Délicatesse 3 (Hardboiled)

Délicatesse 3 (Hardboiled)

Délicatesse

La búsqueda de la detective desaparecida

(La renovación permanente)

III

I.—¿Hay algo personal en esta búsqueda?
“El Auditor” preguntó sin malicia.
—No. –“El Interrogador” contestó sin mirarlo, su vista se perdía ascendiendo hasta los capiteles de las renovadas columnas de “La Ideal”.
—¿Seguro?
—Seguro.
—¿Por qué insistir entonces?
—¿“El Sindicato” quiere que abandone el trabajo? Con una orden me bastaría. Siempre fui obediente.
—Nada de disciplina. No aplica, en su caso, la obediencia debida.
—¿Entonces, en qué quedamos?
—En tomar un rico café, saborear algunos de esos magníficos budines y hablar de bueyes perdidos.
—Bien. Para mí, cortado.
“El Auditor” llamó al mozo que acudió al instante y atendió a esos clientes con suma amabilidad.
—No puedo con mi gula. –“El Auditor” pidió más que un budín.
El mozo esperaba el pedido de “El Investigador”.
—Cortado y amarettis.
—Todavía me debe una hipótesis.
—¿Escuchó el disco que le regalé?
—No es para mí. Soy hombre de tango, no de rock. Además, a mí poco y nada me interesa el lado oscuro de la luna. Se imagina mis razones.
“El Interrogador” hizo un ademán con su mano, como si espantara una sombra. Entrecerró los ojos.
—Somos parte de ese lado.
—Minúsculos manchones en la gran oscuridad. Usted y yo, querido interrogador, no somos nada. Polvo lunar, arenisca que el viento disipará apenas sople con fuerza. Cuando muramos, nadie llorará junto a nuestro mórbido cadáver. No nos comprometamos más allá de lo necesario.
—Lo que usted diga, su sabiduría es superior a la mía.
—Pero su voluntad lo es de la mía. –Rieron. Sonó un tango y el rostro de “El Auditor” se llenó de placer.

II. “El Interrogador” conservaba en su memoria dos confidencias y una advertencia que un viejo policía le dijo a Muna Morrigan (Taga). La primera fue “¿quién persigue a un caníbal refinado que prepara paté con el hígado de sus víctimas?” La segunda “los asesinos en masa que procesan el hígado de sus víctimas para producir un exquisito foie gras, no existen”. Por último, la advertencia, “no busqués lo que no vas a encontrar porque por ahí te encontrás algo que no te conviene”. Sabía quién había sido ese viejo policía que le habló a la detective tratando de que entendiera que estaba en peligro. Pero ella o no comprendió o subestimó al viejo. El peligro muchas veces se disfraza de aventura. Es como meter el brazo en la boca del león porque nos convencieron de que león comido no es peligroso. La creencia dura hasta que el animal hunde sus enormes caninos en la frágil carne del brazo humano hasta romper el hueso. Comenzaría su investigación entrevistando a ese viejo policía. Se encontraron en un bar de la Avenida Belgrano. Se saludaron, como lo que eran, dos contendientes. Café de por medio, hablaron. «El Interrogador» no perdió el tiempo en preguntar. —¿Quién es la detective? ¿Cuál es su nombre? —Taga. Esperanza de la división de homicidios, una estrella en ascenso. Para colmo es lesbiana, ya sabe lo que se piensa en la policía de las lesbianas. Es Soltera y solitaria. Provoca mucha envidia y recelos. También es sorda a los consejos de los viejos como yo. —¿Hija de aquella mujer que asesinó a su amante con un disparo a traición? (1)
—No sé quién era el tipo, pero es esa misma. La muchacha lleva la muerte bajo la piel desde que era niña. Vio a la abuela matar por plata a un pederasta de dos escopetazos y después a la madre fusilar con un tiro en la nuca al tipo que las había rescatado. Vida de mierda, que se dice.
—¿Vive?
—No lo creo, pero no puedo asegurar que haya muerto.
—Tal vez fingió su muerte para salvar el pellejo.
El policía se encogió de hombros, no pensó en esa posibilidad.
“El Interrogador” conocía la historia de Taga aunque nunca se le hubiera ocurrido asociarla con la de Muna Morrigan. Al menos ya sabía el verdadero nombre de la detective.
Fue Dixi, por entonces, quien le dijo que Taga era un nombre muy raro para alguien nacido en el campo. Pero solo fue un comentario, no tenía razones para indagar sobre aquello. Tampoco las tenía ahora, Taga o Muna, cual fuera el nombre no modificaba en nada la realidad, la mujer estaba desaparecida y tal vez muerta.
“El Interrogador” estaba interesado en saber por qué de las advertencias.
—Hace cuarenta años que nado en esta mierda. Si algo aprendí es que cuando se presenta un caso estrambótico lo mejor es que te hagás el boludo. Todos sabemos que si hay falopa, putas u otros de esos negocios turbios, sabe a qué me refiero, los de arriba, y bien arriba, son los que mandan. Y si mandan los de muy arriba, los de muy abajo hacemos como si lloviera mierda, huimos para no quedar todos enchastrados. La piba se la tomó en serio, por eso le chiflé, pero no me dio bola. Por ahí pensó que la estaba queriendo joder. No tengo buena comunicación, ¿vio? Soy viejo y básico. Me como las eses y escupo cuando hablo si estoy nervioso.
—Por ahí no conoce la técnica del espionaje interno.
—Puede ser. Uno siempre esta a tiro de comportarse como un boludo. Tenemos micrófonos hasta en el orto. Pero la piba parecía no darse cuenta. O no quería darse cuenta. Qué sé yo. ¿Cómo le explicás a alguien que tus propios jefes te escuchan, te siguen, te sacan fotos hasta cuando estás cagando? Que todo eso se hace para saber cómo usarte y después tirarte a la basura. Eso te lo da la experiencia. Si no te corrompés, te echás a un lado y mirás la vida pasar. No soy San Martín, no voy a organizar un ejército, no voy a hacer una revolución ni voy a liberar a tres países. Todo lo que espero es cobrar mi jubilación y morir de viejo.
—Entiendo. ¿Algo más que pueda decirme de la piba?
—¡Querido! Da gracias que acepté hablar con usted. Ya hablé demasiado. Solo por estar sentado acá mis huevos están en una morsa y no quiero que me los revienten. No servirán de mucho, pero aspiro llevarlos conmigo a la tumba. Mi señora todavía me los acaricia.
Si alguien le pregunta para qué nos vimos, diga que me pagó para saber qué hace ese amigo suyo, el que lo quiere matar por el asunto de la ginebra.
El policía se puso de pie, iba a pagar su café, pero “El Interrogador” no se lo permitió.
—No hace falta, yo pago.
—Hablo de Dixi, ¿entiende? Cuando pueda, lo va a matar ¿Estamos?
—Estamos.
—No diga que no le avisé. Si quiere saber más de Taga vaya al orfelinato donde la metió un juez hijo de puta. Ahí puede que encuentre a alguien que quiera hablar. Pero tenga ojo porque es un antro lleno de tipos que se cogen los nenes. Si topa con el que abusó de Taga, que ahora debe ser un tipo de unos sesenta años, no va a poder saber mucho.
—¿Sabe el nombre?
El policía sonrió.
—Rufino no sé qué.
—Con el nombre me basta, no debe de haber muchos Rufino en ese lugar. Gracias.
—Que le aproveche.

III. ¿Ir al orfanato, llamar a la puerta y explicar qué hacía ahí? Ridículo. Debía saber si ese tal Rufino seguía trabajando en el hospicio.
Se encontró con “El Auditor”. Le pidió la averiguación. El hombre se comprometió a indagar. No quiso conocer detalles. Ya le había advertido que abandonara el caso de la detective. No estaba enterado de que le hubieran autorizado seguir con la investigación. De todos modos cumpliría con su pedido, gentileza de viejos conocidos.
A las pocas horas le dio la información que buscaba. Le envió un mensaje escrito al viejo celular que usaba “El Interrogador”. “El tipo se llama Rufino De Górgolas o Gorgolas y sigue en el orfanato que mencionó. Está a tres años de jubilarse si es que no decide seguir trabajando. Donde hay carne fresca, la tentación siempre es grande. Que le aproveche.” ¡Claro que obtendría provecho de esa información!
Primero debía tomar contacto con el tipo, no conocía su aspecto. Compró un celular robado en un antro de Once, que descartó luego de hablar. Llamó por teléfono al orfanato y pidió por Rufino De Górgola. Al cabo de unos minutos una voz masculina, algo gastada, atendió la llamada.
—Aló. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
—Con nadie. No importa quién te llama. Me dieron este dato por alguna mercadería que vos podés conseguirme.
Rufino quedó pasmado.
—No sé de qué me habla. ¿Quién es usted?
—Soy Papa Noel, boludo. Hay varios miles de verdes por tu mercadería. –El hombre vaciló tentado por el dinero, pero controló su avaricia.
—Yo no vendo nada, se equivoca. –Suponiendo una trampa quiso terminar ahí la conversación–. No sé quién es usted. Déjese de joder y no me moleste más.
—Estoy afuera con un buen sobre de guita por dos vaginas vírgenes. Busco dos pendejas. Vos sabés que mercadería busco.
—¡Váyase a la mierda! –gritó–. ¡Degenerado hijo de puta!
—En la mierda estamos todos sumergidos. Dejá de actuar. Afuera hay cinco mil dólares por cada vagina. –Acabó la comunicación.
De inmediato, Rufino salió a la puerta del orfanato para ver si había alguien esperándolo, pero no vio a nadie en la calle frente al edificio. ¿Una broma? Pensó “algún pelotudo de acá dentro me quiere joder, me quiere chantajear. Cuando sepa quién es le quiebro las piernas y lo dejo paralítico. Hijo de puta”.
“El Interrogador”, a prudente distancia, identificó al tipo. No se le olvidaba un rostro jamás. A partir de ese momento, en donde fuera, lo reconocería incluso a la distancia.
Rufino parecía mayor de la edad que tenía; estaba gordo y algo encorvado. Lo comparó con el Cuasimodo de Charles Laughton. Una humorada. A la noche se iba a ocupar de “ese hijo de puta”.
Al viejo celular de “El Interrogador” llegó un nuevo mensaje. Era de «El Auditor». “El hombre sigue trabajando en la institución. Es que la mínima jubilatoria es muy poca plata. En el orfelinato lo espera una monja, la Hermana Chaterine. Se trata de una monja francesa. Trátela bien, es muy anciana. Ella conoce la historia de la chica. Hable primero con ella, después ocúpese como le plazca de la gárgola.”
No tuvo en cuenta el pedido del auditor. Para “El Interrogador”, el orden de los factores alteraba el producto. Dejar con vida a Rufino y luego hablar con la monja no era lo que tenía pensado. Con la Hermana Chaterine hablaría al día siguiente, por la mañana, más o menos temprano. A Rufino lo visitaría la noche antes.
Esperó a que el fulano saliera del trabajo. Él aguardaba dentro de su viejo automóvil. Rufino caminó hasta la avenida donde tomaba una de las líneas de El Halcón. Seguir al colectivo fue tedioso pero sencillo. Casi una hora después llegaron a destino. Rufino bajó en la Monteverdem cerca del ferrocarril provincial, y se dirigió a un boliche a comprar algo para cenar. “El Interrogador” dejó su auto en la estación de servicio que quedaba a metros del supermercado chino. Seguiría a pie al pedófilo.
Rufino salió del boliche diez minutos después. Caminó por la Monteverde unos doscientos metros hasta una calle que salía a la avenida. Por ella encaró en dirección noroeste. Caminó unos trescientos metros y llegó a una casa pequeña de material e ingresó en ella. “El Interrogador” vio que la puerta de entrada era blindada. El ruido de todas las trabas y cerraduras le sugirió al perseguidor que por ahí sería imposible entrar. Necesitaba un ardid para hacerlo salir.
Una parva de pasto y hojas secas reposaba frente a la puerta de la casa. Con seguridad, el tipo había cortado el pasto días atrás y rastrillado el jardín hasta formar una pila alta y generosa de pasto y hojas. Prenderles fuego sería un buen recurso. Luego, cortar la luz provocando un cortocircuito en la térmica del pilar que daba hacia la calle, eso bastaría para hacer salir a esa rata de su guarida.
Tal vez Rufino estaba en el baño cuando se quedó a oscuras. “¡Otra vez estos hijos de puta cortaron la luz! ¡Edesur! ¡Edesur! ¡La concha de tu madre!”, bramó. Estaba harto de que día por medio lo dejaran sin luz cuando volvía del trabajo. En medio de la oscuridad olió a pasto quemado y hasta oyó el ruido que provocan las llamas cuando queman hojas húmedas. Se dijo a sí mismo “¿y ahora qué mierda pasa?”
Miró por la mirilla de la puerta. El pasto y las hojas ardían, las llamas eran muy altas y llegaban casi al cable de electricidad que alimentaba la vivienda y que salía de un caño de la parte superior del pilar y entraba por una abertura a la casa.
“¿Quién mierda prendió fuego? A ver si un boludo me quemó el cable”. Encerrado no podía obtener ninguna respuesta. Salió de la casa y se quedó mirando la fogata que ardía avivada por el viento. Observó preocupado los cables eléctricos. Nunca supo de dónde salió ese hombre que lo sometió en cuestión de segundos, lo arrastró dentro de la casa, le golpeó con furia en uno de los lados de la cabeza y dejó casi inconsciente. Lo redujo rápidamente, amordazó y ató las muñecas con un precinto plástico. Cuando Rufino quiso patearlo, “El Interrogador” le pateó con brutalidad los testículos y el viejo quedó tendido, gimiendo. Hubo un breve impasse. Luego aseguró con otros precintos las piernas.
«El Interrogador» dejó correr unos minutos. Inhaló con fuerza el aire, y lo exhaló de a poco. Reguló su respiración y su ira. Se puso de cuclillas junto al hombre y le habló con total serenidad.
—Te pedí dos vaginas vírgenes y me mandaste a la mierda. –Allí Rufino supo que se trataba del hombre que lo llamó por la mañana por teléfono. No podía hablar porque su boca estaba sellada por completo.
—Lo de las dos conchitas era una trampa y vos te diste cuenta, no sos tan gil. Pero como sos un codicioso hijo de puta, saliste a la calle para ver si había un cliente con una bolsa llena de dólares. Y no, no había nadie. Estaba yo a unos pocos metros observándote porque no conocía tu geta.
Ahora que estamos acá vos y yo, te voy a hacer unas preguntas y me vas a responder por sí o por no, moviendo la cabeza. –Así le habló mientras manipulaba ante sus espantados ojos un bisturí que extrajo d eun estuche negro, cuyo filo brillaba con sadismo–. Si no te creo, te voy a ir cortando en pedazos. Primero una oreja, después la otra, después la nariz, un dedo, hasta que te rebane la pija. ¿Entendiste?
Rufino movió afirmativamente su cabeza sin perder un instante. Estaba aterrado.
—¿Sabés cómo me llaman? “El Interrogador”. Supongo que comprendés por qué me llaman así. Me ocupo de hacer declarar a tipos de mierda como vos. Es mi nuevo trabajo. Vos que sos un chupa cirios sabés bien cómo hacía la Inquisición para lograr una confesión. Hacé de cuenta que yo soy del equipo de los inquisidores. No te equivoques.
Se incorporó. Deambuló por unos minutos por la casa, observando los anaqueles y algunos afiches de payaso que adornaban el living comedor. “It”, desde un afiche, seguía con su mirada el sacrificio. Volvió donde Rufino.
—Esto que te voy a decir no es una pregunta, es una verdad. –“El Interrogador” esperó unos instantes antes continuar–. Vos sos un pedófilo, un maldito y asqueroso pedófilo. –Rufino insinuó negar la acusación. Sin vacilar ni por un instante, “El Interrogador” le cortó el lóbulo de la oreja derecha. Brotaba abundante sangre por la herida. Rufino se retorció de dolor.
—No me mientas, sorete. No quiero que me mientas. Si me volvés a mentir te vas a quedar sin pija. Te voy a repetir lo que te dije, vos… sos… un… pedófilo. –Faustino asintió sin dejar pasar un segundo.
—Así me gusta. Conociste a una nena llamada Taga. –Aunque tardó, la respuesta fue afirmativa.
—Te acordás bien de ella. ¿Verdad? –Nuevamente movió su cabeza afirmativamente.
—Claro, cómo no te vas a acordar si vos la violaste. –Negó con su cabeza.
“El Interrogador” bufó desanimado.
—Se ve que no me sé explicar bien. Dije, si te creo, seguís entero. Si no te creo, te corto en pedazos. Como decís que no la violaste y vos y yo sabemos que eso es mentira, te voy a cortar la oreja. –En un rápido movimiento del bisturí le cercenó la oreja izquierda. El desgraciado bramó, pero su grito se ahogó en la mordaza. La sangre chorreaba abundante sobre el piso.
“El Interrogador” se rascó la cabeza con su mano libre. Miró desde distintos lados al hombre que se había colocado en posición fetal.
—¿Sabés una cosa? No te queda linda la geta sin una oreja, por eso te voy a emparejar cortándote la otra.
Rufino se sacudió desesperado. Trató de reptar buscando refugio pero no había dónde protegerse. “El Interrogador” se agachó hasta quedar delante de sus ojos.
—Volvamos, pensá bien qué me vas a responder. Vos violaste a Taga. –La respuesta afirmativa fue inmediata. A partir de ese momento Rufino no pudo dejar de temblar hasta que el temblor creció y fue más bien una convulsión histérica.
—¡Uh! ¡Cómo temblás! ¿Así tembló la nena mientras la violabas? ¿Cuántas nenas violaste? ¿Diez? ¿Veinte? ¿Cincuenta?–Rufino gimoteaba, sonaba como un animal al borde de la muerte. “El Interrogador” entendió el gimoteo como un súplica.
—Ahora implorás. ¿Vos creés que yo debería atender a tus ruegos? Seguro vos nunca oíste cuando las nenas o los nenes te suplicaban. ¿Por qué tendría que ser piadoso ahora, en este instante, con vos, si vos fuiste impiadoso con unas criaturitas?
Rufino se sacudía cada vez con más violencia. “El Interrogador” le pateó a la altura de la boca del estómago. Quedó paralizado, casi no podía respirar.
—Qué mal viejo. Qué mal. Una nena. ¿Qué edad tenía? ¿Seis, siete, ocho años? Un tipo grande como vos contra una nena chiquita. ¿Cuánto pesas, cien kilos? Cien contra veinte. No hay proporción. Qué asco. Qué asco. Yo te torturo, pero tengo códigos. Vos no tenés códigos. Sos una mierda. Y a la mierda hay que limpiarla.
Vine hasta acá para obligarte a darme algunos datos de la la nena de nombre Taga, pero resulta que mañana voy a entrevistar a una vieja monjita que sabe todo de ella, así que vos no me servís para nada. Quiero que lo sepas antes de que te mate, porque sabés que te voy a matar. Lo que no decidí es cómo. No suele ocurrirme, ¿sabés? Siempre que voy a eliminar a un tipo sé cómo, lo sé incluso antes de planificar su eliminación. Sé si se merece una bala, una puñalada, que le prenda fuego, que lo arroje por un balcón o le meta un litro de ginebra por el culo y después lo haga volar desde una terraza como un pajarito. Pero con vos no sé cómo matarte. Te podría rebanar durante dos o tres horas, o desollar, que es muy doloroso. No conocí a nadie que aguante cuando lo despellejan más de una hora. Se mueren infartados, o les agarra una diarrea mental y quedan boludos y mueren como las ratas envenenadas con fósforo. Tiemblan, gimen, se retuercen, se cagan, se mean y mueren.
Para tu desgracia no te puedo pegar un tiro, no me dejan usar armas, por eso todo esto se vuelve tan primitivo, tan rudimentario. Gajes del oficio. “El Sindicato” me sancionó por exagerar mi alevosía. Lamentable. Pero, hay que obedecer a los mandos. Yo soy muy obediente, sabés. Acá estamos vos y yo, y tengo que ajustar cuentas con vos. Mala suerte la tuya. Pero sabé que esto no me lo encomendó nadie, nadie me pagó para que te mate. Es iniciativa propia, soy un legítimo emprendedor, tengo mi Pyme. La empresa se llama “Mate Pedófilos Hijos de Puta”. Rebano pedófilos y luego dejo que los contemplen para que sirva de lección.
Con su bisturí, “El Interrogador” cortó varios órganos vitales, el último, el corazón. En la casa solo había sangre y silencio. Se apartó del muerto tal vez dos metros para observarlo mejor. Estaba satisfecho.
Se dirigió al baño donde se lavó las manos y se peinó. Limpió la sangre del bisturí en una toalla de mano y lo guardó en el estuche negro. Se fue en completa calma. Caminó sin prisa por la calle de tierra que estaba desierta. Llegó a la avenida, la cruzó sin apuro y se encaminó a la estación de servicio donde aparcó el viejo automóvil. Su ropa estaba impecable, ni una mancha de sangre ni de tierra. “Buen servicio. Muy profesional”. Fue todo lo que pensó en ese momento.
Sabía cómo acabaría la historia de Rufino. A la mañana, vecinos alarmados al ver la puerta abierta de su casa, ingresarán a la vivienda luego de vencer sus temores, y se toparán con el cadáver trozado de Rufino. Algunos vomitarán, otros se desmayarán, y no faltará quien disfrute con la sangrienta escena, tomándose una selfie al lado del hombre descuartizado. Luego avisarán a la policía que tardará su tiempo en atender la denuncia. Como ocurre ante todas las muertes, unos llorarán y otros celebrarán. Así es la vida, la tristeza de algunos es siempre la algarabía de otros.

IV. La monjita Chaterine lo recibió muy temprano, de acuerdo a lo que convinieron. Era muy vieja. “El Interrogador” quedó impresionado.
Lo invitó a pasar a su despacho y le rogó que se acomodara en una agradable poltrona muy mullida. Ella, sin embargo, se quedó de pie. A su lado, parecía más pequeña y frágil.
—Quiero disculparme con usted, pero nuestra reunión va a sufrir un pequeño retraso. Han surgido algunas complicaciones, señor. Por eso le pido me disculpe si me retiro por un momento a atender una noticia inesperada.
—¡Por favor, Hermana! No se haga problema, es más, si puedo serle útil, aquí estoy.
—No, faltaba más, no acostumbramos hacer trabajar a nuestros visitantes. De todos modos se lo agradezco de corazón. Es que Rufino, así se llama el jefe de mantenimiento, no llegó a trabajar y no atiende su celular. Raro, vive prendido al celular como los bebés a la teta de la madre.
—La gente está enviciada con eso de las redes. No debe ser nada grave, un retraso le ocurre a cualquier.
—Sí, seguramente. Debe ser alguna complicación con el viaje, vive algo lejos.
—Atienda Hermana que yo puedo esperar.
—Muy considerado. Si tiene apuro, convenimos otro día, no tengo inconveniente en recibirlo para esta conversación otro día, el que a usted le convenga.
—Para nada. Soy un jubilado, así que el tiempo me sobra. Usted sabe, nadie se interesa en los viejos una vez jubilados.
—No diga eso. Míreme a mí, debo tener como cien años y aquí estoy, batallando día a día. Usted es un hombre joven, y es muy amable, muy considerado. Vio que el día que falla algo, quien puede arreglarlo no está a mano. Se trata de un inconveniente con una instalación eléctrica, veré que llamen a otro electricista hasta que llegue Rufino. Regreso en seguida.
—Aquí estaré Hermana, y cuente conmigo para lo que necesite, aunque la electricidad no es mi fuerte. Los electricistas que conozco están todo retirados.
La Hermana Chaterine dejó su oficina, no parecía caminar, sino gravitar delicadamente sobre el piso.
Desconfiaba de la monja. ¿La monjita podía no saber nada de lo que ocurría con ese hombre? ¿En todos esos años nunca supo de aquellas inmundicias? ¿Nunca recibió un comentario de un niño o una niña de lo que pasaba con ellos?
“El Interrogador”, en verdad, desconfiaba de toda la curia. Sabía que no se debía generalizar, no todos los curas y las monjas son pedófilos, ni todos los sicarios son innecesariamente crueles. Hay reglas, hay procedimientos, y hay carácter. Lo “psicológico”, como le repitió en más d eun oportunidad Dixi.
Pero él no estaba allí para despejar ninguna verdad sobre esa institución. Si el orfanato estaba podrido hasta los cimientos, no sería él quien empezara la demolición. Solo le preocupaba conocer algo de la infancia y la adolescencia de Taga.
Pero él sabía que hubo algo muy personal en el ajusticiamiento de Rufino. “El Auditor” se lo hubiera hecho notar de inmediato. Le habría dicho que cuando lo personal se mezcla con una tarea, las cosas no suelen resultar del todo bien.
Lo interesante fue que lo disfrutó. Sentía una profunda repulsión por los pedófilos. Jamás trabajó para uno de ellos y “El Sindicato” nunca se lo exigió. Había otros capaces de hacerlo, pero no él. No se vinculaba a ningún episodio personal en su pasado. Sencillo, odiaba a los pedófilos. Para ellos, la muerte, no cabía otra condena.
La Hermana Chaterine regresó donde “El Interrogador” casi media hora después. Estaba demudada. La noticia de la muerte de Rufino le llegó por los vecinos que conocían el vínculo entre el hombre y el orfanato. Sin embargo, hasta ese momento, parecía no conocer los detalles del crimen.
El único vecino que se había atrevido a entrar a la casa y se topó con el cadáver de Rufino, estaba declarando en una comisaría muy lejos del lugar del homicidio. La monja no hizo ningún otro comentario sobre el infeliz hallazgo.
Pero la policía que sí vio al descuartizado, no dudó ni un instante en considerar que el crimen respondía a una vendetta. La venganza se la podía hasta oler, se había producido un almizcle, entre la sangre y el sentimiento de venganza, que impregnó toda la vivienda. Era una grasa roja, una pomada untuosa e intensa que chorreaba suavemente por las paredes.
“Acá mejor prender fuego a la casa”, dijo uno de los forenses asqueado del aroma a muerte que se olía por todos lados.
—Ha ocurrido algo espantoso. –La monja se santiguó repetidas veces–. Mataron al pobre Rufino.
—¡Qué horror! ¿Qué pasó? –“El Interrogador” hizo un gran esfuerzo para no parecer un cínico.
—Un robo, me dicen. ¿Qué le podían robar a ese pobre hombre, tan atento, tan amoroso con los chicos, siempre dispuesto a ayudar?
“El Interrogador” solo pudo recurrir a una frase trillada.
—Se ha perdido la cultura del trabajo, Hermana. Lo dice el tango “cualquiera es un ladrón”. No hay códigos. Qué barbaridad matar a un hombre tan cariñoso con los niños para robarle seguramente unas chirolas. No lo puedo creer.
—¡Ay, Señor mío! ¡Qué calamidad! ¡Qué vamos hacer con todo esto qué pasa!
—¡Qué le puedo decir, Hermana!
—Nada, lo sé. Usted y yo ¿qué podemos hacer ante tanto pecado? –La monja se santiguó varias veces–. Pero usted, usted vino aquí no para oír mis lamentos, ni tiene por qué perder su tiempo sabiendo de las desgracias nuestra. Un amigo común me pidió que lo recibiera por un asunto de una mujer, me corrijo, de una niña que estuvo aquí internada por orden de la Justicia.
—Si Hermana, pero dadas las circunstancias, tal vez lo mejor es dejar esto para otro día.
—No, señor, yo no puedo ayudar en nada por el crimen de Rufino. Está en manos de la policía, del juez. Ya me avisaron que la autopsia puede tarde 48 horas. ¿Qué ganamos con retrasar nuestra conversación? Yo me resigno, usted disponga.
—Se trata de una niña de nombre Taga.
—La recuerdo. Llegó aquí desde el norte. Un juez la derivó primero a Córdoba y luego se decidió acogerla en esta casa de crianza.
—¿La madre?
—Solo sabemos que se llamó Maura, pero nada más. La niña nunca nos contó nada de su vida. Para nosotros su vida comenzó aquí, cuando ya era una nena, tal vez de seis o siete años. La chica era indocumentada. Nunca se encontró ningún registro de su nacimiento ni tampoco había concurrido hasta entonces a algún hospital público. Nunca supimos del nombre de un adulto que la tuviera a su cargo o fuera su tutor. Taga era un misterio.
—¿Cómo supieron su nombre?
—Porque ella nos lo dijo. Fue lo único que reveló de su corto pasado. Aunque yo siempre creí que ese no era su nombre.
—¿Por qué?
—Resulta extraño para alguien que nació en un pueblo alejado de todo centro urbano. Pero eso no tiene importancia.
—¿Hasta qué edad estuvo con ustedes?
—Escapó seis años después de llegar aquí. Si al ser derivada por el juez consideramos que tenía entre seis y siete años, la niña se fugó cuando tenía entre doce o trece.
—Nunca más supieron de ella.
—No. Pero años después, no recuerdo cuántos, tal vez doce o quince, por un inconveniente por el que hubo que recurrir a la policía, un robo menor, llegó aquí una oficial que nos recordaba y mucho a Taga. Pero era pura coincidencia. Vio que todos tenemos alguien que se parece y mucho a nosotros. Creemos que ese fue el caso.
—¿Recuerda su nombre?
—Usted me pide cada cosa. Si me espera reviso el archivo de aquel incidente.
—La espero hermana, sigo siendo un jubilado.
Apenas la monja se levantó de su asiento para dirigirse a un archivero que estaba el fondo del despacho, llegó un mensaje al celular de “El Interrogador”. Era “El Auditor”. El mensaje decía “no era necesario. Un poco de moderación”. Lo leyó y borró al momento.
La Hermana Chaterine regresó con una ficha de cartulina amarillenta.
—Sabe que el nombre de aquella policía, por desgracia se ha borrado. El tiempo, algún descuido, no puedo explicarlo. Cómo lo lamento. Qué inconveniente.
—No importa Hermana. Son anotaciones que expuestas al paso del tiempo, pueden sufrir estos avatares.
—¿Era muy importante saber quién era esa policía?
—Para nada. Detalles. Muchas veces uno va sumando detalles y alcanza a descubrir un hecho, una verdad, algo.
—Mucho no lo he ayudado ni con Taga ni con esta otra mujer.
—Hermana, solo conversar con usted es lo mejor que me va a pasar en este día y seguramente por mucho tiempo.
—Muy amable. Estoy a su disposición. Ahora quiero hacerle una pregunta si a usted no le molesta.
—Para nada hermana.
—¿Por qué busca a Taga, puedo saber?
—Pedido de un amigo de un amigo. Como estoy jubilado me puedo entretener jugando al detective. Pero mi profesión es muy distinta a la de un detective.
—Fíjese usted qué curioso, yo pensé que lo era. ¿Y a qué se dedica?
—Toda mi vida trabajé en la limpieza.
—Un trabajo digno como cualquier. Aunque su aspecto no es el de un trabajador de la limpieza.
—Seguro. Lo que ocurre es que muchas veces las apariencias engañan. Le juro que me he ganado el pan decentemente limpiando lo que otros ensucian.
—Muy digno. De alguna manera nos parecemos. Nosotras ayudamos a limpiar el alma de los pecados. Usted la suciedad de las cosas materiales.
—¡Qué lindo! Jamás nadie me vio como usted lo hace. Se lo agradezco. ¿Algo más, Hermana?
—No, nada, mil disculpas por mi indiscreción y por el tiempo que lo hice esperar, sabrá comprender. Si llegamos a saber algo que le sirva se lo haré saber a nuestro común amigo.
“El Interrogador” se puso de pie, la monja también. Él le tomó la mano suavemente y sintió un raro calor en la piel de la mujer.
—Lamento la muerte de su colaborador. Qué tristeza. Acompaño el sentimiento.
—¡Cuánto se lo agradezco! Era tan importante para nosotros. Un pan de Dios. Eso era Rufino, un pan de Dios.
V. La Hermana Chaterine se desplomó en su sillón. Era lo que le faltaba, un tipo de aspecto impresionante, indagando la historia de aquella nena. La vieja monja se convenció de que el hombre no le creyó ni media palabra. Sus ojos lo delataban, un brillo acerado del fondo de las pupilas, se hundía en las suyas y llegaba hasta los recuerdos que permanecían bien ocultos.
Recordaba que Taga llegó castigada, lo recordaba bien. Disciplinarla no fue fácil. Era una nena que vio como su madre asesinaba a un hombre, tal vez su amante, con un disparo en la nuca, a traición. Pero ella nunca dejó conocer sus sentimientos por ese homicidio. La madre huyó, la abandonó junto al cadáver de ese hombre con la cabeza destrozada por el impacto de una bala explosiva. La pequeña eludió el charco de sangre con total naturalidad, salió a la calle y, muy serena, se quedó esperando la nada. Así era ella. Solitaria. Encriptada. Un enigma.
Sabía y mucho del destino de Taga cuando huyó del hospicio. Mandó perseguirla para devolverla al encierro de la institución. La niña supo eludir todas las trampas. ¿Cómo? No lo sabían, pero su instinto de conservación fue tan poderoso que pudo engañar a sus perseguidores hasta desaparecer por completo para ellos. Le perdieron el rastro y nadie les dio pistas que los ayudaran a dar con ella.
Tantos años después, un fulano de aspecto temible, interrogaba sobre ese pasado al mismo tiempo que Rufino moría de manera brutal. Porque la monja sí sabía cómo había muerto su colaborador y comprendió que aquel pasado volvía con la muerte como mensaje.
¿Debía hablar con ese amigo con quien había concertado el encuentro con ese desconocido? Chaterine dudó. Siempre se esforzó por hacer parecer que los hechos que ocurrían a su alrededor no eran tan graves como algunos los querían presentar. ¿Violación de niños y niñas? ¡No! Algún exceso en el juego de manos. Repetía “juego de manos, juego de villanos”, reía y eso era todo. Algún traslado del involucrado a otro orfelinato, si se complicaban las cosas. Nada de escándalo, para eso la curia la había designado, para dirigir ese orfelinato sin que nada trascendiera puertas afuera.
Si hablaba con ese amigo, su conversación sería grabada y allí comenzaría una historia que nadie podía saber a ciencia cierta cómo culminaría. Nunca hablar de más. No confiar en nadie. La discreción por encima de todas las virtudes. La indiscreción lleva al fracaso.
De todos modos, el hombre ya se había ido, no obtuvo lo que buscaba y nada resucitaría a Rufino.
Por su parte, “El Interrogador”, salió de la conversación más escéptico que cuando entró. “Monja mentirosa”. Esa fue su conclusión. Seguir buceando en el pasado de la detective desaparecida no tenía sentida por el momento.
Taga, o como se llamara, escapó del orfelinato siendo apenas un adolescente, y debió encontrar refugio y protección con alguien que para él era un completo desconocido. En ese período debió estudiar y luego ingresó a la Academia de policía, de donde egresó para trabajar en el Departamento de Homicidios. Quien la protegió debió tener vínculos seguros con la policía, y, para su protección, la identidad de la muchacha fue cambiada, recurriendo a documentos oficiales. Conocía muy bien cómo se hacían esos diligencias sin que levantaran sospechas. Una vez falsificadas las actas de nacimiento y el nuevo documento nacional de identidad, no había por qué dudar de su identidad.
Cambió de nombre y de pasado. No fue más la pequeña que iba a ser vendida por su abuela a una red de pedófilos, ni la que escapó con su mamá para que esta, con el arma que ella robó a su abuela, fusilara a traición al hombre que las rescató. La que se sentó a la vera de las vías del tren, saboreando un mendrugo de pan, esperando que la vida la llevara a donde no podía ni imaginar.
No fue más la muchacha abusada por un degenerado protegido por “el amor de Dios”. Fue la que huyó sin dejar rastro para que no la devolvieran a aquel antro del que, con seguridad, no saldría con vida.

VI. El mensaje lo invitaba a desayunar a la mañana siguiente. “¿Cafecito? Ideal para dos viejos amigos.” No podía negarse. “Y budín”. Esa fue la respuesta confirmando su presencia.
Esa noche durmió profundamente. Descansó como hacía mucho tiempo no podía. Pensó que como ansiolítico natural, la muerte del perverso Rufino había sido muy eficaz. Pero esa medicina rara vez se puede repetir. Despertó despejado. La mañana era clara. Buena temperatura, casi otoñal, fresca pero no fría.
Había vuelto a su costumbre de bañarse con agua fría. Los minutos suficientes para mojarse, enjabonarse y enjuagarse. Tomó las dos medicinas que la mandó su médico, una para el colesterol y otra para la alergia. Sufría, hacía tiempo, de una alergia persistente.
Llegó a la confitería “La Ideal” casi al mismo tiempo que “El Auditor”. El hombre estaba más cordial que de costumbre. El mozo se acercó a la mesa al momento y tomó el pedido, dos cafés y budín inglés con frutos secos. Minutos después el mozo servía la mesa.
“El Auditor” se tomó su tiempo para reprocharle.
—¡Amigo! ¿Qué le está pasando? –dijo luego de embucharse una buena porción del budín.
“El Interrogador” se mantuvo en silencio todo el tiempo que al otro le llevó tragarse la delicia.
Luego habló sin excitarse.
—¿Sabe algo del testigo?
—Está vivo.
El único testigo que vio cómo había quedado el cadáver del pedófilo no volvió a su casa por varios días. Cuando lo hizo no era el mismo. Casi no hablaba y reaccionaba violentamente cuando alguien insistía para que contara lo que había visto dentro de la casa de Rufino. Su silencio o la muerte de los suyos, ese fue el acuerdo con quienes lo detuvieron, y el hombre no estaba dispuesto a quebrar el pacto. “El Interrogador” lo creyó muerto, lo que suele ocurrirle a los testigos por accidente. Pero “El Auditor” le dijo que no fue necesario porque “no se puede andar matando a todo el mundo. A veces con un buen susto es suficiente”. Lo que le pareció una verdad irrefutable.
«El Interrogador» no se dio por aludido.
—Esa monja… –esperó unos minutos para continuar–, esa monja sabe más de lo que dice. Nunca confié en la curia.
—Lo bien que hace. La curia no es confiable.
—No es creíble que un cerdo abuse de niños y niñas durante largos años y nadie, pero nadie, se dé cuenta. Increíble.
—De acuerdo. Sin embargo, eso no mejora su investigación sobre la detective desaparecida.
—Es cierto. Pero todo suma.
—¿Alguna intuición?
“El Interrogador” soltó una sonora carcajada.
—¿Yo, intuición? No. No. No. Solo pienso, elaboro una hipótesis.
—¿Otra? Ya me debe una.
—Toda esta historia del antropófago y refinado gourmet, la detective transformada en una caníbal arrogante, todo este cambalache para encubrir la trata de persona, el tráfico de órganos y la pedofilia. ¿Me sigue?
—Prefiero quedarme aquí con mi rico budín inglés con frutos secos. ¿Vio qué ricas están estas castañas?
—¿De dónde se provee de niños y niñas para los pedófilos sin que levante sospechas? Niños huérfanos, muchos indocumentados, muchos de quienes no se conocen sus padres ni parientes, niños sin destino a los que a nadie importan. Descartables.
—Sé a dónde va y por eso lo invité a desayunar conmigo.
“El Interrogador” hizo gestos para tranquilizar a “El Auditor”.
—Quédese tranquilo, no voy a matar a la monja.
—¡Eso lo descarto! Salvo que quiera ganarse el infierno.
—Yo vivo en el infierno.
—¿No le caben los consejos que el viejo policía le dio a la detective?
—No me caben.
—¿Ni un poco?
—Ni un poco. Si “El Sindicato” quiere que deje de hurgar, solo basta que lo ordene. Usted sabe que obedeceré.
—Ocurre que en “El Sindicato” hay dos almas en pugna. ¿Se acuerda de aquella película de Coppola?
—El cine no es mi fuerte.
—No importa. Hay un sector de “El Sindicato” que está muy preocupado con su actuación, se preguntan, legítimamente, a dónde nos lleva este escándalo. Ellos son conocidos como “La fuente”. Se atribuyen un origen puro, serían algo así como la inmaculada concepción del sindicato. Y otro que alienta lo suyo, la vieja formación sindical, la suya, la mía. Son dos formaciones de trenes que van a gran velocidad y chocarán de frente.
—El problema es no estar justo en el punto medio cuando esos dos trenes de los que me habla, choquen.
—Exacto. A veces es difícil eludir el destino. Debería usted saberlo por lo que le ocurrió a Rufino.
—Podría, pero no creo en el destino.
—Nadie le ordenará que deje de hacer esto o aquello, hoy no hay nadie en capacidad de hacerlo. Tmo que hay cierta anarquía. Además, con usted no hay obediencia debida. Todos lo saben. Me corrijo, lo sabemos. Solo apelo a su sabiduría. Disciplina y discreción. La indisciplina y la indiscreción no suelen ser buenas para nadie. Nadie mejor que usted para saberlo.
—Cierto. Seré discreto y muy disciplinado. Ahora voy a comer esa última porción del budín, si me lo permite.
—¡Por favor! Disfrute que merecido lo tiene.
—Seré todo lo discreto y obediente que pueda. Se lo juro.
—No me atrevo a ponerlo en duda, pero no me jure en vano.

VII. ¿Cuándo fue la última vez que vieron a la detective? Cuando esa compañera de trabajo de Melquíades Ezequiel fue a verla a la comisaría.
“El Interrogador” apostaría su vida a que esa señora fue enviada para embaucar a la investigadora.
Si tomaba el encuentro con ella como el punto final de la vida pública de Muna Morrigan, necesitaba retroceder en el tiempo para poder unir los cabos sueltos que lo ayudarían a develar el misterio de la desaparición de la joven mujer. Repasó los hechos que, hasta ese momento, conocía.
La detective fue enviada a recoger un escrito de puño y letra del asesino, en el que confesaba sus numerosos crímenes. Ese escrito había sido extrañamente retenido por el cuerpo policial de un pequeño y remoto pueblo.
Los policías de pueblo pueden ser algo estúpidos, algo negligentes, haraganes por naturaleza, pero no pueden nunca ignorar un envío de esa calidad destinado a su departamento de policía. “El Interrogador” estaba seguro de que este hecho nunca ocurrió.
Suponía que los policías revisaron el sobre apenas lo recibieron y se encontraron con una confesión inesperada. Por más mediocre que fuera quien estaba a cargo de la repartición, sabía que debía informar de inmediato a la superioridad sobre el contenido de ese escrito.
No era creíble que un departamento entero de policía, aun del pueblo más perdido y aburrido, leyera la confesión de un criminal que se atribuía varias decenas de homicidios y describiera sus métodos criminales, incluyendo una precisa explicación de las fases por las que atraviesa un homicida serial, y por toda respuesta esos oficiales se quedaran paveando como si el escrito fuera apenas una anuncio de ofertas de ropa interior, y dejaron transcurrir varios meses hasta que dieron parte del insólito hallazgo.
Muy por el contrario, él creyó que en realidad lo que ocurrió fue que esos policías informaron de inmediato a sus superiores, quienes a su vez consultaron con los suyos, y fue en esa instancia institucional que se resolvió cuán verosímil podía ser la información de decenas de homicidios escrita de puño y letra por su supuesto responsable.
La decisión de enviar a Muna Morrigan a buscar el libelo fue un ardid para involucrarla. Qué más tentador para una detective de homicidios complejos, y muy joven, que toparse con un asesino serial que confesaba seducir hombres, enamorarlos, secuestrarlos para cebarlos con higos y vinos blancos, para después extirparles el hígado con el que produciría una exquisitez de la cocina francesa.
Un criminal que se atribuía la muerte cruel de su propio padre, a quien denunciaba como violador serial protegido por sus encumbrados padres, funcionarios del podrido sistema judicial. Era un caso al que ningún detective ni novato ni avezado se podía negar. Muna Morrigan fue un adorno en aquella puesta en escena.
La desaparición de Melquíades Ezequiel fue premeditada y oportuna, y las mujeres que fueron a presentar su denuncia por la desaparición, lo hicieron porque, de acuerdo al legajo donde se resume la investigación, sus jefes, quienes así parecían también involucrados en la charada, les sugirieron que lo hicieran. Bastó que ellas mencionaran el asunto del foie gras, para que Muna saliera disparada en dirección a la empresa donde las mujeres y el desaparecido antropófago trabajaban. El mismo Melquíades indicó en su escrito dónde estarían las pruebas que avalaban su criminal confesión. A “El Interrogador” no le cabía duda alguna que esas pruebas fueron plantadas.
No fue que él quien guardó en una hermosa caja de madera los trofeos de sus crímenes. El proceso fue inverso al que el libelo del caníbal proponía.
Primero se buscó el nombre de decenas de hombres de entre 35 y 45 años desaparecidos a lo largo de todos esos años, se dispuso la cantidad necesaria de anteojos, llaveros, peines, etc., para completar la cifra de 63 asesinados, y, finalmente, a cada una de esas falsas evidencias se les asignó un nombre prolijamente escrito en etiquetas autoadhesivas.
Solo la policía, y no en cualquiera de sus instancias, podía recabar la información sobre hombres desaparecidos de un determinado rango de edad a lo largo de varias décadas. Ninguna otra organización, salvo los servicios de Inteligencia, los que, de todos modos, debían recurrir a sus reclutas dentro de la policía, podía acceder a esa información. Por último, una tarde, una atribulada compañera de trabajo del fugitivo Melquíades, entre abundantes lágrimas y desgarradores lamentos, le entregó la última prueba, un frasco de foie gras que ella no había comido porque sentía verdadera repugnancia por cualquier comida que incluyera hígado. Ese fue el último encuentro de la detective con alguien. Todos los testigos aseguran que ella se fue en su automóvil en dirección a su casa de donde desapareció. Así, la mise en scène quedó completada.
La designación de Muna Morrigan o Taga como líder de la investigación solo pudo ser decidida por quienes conocían la historia de la muchacha. Y quien conocía en detalle la verdad de la infancia de la detective, era esa monjita mentirosa y centenaria. La relación del orfanato, la monja, los jueces y la policía era explícita.
Los niños eran recluidos en ese hospicio por orden judicial, y todo lo que concernía a la logística del traslado y vigilancia de esos niños estaba a cargo de la policía. Esa era la santísima trinidad que gobernaba el destino de los huérfanos y abandonados. A “El Interrogador” le faltaba descubrir quién acogió en la adolescencia a la fugitiva Taga, la cobijó, le dio de comer, la hizo estudiar y la convenció para que se incorporara al cuerpo policial de detectives, especializada en crímenes complejos.

VIII. Para “El Interrogador” el rompecabezas se iba completando. Foie Gras fue la denominación de una rama de negocios dedicados a la trata de personas para el tráfico de órganos. El antropófago culinario Melquíades Ezequiel Odamxur fue la máscara de la historia creada por los ideólogos de “La Fuente”, la facción interna de la que le habló “El Auditor”. El tipo que actuó de antropófago gourmet fue real, un hombre real, que fue quien asumió esa representación. Él no hacía inteligencia, ni seducía, ni secuestraba y no asesinó a nadie. De eso se ocupaban los equipos organizados a ese fin. Él era solo el mascarón de proa. Y lo hacía muy bien a tal punto que la mayoría de sus honestas compañeras de trabajo lo adoraban y sintieron verdadera angustia cuando desapareció.
“La Fuente” respondía al ideario de que todo se resume en el consumo deseado. El mercado como único y gran regulador. Idolatría del mercado. Todo se compra, todo se vende.
Una “visión moderna” del mundo. ¿Quieren copular con niños o niñas? “La Fuente” provee. ¿Quieren un corazón, un hígado, un riñón con los que extender la expectativa de vida de ricos y famosos? “La Fuente” provee. Ley de oferta y demanda. Libre competencia. Ante el Dios del mercado, todos se postran. “La Fuente” sería el gran proveedor del elixir de la felicidad, el que para ser tal, debe beberse en la calavera de las víctimas.
“El Auditor” le había dado la respuesta sobre la mención de M, porque M era la manifestación perversa del libre mercado. Él proponía devorar carne humana, porque de alcanzar la cúspide de su carrera política, millones serían devorados por el mercado, serían descartados. En el descarte se basa lo mejor del negocio de la trata, el tráfico de órganos y la pedofilia.
A una historia descabellada había que destinar una detective, no un hombre, que pudiera ser seducida por el misterio de un antropófago gourmet que producía un exquisito foie gras con el hígado de sus víctimas.
Todo eso entró en crisis cuando el viejo “El Sindicato” trató de apropiarse del mismo negocio. No basta un Cortesano prostibulario para malograr la libre competencia.
M fue una bandera y al mismo tiempo una advertencia, como quien dice “vamos por la libertad de mercado y hasta nos atreveremos a incendiar el país y todos ustedes dentro de él”. Un disparate en política, pero quienes deben hacer buena lectura del mensaje, lo comprendieron al momento.
M le ponía color al negocio, y a veces hasta entusiasmo. Estaba en los planes lo que pasó a llamarse “el recurso centroamericano», la detención indiscriminada de miles de personas.
¿Cuántos cuerpos estarían disponibles para el tráfico de órganos con miles de detenidos por delitos reales o supuestos? Cuando el número de detenidos supera cierta cantidad, ya nadie sabe el nombre de los detenidos. Son apenas números. Los nombres se evaporan, sus rostros desaparecen y quedan solas las madres, las esposas o las novias, luchando contra una maquinaria que devora hombres sin saciar nunca su apetito.
Como diría quien se presentaría como “El Administrador” de “La Fuente”, en un mundo de miles de millones de habitantes, en el que más de dos mil millones son pobres o pobrísimos, la desaparición de unos pocos millones de esos hambrientos no inquieta a ningún gobernante y menos a sus ministros de Economía. Para esos mandamases, la eliminación de los pobres y desamparados contribuye a cierto equilibrio poblacional. Maltusianismo exagerado, maltusianismo al fin. Thomas Malthus fue un adelantado en proponer el descarte como método de reducción de las poblaciones de las naciones colonizadas.
La monjita mentirosa era parte de ese entramado, pero no por un detestable comportamiento individual, sino como obediente soldado de su pervertida corporación. Business are business, traducible como “a Dios orando y con el mazo dando. Cada día en todo el mundo se ventilan miles de abusos de niños y niñas por la curia. Donde se aprieta salta el pus. Ese orfanato no era la excepción.
A “El Interrogador” no le interesaba cambiar el mundo. Para él las injusticias no existían porque lo que no existió nunca fue la Justicia. Y las más de las veces, la justicia verdadera llega de la boca de en un calibre .22.
Pero “El Sindicato” lo introdujo en esa historia para una disputa interna en la que “El Interrogador” no tenía interés alguno, pero ahora no sabían cómo detenerlo. “El Auditor” le pidió que fuera prudente. ¡Prudente! Se identificaba más con el viejo policía, quien le dijo que todos estaban sumergidos en la mierda y flotar y nadar en la mierda es casi imposible.

IX. Del entorno de Melquíades Ezequiel, la última en tratar con Muna Morrigan fue esa empleada que simulando inocencia. Llegó a la unidad policial con un frasco que contenía el foie gras producido por el mentado antropófago gourmet. Sabía que tenía que ir en su búsqueda. Podía elegir una línea de investigación que se redujera a enfrentar a esa mujer a quien no conocía. Seguirla no le hubiera significado una complicación. Ella, desprevenida, lo llevaría hasta su propio hogar o a los lugares que frecuentara.
Pero también podía encarar a los empresarios, a los patrones, a quienes “El Interrogador”, les achacaba participación en la parodia.
Ninguna empresa tiene un empleado durante más de quince años entre los integrantes de su personal y nunca, hasta ese especial momento, se preocupó en cotejar si el fulano era quien decía que era y si sus datos se correspondían con la verdad. Melquíades Ezequiel Odamxur era un nombre algo estrafalario y de solo oírlo hubiera movido a una razonable curiosidad de parte de los empleadores. Además, no hay ningún empresario que no tenga algún vínculo con la policía, por distintas razones. Vigilancia, traslado de efectivo, o amistades surgidas de reuniones empresariales donde suelen participar invitados distintos jerarcas policiales. Una modesta investigación no hubiera significado un inconveniente.
Su larga experiencia criminal le sugería que esos empresarios eran parte de la red dedicada a lavar el dinero proveniente tanto del mercadeo de la droga, como de la trata de personas, el tráfico de órganos y la pedofilia.
El gran titiritero detrás de todas las redes era el gigantesco sistema financiero, amo y señor del dinero.
De esa oligarquía financiera nadie conocía los verdaderos rostros, apenas de aquellos que actuaban como voceros de los distintos grupos detrás de los cuales cada Estado operaba en beneficio propio y en detrimento de sus rivales.
No subestimaba los riesgos, sabía que apenas rozar esa oligarquía era muy peligroso. Si el dinero, en última instancia, resulta de la muerte, si no hay moneda que no haya sido acuñada con sangre, quienes manejaban el dinero era el Hades, dios de la muerte que regía el borrascoso inframundo de la riqueza.
Él mismo disfrutó del beneficio del anonimato que le prohijaron los bancos por medio de un sistema intrincado de cuentas bancarias y sociedades anónimas que Dixi diseñó para él.
Por ese entramado financiero era que podía disfrutar de una pequeña fortuna. Como, además, era un hombre austero y cuyos gastos no llamaban la atención de ningún sistema de alertas bancarios, es que seguía sumido en el mayor de los anonimatos. Hasta ese momento era “El Interrogador” apenas una sombra, un apodo tan amenazador como impersonal. No era un hombre que caminaba por las calles portando instrumentos de tortura. Pasaba desapercibido, nunca buscaba sobresalir del común de las personas y hasta reconocer su voz le hubiera sido difícil, incluso aquellos que alguna vez sostuvieron una conversación con él. No tenía nombre conocido, no era ni Juan, ni Pedro, ni Pablo. Quienes vieron su rostro, estaban, en su inmensa mayoría, muertos. Nadie sabía dónde paraba. Su celular era una reliquia, sin redes sociales, a las que detestaba, sin GPS y nunca recibía ni dejaba un mensaje de voz. Solo escrito, redactados con pocas palabras, porque lo que se debe y puede escribir en un SMS ha de ser muy preciso y no brindar ningún dato importante.

X. “El Auditor” le pidió discreción. Por ello no eligió encarar en primer término a los empresarios que bien podría derivar en un conflicto. Trataría de obtener información hablando con la empleada.
Usó una treta que siempre le dio resultado. Llamó por teléfono a la empresa y pidió de parte de un investigador policial, hablar con la mujer que estuvo reunida con la detective por última vez. La telefonista puso la llamada en espera. Minutos después, una delicada voz femenina respondió al llamado.
—¿Susana Barrientos? –Sin saludar, “El Interrogador” la llamó por un nombre que inventó en el momento.
—Hola, buen día. Yo no soy Susana, soy Lidia, Lidia Bramonte. ¿No pidió hablar conmigo?
—¡Ah! ¡Sí! Disculpe. Disculpe mi falta de educación. Buen día. Es que estaba revisando otros testimonios y se mezclaron los papeles. Usted fue una de las últimas que estuvo con nuestra detective y quien le entregó un frasco conteniendo un preparado producido por Melquíades Ezequiel Odamxur, su compañero de trabajo ahora desaparecido.
—Yo estuve con ella, es cierto, pero no le entregué ningún frasco, creo que hay una confusión.
—Por eso mi llamada, porque no estaba seguro de que lo escrito en el informe fuera correcto.
Segurament,e cuando la secretaria redactó el informe, confundió los nombres y los testimonios. Suele pasar. La burocracia policial puede ser bastante ineficiente. ¿Podría verla cuando deje de trabajar para que me cuente qué habló con la detective?
Lidia suspiró decepcionada. Siempre pensó que hablar con la policía solo le atraería problemas.
—¿Quiere que vaya a la comisaría de nuevo?
—No, Lidia. No será necesario. Para qué tomarse tanta molestia si yo puedo acercarme al terminar el horario de su trabajo y aclaramos esta confusión del frasco y lo que usted en realidad le dijo a la detective. Solo es una conversación.
—No tengo problema en hablar, pero yo a usted no lo conozco.
—Entiendo. Usted me identificará al momento. Soy un hombre algo mayor, visto un traje azul y camisa al tono, no uso corbata, y estaré en la puerta de su empresa. Llevo mi identificación.
Sin despejar sus temores, Lidia aceptó entrevistarse.
—¿Pero hay algún problema con la detective?
—No, Lidia. Cuando la veo le explico, hasta entonces siga con sus tareas y no se preocupe.
—Usted me asusta, yo no hice nada malo. Todo esto a mí me da miedo.
—Lidia, usted no tiene nada que temer. Nadie cree que haya hecho algo malo. Esta confusión, seguramente, se debió a un error en la transcripción de las notas de la detective. Es probable que otra persona le haya entregado un envase con cierta evidencia, pero al transcribir los datos pusieron su nombre confundiendo los testimonios.
—Esto me asusta un poco, porque yo no le di ningún frasco. Pero está bien, no quiero ser un obstáculo para la policía.
—Se lo agradezco Lidia, usted es una buena ciudadana. Despreocúpese. La espero a la hora que usted me indique.
—Salgo de trabajar algo después de las dieciocho horas, digamos dieciocho y diez, más o menos.
—De acuerdo, la espero y no se preocupe que no vale la pena, es solo una corrección.
Como le dijo por teléfono, un hombre tal vez cincuentón pero elegante, vestido con traje azul y camisa al tono y sin corbata, la esperaba. La mujer no tuvo dificultad en identificar al supuesto policía. Él le mostró una credencial que lo identificaba como Roberto Siarella, detective.
La mujer, también de unos cincuenta años, estaba muy arreglada y lucía elegante, era bonita. Un delicado perfume la envolvía.
—Buenas tardes, yo soy Lidia. –Casi con timidez la mujer se presentó.
—Encantado de conocerla, Lidia. Mi nombre es Roberto y mi apellido es Siarella. Estoy a cargo de algunos aspectos de la investigación sobre su compañero Melquíades Ezequiel.
—Ah, sí. Melquíades… Yo hablé sobre Odamxur con la detective. Pero no le di ningún frasco y no recuerdo de que tomara alguna nota. Por el contrario, en un momento me pareció que no le importaba lo que le estaba explicando.
—Qué extraño, es muy profesional en su trabajo. Sería un mal día o un mal momento. Suele pasarnos a los policías abrumados de tanto trabajo. Ella estaba muy sobrepasada de trabajo. Ahora se ha tomado una breve licencia y por eso estoy yo a cargo de algunas cuestiones de la investigación.
—Bueno. Mejor así. Porque yo no estaba muy segura de hablar con la policía. Usted sabe que siempre es una complicación.
—¡Claro que la entiendo! ¡Me lo va a decir a mí! –Los dos rieron. La mujer sintió cierto rubor en el rostro–. ¿Quiere que caminemos unas cuadras? ¿Usted toma algún colectivo, viaja en auto o en taxi?
—En taxi nunca, con lo que sale. Voy caminando a casa, vivo cerca del trabajo, a diez cuadras nada más.
—Entonces caminemos un par de cuadras y así se libera de mí rápidamente.
—Bueno. Pero no tengo apuro. Si quiere me acompaña hasta casa, con usted estoy a salvo.
—¡La mejor custodia! Con todo gusto la acompaño. –“El Interrogador” trató de ser sumamente amable–. Usted me dijo que no le entregó ningún frasco a mi colega. Sin embargo, en las anotaciones del legajo así figura.
—No, para nada. No le di ningún frasco. ¿De dónde yo iba a sacar un frasco de ese hombre?
—Dicen que producía un embutido.
—Yo no sé nada de eso. A mí nunca me dio nada, ni un caramelo.
—Se comprende que quien pasó las notas se equivocó en todas la transcripción de los testimonios.
— No sé. Yo solo le quise advertir que Melquíades era un tipo muy raro, porque en la empresa decían cada cosa que no era cierta. Qué pobrecito, qué le habrá pasado si era un ángel. Pero a mí siempre me pareció un tipo raro.
—¿Raro? ¿Por qué lo dice?
—No sé, no sé explicarme bien, pero era raro. Todo en él era extraño; hasta la cara que parecía de cera. Para mí se la pasaba actuando, como si fuera un actor, y uno malo. Mire si sería malo que hasta yo que soy medio lenta me di cuenta.
—Usted no es lenta, es bondadosa, seguramente.
—Tonta como cualquier hija de vecino.
—¿Y siempre le pareció raro?
—Siempre. Desde que empecé a trabajar en la empresa.
—Él trabajaba ahí desde hacía años.
—Él sí, pero yo no. Yo era relativamente nueva. Bueno, no tan nueva. Llevo tres años aquí. Apenas ingresé se me acercó muy amable, debo decir, muy atento, pero siempre todo lo que hacía parecía fingido.
—Sobreactuado.
—Eso. ¿Ve que usted sabe de qué hablo? Sobreactuado. Usted me entiende.
—Viejo detective.
—No, qué viejo, qué va a ser viejo. Yo le decía que Melquíades era misterioso, nunca decía dónde vivía, no hablaba de una novia ni de la familia, no usaba celular, no permitía que le saquen fotos. Repetía una historia ridícula de que las fotos le robaban el alma a la gente.
—Algo delirante.
—Tal vez, a mí me parecía un mentiroso.
—¿Tenía amigos en la empresa?
—Sí, los patrones. Ellos eran muy amigos, iban y venían juntos a todos lados. Pero no tenía amistad con los empleados y menos con las empleadas. Le digo que los varones lo detestaban porque creían que era gay, acá, eso de las diversidades, nada. Cosa de otro planeta. A mí eso no me importa, no soy homofóbica, cada uno hace lo que quiere.
—O lo que puede.
—Claro. La mayoría de las mujeres no lo entendíamos. Había momentos que parecía querer seducir a alguna chica… bueno, chica, acá no hay nadie, una señora, y después la trataba para el demonio. Era raro.
—¿Pero no fueron todas a la comisaría a denunciar su desaparición?
—Sí, fuimos. Yo no quería meterme, pero medio que dijeron que la que no iba tenía que dejar la empresa. Según los patrones debíamos ser solidarios. Ellos dicen que esa es una empresa muy solidaria.
“El Interrogador” la tomó de un brazo y la detuvo.
—¿Y son tan solidarios con el sueldo?
—¡No! Que van a ser. Son bastante agarrados. Para que te den un aumento tenés que suplicar durante meses.
—Como todos los patrones.
—La empresa nos obligó a todas a ir a la comisaría a denunciar. Una secretaria nos acompañó y fue ella quien habló a solas con la detective en nombre de todas. Una harpía esa tipa, una buchona. Discúlpeme la grosería.
—¿Qué grosería?
—Dije que la secretaria era una buchona.
“El Interrogador” no pudo contener la risa.
—Ese no es un insulto. Es una definición.
—Mala tipa, siempre oliendo a las chicas para saber si esta estaba de novia o andaba con fulano o con mengano o mengana. Otra homofóbica. Hablaba pestes de una mujer si era lesbiana. Si lo conociera mejor le diría lo que pienso de ella.
—Lidia, se lo dijo yo así le ahorro el trabajo, una tipa de mierda.
Lidia rio con ganas.
—Me adivinó el pensamiento.
—Virtud de un detective.
—Por mí no hubiera ido a la comisaría. No entendí por qué yo tenía que acompañar una denuncia de desaparición. Pero por no quedar como una desgraciada y encima perder mi trabajo, fui como un cordero a donde me mandaron y después firme una hoja que creo era la denuncia.
—¿Usted le pidió a la detective una reunión a solas?
—La llamé desde mi casa y le dije que quería decirle algo, solo a ella. Sin la buchona, ¿me comprende?
—Perfectamente. ¿Ella qué le dijo?
—Que fuera a verla a la comisaría. ¡Otra vez la mula al trigo! Y fui. Entonces le dije que me parecía un tipo raro. Creo que no le interesó mi comentario. A mí ese hombre no me inspiraba confianza. No vi que ella tomara ninguna nota. Tampoco hablé mucho, por ahí le resulté una tarada. Eso fue todo.
—Entonces, Lidia, usted no le dio ningún frasco y solo le transmitió a la detective sus dudas sobre Melquíades Ezequiel Odamxur.
—Así es.
—¿Y supieron algo más del tipo?
—No, después de la denuncia nunca más se habló del tema. Todos hacemos como si el tipo ni hubiera existido.
—Una consulta más, Lidia, si no le molesta.
—Si me sigue acompañando no me molesta nada. Hacía tiempo que nadie caminaba conmigo a la salida del trabajo.
—Sí, la acompaño así llega segura a casa. Y cuando quiera esta caminata se puede repetir.
Lidia sintió un rubor mayor que el anterior.
—Le tomo la palabra.
—Lidia, ¿usted vio una caja bonita, de madera, en un armario o en el cofre que cada empleado tiene para guardar sus cosas dentro de la cual había una cantidad de cosas etiquetadas?
—No, no vi nada de eso, pero yo no estuve presente cuando la detective vino a la empresa y habló con los patrones. Creo que después vino alguien de la Justicia.
—Un fiscal, seguramente.
—Alguien vino, a mí no me dijeron nada ni yo pregunté.
—Revisaron el cofre.
—Los cofres personales no son grandes, más bien son chicos, como para guardar una pavada, una bolsa, una cartera, no mucho más. Nunca supe de esa caja, pero que yo no sepa no quiere decir nada.
—No la molesto más con mis preguntas. Todo aclarado.
—¿Se va?
—No, la acompaño hasta su casa. Estar con usted es un placer.
—Gracias. ¿Usted es casado? Perdone la pregunta.
—¡No! Un detective, lo peor que puede hacer es arruinarle la vida a una mujer con el matrimonio.
—Yo tampoco soy casada.
—La soltería puede ser un buen estado que se puede compartir sin compromiso.
—Sí, claro. –Lidia bajó la vista y se llamó a silencio por unos minutos–. ¿Yo le puedo hacer una pregunta?
—Sí, por supuesto.
—Nunca supe cómo se llamaba la detective. ¿Puedo saber?
—Seguro. Se llama Muna Morrigan.
Lidia no pudo disimular el gesto de incredulidad.
—¿Muna?
—Sí, Muna.
—Todos tienen nombres raros. Melquíades, Muna. Yo tengo nombre de tarada, Lidia.
—¿Por qué dice eso?
—Lidia, es un nombre vulgar.
—Más vulgar que el mío es imposible. “Roberto”. Nunca me gustó mi nombre. –Rieron los dos.
Llegaron donde vivía la mujer. Ella lo despidió y quedó expectante de una nueva visita.
—Ya sabe que esta caminata se puede repetir cuando usted lo decida.
—Pronto Lidia, pronto. –Tomó con delicadeza la mano de la mujer y le transmitió no solo el calor de su piel. Una suave electricidad los conectó a los dos–. Adiós, hasta pronto. La mujer permaneció en la puerta de su casa observando cómo el hombre se alejaba.
“El Interrogador”, emboscado en un tal Roberto Siarella, detective federal, confirmaba lo que sospechaba sobre Muna, Melquíades y la empresa donde trabajaba el supuesto antropófago gourmet.
¿Visitaría nuevamente a la mujer? Lo tomaría en consideración. Una compañía, luego de tanto tiempo, no le vendría nada mal. Ladilla hacía mucho tiempo que había muerto asesinada, pero él seguía completamente vivo.

XI. Desde una fuente de “El Sindicato”, le informaron a “El Auditor”, la incursión de “El Interrogador” en la empresa donde trabaja Melquíades Ezequiel Odamxur. “¿Los de “La Fuente” están preocupados. A dónde quiere llegar?” Pero eso “El Auditor” no lo podía responder, no estaba en el pellejo del sicario degradado a investigador.
El aviso era a su vez una advertencia de “La Fuente”. “¿A dónde quiere llegar?” significaba, “no debe seguir hurgando ciertas cosas”. Hasta el más fiel servidor puede volverse un hombre fuera de control.
Envió un mensaje a “El Interrogador”. “Ideal para un cafecito. Mañana a las diez”. La respuesta llegó al momento, “allí estaré”.
Otros informes llegaron a “El Auditor” quien tuvo así el detalle de todo lo que había hecho el sicario en los últimos días, incluida la caminata con esa empleada.
La pregunta fue inevitable y también llegó por un mensaje ¿“La Fuente” pregunta si hace falta una limpieza y planchado de traje y/o vestido?” “El Auditor” respondió “todo limpio por ahora”.
La pobre Lidia, se había ganado una condena a muerte en suspenso sin siquiera enterarse. Era inofensiva y la información que giró “El Sindicato” así lo confirmaba.
“Por ahí el tipo se enamora y se deja de joder”. Este pensamiento era interesante, pero tratándose de “El Interrogador” era muy estúpido. El sicario no tenía modo de enamorarse de nadie. Nunca se lo propuso y nunca sintió ese sentimiento. ¿Y Ladilla? Ladilla no fue un amor, fue una violencia condensada en forma de coito.
Esa mañana “El Auditor” llegó temprano. No estaba solo. Dos matones se ubicaron en mesas alejadas de la que él ocupaba. Cuando “El Interrogador” llegó al momento notó la presencia de los dos desconocidos.
—Buen día. –Saludó sin expresar preocupación alguna.
—Buen día. Gustoso de verlo y compartir el desayuno con usted.
—No estamos solos.
—Nunca.
—No es necesario que venga a verme con dos matones.
—Querido amigo, el hombre propone y los dioses disponen.
—¿No somos más monoteístas?
—Me temo que no.
El mozo se acercó con el pedido que “El Auditor” le hizo cuando llegó.
—Me tomé el atrevimiento de pedir por los dos. Café y masas. Algo de cafeína, algo de azúcar. ¿Le parece bien?
—Excelente. –Los hombres tomaron unos sorbos de café.
—Mire, no voy a andar con rodeos, le voy a mostrar el mensaje que me hicieron llegar ayer. Le mostró su celular. Leyó “¿A dónde quiere llegar?” Y luego lo de la limpieza.
—Voy a encontrar a la detective. Eso es todo.
—¿Es todo?
—Es todo.
—Hay intereses muy poderosos en todo esto. Hay gente que pierde la calma con facilidad.
—Como dijo aquel policía veterano, no soy San Martín, no voy a organizar un ejército, no voy a hacer una revolución ni voy a liberar a tres países. Solo voy a encontrar a la muchacha.
—Puede estar muerta. Me parece que nadie la busca.
—Es una posibilidad. O pudo haber fingido su muerte. Si está muerta, encontraré el cadáver, y si no, la encontraré a ella y ahí terminará todo.
“El Auditor” se llevó a la boca varias masitas una atrás de la otra. Masticó sin apuro, tragó y bebió algo más de café. Miró a los ojos a “El Interrogador”. Pasó una mano por la cara tratando de quitar de su rostro un leve gesto de incomodidad.
—¿Y luego?
—Y luego nada. Asunto terminado.
—¿Trata, tráfico de órganos, droga, finanzas?
—No son mi preocupación. Ya le dije y dígaselo a quienes le mandaron ese mensaje, “no soy San Martín”.
—Yo creo en su palabra. Pero…
—A esta altura de mi vida, luego de treinta años de servicio, no voy a preocuparme porque algún idiota no crea en lo que digo.
—Es que las nuevas camadas son algo imprudentes. Vienen con la historia del “trasvasamiento generacional”, que equivale a tirarnos por la ventana. Usted sabe lo que dijo el general respecto a eso.
—Estúpidos, imberbes…
—Algunos imberbes pretenden tener más méritos que los que lucharon durante veinte años.
“El Interrogador” sonrió, luego bebió café y probó la primera y única masa.
—¿Aclarado?
“El Auditor” movió afirmativamente la cabeza.
—Por lo menos para mí. Cuento con su discreción.
—No tiene nada de que preocuparse. Eso sí, dígales que dejen en paz a la mujer con la que hablé.
—¿La quiere para usted?
—No tiene nada que ver con este asunto. Déjenla tranquila.
—Se los haré saber. Confíe en mí.
—Bien. Confiar es un verbo que nunca supe conjugar. Espero que los muchachos no meen fuera del tarro.
—Procuraremos conseguir un tarro muy grande.
“El Interrogador” se puso de pie, lentamente. Sin quitarle la vista a los dos matones que estaban en mesas más apartadas. Le indicó a “El Auditor” que mirara en dirección a ellos.
—¿También les paga el café?
—Poca plata.
—Si quisiera estarían muertos sin que llegaran a darse cuenta.
—Lo sé. Pero evitemos cualquier desgracia. Me ocuparé que no molesten a la señora.
—Gracias.
“El Interrogador” salió de la confitería, sin apurar el paso.

XII. Así eran las cosas en su vida y por ello decidió ni esposa, ni hijos, ni novia. Nada que cueste más de diez segundos abandonar.
No volvería a ver a Lidia. Sabía que si se repetía la visita la asesinarían. No tenía sentido. Y aunque a él en definitiva no le movería ningún sentimiento la muerte de esa mujer, la concebía inútil, innecesaria. Lo que ella le había confesado sobre Melquíades y la detective era importante y no podía contribuir con ningún otro dato significativo.
Ir contra los patrones era meterse en un terreno que “El Auditor” acababa de prohibirle. Trata, tráfico de órganos, droga y finanzas, eran asuntos que no le competían. ¿Descubrir el destino de Taga o Muna, como quisiera llamarla? Aceptado. Si muerta, el cadáver, si viva, el refugio. Y ahí debía acabar todo.
La presencia de dos asesinos en una reunión a la que él asistía era más que una amenaza. Era un aviso que no podía ser malinterpretado. Había entrado en la lista de los descartables. Lo que jamás se les hubiese ocurrido a los de la vieja guardia, a la “renovación” como los llamaban algunos en “El Sindicato”. La traición es solo adaptación. Todos esos mequetrefes se referenciaban en un librito de unos franceses que explicaban la traición como el arte de gobernar. Esa teoría en “El Sindicato” llevaría más temprano que tarde a una degradación abismal.
Tal vez estaba llegando el momento exacto del encuentro con Dixi, de poner fin a esa historia que comenzó hacía muchos años, pero que se potenció con un litro de ginebra William Chase. Debía jugar la partida de ajedrez inconclusa y acabar esa historia personal. Si él ganaba, mataría a Dixi, y si perdía, Dixi terminaría con su vida. Buena manera de morir, en manos del mejor amigo. Seguramente para la partida inconclusa, Dixi recurriría a Schubert, sonaría la sinfonía “Inconclusa” para que el encuentro tuviera esa cuota de dramatismo necesaria para poner fin a una rivalidad ejemplar como lo fue hasta ese momento la amistad que los unía.
Para dilucidar si Muna Morrigan estaba viva o solo había simulado su muerte, debía, sí o sí, encontrar a quienes la ayudaron cuando su huida del orfanato y la refugiaron para que comenzara una vida diferente. Estaba convencido de que era esa maldita monja la única que podía saber cuál fue la familia que la adoptó luego de escapar de esa prisión en la que fue recluida por un par de jueces de mala entraña. Y debería saberlo porque ningún servicio de inteligencia superaba al de la curia. En cada pueblo un cura, por lo que no había nada que la iglesia no pudiera saber. Arrepentidos, desorientados, abrumados por el pecado, haraganes con delirios místicos, todos esos pasaban por el confesionario y brindaban la mejor y más detallada información de amigos y enemigos.
Pero la monjita mentirosa se negaría a hablar. Jamás esa sierva de Dios diría algo que pudiera comprometer a sus superiores. Si hay una organización que por más de dos mil años ha sido vertical y exitosa, y hecho de la obediencia debida un sacramento inviolable, es la iglesia a la que la monjita le había ofrendado su vida.

XIII. Donde hay virtud, hay pecado, donde fidelidad, traición. Si la Hermana Chaterine estaba dispuesta a mantener a resguardo los secretos del orfanato, había quienes estaban dispuestos por una buena suma de dinero, a revelar algunos de ellos. El único secreto a buen resguardo, es aquel que no se le confía a nadie. Y ese no era el caso.
“El Auditor” estaba decidido a ayudar para que aquello acabara de una buena vez. Demasiados intereses en juego exigían que “El Interrogador” no siguiera investigando porque, como dijo aquel viejo policía a la detective, en oportunidades, no se debía buscar a riesgo de encontrar lo que no era conveniente.
Fue “El Auditor” quien se ocupó de sobornar a una confidente del hospicio que sí podía brindar precisa información de a qué hogar fue a dar la fugitiva Taga.
Por un mensajero de “El Sindicato”, una esquela le fue entregada a “El Interrogador” con los datos de la familia de acogida.
Se trataba de un matrimonio de jubilados, los dos, a ese momento, de más de ochenta años de edad.
No le fue fácil decidirse cómo encarar a los ancianos. Si aparecía amenazante, ellos se refugiarían en el silencio. Además, el recurso de haber olvidado todo por la vejez o la demencia senil, siempre estaba a la mano.
Si demasiado amistoso, sospecharían de las verdaderas intenciones de quien preguntaba por Taga. También debía considerar que ellos bien podían no saber nada de ella.
Tal vez había transcurrido un largo período sin que la muchacha los hubiera visitado o tomado contacto con ellos, después de todo no era su hija, apenas una refugiada y, por lo que ahora sabía, se trataba de un matrimonio vinculado al orfanato.
Lidia le hubiese sido muy útil en esa oportunidad, era suave y parecía sensible, algo que suele agradar a las personas mayores. Como además era bonita y olía bien, difícilmente los viejos se hubiesen negado al menos a recibirlos. Pasarían por un agradable matrimonio en busca de una vieja conocida. Pero había decidido no involucrarla porque la exponía a una sentencia inmerecida. Debía arreglarse como podía.
No iba a dejar pasar mucho tiempo más en la búsqueda. Eligió una mañana fresca para dirigirse a la dirección que figuraba en el mensaje que le hizo llegar “El Auditor”.
Se trataba de una localidad en la periferia de la ciudad, a unos treinta minutos de la frontera con la provincia. Alquiló un automóvil para ese viaje. Eligió un documento que lo identificaba como extranjero. Un turista cincuentón de paseo en Buenos Aires.
Tomó por la avenida que lo llevaba directo a la localidad a la que debía dirigirse. Tránsito moderado, sin piquetes que interrumpieran la circulación. Especulaba sobre cómo podría irle en la entrevista. No había decidido aún cómo se presentaría. Tenía algunas opciones más o menos creíbles. Compañero de trabajo, aunque no sabía si los ancianos sabrían que ella era una detective de Homicidios. Un huérfano que compartió la infancia y el pupilaje del que se liberó ya grande, porque así lo había dispuesto un juez en su momento. ¿Un alborotador o algo así? No exactamente un revoltoso, pero sí alguien a quien le llevó un gran esfuerzo aceptar que era hijo de nadie y que debería vivir donde todos eran “nadie”.
Un “nadie” se supone que lleva siempre un rencor y eso lo hace díscolo aunque no malvado. No lo movía la maldad sino la angustia del desamor y por eso tardó en adaptarse al mundo aquel. Adaptarse era la palabra correcta.
Esa historia hasta le pareció conmovedora. “Seré un nadie, hijo de nadie, sin padre ni madre, a quien le costó mucho adaptarse al mundo real” se dijo a sí mismo. Acompañaría el relato de esa
historia con cierto gesto de tristeza que había ensayado en más de una ocasión antes de ejecutar a una víctima, no porque disfrutara victimizándose, sino porque era parte del menú de opciones que disponían sus clientes para el momento del ajusticiamiento para el que había sido contratado.
Puso la radio. Escuchó una música que le pareció espantosa. Cambió de frecuencia y encontró una estación que difundía tangos. Era una música para el momento. Esperaba escuchar “Cambalache”, porque se sentía como escribió el poeta, revolcado en un merengue y en el mismo lodo todo manoseao. Esa sensación le quedó luego de la amenaza que le envió “El Sindicato” (“La Fuente” en realidad), con la presencia de dos matones que los vigilaron en la última reunión que tuvieron en la confitería “La Ideal”.

Mientras manejaba hacia la casa de los supuestos tutores de Taga, volvió sobre ese último encuentro con “El Auditor”. Una palabra iba y venía en su cabeza, “confiar”. Nunca confió en nadie. Si era totalmente honesto, debía reconocer que ni en Dixi confió. Era un hombre muy experimentado. Conocía como funcionaba “El Sindicato” tal vez como pocos. Por eso siempre tuvo presente cuál podía ser su final y sin que hasta ese momento hubiera evidencia de alguna represalia contra su persona. Fue respetado por todos y considerado de lo mejor de la organización.
Pero en el último tiempo estaba más solitario que de costumbre. No se trataba de la soledad propia de un sicario como él, esa que es naturalmente amena. Era diferente, hasta palpable. Pensó si en verdad lo que le ocurría era que al quedar fuera del servicio empezó a sentirse vacío. Un vacío que no nacía en la razón sino en la intimidad de los sentimientos. ¿Un hombre como él debía sentir esa sensación? Sus neurotransmisores estaban calcificados luego de años de indiferencia, su química estaba distorsionada y se precipitaba en la sustancia negra de su troncoencefálico hasta no quedar vestigio de su humanidad.
Pero al cabo de unos meses de parálisis comenzaron a surgir pequeños cambios en su estado de ánimo que al principio no tuvo en cuenta, pero con el correr del tiempo comenzaron a inquietarlo. Ya no era el mismo. Tiempo atrás jamás se hubiera preocupado por alguien como lo hizo con Lidia. Hubiese tenido sexo con la mujer y luego la habría dejado librada a su suerte, la cual había sido decidida apenas ella se hubiera confundido en las sábanas con él. Pero le advirtió a “El Auditor” que la dejaran en paz. Y esa era la evidencia de que ya no era el mismo. Él se atrevió a advertirle a “El Auditor”, alguien que era la representación más real de “El Sindicato” y quien también estaba acosado por los “pendejos de La Fuente”.
En todo lo que interesaba a la organización “El Auditor” intervenía. Era un auditor de guerra, de los supremos tribunales de la delincuencia, de los sacerdotes del crimen organizado. Era de los pocos que accedía a los supremos magistrados. Y a pesar de saber todo eso, se había visto obligado a advertirle e indicarle que no debían hacer. Nada más humillante.
Como “El Auditor” era un hombre que nunca revelaba sus pensamientos porque estaba blindado a toda emoción, respondió con elegancia a su insólita exigencia “dejen en paz a la mujer”. ¡Y el hombre le dijo que se ocuparía de hacerlo saber! Por supuesto que lo haría y eso podía resultar en un verdadero problema. La petulancia hace ignorante a los hombres. Ahí entendió que lo cegó la soberbia y el disgusto.
Soberbia. Uno de los siete pecados capitales, tal vez el más original y del que derivan los otros seis. Soberbia, el primer instante de la estupidez humana.

XIV. Llegó a destino. Estacionó frente a la casa. La calle estaba desierta. Tierra y cascotes mal distribuidos. A cada lado, por unas zanjas recubiertas de verdín, corrían aguas servidas.
Lejos, tal vez a trescientos metros, unos pibes jugaban a la pelota. Se oía sus risotadas.
La casa era una construcción vieja y parecía haber sido saqueada.
En el jardín de entrada los yuyales tenían casi un metro de alto. Llamó a la puerta sabiendo que nadie le respondería. Una vecina de la casilla lindera a la casa, se asomó, había espiado al hombre desde que estacionó su auto.
—¿Qué busca don? –“El Interrogador” se volvió para ver a la mujer.
—Buen día, señora. Busco a los dueños de la casa.
—Murieron hace rato. Ahí no vive nadie.
—¿Sabe de algún familiar?
—La hija vino hace meses, se llevó algunas cosas y no volvió más.
—¿Sabe dónde puedo encontrarla?
—No.
—Es importante.
—Pregunte en la comisaría por la hija de los viejos muertos. Ellos por ahí saben.
—¿Y en la comisaría por qué sabrían de los padres?
—Por el robo.
—¿Los mataron?
La mujer no respondió esa pregunta, dio media vuelta y dejó a “El Interrogador” con la palabra en la boca.
Dos viejos muertos en medio de un robo en la periferia de la ciudad no era ningún hecho extraordinario. Hasta los rateritos más miserables habían tomado por costumbre robar a los viejos y también torturarlos o matarlos. Era un entretenimiento de pandilleros, no suponía riesgos. Viejos indefensos a merced de esos enfermos. Tal vez esa había sido esa su suerte.
Si en verdad fueron los tutores de Taga, su sospecha era que esas muertes no se debían a un simple robo de drogadictos desquiciados por el paco. No tenía ninguna posibilidad de ir con la policía para saber cómo asesinaron a los ancianos. Tampoco si estaban ligados de algún modo a Taga. ¿“El Auditor”? No podía recurrir a él por ayuda. Dio por seguro que él sabía que estaban muertos y de todos modos lo envió ahí, aunque le costaba descifrar qué lo obligó a ello.
Subió a su automóvil dispuesto a regresar a la ciudad. Puso en marcha el motor. Fue entonces que creyó entender qué debía buscar en ese lugar. No era a los viejos asesinados, sino a la vecina. Tal vez era a ella a quien “El Auditor” lo mandó a ver. Era quien debería tener algún dato que él necesitaba. Burócrata astuto, no le facilitó el camino. Nadie, en “El Sindicato” podría asegurar que fue el mismo auditor quien le dio la pista correcta par avanzar en la búsqueda de Taga.
Se marchó, regresaría por la noche. La noche era más favorable para hacer una visita inesperada. Traería parte de sus herramientas. Esa mujer le iba a decir todo lo que sabía sobre Taga y sus tutores, o descubriría cuánto sufrimiento puede regalarle un profesional como “El Interrogador”.

XV. Silencio. La noche era prometedora. El auto quedó estacionado a varias cuadras de distancia de la casa de la vecina de los tutores de Taga. Frente a una iglesia que a esa hora de la noche parecía un promontorio natural que había salido por accidente de la tierra.
Camino sin hacer ruido, sin despertar ni a los perros que dormían un sueño profundo, tan drogados como sus dueños. Solo unas cuantas lámparas encendidas estiraban sus líneas de luz que se hundían en la tierra hasta desaparecer. Y el aire cargaba un perfume de aguas podridas que provenía de los zanjones a cada lado de la calle.
Llegó frente a casilla de la mujer. Parecía a esa hora de la noche mucho más desgraciada que de día. Tan precaria si hasta se podía creer que cualquier viento la destruiría por completo, dejando apenas un montículo de maderas y chapas inservibles. Entrar a la casilla fue muy fácil. Como una luz penetraba por un agujero en la pared del fondo iluminando la cama, ver el cuerpo de la mujer resultó sencillo.
Ella no lo escuchó; cuando despertó estaba inmovilizada, apenas si podía alzar la cabeza para tratar de ver quien era el hombre que la amarraba como a un animal al que se va a sacrificar. Su boca quedó sellada con una cinta pegajosa y el pegamento le adormeció la lengua. La pasta tenía un gusto tan desagradable que le provocó arcadas, aunque se cuidó muy bien de controlar el espasmo porque si vomitaba, hubiera muerto ahogada en su propio vómito.
“El Interrogador” luego la sacó de la cama y arrastró hasta la única silla que había, frente a una mesa llena de trastos inútiles. Pequeñas e inquietas cucarachas disputaban los restos de una sopa que había quedado en una lata no muy grande.
La ató a la silla. Solo dejó libre la mano derecha de la mujer. Esa mañana, cuando habló con ella, llevaba en esa mano un pañuelo con el que limpiaba su cara. No tuvo dudas de que era diestra. Luego le habló sin rodeos.
—Te voy a preguntar algunas cosas y me vas a responder por si o por no moviendo la cabeza. Si me doy cuenta de que me mentís, te voy a arrancar un pedazo de carne de donde se me canten las pelotas. Esto que ves en esta mano es un bisturí –lo puso delante de sus ojos–. Te puedo abrir como a un pescado. ¿Entendiste? El cabeceo indicó que comprendió.
—¿La hija se llama Taga?
La mujer movió afirmativamente su cabeza.
—¿Sabés a donde se rajó?
Ella movió la cabeza negando. “El Interrogador” no dudó, le estaba mintiendo.
Buscó la mano izquierda que estaba atada a la silla. Le rompió el dedo meñique con una torcedura brutal. La mujer trató de gritar, pero su boca sellada ahogó el grito. Luego le dijo “la próxima vez que mentís te corto un dedo y después otro y otro. ¿Entendiste?”
El movimiento afirmativo fue instantáneo. Entonces repitió la pregunta.
—¿Sabés a donde se rajó la hija?
Esa vez movió desesperada la cabeza afirmativamente.
“El Interrogador” puso sobre la mesa el trozo de papel que sacó de su bolsillo y una birome.
—Escribí dónde está.
Su caligrafía era infantil. Escribió tres palabras. El nombre de la provincia, el del pueblo y, por último, la palabra tren. Él leyó esas tres palabras. Taga estaba en un pueblo, en una provincia del norte, y su casa estaba cerca de la estación de tren. Eso era todo lo que necesitaba.
Una vez que obtuvo esa información, no tuvo dudas, debía eliminar a la mujer. A ella no le tomaría ni diez segundos dar el aviso a sus jefes. No le daría esa posibilidad. No tenía razones para dejar un cabo suelto.
Se tomaría su tiempo para completar el trabajo. Con un precinto ató la mano derecha de la mujer a la silla. Luego se sentó en la cama. Necesitaba un par de minutos de descanso, el exceso de adrenalina había aumentado su frecuencia cardíaca a un ritmo impresionante al contraer brutalmente los vasos sanguíneos y dilatar las vías respiratorias.
La mujer pareció desmayarse súbitamente. Él creyó que estaba simulando. Sabía que esa no era una pobre mujer que vivía en la pobreza. Era una informante, sin dudarlo. Ella debió hacer inteligencia sobre los tutores de Taga y les pasó el dato a los asesinos de que la muchacha estaba por aparecer, algo que, de acuerdo al relato de la propia mujer, no ocurrió. Errores en la información precipitan decisiones inconvenientes. “El Interrogador” creía que eso era lo que había ocurrido.
Cuando los asesinos no encontraron a Taga, recibieron la orden de liquidar a los viejos. Quienes dieron la orden seguramente apostaron a que esas muertes harían que la muchacha saliera de su escondite. Pero no fue así. Llegó a la casa tiempo después, cuando nadie lo esperaba, tomó algunas de sus cosas y despareció.
El descanso llegó a su fin. La adrenalina no dejaba de fluir. “El Interrogador” se puso de pie. La mujer alzó un tanto su cabeza y, a pesar de la oscuridad, pudo ver al hombre caminar hacia ella esos pocos pasos que los separaban.
La muerte envía señales inconfundibles.
¿Morir así? Tal vez se lo preguntó, cómo saberlo. El instinto debió prepararla para lo inevitable. La asfixiaría o ese filoso bisturí, el que aun en el fondo de sus pupilas su delgado filo destellaba silencioso el horror de un holocausto.
Hasta “El Interrogador” escuchó el sonido de la profunda inspiración de aire que hinchó el tórax de la prisionera. Ella alzó levemente la cabeza y expuso el cuello sabiendo lo que le esperaba. Para qué complicar las cosas. ¿Habrá tenido un último recuerdo? Tal vez se vio a sí misma, en la sombra el súbito reflejo de su propio cadáver.
Degollar a la mujer fue nada, un movimiento exacto de izquierda a derecha, profundo. La sangre inundó la boca obstruida por la mordaza y bajó por la tráquea directo a los pulmones. El resto cayó del cuello al pecho, del pecho a la silla y de ella al piso. Un redondo y pastoso charco de sangre mezclada con tierra se dibujó a los pies de la muerta.
Limpió el bisturí en la manga del camisón de la mujer. Salió sin apuro. La calle estaba más oscura que cuando llegó. Una barrita de ocho muchachos bebía cerveza y fumaba porros en una esquina.
No se le animó ninguno; mientras “El Interrogador” pasaba a metros de ellos, todos prefirieron esquivar su mirada y siguieron hablando, bebiendo y fumando como si él no existiera. Los hubiera matado a todos. En ese momento seguía excitado. Llevaba en sus manos el repertorio completo de la muerte. Ninguno de esos guachines tenía posibilidad alguna de enfrentarlo.
Llegó donde su automóvil, frente a la iglesia. Subió al coche, se acomodó con tranquilidad, encendió el motor y partió de regreso a la ciudad.

XVI. “La sangre es indiscreta”. Leyó el mensaje de “El Auditor”. No se sorprendió por lo que en él le decía. Ese crimen estaba en las previsiones. El encuentro con la mujer la mañana anterior, su confesión tras la tortura y su muerte, parecían a simple vista el resultado exitoso de su investigación. Pero “El Interrogador” podía reconocer que todo aquello estaba previsto, como si alguien le fuera indicando la senda que debía tomar. Buscar la casa de los tutores de Taga fue una información que le dio “El Auditor”. Llegar a ese domicilio, encontrar la vivienda vacía, enterarse ahí mismo que los viejos habían sido asesinados en un supuesto robo, la actitud extraña de una vecina que observaba todo desde las rendijas de sus pobres paredes, no eran sucesos casuales, sino que todo le indicaba que había sido planificado para que ocurriera como ocurrió.
Sabía que los miembros de “La Fuente” lo seguían de cerca, que no le perdía la huella. La presencia de dos matones a escasos dos metros de distancia, durante la última entrevista con “El Auditor”, revelaba que para algunos capos de la organización había pasado a ser una preocupación. Una preocupación no es un disgusto, es adelantarse a algo que va a ocurrir, es precaverse, pero ¿cómo saber si aquellas presencias fueron decididas solo por precaución y no eran en realidad amenazas como él las tomaba llevado de su experiencia?
La muerte de aquella mujer, un crimen innecesario, pero inevitable, no podía quedar expuesta a la chapucería de algún detective con ansias de ascender en el escalafón policial. Por eso la limpieza fue una rápida decisión que se tomó no por ocultar el crimen, sino para no alimentar la indiscreción de mediocres y alcahuetes.
Poco después que “El Interrogador” dejara la casilla, un grupo de hombres retiró el cadáver, prendió fuego a la casucha y la redujo a cenizas. Los bomberos nunca llegaron, un oportuno llamado envió al destacamento a otro lugar. Algunos vecinos trataron de apagar el fuego arrojando agua de unos pocos tachos, a sabiendas de que ese esfuerzo era inútil. Malgastar agua donde escasea, con la certeza de que es imposible extinguir el incendio de una casilla de madera reseca, no era heroico sino estúpido.
Los vagos que fumaban y tomaban en una esquina cercana fueron los únicos testigos que vieron como un grupo de hombres envueltos en la oscuridad, sacaba el cadáver de la mujer de la casilla, lo arrojaban dentro de una camioneta y luego prendían fuego al sucucho. Aún alcoholizados y drogados mantuvieron la lucidez y enfilaron en dirección contraria a la presencia del siniestro grupo de hombres, avivados que lo que allí ocurría no era de su incumbencia.
Si las cosas seguían como suponía, “El Interrogador” iría por la muchacha y daría con ella. Cadáver o revelación. Solo cabían dos posibilidades.
“El Auditor”, quizás como una medida sanitaria, no consideró volver a reunirse, una nueva entrevista alimentaría mayores sospechas de quienes ya consideraban a “El Interrogador” más que un inconveniente. Repetir un encuentro bajo la mirada de dos matones que hacían lo imposible por no pasar desapercibidos, pondría de muy mal humor al hombre y a él lo expondría a cualquier maniobra perjudicial. Cuanto antes acabara aquello, mejor.
Si “El Interrogador” encontraba a Taga, todo llegaría a su fin y él volvería a la placidez de su despacho sin tener que dar respuesta a cada momento a ese grupete de imberbes que empezaba a tomar el mando de la organización, sobre el comportamiento del sicario degradado a investigador.

XVII. Esa llamada la recibió “El Auditor”. ¿Era con él con quien quería comunicarse? No podía tratarse de un error. La mujer que le hablaba lo hacía con tanta seguridad, que debió aceptar que la comunicación estaba dirigida a su persona, a pesar de que nunca lo llamó por el nombre con que se lo conocía en la intimidad de “El Sindicato”.
No pudo reconocer la voz, y aunque preguntó insistente quién le hablaba a su celular, no obtuvo respuesta. Era una voz de mujer. Estaba seguro de que se trataba de una joven. Muy difícil que un hombre pudiera fingir una voz femenina de ese modo.
La voz era delicada, cierto tesón de terciopelo se notaba en cada sílaba. Apenas rozaban los labios las palabras al ser pronunciadas y “El Auditor” pudo captar sin esfuerzo esa peculiar forma de hablar, y quedó confundido por el modo en que la mujer modulaba las palabras, lo que le dio una sensación de intranquilidad que no conoció en años.
Le dijo que anotara una dirección que iba a dictarle. No dudó ni por un instante, esperaba esa información, tomó su agenda y su estilográfica y escribió. No precisó que le repitieran el mensaje. Allí terminó el llamado. Él permaneció por unos cuantos minutos con el celular pegado a su oreja. Nunca imaginó que le darían esos datos por ese línea telefónica. Estaba confundido.
No estaba en su despacho, sino en su casa. Permaneció ensimismado. Su esposa lo observó absorto, eligió no interrumpirlo. Sabía que si quedaba atrapado en una conversación, era inútil captar su atención. Recién cuando dejó el teléfono sobre la mesa, ella se animó a hablarle.
—¿Buenas o malas noticias? –“El Auditor” observó a su esposa, pero no le prestaba atención, solo la miraba.
—Malas.
—Lo lamento querido. Estamos acostumbrados.
—No por lo que creés.
—¿Entonces?
—Era una mujer. No sé de quién se trató. Me dictó una dirección.
—¿Una que tiene el número de ese celular?
—Sí. Uno que muy pocos conocen y al que nadie puede acceder sin complicaciones o incluso represalias.
—Algún capo le dio tu número.
—Es algo inusual, ningún benemérito haría tal cosa sin avisarme.
—Nunca se sabe.
—Cierto.
—Siempre hay una primera vez para todo. ¿Podés pedir que rastreen la llamada?
—Por supuesto.
—Entonces avisás del llamado, transmitís esa anotación y devolvés el celular para que lo investiguen. A cambio de tu buen comportamiento, que te den otro. Si esa mujer quisiera meterse con vos, no te hubiera llamado. Las malas noticias nunca se anuncian. Debe andar en búsqueda de otra cosa.
“El Auditor” asintió. Apagó el celular. A la mañana se ocuparía del extraño llamado.
Era importante dar con quien lo hizo. ¿Era una falla severa de seguridad? ¿Una provocación? ¿Alguien que quería usarlo como chivo expiatorio?
Nunca le había ocurrido algo semejante y eso logró desequilibrarlo. La armonía es un estado que “El Auditor” apreciaba de manera especial.
Hasta ese momento había bastante armonía en su vida, era un veterano y pronto se retiraría del servicio activo con todos los beneficios bien ganados. Salvo las incorrecciones de “El Interrogador” o sus excesos, y la soberbia de “los imberbes”, nada salía de sus cabales. Dificultades en una organización como en la que militaba nunca faltaban, luchas intestinas, traiciones, engaños. Todas esas complicaciones eran, en realidad, componentes de una armonía atonal, a lo Schoenberg.
No hay armonía sin desarmonía, y su trabajo era consensuar muchos intereses en pugna. Para llegar a la armonía había que pasar por cierto desorden. Eso estaba ocurriendo en “El Sindicato”, había un cierto desorden que provenía de los nuevos desafíos que se le presentaban. Nada permanece inalterable y todo debe ser destruido para luego construir lo nuevo sobre lo viejo, lo que se conoce como “la renovación”.
A él le correspondía ayudar a la adaptación a todos los miembros activos. Los más jóvenes creían saberlo todo y los más viejos desaprobaban los cambios. Allí radicaba la tensión del momento. Orden, desorden, sinopsis y nacimiento del orden renovado; aunque sinopsis no explicaba acabadamente sus ideas, sí la síntesis, la reconfiguración de un todo a partir de todas las partes.
El llamado de la desconocida le daría razones a los renovadores, si no habían sido estos lo que le dieron el número reservado del celular. ¿Por qué harían eso? Para dejar en ridículo los viejos procedimientos de “El Sindicato”. La tecnología avasallaba los antiguos códigos. El crimen en sus múltiples manifestaciones ya había entrado en la era de la inteligencia artificial y solo cabía la adaptación o la extinción.
No tenía opción, debía informar del llamado y comunicar la dirección que la mujer le dictó.
Ese suceso lo obligó a considerar adelantar su retiro.

XVIII. “El Interrogador” recibió el mensaje en el que se le informaba de una dirección en el norte. “El Auditor” hizo el envío luego de que así se le ordenara. Obedeció porque no cabía la indisciplina. Sospechaba que era una trampa de la que no podía salvar a “El Interrogador”. ¿Él también comprendería que lo enviaban al norte a un lugar desconocido del que, era probable, no volvería?
El sicario no era ingenuo. Sin embargo, no la eludiría la orden y no por disciplina. Disfrutaba los desafíos. Antes iba a hacer unas visitas. Tenía algo que debatir con Chaterine, la monjita mentirosa, y vería a Lidia, la esperaría a la salida del trabajo para caminar con ella esas cuadras y, tal vez, luego compartir una cena y una noche de amor. Se lo merecían ambos. Sabía que Lidia nunca lo rechazaría. Después de Ladilla, ella era lo mejor que le había pasado, distinta a aquella, muy diferente. Una, la brutalidad en la vida y el sexo, la otra un rumor maduro.
Respondió el mensaje del “El Auditor” con una sola palabra, “entendido”. No había más que agregar. En su automóvil se dirigió donde Chaterine. Condujo con calma, no tenía apuro. Imaginó a la monja enhebrando una aguja y remendando ropa de niñas, bombachas rotas en la entrepierna, algunas tintas en sangre. La monja lo miraba a través del ojo de la aguja y aunque resultara extravagante, él se veía en ella reflejado. Los dos eran espejos de cada uno. Sin humanidad en el sicario ni en la monja. Todo lo humano se había desvanecido. Era una equivalencia patética que surgía de aquellas visiones.
Por el ojo de la aguja salían los fantasmas de muchos de los que él asesinó contratado por clientes asociados a “El Sindicato”. Hombres sin rostro definido, pero que por su aspecto él sí podía reconocerlos.
Del otro lado del ojo de la aguja, iban hacia la monja costurera, la silueta de niños que no le recriminaban nada, solo la observaban en medio de una arenosa nube de la que precipitaban gotitas de sangre turbia.
Llegó al orfanato donde nadie lo esperaba. Dudó en llevar a la entrevista alguno de los bisturíes que guardaba en un primoroso neceser. Tenía una única razón para ello, liquidar a la monja, cortando su yugular. Luego, observaría cómo se desangraba mientras la abundante sangre ahogaba en la garganta sus gritos. Desistió de llevar sus instrumentos. Poco eucarístico para una monjita mentirosa.
Tal vez la estrangularía, la excitación de la muerte por asfixia entre sus manos al tiempo que recitaba algún que otro versículo bíblico, sería un final digno para esa maldita vieja pervertida.
Camino hasta la entrada del orfanato con paso medido, mirando su propia sombra que se proyectaba delante de él, abriendo camino al asesino. Llamó a la puerta. Todo estaba en silencio. No se escuchaba el bullicio de algunos de los niños internados. Tampoco los ruidos comunes de las tareas de los adultos.
Probó si la puerta tenía echada llave; estaba abierta. Abrió sin apuro. El largo pasillo estaba casi a oscuras. Al fondo, en el gran pórtico que daba a un patio, la luz del día iluminaba un colorido vitral que reproducía una escena bíblica, Jesús rodeado de niños. Abajo, estampado en unos vidrios rojos esmerilados, en letra gótica, se leía “Dejad que los niños vengan a mí”.

XIX. Apenas avanzó unos pasos, las puertas de las oficinas que daban al pasillo se abrieron de par en par. Las monjas cerraron el camino al visitante. Sus rostros eran imprecisos. Todas llevaban los mismos hábitos, túnica, velo, cinturón y escapulario. A pesar de no poder distinguir en ninguna de ellas sus ojos, sentía que aquellas miradas pasaban su cuerpo como finas agujas. Tenía que tomar la iniciativa, los espectros no lo dejarían avanzar más allá de donde había llegado.
—Busco a Chaterine.
Ninguna respondió. Se agitaron con el movimiento de una marea negra de izquierda a derecha y luego volvieron a la quietud con la que permanecieron hasta que habló.
—Vengo a matarla.
Tampoco esa afirmación sirvió para que alguno de los esperpentos respondiera. El silencio se hizo mucho más denso.
Desde la última fila de espantajos se oyó la voz de la Hermana Chaterine.
—¿Y qué cambiaría la muerte de nuestra Hermana?
—Será un acto de justicia.
Todas las monjas rieron; la risa que se oía era una sola. Por todas las bocas la voz dijo:
—La verdad fue detenida hace siglos. Seis cosas hay que odia el Señor, y siete son abominación para Él: ojos soberbios, lengua mentirosa, manos que derraman sangre inocente, un corazón que maquina planes perversos, pies que corren rápidamente hacia el mal, un testigo falso que dice mentiras, y el que siembra discordia entre hermanos. ¿No te reconoces en estas abominaciones?

¿No está llena de soberbia tu mirada? ¿No has proferido cuánta mentira pudo tu lengua? ¿No han derramado demasiada sangre tus manos? ¿No has maquinado cuanta perversidad te fue posible? ¿No te has echado a los brazos del mal con regocijo? ¿No has falseado tus declaraciones para ponerte a salvo del reproche de tus superiores? ¿No has sembrado la discordia entre tus hermanos, quienes ahora dudan hasta de tu sombra? Y si todo esto eres y todo esto has hecho, ¿cómo te atreves a venir a esta casa de Dios a traer la muerte?
“El Interrogador” no estaba dispuesto a someterse al cínico debate de los esperpentos.
—Esta casa es la muerte. Ustedes han sodomizado a cientos de niños. Su dios es un pedófilo y la pequeña monja mentirosa la madama del prostíbulo.
Un vago rumor salió de las bocas. El semicírculo de monjas se dividió en dos y en medio quedó un corredor que recibía la tenue luz del vitral multicolor del gran pórtico. Por ese pasillo avanzó la Hermana Chaterine. Ordenó a los espectros que la dejaran sola. Las monjas se retiraron entrando a las oficinas que daban al pasillo. Quedaron enfrentados “El Interrogador” y la Hermana Chaterine.
—No pierdas tu tiempo. Soy centenaria y quiero morir de una buena vez. Dios me espera para sentarme a su diestra. A Él he servido fielmente. He servido a su Iglesia. Siempre obedecía a mis superiores. No puedes decir lo mismo. ¡Hazme justicia, oh Dios, y defiende mi causa contra una nación impía; líbrame del hombre engañoso e injusto!

“El Interrogador” casi no escuchó lo que Chaterine le dijo. Estaba ensimismado, reflexionando sobre aquello que ocurría. Repasó a qué se debía su presencia en ese antro. Para hacer justicia con la muerte de la monja por los ultrajados. Eso era todo. No estaba ahí para escuchar el recitado de proverbios que no valían ni el peso de una hoja de papel biblia, ni las abominaciones de una bandada de cuervos consagrados a un dios tan perverso como él o cualquier otro sicario.
Sabía que bastaría abalanzarse sobre el vejestorio, asirlo por el cuello y provocar la asfixia en cuestión de segundos. ¡Romperle la glotis sería tan fácil! Rojas petequias adornarían el rostro y sus labios cianóticos se sellarían por siempre.
Aunque sabía que la muerte de la monja no serviría para cambiar lo que ahí dentro ocurría niñas y niños. A una Chaterine le sucedería otra igual solo que más joven, más cínica, porque la juventud retoña todos los males y los nutre de nuevas energías. Entonces comprendió que no buscaba hacer un acto de justicia, una sanción merecida por tanta inmundicia, sino que lo que en verdad lo motivaba era ejecutar a esa mujer tal como si lo hubiesen contratado para ello. Necesitaba matarla como había hecho con aquel rufián de falsa bonhomía y con la arpía que preparó con sus alcahueterías el asesinato de sus dos ancianos vecinos. Y fue lo que hizo. Dio algunos pasos en dirección a la monja, no más de cuatro, y la asió del cuello. A tiempo salieron de cada oficina los espectros que se limitaron a rodear al hombre y la mujer que iba tomando un color morado a medida que el aire ya no entraba a sus pulmones. Como supuso, la ejecución duró tal vez un minuto, tal vez dos. La Hermana Chaterine estaba muerta. Su cuerpo cayó al piso y sobre las lustrosas y enceradas baldosas parecía una avecilla caída del cielo. Espectros de brazas moribundas reflejadas en el suelo envolvieron a la monja y el crujir triste, vago, escalofriante de los hábitos negros llenaba el lúgubre pasillo de fantásticos terrores. Los espectros alzaron el liviano cuerpo de la monja muerta y lo llevaron por el largo pasillo tras la puerta del vitral del Cristo rodeado de niños.
Ahora su ánimo cobraba bríos. “El Interrogador” reconoció que era la segunda vez en toda su vida que sentía un sentimiento como ese. Y eso era lo extraordinario, disfrutar un sentimiento verdadero, como no le ocurría desde la muerte de Ladilla.
Se sintió el majestuoso cuervo de los santos días idos. Sin asomos de reverencia, ni un instante quedo, salió del orfanato en dirección a la calle. Atrás se oía un salmo que repetía en latín ¡Numquam alias! ¡Numquam alias! ¡Homo reus! ¡Homo reus! Y la dulce música de un réquiem se oía hasta que puso en marcha su automóvil y se partió sin demasiada prisa.

XX. No iría a visitar a Lidia mal vestido. Ella se merecía ver a un hombre atildado y sonriente. Del orfanato, después de asesinar a Chaterine, fue directo a un lugar donde solía parar luego cumplido un contrato.
Era uno de los tantos refugios que tenía fuera para escabullirse por un tiempo, algo habitual luego de una operación, o descansar cuando sus obligaciones se espaciaban por un tiempo prolongado. Estaba seguro de que la curia no involucraría a la policía en la muerte de la monjita mentirosa. Los escándalos, del tipo que fueran, se evitaban por norma. ¿Qué ganaría la iglesia con ventilar el asunto de la monja muerta estrangulada y aventar todo tipo de sórdidas sospechas? Nada. Bastaría la menor duda sobre aquel hospicio para que toda la prensa se lanzara contra la institución. Ya no había distinción entre periodismo amarillista, fake news, mentirosos al servicio de uno u otro aparato de inteligencia. Incluso los periodistas que respondían a las jerarquías religiosas se los sometía a los nuevos dictámenes de las empresas de medios. Además, con escarbar un poco en la historia de esa institución, bastaría para que saliera a la luz los numerosos casos de abusos y trata de niñas y niños. Así ocurría en todo el mundo; donde se hurgaba, incluso sin ánimo de hallar verdades, salían a la luz centenares de casos de abuso que los pedófilos de la iglesia habían cometido durante años. El silencio y la discreción llevaban a la gratitud divina y esta, al bienestar sin padecimientos.
Después de todo, la Hermana Chaterine era una monja muy anciana. Su muerte era esperable. La vejez termina por vencer hasta los más obstinados, a aquellos que se niegan a morir a como dé lugar.
“El Interrogador” dejó su automóvil en un estacionamiento reservado a miembros de “El Sindicato”. Allí nunca ocurrió un robo. La policía jamás se había atrevido a entrar en ese garaje, era un pacto no escrito, no molestar para no ser molestado. Incluso, en ciertas oportunidades, algunos comisarios involucrados en delitos, habían pedido refugiar sus costosos automóviles de alta gama en ese estacionamiento. Favor con favor se paga. Esa es otra ley no escrita, pero que rige muchas veces la convivencia entre la policía y los delincuentes.
Luego de dejar su auto, subió a un taxi y se dirigió a su refugio. Era un austero mono ambiente sin demasiado arreglo.
Un pequeño ropero y dentro de él algunas camisas y trajes; en la cajonera ropa interior y medias y bajo la cajonera, tres pares de buenos zapatos. Una cama amplia y cómoda, completaba el mobiliario.
Un baño de un metro cuadrado, con ducha, y la correspondiente kitchenette, era todo. Debía estar en el trabajo de Lidia antes de las dieciocho horas, que era el horario de salida.
Se bañó sin prisa, y luego de la ducha bebió un té y comió unas tostadas de salvado que tenía reservado para ocasiones como esa. Usó, luego de rasurarse, un perfume de suave fragancia. Vistió, camisa, corbata y traje azul Francia y zapatos negros.
Estaba listo para la visita. No llevaría alguno de sus automóviles. Un taxi era lo conveniente.
Llegó al trabajo de Lidia alrededor de las diecisiete y cuarenta y cinco minutos. Quince minutos antes de la salida era suficiente para que la espera no fuera larga. No le aviso a la mujer que iba a verla esa tarde.
Llegó la hora. La mayoría de los empleados salieron, pero Lidia no. Podía tratarse de un retraso por alguna tarea que demandó más tiempo. Nunca había esperado a una mujer tanto como lo hizo con esa. Cincuenta minutos, para él, una eternidad.
Lidia no salió del trabajo. Decidió no preguntar por ella. Llamaría al día siguiente por teléfono y pediría hablar con Lidia Bramonte de parte de una amistad de la familia. Volvió a su refugio en un taxi. Esa noche no cenaría, necesitaba digerir su último asesinato, comer le hubiese producido una acidez insoportable.
Apenas llegó al departamento, recibió un mensaje de “El Auditor”. “Comunicamos con enorme tristeza el fallecimiento de Sor Chaterine, una verdadera madre que cuidó de generaciones de niños sin hogar y sin familia. La Hermana tenía 101 años y su muerte ha traído congoja y dolor a toda la feligresía. Invitamos a acompañar su sepultura en una cripta especialmente dispuesta para nuestra amada Hermana, una religiosa que merece el reconocimiento de todos los que la conocieron y de todos a los que sirvió siempre desinteresadamente. Que Dios la reciba en su glorioso seno y le dé el descanso y el goce eterno en la gracia Divina”.
Leer ese mensaje no le produjo ninguna sensación. La hipocresía era un sistema de vida que había invadido todos los estamentos de la sociedad. Qué podía decirse de quien regenteó una fábrica de impúberes destinados al goce de pedófilos enrolados en sociedades secretas, ansiosos de renovada “mercadería fresca”, tal como se mencionaba a los niños vendidos para ser gozados en orgías para luego ser “descartados”. Cuánto cinismo contenía aquella expresión “descartados”. Incluso para él, que alguna vez usó ese mismo término para referirse a un objetivo eliminado.
Tal vez Sor Chaterine era la única que sabía el destino real de Taga, si estaba viva o fue asesinada. Tenía en reserva la dirección en el norte cálido que “El Auditor” le hizo llegar sin revelar detalles de ese dato. No había considerado aún emprender ese viaje, lo estaba evaluando pero sin precipitarse. El envío de esa dirección de un paraje apartado, no podía menos que considerarlo un ardid para alejarlo de la investigación, mandándolo a un lugar remoto, donde no hallaría más que arena y piedra. El dato coincidía con lo que la vecina de los tutores de Taga confesó antes de ser ejecutada. Se trataba de una dirección en la provincia que escribió la mujer y que, además, estaba a poco más de trescientos metros de una estación abandonada de tres, como averiguó esa misma noche. Debía considerar muchos asuntos pendientes antes de decidirse a viajar. El primero, Lidia. Pero recién sería a la mañana siguiente.

XXI. Lo esperaba. Mensaje de “El Auditor”. “Ideal saber de usted”. Día y hora, fue la respuesta. “Mañana a las 9. La costumbre es una segunda naturaleza. Lo espero”.
No tenía razones para negarse, aunque lo pusiera de mal humor la presencia de los dos matones que acompañaban al burócrata.
Esa noche durmió mal y poco. No se trató de un mal sueño. La monjita mentirosa se le presentó en varias oportunidades y tras ella, Taga. Taga era extraña. No tenía una imagen precisa de su rostro. Podía confundirse con otros del pasado y eso no debería ocurrirle, echaba a perder su visión de la víctima. ¿Taga estaba viva o muerta? La aparición de Chaterine no sirvió para responder ese interrogante. Lejos de eso, agregó confusión a sus pensamientos.
El cadáver de la Hermana estaba en una cripta, pero la muerta se paseaba por su cabeza como si fuera su propio aposento1. Hablaba en una lengua que no comprendía, tal vez latín, tal vez griego. Él no era un políglota, solo Dixi lo sacaba de la ignorancia en cuanto a otras lenguas se refería. Esa voz goteaba en su interior algo tenebroso (2) y ella no necesitaba palabras para expresar lo que pensaba de todo aquello. “El Interrogador” quiso alcanzarla con sus manos, pero solo rozó un perfume que mezclaba el olor del cadáver empezando a pudrirse y el de unas hostias que rodaban a su alrededor. Un gusano comenzó a roer la piel que se hinchaba de llantos de niñas y niños.3
Luego el séquito de espectros rodeaba a la muerta, y el gusano dejaba de devorarla. Ella en su dolor solemne lavaba sus arrugas en las inhóspitas agua de una pila bautismal rebosante de gritos. No había perdón a las infamias y en ningún cáliz una ambrosía que aliviara los tormentos.
Esa epifanía se repitió varias veces. Y volvió al rostro impreciso de Taga luego de que el cortejo abandonara el cadáver de la monja a la deriva de un mar oscuro.
No tenía otra elección que salir de la cama y meterse bajo la ducha caliente. Allí no habría alucinaciones. Pensar en Lidia, eso debía hacer. No en la monja, tampoco en Taga. Lidia era el salvoconducto. Recordar el momento en que tomó con delicadeza su mano y le transmitió no solo el calor de su piel, también la suave electricidad que los conectó a los dos. Pero al recordarla, no podría dejar de descubrir que ese recuerdo era en sí mismo un mal presentimiento.
Si él así sentía, quienes lo tenían bajo vigilancia ya habrían reconocido ese sentimiento. Se apartó para protegerla y al hacerlo les dio a sus perseguidores la certeza de que la mujer le interesaba.
Todas las cosas son y no son al mismo tiempo. Proteger es exponer, alejarse es intimar, guardar silencio es decir en voz alta qué se siente. No lo pensó así al momento de interesarse en Lidia. La necesidad de salir de aquella alucinación de la maldita monja y su horrendo cortejo de seres sin rostro, lo llevó por el camino del recuerdo de Lidia y ese lo asomó al destino probable de la delicada mujer. ¿Habría algo de suerte para ella? La suerte no existe, nada ocurre por casualidad. Lo sabía, y por eso temía no equivocarse.
A la mañana, luego del encuentro con “El Auditor”, se comunicaría con su trabajo, tal vez para comprobar que tenía razón en cuanto a sus temores. Después de todo, esa era su vida. Nada que lleve más de diez segundos abandonar. Nada a qué aferrarse.

XXII. Quería hacer una confesión. Algunas veces necesito volverme loco. ¿Y cómo era aquello? Perder la cordura por completo, en la alienación, explicar el arrebato. Demencia temporal, miedo atávico, sueño incumplido. Todos y cada uno. Y cuando llamara por teléfono y preguntara por la mujer, sabía cuál sería la respuesta. Eso era insoportable. Eso lo pondría como loco.
¿Cuántas veces él fue quien interrumpió un amor, una amistad, una compañía? A quemarropa o a distancia. ¿Y qué ley lo eximía a él de aquellas sentencias dictadas más por el hábito de matar que por la necesidad de una muerte?
Nunca dudó tanto antes de decidirse a hacer algo de lo que sabía por anticipado el resultado.
Se levantó. Casi no había podido dormir. Nadie lo vio dejar la cama, estaba solo. Ni un ojo reparaba en sus movimientos. Tal soledad suponía que lo habían abandonado. No era meritorio ni siquiera de una breve persecución, de un espionaje evidente.
Puso sus pies en el piso de madera que brillaba a pesar de lucir el aspecto del fango. Era un légamo asombroso, de medidas regulares, de aromas sepulcrales. No sintió la humedad del lodo, sí el acierto del movimiento de un animal acuático engordado con los presentes de seres, tal vez demiurgos, consagrados a esa única tarea. Pero el monstruo de formas inexactas tan solo lo rozó, sin preocuparse de su presencia o le resultó completamente indiferente que el hombre estuviera en ese lugar exacto de un círculo imaginario.
Estaba a pocos pasos de donde dejó su ropa. La ropa lucía limpia y contrastaba con el fango lustroso del piso por el que reptaba aquel animal fantástico.
Volverse loco era como aquellas lecciones de trigonometría para el cálculo exacto del trayecto de una bala, o de anatomía, donde descubrió las formas en que una persona puede morir por una bala o una cuchillada en una arteria o en un nervio crucial.
Entonces era apenas un muchacho nervioso, pero concentrado, siempre atento, esperando una traición a cada instante y recibiendo el elogio de sus profesores. El sicariato era un enigma en medio de una alucinación y él un alumno ejemplar.
Ahora era un hombre adulto. Díscolo y taciturno, de pocas palabras y las más de las veces inexpresivo, no muy diferente que entonces.
Caminó vacilante. Llegó a su ropa, se vistió sin poder apartar esa sensación en las plantas de sus pies. El animal acuático pasaba una y otra vez dibujando un círculo perfecto a su alrededor, pero no amenazaba morderlo ni atacarlo con un agudo aguijón cargado de veneno. Luego desapareció. Entonces sintió el piso no como madera sino como ceniza. Era el resto de un fuego que circuló, describiendo un particular crepúsculo despedazado y reducido a unos manchones anaranjados que agotaron su calor en apenas un instante.
Se calzó con la misma parsimonia de cada día. Solo quería transmitirle a esos fantasmas que nada en su personalidad estaba alterado.
Primero calzó las medias, luego los zapatos que ató con esmero.
Dejó el refugio. Se dirigió donde sabía había un teléfono de línea disponible para él. Antes de llegar a destino prefirió dar varias vueltas en distintas direcciones. Quien hubiera apreciado ese comportamiento debió convencerse que el hombre estaba loco. Y era lo que sentía en ese momento previo a la verdad. Algunas veces necesito volverme loco. Porque era la única manera de seguir adelante.
Comprendió que dilatar el llamado no servía para nada. Desistió del último rodeo y se dirigió al lugar donde estaba el teléfono.
Entró sin que nadie repara en su presencia. No saludó. Los parroquianos lo ignoraron como si se tratara de una molesta mosca, o un gato que pasa ronroneando para frotarse en las botamangas de los pantalones de los clientes. Pero a pesar de la indiferencia, había algo en el aire que lo ponía en alerta, era un toque de insomnio, una rudimentaria forma del sueño consumida de manera vertiginosa por el miedo.
No pidió permiso, nadie esperaba que lo hiciera. Marcó los números correctos para ese llamado. Le respondió la voz de un contestador que indicó que esperara a ser atendido. Al cabo de unos pocos segundos, una voz masculina, luego de repetir el nombre de la empresa varias veces, preguntó con qué interno deseaba comunicarse. Él “Lidia”, fue todo lo que dijo.
Del otro lado de la línea, el telefonista permaneció en silencio. Por eso él se vio en la obligación de repetir el nombre de “Lidia”. Lo repitió varias veces, aunque esa repetición resultara inuil.
—Hace muchos días que falta al trabajo.
—¿Enferma?
—¿Cómo saberlo? Ella no responde nuestros mensajes. Los patrones están por despedirla.
Eso fue todo. ¿Precisaba algo más? Aunque la soñara viva, sabía que no lo estaba. El círculo se había cerrado como siempre lo hacía. Principio y fin, un giro siniestro.
Si tuvo alma, huyó pánica en ese preciso momento. No había alivio posible. Solo restaba ese viaje que intuía último. Esa sensación de final le dio cierto alivio, lo que no era poco.

XXIII. Taga o Muna Morrison, ya no importaba cómo llamarla, no fue una niña asesina. Cierto que cambió los cartuchos cargados con granos de sal gruesa por otros con perdigones de acero y por ello su abuela mató a un traficante de los pedófilos. Luego, víctima de sus excesos, la anciana murió cuando le estallaron las arterias del corazón y del cerebro. Sin ese oportuno cambio en la munición de la escopeta, el pedófilo tal vez habría sobrevivido un tiempo más, lo mismo que su abuela.
Cierto también que le llevó el arma a Maura, su madre, que fusiló a quemarropa a Marciano, su salvador, con un disparo en la nuca que le arrancó una porción pastosa de cerebro al romper el cráneo, y de ojo izquierdo al salir la munición por la cara. Pero ella no fue la homicida, sí un instrumento inconsciente. Cómo se habían fijado esos sucesos en su mente no lo podía saber. La muerte deja siempre su huella, se lo reconozca o no.
Abandonada por su madre como en otras tantas ocasiones, la niña no pareció tomar aquello como una gran desgracia. Salió del matadero esquivando la sangre que manaba de la cabeza de Marciano, caminó hasta llegar a la estación del ferrocarril que estaba vacía y allí se sentó en un banco a esperar nada, porque no que esperar.
Maura desapareció, en efecto, como Taga intuyó, apenas le dijo “mamá va a la estación de tren y vuelve enseguida”. Las horas transcurrieron sin novedad. Comió algunas frutas, unos pedazos de pan, apreció los colores de las arboledas, del cielo que pasaba de azul a naranja mientras avanzaba la tarde y sintió algo de frío cuando llegó la noche. Eso fue todo.
Luego del crimen de Marciano y la fuga de Maura, quedó bajo la tutela de un juez que la derivó al orfelinato.
“El Interrogador” sabía que los niños en ese lugar eran traficados para pedófilos adinerados. Ella estaba reservada para alguien y por ello no fue comerciada mientras fue pequeña. Tal vez su comprador esperaba una impúber, una apenas asomada a la adolescencia a quien recién le crecen delicadamente los pechos y un vello púbico escaso asombra la entrepierna.
Pero Taga huyó del hospicio y, al menos eso parecía, fue acogida donde esos viejos asesinados años después durante un extraño robo.
Ya se había encargado del pederasta de Rufino, de la alcahueta vecina de los tutores de Taga y de la monjita mentirosa. Aunque no lo supiera y “El Auditor” no se lo confesara, “La Fuente” celebraba su trabajo. Toda una limpieza. Para algunas cosas nada mejor que un experto. “El Sindicato” observaba.
En el orfanato ya había otro Rufino, otra Hermana Superiora, donde la vieja alcahueta se levantó una nueva casilla habitada por otra vieja tan chismosa como la muerta y un matrimonio de ancianos ocupó la vivienda abandonada de los tutores de Taga. En la naturaleza, otros seres vivos aprovechan los lugares cedidos por los muertos que son rápidamente olvidados.
Los muertos dicen la verdad, no saben mentir. Sus laceraciones dictan sucesos pasados, espantosos o no tanto, el largo de una herida con un arma blanca, el hundimiento del cráneo tras el golpe de un mazo, el orificio de entrada de una bala, todo explica detalladamente que ocurrió al momento de la muerte.
La dimensión del cuchillo, su filo espectacular, habla de una muerte por apuñalamiento; la consistencia de la madera que rompió los huesos y aplastó los tejidos, dice de la furia del golpe; el orificio de penetración de una bala explica la posición del homicida y hasta lo que la víctima sintió cuando el proyectil penetró la carne.
Sobre esos muertos, se depositan infinitas capas de falsa memoria que lapidan lo ocurrido hasta ocultar por completo la verdadera historia. Rara vez alguien se ocupa de remover esas pesadas lápidas para escarbar en busca de un suceso pasado y procurar hallar algo de esa verdad velada.
“El Interrogador” estaba seguro de que a nadie le importaría en poco tiempo esos muertos. Sobre Rufino, porque nadie devuelve al presente a un pedófilo muerto y trozado finamente con un bisturí quirúrgico; sobre la mujerona degollada en la pobre casilla, porque los pobres no mueven sentimientos de reparación. Y en cuanto a la monjita mentirosa, la propia curia había informado que Sor Chaterine murió de vieja, a la edad de 101 años, una edad aconsejable para morir en la gracia de Dios.

XXIV. No había tomado todavía una decisión. ¿Ir hacia el norte, en busca de la dirección que “El Auditor” le hizo llegar por un mensajero, escrita en una pequeña tarjeta blanca, o primero tomarse revancha de algunos de los que asesinaron a Lidia? Porque estaba seguro de su muerte.
Saber quienes fueron sus asesinos le podía llevar medio día, no más. Conocía quién le daría los datos de los dos o tres rufianes que la estrangularon, luego de violarla hasta hartarse, siguiendo la vieja escuela de Albert Henry DeSalvo a quien algunos matones de poca monta admiraban.
Lo que sí decidió para encarar el viaje al norte, era en no usar su automóvil. Alquilaría uno por una semana.
Tenía documentos falsos podía elegir nombre, nacionalidad y personalidad del viajero. Ocultar quién era la persona que alquilaba un automóvil de alta gama no era una gran medida de seguridad, pero daba algunas horas de ventaja si alguien estaba tras sus pasos.
Sabía que el servicio de alquiler de automóviles está controlado no por un sistema de Inteligencia sino por varios. No hay forma de rentar uno sin que se enteren todos los servicios. Unos primeros, otros después, pero al cabo de minutos esa información entra en todas las bases de datos imaginables. Lo mismo ocurría con los pasajes de micros o aviones; todos los servicios de viaje estaban controlados.
Era importante la elección del nombre con el que rentaría el auto. Debía ser uno que no levantara sospecha de inmediato, que pasara por un tiempo desapercibido. Quienes controlan la información de los viajeros, son personas aburridas, las que muchas veces dejan pasar por alto datos que luego se comprueban valiosos. Es la abulia de los espías baratos.
Día tras día, mirando una pequeña pantalla que les quema los ojos, leyendo nombres, direcciones, a veces escuchando diálogos imposibles sobre gustos sexuales, gula, vanidades, crímenes de políticos, militares, sindicalistas y toda clase de perversiones. Un nombre simple de un hombre simple, con rostro amable y hasta mirada soñadora, tenía muchas probabilidades de pasar desapercibido durante un buen tiempo. Sabía como fingir bondad.
¿Cuánto podían tardar en descubrir que era él quién había alquilado ese automóvil? El que se enterara de que ya no estaba en ninguno de los refugios habituales. Entonces sonaría la alarma, y los mismos espías abúlicos, recibirían la orden de sus jefes de verificar a conciencia las listas con los nombres de quienes habían alquilado algún automóvil y así darían con unos cuantos sospechosos. Luego, deducir que uno de esos era él, sería cuestión de minutos.
Antes de viajar iría en búsqueda de un viejo compinche de Ladilla, un siervo, como él mismo se hacía llamar. “Soy un siervo y a mucha honra”, repetía provocando la risa desenfrenada de Ladilla. Ella lo protegía como si fuera su siervo. Él solía dormir las más de las veces delante de la puerta de la habitación de la mujer. “Odio de tísico”, así lo llamaba ella, porque apenas sacaba un pie de la cama, el siervo escuchaba el sonido del roce de las sábanas y se incorporaba de un salto lanzado por un resorte imaginario, esperando a la jefa a un lado de la puerta. Era el guardia más fiel.
Los siervos a veces se enamoran de sus amos. Él lloró con gran amargura cuando Blacrrod hizo asesinar a Ladilla.
Él fue quien preparó el cadáver de la mujer para su digno entierro. Cosió como experto cirujano la enorme herida en su vientre, producto del empalamiento que Blacrrod le impuso de castigo por mentirle a uno de sus informantes.
Él mismo controló el costoso y sofisticado proceso de embalsamamiento. El cadáver, según el siervo, por pedido de la mujer, debía mantenerse intacto por mucho tiempo. Se trató de un gesto faraónico, no de un recurso religioso. Ladilla nunca habló de sus creencias después de la muerte, y “El Interrogador” dudaba que ella considerara posible su resurrección. Y de ser posible ese milagro, seguramente, desmentiría a la sentencia bíblica que dice “Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria”. Ella fue una forma brutal de la corrupción y toda su gloria radicaba en la deshonra con que sometía a cuánto hombre pudiera.
El siervo se ocupó de la muerta. Envolvió el cadáver en una fina tela bordada en oro, eligió un ataúd de alta gama, un Promethian, el que consideró más apropiado para preservar el cuerpo. Una vez en el féretro, envuelta en la tela dorada, rodeó la cabeza hasta el cuello con rosas rojas que hizo traer especialmente de un invernadero que criaba las más grandes y rojas de todo el país. El ritual funerario duró tres días con sus noches, durante los cuales, casi todos los más encumbrados delincuentes rindieron honores a la muerta. Ninguno prometió vengar la muerte de Ladilla, el único que conservó el deseo de hacerlo fue “El Interrogador” pero “El Sindicato” nunca lo autorizó a llevar a cabo su venganza.
El siervo se hacía llamar “Basura”, luego de Ladilla no había nadie que conociera el submundo de los sicarios como él. “Basura” sabría quien mato a Lidia. Así que antes de partir al norte fue donde sabía que solía parar el siervo.
No fue en automóvil. Un micro de media distancia y un remís lo acercaron a su destino. Caminó por una calle ripiada a campo abierto no menos de tres kilómetros hasta dar con el cobertizo donde solía refugiarse “Basura”.
De donde se quisiera, se podía ver a un hombre caminar hacia una ranchada semidestruida en la que merodeaban cerdos y gallinas. Un pequeño cuzco ladró apenas divisó a “El Interrogador”. “Basura” miró por un agujero en la pared que daba en dirección al camino. La silueta del visitante era inconfundible. Y apenas vio quien venía en su búsqueda, supo el porqué de aquella presencia.

Al aproximarse a menos de veinte metros de la pocilga “Basura” le exigió que se detenga. El cuzco, al escuchar la voz del hombre, dejó de ladrar. Cerdos y gallinas huyeron hacia el otro lado de la ranchada.
—¡Hasta ahí, no más! No querrá verme la cara.
—¿Cuánto hace que no nos vemos?
—¿Y a quién mierda le importan eso?
—Trato de ser amable.
“Basura” no pudo contener la risa.
—¿Amable? Usté’sí que’cínico.
—Vengo por información.
—No me meta en quilombo, don. No estoy más en la parada.
En ese momento el que no pudo contener la risa fue “El Interrogador”.
—¿Y por eso tenés dos tipos que están controlando este rancho de mierda con binoculares militares?
Basura hizo un chasquido de disgusto.
—¡Tarados, don! ¡Tarados! Mire si no tienen una mierda que hacer que se ocupan de este viejo roñoso. Pa’joderme, me mataron un perro. Bonito, ¿vio? Más chiquito que este gritón. Lo despanzurraron. Milicos de mierda. Cómo si no hubiera cosa importante que hacer en otro lado que venir a matar a un pobre perro.
—Es lo que les enseñaron.
—Ni pa’mierda sirve lo que aprendieron.
“El Interrogador” volteó para ver a los tipos de los binoculares. Se habían refugiado tras un promontorio a unos trescientos metros de donde los había visto la primera vez.
—De seguro se arrimaron. –Dijo “Basura” con total seguridad.
—Así es, unos trescientos metros.
—Ahí se quedan. ¡Son tan imbéciles, mire! Siempre hacen lo mismo. Yo los huelo porque el viento cruza de oeste a este y un poquito oblicuó al sur, así que me llega el olor a bolas que tienen los tipos. Todo el día sudando los testículos. No hay manera de no oler el olor a esos huevos. Por eso acá ya no se acerca chancho salvaje, porque les huelen el olor a huevos que largan esos dos.
—El olor a bolas y la información corren como el viento por estos lados.
—Acá el mal olor se siente rápido, la información solo corre en alpargatas.
“El Interrogador” lanzó un fajo de dólares hacia adentro del rancho.
—¿Quiere lo’nombre o’quiere detalle?
“El Interrogador” lanzó otro fajo de dólares hacia adentro del rancho. Quería detalles.
—Por ahí tiene una jaula de lechuga, acomódese. Dele la espalda a los tarados esos. Pueden ver pero no escuchan nada.
—Yo sí escucho.

XXV. Se trató de dos hombres, vinieron de lejos. Cruzaron medio país, un muy largo camino. A toda velocidad, auto de alta gama, por esas rutas atestadas de camiones que esquivaban como si jugaran a suicidarse. No eran de aquí, los contrataron porque eran extranjeros. Los de acá se negaron a meterse con “El Interrogador”. Si uno solo de los sicarios locales no acepta el trabajo, los demás lo sabrán casi al instante y todos imitarán al primero. Nadie quería una pequeña guerra entre pares.
Los gringos, en cambio, pueden hacer cualquier trabajo. Nadie se meterá con ellos y tampoco los protegerá a partir de que hayan cumplido con lo encomendado. Entonces comenzará una cacería. Volvían hacia el oeste, pero se habían detenido a disfrutar una buena comida. “Basura” suponía que se hallaban a mitad de camino en su fuga.
Sus iniciales, RL y PB. Sus nombres verdaderos, desconocidos. Eso a “El Interrogador” no le interesaba, pero sabía de quienes se trataba.
RL era un sanguinario. Le gustaba violar niños. “Basura” creía que lo contrataron por esa “virtú”. Un brutal violador. Lo comparaban con asesinos famosos, pero era sabido que él nunca sería atrapado porque no era un simple delincuente, era un profesional al servicio de una fuerza paraestatal.
PB era el verdadero cerebro. Era quien planificaba los trabajos. Él no violaba, pero sí era un experto torturador. Integrante de un Grupo de Tareas en su país. Eran un dúo confiable para las ejecuciones. No se tenía noticias de que hubieran echado a perder alguna operación.
La elección solo pudo ser hecha por alguien que conoce muy bien el paño. Si el objetivo era provocar a “El Interrogador”, contratar a esos dos tipos fue lo correto. Un violador, un torturador, dos asesinos.
“Basura” se negó a dar detalles de cómo murió Lidia. ¿Lo sabía? Sí, y no le pareció divertido. A su alcahuete lo hizo callar en varias oportunidades; no fue tan fácil asimilar cierta información, no porque tuviera una especial sensibilidad a esa altura de su miserable vida. Pensaba en Ladilla, en cómo Blacrrod la mandó a asesinar y en “El Interrogador”, en su reacción, a sabiendas de que él era el destinatario de ese crimen.
¿Quién los contrató? No había una sola versión de quién puso una enorme suma de dinero para conseguir el servicio de RL y PB. Pero “Basura” le dijo que el tamaño del esfuerzo por asegurar un crimen tan brutal ponía en evidencia que quien contrató a los tipos era gente poderosa. Por el modo en que se consumó el crimen, fue una señal destinada a todas las organizaciones. Fue como decir “miren con quien me meto, y como mato a la mujercita con la que “El Interrogador” pensaba pasar un buen rato”. Solo alguien con muchas influencias, muchos contactos y mucho dinero se atrevería a algo así.
—Pagaron en euros, Don, billetes de quiniento’.
—Los que se usan para el lavado.
—Así’e, don, así’e.

XXVI. El pago en billetes de quinientos indicaba que, al menos, había de por medio un financista. Eran los únicos que podían proveer esos billetes en cantidad y sin dejar rastros del circuito usado para el pago.
Todo hacía suponer que se trataba de un mensaje bestial. Tenía razón “Basura”, querían demostrar poder. Mucho poder. Por eso el asunto se volvió más turbio. “El Interrogador” no podía contar los enemigos que tenía y que estarían dispuestos a joderle la vida hasta el suspiro póstumo.
La lista de enemigos era larga. Los últimos, los traficantes de órganos que se emboscaron en la ridícula historia del caníbal Melquíades Ezequiel Odamxur. También podía ser “El Sindicato”, decidido a renovarse. “La Fuente” y toda la cofradía de la monjita mentirosa. Otros que, aunque no estuvieran involucrados en el comercio de órganos y pedofilia en ese momento, ansiaban ingresar al gran mercado mundial de la perversión.
Desde la pocilga de «Basura» hasta donde podrían encontrarse los gringos en ese momento, habría unos quinientos o seiscientos kilómetros. Llegar a ellos dependía de qué apuro tenían RL y PB por volver a su país. Si decidieron continuar viaje sin detenerse más que para orinar y comer algún tentempié, cuando “El Interrogador” pudiera llegar a la ruta por la que escapaban, sería tarde. Si los retenía la juerga debido a que alguien les había asegurado una total impunidad, quizás pudiera encontrarlos.
Basura le prometió ayuda. Algunos compinches le avisarían de los pasos que daban los dos sicarios. Luego él le transmitiría la información relevante. Los dos usaban un viejo Nokia 1610Plus, suficiente para enviar mensajes de texto.
“El Interrogador” quiso saber si era necesario limpiar el terreno de aquellos dos mirones con los binoculares militares.
—¡Por dio’! ¿Qué me dice? Ya somos como hermanos de teta con eso’dos… Déjelos, que no molestan pa’nada. Somos como de familia. Cuando no están los estraño, don…
Un automóvil tardó algo más de veinte minutos en ir en su búsqueda. Basura llamó a un amigo, un antiguo miembro de “El Sindicato”, un tipo de total confianza, para que pasara a buscar a “El Interrogador”. Lo llevaría a una pequeña ciudad distante alrededor de 60 kilómetros del rancho, donde podía alquilar un automóvil de alta gama.
No se despidió de Basura, a quien no le entusiasmaban las despedidas. Los mirones saludaron tratando de parecer simpáticos con el visitante. “El Interrogador” estaba seguro de que los tipos que debían saber quién era él. Subió al automóvil por la puerta delantera del lado del acompañante y salieron a toda velocidad rumbo a la ciudad.
Esperar al automóvil, llegar a la pequeña ciudad y alquilar el automóvil le llevó casi dos horas de tiempo. Parecía un gran retraso, pero el chofer le dijo que hasta donde sabía, los sicarios iban por la ruta nacional en dirección al oeste, y que esa ruta tenía un trazado muy irregular. Por ella transitaba un numeroso contingente de camiones tanto de ida como de regreso. No había posibilidad alguna de que los asesinos pudieran ir a una velocidad mayor a cien kilómetros por hora. Y si lo intentaban, no siendo buenos conocedores de la ruta, hasta podían matarse.
En cambio, él podía viajar por la ruta provincial, por la que no solía circular gran tránsito, mucho menos camiones, que había sido asfaltada hacía poco tiempo y estaba muy bien cuidada por el caminero de los pueblos. Allí podía viajar de manera regular a la velocidad de 100 kilómetros por hora y en los tramos rectos que se extendían por muchos kilómetros, a una velocidad de 150 kilómetros por hora.
Si los asesinos cambiaban de dirección, al momento se lo avisarían por un mensaje a su Nokia.
En un apartado negocio del pueblo, a cuadras de la plaza central, completó el trámite del alquiler del automóvil. Cuando salió de la oficina donde contrató el servicio, el hombre que lo había traído ya no estaba. Se dispuso a comenzar la persecución.
De acuerdo a lo que le indicó aquel hombre, tomó la ruta provincial que estaba desierta. No era una autopista, pero servía como tal. Al cabo de una hora de viaje recibió un primer mensaje. “Viraron al norte”. Luego, un segundo, “tomaron la inter provincial”. Seguidamente, “agarre esa misma ruta”. Por último “en km 128, tome intersección inter provincial”. Se dirigiría al norte como lo hacían los asesinos de Lidia.

XXVII. “El Auditor” cada tanto bromeaba con que “El Interrogador” debía de tener dos cerebros. “Pulpo humano”, dos cerebros, muchos brazos. Con uno pensaba las acciones del presente y las ejecutaba a la perfección, y con el otro pensaba lo que debía hacer en el futuro. Era, según él, una peculiar bifurcación en el modo de pensar del sicario. Y si bien él siempre lo tomó como una broma, sabía que no era del todo inexacta la descripción.
Mientras viajaba a más de 100 kilómetros por hora por la ruta inter provincial tratando de alcanzar a RL y PB, imaginó el asesinato de Lidia a manos de los dos sicarios. Podía hacer esa reconstrucción porque conocía el modo de operar de los dos asesinos. Erraría en algún detalle menor, pero no en cómo se dieron los sucesos.
Vinieron del oeste, no pudo tomarles menos de tres días el viaje desde su base hasta la casa de la mujer.
Muchos paisanos deben haberlos visto. Eran tipos que se hacían notar. RL tenía un comportamiento propio de un idiota. Más cuando bebía, algo que ocurría a menudo. Escupía al hablar; producto de un disparo en la boca había perdido por completo la sensibilidad. Su lengua, encías y labios no sentían nada, por eso la saliva corría hasta chorrear por el mentón. Tuvo que ser remendado por el destrozo que le provocó el disparo a quemarropa. Solía llevar la camisa manchada por su baba.
Usaba siempre camisa de jean y vaqueros y lucía botas de estilo western hechas de piel de vacuno artesanalmente bordadas. Se creía John Wayne, aunque era su versión caricaturesca y babosa.
RL apenas descendía del automóvil, orinaba en cualquier lugar. Contra un árbol, en medio de la calle, a la puerta de un negocio. Era su firma “aquí meó el asesino RL”.
Nadie se atrevía a llamarle la atención. Su aspecto intimidaba. Los policías jamás se metían con él; algunos porque sabían bien de quién se trataba, y otros porque eran disuadidos de intervenir por los más conocedores del submundo del crimen. Ante su presencia lo mejor era apartarse a muchos metros de distancia.
PB era discreto, trataba de pasar desapercibido. Hablaba en voz baja, casi susurrando. Vestía de negro, caminaba encorvado, por ello las más de las veces lo comparaban con un cuervo. Su rostro apenas se lo podía ver, bajo el ala de un amplio sombrero, solía usar un pañuelo negro que envolvía el cuello y parte del mentón. Sus labios estaban negros de mascar un tabaco y su lengua oscura y vellosa, era de un aspecto repugnante.
A Lidia, creía, la entregaron los dueños de la empresa. Estaba seguro de que fueron ellos los que pasaron el dato del encuentro entre él y la mujer. No pudo ser difícil verlos desde el amplio ventanal del primer piso de la empresa, donde estaban las oficinas de los patrones. Ellos eran parte del tráfico de órganos y debían estar al tanto de sus investigaciones sobre el paradero de Taga o Muna Morrison. Aunque no conocía en detalle al grupo emboscado tras un supuesto caníbal de nombre Melquíades Ezequiel Odamxur, sabía que no podía tratarse de uno que estuviera en perfectas condiciones de contratar a dos animales como eran RL y PB.
El crimen debió ocurrir en la casa de Lidia, cuando llegó del trabajo. Ellos estaban dentro, esperándola. No tuvo ninguna opción de salvarse.
Por el día y las horas en que los asesinos estaban de regreso rumbo a su base, “El Interrogador” concluyó en que el calvario no pudo durar menos que 24 horas. Un día de torturas y violaciones hasta la muerte. La certeza surgiría del propio cadáver, porque sabía que ellos debían haber arrojado el cuerpo de Lidia en un lugar muy accesible y a la vista de cualquier persona. Así se completaría el mensaje a los demás mafiosos, a través del brutal homicidio.

XXVIII. Fue “El Auditor” quien le informó por teléfono del hallazgo del cadáver de Lidia. No intentó parecer compungido, no sabía mentir. Hasta donde pudo, le describió el aspecto de la muerta. Evitó algunos comentarios porque creyó que no era necesario abundar sobre ciertos escabrosos detalles. La noticia era de buena fuente, los propios forenses policiales permitieron que el informe de la autopsia circulara. Como había previsto, la muerte fue precedida por una brutal y larga tortura que incluyó violaciones reiteradas.
El crimen contra Lidia selló la suerte RL y PB. Era hora de echarles el guante y acabar de una vez y para siempre con ellos. Pero eso no sería lo único que planeó como venganza. Iría por quienes la entregaron y quienes los contrataron.
“El Auditor” no pudo negarse a esos pedidos. El MSM era escueto y preciso. “¿Quiénes la entregaron?” Luego otro “Contrato: nombres”. No había manera de negarse a satisfacer el pedido de “El Interrogador”. Además, porque si mezquinaba la información, la conseguiría por otros medios y de eso se enterarían al momento todos los sicarios. Solo le pidió algo de tiempo.
Pero primero lo primero. Aceleró al máximo. No reparó en la alta velocidad en que estaba circulando por la ruta provincial. Ninguna fuerza iba a detener su marcha. Las policías ya habían sido advertidas de que no debían interceptar al bólido. Todas serían recompensadas. A no memos de 200 kilómetros por horas se desplazó hasta ponerse a tiro de los asesinos.
“El Auditor” le informó en que motel había parado. La tarde se acababa, la noche llegaba y a campo abierto la oscuridad era muy intensa. La luna apenas iluminaba. Cualquier observador hubiera jurado que el paisaje se había confabulado con “El Interrogador” para ejecutar su venganza. Oscuridad, silencio, calma. La naturaleza se replegó sobre sí misma a su paso.
Estacionó el automóvil a un kilómetro de distancia. Mil metros eran más que suficiente para no despertar sospechas en los asesinos, habituados a registrar hasta el más mínimo ruido que los persiguiera.
No llevaba ningún arma. Camino al motel se hizo de una rama que la naturaleza parecía haber producido para empalar a los sicarios. Porque eso es lo que iba a hacer. Les despedazaría el intestino. El recuerdo de Ladilla lo alentó en su plan.
Doscientos metros antes de llegar a destino, un trozo de metal con la forma casi exacta de puñal, completó su arsenal.
Obligaría al conserje a sacar de su habitación a uno de los dos sicarios. No tenía preferencia por alguno de ellos. Quien se presentara primero sería el primer ajusticiado.
Cuando entró a la conserjería, el empleado captó al instante que esa visita no prometía nada bueno. Tal vez pensó que ese hombre de aspecto adusto, portando una especia de lanza en una mano y un afilado pedazo de hierro en la otra, venía a robar. “El Interrogador” despejó ese temor al instante.
Cruzando con el filoso metal, sus labios le indicó al conserje que guardara silencio. El hombre obedeció sin vacilar.
Luego le dijo que llamara a la habitación donde se alojaban los últimos huéspedes. El hombre sabía de quienes se trataba.
Cumplió la orden hasta con esmero. Inventó un problema técnico del automóvil en el que viajaban los visitantes. “Parece que pierde aceite”. Y eso podía ser un gran inconveniente para quienes debían abandonar el país de la manera más rápida y segura posible.
Quien dejó la habitación para ver de qué se trataba el problema, fue PB. Es probable que nunca supo qué lo desmayó de un solo golpe. “El Interrogador” se aprovechó de un pequeño adoquín para, amparado en la oscuridad de la noche, desmayar al tipo. Las luces exteriores fueron apagadas, por lo que el asesino solo podía ver a corta distancia. El conserje lo esperaba junto al automóvil, iluminando con su pequeña linterna, una mancha en el pavimento del estacionamiento. La luz era tan pálida que no había manera de apreciar con seguridad el supuesto derrame de aceite.
Apenas PB se aproximó al auto, “El Interrogador” lo atacó con brutalidad; con el pequeño adoquín le asestó un golpe en la nuca y otro en el parietal derecho. PB quedó obnubilado. “El Interrogador” lo tomó del cuello por la espalda y le quitó el aire y lo durmió. No alcanzó a tocar el piso, quedó en brazos de su verdugo. De su cabeza brotaba abundante sangre de donde recibió los golpes. El conserje hubiera jurado que el tipo estaba muerto, pero se podía ver el movimiento del pecho cuando inhalaba y exhalaba el aire.

XXIX. “El Interrogador” le ordenó al conserje que se retirara, supuso que el espectáculo que estaba por venir no sería de su agrado. Pero el tipo se negó a marcharse. Ver empalar a un fulano hasta morir no era una experiencia que se repetiría en alguna oportunidad, ni aunque viviera quinientos años. Allá él. Lo más grave que podría pasarle al hombre era que se desmayara impresionado por la tortura.
Dixi, en alguna oportunidad, le habló sobre ese método de ejecución de un enemigo. Poco le importaba a “El Interrogador” que en el Libro de Esdras se dejara constancia de la preferencia del rey Darío I para exterminar a sus enemigos. Quienes caían prisioneros del ejército persa, eran condenados a tan terrible forma de morir. Pero si hubo alguien a quien Dixi le mencionó que el mayor empalador en la historia, fue el príncipe rumano Vlad Tepes. Con ese personaje histórico, “El Interrogador” se sentía identificado. El bosque de los empalados era su edén. Allí imaginaba que arrojaría a PB para que sufriera al menos una décima parte del horror que hacía padecer a sus víctimas.
Pensar en Lidia, y a pesar de que nada lo unía a ella, lo inspiraba para la venganza.
Desnudó a PB, y con la propia ropa rellenó su boca casi hasta la garganta. Luego lo amarró por las muñecas y a la altura de los tobillos. Las ataduras eran tan fuertes que en cuestión de minutos manos y pies tornaron a un color amoratado por la falta de circulación de la sangre.
El ritual estaba listo. Acomodó al desgraciado sobre el capó del auto. Cabeza, torso y brazos, sobre la cubierta del motor del automóvil. Las piernas bajaban al piso.
El procedimiento no fue rápido. A medida que la estaca penetraba, la sangre caía al suelo dibujando un oscuro manchón de muerte En esa condición lo dejó mientras el desgraciado se revolvía de dolor.
Fue hasta la habitación donde dormía, a pata suelta RL, y llamó con furia. Tuvo que insistir porque el tipo, con seguridad, se había drogado y no podía despertar.
Al cabo de unos cuantos minutos se asomó aturdido. La oscuridad volvía más confusa la escena. Su compinche sobre el capó del auto, retorciéndose de dolor con una estaca que entraba por el ano y penetraba el intestino grueso.
Apenas dio dos pasos en dirección a su compadre, “El Interrogador” de una patada hundió la estaca que salió a la altura de la boca del infeliz.
RL se abalanzó sobre él, cegado por la ira. Tal vez por eso no vio venir el arma. Una certera puñalada con el afilado trozo de metal que recogió al aproximarse al motel, dejó tendido al sicario. Luego, despellejó sin prisa algunas partes de su cuerpo, mientras el desgraciado chillaba como un cerdo al que carneaban. Al cabo de ese mortal tiempo, los dos asesinos de Lidia estaban muertos.
Le ofreció al conserje la oportunidad de dejarlo maniatado y encerrado en el baño, para que no se viera en la obligación de dar detalles de los crímenes. El hombre aceptó sin oponer resistencia. Lo mejor que le podía ocurrir era negar haber visto tan espantoso espectáculo. ¿Cómo explicaría su participación, aunque fuera como simple espectador? Nadie le creería. Lo mejor era que lo atara y dejara encerrado, “El Interrogador” le ordenaría a “El Auditor” que fuera él quien diera el aviso a la policía del pueblo para que rescataran al hombre. Él se marcharía en dirección al norte, en búsqueda de Taga.

XXX. El mensaje que llegó al celular de “El Auditor” no dejaba lugar a dudas. “Dos a cero”. Al hombre le pareció hasta mordaz la forma de anunciar esas muertes. Una hora después de recibido el mensaje, hizo que un subordinado avisara por teléfono de los asesinatos. A la policía le tomó dos horas llegar al motel y liberar al conserje, quien quedó excluido de toda sospecha.
Pura formalidad. La policía pueblerina dio un alerta sobre un automóvil que debería circular en dirección al norte a gran velocidad. La marca del auto y la descripción del hombre que difundieron, no tenía nada que ver con la realidad. “El Interrogador” podría continuar su viaje sin peligro de ser detenido.
Lo que “El Auditor” no respondió, porque no podía, fue la pregunta de quién contrató a PB y RL para asesinar a Lidia. “El Sindicato” le negó esa información y le prohibió darla. Si llegaba a enterarse por otros medios no debía hacerla conocer al sicario. Tal infidencia lo pondría en riesgo de muerte, y sería una gran pena que a semanas o días de retirarse, tal desgraciado suceso se produjera.
No habría una guerra por el capricho de un sicario degradado a informador. En la lógica de “El Sindicato”, la muerte de una total desconocida estaba muy bien pagada con la muerte de dos afamados sicarios.
“El Interrogador”, estaba convencido de que los patrones de Lidia fueron los entregadores. No precisaba que se le informara de tal cosa. Dedujo que la negativa a darle los nombres de entregadores y contratistas, se debía a una decisión suprema de “El Sindicato”. La clave de todo aquellos residía en esos nombres.
Los entregadores podían estar sirviendo a un amo poderoso, y sobornarlos no era una opción, porque ese amo poderoso, podía responder con desmesura.
El ocultamiento del nombre de los contratistas era la clave. Esos revelarían el poder real y el oculto objetivo detrás del espantoso crimen de Lidia. Para “El Sindicato”, no era momento de ningún enfrentamiento violento.
A las decisiones de la conducción de “El Sindicato”, no podía oponerse de modo alguno. Conocía las leyes con las que la organización se manejaba, y sabía que sus resoluciones eran inapelables. A lo largo de toda su vida, no supo de qué los jefes supremos revieran una orden dictada por ellos.
La ley no escrita (porque en “El Sindicato” ninguna ley fue escrita nunca), lo decía claramente. El bien común estaba por encima de las partes, ese era un dogma. Nadie se atrevía a cuestionar ese concepto, una arbitraria adaptación del precepto filosófico del bien común que emanaba de la Doctrina Social de la Iglesia. Vaya ironía. Pacem in terris, diría Dixi, citando al papa Juan XXIII. “El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de la vida social, con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección.” De eso se trataba, de lograr la perfección, y “El Interrogador” conocía sobradamente que la búsqueda de la perfección fue siempre un motor que llevó hacia adelante a la organización. “Pax in Terra et gloria in Unione”.

XXXI. “El Interrogador”, a toda velocidad, se acercaba a su destino. Nadie sabía qué encontraría al final de su viaje. Tampoco él, aunque lo intuía.
¿Taga? ¿Muna Morrison? Sí, por supuesto que iba en su búsqueda, pero bien podía ser un pretexto. ¿Qué haría cuando la encontrara? ¿La obligaría a volver? ¿A dónde? ¿A ese cuchitril de mala muerte llamado “oficina de la detective”, a la que todos detestaban por presumida? No necesitaba ni que le repitan los comentarios soeces de camaradas que lo único que especulaban sobre ella era el tamaño de su vagina. Podía oírlos apostando a cuántos centímetros se extendía su canal vaginal, o cuántos orgasmos simularía en una noche.
¿La obligaría a regresar para buscar a un mítico antropófago cuya fama se basó en la supuesta elaboración de un manjar de la cocina francesa, para el que usó hígados humanos en vez de hígados de gansos?
¿O esos humanos canibalizados eran los verdaderos gansos sobrealimentados con higos y champaña, porque no podían servir más que para eso?
¿A llorar a los viejos padres de acogida, asesinados en un falso robo? ¿Y qué podría hacer por ellos, salvo lamentarse?
¿Podía ser que alguien creyera que él no entendía qué estaba ocurriendo? ¿Lo consideraban tan estúpido? Siempre vivió al borde de un abismo oscuro, a disposición de otros a los que no conocía y jamás conocería.
Jefes ocultos en la perfecta clandestinidad, empresarios exitosos, esposos galantes de bellísimas esposas adornadas con costosísimas joyas, abuelos de bandadas de nietos irrespetuosos como todos los niños ricos.
Tal vez afamados políticos, de los que calientan las poltronas de la Cámara de Diputados o de Senadores y pueblan de prostitutas VIP sus despachos; burócratas, coimeros, inútiles, pomposos, votando leyes que nadie cumple y no sirven para nada, y perpetrando el robo de la Nación a manos llenas. ¿Y por qué no Jueces de la Nación? Supremos jueces de la suprema nación. El refugio último de la respública. Jueces ladrones. Jueces sicarios. Narcojueces.
Claro que sabía en qué iba en búsqueda. Tenía que admitirlo, debía hacerlo. Aunque lo fastidiara, debía decir “de mí destino”.
No podía imaginar el final, pero si predecir lo que bien podría haberse llamado “final de juego”. Ella no se llamaría Leticia ni Holanda, tal vez Taga o Mona, si alguno de esos dos nombres le cabía realmente. Cuando la encontrara, ¿jugaría con ella a estatuas o actitudes? No sabía de ella más que lo poco que le dijo “El Auditor”; no sabía si era rígida como el mármol o era expresiva, como la mayoría de las personas. Él no solía tener mucha expresividad, nunca la tuvo, ni siquiera de niño.
Matar por encargo no exige ser expresivo, muy por el contrario, impone ser indiferente. No se trata de un ser vivo a quien se va eliminar, es un objetivo que equivale a una buena cantidad de dinero. Mujer u hombre. Blanco o negro. Alto o bajo. Era como hablar de un mueble o un adorno, que se rompe si se les dispara con acierto a sus zonas más débiles y desprotegidas.
No sabía qué preferiría ella, pero él elegiría ser estatua. Lo representaba mejor. No necesitaba crispar las manos, mostrar los dientes, simular un rostro angelical, ni volver los ojos al cielo. Quedarse inmóvil y esperar el momento, eso sería todo. Un hombre como él no podía imaginar otra condición que no fuera la de posar como una estatua.

XXXII. El viaje fue solitario. A la vera de la ruta nueva crecía un pasto duro, amarilleado por la falta de agua.
Después de algunos kilómetros los pastizales desaparecían. La tierra quedaba al descubierto. Una capa de polvo se arremolinaba por efecto del viento. Cada tanto, un rancho. Una chata oxidada, perros, un gallinero, y ningún ser humano a la vista. Como si a su paso la gente se escondiera sabiendo de quién se trataba.
A medida que la tarde se desvanecía, la noche crecía desde el horizonte en dirección a la ruta. Se detuvo en una estación de servicio. La atendía un matrimonio. No eran viejos, estaban gastados. Nada de amabilidad. Pocas palabras. Justo lo que necesitaba, personas que no tuvieran el menor interés en saber quién era y por qué viajaba por esos lugares nunca frecuentados por extraños.
De todos modos, poco o nada les hubiera dicho. Él era un hombre de hablar poco, y mucho menos con personas que no significaban nada para él.
Cargó nafta, compró una gaseosa y un pebete. La dueña le juró que era de jamón y queso. No iba a discutir sobre la calidad del fiambre, él no haría cuestión por ello. Debía comer algo porque desde niño le enseñaron que tener el estómago vacío no ayuda a pensar con claridad. Tampoco había mucho en qué pensar, el camino era bastante directo, la ruta estaba en buenas condiciones, sabía de dónde venía y a dónde iba. ¿Qué más? Nada lo inquietaba y su serenidad no expresaba abandono o resignación, sino exactitud. La misma serenidad con la que jalaba el gatillo para una ejecución.
El descanso se extendió por algunos minutos después de comer y beber. No tuvo necesidad de orinar. Su cuerpo absorbió en su totalidad el líquido. Bromeaba cada tanto con tener cierta genética de camello. Ladilla lo acusaba de ser en vidas anteriores uno de ellos, y de haber vagado entre arenas calientes y vientos quemantes. Eso explicaba que podía recorrer un camino en medio de altas temperaturas sin deshidratarse.
El paisaje mostraba una condición desértica, pero no era estepa. Atravesaba zonas que fueron pobladas años atrás, y que luego se echaron a perder por las políticas económicas. Se apreciaban algunas construcciones abandonadas, tal vez de emprendimientos que quedaron en proyectos y no pudieron superar tantas dificultades.
¿Resultaría difícil dar con la detective? No especulaba sobre ese asunto. No conocía el pueblo en el que había ido a parar. Si era como los que ladeaban la ruta, no podía tardar mucho en dar con ella. Y aunque los paisanos no lo informaran de la presencia de la mujer, por la natural desconfianza de los lugareños a un hombre extraño, una mirada, un silencio o una media palabra, serían suficientes para saber a dónde dirigirse.

XXXIII. La noche se hizo cerrada. La luna ocultaba su nobleza. Las estrellas se alejaban unas de otras, y un hueco inmenso y negro se extendió más de la cuenta y creó un escenario trágico, indescriptible. “El Interrogador” notó la densidad del paisaje. Ni a izquierda ni a derecha podía ver nada, ni los hirsutos árboles que cada tanto se alzaban como cíclopes listos a batallar. Era momento de detener la marcha. No era supersticioso, pero la escena no le inspiró confianza. La soledad y la oscuridad se amalgamaban intensamente, y proponían al viajero una ilusión temeraria. Bien podía un camión llevárselo por delante. Tal negrura se prestaba para que un chofer se quedara dormido al volante sin darse cuenta de que se dirigía en dirección a la muerte propia o de otros desgraciados, quienes apenas comprenderían su mala suerte cuando la mole de hierro y carga se les fuera encima y los aplastara.
No había ningún rancho donde pedir albergue, mucho menos una pensión. Dormiría en el automóvil.
Estacionó a metros de la ruta, lo más lejos que le permitió la extendida banquina. Allí esperaría el alba para continuar el viaje. Dormir no le preocupaba. Podía pasar varios días casi sin dormir, su sistema nervioso y en especial su cerebro se habían adaptado a esas exigencias del crimen por encargo. En más de una oportunidad debió pasar días esperando oculto a su víctima. No manejar el automóvil por unas horas sería suficiente descanso.
Salió del auto para orinar. Se alejó tal vez un par de metros. El chorro de orina salía con fuerza. Olía a amoníaco, unas pequeñas hebras de vapor ascendieron hasta disolverse en la oscuridad. A medida que el chorro de orín caía a la tierra, un ruido reptaba alejándose en dirección contraria a la ruta. Tal vez un sapo, tal vez una culebra. Volvió al automóvil, trabó las puertas y echó hacia atrás el respaldo del asiento. Apenas clareara, retomaría la marcha.

XXXIV. El mismo camino que recorría “El Interrogador”, lo hizo Taga meses atrás. Ella dejó su departamento una mañana. En la noche disfrutó de un buen baño caliente, luego, en la cena, del vino Réserve Mount Cadet, un trozo de queso gruyere y el exquisito foie gras que dejaron a su custodia horas antes. El gruyere y el foie gras, según Taga, maridan con el vino Réserve Mount Cadet. Placeres de una detective obligada a fugarse.
No tenía a nadie de quien despedirse; ser una mujer solitaria le ahorraba problemas. Ni familia ni pareja a la que dar explicaciones. Tampoco amigos. Los compañeros de trabajo no contaban para nada. Los despreciaba a todos, sabía qué decían de ella a sus espaldas, y donde posaban sus miradas cada vez que iba o venía.
No hubo testigos de su salida. Seguro escogió la madrugada para marcharse. Había estacionado su automóvil lejos del edificio de departamentos donde vivía. Como se trataba de un barrio tranquilo, al promediar la madrugada (se supone que a eso de las tres de la mañana), no habría testigos que pudieran dar testimonio de su partida. Y así fue. Nadie la vio salir.
Llevó todo lo que creyó necesario para una larga ausencia. Preparó con tiempo dos valijas. Cargó en ellas ropa liviana y de abrigo, suficiente ropa interior, zapatos y calzado deportivo, cosméticos, el arma reglamentaria, dos cajas de balas, un puñal, una navaja y varios celulares, por el momento, todos apagados. Cuando fuera necesario y oportuno, conectaría alguno de ellos. El único que sabía de su viaje era su jefe inmediato superior y algún que otro capitoste policial. Tal vez uno o dos más. Nadie más.
Si muchos hubiesen conocido de su viaje, la operación fracasaría en cuestión de minutos. Para el resto del personal, la mujer había desaparecido sin dar explicaciones ni dejar ningún rastro. El propio jefe se ocupó de difamarla. Loca, histérica, enferma, frígida, fueron algunos de los adjetivos que usó para referirse a ella. Finalmente, el hombre, harto de los cuestionamientos por la ausencia de la detective, repetía la nefasta definición del tirano, “mientras sea desaparecida no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es una desaparecida, no tiene entidad, no está”. Y si sus subordinados no aceptaban esa siniestra definición e insistían por la compañera, acababa gritando “déjense de joder o les hago un sumario a todos y se va a prestar servicio a la…”
Cuando aceptó la misión no sabía con exactitud a qué se enfrentaba. Las pocas referencias que tenía de “El Interrogador” no le permitían formarse un juicio acertado. Le explicó su jefe que era uno de los mejores sicarios del sistema delictual reunido en lo que se llamaba “El Sindicato”, que, como toda mafia, nunca estaba claro cómo se enlazaba con el Estado.
Se decía de él que era un hombre medido, austero, preciso, sin veleidades de ningún tipo, pero uno que había cometido un error que su propia organización no pudo defender. Por ese error fue degradado de sicario a interrogador, una categoría, según le informaron, bastante menor en la jerarquía de la organización.
Pero el conflicto mayor que tenía “El Interrogador” era con un tal Dixi, una especie de sabelotodo del “El Sindicato”. De esa disputa no pudo obtener mayores datos. De todos modos, el tipo era siempre un hombre de consulta y, además, quien decidía la forma de resolver de manera exitosa un descarte que se presentaba complicado.
Nadie podía decir cuántas ejecuciones había realizado el sicario, pero se hablaba de decenas y algunos afirmaban que podía superar el centenar. A pesar del desafío, Taga no puso reparos y aceptó el trabajo.
Ella descontaba que para lograr el éxito tenía una sola oportunidad. Si la desperdiciaba por un error de cálculo o la dejaba pasar, no se le volvería a presentar. La fortuna dependía de actuar en el momento y del modo correcto, sin prejuicios. A su favor tenía que “El Interrogador” no la consideraba un peligro ni una enemiga, sino una persona a la que había que encontrar y hacer regresar para poner fin a la fábula de Melquíades Ezequiel Odamxur, el caníbal del foie gras, un “fantasma” según el sicario, inventado para encubrir una organización dedicada al tráfico de órganos, negocio multimillonario por el que se había desatado una feroz competencia.

XXXV. Taga no fue de apuro a su destino. El tiempo jugaba a su favor. Se dirigió primero al oeste, para luego hacerlo al norte. Al oeste quedaba el pueblo donde nació, donde Maura la abandonó la primera vez. Al norte, donde su madre asesinó a Marciano y se desentendió de ella para siempre.
¿Qué recordaba de su pueblo natal? Todo, pero con odio. No había sentido odio cuando era apenas una niña, ese sentimiento le era extraño, por entonces. Se recordaba frágil pero inteligente, hasta entusiasta. Ese entusiasmo creció cuando Maura le reclamó hacerse de la pistola (con la que mataría a Marciano), y, además, cuando le dio los cartuchos para la escopeta de la abuela Julia, para que reemplazara los que estaban rellenos con granos de sal gruesa, por otros con perdigones de acero. Fueron esos los que mataron al pedófilo al que llamaban “el recolector”, que iba de pueblo en pueblo comprando niños para satisfacer el mercado de la pederastia. Taga era de las mercancías más buscadas, blanca, rubia y, obviamente por la edad, virgen.
Nunca supo que su abuela la había vendido al pedófilo, el que murió destripado por dos certeros tiros que le pegó Doña Julia con su escopeta. Tampoco supo que Marciano fue quien ajustició a Don Pocho por pedido de Maura, para vengarse del hombre que la violó cuando era apenas una adolescente.
Marciano ahorcó al viejo, y mientras pendía de una gruesa soga del techo y se retorcía asfixiándose, le cortó el pene que llevó en un alhajero de marfil, prueba de la consumación de su venganza y ofrenda para esa mujer de la que había enamorado perdidamente.
Taga recordaba el momento en que Maura le disparó a Marciano en la nuca, a traición, sin que el tipo siquiera se diera cuenta de que iba a ser ajusticiado. Recordaba el estallido del arma, la bala penetrando por la nunca, y la sangre y pedazos de cerebro estampados en los azulejos sobre la mesada de mármol, donde Marciano preparaba inocente una comida. Luego la frase conocida “Mamá vuelve en seguida”. En el pueblo era “mamá va al correo y vuelve enseguida”, y aquel día, en el rancho norteño, fue “mamá va a la estación y vuelve enseguida”. Jamás regresó.
Ella, tan niña que apenas alcanzaba la altura de una mesa, esquivó el charco de sangre que rodeaba la cabeza del hombre muerto, tomó algunas frutas y una hogaza de pan, y salió por la puerta de atrás del rancho, casi sin tocar el piso. Caminó hasta la estación del ferrocarril que estaba vacía. Allí se sentó a esperar nada, porque no había nada que esperar.

Maura desapareció, como intuyó Taga. Las horas transcurrieron sin novedad. Comió algunas frutas, pedazos de pan, apreció los colores de las arboledas, del cielo que pasaba de azul a naranja mientras avanzaba la tarde y sintió algo de frío cuando llegó la noche. Luego fue recogida por la policía pueblerina y enviada a un Juez de menores que fue quien dispuso su internación en un orfanato.
En ese hospicio estuvo pupila durante varios años, hasta que escapó. El nombre Rufino De Górgola era un mal recuerdo. Tan malo como el de la Hermana Chaterine. ¿Taga supo que fue “El Interrogador” el que liquidó a ese degenerado y luego a la monjita mentirosa? Era probable. Un punto a favor del tipo. Pero no se lo agradecería.
Para evitar el escándalo cuando su fuga, la monja Chaterine aceptó que la niña fuera puesta bajo custodia de un matrimonio de laicos, buena gente, amable y cariñosa, integrantes de una antigua congregación laical, que fueron quienes se ocuparon de educar a la muchacha y ayudarla a establecer su futuro.
Tal vez esa infancia de muertes y su desgraciada adolescencia, la impulsaron a hacerse detective. Años después, ya adulta, apareció en su vida profesional Melquíades Ezequiel Odamxur, el asesino del foie gras. Su vida de detective sufrió un cambio irresistible, tanto como aquel sabor narcótico que la cautivó la noche última antes de desaparecer.
El asesino serial para Taga, fue una atracción imposible de evitar. Fue un imán poderoso, un descubrimiento extraordinario, su propio Santo Grial. A partir de entonces, ella cambió de tal modo que quien la hubiese conocido antes del suceso del caníbal, no habría podido reconocerla. No se trató de un cambio en su apariencia, por supuesto que no, seguía siendo la misma muchacha de talla mediana, bonita, blanca y rubia. Se trató de una verdadera metamorfosis en su carácter, en su modo de pensar, en su sensibilidad intelectual.
De aquella niña distraída cargando una lata oxidada con una pistola dentro (el mágico tesoro que su madre le encomendó con energía), la pequeña y lustrosa máquina de muerte con la que Maura acabó con la vida de su salvador, solo quedaba el entusiasmo sustancial, el candor inteligente que le permitió aceptar un desafío que muchos otros ni se animaron a considerar. Esa Taga era la que al volante de su automóvil, se dirigía sin prisa en dirección al norte, a cumplir la tarea encomendada.

XXXVI. Taga estaba segura de que todas las personas deben tener una misión en esta vida. ¿Para qué nos trajeron al mundo? ¿Para atender los desvaríos de una abuela dispuesta a vender a su nieta al primer pedófilo que ofreciera buen dinero? ¿Para robar una pequeña máquina de muerte a pedido de mamá? ¿Para presenciar como era asesinado un pobre infeliz mientras preparaba un puchero? ¿A soportar el ardor del roce de una lengua en la minúscula vulva siendo una niña? ¿A obedecer el mandato de una monja extranjera, custodia de la eclesiástica pederastia?
Estaba convencida de que todas esas desgracias no eran principio y fin de su destino en el mundo. Todo la había preparado para lo que era, una detective, una de las mejores.
Alguien le dijo, alguna vez, que quienes eran aceptados en el selecto mundo de los investigadores de homicidas sofisticados, eran meticulosamente investigados. Se estudiaba su pasado, se auscultaban sus pensamientos, se descifraba su psiquis. Sin prueba de ello, no tomó demasiado en serio esa revelación. A pesar de su incredulidad, así era y no solo con ella. Pero con ella esa selección fue más que meticulosa.
Cómo pensaba una muchacha que fue abandonada por su madre y vendida por su abuela, era un asunto que merecía un estudio serio. ¿Cómo vivía con el permanente recuerdo de una madre que la abandonó y resultó una homicida despiadada? Una hipócrita y perversa que usó a un hombre perdidamente enamorado de ella, para consumar su venganza y su definitiva huía. Qué usó a su hija para cometer un homicidio.
¿Cómo procesaba el recuerdo de su internado a merced de una monjita mentirosa que regulaba el negocio de los pedófilos al servicio de un Dios enigmático y pervertido? ¿Cómo, todos esos extravíos habían modelado intelectual y espiritualmente la personalidad de esa aspirante a detective de homicidios?
Las conclusiones fueron asombrosas. Los equipos de especialistas en la selección de personal concluyeron que era la aspirante ideal para, en un futuro, cuando madurara lo suficiente y acabara por modelar su personalidad, para ciertas tareas que ningún otro detective pudiera cumplir con éxito o sin que la misión acabara por hundirlo en alguna forma de la locura.
Quien finalmente aprobó su ingreso a la unidad de Homicidios y la protegió sin que ella lo supiera, era un alto dignatario policial quien, a su vez, era un prominente jerarca de “El Sindicato”. La simbiosis ideal para el crimen organizado.
Fue ese hombre a quien no conocía, el que la esperó esa mañana en el estacionamiento del Departamento de Policía. Él llegó con bastante antelación y ordenó a la guardia avisarle cuando ella llegara al lugar.
Apenas recibió el aviso, dejó su auto y esperó que la muchacha estacionara. Al momento que Taga salió del auto, la encaró. Le mostró su identificación. Ella reconoció sin margen de duda que se trataba de “un peso pesado”, un capo, como los llamaban los subordinados, un verdadero jefe.
Ramón Sigale, el nombre de ese jefe (seguramente falso), le ordenó esperarlo en una plaza que distaba del Departamento unas cinco o seis cuadras. Él ya se había encargado de justificar su ausencia.
Allí se encontrarían para ofrecerle un trabajo “especialísimo”. Nada más tentador que ser seleccionado para una tarea única, una misión que requiere de una persona cuyas cualidades no son común a otros.
Le dijo que lo esperara lo que fuera necesario. Tal vez tardara, era un “capo” que tenía algunas obligaciones que no podía desatender sin llamar la atención. El encuentro merecía la mayor de las reservas. Que no desesperara, que donde le indicó se encontrarían.
Taga dudó si la oferta era verdadera o se trataba de una verdugueada de sus superiores, algo que era habitual en el ambiente policial. Pero el tipo era serio, su rostro era duro, su mirada, salvaje, su voz no permitía deducir una celada. Nada le autorizaba a suponer que estaba bromeando. Ella salió rumbo al lugar de reunión, esa pequeña plaza, dispuesta a esperar el tiempo que fuera necesario. ¿Y si todo no era más que una mentira para mofarse de la delirante perseguidora de un imaginario caníbal? Pero, como dice el refrán, el que no arriesga no gana. Después de todo, un par de días de suspensión por faltar al trabajo o llegar fuera de horario, no mancillaría su impecable legajo.

XXXVII. Tardó tres horas en llegar a la cita. Ella esperó con abnegación. Lo vio venir caminando sin prisa, lo hubiera mandado a la mierda si no fuera que se trataba de un “peso pesado”.
Cuando llegó, no la saludo.
—Caminemos. –Le ordenó sin mirarla.
Ella obedeció sin reparos. Él le indicó en qué dirección.
—En sentido contrario a la dirección del tránsito. –Explicó casi susurrando. El ruido de la calle impedía que sus palabras se oyeran más allá de quien hablaba y quien lo escuchaba–. Eso evita que nos sigan desde un automóvil o nos escuchen desde un direccional bien ubicado.
Taga estaba sorprendida por las palabras del jefe.
—De todos modos hay quienes cubren nuestra caminata. Esperemos que hoy no muera nadie sin verdadera necesidad.
Taga solo atinó a bajar la cabeza y poner su mirada en el piso.
—Detective, soy Jefe de una sección de Inteligencia. En realidad, una que vincula Inteligencia con Contra Inteligencia. Como ustedes dicen cuando se juntan a chismorrear, soy un “peso pesado”. Hacemos el trabajo que no se puede publicitar. Así protegemos a la ciudadanía de las mafias criminales.
Taga sabía que hay misiones que no se pueden dar a conocer, son secretas. Pero ¿para qué le podía servir una detective de Homicidios a un Departamento que tenía un muy calificado personal dedicado a tareas de infiltración? Se animó a preguntar.
—¿Y yo en qué puedo ser útil si soy apenas una detective de Homicidios?
—No la convocamos por su especialidad, sino por su personalidad. –Taga, por primera vez, se animó a mirar a los ojos del hombre.
—¿Mi personalidad?
—Sí. Su carácter. Valoramos mucho cómo se forjó su carácter y cómo razona ante situaciones inesperadas y extrañas.
—¿Lo dice por el caso del caníbal?
—Por eso, también por cómo resolvió el problema del envase con foie gras que una mujer le entregó una tarde en la Comisaría.
Taga estaba confundida.
—No comprendo.
—Usted se comió el producto que contenía ese frasco.
—¿Cómo sabe eso?
Ramón Sigale no pudo contener la risa. Fue una risotada que humilló a Taga. Ella se sintió muy estúpida en ese momento.
El hombre tomó aire y aminoró su marcha. La tomó del brazo y la miró a los ojos. Luego le habló casi susurrando.
—Detective. Usted dejó la Comisaría. Manejó tranquila, a velocidad moderada, disfrutando del viaje. Ya había decidido qué hacer con ese frasco.
Compró esa misma tarde en una vinería de categoría un vino Réserve Mount Cadet que pagó con su tarjeta de crédito. En su casa, guardó el frasco en la heladera, no en el freezer. Se dirigió al baño, se dio una baño de inmersión con agua bastante caliente. Veinte minutos después dejó la bañera, se puso su delicada bata y se dispuso a cenar. Un trozo de queso gruyere, galleta de salvado, y el exquisito foie gras que dejaron a su custodia horas antes. El gruyere y el foie gras, según usted, maridan perfectamente con el vino Réserve Mount Cadet.
Taga sintió un rubor que incendiaba sus mejillas. Se sentía tan furiosa como humillada. El hombre percibió la turbación de la mujer.
—No se altere. Relájese. Todos somos controlados, es bueno que lo sepa y deje de imaginar un mundo de libre albedrío.
Vengo siguiendo su actuación desde hace tiempo. La elegí porque creo en sus cualidades. Es usted inteligente, bella y decidida. Si puede comerse un foie gras del que todos afirman fue elaborado con hígado humano, acompañado de un Réserve Mount Cadet, lo que habla de su buen gusto, usted puede acometer la empresa que se le presente. Cuando alguien puede comer carne humana, entra en la categoría de “Los Lobos”. Pocos acceden a ese privilegio.
Tiene todo para ser una heroína de nuestro sistema de seguridad. Y usted va a ser eso, nuestra heroína. Tenemos pocas “lobas”. El desprecio por las condiciones de las mujeres nos ha privado durante años de contar con quienes, quizás, reúnen las mejores cualidades para integrar ese personal. Las mujeres razonan, viven y actúan de manera diferente. Nada las perturba si están decididas a algo. Y usted tiene todas las cualidades potenciales para ser quien necesitamos que sea.

XXXVIII. Caminaron tal vez unas quince cuadras antes de que el hombre se despidiera. ¿Volvería a verlo? No. Su respuesta fue enérgica. No se volverían a ver. Ella tendría su contacto y ese y solo ese la vincularía a esa enigmática central de inteligencia y contra inteligencia de la que le había hablado. ¿La misión? Trabajar para “El Sindicato”. ¿Cómo? Eso se lo explicaría su contacto.
Había sido seleccionada en persona por Ramón Sigale porque era quien mejor se presentaba para esa labor. Reunía los requisitos ideales. Fue una niña abandonada, una joven abusada al entrar en la adolescencia, una adulta atea, no por una proceso de decisión intelectual, sino por repudio a aquella religiosa que equiparó a Dios con la pedofilia. Se trataba de una mujer solitaria, inteligente, y brutal si se lo proponía. A diferencia de otras aspirantes, ella no necesitaba entrenamiento previo. Su formación como detective la había completado. Su personalidad se había fundido con su profesión y de esa amalgama surgiría una profesional del crimen. Sería un sicario de apariencia angelical y dotes siniestras.
Ramón Sigale, antes de marcharse, le entregó una tarjeta donde estaba escrito el número de un celular de un personaje conocido como “El Auditor”, una figura extravagante pero influyente en la organización. Se trataba de un celular que ese hombre usaba solo para comunicarse en ocasiones importantes, con los máximos jefes de “El Sindicato”. Solo esos altos jefes conocían ese número telefónico. Un logro del trabajo de inteligencia de su unidad.
Le anticipó que su llamada provocaría un gran desequilibrio en “El Auditor”. Debía hablarle sin impostar demasiado la voz, tal vez con algo de sensualidad. Le dictaría una dirección en el norte. Sigale la dictó pausadamente, y le dijo que debía memorizarla y, bajo ninguna razón, escribirla. Cuidar los detalles era fundamental en esa su nueva vida.
Taga tenía una gran memoria. No olvidaría esa dirección e, incluso, recordaría para siempre el número telefónico del celular clandestino de “El Auditor” el que había visto en ese momento por primera vez en su vida.
—Le doy esta dirección, ¿y?
—Él sabrá de qué se trata. Está esperando ese dato.
Taga aceptó la explicación.
—¿Qué pasará con su trabajo?
El jefe le dijo “nada”. Sería exonerada por ausencia injustificada. Pero nadie se enteraría de esa novedad. Habría quien se ocuparía de disuadir a todo el cuerpo policial de intentar buscarla. ¿De qué viviría? Sus ingresos se multiplicarían varias veces. No sufriría privaciones. Nadie en su situación puede estar sometido a la presión de no contar con el dinero necesario para vivir y trabajar.
Pero la detective, a partir de ese momento, había dejado de existir. Sería una desaparecida. ¿Debía cambiar su nombre?
—Si prefiere cambiar de nombre, hágalo. –Taga no supo qué decir en ese momento–. De todos modos tendrá más de una identidad, incluso, hasta podía llegar a tener más de un aspecto. Un nombre muy interesante –le dijo Sigale–, sería Muna Morrison. Nadie en este puto país puede llamarse de ese modo –aseveró el jefe–. Sería la única en toda la geografía que se llamaría de manera tan extraña.
Muna Morrison, era buen nombre para un buen comienzo. Dos letras para identificarse, M y M, como los extraños y patéticos M y MM.
M, un desquiciado que se obstinaba en obtener la receta del foie gras que un desconocido le ofrendó de manos de un hermoso niño, al tiempo que recitaba subido a una tarima su pirotecnia económica y social luego de entonar una chanzoneta. MM, una cáscara vacía rediseñada por Netflix con base en una filosofía de cotillón.
Los “M”, paradoja del mundo criminal, estupidez y holgazanería, fundidas en un proyecto político que podía poner a un país al borde de la guerra civil.
Antes de despedirse, Sigale le dejó un sobre en el que había dinero, dos identidades falsas, y unas indicaciones impresas.
—Si acepta este sobre y toma lo que él contiene, usted ha firmado un contrato con nuestro Departamento. Le aseguro que en este momento, varias cámaras de vigilancia están tomando una imagen de nuestro encuentro. Son cámaras propias. Si toma el sobre, el video será conservado en un lugar de alta seguridad. Nadie podrá acceder a él, pero usted nunca podrá negar que es quien toma el sobre en señal de aprobación. Debe decidir ahora u olvidar para siempre esta conversación. Si se atreve a revelar a alguien este encuentro, la asesinaremos, haremos desaparecer su cadáver y toda referencia a su persona. Para el mundo, usted nunca habrá existido. Espero haya comprendido lo que acabo de decirle.
Taga miró fijamente a Sigale, la mirada era feroz, pero él sintió placer. Allí supo que la mujer aceptaría la oferta.
Taga, como él previó, no vaciló, tomó el sobre y se marchó sin volver la vista atrás.
Sigale, con una sutil sonrisa en los labios, le pidió que regresara.
—Detective, vuelva. –Le dijo mientras con un ademán de su mano la convocaba.
—¿Qué quiere? –Temió que el hombre se desdijera de todo aquello.
—No vaya por su automóvil, no lo va a encontrar. Ya la dejamos estacionado uno nuevo de color azul intenso, marca AUDI, cuya patente figura en la hoja con indicaciones. Los papeles están a nombre de una de las identidades que acabo de darle y está dentro del sobre. El automóvil está estacionado frente al edificio donde su departamento y sobre la mesada de la cocina encontrará las llaves del AUDI. Será su última noche en ese departamento. Luego vivirá en otro lugar que le asignaremos. ¿Entendido? Taga asintió con un leve movimiento de su cabeza.

XXXIX. ¿Era estúpida al aceptar de un total desconocido semejante oferta? Tal vez. No le molestaba ser algo estúpida de vez en cuando. ¿Quién no lo era? La estupidez está presente en todas las personas y en todos los actos de la vida hay siempre algo de estupidez, aunque más no sea una milésima parte.
Debía cambiar. Necesitaba cambiar. Estaba harta de soportar que una jauría de machos solo debatieran sobre la rigidez de sus nalgas o el volumen de sus senos. Abominaba a esos tipos que, echando panza y aplastando tanto el traste como el cerebro, hablaban de trivialidades, fingían ser lúcidos investigadores cuando no pasaban de burócratas inútiles y la reducían a un evento sexual. Ella era una detective y de las mejores. No había sufrido lo que sufrió de niña y de adolescente, para sepultarse en un departamento policial plagado de mediocres y alcahuetes.
Melquíades Ezequiel Odamxur fue, aun sin saberlo, el inicio de su metamorfosis. Él fue al mismo tiempo que una revelación, una tabla de salvación. Su antropofagia gourmet la habían lanzado a un mundo que poco antes no habría ni podido imaginar. Un asesino en serie, culto, cursi, extraño; un gourmet refinado que tan solo sustraía de sus víctimas 400 gramos de hígado para producir el más exquisito foie gras que maridaba con sutiles vinos blancos. El sabor de ese último frasco del brebaje francés que la mujercita aquella le entregó como un tesoro, seguía impregnando sus papilas gustativas en una especie de orgasmo del sabor. Un estímulo formidable a su voluntad de cambio.
Y cuando nada lo indicaba, apareció ese hombre, ese jefe, ese peso pesado para hacerle una oferta extraordinaria. Ingresar al más reservado y selecto departamento policial, donde se diagramaban las sofisticadas operaciones de inteligencia y contrainteligencia. ¿Podía esperar algo mejor?
La credencial del tipo era legítima, ella las había visto en sus cursadas, cuando estudiaba. Eran inconfundibles. Las filigranas, el oro estampado, el papel e impresión de alta seguridad. Solo pocos y privilegiados podían exhibir una de ella. Claro que tuvo dudas cuando Sigale le hablaba. La duda no es cobardía, están compuestas de sustancias muy diferentes.
Dudaría todo lo razonable que una mujer como ella se permitía dudar. Pero no haría de la duda su estratagema. La acción sería la panacea contra toda vacilación. Necesitaba actuar y una cuota de violencia sería su catarsis, la acción purificadora y liberadora de su tragedia.
Luego de caminar algunas cuadras se detuvo y abrió el sobre que Sigale le entregó. Había dos identidades falsas, como le dijo, dinero y una hoja con indicaciones muy precisas. Echó un vistazo al papel impreso, pero dejó su lectura para cuando llegara a casa. Esa sería su última noche en ese departamento. El contenido del sobre fue una señal poderosa de que lo dicho por el hombre era cierto.
No apuró el paso para llegar a su casa. Quería darse el tiempo suficiente para, cuando se fuera aproximando, divisar desde lejos el Audi azul intenso.
El color del automóvil era tan particular que se lo podía apreciar a mucha distancia. Su corazón se aceleró, pero no apuró el paso. Se reclamó serenidad. Debía ser y parecer una mujer capaz de controlar sus emociones. Cuando llegó donde el automóvil, siguió hacia la puerta de entrada como si ella no supiera que le correspondía.
Desde el hall del edificio, esperando el ascensor, no se permitió mirar en dirección a la calle. Discreción, debía seguir siendo la muchacha discreta que hacía de su rutina su escudo protector. No debía demostrar angustias, ni alegrías, ni ambiciones. A través del pequeño agujero de la discreción, todas las acciones se ven despojadas de sus exageraciones capitales.
Subió al ascensor y se dirigió a su departamento. Allí acabaría por comprobar que todo lo que le dijo Sigale, era cierto.

XV. Fue directo a la cocina. Sobre la mesada, estaban las llaves del lujoso automóvil. También una buena cantidad de dinero. Demasiada para la misión. La primera gran tentación es la codicia. Ella ingresaba a ese reino por esa puerta. Lujo y dinero fácil en abundancia, dos de las moléculas indispensables de una codicia que alcanza intensidad cuando rompe el cerco de la disciplina. El codicioso debe ser indisciplinado, no tiene otra forma que esa para satisfacer su avidez.
Guardó el dinero en su cartera y se sentó a una pequeña mesa de desayuno a leer sus órdenes.
Debía dirigirse al norte, a un pueblo muy alejado y en ese pueblo a una casa de la que estaba indicada la dirección exacta. Otras observaciones se referían a cómo debía comportarse durante el viaje y su permanencia en ese lugar. Por último, figuraba su misión, asesinar a un maldito sicario legendario apodado “El Interrogador”.
En la casa donde debía dirigirse, encontraría dos armas listas para usar. Una para autodefensa, un .38 Smith&Wesson Special y otra de fabricación australiana para su misión, una ISSC M22 calibre .22 LR.
Leyó repetidas veces la orden de la misión. Una y otra vez, como temiendo que esas pequeñas y negras letras cambiaran el orden en que habían sido escritas y le impartieran un mandato diferente al que leyó repetidas veces. Guardó el papel en el sobre y el sobre, luego de doblarlo, en su cartera. Todo estaba claro, no había posibilidad de confusión. Ya estaba comprometida. Matar a un sicario profesional, uno de los mejores, era todo un desafío al que no podía negarse. No podía echarse atrás, porque si lo hacía, la esperaba la muerte. Sigale se lo dijo sin ambigüedades. Si eludía sus obligaciones, si traicionaba el mandato, la asesinarían, sería borrada de la faz de la tierra, no se mencionaría nunca más su nombre, no quedaría registro de su imagen, sería olvidada igual que un viejo trasto. Solo algunos hombres recluidos en los sótanos del Estado, recordarían, muy de vez en cuando, que una estúpida mujer creyó que podía esquivar a un sistema de muerte largamente perfeccionado.
Dirían de la fugitiva que, desquiciada, se había convertido al canibalismo y que debió ser suprimida para bien de la humanidad.
Esa noche durmió poco y con agitación. Muy temprano, todavía de madrugada, se duchó rápido, preparó luego una valija con ropa y todo aquello que necesitaba para un viaje del que no podía aún saber su duración. Se despidió del hogar. Sigale le dijo que esa sería su última noche en esa casa. ¿Cómo sería su nuevo hogar? ¿Pequeño? ¿Lujoso como el Audi de color azul intenso? No podía imaginarlo. Pero no era el momento de entretenerse con esas especulaciones.
No usó el ascensor, demasiado ruido a esa hora de la madrugada. Apenas rozando los escalones, se bajó por las escaleras y se dirigió a la calle.
Desactivó la alarma del automóvil, subió a él, revisó la guantera donde estaba la documentación a nombre de una de las falsas identidades que le proveyó Sigale, y emprendió la marcha.

XVI. Los primeros cien kilómetros de su viaje fueron tranquilos. El automóvil respondía y la marcha era rápida y segura. Manejaría durante tres horas y luego buscaría un parador donde tomar un café con leche y comer algunas medialunas.
En el segundo peaje la policía le pidió que se estacionara en una especie de amplio playón donde un patrullero. Le preocupó la situación, pero no se alteró por ello.
Un policía le pidió que bajara el vidrio de su ventanilla.
—Buenos días, señora. ¿Los papeles?
Muna le entregó su documento y los del automóvil. El policía se apartó y se dirigió al patrullero. Le entregó los documentos a otro que estaba al volante del auto policial. Ella no podía ver su rostro.
El hombre, un oficial de rango medio, revisó una y otra vez el DNI y los papeles. Repasó la patente varias veces y luego hizo un llamado por su intercomunicador.
—Necesito que verifiquen patente e identidad.
—Diga. –El hombre dictó las letras y los números de la patente del hermoso AUDI y luego el nombre de la propietaria. Minutos después recibió la respuesta.
—El auto es robado. Al dueño lo asesinaron para robarle. Al menos eso se cree por ahora. Se está investigando. El nombre que me dio no coincide con el número del documento. El nombre corresponde a una anciana, pero el número de documento a una mujer de 30 años que falleció hace unos meses.
—Gracias, procedo a la detención de la femenina.
—De ninguna manera. Tenemos orden de no detener a la mujer ni impedir que continúe el viaje.
El oficial sorprendido pidió que le repita la orden.
—La orden superior es que no detenga a la mujer ni impida que ese AUDI continúe si viaje. Necesito que confirme haber comprendido la orden de la superioridad. Le recuerdo que la conversación está siendo grabada para los mandos.
El policía solo atinó a sacudir su cabeza como si necesitara quitar de ella una porquería.
—Confirmo. Confirmo haber recibido y comprendido la orden. No debemos detener a la mujer ni impedir que siga viaje.
—Por favor, repítalo. Hable con claridad y pausadamente.
—No debemos detener a la mujer ni impedir que siga viaje.
—De acuerdo.
El oficial le entregó el DNI y los papeles al policía que permaneció junto al patrullero, quien, a su vez, devolvió la documentación a Muna, la saludó con amabilidad y le deseó buen viaje.
Ella se sintió aliviada. Nada por qué alarmarse. Seguiría su viaje, libre de toda preocupación.

XVII. Entre “El Interrogador” y la joven recluta Muna Morrison, corría la vida y la muerte de manera paralela. Sin saber uno lo que hacía el otro, los dos convergirían en sus propias tragedias. “El Interrogador” rumbeó a una dirección en un pueblo del norte, llevado del mensaje que “El Auditor” le transmitió luego del llamado de una misteriosa mujer.
Muna lo hacía por orden de un jefe poderoso, un tipo llamado Ramón Sigale a quien nunca antes había visto y no se interesó en verificar quién era. Cuando se trata de la fe, la razón siempre es pobre.
No sufrió ningún sobresalto luego de la detención en aquella estación de peaje. El viaje fue tranquilo, un paseo aburrido.
El paisaje, repetido. La vista, sucesión de estancias, limitadas por viejos alambrados, muchos de ellos vencidos. De un lado de la ruta, soja, del otro maíz. Cada tanto, una pobre ranchada.
En algunas estancias, decenas de vacas pastaban serenas a la sombra de unos pocos árboles. Tres elementos eran dominantes del paisaje, la ruta, los sembradíos y el cielo.
Fue un viaje que le llevó dos días, aunque podía haberlo hecho en menos tiempo, pero sobre eso no tuvo ninguna indicación, por lo que ella decidió la mejor manera de llegar a destino.
Se detuvo a merendar en el primer día de viaje y luego pernoctó en un hotel. También de madrugada reinició la marcha, y llegó sin dificultad a destino. Su GPS le avisó que estaba a las puertas del pueblo donde debía cumplir su misión.
Detuvo la marcha a la entrada del villorrio, al momento supo dónde había llegado. Donde Maura mató a Marciano. Eso la estremeció. ¿Por qué la habían enviado a ese lugar maldito? No recordaba el paisaje del pueblo, pero sí el sonido del disparo, la bala entrando por la nuca de Marciano, hueso y carne estamparse contra los azulejos de la cocina y sobre la mesada de mármol. Mármol y verduras salpicadas con sangre. Recordaba ver el cuerpo del hombre caer y escuchar el ruido de los huesos de la cara al romperse por el golpe. Luego, el charco de sangre envolver en un aura roja toda la cabeza del muerto, y extender un rayo rojo en dirección a la puerta del fondo, buscando la tierra donde sumergirse.
Podía verse niña, esquivando al muerto, tomando una hogaza de pan y una fruta, y salir sin apuro por la puerta trasera, mientras una voz gangosa repetía “mamá va a la estación y vuelve enseguida”.
Tuvo que tomarse su tiempo para serenarse. Comprendió que en su nueva vida, muchas de sus preguntas no tendrían respuesta. Sobre aquello no había recibido ninguna advertencia. Obedecer y eso era todo. No debía cuestionar por qué la enviaron allí, importaba que sería el lugar donde cumpliría su mandato. Tampoco cabía interrogarse la razón por la que ese famoso asesino a sueldo llegaría a esa misma casa donde ella lo ejecutaría sin pérdida de tiempo. No estaba para ningún pensamiento. Debía cumplir su orden y luego volver, a su nueva casa, con su nuevo auto, y con su nueva vida.

XVIII. “El Interrogador” no tuvo dificultad en llegar a destino, tampoco en encontrar a la casa. Era de noche. El pueblo parecía vacío, pero era una falsa apariencia. La oscuridad acentuaba la soledad. La gente, temerosa, se mantenía oculta en sus casas, solo salía de ellas por algún mandado al kiosco que oficia de almacén, o para bombear agua a los pequeños tanques apoyados en precarias construcciones sobre los techos de chapa.
Muna guardó su automóvil en el galpón de un paisano a quien le pagó muy buen dinero. El hombre, de pocas palabras, le dijo que podía dejarlo allí el tiempo que necesitara. Ni trabajando para el patrón durante tres meses, alcanzaría a juntar la misma cantidad de dinero que Muna le pagó por el servicio.
Se refugió en la casa. Como le dijo Sigale, sobre la mesada de la cocina estaban las dos armas preparadas para ella.
Se ocultó en la habitación que daba al salón-cocina donde su madre mató a Marciano. Allí esperaría al sicario.
La casa estaba limpia, mostraba signos de abandono pero no de suciedad. Alguien se ocupaba de mantenerla, barriendo el piso, plumereando los pocos muebles que aún quedaban (una mesita, tres sillas y unos estantes), y eliminando las telas de araña que abundan donde el abandono.
Escuchó cuando un automóvil se detuvo frente a la casa. Cuando alguien descendió de él y cerró la puerta con fuerza. Era “El Interrogador” que llegaba a destino, convencido que allí debía encontrar a Taga.
Cumplida esa misión que se autoimpuso incluso contra la opinión de “El Auditor”, se retiraría, acabaría su vida de sicario y, seguramente, se refugiaría en un lugar muy apartado donde nadie pudiera encontrarlo. Tal vez entonces, resolvería los asuntos pendientes con Dixi por la muerte de Eln.
Abrió la puerta que no tenía echada llave alguna. Permaneció unos minutos observando el salón y al fondo la mesada con la cocina a leña. Sobre ella, una ventana iluminaba el mármol otorgándole un tono ocre. Avanzó tres o cuatro pasos y se detuvo. Miró a un lado, en dirección a la habitación y volvió la vista a la mesada. No escuchaba ningún ruido. Acostumbrado a la muerte, podía escuchar el sonido de la respiración de sus víctimas. Pero en esa casa no había ningún sonido. El silencio parecía arrastrar al cadáver de Marciano, esparciendo una espesa sangre coagulada por todo el ambiente.
Llegó a la mesada. Por un acto reflejo tocó los azulejos en los que no había rastro de sangre ni tejidos de Marciano; las sensibles yemas de sus dedos podían sentir el recuerdo húmedo y caliente de cuando salieron empujados por el plomo ardiente de la bala.
Tal vez vio su propia sangre y sus propios tejidos cerebrales estamparse en los azulejos. ¿Cómo saberlo? Tal vez sintió la bala, ingresar por la base de su nuca y atravesar el cráneo hasta romper los huesos de la cara, saltar un chorro de sangre y un trozo de su masa encefálica para dibujar una extraña figura en la pared y en los vidrios de la ventana.
Cayó con todo su peso al piso, y el golpe la su cabeza contra las baldosas, copió el sonido crujiente de los huesos rotos de Marciano. Pómulo y orbital del lado izquierdo, astillados. La sangre envolvió la cabeza, y se estiró en dirección a la puerta del fondo.
Muna Morrison cumplió su misión de manera inobjetable. Allí estaba el cadáver de “El Interrogador”, muerto que imitaba la imagen antigua del cadáver de Marciano.
En esa oportunidad, para la mujer, no habría ni hogaza de pan, ni fruta, ni voz que le dijera que volvería pronto a buscarla. Trabajo terminado, regresaría de inmediato a Buenos Aires y esperaría que su jefe la contactara.
Volvió a la habitación donde se había escondido esperando a su víctima, para calzarse. Pasó la mano por las plantas de sus pies para quitar la tierra, se calzó sin apuro, acomodó la ropa, y guardó el arma.

XVIV. ¿Supo que todo era una trampa? No había modo de saberlo. ¿De qué valía la vida si todo lo que él fue, estaba acabado? Viajó luego de liquidar a los sicarios que mutilaron y asesinaron a Lidia, más por capricho que por necesidad. Se trató de un viaje al infierno. “Yo vivo en el infierno”. Ese, tal vez, era el último de los círculos infernales.
Fue la primera vez en toda su vida que sintió una rara nostalgia, un desapego a todo lo pasado. Nunca antes le había ocurrido.
No tenía rencor contra nadie. Siempre fue condescendiente con “El Auditor” porque comprendía el abismo que separa a un burócrata encantador de un asesino a sueldo. Él apreciaba las formas atentas con que el hombre sabía tratarlo, disimulando las crueldades de superiores a quienes para nada importaba la vida de sus subalternos.
Cuando entró a la casa en aquel pueblo perdido, estaba entregado. Antes de abrir la puerta se detuvo a recordar a Ladilla y su patética figura luego de haber sido empalada. A Eln, cayendo por la ventana del contra frente al vacío, hasta estrellarse en el patio interior y quedar su muerte impresa en las viejas baldosas de granito. Y a Dixi, el gran contendiente con el que no habría oportunidad de dirimir su enfrentamiento. La partida de ajedrez inconclusa sería eso, un momento sin final en la vida de ambos.
Caminó hasta la mesada de la cocina. Difícil será saber si escuchó el suave roce de los pies de Taga contra la fría baldosa, si percibió el delicado movimiento del brazo al levantar el arma a la altura de su nuca y la agitación de los dedos al jalar el gatillo con absoluta convicción.
Es probable que sus oídos, tan habituados a escuchar los sigilos de la muerte, hayan percibido el suave sonido del metal rozando el metal antes de percutir la bala. Y luego la bala rodando por el alma del cañón en dirección a su nuca. El impacto del plomo en la carne. La ruptura del cráneo. La disolución del cerebro en una pasta negra y roja a medida que el plomo avanzaba en dirección al hueso frontal. Por fin, la oscuridad, el silencio, la muerte. Lo demás ya no le pertenecía, su cuerpo en el piso, la sangre brotando por las heridas, los ojos, la nariz y la boca. Ya no era él, sino lo que había sido alguna vez hacía tiempo.
Todos en el pueblo escucharon el disparo. La muerte tarda muy poco en darse a entender, su mensaje es simple y lo comprenden todos los seres vivos. El paisano donde Muna guardó su automóvil, escuchó el disparo, temeroso, se persignó varias veces. Podía reconocer la diferencia del ruido del disparo de una escopeta o carabina de caza de un arma de puño. No dudó en dónde se produjo el disparo, aquella casa a la que nadie en el pueblo se atrevía a entrar.
Él vio el cadáver de Marciano, vio su cabeza rota y su rostro desfigurado por el impacto.
Amelia, su esposa, tejía una pequeña agarradera para la manija de la pava cuando se escuchó el disparo. Miró al marido por encima de sus anteojos.
—¿Te dije yo que algo malo iba a pasar? –Reprochó al hombre–. Te dije yo que era la nena de cuando mataron a ese pobre desgraciado. ¿No te dije yo?
Es que el rostro de Taga o Muna no había cambiado demasiado. Entonces era una niña y ahora una mujer, pero su semblante conservaba esa rara mezcla de inocencia, belleza y cinismo.
El paisano dejó a la esposa hablando sola. Fue en busca del policía del villorrio, un viejo oficial que si había algo que no quería, eran problemas. Cuando lo encontró, la conversación fue breve. El hombre volvió a su casa demudado.
La esposa no le dio tiempo a hablar.
—¿Te ha’encontrado al Cosme?
El hombre asintió con un leve movimiento de su cabeza.
—¿Y qué te ha dicho?
—Que el disparo vino de la casa esa donde mataron hace años a hombrecito, ¿te acordás?
—¡Cómo no me voy a acordar! Te dije yo.
—Don Cosme mandó al hijo de Cacho a espiar por la ventana de la cocina y el pibe volvió y le dijo que hay un tipo tirado en el piso y que no se mueve y que hay mucha sangre.
—¡Qué barbaridad! ¿Y entonces?
—Yo qué sé. –El paisano se alzó de hombros–. Me dijo que la mujer esa es rara.
—¿Rara? Ma’qué rara, ¡mató a un tipo! ¿Se sabe quién es el desgraciado?
—No le pregunté de ese asunto, me estaba diciendo que es mujer peligrosa y me quedé con eso. Que se volvió loca, me dijo. Que roba, mata y parece que come carne humana.
—¡Dejate de joder, hombre! El Cosme te ha tomado el pelo. Va a venir a este pueblo a comer carne humana si somos todos viejos, gordos y llenos de grasa. El Cosme se ha burlao e’vos.
Un leve temblor recorría la voz del hombre.
—Guarda el coche en el galpón.
—¿Te dije yo que le dijeras que no había lugar? ¿No te dije yo?
—Me pagó buena plata, y estamos necesitados.
—Más vale pasar hambre que un disgusto. Sabelo, ¿no te dije yo que más vale pobres que embromados? Ahora jodete, sacame ese coche del galpón, no quiero problemas.
—Me dijo Don Cosme que mató a un tipo pa’robarle el auto y la plata.
—Me cacho en’die. Andá a buscarla y que saque el coche, carajo. ¿Qué mierda esperás?
El paisano temblaba cada vez más.
—Pero ya me pagó, mujer. Me pagó el doble de lo que le pedí. Me dijo “pa usté y familia. Qué disfrute”.
—Claro, si la plata no era de ella. Devolvele la plata y listo.
—¡No! Yo ni me arrimó a esa mujer. Vamo’ a esperar a ver que dice el Cosme.
—¡Pero que sos un viejo asustado! El Cosme se va a hacer el tonto y va a dejar que la mujer se vaya. Es un holgazán, y nunca fue valiente. No sé ni pa’qué tenemo policía.
Fue en ese momento que vieron por su ventana, pasar a Muna en dirección al galpón. Poco después se oyó el encendido del motor y el bello AUDI salir rumbo a la calle principal. Los viejos dejaron pasar algunos minutos. La patrona le exigió al paisano que fuera en busca del policía del pueblo. Lo encontró a la puerta del boliche rodeado de unos pocos vecinos a los que les hablaba.
—Pa’ agarrar a esta clase de locas hay que usar la estrategia, porque si no te puede mandar a la quinta ‘el ñato. Así le dije al jefe de la Departamental. La Departamental me dijo que tenía toda la razón, así que no hiciéramos nada por agarrarla porque era una loca muy peligrosa, que te mata y después te come un cacho del cuerpo. Gente enferma de Buenos Aires.
La van a agarrar entre pueblo y pueblo, donde no hay nada más que campo. No podrá escapar porque ahí no hay a donde ir. Una vez que la agarren la van a meter bien presa y no va a joder más a ningún pobre tipo. Qué alivio saber que tenemo’ buena policía. Qué alivio.
Los otros hombres no sintieron el mismo alivio que el comisario.

XVV.En la renovada confitería “La Ideal”, Ramón Sigale se sentía a gusto. Rara vez el hombre se daba tiempo para disfrutar un desayuno como el que compartía con “El Auditor”. Conoció la confitería cuando su decadencia. El arreglo lo impresionó vivamente.
—Renovarse es una necesidad. –“El Auditor” sonrió y luego saboreó un bocado de una exquisita torta marmolada.
—Hoy es mi último día, mi retiro será mi renovación.
—A disfrutar de la familia. Lo merece.
—Aunque creo que voy a extrañar muchas cosas de mi vida de trabajo.
—Recordar uno siempre recuerda. Lo interesante es que sean solo recuerdos y no pesen más que una pluma.
“El Auditor” sacó de su valija un diario. Buscó la página de policiales. Sigale lo observaba sin preocupación, sabía a qué noticia había prestado particular atención el viejo asesor.
—“Recuperan AUDI robado y mueren los dos atracadores”. –Leyó.
—No es un epígrafe muy elaborado.
—Alguien me dijo que los dos muertos son hombres nuestros.
—Eran.
—¿El AUDI perteneció a un empresario?
—No diría empresario. Un emprendedor algo ambicioso, uno que creyó que era más de lo que era y así le fue. Fue suprimido porque intentó tontamente sabotear nuestra operación. Lo otro fue renovación de personal. Había que mejorar la planta de profesionales. Usted me entiende.
—Imagino cuánto le debe costar a usted resolver todos estos problemas que surgen en la vida cotidiana de la organización.
Ramón Sigale reposó su mirada en la de “El Auditor”. Los dos estaban serenos y disfrutaban ese momento de confidencias.
—En verdad, no me cuesta. Usted me conoce. Soy un hombre pragmático, no estoy aferrado a ninguna ideología, a ningún procedimiento. Todos somos circunstancias y nadie imprescindible.
—¡Claro! Lleno de imprescindibles está el cementerio.
—No importa las causales de la renovación, importa sus consecuencias. Despejamos el terreno. La operación “Melquíades” era algo estrafalaria, pero resultó mejor de lo que pensamos. Había dos opciones, enfrentar o cooptar. Elegimos cooptar. Nuestras capacidades son muchas y nuestros adversarios comprendieron que una guerra no le servía a nadie. El negocio es lo único que importa. El dinero es lo único que importa. Eso nos planteaba algunos dilemas, el más importante, convencer. ¿Cómo convencer a una organización de que las cosas han cambiado? Elegimos eso de “dar el ejemplo”. Producir hechos tan potentes que permitan a todo el mundo comprender que cambiaron los tiempos, que las cosas ya no volverán a ser como antes. Una lección sobre cómo perpetuar el negocio del mejor modo y, al mismo tiempo, volver a las fuentes que nos hicieron poderosos. El gobierno de “La Fuente”, nos hará más ricos y genuinos.
—Entiendo, revolución permanente. Trotsky los amaría. Nunca me gustó Trotsky. Así que el asunto es volver a las fuentes.
—Exacto.
—¿Puedo preguntarle algo?
—¡Por supuesto!
—¿Y la muchacha?
—¿Qué muchacha?
“El Auditor” entendió la respuesta.
—Ninguna, perdón por mi error.
—Usted es un hombre con vasta experiencia. Uno de nuestros sabios. El otro es ese que veneraban, Dixi.
—No puedo compararme con él.
—Digamos que son sabidurías diferentes.
—Puede ser.
—Hay personas que se cree que existieron, pero, en realidad, nunca lo hicieron. Sin nombres, apellidos, documentos, no se vinculan a un ser real sino a una apariencia. Son suposiciones, especulaciones. Si alguien no tiene familia, no tiene pareja, ni descendencia, ni amigos, no es nadie. Es un número en la larga lista de ignorados. Un día desaparecen y nadie lo nota. ¿Alguien sabe cuántos gorriones mueren por día? A nadie se le ocurriría llevar esa contabilidad, sería inútil y hasta estúpido. El paisaje está lleno de gorriones. Unos vuelan, otros comen, otras caen cuando una certera piedra lanzada por un niño desde su honda los golpea y mata. Cuando se comprendió que el mundo seguirá siendo como es y en él habrá siempre gorriones, se inventó esa fantasía sobre el lugar al que van a morir los pájaros. Cada uno muere donde está. En un árbol, entre los pastos, tal vez en un camino en medio del campo. ¿Y qué se hace con un pájaro muerto en medio de un camino? Se lo tira por ahí. Puede que algún sentimental lo entierre porque el paganismo es una fuerza espiritual ancestral, o puede que sean incinerados, repitiendo la vieja creencia que entiende el fuego como un gran purificador. El fuego todo lo purifica. Luego de eso, todo sigue su curso, nadie ya recuerda al pobre gorrión, ni su tumba, ni sus cenizas. Nada. Así es la vida y la muerte de las aves.
—A mi edad siempre se aprende algo. Soy un completo ignorante de la ornitología y, mucho más, de la ornitología funeraria.
—Me alegro de haber aportado algo a sus muchos conocimientos. Usted me convocó a esta reunión, pero aún no me dijo en qué le puedo ser útil.
—Quería despedirme. Usted fue muy importante en esta renovación. No me pareció adecuado dejar pasar la oportunidad de agradecerle y en persona.
—Muy amable. Su gentileza me conmueve. –Ramón Sigale rio con ganas.
—¿Ya tiene decidido dónde va a vivir?
—Por ahora en mi vieja casa. Pero ya decidimos con mi esposa un largo viaje alrededor del mundo. Quiero conocer Madrid, París, Roma, Londres, Berlín, Moscú, y por ahí llegar a Pekín. Las capitales del gran capitalismo, los verdaderos amos del mundo. Con todo lo que ello implica.
—Espero disfrute ese viaje. Nada como conocer las capitales del poder. No finjo que lo envidio porque no me gusta viajar, hace años que ya no sé quién soy y mis muchas personalidades difícilmente se pondrían de acuerdo si tuviera que decidir un viaje. Unas dirían para un lado y otras para el contrario. En lo que sí se ponen de acuerdo es en cómo tomar decisiones. En eso no tengo vacilaciones y mis múltiples “yo” coinciden plenamente.
—Lo suya también es una forma de sabiduría. ¿Habló con Dixi alguna vez? Digo, en persona.
—No, no lo conocí.
—Qué pena, lo ilustraría en muchos asuntos.
—Es una rémora del pasado depender de un “sacerdote del oráculo”. Hoy la gente no va ni a misa, no lee diarios, mucho menos libros. Todo el día prendidos al celular. Idiotizados esperando ver algo maravilloso en su pantallita. Instagram, Twitter, Tik-Tok, la verdad se ha reducido a unos treinta segundos de idiotez. La mentira llega a raudales por imágenes. La pornografía superó todos los límites. La pedofilia es cosa de todos los días.
Un santuario lleno de libros, recitar millones de páginas de memoria, no es útil en los tiempos que vivimos. La Inteligencia artificial es el nuevo oráculo. No junta libros que se llenan de polvo, no fuma habanos muy costosos, no bebe refinado cognac. Solo hay que alimentarlo con hardware y software.
Una completa renovación. ¿Usted en cuántas participó? ¿Muchas, verdad? Todo se transforma, querido auditor. De lo que fue, no quedará nada. Es una manera de volver a las fuentes, al big bang que a todo dio origen. ¿Ese Dixi jugaba ajedrez?
—Sí, y muy bueno.
—Bien, sacrificamos ciertas piezas para que el rey triunfe. El rey estuvo en peligro, pero a veces aceptar tablas es también sabiduría. Siempre hay que tener presente el bien común.
—Absolutamente.
—Usted y yo, cada uno en so suyo, trabajamos siempre por el bien común. No nos debemos rencores.
“El Auditor” no mostró ningún sentimiento al escuchar esas palabras. En verdad, sabía de qué le hablaba Sigale. Siguió comiendo y bebiendo como si le hubiesen hablado del vuelo de los gorriones.
—Cuando hombres y Fortuna me abandonan, lloro en la soledad de mi destierro. –“El Auditor” recordó esos versos de Shakespeare.
—¿Poeta?
—¡No! Soy apenas un contable, un auditor. Lecturas de joven que no olvidé.
—Bueno, amigo. Me despido. Nunca podremos agradecer sus muchos servicios. El desayuno ya está pago, gentileza de «El Sindicato».
“El Auditor” se puso de pie para despedir a Sigale. Estrecharon sus manos. Sigale mantuvo su mirada en la del otro. Sonrió por compromiso y se marchó.
“El Auditor” salió de “La Ideal” y caminó hasta la esquina de la avenida Corrientes. Miró en una y otra dirección. Esperó que el semáforo se pusiera en rojo para los autos que iban por Corrientes hacia el bajo. Caminaría por Suipacha en dirección a la avenida Santa Fe. Caminar esas cuadras lo ayudaría despejar su cabeza. Su paso era lento por la edad y por su peso. Las promesas de regímenes para adelgazar siempre habían sido eso, promesas.
Era un hombre acostumbrado a no demostrar sentimiento alguno. Pero no podía engañarse, sentía furia y pena por las muertes de “El Interrogador” y Dixi. Aún no sabía cómo habían muerto al sicario. La de Dixi la imaginaba. Un hombre que vivía solo, un infarto, una autopsia que nunca se realizaría y luego el crematorio.
De Muna Morrigan no le interesaba conocer detalles, aunque comprendió perfectamente la metáfora sobre los gorriones.
¿Qué debía esperar él? La respuesta era “nada”. Pensó en llamar a la esposa para despedirse, pero ¿qué iba a decirle?
Vio la moto que avanzaba por Suipacha en dirección a Corrientes. ¡Esas motos eran inconfundibles! Negras, poderosas, montadas en ellas un tipo vestido de negro, con un casco enorme cuya visera polarizada no dejaba ver la forma de los ojos del sicario.
El tipo le apuntó con precisión. Él vio el arma, vio la negra boca del silenciador.
Una bala atravesó la garganta, la otra, la frente. Cayó al piso y el golpe contra las baldosas fue brutal. Una mujer que caminaba detrás de “El Auditor” separada por un par de metros, gritó espantada al ver al hombre caer asesinado. La sangre se esparció rápidamente. Alguien llamó al 911.

Los días pasados
Todas las muertes

Nadie lo vio descender de su automóvil. “El Interrogador” sabía cómo pasar inadvertido. El paisaje reunía un aspecto huraño. Una patria de árboles hacía una muralla que, taciturna, se extendía hacia un corredor en donde la noche, agazapada, esperaba su oportunidad. Allí estacionó el automóvil. Era posible que el ruido del motor llegara al pueblo, pero apenas como una sospecha. Un sonido desconocido que no podía animar a nadie a deducir su origen ni las intenciones que podría revelar.
La noche era espesa como el barro en el que el agua turgente esbozaba unas burbujas gordas y firmes. No había estrellas en esa noche. Él mismo había adquirido un aspecto sombrío. Era la amargura latiendo en la humana materia. Todo envolvía a “El Interrogador” en esa oscuridad que anunciaba la fatalidad de los últimos instantes de su vida. No estaba preocupado, por el contrario, bien dispuesto, aunque cansado, y ansioso por llegar a donde debía dirigirse, encontrar a Taga y acabar la búsqueda.
La distancia que lo separaba de la casa era de dos kilómetros. Para mantenerse en esa oscuridad, sobrepasó la frontera última del pueblo; por ello, regresaría en dirección sur.
El viento tributario del norte arrastraba una mezcla de tierra y arena; era un viento salado que ardía la piel del cuello y en el cuero cabelludo untaba un minúsculo ungüento blanco.
“El Interrogador” se dejó empujar por ese viento como quien va al encuentro de un demiurgo que tiene las respuestas a todas las preguntas.
Desde el norte se llegaba hasta la puerta trasera de la casa, por ella se entraba a la cocina. A unos doscientos metros de la construcción, “El Interrogador” interrumpió su marcha. Desde donde se detuvo adquirió el aspecto de un desdichado en busca de refugio. Los brazos a cada lado como vencidos, algo encorvado, y, aunque no podía oírse claramente su respiración, un jadeo intermitente revelaba cierta fatiga. Los ojos de una lechuza, brillaban con luz propia desde la altura de un árbol que se erguía a la izquierda de la casa. Observaba con indiferencia al visitante y cada tanto, agitaba las alas para hacerle saber que lo vigilaba sin quitarle la mirada de encima.
“El Interrogador” dedicó varios minutos a observar el lugar; hasta donde la vista se lo permitía en aquella oscuridad, se convenció de que no había nadie emboscado listo a actuar contra él. Sabía observar la noche y en ella los peligros. Fue en las noches que cometió muchos de sus crímenes, algo que le exigió agudizar sus sentidos.
No había luz en el interior de la casa, no se escuchaba ningún ruido. Por ello sospechó que no estaba vacía. La oscuridad y el silencio, con seguridad, eran parte del ardid de quien dentro no deseaba ser descubierto. Él hubiera hecho lo mismo, esperado al visitante protegido por la oscuridad. Taga era una detective astuta y sabría cómo disimular su presencia. Él no tenía la certeza de por qué la muchacha había huido. Le llegaban distintas versiones de esa desaparición, algunas para nada confiables, otras, un tanto. Su pasado era un atajo a su presente, pero no podía asegurar que su desgraciada infancia y adolescencia fueran el fundamento de su actual comportamiento.
“El Interrogador” no era un hombre que se dejara llevar por el primer comentario sobre un suceso o una persona. Su propósito en la vida fue siempre ser el mejor de todos los sicarios. Cumplir ese objetivo le impuso una dura disciplina. Se tornó cauto, invisible, reflexivo, atento. Se privó del amor y de muchos otros placeres. Apenas intimó con Ladilla, y su muerte profanó su indiferencia. Pero al prestar atención solo a la construcción, lo distrajo de las huellas que mostraba la tierra en dirección a la misma. Se agachó hasta tocarlas con las yemas de sus dedos. Eran diferentes unas de otras. Una, de pies pequeños, le recordó los de Ladilla. Marcas leves, pero no de un niño, que se hundían tal vez un centímetro en la tierra por el peso del cuerpo. Otra era, sin lugar a dudas, de un hombre. Uno gordo, bastante corpulento, que mostraba una leve cojera en su pierna izquierda. Dedujo que era la huella de alguien mayor que tal vez necesitaba un lugar donde descansar de sus fatigas.
La tercera huella que palpó era imprecisa. Apenas estampada en la tierra blanda, parecía flotar sobre ella. La sutileza de las marcas le hicieron considerar que debía tratarse de un ser entre real y etéreo, alguien sumido en el conocimiento humano, un lúcido amasijo de voces y letras que reunía la sabiduría del estudioso.
Por último, las más frescas y que mostraban aún sus márgenes acuosos, recién impresas, pertenecían a una mujer. Eran las huellas de una criatura que escapaba del hastío en dirección al éxtasis que provoca lo insospechado. Al cabo de unos metros, las cuatro líneas de huellas se confundían unas con otras, se mezclaban premeditadamente. Eran senderos de vida que fundían en uno sus destinos. Cuando él avanzara en esa dirección, sus huellas también se unirían a las otras, todas intimarían sus formas y densidades hasta parecer una sola en una inequívoca dirección. Se mantuvo paciente a la espera de la revelación. No lo tomó como un misterio, sino como un testimonio. Sobre su cabeza, el vuelo de la lechuza lo distrajo por un momento. Tal vez esa fue la intención del ave. Al volver la vista al suelo, las huellas habían desaparecido. Fue cuando decidió avanzar si vacilaciones hacia la casa, más que por su voluntad, por un mandato superior.

Taga escuchó abrirse la última puerta, la que daba al descampado. Sabía que se trataba de su objetivo. Tenía su arma lista para disparar. Sus pupilas estaban dilatadas al máximo. Su respiración era imperceptible. Su cuerpo permanecía inmóvil.
Agazapada, en la habitación contigua, esperaba el momento oportuno para el crimen. Nunca es fácil decidir un asesinato. La duda, el imprevisto, todo está presente en un efímero momento.
Esperó que el intruso avanzara para tenerlo a tiro. Sin embargo, no fue así. Se detuvo tal vez a un escaso metro de la puerta. Allí permaneció, sin atinar a nada. Ella podía hasta escuchar la respiración algo agitada del visitante.
No huiría, apenas cometiera el homicidio encargado. Esperaría al alba. Las primeras luces de la mañana la ayudarían a pasar inadvertida. Escapar en la noche, levanta sospechas hasta de los más crédulos.
Debía mantener la calma tanto para jalar el gatillo como para subirse a su automóvil, ponerlo en marcha, y regresar a la gran ciudad sin demasiada prisa. Luego de la ejecución, comenzaría su nueva vida. Así pensaba y deseaba. Una que reparara todos los sufrimientos pasados. No especulaba con la venganza contra aquellos que la habían lastimado. Tal vez, sin siquiera proponérselo, esa oportunidad se presentaría y entonces decidiría qué hacer con sus abusadores. Pero en ese instante, solo esperaba cumplir su misión con éxito. Ante ella estaba uno de los mejores; un error de cálculo, una vacilación en el momento definitorio, podía costarle su vida. Debía esperar, no había cultivado la paciencia, pero, en ese instante, recuperó esa virtud indispensable para el éxito de su misión.
La tensión entre la mujer y el intruso se hacía palpable. Los dos podían sentirla cada uno a su modo. En ella, una corriente eléctrica subía por su columna vertebral y entraba en su cerebro arriesgando un dolor desconocido. En él, una sensación viscosa gobernaba su boca y su garganta y si hubiera necesitado hablar en ese instante no lo habría podido hacer.
Los dos se sentían obligados a asumir las consecuencias de sus actos. «El Interrogador», de ir por la muchacha; Taga, de acabar con un disparo con todo aquello.
La puerta que daba al campo permanecía abierta, por ella, un brillo lejano entraba apenas iluminando la habitación. La silueta de un hombre atlético se apreciaba a pesar de la negrura de la noche. Fue entonces que giró para quedar de frente a la ventana.
Habían pasado muchos años del crimen de Maura, sin embargo, “El Interrogador” podía apreciar la marca de la sangre y los tejidos del cerebro de Marciano estampados en los azulejos por la violencia de la pólvora y el plomo caliente. En esas lacras, encontró una premonición. Se vio a sí mismo en el piso, los ojos abiertos, la boca en una mueca final, la sangre corriendo en dirección a la tierra.
Taga se aproximó todo lo que pudo al hombre, estaba descalza, no se oían sus pisadas. Extendió el brazo de la mano que llevaba la ISSC M22 calibre .22 LR. Mantuvo el pulso firme y jaló el gatillo.
La bala entró en línea recta por la nuca y, rompiendo los dientes, salió por la boca del hombre.
El sonido del disparo abarcó la penumbra del paisaje hasta los confines del pueblo. Se repitió sin pausa imitando el golpe de un pequeño mazo sobre una estructura hueca. Ese eco llevaba un mensaje que no cualquiera podía descifrar. No todos pueden comprender la melodía de la muerte luego del relámpago de una bala atravesando músculo, hueso y tejidos blandos del cerebro.
Ella volvió a la habitación. Limpió la tierra de sus pies y se calzó. Estaba obligada a esperar dos o tres horas para que llegaran las primeras luces del alba en el villorrio. Entonces iría en busca de su hermoso AUDI, color azul intenso, y se marcharía.
No volvió donde el cadáver. Permaneció sentada en la habitación contigua a la cocina, esperando la claridad. Pensó en su futuro, lo hizo como un rito religioso. Se adoró a sí misma en el lodo primigenio de una Eva que nadie sospechaba. Era su propia costilla la que le dio forma definitiva y triunfadora, ningún Adán le dio la vida que disfrutaba a partir de ese momento.
Cuando la primera luz se insinuó por la puerta y la ventana, decidió abandonar la casa. Rodeó el cadáver de “El Interrogador”, vio la mueca en el rostro y la rara contorsión del cuerpo, la cabeza rota y las manchas de sangre, hueso y materia gris en los azulejos.
Llegó a su automóvil, subió a él con discreción, lo puso en marcha, y comenzó lo que creía era su viaje de regreso a la ciudad. Por una ventana pequeña, los dos parroquianos, que le habían rentado su galpón para que guardara el AUDI, la vieron partir en dirección a sur. Ella no sospechaba que más de una docena de policías la esperaban algunos kilómetros adelante por robo y homicidio cometido contra el propietario del moderno auto.
Por otro camino, una morguera a marcha lenta ingresaba por el norte del villorrio; se dirigía a la casa a recoger el cadáver de “El Interrogador” para hacerlo desaparecer.
No hay ninguna duda de que ella vio el operativo policial que en la ruta le cerraba el paso, pero fue hacia él confiada en su venturoso destino. Se aproximó al retén a marcha lenta, llegó, frenó y apagó el motor.
Cuando la detuvieron no hubo saludos amables, no le pidieron sus documentos ni los del AUDI, le exigieron que saliera con las manos en la nuca y luego se arrodillara mirando al piso.
Gritó repetidas veces “soy policía en una misión especial”, pero fue inútil, no les interesaba lo que ella les decía.
Un gigantón avanzó a sus espaldas. A un metro de distancia, sacó de su sobaquera una .38 Smith&Wesson Special y le disparó dos veces en la cabeza. Taga cayó muerta de inmediato.
Dos hombres cargaron su cadáver en el asiento trasero del AUDI. El hombrón se acomodó al volante y comenzó su marcha siempre en dirección al sur.

Cuando la bala calibre .22 atravesó su garganta, “El Auditor” sintió arder su cuerpo más allá de los bordes redondos y quemados del orificio de entrada del proyectil.
Su mano libre tocó la negra boquita mortal un poco por encima de la nuez de Adán, de la que emanaba un hilo grueso de sangre. El segundo proyectil entró por su frente, rompió el hueso frontal, atravesó todo el hemisferio derecho, y se estrelló en la pared del hueso occipital, donde acabó su marcha.
Al abandonar la confitería “La Ideal”, sabía qué le esperaba. Atravesó la avenida Corrientes sin volver la vista atrás. Caminó esos veinte o treinta metros por Suipacha cuando vio venir la muerte montando una hermosa moto negra. Por instinto llevó su mano al bolsillo buscando el celular. Resultó natural considerar en esa infinitesimal porción de segundo llamar a la esposa. ¿Y qué le diría? ¿Estoy muerto? ¿Me acaban de asesinar? ¿Te amo? ¿Adiós? Absurdo. Por ello abandonó esa idea al mismo tiempo que el sicario sacó su arma y le apuntó a la cabeza.
Larga fue su vida en la organización, tal vez demasiado. Otros murieron en reyertas inútiles, persecuciones interminables, discusiones feroces. Pero él, simple burócrata, se las había arreglado para llegar a viejo y estar a un tris de retirarse y dedicarse a viajar por el mundo con su amada esposa. Sigale no dejó lugar a dudas. En su larga trayectoria vio muchas renovaciones, sabía de qué hablaba.
Él no tenía de qué quejarse y no lo haría. Se resignaría en ese último instante. La primera bala la vio alcanzarlo casi en cámara lenta. Girando sobre su eje con pasmosa lentitud, penetrar la carne y perforar la tráquea hasta chocar con la primera vértebra cervical.
Hurgó con su dedo índice el orificio en la garganta. Rascó con la uña un pequeño coágulo que comenzaba a formarse absorbiendo algo de la piel quemada. Luego introdujo el dedo hasta lo que supuso la cara posterior de su tráquea.
Sintió dolor. Nunca antes se había atrevido a rozar una herida, mucho menos imaginó palpar un órgano fibroso y cartilaginoso, que se repetía en una serie de arcos pequeños pero firmes. Sin duda la sensación resultó extraña. No tanto como alucinar en el tiempo transcurrido entre el primer y segundo disparo, las muertes de “El Interrogador” y la de la mujer.
La primera la presenció sin angustias. Sintió que hasta podía haber empujado al hombre para que el disparo no lo alcanzara. Pero alterar el curso del destino le pareció un acto desmesurado.
No hay otro final posible para un sicario que su eliminación. Un auditor lo sabe desde su ingreso a la organización y no necesita que nadie le hable de esa ley no escrita.
Reflexionó sobre todo lo que un asesino como “El Interrogador” sabía y lo comprometedor que podía ser si él por codicia o por revancha, revelaba muchos de los secretos de “El Sindicato”.
Además, estaba seguro de que el propio interrogador sabía de su destino último.
La muerte de Taga le provocó sensaciones muy diferentes. No se trató del momento en que dos balas rompieron su redonda cabeza y acabaron con su vida. Pudo ver a una distancia regular, llevar el bello AUDI azul a un descampado, rociarlo con nafta y prenderle fuego, reducirlo a un montón de chatarra quemada y cenizas. Del cuerpo de la mujer no quedó nada. Ningún rastro de ADN pudo superar ese incendio.
Y aunque no tendría oportunidad de corroborarlo, sabía que al mismo tiempo que la segunda bala entraba por su frente, alguien, desde algún lugar remoto, borraba toda mención de una mujer de nombre Taga, hija de Maura y de padre desconocido. La pequeña que, por orden de un Juez de pueblo, fue recluida en un orfanato donde las niñas y los niños eran una valiosa mercancía adquirida para satisfacer la pedofilia de ricos y encumbrados.
No pudo palpar el segundo orificio, en su frente. Cayó al piso ya sin vida. Lo último que escuchó fue el grito de una mujer que caminaba uno o dos metros detrás de él, y que vio espantada asesinar a un hombre en pleno centro porteño.

“Lo mató”. Estas dos palabras pronunció Dixi cuando despertó sobresaltado la madrugada en que murió “El Interrogador”. No pudo acertar ni el nombre ni el rostro del verdugo. Tampoco tenía forma de reconocer si se trataba de un sueño o una verdadera revelación. No soñó el modo de su muerte, pero sí su sangre corriendo en dirección a la noche.
A pesar de la violencia de la epifanía, permaneció sereno en la cama, mirando el techo, sin otro pensamiento más que esa muerte. Su pulso no se aceleró, ni su respiración se agitó. A su mente llegó el recuerdo de la partida de ajedrez llamada “del siglo”, la que disputaron el niño Fischer y Donald Byrne. Asoció la soñada muerte de “El Interrogador” con ella. En el juego final, él sería Fischer y su enemigo, Byrne. En su alucinación, torre, caballo y alfil amalgamaban su ataque al rey. Acorralado, este podía apreciar como aquellos eran ellos mismos y al mismo tiempo el otro, para no darle posibilidad de eludir la muerte. A veces alfil, a veces torre, a veces caballo. La agonía del rey fue manifiesta. Jaque mate al asesino de Eln.
Se convenció de que así debió sentirse “El Interrogador” en sus últimos momentos, acorralado por sus victimarios, sin escapatoria posible.
Si bien su venganza no se consumó por su mano, ocurrió y eso resultó gratificante.
Su alegría fue efímera. La fascinación por la muerte de “El Interrogador” lo incitó a seguir el rastro de la sangre que conducía a un amasijo rojo. De la oscuridad a la oscuridad, ese fue su recorrido. A su espalda, una mano sostenía un arma que echaba humo negro por la boca del cañón, y a su frente, la noche se demostró en un éxtasis de oscuridad densa y asfixiante. El peso de esa noche lo apretó contra la tierra, confundiéndolo con la sangre que buscaba sumergirse en las profundidades de un sepulcro improvisado. Se arrastró para alejarse del lugar. Alcanzo a reptar un par de metros y varias muertes lo rodearon.
Al principio eran apenas huellas, no muertes, que venían de un horizonte remoto. Cada una seguía su propio derrotero. Tras la silueta de un hombre, (él dedujo con acierto que se trataba del fantasma del sicario), se confundieron unas con otras en un caos que lo fatigaba. A pesar de la confusión, las huellas iban en dirección a la casa o santuario, no podía asegurar si se trataba de lo uno o lo otro.
Tal vez por cobardía, abandonó toda idea de seguir el rumbo que señalaban las huellas. Se alejó de ellas y del fantasma del asesino. Dio algunos pasos, no pudo más, porque un misterio le rozó el corazón y temió que se rompiera igual que una frágil porcelana. Se arrodilló buscando alivio.
A su frente, salida de un fuego sacerdotal, una mujer se deshacía en llamas. Un círculo de gnomos vigilaba el sacrificio.
Vio su rostro chamuscarse, las carnes de sus manos dejar al descubierto los quebradizos huesos, su cabeza volverse una tea patética. Al cabo de un tiempo que no pudo medir, la mujer fue reducida a unas pobres cenizas que el viento tributario del norte esparció con libertad.
Donde el fuego acabó con la mujer, llegó un hombre. Su aspecto le recordó viejos tormentos. Como advertencia o como amenaza, le mostró dos orificios. Uno en su garganta y otro en su frente. Por ellos no se derramaba sangre, sino el simulacro de unas lágrimas negras. Antes de desplomarse, lo señaló. Dixi sintió el vértigo de su propia muerte. Muchas veces conjeturó el final, pero nunca tuvo la certeza del cómo ocurriría.
En oportunidades, se imaginó viejo, solitario, rodeado de sus mejores libros. En otras, un hombre taciturno frente a un mágico tablero de ajedrez en el que las piezas de puro marfil, blancas y negras, se movían vertiginosas sin respetar ninguna lógica. Fatigado por la anarquía de los trebejos, cerraba los ojos y entraba en un sueño del que no podía salir a pesar de sus deseos. Atrapado en esa fascinación, su cuerpo, reseco por el paso del tiempo, se momificaba. Mutaba su delicado aspecto varonil, a una entidad inútil y enigmática.
Pero la muerte no se presenta como pretendemos. Toma sus propias decisiones. Llega en forma de frío glacial, de insoportable dolor, de ave rapaz de plumas negras que con su corvo y afilado pico despedaza los órganos vitales.
Los tres muertos que lo precedieron en el rito rodearon su cama. Lo convocaron al final inevitable. Nadie puede eludir su destino. Esto se dijeron “El Interrogador” y “El Auditor” en aquella tertulia matutina en “La Ideal”. Así ocurrió.
Trató de imaginar algo agradable, pero fracasó. Cerró sus ojos, sintió un profundo hastío, y dejó de respirar.
Cuando sus asesinos arribaron para ejecutarlo lo hallaron muerto. Eso les brindó un alivio inesperado. Nunca antes, ninguno de ellos, se vio obligado a consumar el asesinato de un sacerdote del oráculo. Cubrieron su cuerpo con una manta, se persignaron, (porque su profesión no excluía su fe), y se marcharon en silencio.

1) 
La biografía de la pequeña Taga se puede consultar en “Un regalo
de Dios”, primera serie Hardboiled. Luego de que su madre la
abandonara por segunda vez, no hay hasta el presente más datos de
cómo fue la vida de la niña hasta la adultez.

2) Charles Baudelaire.

3) Charles Baudelaire.

4) Charles Baudelaire. 

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