«No apto para ardentísimos ni cobardes tornasolados»
1- El bicho tornasol.
Era un bichillo, a veces azul, a veces morado, pero siempre cubierto por tulipanes secos, con mimetismo, pero reacio a los rayos del sol, se alimentaba de oro para tontos y tomaba créditos por el canto de los grillos ante las mariposas. Era un prisionero de sus bajos instintos, dañado irreparablemente por la brisa del sereno cada madrugada y un vetusto hechizo.
Las hormigas más longevas cuchichean y dicen que solía ser un príncipe, de traje azul y escurridizo, viviendo ahora en la agonía eterna de poseer el cuerpo de un bicho, ni morado, ni azul, condenado por una curandera a causa de dar rienda suelta a sus placeres ciegos. Dormía entre la hierba mala y se cubría con restos de tulipanes, pero alardeaba con las gusanas sobre su supuesta morada en una orquídea silvestre. Las luciérnagas alguna vez me contaron que parte del castigo es ser tornasolado, a veces morado, a veces rojo, pero nunca con brillo propio, a veces azul, a veces verde, ridiculizándolo en su incertidumbre.
Un día lo encontré en el alféizar desfallecido mientras me rogaba que le diera un color propio, tuve conmiseración ante esa criatura y decidí ayudarle con infusiones de brugmansia y plegarias a la luna. Ayer toqué la gruesa coraza tornasol y caí convertida en una fina figurita de vidrio, el bichillo había logrado capturar un color propio y regresó bruscamente al jardín, empujando mi frágil molde con él.
He caído en el jardín, veo mis rodillas sangrando, el olor le suplica al bicho acercarse y el rastro de sangre sobre la tierra sigue palpitando, palpitando ante el pudor de un cuerpo desnudo con remordimiento; noto angustia en su desesperado intento por acercarse, pero reconozco la cobardía y la veo en sus ojos, corriendo en lo traslúcido de sus venas.
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