomo.
El Jefe, quien convive con M desde su nacimiento, ríe en medio de una penumbra fúnebre. Está algo retirada de la sala, refugiada en la delicada oscuridad que brindan unos cortinados. Aplaude la escena porque se convenció de que aquella simulación, aunque patética, mejorará el marketing cuando empiezan a aparecer algunas oscuridades en la vida de su protegido.
Melquíades es el primero en abandonar el teatro. Afuera, unas decenas de fanáticos esperan a M para vitorearlo. Más lejos, unas centenas de detractores insiste con sus cánticos contra el mandatario. Él trata de posar su vista en un ejemplar que merezca su atención. Pero no halla ninguno. No faltarán oportunidades. Siempre dará con un hombre al que seducirá, capturará y sobrealimentará con finos higos y rica champaña, para reducirlo, finalmente, a unos cuatrocientos gramos del más sabroso foie gras jamás producido.

Anexo I 

La división fetichista 

Las negociaciones entre Jeffrey y Sigale se realizan en un lugar alejado, una mansión ubicada en un valle entre sierras de mediana altura. Se trata de un paraje apacible y un paisaje bucólico. Fue propiedad de la ex mujer de un encumbrado político. Sigale conocía en detalle el conflicto entre el político y su esposa. Él se había enredado con una joven mujer a la que embarazó. La esposa, al saber de la infidelidad de su marido y de su próxima paternidad, lejos de armar un escándalo, ofreció una transacción ventajosa para ambas partes y puso precio a su silencio. El político aceptó la oferta. De todos modos, el dinero que le iba a costar el silencio de la mujer lo pagarían los contribuyentes a través de diversos mecanismos de apropiación de los fondos del erario público.
Parte del pago fue esa hermosa mansión. Luego, la infeliz, vendió la propiedad a un grupo de inversores que pagó en dólares y al contado la compra. Los inversores eran, en realidad, los pervertidos miembros del Batallón Sagrado de Tebas, que buscaban un lugar lujoso pero reservado donde realizar sus orgías. El Batallón encontró el lugar perfecto, y la mujer ganó más con la venta de lo que ella esperaba. Luego de ello, lanzó su candidatura a diputada nacional. El círculo del beneficio se completaba con ese cargo.
El lugar tiene una doble ventaja. No es fácil acceder y es imposible escapar. Eso garantiza por completo la seguridad de los degenerados, si, por algún desvarío, alguna víctima o algún victimario sufre un repentino e irrefrenable deseo de abandonar el lupanar.
La mansión está rodeada de varios jardines llenos de flores de estación, y al fondo, largas hileras de frutales perfuman con sus frutos el viento que lleva el aroma hasta varios kilómetros de distancia. No hay vecinos en las cercanías. A unos treinta minutos en automóvil, a una velocidad de 60 kilómetros por hora, está el pueblo más cercano en el que viven unas pocas decenas de peones con sus familias. Los peones saben ser discretos y comprenden que con los ricos es muy inconveniente andar husmeando sus propiedades. Por ello nunca se llegan a la mansión de la que han oído hablar y solo algunos de ellos en alguna oportunidad alcanzaron a verla a buena distancia.
La policía, que obedece ciegamente las caprichosas órdenes del millonario,  se ocupa de impedir a algunos curiosos avanzar por el camino privado que conduce a la propiedad. Además, si no se conoce, no es fácil llegar al lugar. No figura en ningún mapa.
Los traslados se realizan en automóviles de la División que manejan choferes que están a su servicio. Sigale prohibió que el arribo de los selectos clientes, muy pocos por cierto, se haga por helicóptero. 

Las reuniones entre Sigale (Miguel Villegaignon) y Jeffrey transcurren siempre de manera tranquila. Villegaignon ha descubierto cuánto le gusta a Jeffrey que lo adulen. No es que Jeffrey no comprende que el otro lo enjabona, pero igual disfruta de ese trato.
Jeffrey es un cliente que gasta mucho dinero en la División fetichista, y que se tenga en cuenta ese aporte millonario le parece no solo justo sino necesario. Jeffrey es el único cliente que siempre mira directo a los ojos a Sigale y Sigale debe sostenerle la mirada a como dé lugar. No hacerlo, sería un signo de debilidad inaceptable en aquel negocios.
Los halagos de Villegaignon no se reducen a ponderar las fortunas que gasta ese degenerado en comprar carne humana. Muchos halagos son sobre su persona, su aspecto, su personalidad, incluso, sus perversiones. Y eso a Jeffrey lo llena de satisfacción.
¿No es un hombre hermoso? No, pero él se ve a sí mismo como un adonis. En una de sus mansiones, la llamada La Casa de los Cristales, todas las paredes están cubiertas con enormes espejos. Allí pasa largos momentos apreciando su cuerpo desnudo, admirando lo que él cree es una expresión de la belleza de acuerdo a cómo la concebían los pederastas griegos.
Ha ejercitado su cuerpo siguiendo los métodos de los atletas de la antigua Grecia esclavista. En un muy bien provisto gimnasio, en el que no faltan ninguna máquina de musculación, pasa varias horas diarias ejercitando su cuerpo. Estudió a conciencia la anatomía humana, lo que, a su vez, le fue útil para apreciar el cuerpo de sus víctimas y decidir cómo despostarla luego de cada orgía.
El cuerpo humano tiene varios centenares de músculos, aprender a conciencia el sistema muscular no es una empresa sencilla. A Jeffrey le ocupó muchas horas, muchos días, semanas, meses y años de sesudo estudio para conocer cada músculo y comprender su función. Músculos estriados, lisos, cardíaco, fusiformes, planos, anchos, abanicoides, circulares, orbiculares, todos y cada uno. No se trató de un aprendizaje limitado a los aspectos teóricos. La práctica sobre cuerpos vivos fue la clave. Por ello fue, desde un principio, uno de los clientes de mayor demanda de carne humana. No pasó semana, durante años, que no reclamara un ejemplar para sus investigaciones. Mujeres, hombres, niñas, niños. Jóvenes, maduros, viejos. ¿Recién nacidos? Ese era un completo misterio, Sigale nunca comentó ninguna de las compras de Jeffrey, pero todo el personal tenía la certeza de que también debió aprovisionarse de infantes para sus delirios.
Palpar un músculo fusiforme, plano, circular, o del que se tratase, reconocer su forma, su dimensión, su elasticidad, su sabor, su resistencia a la mordida, le llevó largas jornadas. “Trabajos prácticos”, como los llamó y de los que dejó constancia en gruesos volúmenes de anotaciones manuscritas que conserva lujosamente encuadernados en una biblioteca fabricada con osamentas humanas. El tono pálido y amarillento de los huesos expuestos formando los anaqueles del siniestro mueble, apagan la luz tibia que entra por un amplio ventanal tras unas singulares cortinas rojas. Nadie, salvo él, ha tenido acceso a esos libros. Un sistema de autodestrucción por fuego está listo para reducir a cenizas todo lo que guarda en esa habitación exclusiva. Todos los días, Jeffrey debe introducir una clave en el programa que controla el sistema de incendio, para evitar que el fuego se desencadene y acabe con los libros. Así lo ha hecho desde que implementó el sistema. Cada noche, de madrugada, escribe los caracteres de la contraseña que bloquea la orden incendiaria. Si alguna vez, por la razón que fuere, él no escribe la clave correspondiente, todo ese patrimonio sería consumido por el fuego en cuestión de minutos. Ese desafío hace aún más atractiva para Jeffrey su perversión. Siempre al límite, en el esfuerzo, en la carne que consume, en la conservación de los resúmenes de sus aberraciones. Ese juego potencia su capacidad de gozar con el dolor y el peligro. Sigale ha comprendido ampliamente la psicología de su cliente, cree que en algún momento puede ser útil ese conocimiento para sacar provecho o para deshacerse del degenerado. En el negocio de la carne humana, nunca se sabe en qué círculo del infierno puede acabar recalando cada uno de los clientes, menos Jeffrey, cuyo extravío es, de lejos, el más insólito y extravagante.

Una alucinación en medio de la vulgaridad. Las grandes ciudades albergan el espejismo. Suenan músicas de carrusel. Puede oírselas con facilidad. Música alucinante. Acero sobre la carne. El sonido del filo abriendo el músculo es único e inimitable. La carne se separa y archipiélagos de coágulos forcejean por vencer la gravedad. Buscan flotar turgentes pero murmurantes.
Por sus calles deambulan payasos que no infunden pánico. No son los ávidos payasos que mastican la carne de los niños en las profundidades de las alcantarillas. Para eso habrá tiempo.
Son falsos arlequines que posan de piadosos pintarrajeados con azules y rojos pasteles, cada uno con globos con formas de animales singulares, de colas interminables que acaban en temibles arpones, dientes de sable, lenguas voluptuosas, labios de cera.
Simulacros de hadas revoloteando en sus pequeños cielos en los que flota la bermeja retórica de unas nubes de sangre. Cae de ellas una lluvia espesa, de sabor caramelo. Cruel engaño. Quien la prueba será narcotizado y confundirá su dolor con el placer.
Seres mitológicos en medio de la inalcanzable encrucijada de unas constelaciones. Un mundo de jardines abiertos al festejo de los incrédulos que se le atreven. Quien allí entra, jamás sale.
La invitación exalta la vanidad humana. No son los niños los que la ejercen, son sus mayores, a quienes la promesa de inmensas fortunas seduce. Dirá aquel “prefiero la traición a la intrascendencia”. Nada más cierto. Pudo agregar, “porque yo sé los planes que tengo para vosotros”. La revelación hubiera sido perfecta.
Traicionar a los niños es fácil, tal vez demasiado. Los embusteros posan de señores sabios capaces de sesudos discursos, entretienen a los niños con sus palabras y solo se trata de traición. Traicionar es la fase superior de la mentira. Así se reúne el ganado humano. Con promesas. Mujeres, hombres, niñas, niños, todos embaucados por un moderno Leviatán de aspecto angelical, cuyo verdadero rostro está oculto tras una gruesa máscara de cera. Si no logra embaucarnos con su apariencia, se apreciará que no es muy diferente a cualquier otro delincuente. A diferencia de Dorian Gray, puede que sus retratos los mantengan lozanos, pero su aspecto visible a los ojos de todos, revela su podredumbre esencial.
En ese mundo real no hay corrales, no son necesarios. El gran establo es la vida cotidiana. El abandono, la miseria, el hambre, la indiferencia, el alimento inagotable con que se engordan los rebaños.
En calles y avenidas superpoblabas por donde miles corren sin poder detenerse, en los suburbios de siestas pueblerinas y violencia crepuscular, observan los fetichistas a su mercancía. Son grandes observadores. Sus ojos son enormes, del tamaño de un agujero en el pecho. Vuelcan por ellos apenas gotas de su hipocresía y por eso, quien es visto, no reconoce el peligro impregnado de muerte que se descubre en su letárgico brillo. Atienden la dimensión de los cuerpos. De infantes y adultos. Consideran el volumen de sus carnes. El color de su piel. La forma de sus caderas. El cavado de su entrepierna. La ondulación de su espalda. La delicadeza de su cabellera. Eligen. Eligen. Revisan las órdenes de compra y eligen. También estudian las variaciones del mercado de la carne humana. Conocen su negocio como nadie. Hoy los prefieren blancos, mañana negros. Rubios o castaños. Vivos o muertos. Es una forma religiosa de la parafilia, la adoración de un cuerpo humano o de tan solo un trozo, apreciado como cualquier otra mercancía. Compra y venta. La demanda domina la oferta. La División Fetichista cumple con todos los pedidos. El éxito del mercado se basa en la confianza de los inversores. 

En la División Fetichista, Ramón Sigale es conocido por otro nombre. Cuando recibe a un cliente, se presenta como Miguel y su apellido Villegaignon. Suena estrafalario, pero como nadie sabe a quién referencia ese nombre y ese apellido, lo toman por verdaderos. Su rostro no es recordado, de él apenas se conserva un bosquejo, unos pocos rasgos que no alcanzan a definir un rostro. Los clientes prefieren evitar mirarlo de frente. En cambio, su apellido queda por siempre grabado en la memoria de los compradores. Como su peculiar perfume, que nunca puede ser descifrado por completo, y su acaramelada voz. Un rostro indefinido, un perfume extravagante, una voz meliflua. Es él cumpliendo su deber sin excepción. Eso es todo.
En la División Fetichista, la antropofagia, la pederastia, y otros hábitos de consumo selecto de carne humana en sus diferentes modos, se los considera actos sublimes de la cultura capitalista. Refinamientos que, según explican los aplicados empleados de la división, reconocen como antecedente los mágicos relatos de los antiguos griegos y sus alucinantes descripciones de un exuberante mundo más allá de Gibraltar, cuando erastés y erómeno navegaban el inmenso Mediterráneo en busca de mágicos paisajes de mundos desconocidos ávidos por acariciarse. La pederastia como institución y la antropofagia como poética de la intimidad carnal. Nada más alejado de la barbarie. Esta explicación precede a la revisión de lujosos álbumes en los que están retratados de manera artística los especímenes en oferta. Los consagrados pueden escoger a quienes desean, quienes los exciten. El onanismo espiritual precede a la eyaculación involuntaria, jadeando palabras incomprensibles.
No hay límite en la cantidad, el límite lo impone el costo que solo se puede abonar con moneda constante, nada de transacciones bancarias y mucho menos, financiaciones.
Si surgen vacilaciones, interviene Ramón Sigale, un experto en alimentar malformaciones espirituales en esos acaudalados ciudadanos hedonistas. Con su voz amartelada repite que los antropófagos y pederastas viven de acuerdo a otros principios que no contradicen en nada los de diversas religiones o códigos morales. La palabra “principios”, por una razón desconocida, tiene un efecto encantador en los clientes. Ya no so se trata de satisfacer el capricho de un ricachón, ni el delirio de un pervertido. No se viola ningún mandamiento religioso ni se falta a la buena moral esperable de tan notables ciudadanos. Nada de eso. Es un asunto de principios. O de perspectiva.
Sigale los convence de que se trataba de un asunto liminar, un afán que responde a estados sublimes de la naturaleza. Naturalismo de la carne a la carne. Retorno al bíblico incesto original de los descendientes de Adán y Eva, amor y sexo en su forma originaria, y un regreso a la primera antropofagia de los adivinos. Formas de amor que escapan a los estereotipos impuestos por los mandamientos de antiguas castas enquistadas en las estructuras de todos los gobiernos.
En verdad, esos clientes no necesitan una reflexión filosófica para justificar sus perversiones. Todo aquello resultaba un rito que está incluido en el alto costo final. Un ritual que los halaga y que Sigale sabe representar con inteligencia.
Sus clientes están habituados a comprar lo que se les ocurre, a comprar todo aquello que fuera posible, aunque no lo necesiten para nada. Seres estupidizados con dosis adecuadas suministradas en las redes sociales por legiones de trol que avivan la idiotez de manera efectiva. Son legiones de holgazanes que emigran de Facebook a Instagram y a veces recalan en Twitter, a los que no les interesan razones. Solo afirman sus creencias. Opinan de asuntos de los que no tienen ni el menor conocimiento. Son cruzados de una fe sin sentido. No importa que se les pueda demostrar lo equivocados que están. Su palabra es la única verdadera. Como escribió Mark Twain, ninguna cantidad de evidencia logra convencer a un idiota, y menos a una legión de ellos. 

En las oficinas de la División Fetichista el ambiente es agradable, climatizado de manera perfecta. Dialogar allí es relajante. Las conversaciones son pausadas, el tiempo que corre no importa ni a empleados ni a clientes, porque nunca se tiene la sensación de que el tiempo fluye, sino que queda suspendido en una atmósfera carmesí acariciadora. Todo se explica en voz baja y las voces son siempre armoniosas. Incluso Ramón Sigale o Villegaignon, como se prefiera, suaviza su modo de hablar sin mayor esfuerzo, y el color de su voz lo acerca a la voz de un tenor de coloratura, con cierta reminiscencia del bel canto italiano del siglo XIX. Todo transcurre en calma. Allí no reina la violencia directa. Subyace. Late entre pliegues. Agazapada por la oportunidad. Todos sospechan de su presencia, desean ejercerla hasta hartarse, pero actúan como si no la percibieran, como si les fuese ajena.
En el último círculo del crimen organizado, Sigale es el más atento de todos, muy diferente al brutal jefe policial de homicidios aberrantes que es en la vida laboral. Alguien con tanto poder no necesita ni de la menor violencia para imponer sus puntos de vista en ese idílico ambiente de negocios. Nadie lo contradice y él disfruta esa obediencia ciega. En él se confía. Es estricto con su tarea. No se permite ninguna distracción y tampoco las permite a sus subordinados.
Por el contrario, de lo que se puede suponer, Sigale no atiende el negocio en un tugurio oculto y clandestino. Se trata de una lujosa oficina en Puerto Madero. Una oficina con vista al río, amplia y luminosa. Enormes ventanales con vidrios fotocromáticos permiten una mirada única del paisaje ciudadano. La oscuridad extrema de los vidrios los protege de miradas indiscretas. Complejos sistemas electrónicos impiden la grabación de las conversaciones mediante los modernos micrófonos direccionales que todas las agencias de inteligencia usan para conocer las conversaciones de propios y ajenos.
A esa enorme torre vidriada no accede cualquier persona. No es suficiente con ser rico y poderoso. El cliente debe ser recomendado por otro de legajo impecable. Luego, para llegar a la entrevista, se deben pasar rigurosos controles.
Allí, Sigale se siente realmente seguro. Cree que nada puede afectarlo. Es un espejismo, pero hay personas que a la larga terminan creyendo que sus espejismos son reales. Para cuando descubra su error será demasiado tarde. En la jaula en que Melquíades Ezequiel Odamxur lo tiene encerrado antes de decidir qué hacer con él, el espejismo de la seguridad y el bienestar se ha esfumado por completo. El último círculo del crimen organizado lo ha expulsado a un infierno que subyace en la intimidad de los tejidos humanos, en la secuencia de un ADN trágico y violento. Allí morirá cuando el refinado antropófago del foie gras lo decida. 

El grupo más selecto de clientes de la División Fetichista se lo conoce como El Batallón Sagrado de Tebas, integrado solo por hombres, como no podía ser de otro modo. Aquel lo componían 150 parejas de varones amantes. El amor, el placer y la guerra los unían hasta la muerte. De este batallón, solo Sigale conoce el número de sus miembros. Algo seguro es que ninguno es un guerrero y que no saben del arte de la guerra ni por una lectura ligera.
El batallón lo comanda un setentón que se hace llamar Pelópidas, como el general que junto a Epaminondas comandaba el ejército de Tebas. Ese nombre lo usa cuando sus orgías, a las que asiste disfrazado de soldado tebano. Cuando se reúne con Sigale usa un nombre en clave, Jeffrey. Sigale lo detesta, no por sus vicios que a la postre le dan grandes ganancias de las que recibe un buen porcentaje, lo detesta porque es un ser repugnante.
Jeffrey es un gran millonario que ha elegido simular ser un pobretón. Es la forma que escogió para pasar inadvertido, y se debe asumir que le dio buen resultado. Jamás fue atacado, nadie intentó robarle, nunca temió por su secuestro. Nadie puede decir que ha visto su verdadero rostro, tal como ocurre con la inmensa mayoría de los pobres en este mundo, a los que nadie recordará haber saludado en alguna oportunidad, incluso siendo vecinos muy cercanos. Los pobres pasan desapercibidos, ignorados ante los ojos de la inmensa mayoría de sus congéneres. Ni cuando mueren se los tiene en cuenta.
Vive en una casa que, vista de afuera, resulta muy modesta. Es una muy vieja casona de la época colonial, de decenas de habitaciones que dan a un patio circular y en su centro luce un bello aljibe decorado con porcelanas españolas. Los brokers inmobiliarios bregaron por años para quedarse con la propiedad, pero sus dueños, de quien nadie conoce ni la menor referencia, se negaron. Es probable que perteneciera a la familia de Jeffrey y él la haya recibido en herencia.
Con el aspecto modesto de la fachada, contrasta el interior. No se ahorró en lujos para modificar la casa y proveerla de todos las comodidades. Electrodomésticos inteligentes, muebles diseñados por los mejores y producidos por eximios carpinteros, salas de masajes, jacuzzis; todo lo que se podía exigir para la máxima comodidad.
Viste casi como un indigente, la ropa rota y sucia. Eso lo divierte. Viaja en un automóvil antiguo que maneja un chofer más viejo que él y que viste también como un pordiosero. Casi ningún empleado, que no son muchos, conoce su aspecto. Algunos creen que es un extravagante joven y apuesto, otros que es un viejo carcamán, un gordo mórbido avaro y mugriento, que se vale de las aptitudes de jóvenes ilusos que creen que a su lado ascenderán en el mundo empresarial hasta alcanzar la jerarquía de un CEO de una gran corporación.
Jeffrey, todos los negocios los dirige por internet. Se adaptó a esa modalidad con enorme facilidad. Eso le permite permanecer en su casa sin tener que molestarse en salir cada mañana para ir a una oficina. La pandemia fue de gran ayuda para instalarse definitivamente en el hogar y abandonar las oficinas a las que siempre detestó.
Jóvenes científicos llenos de ambiciones, desarrollaron para él una herramienta muy potente: una supercomputadora, perfecta copia de Fugaku, con 442 petaflots, por la que gastó una suma sideral, sin contar lo que pagó por los programas que crearon los científicos en exclusividad para él. El monstruoso ordenador fue bautizado con el nombre de Kugafu. Mientras Fugaku fue creada para la investigación científica, Kugafu lo fue para ganar fortunas empobreciendo a millones. Con Kugafu, él opera toda la compañía sin mover su musculado trasero de su cómodo sillón. Salvo por un sabio de la informática, hackear la supercomputadora resultaba una empresa imposible. 

Las negociaciones entre Jeffrey y Sigale se realizan en un lugar alejado, una mansión ubicada en un valle entre sierras de mediana altura. Se trata de un paraje apacible y un paisaje bucólico. Fue propiedad de la ex mujer de un encumbrado político. Sigale conocía en detalle el conflicto entre el político y su esposa. Él se había enredado con una joven mujer a la que embarazó. La esposa, al saber de la infidelidad de su marido y de su próxima paternidad, lejos de armar un escándalo, ofreció una transacción ventajosa para ambas partes y puso precio a su silencio. El político aceptó la oferta. De todos modos, el dinero que le iba a costar el silencio de la mujer lo pagarían los contribuyentes a través de diversos mecanismos de apropiación de los fondos del erario público.
Parte del pago fue esa hermosa mansión. Luego, la infeliz, vendió la propiedad a un grupo de inversores que pagó en dólares y al contado la compra. Los inversores eran, en realidad, los pervertidos miembros del Batallón Sagrado de Tebas, que buscaban un lugar lujoso pero reservado donde realizar sus orgías. El Batallón encontró el lugar perfecto, y la mujer ganó más con la venta de lo que ella esperaba. Luego de ello, lanzó su candidatura a diputada nacional. El círculo del beneficio se completaba con ese cargo.
El lugar tiene una doble ventaja. No es fácil acceder y es imposible escapar. Eso garantiza por completo la seguridad de los degenerados, si, por algún desvarío, alguna víctima o algún victimario sufre un repentino e irrefrenable deseo de abandonar el lupanar.
La mansión está rodeada de varios jardines llenos de flores de estación, y al fondo, largas hileras de frutales perfuman con sus frutos el viento que lleva el aroma hasta varios kilómetros de distancia. No hay vecinos en las cercanías. A unos treinta minutos en automóvil, a una velocidad de 60 kilómetros por hora, la máxima velocidad permitida por el dueño de la mansión, verdadero jefe político de esa localidad y aledañas, está el pueblo más cercano en el que viven unas pocas decenas de peones con sus familias. Los peones saben ser discretos y comprenden que con los ricos es muy inconveniente andar husmeando sus propiedades. Por ello nunca se llegan a la mansión de la que han oído hablar y solo algunos de ellos en alguna oportunidad alcanzaron a verla a buena distancia.
La policía se ocupa de impedir a algunos curiosos avanzar por el camino privado que conduce a la propiedad. Además, si no se conoce, no es fácil llegar al lugar. No figura en ningún mapa.
Los traslados se realizan en automóviles de la División que manejan choferes que están a su servicio. Sigale prohibió que el arribo de los selectos clientes, muy pocos por cierto, se haga por helicóptero. 

Las reuniones entre Sigale (Miguel Villegaignon) y Jeffrey transcurren siempre de manera tranquila. Villegaignon ha descubierto cuánto le gusta a Jeffrey que lo adulen. No es que Jeffrey no comprende que el otro lo enjabona, pero igual disfruta de ese trato.
Jeffrey es un cliente que gasta mucho dinero en la División fetichista, y que se tenga en cuenta ese aporte millonario le parece no solo justo sino necesario. Pero los halagos de Villegaignon no se reducen a ponderar las fortunas que gasta ese degenerado en comprar carne humana. Muchos halagos son sobre su persona, su aspecto, su personalidad, incluso, sus perversiones. Y eso a Jeffrey lo llena de satisfacción.
¿No es un hombre hermoso? No, pero él se ve a sí mismo como un adonis. En una de sus mansiones, la llamada La Casa de los Cristales, todas las paredes están cubiertas con enormes espejos. Allí pasa largos momentos apreciando su cuerpo desnudo, admirando lo que él cree es una expresión de la belleza de acuerdo a cómo la concebían los pederastas griegos.
Ha ejercitado su cuerpo siguiendo los métodos de los atletas de la antigua Grecia esclavista. En un muy bien provisto gimnasio, en el que no faltan ninguna máquina de musculación, pasa varias horas diarias ejercitando su cuerpo. Estudió a conciencia la anatomía humana, lo que, a su vez, le fue útil para apreciar el cuerpo de sus víctimas y decidir cómo despostarla luego de cada orgía.
El cuerpo humano tiene varios centenares de músculos, aprender a conciencia, el sistema muscular no es una empresa sencilla. A Jeffrey le ocupó muchas horas, muchos días, semanas, meses y años de sesudo estudio para conocer cada músculo y comprender su función. Músculos estriados, lisos, cardíaco, fusiformes, planos, anchos, abanicoides, circulares, orbiculares, todos y cada uno. No se trató de un aprendizaje limitado a los aspectos teóricos. La práctica sobre cuerpos vivos fue la clave. Por ello fue, desde un principio, uno de los clientes de mayor demanda de carne humana. No pasó semana, durante años, que no reclamara un ejemplar para sus investigaciones. Mujeres, hombres, niñas, niños. Jóvenes, maduros, viejos. ¿Recién nacidos? Ese era un completo misterio, Sigale nunca comentó ninguna de las compras de Jeffrey, pero todo el personal tenía la certeza de que también debió aprovisionarse de infantes para sus delirios.
Palpar un músculo fusiforme, plano, circular, o del que se tratase, reconocer su forma, su dimensión, su elasticidad, su sabor, su resistencia a la mordida, le llevó largas jornadas. “Trabajos prácticos”, como los llamó y de los que dejó constancia en gruesos volúmenes de anotaciones manuscritas que conserva lujosamente encuadernados en una biblioteca fabricada con osamentas humanas. El tono pálido y amarillento de los huesos expuestos formando los anaqueles del siniestro mueble, apagan la luz tibia que entra por un amplio ventanal tras unas singulares cortinas rojas. Nadie, salvo él, ha tenido acceso a esos libros. Un sistema de autodestrucción por fuego está listo para reducir a cenizas todo lo que guarda en esa habitación exclusiva. Todos los días, Jeffrey debe introducir una clave en el programa que controla el sistema de incendio, para evitar que el fuego se desencadene y acabe con los libros. Así lo ha hecho desde hace años. Cada noche, de madrugada, escribe los caracteres de la contraseña que bloquea la orden incendiaria. Si alguna vez, por la razón que fuere, él no escribe la clave correspondiente, todo ese patrimonio sería consumido por el fuego en cuestión de minutos. Ese desafío hace aún más atractiva para Jeffrey su perversión. Siempre al límite, en el esfuerzo, en la carne que consume, en la conservación de los resúmenes de sus aberraciones. Ese juego potencia su capacidad de gozar con el dolor y el peligro. Sigale ha comprendido ampliamente la psicología de su cliente, cree que en algún momento puede ser útil ese conocimiento para sacar provecho o para deshacerse del degenerado. En el negocio de la carne humana, nunca se sabe en qué círculo del infierno puede acabar recalando cada uno de los clientes, menos Jeffrey, cuyo extravío es, de lejos, el más insólito y extravagante.

—No por peso, los ejemplares no se venden por peso, sino por lo que generan al comprador. –Sigale, caracterizado como Miguel Villegaignon, no dejó dudas en su respuesta.
—Sería un trato más justo, kilo por kilo. O libra por libra, como prefiera.
—El precio es por ejemplar, ya lo sabe, es un cliente de años. Los precios, como siempre, varían por demanda y por ejemplar. “Dime qué quieres y te diré que pagarás”, eso es todo. No tiene importancia el peso.
—Ganado en pie, es así en todos los mataderos del mundo. Cuero, pezuñas, cuernos, todo entra en la compra.
—Pero este ganado es muy peculiar. Su cuero es excepcional, sus pezuñas magníficas, sus cuernos inolvidables. No lo conseguirá en ningún otro lugar, solo aquí, en ningún otro lado.
— Miguel Villegaignon, no me venga con eso de que en Europa no se consigue.
—Pero así es. ¿Por qué cree usted que ricachones, más ricos que usted, viajan desde los confines del mundo a nuestro país para adquirir nuestros ejemplares?
—No es que allá no se consigue, Miguel Villegaignon, es porque les sale barato el paseo. Euro, pesos, dólar, pesos. No hay relación. ¡Es demasiado obvio, Miguel Villegaignon! Allá comen carne de caballo, acá de exportación por mucho menos dinero. Por monedas hasta se empachan. Se les hace agua la boca de solo pensar en una porción de la carne que aquí producimos. Allá, toda la carne es negra porque son racistas. Hitler debió ser vegetariano. En cambio, nuestra carne es blanca, muy blanca. No se ofenda por lo que le voy a decir, porque tal vez usted no conozca a sus antepasados y resulta que sus ancestros son africanos. Pero la que consumen ellos es toda carne africana. Dicen que todos descendemos de africanos. ¡Se afirma cada cosa! Pero la carne de aquí, es blanca. La carne negra es para el personal de servicio. De paso, los turistas van a los cotos de caza y le disparan a un par de pumas drogados, idiotizados, solo un poco más boludos que los cazadores a quienes alguien le sostiene la personalidad con las dos manos después de una buena dosis de viagra.
—Nuestra empresa siempre ha fijado el precio por ejemplar, y usted lo sabe mejor que nadie. Dígame el sexo, dígame la edad, dígame el color de ojos, y yo le diré el precio justo: ni un peso más, ni un peso menos.
—Los camaradas se resisten a seguir un trato propio de usureros. Ustedes son Shylock procurando sacar ventaja, exigiéndonos a cada uno de nosotros una libra de carne.
—No nos interesa su carne adobada de esteroides anabólicos, tenemos la nuestra. Ciento veinte libras promedio, si se trata de hembras en condición de reproducción, ciento cuarenta a ciento cincuenta si se trata de sementales para reproducción. Las crías son tema aparte, ya lo sabe. Los nonatos, plato sibarita, es para exquisitos.
—En esta oportunidad, todas hembras. Maduras pero muy jóvenes. Nada de crías, son un problema. Sementales nos sobran.
—Si siguen la tradición del Batallón, no tendrán entonces problemas de satisfacción.
— Miguel Villegaignon, por una letra usted confunde el problema. El Batallón necesita alimento, comer, comer, ¡comer! No necesita ninguna otra cosa. ¿Me comprende?
—Absolutamente. –Sigale fijó su mirada en Jeffrey–. ¿Entonces?
—Entonces haré una lista con los gustos. Pediremos ejemplares champagne, bayones, ruanos, tobianos. Una magnífica variación. Tengo que concentrarme en el pedido. El Batallón es exigente, todos se han vuelto quisquillosos con los pedidos.
—De acuerdo, concéntrese, tómese el tiempo que necesite. Cuando tenga el pedido lo entrega donde ya sabe. Mi secretaria se ocupará de todo.
—¿Plazo?
—¿Plazo de entrega? El de siempre. 24 o 48 horas, depende el lugar. 72 horas si el pedido menciona especímenes raros.
—No me refiero al plazo de entrega, sino a plazos para efectuar el pago. Pido financiación. Un cliente de mi calidad debería merecer alguna financiación.
Miguel Villegaignon lanzó una sonora carcajada.
—¿Otra vez con esa pavada?
—Debo regatear, es mi obligación. Está en mis genes.
—En los míos la avaricia. Al contado, como es costumbre. Al contado. Dólares, euros u oro.
—¿Libras esterlinas?
—Si Shylock autoriza, seguro. Los ingleses siempre son bienvenidos. Nadie como ellos para elegir carne de primera.
—La comida de los ingleses es, como su aspecto, insoportable. Los ingleses tienen un gusto de mierda. Comen médula frita y toman cerveza caliente. Espantoso.
—No es tan así, sé de qué le hablo.
—Será en euros, billetes de 500. ¿Está bien?
—Está muy bien.
—Muy púrpura y Kalina. Arquitectura moderna para un histórico Batallón, Miguel Villegaignon.
—Jeffrey, como es habitual, los álbumes están a su disposición. Tómese su tiempo para elegir. Hay muy buenos ejemplares. Lo puedo asegurar, revisé personalmente las últimas capturas. Disfrute al ver nuestra renovada oferta.
—Siempre disfruto, de principio al fin. Siempre disfruto. Miguel Villegaignon, alguna vez debería dispensarnos con su visita a nuestras competencias.
—Eso jamás ocurrirá, lo prohíbe el reglamento interno. Soy muy respetuoso de los reglamentos, por formación, ¿me comprende?
—Qué pena. Siento curiosidad por usted. Mucha curiosidad. Baudelaire, supongo que sabe de quién le hablo, dijo que el resorte principal del genio es la curiosidad. ¿Soy yo un genio? Claro que no. Pero soy un ser muy, pero muy curioso. La curiosidad me ha llevado por este camino en el que me he cruzado con usted y su organización. Ahora bien, una gran compra, si no recuerdo mal, debe ser entregada bajo su supervisión directa. Entrega de la mercadería bajo su control y responsabilidad. Eso lo colocaría en las proximidades de mi competencia. No será lo que pienso en cuanto a su participación en mis eventos, pero con su presencia aún lejos, estará algo más cerca de satisfacer mi curiosidad. Su presencia siempre me resulta inquietante. Usted es un hombre inquietante. Villegaignon prefirió ignorar el comentrario; se despidió sin disimular un rictus que descubría el blanco reluciente de su magnífica dentadura.

En efecto, una gran compra exigía la supervisión directa de Sigale. A donde iba la carga, él debía hacerse presente y resolver cualquier inconveniente que se presentara. A veces la mercadería descubría su destino e intentaba sublevarse. Esas ejecuciones solo las podía realizar Sigale. Debía abandonar la caracterización de un hábil y agradable gerente llamado Miguel Villegaignon, y retomar su condición de cruel asesino. Eso no le generaba ningún sentimiento; los negocios son negocios y en ellos no cave sentimiento alguno, solo el de la poderosa necesidad de sobrevivir a todo. Por otra parte, él no tenía carecía de piedad, solo se preocupaba por sí mismo y el abundante dinero que ganaba por la gran transacción.

En efecto, una gran compra exigía cuando su traslado, la supervisión directa de Sigale. A donde iba la carga, él debía hacerse presente y resolver cualquier inconveniente que se presentara. A veces la mercadería descubría su destino e intentaba resistirse. Escasa violencia de la que disponían. Un instrumento lábil para seres que habían sido consumidos horas antes con abundantes promesas y narcóticos suministrados sin excesos. Cuando la rebelión surgía, la respuesta hasta podía ser la ejecución, y esas ejecuciones solo las podía realizar Sigale, ningún otro. Si él decidía eliminar a un espécimen, sus buenas razones debía tener, así razonaban los supremos de El Sindicato, y su palabra nunca era puesta en duda. Solo imaginar la pérdida de dinero que eso implicaba, impedía considerar que Sigale incurriera en innecesarios excesos. Él era muy cuidadoso con la mercadería.
En esas circunstancias, debía abandonar la caracterización del hábil y agradable gerente que usaba el nombre de Miguel Villegaignon, y retomar su condición de cruel y eficaz asesino. Matar, se sabe, no le generaba ninguna pena; no conocía la vacilación. Los negocios son negocios y en ellos hay lugar solo para un sentimiento legítimo, el de la poderosa necesidad de enriquecerse a como dé lugar, y a veces, dependiendo de las circunstancias, la lucha por sobrevivir ante cualquier adversidad. Carecía de piedad; un acto piadoso hubiese sido absolutamente reprochable en aquellos dominios de la carne humana.
Jeffrey se presentó en la oficina de la secretaria de Villegaignon/Sigale sin siquiera anunciarse. Ella se puso de pie y lo saludó con amabilidad. Lo invitó a acomodarse en un sillón que estaba a la derecha de su escritorio. Jeffrey rechazó la sugerencia y decidió permanecer de pie, frente a la mujer, observándola sin quitarle la vista de encima. Ella, en cambio, mantuvo su mirada lejos de la de él.
Cuando Jeffrey entregó su pedido, la mujer no pudo menos que sorprenderse. No había visto una demanda tan grande y tan variada en los años que llevaba trabajando al servicio de El Sindicato, en su división más clandestina, la Fetichista.
Jeffrey, al entregarle el inventario de su compra, rozó deliberadamente la suave piel de la mano de la mujer. Tal vez ese simple roce lo excitó, o tan solo lo hizo para captar la eléctrica respuesta de la piel al contacto.
La mujer era joven y bella, de figura esbelta; vestía con discreción. A Sigale/ Villegaignon no le gustaba que sus empleadas se exhibieran, para eso estaban los especímenes que se ponían a la venta. Jeffrey la observaba con lascivia, pero sin lograr inquietarla; ella, en cambio, continuó sin mirar a los ojos del degenerado.
Era una mujer que no sabía perder la calma, una experta tiradora, y por eso ocupaba el cargo de colaboradora principal del máximo jefe. Sigale la escogió porque descubrió en ella una capacidad similar a la suya de matar sin vacilar. Podía asesinar a quien se le ordenaba, con la misma naturalidad con la que sonreía a un cliente. En un cajón de su escritorio guardaba una Glock 21 .45 ACP generación 4, un arma que prefería a otras.
Sigale había aprendido que a los clientes de la División Fetichista les gustaba percibir una actitud sumisa de parte de cualquier mujer. Así que impuso como regla no observar a los ojos a ningún cliente, porque podía entenderse como un desafío, y si había algo que se debía evitar era confrontar a cualquiera de ellos.
Cómo la mujer evitaba mirar a los ojos a Jeffrey era evidente. A Jeffrey, ese comportamiento le producía un sentimiento doble. Por un lado, satisfacción por la actitud de sumisión, aunque era evidente que se trataba de un comportamiento algo teatral. Por otro, fastidio, porque deseaba meterse a través de los ojos hasta el cerebro de la mujer para descubrir sus íntimos gustos.
Jeffrey partía de una proposición indiscutible, nadie que trabajase en esa División podía estar al margen de un profundo degeneramiento. El comercio de la carne humana se basa en una condición inalterable, la inmoralidad como regla general. Mujeres, hombres, niñas, niños, eran traficados sin suscitar el menor sentimiento de piedad. Eran tan solo mercancías, como una fruta, como un zapato. O menos que eso. Una fruta se come, se digiere, se aprovechan sus vitaminas y, luego se deshecha lo que es inútil. Un zapato se lo luce, se lo lustra, se lo exhibe y se lo descarta pasado cierto tiempo pero no se lo destruye. La mercadería que traficaba la División Fetichista era descartable, se usaba una vez y se descartaba. Quien trabajara en aquel antro, tenía que ser por necesidad un inmoral. Por eso Jeffrey consideraba que todos esos corrompidos eran susceptibles de ser reclutados para sus bacanales. Y la secretaria de Villegaignon podía hasta resultar una adquisición digna, una incógnita sensual.
En el caso de Jeffrey, no mirarlo directo a los ojos no solo respondía al cumplimiento de una orden dictada por la superioridad. Ella dudaba de qué vería en el fondo de la mirada del hombre. Suponía que hasta podía llegar a verse ella misma, en medio de una bacanal en la que una decena de depravados devoraba partes de su cuerpo, estando aún con vida, empezando por sus labios, siguiendo con sus párpados, sus orejas, sus dedos, sus pezones. La visión no la espantaba, pero tenía la fuerza suficiente como para desechar la tentación de verla.
Luego de repasar varias veces la orden de compra, sonrió procurando parecer sincera y agradable. Habló con voz serena y cadenciosa.
—Debo informar a mi jefe de este pedido. ¿Usted lo va a abonar ahora mismo o lo hará luego de firmar los documentos correspondientes a su compra?
—Apenas el señor Villegaignon, autorice la compra, realizaré la transferencia a la cuenta que me indique.
—De acuerdo señor. Voy donde el señor Villegaignon para que él dé curso a su pedido.
La muchacha dejó su silla con la intención de dirigirse a la oficina que ocupaba Sigale. Pero al pasar al lado de Jeffrey, que permaneció de pie todo el tiempo, la tomó de un brazo. Ella no se sobresaltó, pero adquirió una actitud severa.
—Señor, no nos está permitido tener contacto con los clientes, usted me compromete. –Jeffrey la soltó de inmediato.
—¡Ah! ¡El reglamento! –Exclamó–. ¡El bendito reglamento!
—Así es. Usted lo conoce tanto como yo.
Jeffrey bufó asintiendo.
—Dígame mujer, cuál es su nombre, cómo se llama en la vida real, no aquí, donde nada es real.
—No puedo revelar mi nombre.
—De acuerdo, pero de algún modo la llaman aquí. ¿Sor Teresa? ¿69? ¿Candidiasis?
—Uso un nombre que me fue impuesto por mis superiores.
—¿Cuál?
—Muna.
—Muna. –Jeffrey trató de encontrar la etimología del nombre–. Raro, nuca lo había oído.
—¿Aquí no es todo raro? Lo dijo usted, aquí nada es real.
—¿Raro? ¿Aquí todo es raro? No lo creo. ¿Usted me considera raro?
—No señor.
—Entonces ¿por qué no me mira a los ojos?
—Es una señal de respeto.
—Usted no me respeta. Respeto es algo que no nace de un reglamento. Usted quiere convencerme de que solo cumple con el reglamento.
—Respetar las reglas es una buena forma de llevar la vida.
—Interesante. Pero yo rompo las reglas de manera consecuente y disfruto la vida. También podría hacer que usted la disfrute como nunca.
—No estoy para considerar el comportamiento de nuestros clientes, tampoco para compartir sus vivencias. Solo estoy para atender sus trámites.
—Estamos aquí, conversando apaciblemente, pero usted no se atreve a mirar directo a mis ojos. Observa el piso como si ahí pudiera haber algo excitante. Eso ya no es un comportamiento que yo pueda atribuir a una impostada sumisión. Creo que usted no me mira fijamente, porque teme ver qué hay en el fondo de mis ojos.
—Solo vería su pupila.
—Si hubiera dicho su “pupila empapada en la hiel”, me habría visto obligada a aplaudirla. La poesía es un arte insuperable. –La mujer no comprendió de qué hablaba Jeffrey, quien captó que la ella no sabía quién era Baudelaire.
—Charles Baudelaire. ¿Conoce a Baudelaire?
—No señor.
—Cuando enfrente a Villegaignon, dígale de mi parte que Baudelaire aparecerá en su vida, pero que él tardará en comprender el mensaje. Las flores del mal llegarán a él sin que nada pueda hacer para torcer el destino. Precaverse de Baudelaire será de gran inteligencia, aunque la soberbia, creo, no le permitirá ser prudente. Una flor en cada mano, será suficiente para echar toda su vida a perder.
—Le transmitiré su mensaje. ¿Puedo retirarme, señor?
—Usted es la dulzura que fascina y el placer que mata. Vaya con su jefe y dígame la cuenta a la que debo transferir esa modesta suma de dinero. Estoy hambriento y necesito calmar mi hambre.
La secretaria abandonó la oficina en busca de Villegaignon. Cuando estuvo con su jefe, no le habló del tal “Bodeler” como le recomendó Jeffrey, le pareció una tontería de un pervertido que solo buscaba burlarse de ella.

¿Jeffrey descubriría que el nombre Muna fue el de una subordinada que el propio Sigale hizo asesinar? ¿Qué de esa mujer solo Sigale sabía su verdadera identidad? No hay modo de saberlo. Tampoco si eso interesó al pervertido. Pero al jefe le pareció una salida inteligente haber invocado el nombre de Muna para responder la pregunta de Jeffrey. ¿La mujer sabría el destino de la verdadera Muna? De conocerlo, ¿se habría atrevido a usarlo? Tampoco hay modo de saberlo.
Estaba resuelta a hacer un comentario sobre Jeffrey a su jefe; dejó pasar un par de minutos, tal vez menos, tomó aire, ganó confianza y se decidió a hablar.
—Con todo respeto, señor, quisiera hacerle una observación. –Así se dirigió Muna a Villegaignon, al tiempo que dejaba en sus manos la lista con la descripción de la mercadería que Jeffrey había escogido.
—Dígame.
—No confíe en ese hombre.
—¿Por qué lo dice?
—No es de fiar.
—¿Sexto sentido?
—No podría explicarlo racionalmente.
—Entonces no me sirve su advertencia. No presto atención a los presentimientos.
—Lo siento, señor.
—Si reúne evidencia, entonces hablaremos del tema. Hasta entonces, olvídelo.
—Sí, señor.
Villegaignon leyó la larga lista escrita por Jeffrey. También se sorprendió por el numeroso pedido que hacía en esa oportunidad. No dudó que se trataba de una gran orgía. Tal vez el Batallón en pleno. Sobre el margen izquierdo, Jeffrey escribió la fecha de la “competencia”. Villegaignon sabía qué implicaba esa palabra. Cazador y presa. Tenía tiempo para trasladar la mercancía. Cuando la demanda es grande, la logística es relevante. No se puede llevar un cargamento de personas como si fuera un camión de ganado. Hay que ser discreto, se necesitan muchos autos de lujo para los traslados a los que los especímenes deben ir dispuestos. Era el momento de las promesas de buenas retribuciones, enriquecimiento generoso, fácil y hasta agradable. Había quien creían y había quienes no, pero nos sospechaban ni por asomo la verdad de su destino. Esa entrega sería de jóvenes mujeres, todas púberes, blancas y, en proporciones correctas, de cabellos rubios, castaños o negros. Era una compra más que millonaria.
De una gaveta Villegaignon tomó una tarjeta del tamaño de una de crédito. En ella estaba impreso el número de cuenta a la que Jeffrey debía girar el total del dinero. Cuando él recibiese el conforme de Tesorería, habilitaría la selección de los especímenes y comenzaría la cacería. No llevaba demasiado tiempo completar el pedido. La selección había sido hecha con alguna antelación. Los recolectores trabajan diariamente seleccionando posibles víctimas. Luego intervenían los captadores, hábiles embaucadores, cínicos y hermosos que convencían a los elegidos para que aceptaran participar de maravillosos eventos, como los describían. Cuanto más jóvenes, más incautos. Aventura, glamour, famosos, ropa cara, champán, lujos. Aunque más no fuera una vez, valía la pena probar. Si los recolectores no completaban el pedido, intervenían los cazadores, esos no fallaban nunca.
La falsa Muna abandonó la oficina de su jefe para dirigirse donde Jeffrey. Mientras caminaba en esa dirección y sin apurar el paso, volvió sobre la desconfianza que le provocaba ese cliente no para con ella, sino para con su jefe. Pero él había desechado su advertencia. Solo volvería sobre el tema si reunía evidencia contra el cliente. ¿Evidencia? No había forma de obtener alguna tratándose de ese hombre que se hacía llamar Pelópidas. ¡Ridículo! Pelópidas de papel maché. ¿Acaso iría ella a alguna de sus mansiones, en especial a donde sabía se realizaban las orgías? Jamás. No solo porque le estaba expresamente prohibido, sino porque sabía que de entrar en alguna de ellas, no saldría con vida.
Estaba convencida de que sería el plato principal de un menú caníbal. Hasta podía sentir las mordidas en su cuerpo vivo. En los labios, arrancados de a pequeños pedazos para alargar todo lo posible el suplicio. En la nariz, en los párpados; los dedos de las manos y de los pies comidos falange a falange; los pezones mordisqueados hasta volverlos una pulpa roja, y por último la vulva, hasta deshacerla en hebras. Era capaz de sentir cada dentellada. La muerte surgiendo de una boca nefasta. Era una sensación imposible de soportar, estremecedora. Sabía controlar esas sensaciones, pero no podía ignorarlas. Jeffrey era un experto anatomista, había dedicado largas jornadas al estudio de la anatomía humana. Conocía cada músculo, cada nervio, y practicaba cada dolor posible sin otro instrumento que su magnífica dentadura. Nada de escalpelos, ganchos, sacabocados, sierras. Solo su dentadura. Siendo un setentón, sus dientes eran firmes, blancos y filosos.
Suponía que esa escena de un ritual antropofágico estaba acantilada en el fondo de la mirada de Jeffrey, esperando su oportunidad de emerger, el instante fascinante en que por fin podía salir a la luz y tomar dimensión humana.
El sueño se volvería carne, sería como regresar al momento supremo en que Dios arranca una costilla a Adán para crear con ella a la mujer. De ese brutal acto divino, del morboso dolor de un hueso partido por una mano divina, la Biblia asegura que surgió una nueva vida. De sus actos brutales, para Jeffrey, la vida alcanzaba una dimensión extraordinaria, como la mano de Dios arrancando la costilla de Adán. El momento ansiado en que tendría la secretaria de un jefe al que detestaba desde el primer momento que lo conoció, descubriría una verdad extraordinaria, un suceso impensado y que llenaría de conformidad a todos los supremos de El Sindicato.

Jeffrey recibió de manos de la secretaria de Villegaignon/Sigale la tarjeta con las indicaciones para girar la cuantiosa suma por su adquisición. Hizo la transacción en cuestión de segundos. Como era habitual, sin la menor expresión en su rostro.
Ella se preguntaba si ese mismo rostro inmutable, ese rostro que carecía de humanidad, sería el mismo cuando devoraba a sus víctimas. No era un rostro que infundiera temor; por el contrario, hasta parecía indiferente, como si en realidad semejante compra de seres humanos no significa nada para él. Un rostro sin espiritualidad. Podía sospecharse que no estaba compuesto de músculos, nervios, venas, arterias, sino de una pasta de restos humanos conservados en remotos escondrijos helados, donde reinan caníbales que copulan con enormes ratas y que mastican la carne hasta transformarla en un ungüento dúctil.
Estaba a no más de un metro de Jeffrey sintiendo su peculiar olor, tal vez producto de su sudor. Imaginó que le reclamaría que lo mirara a los ojos. Aunque fuera exigente, aunque le diera esa orden, no lo haría. Estaba decidido. Después de todo no era su jefe. Le diría “no”. Una negativa enérgica pero respetuosa. Sin embargo, Jeffrey no volvió a hablar de miradas. Le devolvió la tarjeta que la mujer rechazó, “puede quedársela, esa transacción es suya”. Ahí acabó el diálogo.
Cuando Jeffrey estaba por marcharse, le había dado ya la espalda, volteó y sonriendo le echó una última mirada a Muna. La sorprendió y, tal vez por primera vez, no lo podía recordar, pudo posar su mirada en la de ella, quien en un acto casi reflejo bajó la cabeza para evitarlo. Un leve temblor recorrió el cuerpo de la mujer. Él lo percibió al instante y sintió una emoción inédita. Muna esperaba que él comentara sobre el incidente, sin embargo, Jeffrey prefirió quedarse con la sensación sin agregar palabras que resultarían innecesarias.
Con voz agradable preguntó:
—¿Me puede sugerir dónde comprar las mejores trufasde Perigor y el mejor champán francés? –La pregunta de Jeffrey fue inesperada. La División no se dedicaba a la gastronomía.
—Nuestra business line no es la gastronomía.
—Lo entiendo, incluso en inglés. Se trata de un pedido muy especial. Un pedido personal.
—Debo consultar al señor Villegaignon.
—Hágalo. Le ruego que lo haga.
—Sí, señor. Lo haré, delo por hecho. Puedo saber cantidades.
—Muchas, grandes cantidades.
—¿Podría ser más preciso?
—Sí. No ahora. Mañana.
—Perfecto. Espero su mensaje mañana.
—Gracias. No sabe cuánto significa para mí. Y cuánto significará para ustedes.
Jeffrey se encaminó hacia la salida, se detuvo, volteó y volvió a observar a la mujer con detenimiento.
—Recuerde lo que le voy a decir, usted acabará por mirar a mis ojos y lo que va a ver en ellos le gustará. Adiós, Muna, si es que se llama Muna.

Para la división Fetichista no había mañanas. Ni el sol más potente les indicaba que había llegado un nuevo día. Les era indiferente, o al menos eso hacían creer. Mañanas, tardes, noches transcurrían en silencio, obedeciendo la orden que fuera. Obedecer, por otra parte, era la manera de sobrevivir. De todos modos nadie podía sentirse a salvo. Nadie lo estaba.
El Tiempo era un único momento, subsumido en un fango en el que se mezclaba la tierra y la sangre, la espera y la desesperanza. Una amalgama increíble que superaba todas las contingencias y disolvía todas las dudas. Ese almizcle era la ambrosía de la que se alimentaban hombres como Sigale o Villegaignon, como se lo conociera en uno u otro lugar. Era el alimento vital, pero que, al mismo tiempo, les vacía con minuciosidad el alma de toda humanidad.
A pesar de la cercanía del edificio donde operaba la división a la orilla del río, para los subordinados, aquello era un desierto devorado por calores eternos nacido en el principio de los siglos, cuando el sol se encendió en un fuego poderoso. Nunca, nadie, dejó el edificio con vida. Sabiendo el destino, no se pensaba en huir, sino en permanecer. Se podía morir de hambre, de sed, de calor, de frío, pero no huir. Huir era una posibilidad excluida de la mente de los empleados. Se prefería una muerte cualquiera, incluso la más horrible, a quedar a merced de hombres como Jeffrey, quien, como nadie, infundía un temor singular. La solo posibilidad los hacía estremecerse, y pasaban a considerar que buena vida y qué mejor muerte podía tocarles, siempre y cuando esa clase de individuos estuviera fuera de su destino.
Muna, la falsa Muna, era quien más consideraba ese asunto con profunda amargura. La advertencia final, “usted acabará por mirar a mis ojos y lo que va a ver en ellos le gustará”, la dejó perpleja. Mujer que conocía ese mercado mejor que su propia historia, sabía, a ciencia cierta, que esas últimas palabras de Jeffrey expresaban el deseo de que ella accediera a lo más hondo de su alma y, que al sumergirse en esas profundidades, se sintiera reconfortada, gozando con plenitud aunque lo que viera podía resultar horripilante.
Sin seguridad alguna sobre su destino, lo había decidido, antes de ser entregada a Jeffrey, se suicidaría. En las oportunidades en que soñó las orgías de Jeffrey/ Pelópidas y su batallón de degenerados, al despertar, se entregó a un cruel insomnio, a pesar de que ese estado no aliviaba ni un poco su angustia. Si Villegaignon la vendía, como vendía a decenas de personas, su suerte estaba echada. Así que siempre estaba atenta a cada gesto de su jefe, a cómo la miraba, le hablaba o le ordenaba, procurando, a través de esa observación, conocer el momento en que debía quitarse la vida. Siendo una experta tiradora, poseyendo una poderosa arma que no vacilaría usar llegado el caso, nunca se propuso asesinar a su jefe. No sería ese el remedio. Sabía que otro jefe igual o peor que Sigale, llegaría para entregarla a Jeffrey o a otro degenerado. No tenía escapatoria más que el suicidio. Morir por propia mano hasta podría ser un acto de suprema liberación.
Imaginaba cómo podían ocurrir los hechos. Villegaignon la convocaría para encomendarle una tarea. Ella, como corresponde, acudiría al llamado sin dilación. Entraría en el despacho de su jefe. Una penumbra extraña la recibiría. En esa penumbra una figura desnuda, pero sin rostro, con dos lirios amarillos en la cuenca de los ojos, la observaría a través de las flores sin revelar sus reales intenciones. Por momentos, podía ver sus pulmones llenarse de un aire negro, su rudo corazón latir de rojo. Inmóvil, sin abandonar la densa penumbra, después de un tiempo imposible de medir, la figura sin rostro desaparecía, dejando en su lugar el enigma de una ciénaga que se escurría en dirección a Villegaignon, quien, todo ese tiempo, pareció no ver nada de lo que ocurría a su alrededor. Luego, todo se esfumaba y desaparecía. Ella estaba viva, intacta, lo que le provocaba una angustia mayor, pues así no sabría cuál sería el momento oportuno para hundir su filoso y pequeño puñal en la arteria femoral para morir rápidamente desangrada. Esa duda ardía en su interior más que el sol ancestral encendido en un fuego eterno.

Villegaignon perdió la cuenta de las veces que Jeffrey lo invitó a sus orgías. También las que rechazó la oferta con el argumento de que el reglamento no se lo permitía. Jeffrey reía cada vez que oía esa respuesta. Y en cada oportunidad que eso ocurría, acababa por recordarle que siempre estarían a su disposición sus mansiones. La que eligiese, la que más le gustase, para vacacionar, para descansar. Pagaría de ese modo los tantos servicios en que en todo ese tiempo Villegaignon le había prestado con tanta diligencia. Nadie había comprendido mejor que él sus preferencias y necesidades.
En el lugar que eligiese podría pasar sus días plácidamente, ser atendido como un gran señor, cuidado con celo por expertos, alimentado con las mejores trufas de Perigor y el mejor champán francés. Y si ya se había liberado de “el reglamento”, hasta podría disfrutar de un evento único en el mundo, los combates de El Batallón Sagrado de Tebas, con su comandante Jeffrey/ Pelópidas dirigiendo la refriega. Para esa ocasión, el encargo de Jeffrey a la División sería extraordinario, una cantidad y calidad de especímenes nunca antes encargada. Mujeres y varones jóvenes, niñas y niños, la mejor mercadería al precio que fuese. Nada importaría, Villegaignon, según Jeffrey, se lo merecía.
Sigale siempre desconfió de la oferta, pero no le dio mayor importancia. La jactancia era un rasgo de la personalidad de su cliente. Tan fanfarrón como degenerado. Él no precisaba de esos halagos, le bastaba que su cliente gastase enormes cifras en sus compras porque él recibía por ello jugosas comisiones.
Pero siempre que Jeffrey le hacía esa oferta, ponía como única exigencia que Villegaignon debía entregarle, por una vez, por una única vez, como recompensa a su fidelidad como cliente y generosidad con el jefe de la División, a la falsa Muna. Jeffrey juraba que no la violaría ni él ni ninguno de los integrantes del Batallón. No la mataría, no la devoraría. Ella saldría de ese encuentro con vida, incluso con una vida nueva y próspera, algo, que estaba completamente seguro, Muna no consideraba ni en sueños.
Solo deseaba que ella mirara el fondo de sus ojos y, cuando lo hiciera, descubriría un placer imposible de obtener en ninguna otra mirada. Se lo había dicho a la mujer mientras ella se negaba a observar el fondo de sus ojos. Le dijo “usted acabará por mirar a mis ojos y lo que va a ver en ellos le gustará”. Jeffrey deseaba intensamente que ese deseo se hiciese realidad, que ella dejara su mirada dentro de la de él, y disfrutara con plenitud lo que allí encontraría. Prometía un goce único, irrepetible, extraordinario. Un placer que solo se alcanza por la lujuria o por la venganza.
Villegaignon se negó a prometer algo que involucrara a su secretaria, pero, llegado el caso, no dudaría ni por un instante, si le resultaba conveniente, entregar a la mujer a ese pervertido. No creía para nada que ese evento cambiaría para bien la vida de la mujer. Con Jeffrey, Sigale no se permitía pensar en nada bueno para ninguna persona, menos para la deseada Muna.
Pero hasta podría llegar a pedir estar en el lugar y el momento en que Muna, la falsa Muna, debiera, obediente, mirar el fondo de los ojos de Jeffrey y encontrar allí lo que el hombre prometía le cambiaría la vida para siempre. ¿Ese suceso sería, como prometía Jeffrey, un deleite solo comparable a la lujuria extrema o a la venganza más cruel? No pasaría mucho tiempo en que esa pregunta sería respondida.

Pocos contratiempos tuvo la División Fetichista para completar la captura de los especímenes que Jeffrey solicitó para su bacanal. Algunos fue por encantamiento, otros por sometimiento. La lista se completó en tiempo y forma.
Acondicionarlos era una de las tareas de la falsa Muna. Baños, afeites, depilación, cortes innovadores de cabello que mejoraban el aspecto, maquillajes sin exagerar, perfumes con fragancias únicas y conmovedoras. El espécimen, cuando fuera visto por el cliente, debía producir un impacto irresistible que redundaba en su rápida aceptación por los pervertidos. La aceptación cerraba el círculo de muerte.
Villegaignon le recordó a la mujer que de cada uno de los ejemplares comprados por Jeffrey debía quedar un trofeo. La División Fetichista conservaba de cada espécimen entregado a sus compradores un recordatorio, un despojo, que se conservaba en un lugar muy reservado, una especie de gran museo del comercio de carne humana que El Sindicato, a través de su División, realizaba desde hace ya varias décadas. La orden, en esta oportunidad, tenía un inconveniente. No se podía dañar a las condenadas, debían ser entregadas en perfectas condiciones, sin golpes, sin lastimaduras, sin el menor raspón, porque de ser así, Jeffrey rechazaría la mercadería y tendría derecho a recuperar su dinero más otra suma igual por incumplimiento de contrato. La falsa Muna sabía que en esas oportunidades, conservar los cabellos y el vello público de cada víctima era lo único que podía obtener. Tal vez algún fragmento de uña podía completar la recolección, pero no había mucho más que obtener de las víctimas. No habría piel, ni trozos de carne o huesos, tampoco órganos (los sexuales eran los más preferidos), para el museo de la organización. Todo eso se lograba en circunstancias especiales, acordadas con el cliente, que era quien, al fin del crimen, entregaba de manera ordenada, rotulada y conservada en formol (así era el rito), cada porción de piel, carne, hueso, o de un órgano que el victimario había decidido extirpar. Muna también sabía que los trofeos eran más que apreciados por los supremos, quienes organizaban un tour con cierta regularidad para apreciar como en su museo aumentaban las piezas recolectadas, algo que les indicaba lo bien que marchaba el negocio de la carne humana, fuente de enormes riquezas.
Cuando la mujer realizaba la recolección de fetiches, imaginaba hacerlo con el cuerpo de su jefe. Era un pensamiento muy íntimo, jamás había dejado transmitir ese deseo. No lo había compartido con nadie. Podía imaginarlo. Villegaignon/Sigale reducido en un cubículo hermético, del que no podía escapar. No tenía puerta, ni aberturas por donde llegara aire. Cómo había entrado a ese receptáculo, ella no lo podía explicar, tampoco le interesaba. Y cómo sobrevivía sin que el aire entrara allí, menos aún. Sospechaba que una sustancia oscura, una poción mágica, lo mantenía con vida.
Allí estaba, desnudo, reducido a un ovillo humano, en silencio, con la mirada perdida, balbuceando en un idioma que no conocía. Una voz humana, que la falsa Muna no podía identificar, le preguntaba qué souvenir desearía conservar del prisionero. Ella dudaba. ¿Los ojos con los que la miraba hasta meterse en la médula de sus huesos? ¿La lengua con la que modulaba los insultos que profería y las órdenes más aberrantes? ¿Los pabellones de sus orejas, en donde morían sus palabras cuando se atrevía a pronunciarlas? ¿Las manos con las que había asesinado a innumerables desgraciados? ¿Su sexo? Su sexo, no. No pensaba en ello, nunca. No obtenía consuelo imaginando extirpar su pene o sus testículos. No se trataba de castrarlo para volverlo un ridículo eunuco al que luego se lo dejaba con vida para exhibirlo como una rareza de circo dentro de un cubículo del que no podía escapar. Villegaignon era, para la falsa Muna, un ser asexuado. Ni hombre, ni mujer, ni andrógino. Un ente. Un engendro singular que le causaba una profunda repugnancia. Alguien que se autofecundaba para garantizar la continuidad de los de su especie y perpetuar la maldad. No deseaba de él ningún recuerdo. Deseaba, sí, una amnesia perpetua. Pérdida total de la memoria, volverse una mujer sin pasado y así expulsar para siempre a los fantasmas que la acosaban sin cesar. 

Villegaignon revisó los fetiches uno por uno. ¿Podía errar la falsa Muna en la tarea? Ella no se permitía un error en esa selección. Aprendió a ser tan meticulosa como su jefe. Trataba de evitar reprimendas o castigos. Ese trabajo la ponía en una tensión a veces insoportable, pero con el tiempo, hasta lo insoportable se puede volver liviano.
Sigale comprobó que todo estaba en orden, cada souvenir en el estuche que le correspondía, en su tapa grabado el código asignado previamente, solo él conocía qué significaba cada número y letra estampados. La falsa Muna nunca intentó descifrar el encriptado. Con el tiempo, aprendió a no inmiscuirse jamás en lo que no le correspondía. Auto preservación. Por otra parte, ¿qué más daba saber si el número uno, cinco o diez, equivalía a un nombre, una fecha, una sepultura? Ninguna de las víctimas saldría con vida de la bacanal; suerte la suya que, estando a merced del monstruo, aún seguía con vida y, hasta ese momento, no había sufrido tormentos graves.
Cuando Sigale comprobó que la recolección de fetiches estaba completa y cada uno en su respectivo estuche, autorizó comenzar con el envío de la mercadería. Un simple ademán fue suficiente para que la secretaria transmitiera la orden de comenzar los traslados. Él mismo se encargaría de la primera entrega y supervisaría las siguientes, como era su obligación dado el alto valor de la mercadería.
El viaje a la localidad donde Jeffrey tenía su mansión ocupaba varias horas. La entrega total llevaría dos días. Se realizaba en automóviles de alta gama. Choferes experimentados, custodios discretos. Nadie interrumpiría el viaje. Los vínculos de El Sindicato y el Estado eran lo suficientemente sólidos como para que ningún burócrata se cruzara en el camino de Sigale.
Si todos llevamos dentro un monstruo, adecuadamente sobornado, ese engendro disfrutará haciendo la vista gorda a cualquier inmundicia. No importa la sospecha de un crimen futuro ni el grado de maldad que ese crimen sugiere, lo que importa es la suma de dinero que hace que lo que se ve no sea repugnante, sino bello y reconfortante. Solo el dinero hace germinar el crimen como una flor hermosa.
El primer lote llegó cuando la tarde se deshacía en una madeja tibia de nubes anaranjadas. Jeffrey recibió exultante a Sigale. La bienvenida le resultó exagerada. Lo notó demasiado ansioso, muy excitado. Vestía ropa blanca y sus zapatos también eran blancos. Una luz de tono verde jade lo seguía a todos lados. Sigale no podía descubrir de dónde llegaba esa luz que le daba a Jeffrey una misteriosa tonalidad verde muy delicada.
El comprador ni siquiera reparó en las víctimas. Para él no eran más que un par de zapatos, una calabaza, una cuchilla nueva. Todas fueron llevadas a la mansión guiadas por algunos de los integrantes del batallón elegidos por el propio Jeffrey, y luego alojadas en los cuartos que ocuparían hasta el día de la orgía.
Jeffrey deseaba hablar con Villegaignon. No disimulaba su deseo de entablar una conversación de inmediato, evitando revisar a las condenadas con el único propósito de no distraerse de lo que quería decirle al mercader de la muerte.
—Esta será una gran celebración. Muy grande. Se la debo a usted, a su gente, a su organización. Permítame transmitirle la gratitud de todos los comensales y, desde ya, la mía. Lamento que su reglamento no le permita disfrutar de mi hospitalidad, no sabe cuánto lo desearía.
—Mientras usted disfrute, El Sindicato, la División y yo nos sentiremos más que recompensados.
—No sirve para adular, Villegaignon, no le queda. Usted no puede ser un adulador.
Sigale apenas esbozó una sonrisa. Alzó la vista y miró al cielo por unos segundos. Trato de decir algo para no responder a esa afirmación.
—Este cielo es muy diferente al de la ciudad.
El rostro de Jeffrey adquirió una expresión inusitada. La luz verde jade fue más intensa sobre su rostro. Estaba admirado del comentario.
—¿Lo notó? ¿Usted admira la belleza de este cielo? Hubiera jurado que era incapaz de apreciarlo.
—Prejuicios. Aunque asumo que no soy un romántico, puedo reconocer la diferencia entre este paisaje y el de la ciudad.
Jeffrey mantuvo su vista en el cielo por largo rato. Llenó sus pulmones con el aire tibio del atardecer entre las sierras.
—Cuando necesito algo de sosiego, suelo quedarme en aquella terraza —señaló un balcón-terraza que estaba sobre la entrada principal—, a observar el cielo. Suele ocurrir luego de mis festivales. Acabada la fiesta, entro en un estado depresivo, una especie de nostalgia, de angustia existencial. En un momento estaba lleno de amor, y al rato, vacío. El amor es efímero. El placer lo es también. Entonces necesito salir a esa terraza y mirar fijamente al cielo. No busco una respuesta a mis angustias, porque, además, no sería la que espero. Siento que el tiempo se detiene. Oigo mi corazón latir mansamente. Me relajo. Inhalo, exhalo. Inhalo, exhalo. Varias veces, lentamente. Mi corazón late cada vez más espaciado. Sístole, diástole. Sístole, diástole. Inhalo vida, exhalo muerte. Inhalo, exhalo. Vida, muerte. Sin vida no puede haber muerte, sin muerte no surgiría nueva vida. Pedagogía de la vida y la muerte. Dialéctica.
Pero ahora, en este instante, me siento en una condición extraña. Nunca antes me había sentido este estado de ánimo. ¿Será usted que lo inspira? ¿Será la emoción del próximo festival?
Sigale trató de mantenerse en silencio. Aquel discurso le pareció pura charlatanería. Desconfiaba de todo ese palabrerío, pero no llegaba a comprender qué estaba tramando Jeffrey.
—Lamento decepcionarlo. Puedo inspirar miedo u odio, pero no inspiro nada como lo que usted menciona.
Jeffrey volvió la vista a Sigale. Puso una mano sobre su hombro.
—Hoy no podrá decirme que no. Le exijo que visite la casa. Mi casa. Mi refugio. El antro que usted justifica con su mercadería.
—Faltan muchas entregas, Jeffrey. Mucho trabajo.
—Somos pacientes. Sabemos esperar. Las buenas cosechas llevan su tiempo. Un descanso en el trajín. Necesito que usted aprecie mi hogar, el que será suyo cuando usted lo disponga, ya se lo dije. Le reitero, si usted en alguna oportunidad desea alejarse de su ciudad, aborrecible ciudad, esperpento de esmog y cemento, aquí encontrará descanso, silencio, calma, paz, adoración, protección, todo lo que un hombre como usted, entregado a su trabajo con dedicación, puede necesitar al menos una vez en la vida.
No voy a pedirle, ni exigirle que admire la mansión. No busco su halago. Solo deseo fervientemente que compruebe por sí mismo cuánta dedicación he puesto en hacer de este lugar un santuario, un templo en el que se funden la adoración de la carne humana con los placeres más sofisticados. El hedonismo y el egoísmo aquí alcanzan una simbiosis que permite revelar la psicología de cada uno de nosotros en sus aspectos más intrínsecos. La sustancia del ser placentero. Buscamos la oscuridad del placer sin prejuicios, y obtenemos ese placer sustancial, y usted es el gran proveedor del instrumento que nos lo ofrenda, el cuerpo de otro o de otra. —Jeffrey se alzó de hombros—, usted me comprende.
—Debería ceder a su petición, pero hay muchas entregas que supervisar.
—No puede negarse. No lo haga. —Jeffrey sonó enérgico.
Resignado, Sigale debió aceptar el pedido. No pondría en riesgo la relación con uno de sus más acaudalados clientes.
—Lo que usted mande. Recorreré la mansión como me lo pide.
—En hora buena. 

Sigale soportó sin mayores preocupaciones el tour por la mansión. No lograba convencerse de cuál era el propósito real de Jeffrey con ese paseo, ¿mostrarle lujos que sabía que a él no le interesarían en lo más mínimo? Solo cuando llegaron al subsuelo, intuyó que ese lugar era el que su cliente quería que conociera.
El sótano estaba a mucha mayor profundidad de lo normal. Sigale calculó que la distancia entre el subsuelo y la superficie, unos diez o doce metros, tal vez hasta quince, era suficiente para ahogar cualquier alarido de las víctimas. Las paredes eran muy anchas, respondiendo a los parámetros de la vieja arquitectura, paredes de más de cincuenta centímetros de grosor. Sigale, a pesar de no ser un experto en construcción, sospechó que en su interior, en el punto medio entre un lado y el otro, una cámara de silencio con un aislante acústico poderoso no permitía entrar ni salir ningún sonido. Una perfecta cámara anecoica.
A la entrada del salón, en el frontispicio del subsuelo, estaba grabado el nombre Leuctra, en recuerdo de la crucial batalla que, en 371 antes de Cristo, el Batallón de Tebas libró contra los espartanos. Claro que ahí la contienda sería muy diferente. Por un lado, un batallón de degenerados y caníbales, del otro, una manada de muchachas que iban a la muerte, tal vez sin siquiera sospecharlo.
Se trataba de un espacio muy amplio, de unos treinta metros de lado, libre de todo mobiliario, salvo unas cámaras refrigeradoras. En medio del amplio espacio de ese subsuelo, había una hermosa jaula de dos metros por lado y de alto. Sus barrotes estaban trabajados artísticamente. Sin duda, un herrero de extraordinaria habilidad había producido esa mazmorra.
¿Era de oro —se preguntó para sí Villegaignon—, o era una visión producto de la suave y dorada iluminación? No se atrevió a preguntar. Tampoco era importante saber de qué metal estaba hecha la jaula donde, seguramente, mantendría a alguna de sus víctimas para su regocijo.
Jeffrey esperó algún comentario del visitante, pero Sigale parecía indiferente a lo que veía.
—¿Hermosa, verdad? —Jeffrey preguntó observando la jaula con devoción.
Sigale tardó en responder.
—Sí. —Fue el lacónico comentario del visitante.
Jeffrey no pudo disimilar su disgusto.
—¡Qué poco entusiasmo! Una jaula de oro y lo único que le provoca decir es un tímido “sí”.
—No sabría que más decir. Una jaula, un calabozo, es una jaula. De oro o de hierro. Para el prisionero, el metal con que esté hecha la jaula es indiferente, de ahí no podrá salir por más esfuerzos que haga.
—Es cierto, pero le aseguro que no es lo mismo ser recluido en una jaula con barrotes de oro que en una con barrotes de hierro. El oro da dignidad; ser recluido en una jaula de oro es signo de respeto, de admiración por el prisionero. El oro es inalterable. El oro disimula todas las aberraciones. En cambio el hierro se oxida. —A Sigale el comentario le pareció irrelevante, prefirió seguir en silencio.
—Debería leer la novela de Camilla Läckberg, una escritora sueca, que aprecio leer como aprecio leer a Mankell, también sueco. Vería lo importante que es una jaula de oro, o lo relevante que puede resultar en la vida de cualquier persona saber algo sobre un calabozo dorado, sobre todo, si hay reales posibilidades de huir de él.
—Estimado Jeffrey, nunca estaré en una prisión semejante. Eso nunca va a ocurrir. Además, si hay algo que no soy, es aficionado a la lectura. Menos de suecos.
—Supongamos, solo intentemos pensar una hipótesis, si usted se viera sometido a un largo cautiverio, encerrado en una jaula como esta, Dios no lo quiera, desde ya, una jaula en la que solo tendría libros a su alcance, ¿se volvería un lector apasionado?
—Eso nunca va a ocurrir, se lo aseguro.
—Conoce el refrán que dice: nunca digas de esta agua, no he de beber.
—Lo conozco, por supuesto. Pero jamás seré sometido a un largo cautiverio ni me volveré un apasionado lector. Lo mío es otra cosa, me comprende. Antes la muerte.
—Fíjese usted, estimado Villegaignon qué curiosa simetría. La novela “Una jaula de oro”, de la escritora que le acabo de mencionar, trata de una mujer, Faye, que vive aparentemente feliz junto a su marido y su hija. Los tres disfrutan de una vida de lujo. Tal vez no tuvieran tanto dinero como usted, supongo que lo tiene, luego de tantos años de trabajo al servicio de la División, cobrando jugosas comisiones por las compras de clientes como yo. Pero esa familia vivía con lujo su rutinaria vida.
Faye se da cuenta de que ha sido víctima de sus propias indecisiones. Su marido ya no se fija en ella. Hay muchas mujeres bellas en el mundo de los ricos, siempre dispuestas a ser lo que hiciere falta para enriquecerse, aquí o en Suecia.
Faye comprende que ha quedado atrapada en una jaula dorada, no como esa que ve ahí, una jaula invisible pero poderosa formada por la élite financiera de Estocolmo. Harta de no ser tenida en cuenta, de no ser amada y mucho menos deseada, decide vengarse.
—¿Vengarse?
—Del marido, de la elite financiera, del sistema que la somete. La venganza es una condición intrínseca que busca un pretexto para ser ejercida. La venganza de Faya es bella, bellísima, brutal y fascinante. De esa jaula de oro, Faye logra huir, pero de esta, como usted dice, no creo que haya alguien que lo logre. El oro es inalterable a las lágrimas.
—Aprecio su refinamiento. ¿En esa jaula también guarda su mercadería? —Jeffrey sonrió, pero no respondió la pregunta.
—Y esas heladeras dispuestas a la izquierda de la jaula, qué preservan.
—Champán Moët&Chandon y trufas de Perigor a temperatura adecuada. El mismo champán y trufas que encargué a través de su hermosa secretaria. No creo que lo recuerde, pero le ofrecí disfrutar de ellos en alguna otra oportunidad. El champán, las trufas y la venganza, son platos que se sirven fríos.
—Descartando la venganza, ¿eso comen y beben en sus fiestas?
—¡Por fin una curiosidad! ¡Qué considerado! No. Eso es solo para un exquisito plato de la alta cocina francesa, que también se sirve frío. Manjares que debería atreverse a probar. Pero a usted esas cosas de suecos y franceses no le importan, ¿verdad? Usted solo quiere money, money. En este amplio salón, frente a esta lujosa jaula con barrotes de oro, podríamos cantar junto “El dinero hace girar al mundo. Un marco, un yen, un dólar, una libra, es todo lo que hace girar al mundo». Al final, usted resultó un materialista.
Con cierta resignación y alzándose de hombros, Sigale respondió:
—Vendo carne humana, no puedo ser otra cosa que un maldito materialista.
—Y yo la compro, así que también soy un asqueroso materialista. El materialismo nos hermana, y la hermandad es hasta que la muerte nos separe.
—Espero no estar con usted en ese momento.
—Nunca digas nunca, no es sabio. Es mejor estar en manos de amigos cuando la muerte nos convoca que prisionero de tus enemigos. Se lo aseguro, Villegaignon, se lo aseguro. 

¿Amigos? Sigale no se consideraba amigo de Jeffrey, ni a este su amigo. Era un cliente, un degenerado que adquiría especímenes para sus sangrientas bacanales disfrazo de general tebano. Un excéntrico, rico y pervertido. ¿Qué le dejaba grandes suma de dinero? Era cierto. Pero eso no lo hacía su amigo. Villegaignon/Sigale no tenía amigos. No los precisaba. No los quería. Hasta los aborrecía. La amistad era una desviación en los sentimientos. Alguien como él hacía lo que debía sin tener en cuenta ninguna consideración. ¿Viejos pervertidos querían comprar una muchacha virgen para violarla hasta dejarla moribunda, descuartizarla y comerla en un banquete? Él se las conseguía. Eso era muy fácil, a veces demasiado fácil.
¿Eso lo hacía amigos de esos degenerados? Para nada. Era tan solo un negocio. Negocios son negocios. ¿No lo dicen así los ingleses? Business is business. Eso era todo.
Una transacción, carne por dinero. ¿Mucho dinero? Sí, lo que se desea tiene su valor. Una mercancía exótica merece un pago exorbitante. Nunca nadie se quejó por ello.
No era para cualquier millonario, sino solo para un selecto grupo de ricos y pervertidos. Él era una versión sudaca de Jeffrey Epstein. Pero entre él y Epstein la diferencia sustancial era la jerarquía de la clientela. Porque por más ricos que fueran los ricos que comerciaban con la División Fetichista, los que compraban la mercadería de Epstein eran no solo ricos, sino príncipes y presidentes de los más poderosos países de cada continente. ¿Envidia? Seguro. Cómo se podía comparar servir al príncipe de una casa real europea, al presidente de la principal superpotencia del mundo, con un vejestorio que se disfraza de general tebano y se hace llamar, en medio de la orgía, “general Pelópidas”. Una estupidez, una extravagancia ridícula.
No alcanzaría nunca la fortuna que acumuló Epstein, pero tampoco acabaría como él, asesinado en una celda de tres metros cuadrados, ahorcado con un pedazo de sábana roñosa para simular un suicidio. Conocía a la gente como Epstein, gente sin moral, sin sentimientos. Jamás se suicidaría, siempre especularía con un ardid para salirse con la suya. Si no lo salvara un príncipe, lo haría un presidente, o un expresidente, o su esposa, o sus hijos. Siempre habría alguien dispuesto a salvarlo siempre y cuando mantuviera bien cerrada la boca.
Para Villegaignon estaba claro que Epstein no supo mantener la boca cerrada y por ello lo mataron. Hay cosas de las que nunca, jamás, se debe hablar y tampoco crear la sospecha de que se está dispuesto a revelar algunos secretos inconfesables. Ese era el mejor salvoconducto. Discreción, pasar inadvertido, que nadie sepa tu identidad, eres una sombra, un ser aparentemente minúsculo, insignificante. Dedicación, mucho trabajo, esfuerzo permanente para garantizar que las cosas salgan como deben salir. Y absoluto silencio en reunión y en soledad. No hablar de más. No hablar, que ni tu voz se conozca. Las paredes oyen, él, mejor que nadie, lo sabía. Cortarse la lengua hasta podía ser una opción, como Luppi en “Un lugar en el mundo”.
¿Qué ocurriría si el común de las personas supiese de la División Fetichista, de su negocio, de hombres como Jeffrey, el patético falso general Pelópidas, de Villegaignon, quien en realidad era un alto funcionario policial de nombre Ramón Sigale? Un escándalo, un completo escándalo. Todo crimen anterior quedaría reducido al argumento liviano de una historieta. Lo suyo sí que era criminal, indefendible incluso por el abogado más corrupto, el ave negra más perverso que existiese en toda la tierra.

La entrega de ese gran pedido fue el último en el que participó la falsa Muna. Por el escándalo que hundió a Villegaignon/Sigale en el ostracismo, ella fue licenciada de sus funciones. Supo que su jefe estaba prófugo. No sabía qué creer. En cuánto a su destino, temió lo peor. No más responsabilidades. Le dijeron desde personal. Esa era una proposición de temer. ¿De qué viviría? Sin embargo, para su sorpresa, todos los meses, en una cuenta bancaria, en un paraíso fiscal, recibía su salario. Llamó a contaduría para preguntar por qué aún depositaban su sueldo si ella no estaba prestando ningún servicio a la División. “No es asunto nuestro”, fue todo lo que le respondieron. Cada vez que preguntó, del otro lado de la línea repetían, “no es asunto ni nuestro”. Si no era asunto de la División, ¿de quién era?
Luego de un la suma se hizo cada vez más abultada. Llamó a Contaduría para advertirles del error, pero le respondieron que no se trataba de ninguna equivocación, que ese dinero le pertenecía. No hubo más explicaciones. Tenía donde vivir, de la torre no podía salir, era alimentada como todos los demás empleados, y si deseaba algo en especial, los mensajeros se lo proveían. Estaba casi resignada que allí moriría, solo esperaba que no mediara brutalidad, ni la entregaran a ese degenerado de Jeffrey, quien le repetía en cada oportunidad que se le presentaba “usted es la dulzura que fascina y el placer por el que se mata”.
Pasó un buen tiempo hasta que fue convocada por un enviado de El Sindicato, quien pidió conocerla en persona.
La falsa Muna abandonó su habitación temerosa, sin poder controlar un temblor que recorría todo su cuerpo. Venciendo el pánico que la gobernaba, concurrió obediente y puntual.
El tipo, de aspecto muy desagradable, la observó largamente. La miró de frente, de perfil, de atrás. Percibió ese temblor que nacía de las células más íntimas de la mujer. Un miedo que hasta él podría haber palpado si hubiese deseado tocarla. Sintió placer en provocar esa reacción. Disfrutó por unos minutos de esa situación y luego le habló casi pegando su boca a su cara. Su aliento era repugnante. Una cloaca entre dientes y lengua.
—Así que usted es la famosa falsa Muna.
Debió responder “sí, señor”, pero no pudo articular palabra alguna.
El burócrata la miró a los ojos y con voz mucho más suave, le dijo “usted, falsa Muna, no tiene nada que temer”.
Debió decir:“¿por qué habría yo de temer?”, pero era mejor no abrir la boca.
Luego el burócrata abundo en explicaciones.
—Me enviaron los supremos. Usted sabe que los supremos no se dedican a cuestiones menores. Pero ocurre que usted está bajo la protección de un hombre muy, pero muy poderoso. Ninguno de nosotros le vamos a tocar ni un pelo. Créame. No niego que más de uno lo desearía, y no justamente su pelo, pero eso no ocurrirá. Ese hombre poderoso nos ha advertido que si a usted le pasa algo, un percance, un raspón en un tobillo, la rotura de una uña, la quebradura de una de sus pestañas, porque alguien se sobrepasa con usted, acabaría para siempre nuestra relación comercial. Y eso no es todo. Quien se atreva a cometer algún ultraje contra usted, será rápidamente ajusticiado. Le aseguro que no habla en vano. Los hombres poderosos nunca amenazan, solo ponen al corriente a los demás de lo que les puede ocurrir si no tienen en cuenta sus advertencias.
Para alivio de la falsa Muna, el hombre alejó su boca de su cara, y siguió hablando a una respetable distancia.
—Puedo asegurarle que nadie en esta organización es tan estúpido como para echar por la borda un negocio más que millonario. Negocios son negocios, usted lo sabe. No nos gusta defraudar a nuestros clientes. Es una ley no escrita, pero que rige todo este comercio. Satisfacción. Nuestras clientes solo quieren satisfacción. Máxima satisfacción debería ser nuestro lema. Y se la damos. En pequeñas dosis o en manada.
En este caso, curioso, por cierto, su satisfacción parece ser que usted permanezca sana y salva. Y rica, porque a decir verdad, el hombre deposita todos los meses una buena suma de dinero en su cuenta, aun sabiendo que usted no produce absolutamente nada. Usted es tan beneficiada como inútil. Mejor dicho, improductiva.
Ese hombre debe estar realmente interesado en usted para haber invertido tanto dinero todo este tiempo en su manutención. No fue El Sindicato quien le abonó el salario mes a mes y siempre en aumento. Supongo que de ello ya se dio cuenta.
No es política de la División mantener ni vagos ni vagas. Aquí el que no trabaja, es despachado. En conclusión y para su conocimiento, tiene usted un mecenas. Rico, poderoso, generoso. Él nos pidió que la pusiéramos al tanto de su existencia. Un mecenas no es alguien que se consigue con facilidad.
El hombre, mientras hablaba, caminaba alrededor de la falsa Muna, conservando cierta prudente distancia. Preguntándose qué podría tener aquella mujer de importancia, para que un ricachón y degenerado, estuviera tan decidido a protegerla. Luego de varias vueltas se detuvo frente a ella y le habló sin quitarle los ojos de encima.
—Inexplicable. La observo y sigo sin comprender. Nobles romanos, los Médici, los papas, fueron mecenas. Pero ellos promovieron el arte, la cultura. No sé qué habrá visto en usted, ¿un poder oculto? ¿Una virtud que mantuvo en secreto todos estos años en que trabajó para El Sindicato? Con seguridad, nunca lo sabré, pero así son las cosas. Vivirá aquí hasta que su mecenas disponga. Cuando él la reclame, la empacaremos, le pondremos un bonito moño, y la enviaremos a su dueño, sana y salva. Lo que luego ocurra con usted ya no será asunto nuestro.
No necesito explicarle que no podrá suicidarse porque no se lo permitiremos. Por ello tendrá una acompañante permanente. Una mujer, no como usted, por supuesto. Algo más varonil. Ella la asistirá en todo. Bañar, maquillar, vestir, comer, y lo que fuere necesario. Compórtese como una buena empleada, más aún, como la mejor que fue, porque por eso fue la secretaria del señor Villegaignon, un magnífico y prominente jefe al que el destino le jugó una mala pasada. No nos defraude. No intente alterar el curso del destino. Disfrute, mujer, disfrute el presente.
Sacando fuerzas de no supo donde, la falsa Muna, se atrevió a preguntar por el destino de Villegaignon.
—Su anterior jefe es un prófugo. Mantenerse prófugo no es sencillo y además es muy caro. No lo será por mucho tiempo. Será capturado. No necesitamos ofrecer recompensa alguna. Los asesinos dispuestos a incluir en su currículum la muerte del prófugo Villegaignon, se ofrecen gratis para el trabajo. Así que será asesinado. —El burócrata hizo un ademán extraño con sus manos—. Tal vez me estoy precipitando, perdón. De seguro, primero será brutalmente torturado. Es parte del protocolo. Vio que para todo tenemos un protocolo. Usted lo sabe mejor que nadie.
El emisario volvió sobre sus pasos y le habló nuevamente pegando la boca a su cara.
—¿No quiere saber quién es su mecenas?
La falsa Muna no lo deseaba, no quería saber nada de esa persona, porque no podía dejar pensar que se trataba de Jeffrey.
—Le mandó un mensaje, ¿quiere que se lo diga?
Moviendo apenas su cabeza afirmativamente, oyó lo que no quería oír.
—Usted es la dulzura que fascina y el placer por el que se mata.
La falsa Muna se desvaneció al instante. El burócrata la miró desde su altura por unos breves segundos. Giró en dirección a la puerta, y se marchó por donde vino.

Como el burócrata le dijo a la falsa Muna, mantenerse prófugo es muy difícil y costoso. Los lugares donde refugiarse empiezan a escasear, al igual que el dinero. Solo donde un poderoso se puede encontrar cierta seguridad. Alguien con quien nadie, salvo alguien mucho más poderoso, se atrevería a meterse, a merodear sus propiedades o a incursionar en una de ellas. No era difícil la decisión. Debía recurrir a aquel que en más de una oportunidad le ofreció su hospitalidad. Jeffrey podía ser su salvoconducto, al menos por un tiempo, el suficiente para organizar su salida del país y ponerse a salvo de la jauría de sicarios que corría tras sus huellas. Después planearía su venganza, porque la venganza siempre fue un motor vital para todos los hombres, y Villegaignon/Sigale no era la excepción.
Llegar a la mansión entre las sierras no fue nada fácil. En ese viaje agotó una parte de sus refugios y de su dinero. Pero si fallaba el asilo de Jeffrey, aún tenía resto para planear la fuga.
Estando a bastante distancia de su mansión, Jeffrey ya sabía que su antiguo proveedor de carne humana se dirigía en dirección a la propiedad. Los sutiles hilos que unen la red de las alcahueterías, le proporcionaba información actualizada y precisa de todo lo que ocurría muchos kilómetros a la redonda del reducto de sus bacanales.
Los informantes le describieron a un hombre sucio y mal comido, muy diferente a aquel soberbio que atendía sus compras en la lujosa torre de la Manhattan porteña. Describieron con acierto su aspecto pero también su desesperación. Era un hombre en estado de desesperación. Solo, perseguido, dudando de todo y de todos. Su conocimiento de los procedimientos de El Sindicato y de los recursos que podía disponer la organización capturarlo, le permitieron eludir la persecución con éxito hasta ese momento. Pero Sigale sabía que el tiempo y la suerte se acababan.
Jeffrey se ocupó en persona de garantizar que la llegada a la mansión ocurriera sin mayores sobresaltos. La policía fue advertida de que debía mantenerse al margen de cualquier suceso que tuviera que ver con ese forastero. Los hombres de su guardia privada estaban en alerta tanto para garantizar la seguridad del visitante que se aproximaba como para impedir que algún chambón echara todo a perder.
La mansión fue iluminada para que Sigale no equivocara en las noches el rumbo. La desesperación puede desorientar con facilidad a cualquiera. El hambre y la sed todavía no habían alterado su conciencia. Era un hombre fuerte, física y mentalmente. No son muchos los hombres que pueden alcanzar una jerarquía tan importante en El Sindicato. Y él era uno. Su fortaleza era el producto de un entrenamiento obstinado, y un espíritu carente de todo prejuicio.
A medida que Sigale se acercaba a la mansión de Jeffrey, este le iba indicando a El Sindicato los preparativos para el viaje de la falsa Muna al lujoso lupanar. Ella obedecía sin resistencia todos los cuidados de su guardiana. Su capacidad de resistir estaba agotada.
Era difícil para Muna definir cuánto de hombre y cuánto de mujer se habían fusionado en esa persona. El burócrata no le había mentido sobre su cuidadora. El cabello cortado casi al ras, descubría una cabeza en la que las curvas naturales del cráneo no se podían apreciar desde ningún ángulo. La falsa Muna se convenció de que aquella cabeza era la representación exacta de la cuadratura del círculo.
La cabeza estaba sostenida por un cuello grueso y macizo. Sus hombros eran muy prominentes, casi acerados, de los que pendían dos enormes brazos que culminaban en manazas.
Espalda amplia y pecho en proporción. No tenía busto. Sus pezones eran apenas dos pequeñas, insignificantes, manchas moradas. Algo pequeña la cadera para un torso tan voluminoso y unas piernas igual de hercúleas. Nunca pensó en intentar nada frente aquella mole. No solo resultaría inútil, sino hasta estúpido.
Ella la bañaba, la secaba y peinaba. A pesar del tamaño de sus manos, podía maquillarla con gracia y había demostrado buen gusto para elegir la ropa que lucía día a día. El mecenas se ocupó de ordenar que se le proveyera ropa, toda de alta costura, prenda que usaba un día, no volvía a hacerlo, no era necesario, el vestuario era inagotable.
La mujerona ordenaba los horarios de las comidas. Dieta balanceada por nutricionistas. La falsa Muna no pensó en suicidarse. Lo descartó por completo. No sería una bala, ni una daga, ni una soga la que acabaría con su vida, sería la indiferencia. La indiferencia dominaba sus días. Era indiferente a todo. Nada le importaba, nada le interesaba. Como un árbol que espera el día en que será talado. O el agotamiento de su raíz. O el fin de los nutrientes de la tierra a la que está aferrado. La muerte le llegaría, como si ni siquiera fuera necesario, un trámite burocrático que no entusiasme a nadie, ni a la parca ni al muerto.
Obedecía no por respeto a la autoridad de su guardiana, sino por abulia. Si su guardiana decía que era hora de levantarse, ella salía de su cama al momento. Si ordenaba desayunar, desayunaba. Si ordenaba ejercicios para mantenerla en forma, los hacía. Si ordenaba almorzar, almorzaba. Si le decía que era la hora del baño, se ponía debajo de la ducha.
Así todas las tareas diarias, todos los días, todas las semanas, todos los meses. Nunca desobedeció ni protestó. Era indiferente a todo. Solo una cosa alteraba ese estado de ánimo, pensar el momento en que Jeffrey la mandara a llamar. Cuando llegara la orden esperaba que su corazón se detuviera de golpe y muriera casi sin darse cuenta. Un corazón deseoso de morir no puede ser reanimado.
O que una gran arteria de su cerebro estallara repentinamente, sumergiéndola en un sueño de muerte del que nadie podría rescatarla.
O una falla multiorgánica que precipitaría una muerte rápida e inevitable.
La muerte no podía ser tan injusta como para dejarla librada a ese degenerado que comía la carne de mujeres mucho más jóvenes que ella, rodeado de una manada de animales que se hacían llamar el Batallón Sagrado de Tebas.

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1) Mi corazón es un castillo mancillado por el enamoramiento; ¡en él se embriagan, se matan, se arrancan los cabellos! ¡Un perfume flota alrededor de tu garganta desnuda! ¡Oh belleza, duro flagelo de las almas, tú lo quieres! ¡Con tus ojos de fuego, brillante como orgías! ¡Calcina estos jirones que han desechado las bestias!

2) 
El nombre real de FG N.º 1 era Manuel Ambasador.

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